Un día de tantos
Publicado en Mar 14, 2011
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 Estaba atorado en el libro séptimo parágrafo quinto de la Guerra Gálica, en traducción de Rubén Bonifaz Nuño, cuando sonó el teléfono. Era Toño preguntándome cuándo podría pagarle los trescientos pesos que le debía.
—Mi esposa ya me regañó. Dijo que me quitaría la tarjeta si seguía yéndome de borracho contigo.
—El que estés casado no es mi problema—le repliqué.
            Colgó. La gente es muy sensible a veces. Eso me llevó a otras reflexiones: el alquiler que vencía el martes, la única lata de atún que me quedaba en la alacena, las suelas cada vez más delgadas de mis zapatos, la pata rota de mi cama. Encendí el estéreo y Aire frío de Elli Noise me hizo recordar, además, el vidrio de la ventana que había roto en una noche de borrachera y que aún no había podido reponer. ¿Qué pensaría el niño que fui del adulto en que me había convertido? Esa pregunta la leí por allí, en algún estúpido panfleto de autosuperación. Sin duda el niño que fui estaría horrorizado si pudiera verme.
            El teléfono volvió a sonar. Pinche Toño, pensé. Pero no, esta vez era Fanny.
            —¿Huguito?
            —¿Acaso alguien más vive aquí?
            —Ya sé que no, pero pensé que tal vez te habían echado.
            —Gracias
            Y así una hora y media del ping-pong social.
Después se despidió y colgó. Ahora que lo pienso no tengo ni idea de para qué me llamó. No concertamos ninguna cita, no me reclamó nada, no me pidió nada. Mucho menos me dijo nada interesante.
Apagué el estéreo y retomé la lectura. Estuve tentado a desconectar el teléfono, pero no quería privarme de mi único lujo. Maldito libro séptimo, pensé al cabo de diez minutos. Me levanté y caminé al baño. Apenas crucé el umbral de la puerta resbalé y me fui de cara sobre el lavabo. Nunca pensé que un lavabo pudiera ser algo tan duro. Alcancé a sostenerme y no llegué hasta el suelo, pero vi luces frente a mis ojos, de bellísimos colores, y sentí un dolor agudo en la cabeza. Me incorporé despacio y noté la sangre que corría por mi rostro. Me había roto la ceja. La sangre, fluyendo sin cesar, manchaba mi cara y mi camisa. Mierda, era la única camisa limpia que me quedaba. Suficiente, me dije, esto es una señal de Dios. Tomé el saco, descolgué las llaves del clavo y me guardé en la cartera los cincuenta pesos restantes de los trescientos que me habían prestado. Me puse una tirita de cinta adhesiva en la ceja y ensayé gestos rudos frente al espejo. Salí a la calle y eché llave a la puerta; la ventana no tenía vidrio, lo mismo no tenía gran cosa que me robaran, pero siempre es mejor prevenir.
Llegué al Tachirín a marchas forzadas, después de veinte minutos. La barra estaba vacía, tal como me gustaba, así que me senté con aire de quien todo lo tiene y pedí un tarro de cerveza oscura. Iba ya por el segundo cuando llegó Marlene (todas mis amigas tienen nombre de teiboleras) toda cuerpo ella, restregándose contra mi costado derecho. Estaba ebria y me arrojó su aliento etílico y sexual en el rostro mientras me saludaba.
—Q’onda cabrón.
—Hola.
—¿Cómo ‘stás?
—Yo muy bien, ¿y tú?
—Bien pedda.
—Sí, se ve.
Tomó mi tarro de la barra y se lo bebió de un trago. Vaya garganta, pensé. Charlamos un rato y, de entre sus incoherencias, deduje que llevaba varias horas tomando y que sus amigos se habían largado. Había gastado todo su dinero y no sabía que hacer. Yo tampoco tenía dinero pero vivía cerca, así que le ofrecí mi humilde departamento de soltero fracasado. Aceptó. Pagué la cuenta y nos encaminamos a mi casa. Llegamos en tiempo record.
En cuanto entramos ella comenzó a elogiar, cayéndose de borracha, eso sí, y entre eructos, el insoportable vacío de mi cuarto, mi asqueroso basural, mi reguero de botellas y latas, mis libros raídos hasta el polvo, mi ropa sucia amontonada en la esquina.
—¿Quieres llamar a tu casa para que pasen por ti? El teléfono es mi único lujo.
—No... me quie-ro que-darr con-ti-ggo.
Y bueno, pensé mientras Marlene se quitaba el abrigo, tal vez el día a pesar de todo, de las deudas, las conversaciones estúpidas, las suelas de mis zapatos y la ceja abierta, no iba a terminar tan mal. Y la Guerra Gálica, en traducción de Rubén Bonifaz Nuño, funcionó de maravilla para nivelar la pata rota de mi cama.
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Foto del autor Hugo David Romero
Textos Publicados: 2
Miembro desde: Mar 14, 2011
2 Comentarios 219 Lecturas Favorito 0 veces
Descripción

Breve relato de la vida cotidiana

Palabras Clave: cuento borracho perdedor literatura clásicos bonifaz nuño

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Relatos



Comentarios (2)add comment
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Esteban Valenzuela Harrington

Buen relato Hugo, me gustó el final.

Un abrazo,

Esteban
Responder
March 15, 2011
 

Hugo David Romero

Gracias. Espero publicar en breve algunos otros.
Saludos.
Responder
March 16, 2011

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