MI DIOS TERRENAL
Publicado en Oct 25, 2020
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MI DIOS TERRENAL.
 
 
Marius, el apuesto Gladiador, más que Adonis, porque a pesar de dominar el Mar, no tenía dones, subió al Olimpo como regalo de Apolo, por haber defendido a su nieta Ariadna de los celos de otras mujeres. La peor espada, que incluso fácilmente causa la muerte. Pero no fue un deber de hombre valiente, pues de ella estaba enamorado, ya que era una Princesa hermosa e inteligente. Además todos los días le sonreía, aunque no fuese lo que conviniere, por su fama de seductor entre las doncellas del pueblo terrestre, quienes creían sentirse rechazadas, atacando como víboras hirientes.
El tiempo que tardó en escalar la Montaña fue un misterio, porque muchas Lunas salieron, cuando consiguió llegar, sin estar cansado, al pico más alto del nuevo Cielo. Le recibió un poco de Brisa, quizás la Diosa Aura le había saludado, sin que lo supiese. La Niebla era la protagonista, lo Blanco resaltaba, no existían más colores en la Casa de los Dioses. Y al observar todo despacio, dudó si había  pisado el Edén, o la Cumbre de dicho Monte gélido, porque respiró una Paz que no siempre se tiene abajo, en los valles verdes, ricos de venenosas serpientes. Rápidamente descubrió un camino de hielo,  reluciente, con casas de cristal, con torres altas y transparentes. Era una Aldea bonita, donde paseaban Divinidades, que surgieron de la nada, como queriendo hacer el encuentro más mundano de lo que imaginaba, porque sabía que todo tendría la Belleza de un Cuento de Hadas, pero nunca creyó que fuese a estar entre ellos, sin que le prestaran atención, siendo uno más. Y le gustó, le hizo sentir bien, a pesar de sangrar y llorar, porque nada había cambiado en su hermoso cuerpo. Entonces se dio cuenta de que llevaba casi un día sin comer, y no tenía hambre. Sonrió pensando que no fuese ese el Don que le iban a regalar, porque era un placer entre los hombres. Siguió el sendero de Hielo, creyendo que le llevaría  al Castillo de Zeus, donde preguntaría por Apolo, por quien se arrodillaría, a pesar de no haberlo hecho ni por César, ni por ningún Clérigo, pero si algo había aprendido era que la humildad, en determinadas ocasiones, te hace ganar el orgullo del que posee dones.
Había dejado atrás las casas de cristal, a los Dioses, cuando del suelo surgió un Laberinto frío y blanco, como la nieve en su peor invierno, sin nada de color, en el que entró un poco asustado, porque siempre pensó que no iba a ser tan fácil hablar con un Dios, y con pretensiones de matrimonio, sin haber pasado por Pruebas, que demostrasen el verdadero Amor hacía su bella heredera. Dentro había un Bosque de hielo, con estatuas de animales sueltos, algunos parecían que le miraban, e incluso que le señalaban el destino.” Demasiado sencillo”, pensó, y siguió guiándose por su instinto. De repente apareció algo de color, otra Diosa, preciosa como una flor: Diana, con cabellos rojos, con boquita de piñón, con la tez blanca, con un vestido verde, con un broche de oro blanco de media luna, y con brillantes alrededor. Intentaba cazar con su arco a un Minotauro, que se dirigía hacia él con rencor. Tenía cabeza de Toro, que le pesaba, pero el cuerpo era el tallado por el mejor escultor. Le dio miedo, tembló. No sabía que había sido el amante de Ariadna, y que sin haberlo querido, estropeó su unión. Lo descubrió, cuando lo miró a los ojos, y la ira fue su carta de presentación. Así que corrió, no tenía armas, y no sabía si Diana lo cazaría en ese Bosque, donde todo se quedaba congelado, donde no brillaba el Sol, donde Apolo no sería su amigo, porque la oscuridad era lo que reinaba en ese temido rincón. Casi no veía, cuando llegó a un lugar de descanso, con alguna que otra estalactita, que se asemejaban a su espada, y una cogió, esperando al Minotauro, para dejarle claro que Ariadna eligió. Pero no llegaba, y el silencio le asustó más que el odio, que la humillación. Se sentó, sin dejar de estar en guardia, esperando a su agresor, hasta que se abrió una puerta, y le mostró el mismo sendero que al principio se encontró. Supuso que lo había despistado, y que había pasado la Prueba, hasta que vio que su barriga sangraba por una cornada. Lo extraño era que no sentía dolor, no comprendía nada, ni se dio cuenta cuando le asistió. Pero al ver a Diana en su caballo, se tranquilizó, estaba en la casa de los Dioses, no habría que temer a ningún traidor, y con un solo roce de una de sus armas, le curó. La Diosa se marchó por el mismo lugar por el que apareció, y alejándose cambió el color verde de su vestido,  por el Blanco, por el del frio, por el que daba pie al vacío, que le recibió.
No le estaba gustando nada lo que estaba viviendo, incluso dudó del amor por Ariadna, quizás no merecía tanto sufrimiento, quizás tenía demasiadas pretensiones, y su vida debía limitarse a gozar con las mujeres, y a pelear con los hombres, como Marte, hasta que todo diese paso al término del horror. Pero se levantó con fuerzas, y se dijo que no era un Guerrero común, sabía pelear por lo que quería, nadie le iba a convencer de que aquello no era para él, no le iban a imponer nada a su Corazón.  Así que continuó por el sendero que dejaba la puerta a la vista, y pensó que le llevaría al Dios del Sol, Apolo, porque había demostrado que era valiente por Amor. Caminó largo rato,  lo hizo hasta dormido, pero lo logró. Llegó a un Castillo encantado, también frío, y a la vez ardiente de devoción, parecido al Panteón Romano, pero sin personas que le dieran calor. No sabía de quien era, pero estaba claro que debía entrar, para terminar con la aventura, descubrir si podría tener Hijos Héroes como Hércules, y si recibiría como premio algún Don. Empujó la puerta, donde había una inscripción representando a Jano, el Dios del comienzo, de las transiciones, y de los finales. Allí estaba Zeus con Hera, esperando junto a Apolo, quien no le miró. Por supuesto iban de Blanco, de su color. Y cuanto más tiempo pasaba con ellos, más se daba cuenta de que no le estaba agradando tanta limpieza, tanto frío, tanto pavor. Apolo no hablaba, mantenía su cabeza baja, con respeto, no ofreciendo la ocasión para dirigirse a él. Marius mantuvo la mirada, buscándosela en cualquier descuido, pero todo se interrumpió cuando de la mencionada nada, como siempre, surgió la más bella mujer, con la tez de porcelana, con el cabello largo y abundante, con unas manos finas, con la cintura pequeña, con unas caderas de mujer femenina, con busto erguido y grande. La presentaron, Venus. Se quedó impresionado, y no quería imaginar, que la siguiente prueba fuese rechazarla por Ariadna, porque lo haría de palabra, pero su cuerpo ya estaba preparado para lidiar con ella una batalla. Así que decidió no mirarla, dejar que la libido se pasara, mientras ella sonreía, sabiendo que no ocurriría mientras estuviera cerca, incluso sin poseer el rojo órgano, que Cupido con su flecha le alcanzó. Zeus observaba, Hera permanecía sin estar asombraba, y Apolo no levantaba la cabeza, quizás estuviera diciendo alguna plegaria. Entonces, de forma altiva, el Rey del Olimpo aclaró cuál era el regalo de los Dioses. Incorporándose de su Trono, con una ronca voz, dijo que le habían hecho Inmortal, sería uno más de ellos, dejando de ser hombre, para convertirse en el compañero de Venus, porque había demostrado tener la suficiente valentía para ser un Dios, al ganar todas las guerras, y no rendirse ni ante Valquirias Vampiresas en las Gradas del Terror. Venus sonreía, tocándose sus curvas bien hechas. Apolo permanecía como siempre, y Marius no sabía que contestar. Pero miró alrededor, teniendo clara la respuesta, cuando vio todo Blanco, donde la uniformidad y el orden reinaban, sin expresar nada de un humano valor. Entonces se arrodilló gritando lo que quizás ninguno esperase, porque no había regalo superior, que vivir siempre lleno de riquezas, de belleza, pero no era su Color. Desde que había llegado allí, no había sentido nada, solo Temor,  uno que no tenía en la Tierra, ni antes en el Corazón. Les dijo que no quería jugar a ser un Dios, que no era el papel que le correspondía, aunque fuese el de una vida mejor. Quería sentir afecto, hambre y miedo, como cualquier Hombre de Honor. No era su intención, intentar encajar en un lugar que quizás le venía grande, porque no fue ahí donde conoció la Bella Vida, a la que deseaba volver, a pesar de su dolor. Quería seguir siendo el de siempre, quería navegar sobre las olas, si Neptuno no se enojaba, quería volver a sentir el calor del Sol. Hubo un extraño silencio, y después se escuchó una bella música celestial, la que Zeus quería silenciar con su enfado, echando  fuego por la boca, hasta que Apolo,  con su luz, lo calmó. Poco a poco, al compás de la melodía, el Dios del Astro se acercó donde Marius se encontraba, y una Joya con Rubís, de su color, le entregó, diciendo que se la diera a Ariadna, quien entendería que daba su bendición, porque había ganado la más dura Prueba de Amor: renunciaría a todo por seguir siendo uno mismo, conservando el sentimiento sincero, que en la Tierra eligió.
 
                                                                            
 
                                                                          
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Foto del autor Sandra María Pérez Blázquez
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Descripción

Relato mitológico, sobre la aventura de un gladiador al visitar el Olimpo

Palabras Clave: DIOS

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Fantasía



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