Neus Inmaculada. Captulo 3 y ltimo
Publicado en Jan 23, 2010
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La noche que Neus comunicó su marcha a toda la familia, la cebolla que cortaba su madre, tiesa en la cocina, fiel a su papel de ama de casa, sirvió como excusa perfecta para disfrazar la tristeza que en ese momento la invadía. La seguridad en las palabras de Neus le hizo recordar  momentos intensos de su juventud que fueron duros pero válidos, como la vida se encargó de demostrarle, pero evitó delatar el orgullo que sentía al descubrir que era capaz como madre y como mujer de comprender la decisión de su hija. No fue así la reacción del padre que con golpe incluido en la mesa, con la excitación sabia del que se sabe vencido pero tiene que imponer su poder, le gritó con rabia fracasada que ella no iba a ninguna parte, que ella no abandonaba, todavía, su casa y su familia. A Neus le desconcertó esa reacción del que consideraba su aliado secreto, pero aunque temblorosa su voz, repitió sin dejar de mirarlo a los ojos grises, que se marchaba, que era su vida y su camino a hacer. La fragilidad del padre de Neus quedó descubierta, retirándose a su cuarto, sin cenar, con el corazón libre de pesos y de cargas impuestas, por primera vez, expuesto al frío  y a la oscuridad de las decisiones que no había tomado él.


Dos semanas después y sin haber cerrado la herida en los corazones de los padres, tras palabras cortadas y silencios enteros, Neus se despedía de todos sus hermanos con una tempestad de lágrimas pero con la sonrisa franca que la felicidad dibuja en la cara de una mujer segura. La última imagen de su casa, la fachada blanca, sus hermanos y hermanas con las caras incrédulas, las vecinas que pasaban, que miraban, que comentaban en pequeños corrillos, algunos perros callejeros que paseaban intrigados por el escenario de la tragedia olfateando divertidos su vestido de flores diminutas. Todo eso se quedó guardado en su retina para siempre, mientras el coche que ponía en marcha un amigo, rugía ansioso y extrañado, como toro espantado y comenzaba a alejarse del lugar rodando por la carretera firme que acompañaba el curso del río. Todo eso, y el vacío que formaba la silueta de su padre no presente, quedó en su retina de por siempre, junto con la imagen de su madre, serena,  que apareció tras la cortina que vestía la ventana y la acompañó, aprobando con su mirada dulce su determinación.


Y pasaron intensos los años y aquel chico andaluz que la enamoró hacía ahora más de cinco años,  la agarraba fuertemente por la cintura y  besaba su cuello rozándolo con los pelos largos y brillantes de su cabeza y de su inmenso bigote, produciendo cosquillas que despertaban la risa tonta y alegre de Neus. El efecto del LSD comenzaba a dar sus frutos en ella y tan pronto la rozaba el cabello de su amante como el de la mosca más grande y peluda que había visto jamás. El espanto se traducía entonces en llanto mientras la mosca la miraba, la mandíbula desencajada por la risa cruel, el bigote espantoso hablando entre pausas largas, eternas, sin sonido conocido. No era un momento de placer para Neus, era el instante en que su amigo y amante la estaba abandonando a la salida de un bar, borrachos ambos de ira. Fin de trayecto. Sus vidas habían transcurrido paralelas hasta ese preciso momento pero ahora su amigo no entendía ni compartía la filosofía de vida de Neus. Estaba completamente enganchada a la marihuana, convertida en su pan y agua diario. Lo que antes había sido divertido para los dos ahora se había convertido en una rutina sin sentido. A su amigo andaluz ya no le motivaba encontrar a Neus en tardes placenteras practicando yoga en la playa inmensa, acompañada de desconocidos que tocaban la guitarra entonando canciones que se habían hecho populares de Joan Baez, cuando estaban reivindicativos o de Janes Joplin, gastando, hasta hacerla casi desaparecer,  la letra de Piece of muy heart. Los besos que se daban, en la noche despierta por el sonido de las olas, ciegos por las pastillas que tomaban, ya no despertaban su instinto animal. El amigo andaluz de Neus había ampliado sus horizontes. Le molestaba que ella no tuviese expectativas de futuro, que no trabajara, que viviese el presente como si la vida fuese la hermana pequeña de la locura, llevando al límite todas sus acciones. Había descubierto cómo ganar dinero rápido en aquella época y el placer de ser alguien, de llevar un coche lujoso. Se había convertido en mecenas de grupos y cantantes locales que abrazaban curiosos pero  tímidos la estética punk y el negocio le funcionaba cojonudamente bien. Neus empezó a acusarle de traidor infiel a sus principios, vendido al capitalismo más absoluto y su amigo dejó de interesarse por ella debido a las continuas disputas, en las que Neus perdía totalmente la noción de lo que decía, y empezó a  congeniar espontáneo con nuevas mujeres que florecían en su entorno y que le mostraban una realidad menos caótica y mucho más simple, mujeres autóctonas que no cuestionaban sus principios y que le acompañaban a los clubes de moda de la ciudad sin mover una sola pestaña de su cara y sin muecas innecesarias. Su relación con las drogas se redujo a pequeños escarceos, casi anecdóticos, resultando ser espectador pasivo la mayoría de las veces  y prefiriendo distorsionar su realidad con una buena copa de whisky. Todos esos cambios en él propiciaron un profundo distanciamiento con Neus y   por eso, aquella tarde de principios de verano, a la salida del cine, tras ver la maravillosa película de Trufautt, La noche americana, el amigo andaluz de Neus se decidió a abandonarla, por fin. Tomaron la última copa, compartieron LSD juntos, el último viaje.  Y presenció impasivo una de las últimas actuaciones no lúcidas, de la que hasta entonces había sido la mujer que amaba.


No habían pasado ni tres meses desde la ruptura pero  Neus ya vivía con un poeta irlandés culto y tímido, cojo de nacimiento, que la había aceptado como compañera a pesar de saber que Neus estaba embarazada. Se conocían porque habían compartido besos místicos en los atardeceres lujuriosos, pero nunca habían llegado a más respetuosos con la situación sentimental de Neus. Por las mañanas  vendían en los mercados de la zona los cachivaches que éste fabricaba con objetos reciclados. Compartían los mismos ideales, un sexo animal que les despertaba el alma y su amor por la lectura. Gracias a él y a los grandes silencios que compartían estando juntos Neus descubrió a poetas como Whitman y como Rilke. Releyó a Neruda hasta la saciedad,  a Borges, a Lorca. En aquella corta época creyó encontrar el equilibrio, aunque mantenía una relación permanente con sus pesadillas, fieles a su cita nocturna, pero intentaba no inquietarse demasiado para darle una estabilidad a su bebé. Después de todo amaba al hijo que llevaba dentro tanto como había amado al  padre, y quería hacerle el mínimo daño posible.


Una mañana de septiembre, lloraba Neus  la muerte de Neruda, mientras el incienso se quemaba en su puesto del mercado, apareció fuera de sí el padre de su hijo, recriminándole autoritario el hecho de no haberle comunicado su embarazo. Neus no tuvo tiempo de reaccionar porque su amigo español, con toda su fuerza bruta la metió en su cochazo, ante la mirada inquieta del poeta irlandés, que, sin embargo, no se movió de su sitio. Todo pasó muy rápido. Aquella noche Neus durmió, cuando pudo alcanzar el sueño, en una cama inmensa, limpia pero impersonal, mientras en la planta de abajo los gritos  de una mujer histérica poblaban la noche estrellando platos  y vasos contra el suelo que Neus estuvo pisando hasta el día que nació su hijo.


Su vida se sosegó aparentemente. Era tratada con respeto por el padre de su hijo y era mimada por el personal de la casa. La alimentaban, le preparaban sus baños calientes, lavaban su ropa, hacían su cama. La habitación donde dormía se convirtió en su mejor guarida. Guarida que sólo abandonaba las mañanas cálidas para tomar el sol y caminar por el inmenso jardín que rodeaba  la casa. Entonces, la sirvienta, la agasajaba con todo tipo de zumos, de frutas, de pastelillos exquisitos. Cuando aparecía la amante del padre de su hijo, volvía a su habitación para no molestarla y casi ni se miraban a la cara. Descubrió otro tipo de paz, una paz interior que nunca antes había sentido.  A su guarida le imprimió  su personalidad más femenina que hasta entonces había sido una  desconocida para ella. Cuidaba su cabello largo  y suelto secándolo al aire libre, sin pañuelos ni cintas que lo ocultasen. Masajeaba su piel con lociones que olían a flores. Empezó a fijarse en detalles que antes eran extravagantes a sus ojos como en ropa de bebé, juguetes para bebés, libros para bebés. Su barriga crecía y ella la acariciaba con todo su cariño transmitiéndole toda la cordura de la que era dueña. Se miraba al espejo, se observaba, y hablaba sin parar, le relataba la historia de su corta vida al hijo que le crecía dentro. Le hablaba de sus padres, de sus hermanos, de su pueblo natal.  Por las noches, si el ruido de las fiestas, o los gritos de las broncas de la pareja que la hospedaba se lo permitían leía sin parar.  Soñaba cómo sería su personaje, si Doris Lessing la hubiese incluido en su novela El cuaderno Dorado. Siempre fantaseaba. Pero con lo que estaba verdaderamente obsesionada era con un libro que había leído hacía un par de años y al que empezaba a dar todas las lecturas posibles en aquel momento, Un mundo feliz, de Aldous Huxley  libro que compartía junto a la lectura incansable de Shakespeare, su querido Shakespeare.


Anotaba frases, las que más le impactaban, en un cuaderno, que escribía para su hijo, y en las esquinas dibujaba garabatos que adornaban lo escrito.


A diferencia del frío día de su nacimiento, Neus se puso de parto un cálido atardecer de un día cercano al mes de marzo. En el hospital, ya acomodada, gritaba extasiada, casi perdido el conocimiento, quemadas sus entrañas por un intruso al que amaba más que a nada en el mundo. El joven padre esperaba impaciente en la habitación contigua, fumando tembloroso, perdidas las lágrimas de sus ojos entre el humo que hacía de pantalla con la realidad. Pero sólo se sobresaltó de verdad cuando ya no oyó gritos. Cuando no oyó llanto. La navaja afilada que resquebrajaba el aire se transformó en silencio, en mutismo, para volverse de nuevo voz, para transformarse en la voz agitada de Neus, mezclada con las palabras que mascullaban nerviosas las comadronas y que eran ininteligibles para él. Se paró todo, el tiempo quedó impreso en un difuso fotograma y entonces lo supo.


Neus acababa de dar a luz a un hijo muerto. Él, en aquel momento, dejó de ser un futuro padre. Ella, sin embargo, dejó de ser mujer, dejó de ser amante, dejó de ser persona y dejó de ser madre.


No hubo manera de convencer a Neus para que volviese a la que había sido su casa en los últimos meses. A pesar de su mala salud física y de su indudable deterioro mental, se mantuvo firme en su decisión y quiso alejarse de todo lo que pudiera recordarle a su hijo muerto. Incluso la amante impertinente de su amigo comprendía la necesidad de reposo urgente de Neus y aceptaba su estancia en la casa hasta su recuperación total. Pero fue imposible. Así fue como Neus  comenzó a pasear su figura por las calles señoriales de San Francisco, con destino a ninguna parte, cargada su mochila, como único equipaje, además de sus huesos, con un par de libros como compañeros de viaje, y el cuaderno donde seguía anotando curiosidades que por las noches explicaba a su hijo en voz baja.


Pero había un hombre en la vida de Neus que luchaba con todas sus fuerzas por sacarla de esa miseria emocional en la que vivía, su hermano mayor.


De la misma manera, que una vez, no hacía mucho, había rescatado con furia a la frágil Neus, de nuevo, su antiguo amigo andaluz, aparecía en su vida para entregarle un billete de ida, para volver a España. Pero esta vez no tuvo que emplear su fuerza. Neus aceptó ese viaje de vuelta a sus raíces, porque el billete traía impreso, en una triste y emotiva carta, la muerte de su padre hacía ya unas semanas.  Por fin, los esfuerzos del hermano de Neus se veían recompensados y recuperaba, o así lo creía, a su querida hermana pequeña, aunque fuese en esas circunstancias.


 Así, el mensajero y ángel de la guarda,  aseó adecuadamente a Neus. Recogió su cabello en una linda coleta, le puso su mejor vestido. La perfumó. Le dio de comer, le dio de beber. En el bolsillo interior de su mochila guardó el dinero necesario para que supiese defenderse si tenía algún contratiempo.  Acompañó a la sombra de una mujer indecisa  al aeropuerto, esperó junto a ella, mimándola y abrazándola antes del embarque y se aseguró que tomaba el avión que la llevaría de camino a su tierra, para ver a su gente otra vez.


Neus, que hasta entonces había estado dominada por el silencio,  un instante antes de entregar su tarjeta de embarque, se giró hacia su amigo, y por primera vez en mucho tiempo le sonrió amarga pero sinceramente mientras su boca pronunciaba la palabra adiós. Ésta fue la última vez que se miraron a los ojos. Nunca más volvieron a verse.


 A su regreso a España Neus se instaló en casa de su hermano mayor. La visión de su madre, deprimida por la muerte de su esposo, la había horrorizado y no había sabido guardar la compostura, ante la imagen demacrada de ésta, consiguiendo asustar al hermano y a su mujer. Se negó en rotundo a acomodarse en la casa materna pues sólo con oler las habitaciones de la misma despertaban en su mente fantasmas que provocaban un dolor que no por conocido dejaba de ser menos intenso. Su comportamiento denotaba ya una falta de cordura que no se molestaba en disimular.  


A pesar de eso, como la mayoría de sus hermanos ya no vivían en el pueblo los anfitriones de Neus habían decidido organizar una gran comida familiar ese fin de semana para darle la bienvenida y de paso intentar aliviar la pena de la madre amada.


Llevaba cuatro días en el pueblo y ya se había reencontrado con antiguas vecinas, que la habían abrazado sinceramente. Había recorrido junto a su sobrino pequeño y el perro de éste el curso del río llegando hasta su nacimiento, retomando senderos escondidos que la habían acompañado durante su infancia. La imagen de tanta pureza había apaciguado su alma rota que ahora recuperaba imágenes olvidadas. La naturaleza la hacía reconciliarse consigo misma. Su pueblo no había cambiado tanto, no había cambiado nada. Sentía que nunca se había marchado de allí y estaba aprendiendo a hacer tábula rasa con su pasado más inmediato.


El día de su fiesta de bienvenida Neus se levantó radiante de felicidad.  Había dejado al hermano mayor haciendo solo los preparativos para la comida, marchándose en busca de la madre. La había vestido, ayudada por una de sus hermanas. Le habían preparado el desayuno y habían conversado las tres, plácidas, alrededor de un café, sin interrumpir el hilo de voz de la madre tranquila. Habían paseado por el pueblo, por la carretera asfaltada, construida con las manos del padre muerto, parándose en todas las esquinas para conversar con las vecinas mientras la luz del sol alimentaba sus caras. Esa mañana no había dolor y se habían respetado mutuamente silenciando sus desgracias.


El hermano, observando cómo algunas de las mujeres de su familia bajaban hacia su casa  se mostraba contento porque, aunque  todavía incrédulo, empezaba a pensar que su hermana había vuelto a la normalidad.


Neus, sin perder su sonrisa, y acomodando a su madre a la sombra del sol, le dijo a su hermana que subía a su habitación a descansar un rato, pues con los nervios de reencontrarse con sus hermanos tenía un ligero dolor de cabeza que prefería parar a tiempo. Nada extraño en el comportamiento, en el comentario. Nada que objetar.




 
Eran pasadas las tres de la tarde. La algarabía de niños pequeños, de mayores ilusionados, se disipaba por momentos. La mesa inmensa, en el patio inmenso, de la casa inmensa del hermano mayor, perfectamente engalanada para la ocasión, permanecía sin comensales dispuestos a ocuparla. Neus había desaparecido y nadie daba con ella. ¡Qué inmenso dolor! ¡Qué frío seco recorriendo las espaldas! ¿Acaso la familia que tanto la quería se merecía esto? La madre sin hija. El hermano sin hermana menor.


Neus acababa de llegar excitada al aeropuerto, segura de que ya nunca más sería ella. Quería volver a inventarse y reemprender el vuelo y por eso se acercó al mostrador de facturación donde la joven azafata le repitió por activa y por pasiva que sin tarjeta de embarque no había maleta ni imaginaria ni real que facturar a México. En la puerta de embarque tuvieron que llamar a las fuerzas de seguridad para deshacerse de ella, y sólo consiguieron calmarla ante la amenaza de llevarla a comisaría.


Y de pronto Neus se encontró sola con su cuerpo y su mente y  con un billete  de ida y vuelta a ninguna parte.



 

Cierre.


 
Los grandes ventanales observan la oscuridad más absoluta. El silencio del aeropuerto, a esas horas de la noche, provoca una sensación que se asemeja a la paz, aunque los pocos corazones que aún caminan por los pasillos laten en guerra continua. El día ha pasado. Ha trabajado mucho y está agotada. Neus cierra por fin los ojos, acomodada ya en el banco frío y duro que le hace de cama, invitando a Morfeo, a primera fila, a disfrutar del espectáculo de su vida. Como en una película de cine mudo, las secuencias son en blanco y negro, se ve a Neus correr feliz por la carretera que cruza su pueblo, todavía caliente, recién asfaltada. Su coleta larga, su bata infantil, su admiración y su deseo viajan con ella. Unos brazos abiertos, como su sonrisa, y unos ojos grises la observan en la otra punta. Su padre la espera. Cuando se acerca, aunque se ve diminuta e indefensa se somete al abrazo sincero del padre que la funde en su cuerpo robusto y le da su calor y su energía. El padre, sin separarla, le acaricia su frente, su pelo largo, su barbilla y con voz serena, casi en un susurro, repite varias veces su nombre para por fin aceptarla: Neus, mi pequeña, mi querida Neus, mi dulce Neus Inmaculada.
© Noelia Terrón Torres
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Descripción

Fin de la historia de Neus Inmaculada. Su vida en California y su regreso a Espaa para quedarse.

Palabras Clave: Viaje drogas locura regreso dolor

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Relatos



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