Pequeña muchedumbre
Publicado en May 25, 2021
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Por Roberto Gutiérrez Alcalá
 
Intento escribirle una carta a Ana María. No sé, bien a bien, qué decirle. Sólo siento la necesidad de hacerlo, de establecer algún tipo de contacto con ella, no importa que sea meramente imaginario... A pesar de que ha pasado tanto tiempo desde la última vez que la vi, aún recuerdo, con plena nitidez, sus ojos, aquellos ojos del color de la resina de los árboles, que me trastornaban a tal grado que llegué a creer que perdería la razón por ellos... Ahora que pienso esto, me doy cuenta de que, si estuviera a punto de morir y se me concediera un deseo, pediría ver de nuevo aquellos inauditos ojos.
Trazo su nombre sobre la hoja de papel y, un momento después, lo pronuncio en voz baja, como si fuera parte de una oración que se eleva al Cielo, sabiendo que no hay ninguna posibilidad de que obtenga respuesta. Me levanto del escritorio y camino hasta la ventana de mi estudio. Una bruma densa y grisácea ondula entre los pinos del camellón que divide la avenida por donde, ahora mismo, no transita ningún vehículo. Entonces, más allá, hacia el comienzo de la curva, vislumbro un grupo de personas que, con antorchas encendidas en las manos, avanza en dirección a mi casa.
Vienen en silencio y, quizá por eso, percibo cada uno de sus pasos con atronadora claridad. Al cabo de un instante ya están debajo de mi ventana, con los ojos puestos en mí. Quiero darme la vuelta y concentrarme en la carta que tengo en mente; no obstante, casi de inmediato considero que, con dicho proceder, las cosas podrían tomar un curso indeseable... Así pues, decido abrir la ventana. Una ráfaga de aire helado entra en mi estudio y me alborota el cabello.
-Tardamos, pero al fin dimos contigo –dice la voz de un hombre cuyos rasgos no alcanzo a distinguir.
-Si pensaste que podías eludirnos indefinidamente -añade otra voz, ésta de mujer-, estabas muy equivocado.
-¡Ahora tendrás que rendir cuentas! –clama otra más.
Yo estoy molesto por la súbita irrupción de esta pequeña muchedumbre en mi domicilio; sin embargo, ya que está aquí, reflexiono, no puedo ignorarla. Estiro el cuello y entorno los ojos para mitigar mi perenne miopía. Poco a poco identifico a cada uno de sus integrantes.
Ahí está el niño al que, en mi adolescencia, amarré a un poste e hice llorar con mi crueldad sin límites; y la anciana a la que despreciaba porque me parecía un ser repugnante; y los vecinos de los que, a sus espaldas, hablaba mal; y el compañero de escuela al que tiranizaba porque era débil y asustadizo; y la muchacha granienta de la que me burlaba cuando no tenía algo mejor que hacer; y los amigos a los que dejé de serles leal e, incluso, traicioné; y muchos otros individuos de los cuales no guardo memoria, pero a los que, sin duda, habré dirigido en el pasado alguna humillación, alguna ofensa, algún agravio.
Mi corazón late con más rapidez, las manos me sudan y un temblor tenue pero ininterrumpido sacude mi cuerpo. Me pregunto cómo estos sujetos que se aglutinan afuera de mi casa con una actitud nada amistosa pudieron reunirse y localizarme... Es tan improbable que algo así suceda... La bruma ya flota sobre ellos y hace que la luminosidad de sus antorchas se vuelva un tanto opaca. Sin pensarlo digo lo primero que se me viene a la cabeza:
-¿Puedo ofrecerles agua?
-¡Agua! ¡Eso es lo que tú vas a necesitar muy pronto! –grita uno de ellos.
Todos ríen al unísono, con unas carcajadas estridentes que hacen vibrar los cristales de la ventana. De repente me invade un hondo cansancio, por lo que declaro:
-Si no tienen inconveniente, me gustaría irme a dormir.
-Shsss, tiene sueño... –dice alguien-. ¡Cantémosle una canción de cuna!
-¡Sí, y arrullémoslo hasta que sus lindos ojitos se cierren! –propone una voz chillona.
-¡Duérmete, niño, duérmete ya -canturrean varios-, que viene el coco y te comerá!
Alzo la vista. La luna, tan rojiza como un espejo en llamas, se asoma un instante antes de desaparecer nuevamente detrás de unas nubes negras y abigarradas.
Entretanto, por encima del gentío aparece una escalera de metal que pasa de mano en mano hasta que alguien al frente la coge y la recarga en posición vertical en el muro de mi casa, a unos cuantos centímetros de la ventana; luego, el mismo individuo recibe su antorcha de otro y empieza a subir por ella en medio de una intensa gritería.
Asumo que no tiene caso pedir perdón o tratar de defenderme o de justificar todas y cada una de las infames acciones que he llevado a cabo en contra de estas personas a lo largo de mi ya no tan corta existencia. Sin embargo, cuando a lo lejos veo a mis padres llegar por la avenida e incorporarse a la multitud, mis fuerzas flaquean y casi me derrumbo.
-¡Papá, mamá! –grito, apoyado en la pared de mi estudio, pero ellos no parecen escucharme.
Y así, abatido y exhausto –y también con la pena de no haber concluido la carta a Ana María- espero a que el hombre que sube llegue al final de la escalera y cumpla su cometido.
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Foto del autor Roberto Gutiérrez Alcalá
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Descripción

Palabras Clave: Carta ojos resina árboles oración Cielo antorchas miopía crueldad repugnante granienta humillación afrenta agravio canción de cuna luna espejo multitud

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficción



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