BERAZATEGUI no cree en lgrimas
Publicado en Aug 26, 2015
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CAPITULO 1

 
En el barrio 12 DE OCTUBRE las cosas habían cambiado. Mucho. Donde antes corría un arroyo sucio y hediondo ahora relucía una espléndida avenida. Y había asfalto por todos lados; luminaria en las calles; cloacas; gas natural. Todo eso había ahora en “El 12”. Hasta el palacio Municipal se había mudado al barrio. Y los colectivos eran parte del paisaje. También había semáforos. Y la Sociedad de Fomento “12 de Octubre” ahora estaba de moda. Todo estaba cambiado. Todo. La calle 11 ya no desembocaba en el arroyo Giménez, ahora lo hacía en la Avenida Vergara; amplia; luminosa; adobada en magnífico bulevar; siempre limpia y aseada… la Avenida Vergara… mientras el arroyo pestilente sigue allí abajo, entubado, como recuerdo de un mundo arcaico, salvaje, inaudito ante este ahora de pomposidad ciudadana.  
Y allí había llegado él, a la esquina de 11 y Vergara; al barrio donde naciera y se criara hasta la temprana juventud, cuando emprendió el camino del delito. Volvía destrozado, rancio, castigado en su áspera vida de pillo, de cincuenta años de aventura malandrina, de poca monta, de robos fallidos, de batidas, de fuga tras fuga, de sudar el camino del escruche con más malas que buenas, con presidio, con traiciones, con dos matrimonios de espanto y una hija muerta de SIDA, con el rigor ese de la clandestinidad a cuestas; así volvía al barrio después de haber andado el país (robando) el continente (escapando) la Europa de los ’90 (traficando) hasta recalar en Estambul y entender que la rueda rodaba y retomar la ruta del escruche en Mar del Plata, como si tal cosa, como un fantasma en la rambla, apareció una noche, y la misma rueda lo llevó a recorrer otra vez el mismo país y el mismo continente hasta México, entrar en California, y emprender la última fuga que lo llevó al lugar donde nació y se crió, en el barrio 12 DE OCTUBRE en la localidad de Berazategui, 25 kilómetros al sur de la ciudad de Buenos Aires. República Argentina.
 
Allí anidaba ahora. En la casa de sus abuelos; muertos veinte años atrás… Lo de casa es un formalismo, en realidad de ladrillo apenas había sobrevivido el viejo bodegón de su abuelo, justo en la esquina, abandonado, tapiado, envuelto en yuyos; el resto del rancho había sido demolido y en su lugar se construyó un depósito Municipal. Y era la municipalidad la que cada tanto desmalezaba el lote lindante. En el antiguo bodegón se instaló entonces. Se arrimó un catre, resopló la vieja cocina y habilitó el baño. Hasta se parecía a una casa. El lugar justo para morir y dejarse de joder de una vez por todas. Se decía a si mismo, paladeando palabras de su abuelo. Y se dormía. El ruido de la avenida lo arrullaba, como en su niñez lo hacía el bullir del arroyo. Ya no estaba el hedor, cierto. Pero en su entresueño él sabía olerlo. Lo sentía; allí abajo; prisionero del progreso; melancólico. El arroyo Giménez. La avenida Vergara. En el 12 DE OCTUBRE ya no había grillos, ni sapos ni ranas, el bicherío de las noches de verano había sido reemplazado por el ulular de la avenida. Toda la noche: autos yendo y viniendo. Y él durmiendo, soñando con su abuelo, con su abuela, con su padre y su madre ahogados en la inundación de 1965, soñando sin traumas, casi saboreando cada recuerdo, alegre o doloroso, él lo disfrutaba, como si esta vida de malandra se redimiera ante aquel niño de barrio obrero, criado entre laburantes, de las fábricas, de los frigoríficos, aquel pibe le ahuyentaba el tormento del hombre curtido que ahora soñaba en un barrio de asfalto y semáforos. Todo era bello. Cada recuerdo. Cada pesadilla. 
 
 
En calle 11 y Vergara. En la esquina. Allí duerme ahora “Narizota”. Ese es él: Narizota… El apodo le viene de joven, por lo mucho que aspiraba, y que siguió aspirando hasta ahora. Narizota, el ñamfi nunca se le enfriaba. De galope feroz. Y bajón del Diablo. Narizota ahora duerme, y recuerda los catorce, quince años, cuando se inició en el delito, robando en los trenes, en la Estación de Quilmes, para los capos del Río que le cambiaban lo robado por unas chirolas de alcaloide. Hasta que solito él decidió salir a robar para sí mismo, ser su propio jefe, armar su pandilla y entrar a robar casas, casas buenas, de tipos de guita, en Ranelagh. Y así fue, nomás: en la edad de un mocoso su nombre repicaba fuerte en el ambiente del escruhe… La policía lo andaba buscando.
 
 
En el 12 DE OCTUBRE las cosas habían cambiado. Mucho. Pero algunos viejos amigos aún estaban vivos y andaban esas calles de asfalto. Y entonces fueron cayéndose de uno en uno por la esquina de 11 y Vergara. En la noche. Como auténticos sobrevivientes. Todos de más de cincuenta años de vida, de mala vida; personalidades del hampa; ladrones suburbanos; bandidos; héroes de un tiempo remoto: “El Chelo”, “Poli”, “La Corta”, “Buscapina”, todos compinches de vieja ralea, de aquella misma banda original de atrevidos malandrines, temerarios: “La Banda del 12”, como se los conoció en su época. Fueron recalando, amañándose en la cueva de Narizota, en calle 11 y Vergara, justo en la esquina, “Punta Narizota”, como rápidamente bautizaron al lugar. Y allí se congregaban; se fue haciendo costumbre; la antigua pandilla de ladrones; apaleados, chamuscados, casi espectros de ellos mismos, sin remedio. En la noche. Y allí rememoraban el pasado, viejas anécdotas del oficio, célebres momentos, y allí bebían vino y tomaban pala, y reían a carcajadas y escuchaban música, discos de Almendra, de Manal, de Vox Dei, de Pappo, y se regodeaban en su orgullo malandra, evocaban amigos muertos, se emocionaban y se enfurecían, aullaban, como lobos, brindaban, y allí fumaban malvaloca, le daban a la pipa, veteranos, clandestinos, y reían y reían, y a veces lagrimeaban, y otras lloraban, y de pronto se hundían en extensos silencios, ensimismados, rechinando la púa en el tocadiscos…
Allí eran felices.
En la noche. En la nueva cueva.
 
Eran felices, en su dolor, lo sabían, pero ese dolor no les impedía ser felices de un modo sano y genuino; pasaban las noches, el verano, los discos, los vinos; se pavoneaban en su inmenso bacanal de anécdotas, de aventuras talladas al filo de la muerte; bebían, brillaban; eran felices; riendo como críos, evocando el arroyo, los yuyales, la vida de antaño; eso que habían sido, en el tiempo; eran eso que ya no eran; eran la derrota; los golpes duros; eran viejos, eran la ruina; pero eran felices; eso nadie se los quitaba; esa felicidad de tipos de vida realmente vivida… eran ellos.
Eran felices.
 
Pero cada uno de ellos, cada miembro de la decrépita pandilla de charlatanes, bien sabía que tal felicidad pronto acabaría, derrumbada en un lodo de sombras. Todos, cada uno, Narizota, ElChelo, Buscapina, Poli, y ella, LaCorta, bien conocían el final de esas noches de farra fanfarrona. Lo sabían. Toda esa magia de pipas y rayas al fin se acabaria. Así sería, indefectiblemente: estaba escrito: sentenciado: Dicho… pronto, muy pronto, alguien, uno de ellos, o ella, traería un dato, una fija, una papa, algo sencillo, algo que no podía fallar, que no había posibilidad de que fallara, un laburito rápido y quirúrgico, un buen botín a robar y repartir entre todos: un choreo. La oportunidad esperada en años, se diría. Eso la pandilla lo sabía; lo presentían, lo olfateaban en el ambiente de la cueva, en los ojitos pícaros; lo temían; lo esperaban; lo deseaban; lo aborrecían. Lo sabían. Claro que lo sabían.
Todos lo sabían…
Y finalmente eso fue lo que ocurrió: alguien trajo un dato.
 
 
El dato lo trajo Poli. Una noche de marzo… Y tal como se esperaba, la cosa era fácil y tentadora como robarle a un ciego. Simple. Rápido. Un botín de ensueño. Mucha guita: 2 millones en billetes verdes. Todos verdes. Y con la pálida jeta de un yankee.
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Foto del autor Martin Fedele
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Descripción

Una historia de malandras

Palabras Clave: BERAZATEGUI FEDELE

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Relatos



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