Kharma
Publicado en Dec 28, 2016
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KHARMA
 
 
 
 
 
 
                                                 El Pibito Larrañaga ni siquiera murió en su ley.
Cruzaba la calle desbordado por el alcohol y la droga cuando un camión lo levantó en el aire. El camionero al tratar de auxiliarlo, estuvo con él en sus últimos instantes. Contó que durante un minuto y medio intentó respirar y lo observó con él único ojo que le quedaba, bien grande y abierto. Lanzó un extraño silbido en su último suspiro y dejó de moverse perpetuando en el rostro partido y lacerado una expresión de terror y de angustia.
La policía debió recurrir a sus huellas digitales para reconocerlo y al hacerlo, el personal policial sintió una mezcla de incredulidad y de alivio.
¿Era verdad? ¿Ese sería el final del Pibito?
Todos lo conocían en la seccional, en casi toda la provincia sería mas justo. En sus veinte años de vida, había sido la pesadilla de la sociedad toda, con sus 57 robos, tres homicidios y siete violaciones casi todos cometidos antes de los dieciocho años.
El inspector Arévalo releyó el expediente de hojas ajadas por la lectura repetida y cerró los ojos. Por fin había acabado la pesadilla. Y aunque su espíritu se habría sentido mas tranquilo acorralándolo en un callejón y descerrajándole un tiro entre los ojos para asegurarse que muriera, ese final le satisfacía. Por fin podría volver a dormir, quizás intentar salvar el matrimonio que la persecución del delincuente había minado.
Miró nuevamente las fotos del cadáver y trató de consolarse pensando que en sus últimos instantes se había dado cuenta del infierno que le esperaba por su participación en la tierra. Era un pequeño premio consuelo. Personalmente él hubiera preferido capturarlo y que pasara una larga, larga existencia en prisión sabiendo que las paredes que le rodeaban serían su presente y futuro. Aunque la fama del Pibito era tan grande que se había vuelto una leyenda en la cárcel. Por eso su instinto primario lo impulsaba a volarle la tapa de los sesos…
Y sintió alivio. No tanto por la desaparición de su Némesis, sino porque tal vez a partir de esa noche podría dejar de lado la idea recurrente y obsesiva de matarlo.
El sol agonizante teñía la ciudad de rosa pálido cuando Arévalo dejó la seccional. Llamó a su casa para avisar que volvería temprano una vez que terminara una última tarea que tenía por delante.
Subió a su auto y puso rumbo a la casa. La recordaba distinta, con un lindo jardincito en el frente con rosas y un par de espantosos enanos de cemento pintados en alegres colores. No daba crédito a sus ojos cuando se acercó. Estaba ajada. El jardín era un yuyal y la reja del frente estaba derruida y sin vida. Tocó el timbre y notó que no sonaba. Debió golpear las manos para llamar la atención.
El hombre asomó el rostro por la puerta entreabierta y Arévalo se dijo que eso era lo que el pibito había dejado por legado en la tierra. Se sintió infinitamente mejor por su muerte…
Gerardo se acercó y abrió la puerta de la reja. Estaba flaco y macilento. Su rostro escondido detrás de una barba espesa y mal cuidada, era una máscara de dolor y de ira.
- Cortaron la luz la semana pasada…
Lo dejó pasar casi con vergüenza y le ofreció asiento.
Sobre la mesa dos velas se iban consumiendo lentamente. El policía imaginó que con ellas se estaba consumiendo la vida de su propietario.
-¿Cómo van sus cosas?
- Acá me ve… ¿Quiere un poco de agua? Vino no tengo…
Sintió el aliento etílico que inundaba la modesta habitación y se preguntó si así se habría visto él en esos viejos tiempos en que creía que el alcohol podía resolverlo todo, ayudándolo a pasar día tras día, sepultando los recuerdos y la angustia.
- Agua está bien.
Gerardo fue hasta la cocina donde sobrevolaba un enjambre de moscas y Arévalo forzó la vista para intentar distinguir algo en la habitación fría y oscura. Se acercó a la pared y vio la foto de un Gerardo joven y rozagante parado junto a una muchacha de corta cabellera negra. Se preguntó si no era mejor conservar esa imagen de Paulina que la que él tenía en su memoria.
El hombre volvió con un vaso recién lavado y lo tomó en silencio.
Se preguntó si acaso no sería demasiado tarde para él. Si ya no estaba demasiado hundido en el sufrimiento como para intentar salir nuevamente a la vida, a servir de alguna manera a la sociedad como lo había hecho antes. No podía culparlo. La sociedad le había dado la espalda engendrando una bestia como el Pibito y lanzándolo contra su vida haciendo añicos su vida y la de Paulina.
- Usted dirá.
Arévalo bebió el agua y lo miró a los ojos. Creyó que sería más fácil.
- Se terminó. El Pibito está muerto.
Gerardo lo miró como si las palabras tuvieran algún sentido. Luego recordó lo que era sentirse vivo y se preguntó si acaso el policía no había cometido un error.
- No me diga que…
- No…Ganas no me faltaban…Lo atropelló un camión en la colectora.
Le hubiera dicho que estaba drogado y borracho, pero esos detalles era inservibles ahora.
Permanecieron en silencio un rato. Los dos hombres se preguntaron quizás como harían ahora para seguir adelante, contra quien descargarían ahora ese odio visceral que les roía las entrañas y que en el caso de uno lo mantenían vivo y en el otro lo acercaban a la muerte.
El policía miró a través de la ventana y vio como anochecía.
- Tengo que irme…Solo pasé para decírselo…
Gerardo asintió con la cabeza y lo acompañó hasta la salida.
- No creo que llueva… (dijo mirando al cielo)
El policía sintió pena por el hombre y también por sí mismo. La muerte del delincuente había llegado demasiado tarde para ambos, y si bien traía un cierto alivio, el daño estaba hecho.
Le dio un apretón de manos y subió a su auto.
Quizás podría llamar a García, el encargado de cortar la luz a los morosos para que le reconectara el servicio. Después de todo le debía un par de favores.
Le habría gustado hacer algo más por él. Pero sabía que Gerardo había sucumbido a su propio infierno y de él no podría ayudarlo a salir tan solo con la noticia que el ejecutor de su vida había desaparecido. Él ya vivía en ese estado y supuso que el dolor se había vuelto cómodo y era lo que le permitía subsistir, desandando los metros finales hacia el abismo del olvido y de la muerte.
Pensó en él durante todo su viaje. Llegó hasta su casa, no muy distinta de la del hombre que acababa de dejar y traspuso el umbral. Dentro escuchó las voces de sus hijos y los vio corretear por la cocina. Fue hasta allí y vio a Elisa, su esposa, preparando la comida. Se le acercó en silencio y solo la abrazó. Necesitaba ese contacto humano con lo único que lo había mantenido en pie durante la cacería, con esa mujer que había absorbido los golpes generados en la impotencia y el dolor, que había soportado la traición y la injusticia, y que había enjugado sus lágrimas para no demostrar debilidad devolviéndole en amor y comprensión todos sus actos. Ella era la más fuerte de todos y quien lo había rescatado de la desesperanza y la angustia. Sin Elisa ni sus hijos allí, su destino habría sido el de Gerardo.
- Se terminó… Gracias a Dios se terminó…
La mujer apretó los puños y sostuvo su abrazo dejando escapar una lágrima dolorosa.
Esa misma noche luego de la cena y aún sentado a la mesa, Gastón Arévalo no pudo quitar de su mente el nombre de cada una de las víctimas del Pibito. Si bien el peligro había pasado, sus rostros aún permanecían nítidos y presentes. Y si bien no había llegado a conocerlos en vida, se había hecho familiar de ellos en su desgracia y su muerte. ¿Cuánto tiempo más soñaría con sus historias? ¿Cuántas noches en vela le llevaría poder superarlo?
Se preguntó si él no sería otra de sus víctimas. Si no se habría sentido mas tranquilo volándole la cabeza al delincuente, si eso no habría logrado aplacar sus demonios. Y tal vez él había estado a punto de serlo. No por caer en sus garras, sino por haber estado a punto de traspasar esa fina línea que separaba su vida de policía de la del asesino. Se consoló pensando que eso demostraba que no era como él.
Y aunque se culpaba por no haber podido hacer nada por las víctimas, intentó pensar en los últimos momentos del Pibito, agonizando con su único ojo sano abierto como el as de oro. Se preguntó si en ese momento él no habría adivinado, vislumbrado en realidad, el infierno que se había forjado y que sería su prisión perpetua.
Era la única forma de pagar por la pérdida de tantas vidas inocentes.
Como la de Paulina García…
 
 
 
                                                 La mujer se preguntó por qué le estaba pasando eso… Por qué justo ahora que había conseguido un buen trabajo, un trabajo con el que le podría comprar la bicicleta a Marcelita, su sobrina, cuando había hallado a un hombre bueno que la respaldaba, con el que se sentía protegida… ¿Qué estaría haciendo Gerardo ahora? ¿Sabría que tenía que descongelar las pechugas de pollo para la cena?
No supo por qué pensaba en eso en esos instantes. Quizás porque el miedo a perderlo todo no se lo permitía.
Pensó en sus padres, en su sobrina, en Gerardo. Pensó en todas las cosas buenas que le habían pasado en la vida y que ahora desaparecerían.
Miró al hombre que acababa de mancillar su cuerpo y sintió el puñal clavarse en su costado. El frío superó al dolor.
Pensó en Gerardo en esos momentos finales. Sintió vergüenza que la hallara desnuda y tirada en el baldío. ¿Qué pensarían al verla? Dirían que “la gorda” se lo había buscado…
Pero ella no había hecho nada para merecer ese destino. ¿A quien le importaría?
El hombre que la había llevado hasta ese lugar para violarla, asaltarla y matarla se acercó a su rostro para observarla bien de cerca. El frío poco a poco iba adueñándose de su cuerpo, su corazón trataba de bombear la sangre cada vez más escasa.
Lo miró y se sorprendió por lo joven que era.
Tenía los ojos grandes, como los de un chico.
Y en ese último instante en que abandonaba la existencia, reconoció esos ojos…
Eran los mismos ojos que había visto en el espejo en otra vida. Habían sido sus ojos observando a su víctima.
Y supo que ese, su asesino, su violador, y ella, la víctima, eran la misma persona. Porque ese era su destino. Revivir la vida, el dolor y la pérdida que había causado. Y sintió nuevamente el terror, el pavor por lo que aún debería revivir. Ese mismo terror que sintió al sentir su ojo reventado y ya muerto, cuando experimentó el choque con el camión, cuando supo que ese sería su castigo. Como lo revivió todas las otras veces que había muerto sintiendo el dolor y la agonía.
Intentó articular una palabra, un gesto para avisarse a si mismo cual era el infierno que le aguardaba, para que le pusiera fin. Pero como todas las otras veces, la sombra de la muerte lo arrebató.
Abrió los ojos y observó el techo de la sala de maternidad y supo cual sería su destino final. Supo que moriría atravesado por tres balazos y golpeado hasta el límite por el pibito Larrañaga, el mismo que había sido una vez y que había sufrido una muerte terrible bajo las ruedas del camión. Intentó recordar las palabras que en aquella otra muerte sintiera, para decírselas cuando se encontrasen nuevamente, para que pusiera fin a esa amarga rueda de castigos. Gritó con todas sus fuerzas buscando terminar con ese infierno y al hacerlo lo olvidó.
 
 
 
 
 
 
                                                 Arévalo se acercó al cuerpo y lo descubrió para observarlo. No imaginó que ese cuerpo golpeado y sin vida lo sumiría en uno de los peores infiernos.
-¿Cómo se llamaba?
- Paulina García. Encontramos sus documentos y sus cosas contra la pared.
El policía se sintió cansado y tapó el cuerpo santiguándose.
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Foto del autor AlvaroJuanOjeda
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Descripción

Un delincuente y un polica

Palabras Clave: renacimiento castigo reencarnacin

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficcin



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