Pulpita (relato completo)
Publicado en Sep 10, 2009
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1
Cuando Ella entró al bar, los parroquianos no atinaron siquiera a lanzar las groserías con las que acostumbraban a ofender a toda mujer que, ignorando o no, la categoría ínfima del infame tugurio, ostentaran caderas entre aquel puñado de ángeles caídos del reino de la diosa fortuna. Ella, que era en realidad una muchacha, entró con la suficiencia necesaria como para que aquella carne de calabozos, aquella sangre de mosquitos, aquellos cirróticos, sucios y desarrapados acreedores de algún disparo perdido del destino, desperdigados a la barra, billar y mesas, la vituperara con falsas agallas: mostró, en su solo andar, toda la dignidad de una mujer "bien". Hasta las moscas se posaron para mirarla. El lino de su atuendo desconcertó a todos los que no ya recordábamos a los ángeles, el eco de sus tacos confirmó la inexistencia de tales seres, el rojo de sus labios nos mandó al infierno por adelantado.
Entre aquellos canallas me encontraba yo.
Nadie en el bar le escuchó la voz cuando susurró al Cordobés quien, asintiendo, me miró aunque su ojo de vidrio siguiera ciego escrutando la nada.
Cuando la vi venir sosteniendo su cartera con ambas manos, terminé mi copa.
-¿el señor Ángel Rojo?
 Sólo por verla conmigo, la dama ya no mereció el respeto de aquellos vagos.
-¡Iiiiiiiaaaaaaa! -gritó el sapucai desafiante del Pitoco Gómez, y sentenció:- ¡la mujerada rica quiere carne de monte, carajo!
-¡Iiiiiiiiiaaaa, Angelitoo!- creyó alentarme el manco Burke, blandiendo el taco del billar con el muñón.
-si... a sus órdenes.- dije yo, resoplando el eructo disimulado que ahuyentó a una mosca tenaz, mientras me ponía de pie para darle la mano. Aconsejé: -Será mejor que salgamos-. Dediqué mi peor cara de pendencia y logré unos pocos segundos de silencio, los necesarios hasta salir del bar.  
 
2     
Paulina Mezquita se presento recién cuando arrancó el Chevrolet. Ajustó un pañuelo a manera de cofia, se puso unos enormes anteojos oscuros de carey y, de pronto, era Sofía Loren. Aceleró y el auto dobló a la derecha, en la primera esquina, para poner rumbo al norte y recorrer el camino de tierra que, sinuoso, bajaba hasta terminar, a casi un kilómetro, en los pantanos a orillas del río. El polvo que el auto dejaba atrás danzaba en torbellinos frenéticos que, ayudados por el mismo viento norte, probaban los cimientos del rodete oculto bajo la cofia.
-es un gusto... ¿tiene usted algo que ver con Josef Mezquita, el de los frigoríficos?
-Si, es mi padre.
Animada, quizás por ir acompañada de un desposeído, ingresó a toda velocidad al célebre barrio Itatí. La intuí mujer de esas para amar y odiar al mismo tiempo, o para morir por no matarla, o matarla para no morir; la supe de armas llevar viéndola manejar el inmenso Chevrolet, tan segura de sí, pisando el acelerador por demás en su primer y último viaje al peor de los barrios de la ciudad. Ella era sólo una niña rica de teléfonos blancos que creía saberlo todo amparada en la impunidad que sabe ofrecer todo su dinero y que ignoraba que lo real, en aquel momento y lugar, era el hecho de que no había garantía alguna de seguridad en aquella zona: nadie podía sentir tal certeza en el barrio Itatí, aún cuando el Ejército había logrado, muy a duras penas,  desbaratar varios focos rebeldes; y para colmo, hacía muy poco tiempo que yo que había vuelto a caminar las calles de una ciudad a la que estaba sintiéndome tan ajeno: aún no había llegado a recorrer el barrio Itatí; ahí tenía varios amigos, cierto, pero también enemigos de otras épocas.
-Una amiga en común, Teresita Jara, me ha recomendado entrevistarlo.
-¿amiga en común? -la interrumpí con hosquedad- Teresita es su sirvienta.
-Cierto, pero yo confío en ella y ella confía en usted.- Contestó incómoda- Es verdad: ella es mi asistenta... yo no quería que se sintiera disminuido.
-Si no quiere que sienta eso, empiece por no mentirme.
-Tiene razón...
-Además, ¿sabe en dónde estamos? En pleno barrio Itatí, señorita...
Frunciendo el hociquito de zorra, Paulina preguntó:
-¿este es el barrio Itatí?
-en el bar estaría mucho más segura que manejando semejante coche, conmigo al lado, por estos lugares... además usted no me conoce. Frene aquí.   
En cambio, Ella aceleró a fondo el Chevrolet y, mientras los cauchos se quejaban de pisar ripios, clamó:
-¡no me lastime, por favor!-
Un enjambre de niños que, pobres inocentes, ignoraron el hecho de casi haber sido aplastados por el Impala desbocado, se detuvo, formando fila a la vera del camino para mirar cómo aquel insólito prodigio despedazaba, con desprecio de coche de altas gamas, la pelota de trapo con la que habían estado jugando.
-¿Qué está haciendo? ... ¡Vaya más despacio, por dios!... (salto) no voy a hacerle (salto, salto) nada malo... ¡mire (salto) el camino! ¡frene!-
Si pretendía ablandarme con su forma de manejar, ya lo había logrado. En aquel camino de tierra, volví a sentir miedo. Impresionado por el hecho de que una mujer tan hermosa y de tal alcurnia hubiese aparecido en el bar del Cordobés para buscarme y llevarme a un inverosímil paseo en Impala blanco, y a toda velocidad, por aquel infame villorrio para rogarme piedad, aferrado al marco de la ventanilla, fui yo quien dijo mentalmente: "no me lastimes".
El Impala rozó la carrocería de un Ford 1938 que se herrumbraba abandonada bajo la sombra de un lapacho antes de dejar de gruñir y de aplastar gallinas hasta detenerse. Un nubarrón de polvo siguió su inercia. Me oí gritarle, realmente aterrado:
-¡No tendré su fortuna pero tampoco quiero morir!
La chica se quitó sus gafas de carey y se dispuso a llorar.
-estoy desesperada.
Un mechón, con naturalidad y elegancia, se le desprendía del rodete oculto bajo la capelina para acompañar el rito de sus lamentos.
Carraspeé impaciente, todavía temblando aferrado al cuadro de la ventanilla. Pero insólitamente y, en un tono entre comprensivo y de disculpa, le dije:
-No tenga miedo, yo no voy a hacerle daño.- ¿Qué me pasaba? Me sentí un verdadero idiota por ser incapaz de exigirle que terminara con aquel teatro y me explicara todo aquel asunto de una buena vez. En cambio, me oí preguntarle casi con dulzura: -¿Y en qué puedo ayudarla, según Teresita?
Respiró hondo, se corrigió la rebeldía del cabello y me mordió el corazón al mirarme lacrimosa.
-Es que Teresita me dijo... -se secaba con gestos sublimes- yo no estoy acostumbrada a esto...  es que tengo miedo... snif... porque alguien que nos está amenazando.-
-¿a Teresita y a usted?
-¡no! A mi padre y a mí... a mi familia, obviamente.- Me contestó de muy mal talante, finalizando el melodrama del sollozo, haciéndome sentir aún más estúpido que antes.  
-¿y se sabe quién es?- Pregunté yo con mi ensayado semblante perspicaz cuando, en realidad, la señorita ya me había apichonado.
-Sí..., en realidad sospechamos del Dr. Cruz Strelassa.-
Un "uf" se me escapó al oír ese nombre, e incluso creo que di un salto en el asiento de pana- ¿El abogado? ¿Qué tiene que ver su familia con semejante joya?-.
-no me diga que lo conoce... -frunció el ceño, sacudió la cabeza y se dijo a sí misma algo así: -¡perfecto! lo conoce -para luego estallar con un: -¡la voy a matar a Teresita!-. De nuevo me miró, estupenda y echando chispas: -entonces conoce a Cruz Strelassa.
-...si, tengo el disgusto, señorita. Alguna vez... hace un tiempo fuimos socios... una larga historia.
-pero no son amigos ¿no?
-todo lo contrario, Señorita... Además, en esta ciudad ¿quien ignora ese nombre? Asi como nadie ignora el suyo, o el de su padre, Paulina.
-tiene razón. Es muy conocido.- el orgullo le levantó el mentón. Volvió a ponerse las gafas y a parecerse a Sofía Loren.
El V8 arrancó. Seguíamos yendo en dirección al río.
-¿Y la está amenazando?... muy típico de él... lo que me extraña es que haya llegado a hacerlo en tan altas esferas: Se debe tener mucho coraje para amenazar a alguien como usted, que es la hija de alguien como su padre...
-él sabe ciertas cosas de la familia; usted sabrá que luego de que los Zurdos asesinaran al doctor Alfaro, Cruz Strelassa se hizo cargo de los asuntos legales de la empresa, y así logró la confianza de mi padre, que lo protege como a un hijo. Y yo no quiero hermanos.
-ah, no lo sabía. Creí que sí tenía hermanos.
-son hermanastros.
-bien ¿y puedo saber con qué la amenaza a usted, ese trepador?
-con divulgar secretos que no quiero que se sepan-. Y apretó los rojos labios.
-¿qué secretos? -le pregunté mirándole la boca roja.
-secretos. Usted no querrá saberlos.
 Me ofendió: una vez más, me hizo sentir rechazado. Me oí despectivo al protestar y preguntarle:
-¡¿y si acaso sólo son caprichos suyos?!-Ella me dedicó una mirada infernal y yo, inmediatamente, edulcoré un tono de disculpa: -es que debo saber a qué atenerme, señorita... Cruz Strelassa no es un don nadie, usted bien lo sabe y yo sí que lo sé. Además, usted me dice que cuenta con la confianza de su padre...
-sean simples caprichos míos o no- me interrumpió tajante, con cierta insolencia, como desacostumbrada a los regaños-, señor Rojo: no tengo tiempo para perder. Hay cosas muy importantes en juego, para mí y para papi. No es necesario que sepa nada más. Así que voy a adelantarle mil, si es que acepta mi oferta, sin preguntar nada más.
-si adelanta mil... -indagué con un hilo de voz:- ¿cuanto me piensa pagar?
-cinco mil... tome el adelanto, ni hace falta contarlo- me dijo Paulina, sabiendo que me era imposible devolverle un "no".
Di un respingo y acepté el sobre.
- ¿Por qué tanto?
-lo hago por Teresita. Me pidió que lo ayudara porque usted había ayudado a Alquimes, su marido. Ahora escuche: Cruz Strelassa me citó, para mañana a las siete de la tarde, en el Parque Paraguayo; tengo que pagarle una suma muy importante, un monto inconmensurable para usted seguramente, para así evitar que mi padre se ponga al corriente de ciertos asuntos que yo no quiero que sepa. Cruz Strelassa quiere que le page. Lo que yo no quiero es que esa reunión se lleve a cabo, y lo que sí quiero, en vez, además de no pagarle, es que Cruz Strelassa se olvide de sus amenazas -interrumpió el discurso para mirar, con una mueca de asco, a una india que descalza marchaba con su prole descalza a cuestas.- en fin, lo que estoy comprando, con la suma que le ofrezco, es la ausencia de Cruz Strelassa en la cita de mañana... ¿Entiende?
-si, si.
-sólo debe asustarlo lo suficiente como para que no vuelva a molestarme. Teresita me dijo que usted sabría cómo hacerlo...
-Créame que con ese dinero la tierra se traga hasta a los justos... -dije campante y con una sonrisa, guardándome el sobre en el bolsillo de la vieja camisa. Aquello era asombroso. Ahora que me sentía realmente libre, quizá como nunca antes en mi vida, después de haber pasado los cuatro años de mi encierro, de haber sido inhabilitado a ejercer de por vida, de tener que aprender a vivir ya sin un hogar, sin un centavo y ya sin Lorena (mi alma ya había pagado), venía nada menos que Paulina Mezquita a pedirme defensa contra el maldito Strelassa. Pero ¿sería todo una pura casualidad, o acaso Teresita sabía que habíamos sido socios? ¿Sabrían ellas que fue el mismísimo Cruz Strelassa quien me mandó a prisión? Era posible; difícil, pero posible. Descubrí mi miseria intacta, el morbo que movía todavía algún rincón de mi alma; porque a pesar de mis pretensiones de espiritualidad, de la ilusión de redención al haber cumplido sin chistar mi condena, de haber leído y repasando de memoria unos Evangelios heredados en aquellas noches de encierro en las que reprimí las imágenes mentales de mil torturas posibles para aquél sátrapa, ahí estaba yo, en el Impala de Paulina Mezquita, siendo todavía incapaz de perdonarlo. ¿Son sinónimos inocencia y tontería? ¿Acaso era una estupidez desaprovechar el banquete, prácticamente servido, de la venganza? ¿O era una estupidez el volver a sumergirme en las oscuras aguas del indeleble talión de culpa y retribución, y más, por un motivo tan vano, tan egoísta como lo es el mero desquite? ¿Es tan difícil ofrecer la otra mejilla? Supe que aquella propuesta de Paulina era la oportunidad de volver a esclavizarme; pude haber bajado de aquel suntuoso automóvil sin sentir necesidad de oír más, pero me dije: "Talión, nomás" y le dije a un imaginario Strelassa: "al fin me las vas a pagar. Vas a tener que sufrir, basura."
-Dígame: ¿Éste tipo tiene que morir?- si no quise morderme la lengua fue porque no me di cuenta de que, con esa pregunta, cometía una imprudencia de la que, posiblemente, iría a arrepentirme.   
-¡por Dios, no!- Los frenos se clavaron. Volví a recalcarme el meñique de siempre, golpeándolo contra el torpedo del coche.
-Teresita me aseguró que usted no era un asesino... ¿usted es un asesino?
-no, claro que no...
-dijo que usted podía ayudarme, que usted era un hombre refinado, que sería sutil y sabría cómo hacer lo que le estoy pidiendo ¡y me aseguró que usted no lastimaría a nadie! ¿sabe que? Me parece que todo esto es un error.
-Señorita: nunca fui un criminal, aunque haya estado preso. Y ya cumplí mi condena... si había que matarlo, yo no podría hacer esto que me está pidiendo -contesté hipócritamente.
-le prohibo que lo lastime. No lo deje aparecer a las siete de la tarde en el Parque Paraguayo. Haga eso y recibirá la suma convenida, que es mucho y es mi dinero.
-está claro, Señorita.
El impala reanudó su marcha.
-y demás está que le exija la máxima discreción posible. Sólo Teresita sabe de nuestra reunión; ella va a darle un sobre con unos datos. 
"¡Qué niña! ¿Será en la cama como maneja?". Eso pensaba yo, mientras veía sus manos enjoyadas aferrarse al enorme volante blanco del Impala. Descubrí que la amaba como puede amar un malherido. Y que la amaba por querer poner a Strelassa (Cruz Strelassa como le decía ella) en su lugar; la amaba por pedírmelo a mí, y por adelantarme semejante suma, por prometer el cuádruple por hacerlo.
La amaba por devolverme el mismo viejo sueño.
Lo difícil era no lastimar a ese hijo de puta.  
Antes de bajar del Impala, le dije en un tono profesional: -Quédese tranquila que mañana a las siete de la tarde, Cruz Strelassa va a estar en otro lugar.
-más le vale.

"La vida da sus vueltas", pensaba yo a orillas del río, tirando piedras al agua en una tarde que empezaba a tener el brillo que logra el cielo cuando atardece desplegando encanto con sus velos rosados en éstos veranillos del diablo. La piedra rebotó cuatro veces en la superficie y terminó por desaparecer hundiéndose en un seguro viaje a la negrura del fondo del río.
El dolor persistente en mi meñique auguró una tormenta.
 
-¿Quién era la señorita?- preguntó cantante el Cordobés con acento de Alta Gracia, mirándome sin ver nada con su ojo muerto, mientras servía el Fernet-Branca con soda que le había pedido.
-... una dama... abogada.- mentí.
-ah, me imaginaba... tu calaña ¿y que quería?
- secretos.
-¿secretos? ¡Que te hacés el importante!
-secretos, no querés saberlos.
-si, quiero saberlos, y también quiero que me pagues la cuenta.
Terminé el fernet. Sorprendí al Cordobés: saqué del bolsillo dos billetes grandes, y le dejé uno.
-Los secretos me los llevo.-
 
3
Pasé a buscar al Polaco Borzuk por la despensa de su tío, quien me contestó en su pésimo castellano de inmigrante:
-está en pieza, durmiendo... ese vago... ¡Buscalo!
-gracias, don Vladimiro. Con permiso.
El Polaco cargaba una borrachera de varios días, de varios meses. En realidad, sobrio era mucho más peligroso, por eso me animé a abofetearlo cuando, luego de gritar incoherencias varias, amenazándome de muerte quiso pelear (incluso me erró una trompada para desparramarse en el piso, con estruendo, y para no poder volver a levantar su metro noventa). No era la primera vez que hacía aquello de querer trompearse conmigo.
Lo acosté en su cama y le quité esos zapatos suyos, horribles y de color mostaza, que ya estaban para la basura. Sonará tierno eso de que lo acosté en su cama y también la observación hecha a sus zapatos... y eso que no dije que compartimos celda un buen tiempo... pero eso es harina de otro costal. Lo cierto es que se durmió como el angelito que jamás fue.
-paso más tarde, don Vladimiro.
-¡seguro va a estar en bar!... ese vago.                     
En la pensión descorché una damajuana de vino tinto e invité a todos a cenar. La señora Ramírez, feliz porque había saldado mi deuda con ella y porque le había adelantado un mes en forma indemnizatoria, preparó un verdadero banquete. Sirvió un estofado de gallina con papas, batatas y zapallos (antes, como opípara entrada, había servido su célebre escabeche de ciervo). Ante el raro espectáculo de mi buen humor, mi ánimo conversador y mi óptimo semblante, las mujeres en la mesa preguntaron si acaso yo estaba enamorado.
En mi habitación, cuando ya disfrutaba mi primer Camel en meses, volví a todo lo que había sucedido aquella tarde; me descubrí soberbio, creyendome una herramienta del destino, que quizá Dios había me puesto en esas circunstancias para que hubiese algo de justicia en Su Mundo... que yo era el Destino y que Strelassa lo desconocía, que esta vez había otra sentencia, no ya de la justicia humana sino de la Divina; que esta vez le tocaba perder a él. Lo que manchaba el misticismo que justificaba la saña con la que iba a hacer pagar a Strelassa mis cuatro años de cárcel, era el dinero. Después, quizás para justificarme, volví a la negra baba en la que se convierten las arenas del reloj en el claustro de una celda; luego pensé y supe que nunca habrá otra manera de crecer, que hay que poner el lomo, que hay que bajar la mirada e incluso morir con una bala atravesándonos el corazón, que todo eso es para que el Soberano no caiga. El Soberano no cayó: cumplí mi sentencia sin chistar. Ofrecí la otra mejilla. Toleré la injusticia. Dando una bocanada al cigarrillo recordé lo que decía el capellán de Loreto: siempre hay una nueva chance si uno se compromete a ser puro de corazón. Sentí paz, un sociego que me llevó a recordar que el Brasil era mi tierra prometida en aquellos días en los que atravesaba las babas negras de un tiempo y una oscuridad que eran la pura y única realidad; en aquellas noches yo soñaba despierto con la misma utopía con la que lo hacía ahora, fumando mi primer Camel en una flamante libertad, vigorizada por los cinco mil a cobrar.
Playas, Brasil, el mar.

Golpearon la puerta muy insistentemente. Me acerqué reclamando paciencia. Abrí: era el Facha (Genaro Faccia) y estaba borracho. Vino a pedirme, con su voz de roedor, que le preste unos pesos.
-¿a mí me pedís plata, Facha?
-vos me debes...- me contestó, poniendo involuntariamente los ojos en blanco.
-estás loco, Facha. Si yo no te debo nada.
-dale, Angelito, si vos tenés. -Eructó al ver la damajuana.- Me dijeron que andás con una mina de guita.
Indignado por ese comentario (¡qué manga de chismosos los del bar!), contesté enervado:
-¡¿eh?!... si no tengo ni para tus putas.-
El Facha se sirvió de mi vaso de vino y se sentó en el brazo apolillado del único bien familiar en mi posesión: el mismo sillón bordó, espléndido en otras épocas que ahora, asimétrico, traicionaba con sus pinchazos de resorte, sus agujas de paja y con tachas a medio salir. Le pregunté:
-¿lo viste al Polaco? ¿Está en el bar?
-si.
El Facha dio dos tragos como desesperado de sed y el vino desapareció del vaso. Luego, arremetió con la damajuana para tomar directamente del pico. Una cascada roja le manchó la camisa amarilla; enojado, con un hipar desdeñoso y con brusquedad, abandonó una damajuana que tambaleando estuvo a punto de volcarse. Miró alrededor como queriendo identificar el lugar. Al verme se ubicó y pateando el piso mientras  estrellaba el vaso contra la pared, insistió con el mangazo.
-dame plata.
-¡andate, Facha, antes de que te comas los dientes! -lo amenacé con furia.
-no me hables así... mejor cuidate conmigo ¡un día te vas a arrepentir!
Cuando amagó con arrebatar la damajuana para arrojármela, lo agarré del cuello de la camisa y le pegué un puñetazo bajo el esternón. Se dobló exhalando una queja gutural que terminó en vómito. Algo que me enfureció aún más. Un inquilino reclamó silencio, insultándonos desde su habitación. Me encontré parado, mirando incrédulo aquel charco maldito, con un cuello de camisa, hecho jirones, en la mano. Arrastré al Facha, le di una patada en el culo y cerré la puerta. Lo oí irse jadeando y escupiendo por el patio del conventillo.
Me sentía fuerte, me sentía justo.
Me sentía como debe sentirse Dios pasando un lampazo.
Minutos después, apenas terminaba de limpiar, vi el sobre de papel madera que habían infiltrado por debajo de la puerta. Lo sacudí, ya abierto. Cayó un papelito, dibujando elipses, que escrito a máquina decía:
          
               Alberdi 1836
-la dirección de Strelassa. Sigue viviendo en el mismo caserón. ¿Eso es todo?-
Revisé el sobre por dentro y encontré un papel de carta, también tipeado, que decía:
"Señor Rojo:
                     La dirección del papel adjunto (ruego que por favor lo memorice y lo destruya) es en la que encontrará al Dr. Cruz Strelassa.  
No se preocupe por el cobro de lo convenido. Haga su trabajo que yo sabré contactarlo y recompensarlo. Le deseo suerte.
P.M. "                                                               
"P/d: recuerde destruir toda evidencia."
¿Eh? ¿Eso era todo? ¿Qué esperaba yo? ¿Qué me dijera los secretos por escrito? ¿Una carta que me invitara a su imperio? Yo ya formaba parte de su imperio: a su manera, ya era un empleado suyo. ¿"recompensarlo", decía? Dios... necesitaba una mujer. Me gustó que me deseara suerte.

Codicioso, volví a contar el dinero y a oler su perfume. Cada yema de cada dedo tuvo su mínimo orgasmo. Separé trescientos y los metí en un escondite que no hace falta revelar. Unas cuantas monedas quedaron en el cenicero. Conté los cuatrocientos que iría a pagarle al Polaco y los guardé en el mismo sobre de la nota de Paulina.
Me afeité con la navaja en el ritual de siempre antes de engominarme, de vestirme íntegramente de negro y de salir de la pensión rumbo al bar del Cordobés; debía asegurarme que don Vladimiro  tenía razón acerca del paradero del vago de su sobrino, el Polaco, que cuando se enterara de lo que iba a ganar en el trabajito que le había conseguido (esos cuatrocientos, ensobrados en papel madera) ¡iría a enloquecer! Me lo imaginaba cabeceando paredes, enrojecido de tanto gritar sapucais, sus gritos de guerra, o tirando mil puñetazos al aire creyéndose capaz de todo. Dice el mito que una vez el Polaco, enojado porque una vaca a la que molestaba tironeándole la cola le soltó un tortazo de bosta a la cara, la durmió de una trompada. Lo creo.
 
Me topé con varias de las tertulias típicas de las noches ya veraniegas de aquel final de noviembre, al son del chamamé, de los sapucais y de los tiros al aire. Me sentía espléndido y, olvidado el malestar del meñique recalcado, estuve tentado a entrar a la última de las festicholas por la que pasé. Pero decidí seguir mi camino: era mejor que delineara el plan cuanto antes, porque cuando el Polaco proyectaba algo, se precisaba demasiada adrenalina, y aún más suerte. Generalmente, sus planes resultaban un desmadre en el que se necesitaban nervios de acero para no terminar matándolo de un tiro. Mientras caminaba las pocas cuadras que faltaban para llegar al bar, diagramé mentalmente la forma en que haríamos el trabajo:
1- hora: 4 AM. Nos metemos con antifaz a la casa de Strelassa. Le damos una paliza  memorable: con la pata de cabra en ambas rodillas, trompadas a la cara, puñetazos a las costillas y a los riñones, un par de culatazos de mi .32 para que vea estrellas azules.
2- llenamos la bañera y nos explayamos ahogándolo pero, obviamente, sin matarlo, porque no es parte del trato, y
3- Lo amordazamos, lo encapuchamos y le dejamos en claro que vamos a estar con él hasta que haya pasado la hora de reunión con la señorita M., con quien jamás de los jamases volvería a meterse.
Básico. 
Nota: no olvidar recitarle la frase de San Pablo en el Corintios 10: "... humana es mi condición, pero no lo es mi combate. Nuestras armas no son las humanas, pero tienen la fuerza de Dios para destruir todas las fortalezas."
 
Una luz en la negrura de la vereda llamó mi atención. Curioso, fui acercándome sin dejar de mirarla. Una vela roja se quemaba dentro de un frasco de vidrio rodeado por una cinta negra atada en un moño. Lo levante y pude ver en su interior un popurrí de semillas, viruta, mechones de pelo y el papel picado de lo que podría haber sido una carta; todo aquello, embebido por la cera derretida, parecía ir rehogándose en sangre.
La mala espina del mal agüero me dio una horrible puntada en la boca del estómago. Solté el frasco, reventó en la vereda. Quise recitar el Corintos 10, pero no pude. Con la mente nublada, de un salto busqué madera que tocar para conjurar el gualicho. 

4
La fauna del bar, a esas horas, ya había cambiado. Los inofensivos borrachines de la tarde habían desaparecido para dejar lugar a los verdaderos predadores de la noche.
Allá estaba, en la mesa de siempre, Millán con su rígido engominado, con la cicatriz surcándole la frente y con famoso su Colt oculto a la cintura; lo acompañaba, como en cada jueves, el Coronel, quien llevaba al bar su propio whisky importado. Millán era hermanastro del comisario Ferro y entre los dos medios hermanos abarcaran la criminalidad total de la ciudad; Millán, por esa circunstancia familiar, tenía una "tarjeta verde" que solía usar muy a menudo. En varias ocasiones, cuando llegó el furgón de Gendarmería averiguando antecedentes o afiliaciones en alguna razia, él salió por la puerta de enfrente, por la puerta grande, saludando a los milicos por el apodo y sin hacer la venia siquiera; recuerdo que meses atrás yo estaba ahí, con las manos contra la pared, y oí al cínico Millán probar su impunidad gritándole a los milicos el imperdonable "¡Viva Perón!". Los milicos se rieron del chiste. Millán, gorila como su medio hermano, silbando la marcha peronista se metió a su Dodge con chofer, y se esfumó.
Repasé el lugar con la mirada: sin rastros del Polaco. Me senté a esperarlo en uno de los incómodos taburetes cercanos a la entrada.
Por suerte, tampoco estaba el Facha, aunque casi todas sus putas si. Y hablando de... 
-hola Angelito (ooo).- saludó dándome sonoros besos en las mejillas, oliendo a naipe marcado, a mezcla entre colonia barata y comida recalentada, una Mimos anhelante y cada vez más gorda; el maquillaje ya no conseguía ocultarle ni las sórdidas ojeras ni los balazos de una temprana viruela, su peluca rubia, apretada en moño, había perdido más mechones de lo aconsejable. Pero aún sostenía su éxito en la profesión, y nadie podía negárselo: ella era toda una leyenda en la ciudad ¿cuantas generaciones de cajetillas habían debutado con aquella cocotte que bamboleaba rítmicamente sus pechos patrios?; debo ser justo y decirlo: estaba tan radiante como todos los jueves en que aparece el Coronel, con whisky importado, a jugar al billar antes de pasar la noche con ella, la gloriosa Mimos, en un rito que se repite, religiosamente y todo jueves desde hace casi dos decenios, cuando el Cordobés, huyendo de algo que nunca sabremos, dejaba Alta Gracia y un ojo para poner un bar en esta ciudad, el Coronel todavía no era oficial, y la Mimos aún era tan increíblemente hermosa que, decían, era la trilliza perdida de las hermanas Legrand.
-¿que tal, Mimos? -saludé caballeroso, sonriéndole de costado.
-muy bien, lindo (ooo) -sus pantomimas habituales también se exacerbaban en todo jueves: me tiró de las solapas de mi elegante saco negro (de las épocas de leguleyo). -Me enteré que te vinieron a buscar esta tarde (eee)... y dicen que es una chica muy mona (aaa)-
-¡¿qué?!- mi cara, con seguridad, se habría transformado porque soltó las solapas para amonestarme y decirme, con el ceño fruncido:
-ay bueno, che (eee), no es para tanto (ooo) ¿Qué tiene de malo (ooo)? - con cada "o", su boca carmín formaba un obsceno corazoncito desdentado que me daba un poco de asco.
Atiné a decir, por decir algo y rápido:
-qué chusma el Cordobés. 
-él nunca dice nada, vos ya lo conocés.-
Como eso era cierto, le pregunté entre dientes, enfurecido:
-decime entonces: ¿quién es el infeliz que habla tanto al pedo?
-se dice el santo y no el pecador, querido.- dijo también por decir algo y rápido, entre sorprendida y desahuciada, ya sin ningún asunto.
Me levante del taburete con cierta violencia para mirarla fijamente a los ojos.
-¡ja! Mimos... haceme el favor: ¿Una puta hablando de santos y pecadores?
Nunca había sido así de grosero con ella. La indignación le abrió su boca de labios carmín y, sólo un instante después, me sentenció con un:
-morite, imbécil.
Recobrando propiedad y con ademanes de enojo, La Mimos giró sobre sus tacos vueltos a pegar mil veces.
 Sentí la misma puntada que cuando dejé caer el frasco con el payé.
 El Coronel me amenazó de reojo y, enderezando el bigote como en un tic, agarró su gorra de oficial que dormía al lado de la botella whisky, sobre la mesa de Millán. Sé que para él soy un comunista por el sólo apellido; y que me la tiene jurada.
-¿que mirás, milico?- susurré moviendo los labios ostensiblemente.
Respiré hondo. Intenté calmarme pero antes de lograrlo ya estaba apoyado en la mesada de mármol encarándolo al Cordobés. Su respuesta inicial era la de esperarse: me aclaró que "no se mete en puteríos". Insistí hasta que me dijo que era el Polaco. Cuando le respondí "Imposible", el Cordobés ofendido, justo debajo del banderín de Instituto y mirándome fijo con el ojo bueno, me retrucó con otra pregunta:  
-ah ¿Encima me tratás de mentiroso?-
Era mejor que me calmara. Me senté en el taburete. Pelearme con el Cordobés era el peor error que podía cometer. Haber sido hiriente con la Mimos ya era algo más que inconveniente.
-Para nada, Cordobés. Uf, qué calor... ¿Me das un porrón de Quilmes?- sabía que pidiendo algo para consumir, y más si era un botellín de un mango y no una medida de caña por moneditas, al Cordobés se le iría el enojo.
-Sale... pero ¿la vas a pagar?
-claro que sí, Cordobés.
La botella chistó llamándome la atención. Di un buen trago, la cerveza estaba helada.
-gracias.- dije al Cordobés, al botellín, a la vida que me había dado tanto. Y trago a trago me dije: "¿Qué diablos tenés en la cabeza?" "Calma, Ángel" "Pensá en el mar, pensá las playas, en Brasil." "Despedite de éste lugar infame al que no vas a extrañar, despedite con generosidad y pedile perdón a la Mimos." "Ya está. Todo pasa, Ángel". Apenas terminé el porrón, sentí una fuerte puntada en el estómago.
-si querés  saber ¿por qué mejor no le preguntás al Polaco? Recién se fue con la chica nueva.
-¿con la Carmen? ¿La que patina con Paquito?
-si, con esa. Deben volver enseguida ¿Estás bien, Ángel?
-no es nada.
-Parece que el Polaco anda con plata, como vos. Pagó su cuenta... y mirá que me debía el triple que vos... algo rarísimo. -Cantó el Cordobés en su melodía de Alta Gracia.
-y cómo supo lo de ésta tarde?.
-mirá: esta tarde, cuando vos te fuiste, con la mujer que te vino a buscar, y te digo que todos hablaban de eso... llegó el Polaco ¡con una mamúa!... pidió caña para todos y ¡las pagó, Angel!... Según él, vos le habías contado que andabas "viviendo" a una "mina bien", y nos aseguró que era la misma que te vino a buscar.
-no te lo puedo creer...  ¡es mentira!.
-¿era Paulina Mezquita?
-¡¿Qué?! ¿Cómo caraj...? 
-No se, Angelito, yo no le quise creer... no es por nada, pero la hija de Mezquita... ¿con vos? eso no me lo creo. Yo sólo te digo que eso pasó esta tarde, después de que te fuiste.- Dijo el muy Pilatos, mostrando ambas palmas limpias. -El guaso se fue de acá en cuatro patas, un rato antes que...
El taburete rezongó al golpear el piso.
Yo ya me había ido sin pagarle el porrón.
                        
 
5   
Mientras caminaba repasé todo aquello: Paulina me había exigido la mayor reserva posible y ahora, todos a quienes frecuentaba, hablaban de mi relación amorosa con la mujer del Impala blanco, a quien hasta esa última tarde yo no conocía y la mayoría de aquellos fracasados tampoco. ¡Incluso ya sabían que su nombre era Paulina Mezquita! ¡Y el Polaco! ¿por qué decía lo que decía? Era muy extraño. Sentí una nueva puntada en el vientre.
Paulina alegaría que no cumplí con esa parte del trato y aunque Strelassa no apareciera en la dichosa reunión, no me pagaría: aduciría el incumplimiento de su exigencia de discreción. Los ricos suelen hacer esas cosas, por eso son ricos. Y si Paulina Mezquita no me pagaba, debía despedirme del viaje al Brasil.
Caminé sin rumbo fijo hasta que encontré un taxi en López y Planes.
-¿A dónde, jefe?
Repasando todo aquello, ingenuamente le di al taxista la dirección de Strelassa. Cometí un nuevo error, uno de esos capaces de destruir toda coartada.
-calor, ¿no, jefe? -preguntó el chofer a traves del retrovisor.
¿Y si hablara con Millán? Quizás él me diera un mejor panorama del asunto. Él lo sabe todo en ésta ciudad, y nadie sabe cómo logra saberlo. Pero hablar con Millán nunca le conviene a nadie más que a Millán.
La paranoia me estaba mareando, y nuevas puntadas me revolvieron el estómago.
El taxi olía a pedos y a pesadillas.
El taxista me recordó la dirección, y que aún faltaba mucho para llegar a destino, cuando lo urgí a detener el auto.
Pagué y apenas abrí la puerta, vomité.
 Oí el insulto del taxista:
 -amarillento.
Todo me daba vueltas y no supe en dónde me encontraba hasta que vi el tanque de Obras Sanitarias. Un jeep artillado y un camión del Ejército atestado de colimbas, pasaron a toda velocidad, seguramente hacia la terminal de ómnibus.
Caminé por el boulevard; la ráfaga de aire que me dio en la cara me sentó bien.

Cruz Strelassa aún vivía en el mismo viejo caserón y una placa de bronce seguía anunciándolo doctor en leyes aunque nunca lo hubiese sido. En el garage estaban estacionados el Citroen de siempre y un flamante, gigantesco Mercedes Benz: un coche de diplomático, de cónsul al menos; como a muchos en ésta ciudad, siempre le gustó ostentar sus automóviles. Enigmas de una virilidad de zonas guaraníticas. En otras épocas, cuando el mismo Citroen que dormía en el garage era nuevo y era mío, sentí la necesidad de mostrarlo como una evidencia de éxito, de mi rápida ascensión social. No creí que la nostalgia se manifestara cuando vi aquel Citroen que alguna vez había sido mío; recordé a Lorena y sentí el mismo vacío del último trago, del último beso, del último adiós.
Me quité el saco para esconderlo en la penumbra.
Como un gato trepé, silencioso y de un salto, por la tapia que daba a la calle hasta la medianera; caminé haciendo equilibrio hasta cercanías de una ventana; brotaba una luz tenue y dorada. Sentí el aroma a jazmines, hinché los pulmones. El velador bañaba la habitación y, a pesar del tul del mosquitero,  alcancé a distinguir, sin mayor dificultad, el brillo del satén de un camisón tan cercano.
 Y sólo lamenté, en cuclillas, no poder fumar.
Ella me iluminaba, sin saberlo, mientras leía recostada en el que sería su lado de la cama y de espaldas a la ventana. Un bretel lánguido le dejaba un hombro al aire. El brazo que terminaba en la misma mano libre y blanca que llevaba la alianza, inconsciente, involuntariamente, se rozaba la cadera con la sutileza del arco sobre las cuerdas de un cello. Su pelo, una boa etérea que reptando entre cuello y hombro, terminaría custodiando sus pechos vedados a mis ojos de intruso y mirón.
Cambio mental de planes: No podemos irrumpir en una morada familiar para pegarle una paliza y amenazar de muerte al marido de aquella preciosura, que leía su libro (¿Conan Doyle, Ingenieros, Poe, Quiroga?) en paz. Así me acordé de que posiblemente no contaría con el Polaco, porque aún no sabía si contaba o no con él. Entonces ¿Realmente iba a necesitar a Millán? (hubo un relámpago) no me convenía, porque primero: perdería gran parte de mi poder de decisión en el asunto; Millán se cebaba y mataba a Strelassa, un desastre; no convenía por lo segundo: iba a perder gran parte del dinero... y por no hablar de lo tercero: la tan mentada discreción, que a estas alturas ya no me importaba; hasta era gracioso: me hacían amante y hasta novio de quien me iba a permitir irme a Brasil y volver a empezar mi vida. Pero para eso ¿Realmente necesitaba a Millán? (Hubo otro relámpago). Volvió el malestar punzando mi estómago. No me gustaba esa idea. En realidad no me gustaba nada más allá de la ilusión de irme a Brasil, ni de la belleza de la imagen que estaba viendo a traves de aquella ventana en aquel momento.
Pero hasta eso dejó de gustarme en cuanto apareció, dentro del recorte cuadrado y ambarino, el maldito Cruz Strelassa con, al menos, cuarenta kilos de más, con más pelo en los hombros que en la cabeza y cubriéndose el culo fofo con una toalla; esa espalda peluda y rechoncha tenía tantos pliegues como agallas de un tiburón seboso y obeso. El gordo dijo algo que ella contestó con vaguedad, sin prestar la mínima atención, dando vuelta a la página de su libro como si nada. Pensé: ¿Por qué los canallas consiguen dormir, casarse y morir con las mejores mujeres? ¿Cómo lo hacen? ¿Es sólo cuestión de dinero, de poder? Me ofendí con ella, infantil, ridículo, y atacado por los celos pensé que siendo tan opuestos a la vista, ella debía ser igual de cerda para poder casarse con aquel gordo repugnante.
Ella cerró su libro para sentarse, apoyada en la cabecera, como con ganas de discutir así como antes lo hacía conmigo.
Era Lorena.
Hubo otro relámpago.
Me desplomé con estruendo en el patio del caserón.
Un perro ladró.
El parabrisas del Mercedes estalló con el mismo ruido hueco de la implosión de los celos.
 
6
  -Secretos ¿querés saberlos? Son muy caros y vos sos un pichi, Ángel. Sin ofender.
Abrí el sobre de papel madera y puse cien sobre la mesa.
-dáselos a la Mimos y hacete tirar la goma con eso... Ah, cierto que esta noche es del Coronel.
Puse doscientos y me compré una carcajada. Vacié los bolsillos.
-es todo lo que tengo, Millán.
-¿Por qué no te olvidas, Ángel? Te vas a lastimar, no podés cambiar nada.
-te lo pido por favor, Millán.
-Cruz Strelassa es un sorete. ¿Eso querías saber? Guardate la plata, nomás, Ángel. ¿Estás enfermo?... estás muy pálido.
-Millán, ¿Qué tiene que ver Strelassa con los Mezquita?
-...
-Dale, Millán.
-¿tenés un cigarrillo?
-Camel, sin filtro.
-dame uno. Yo solo fumo cuando estoy borracho.
Insertó, con dificultad, el cigarrillo en una boquilla símil caoba. Le di fuego. Dio una larga pitada. La botella del whisky del Coronel ya brillaba en toda su transparencia, como una  reliquia absurda en la vulgaridad reinante en aquel salón. Millán exprimió el vaso y consiguió un último trago que le supo a poco. Enfocó sus pupilas en las mías y siguió:
-Strelassa es el abogado de los Mezquita desde hace dos o tres años. El viejo Josef ya está senil y muy mal del corazón, así que para Strelassa es como un caramelito blando: no lo muerde para poder saborearlo; y se le hace agua la boca. Desde que limpió a López Alfaro, prácticamente le maneja los negocios; y ya se puso a los socios, y a los hijos en el bolsillo.
-¿a la hija también?
-tu novia- dijo con una sonrisita cínica.- es una zorrita de clase alta y educación cara, única hija de su último matrimonio... ¿sabías que Josef liquidó a todas sus esposas, a las cuatro que tuvo?...no, seguro que no sabías. La nena es una malcriada... si el viejo se entera de sus andanzas, estira la pata al instante...
-¿que andanzas?
-no te olvides que el viejo Josef además de ser árabe... turco, sirio o algo así... tiene como cien años; se entera cualquier pavada de la hija y se muere antes de poder matarla.
-entonces la hija...
Millán me cortó levantando una mano:
-coge con Strelassa. No se está o no está enamoradísima, como me dijeron, pero sé que está preñada. Capaz que viendo las intenciones del gordo y lo bien que le están saliendo las cosas con Josef, hizo los cálculos y piensa que teniendo un hijo con él, hace su negocio. Si, Ángel, poné esa cara si querés: yo tampoco entiendo que le ven a ese gordo de mierda. Pero es así. ¿La actual mujer no te ponía los cuernos con él cuando era tu novia?
-Lorena, la última vez que fue a visitarme, me juró que se volvía a Rosario.- sentí una puntada insoportable, la peor, en el estómago.
-ah, entonces creele. Es una mujer de palabra y se casó con él.
-hija de puta.
-ya está, Angel. "Nadie muere mocho". ¿En serio estás bien?
-así que, según vos, Paulina Mezquita está enamorada de Strelassa.
-enamoradísima, te dije... y también que está embarazada. ¿sos sordo, Ángel?
-eso no te lo creo.
-no me creas nada si no querés, Ángel. Igual no agarré tus mugrosos pesitos.
-¿y eso como lo supiste?
-nunca se sabe.
-¿la conocés a Teresita Jara?
-desde mucho antes que vos a Alquimes.
-no sabía.
-por eso estás acá.
Me estaba mareando. El estridente chamamé que sonaba en el fonógrafo, me aturdía. Millán pidió al Cordobés un vaso de agua para mí y una nueva medida de whisky para él. Millán dio un buen sorbo. Una mosca se posó en mi mano helada.
-y tampoco sabías que el que limpió a Alquimes fui yo. Autoría mediata, obviamente. Ojo que no fue nada personal. Te lo tengo que decir: era un buen tipo pero estaba muy arrepentido de haber traicionado a los del sindicato, dijo que tenía varios amigos... y más se apenó al enterarse lo de los fusilamientos... Es que en esto no hay que querer a nadie, che: el amor es una cosa, la razón es otra. Ese fue su único error y habló de más con aquel periodista canadiense; por eso se tuvo que ir. Primero él y después el periodista. Bien. Yo sé que Alquimes era un tipo de códigos, vos también sabés, pero tuvo esa debilidad. Respeto a Alquimes por la J que me dejó en la frente, mirá: dieciocho puntos de sutura. Lo admiré y lo sigo admirando, que en paz descanse. Nadie me había hecho perder tanta sangre. Yo soy un tipo de códigos... pero ojo, no soy un cagón. Nunca nada es personal.
-¿Por qué me contás todo esto?
-porque nunca se sabe, Angel... nunca se sabe.
Las puntadas ya me resultaban insoportables y hasta empecé a sentir chuchos de frío. Me sentía exhausto. Para colmo, volvió la paranoia en mi certeza de haber sido envenenado.
-me voy, Millán. Me siento muy mal.- me incorporé lentamente, concentrando mis esfuerzos por no evacuar ahí mismo.
-Ángel, me olvidaba: te andaba buscando el Polaco. Y tomá la plata. Pagame el whisky, nomás.
-gracias, Millán. Te debo una.
Hice unos pocos pasos y me volví para preguntarle:
-¿el Polaco te dijo para que me buscaba?
Se cortó la luz. Oí raudales azotando las chapas, oí abucheos de comensales ebrios y putas.
Oí a Millán contestarme:
-no, Ángel... pero nunca se sabe.
  
7
Las calles eran meros afluentes llevando mugre, bajando al río; hacía horas que el alumbrado estaba apagado y un buen rato que yo estaba en un zaguán oscuro y anónimo, esperando a que amaine, abrumado en la penumbra por todo lo que había confesado Millán y sobre todo, por haber vuelto a ver a Lorena; el malestar de mis tripas revueltas, ese asco a todo, no era nada. Debía encontrar al Polaco;  preguntarle si, aunque sea, él sabía qué diablos había estado pasando. Tuve la intención de levantarme, terco, e ir hasta la Despensa, pero pronto sentí arcadas, ladeé la cabeza y volví a vomitar. Con la luz de los relámpagos, junté fuerzas y seguí camino a duras penas, obstinado en llegar hasta mi pieza; necesitaba echarme, aunque fuese un rato, a descansar, a ordenar todas las imágenes revueltas en el estómago. Me convencía de poder llegar a cada paso, me decía que allí, evitando las goteras en ese paraíso bajo un techo de chapas, podría cambiarme la ropa, los zapatos y los soquetes empapados, que además allí me esperaba, parco en su escondite, el .32 que tanto iría a hacerme falta en caso de encontrar al Polaco.
Pero aún  tambaleaba en  la tormenta.
Mareado, recordaba haber trepado como un gato, haber caminado, grácil, la medianera del caserón; en cambio,  jadeando adivinaba mi camino en aquella cruda intemperie en la que apenas podía mantener el equilibrio y en la que me resultaba una proeza trazar una línea recta, no ya en el rumbo hacia el conventillo, sino que debía sostenerme para ayudarme a seguir sólo por unos pocos pasos más. Así, iba de árbol a tapial. Ladraban perros. Respiraba entre arcadas. Iba desde la pared, trastabillando,  hacia el alambrado.
    Tuve la fatídica certeza de que jamás me iría a Brasil.
    En plena calle Aguado (cuando la iba cruzando) caí de rodillas al barro, con un alarido atragantado, con  un calambre invencible que me había petrificado el vientre. Tomándome el abdomen con las manos entrelazadas, me eché de costado, rendido y en posición fetal, con medio cuerpo sumergido en un leve torrente.
   Tuve la certeza de haber sido envenenado.
Como en un sueño, noté el acercarse de soles gemelos que reflejaban y doraban la lluvia, el barrial, el agua en los charcos.

El coche se detuvo. 
Terminé de  despertar agradeciendo a un cielo en pleno llanto. Quise clamar por  auxilio a gritos, suplicar que me sacaran de la intemperie de mi indefensión, implorar a, fuera  quien fuese el bendito samaritano, que me llevara al maldito Hospital. Pero tridentes en mi vientre lo impidieron,  ahogándome la voz. Volví a vomitar. Un hilo de sangre negra y viscosa se me pegó al dorso de la mano con la que me fregué la mejilla.  Luché contra el asco y la derrota y volví a ahuyentar a  una inconsciencia que paciente  acechaba.  Lágrimas y lluvia se mezclaban, cegándome con la luz de los soles gemelos.  Desde el interior del coche acaso deliberaban si ese bulto negro, atravesado en plena calle Aguado, era un perro muerto, o quizás un ebrio en una de sus peores, o si era un buen cristiano que yacía muerto.
Me preparaba a persignarme cuando la roja oscuridad dio tregua a mis ojos, anocheciendo hasta el violeta. Intenté arrastrarme arañando la baba que era aquel limo disuelto en el torrente. Hubo cuatro destellos en los que vi al Dodge de Millán. Oi risas. Otros cuatro refucilos y una eternidad hasta que oí el abrirse de una de las puertas, hasta que oí al pasajero bajar. El motor seguía murmurando.
Oí el chapotear de los pasos en aquel barro casi líquido, en plena calle Aguado. 
Las luces altas se encendieron. No pude ver mas que la sombra gigante que se me acercaba.
El Polaco levantó el brazo. Llevaba algo en la mano.
Todo se volvió azul cuando sentí el metal estrellarse en el parietal de mi lado malo. Volví a sentir el mismo ruido y el mismo dolor.
Los soles gemelos fueron desvaneciéndose. También la lluvia, también los charcos y el dolor.
                     
                    
Desperté en algún lugar. ¿Sería de noche todavía? No estaba seguro de nada porque no oía más que lo ensordecedor de mi propia confusión. Sólo Dios sabia cuánto tiempo había estado desmayado en aquel claustro. Me descubrí tirado en el suelo húmedo y caliente de un lugar apestaba a letrina; y tal hedor, sumado al calor  presurizado que allí dentro hacía, volvía aquel claustro un verdadero infierno. El dolor en el estómago seguía presente pero, atenuado, era ya como una estela del indecible sufrimiento anterior. Alcancé a oír el zumbar de un festival de mosquitos alrededor, y entonces sentí la molestia de las muchas picaduras, picaduras de horas, en mis pies descalzos, en mis tobillos desnudos, en mis brazos, en el cuello. Tenía la cara adormecida, caliente e hinchada, cubierta en sudor. Sentí sangre reseca en la barbilla y la camisa empapada por la transpiración.
Parecía que había sido llevado hasta ese lugar a las patadas: me dolía hasta el simple respirar.
Pero lo peor de aquel lugar era que allí resurgía mi peor pesadilla, la de estar preso en la oscuridad; y yo me había prometido nunca permitirme volver a vivir algo así. Pero allí estaba yo: no había cumplido mi propia promesa. Quise gritar pero no pude, ni siquiera pude mover la mandíbula. Rompí en llanto al recordar mi viejo sueño de playas y Brasil, pero pronto dejé de llorar: nada había más inútil. En la cárcel, si algo había aprendido, era a resignarme. Me habían dejado el paquete de Camel al que le quedaban sólo dos cigarrillos. Encontré los fósforos, húmedos, en el bolsillo del pantalón. El ansiado chispazo me permitió descubrir unas paredes de ladrillo sin revoque que me encerraban. Muy pronto volvió la oscuridad y era aún más negra que antes. Volví a recordar y quise morir; quise morir antes de volver a padecer ese infierno, el de una prisión. Pero ésta vez, sí comprendí que en el infierno no hay Dios, y que allí ya es inútil rezar. Volví a querer llorar, volví a contenerme. Volví a querer morir. Me dediqué a fumar.
Oí pasos.
La puerta se abrió luego de que quitaran varias trabas.
-salí Ángel, ¡dale! ¡Apurate, chamigo!-   aún enceguecido por las horas en la penumbra, reconocí al Polaco por la voz. La vista se fue acostumbrando a la luz mientras el Polaco me llevaba de un brazo, rengueando por un pasillo de lo que parecía un hospital, un manicomio o alguna otra institución oficial, lugar que, a la vez, daba la impresión de estar abandonado.
Llegamos a una habitación gris en cuyo extremo opuesto había una pesada puerta de chapa. Ésta se abrió con el sonido de un timbre para dejarnos ingresar a otra estancia, excesivamente iluminada por un blanco fluorescente, en la que estaba Millán recostado en su trono, con cara de recién levantado, con los pies cruzados sobre el lujoso escritorio en el que divisé mi .32, al lado de su Colt.
A su diestra estaba, de pie, el Coronel.
Millán, al verme, se incorporó para decir con evidente sorpresa:
-Uy, Ángel ¡qué te hizo éste animal!- y luego al Polaco: -¿vos estás loco, Polaco? ¡Mirá cómo le dejaste la cara!
Yo no quise imaginar cómo me había dejado la cara. Millán siguió:
-¿Te dije o no te dije que no lo maltrataras, inútil?
-si, Millán. -
Jamás había visto al Polaco tan dócil.
-¿Qué hacíamos si se te moría? ¿A vos te parece, Coronel?
-te dije, Millán, que éste no servía y que le faltaba mucha disciplina.- le contestó el Coronel, como satisfecho por haber tenido razón.
-Polaco: llevalo allá, ponelo con la otra.
La otra era Paulina que, atada de pies y manos y mordiendo el pañuelo anudado en la nuca, que seguramente lloraba desgreñada, desde hacía horas. Llevaba el mismo vestido que la tarde anterior; pero aquel blanco impoluto, también había desaparecido hacía horas, así como todo lo señorial que había en ella la última y única vez que yo la había visto. Reconocí en su mordaza el pañuelo con el que se había cubierto para parecerse a Sofía Loren. Ella me miró abatida, no supe si pidiendo auxilio, o pidiéndome perdón. Le mentí diciendo: -tranquila, Paulina, todo va a salir bien.
-Shh. Ángel, no hablés si no podés. Y vos Polaco quedate ahí.
-¿que?
-¡que te quedes ahí nomás, Borzuk!... Coronel, hacé pulpita a ese infeliz porque no lo aguanto más.
Paulina empezó a gritar tras su bozal. El Polaco esbozó una súplica. El Coronel desenfundó la cuarenta y cinco, apenas guiño el ojo izquierdo y casi no apuntó. El estruendo del disparo eclipsó el retumbar seco del cuerpo contra la pared; el cadáver rebotó para caer ante nosotros, los prisioneros, ya con el cráneo abierto como un fruto maduro. Para mí, sentir el olor de la pólvora quemando carne, sangre y hueso, oír la reverberación, el eco del seco alarido de la .45 del Coronel, ver el fogonazo del tiro con mis ojos llenos de sudor, ver el cuerpo del Polaco desplomarse enredado a mis pies así, como un monigote inerte, el iiiiiiiiiiiiiiiiiiii como una estela en mis tímpanos y en mis sienes, fue lo más terrible que hubiera experimentado alguna vez; creí volverme loco si no gritaba. Un reguero de sangre avanzaba cansino hacia Paulina que, sumida en una crisis de nervios, gritaba detrás de la mordaza, pataleaba, se sacudía estrellando la nuca contra la misma pared en la que había rebotado el cadáver.
Gritó Millán como en éxtasis:
-¡qué sonido tiene esa hija de puta!
-no hay como la .45 ¿eh?- le contestó, orgulloso, el Coronel.
-¡cada vez mejor esa puntería, Coronel! ¡Sorprendente!... ¡entre ojo y ojo!... ¡Shhh!... ¡nena! ¿No ves que estamos hablando? -La J de dieciocho puntos en la frente de Millán pareció arder cuando, en su rostro, el gesto se volvió despiadado- ¡No se puede hablar con tanto griterío! ¿O querés ser pulpita vos también?
Paulina hizo silencio, inhaló en una sacudida y lloriqueó un instante más antes de desmayarse,  desplomándose hacia el lado opuesto al mío.
-che, Coronel: ¿y que tal anda la Mimos?
-bien... ya sabés: la Mimos es mi debilidad. No me casé con ella porque ella no quiso.
El lino blanco del vestido de Paulina estaba manchado en sangre. ¿Habría tenido un aborto?  Quizás sólo era sangre del Polaco.
-y si, era hermosa la Mimos...
-ES hermosa, Millán... estaba enojada porque éste pelotudo -el Coronel me señaló apuntándome con la .45- la trató de gorda.
-¿en serio le dijiste a la Mimos que está gorda? sos un grosero, Ángel. ¿Y ahora? Mirá cómo da vueltas la vida, che. ¿Te acordás lo que te dije anoche? -Señaló el techo con el índice-: nunca-se-sabe... sino, preguntale al Polaco.
Soltó una risotada, la más perversa que alguna vez hubiese oído.  
-y hablando de eso- siguió- ¡cómo se ensañó con vos el Gordo Strelassa! Me parece que no te perdona lo del parabrisas del Mercedes. Cuando encontró tu saco se puso como loco. Yo te cuento para que entiendas porqué estás acá... ¿conocés la expresión "dos pájaros de un tiro"?
-...
 ¡Contestame lo que te pregunto!
 -si, la conozco.
 -y si... ¿cómo no la vas a conocer?... Está bien. El asunto es que hay que sacarse el sombrero con el Gordo. Mirá lo bien que planeó todo: apenas se enteró que la Piba iba a hablar con vos, y eso fue enseguida... ¿sabías que existen micrófonos para escuchar las conversaciones?... ¿las telefónicas... bueno, todas? ¿Sabías que Strelassa puso micrófonos por toda la casa, y obviamente en las oficinas, Angel?
-no, no sabía. ¿puedo fumar?
-si, che. Fumá. Hace poco que se los compramos a los americanos... ¡no te imaginás la cantidad de zurdos que pescamos gracias a esos benditos micrófonos!... como con un mediomundo... ah, Strelassa se puso en contacto con tu amigo el Polaco y le ofreció quinientos por raptar a Paulina... Si, Ángel, anoche te tuve que mentir... nada personal ¿eh?... el Polaco, para inculparte, como era parte del plan de Strelassa, anduvo diciendo por todos lados que vos estabas viviéndola a Paulina. Ideas del Gordo para cubrirse hasta del embarazo. Además, esos ignorantes se creen cualquier cuento. Che, Ángel... de curioso nomás: ¿Cuánto te ofreció Paulina a vos?
-cinco mil.
-¡la mierda! ¡Tienen guita estos turcos! ¿Cinco mil? ¿Por qué?
-por amenazar a Strelassa...
-si, ya sé. Ahora vos dejame que te cuente esto: parece que esta piba estaba exigiéndole a Strelassa que abandonara a su mujer..., vos que la conocés, ¿cómo se llama?
-Lorena.
-Lorena. Bien. Como sabrás, el Gordo será muy jodido, pero no iba a dejar a Lorena, y parece que la hija de Josef, ingenua y encima susceptible por el embarazo, te quiso a vos para que lo asustaras y no lo dejaras llegar a la reunión del Parque Paraguayo. Paulina sabía que Strelassa le diría que terminaban, que lo que había entre ellos era algo prohibido, que él amaba a su esposa, que él no podía hacerle eso a Josef... y toda la cantinela.
-¿y que hacemos Paulina y yo acá?
-es que vos la secuestraste, Ángel.
-¡yo estoy secuestrado!
-si, Ángel, vos estás secuestrado... pero la cuestión es que el Gordo armó el asunto para que  quede así: vos, con la ayuda de tu secuaz, o sea el infeliz que está ahí tirado sin cabeza, raptaron a Paulina y pidieron un rescate de cincuenta mil dólares. Cincuenta mil dólares que vamos a cobrar el Coronel y yo. A su vez -Millán pegó las manos como en un rezo-, el Coronel se va a llevar los aplausos y va a salir en la tapa del diario por haber hecho pulpita a dos criminales tan desalmados, ateos y comunistas de mierda como ustedes, que violaron y mataron a una chica tan hermosa, tan de familia y tan en la flor de la juventud, por un puñado de dólares miserables con los que financiar a la Subversión...
-yo no soy comunista, a mi la politica...
-¡callate que no terminé! ¿Quién te dijo que podías hablar, zurdo de mierda?... sigo: para colmo la nena...si, esa nena que está ahí y que vos secuestraste, Ángel, era hija de un importante empresario de la ciudad que cuando se enteró, al pobre se le rompió el corazón... y se murió. -Millán volvió a reírse con malignidad, tomó aire y siguió: -¡usted también, Coronel! -golpeó el escritorio- ¡se hubiese apurado un poco, hombre! ¡La vida no es sólo darle matraca a la Mimos! ¡es una pena que llegara demasiado tarde para salvar a la pobre santa!
-no la mates, Millán.
-no es nada personal, Ángel.
-no la mates.
-Quedamos con Strelassa que matábamos dos pájaros de un tiro... bueno, tres pájaros contándote a vos... no se si vos sos un pajarito, o un pajarón... ja, ja....
-no la mates.
-con Paulina hecha pulpita, el viejo se muere con la sola noticia; el Gordo ni siquiera se tiene que separar de tu Lorena, a la que va a tratar como toda una reina cuando él sea todo un rey. Como dirían los colegas de Langley: "Listo el chicken".-volvieron a reír los dos.
-por favor, Millán, no mates a Paulina... por dios, te lo suplico. -y desmoronado en llantos, mojando mis rodillas en la sangre del Polaco, imploré:- no me la mates, Millán, si ella ya perdió el bebé... ella ya lo perdió, por dios. No me mates a Paulina...
El silencio en el que yo lloraba fue roto un minuto después, cuando Millán hizo el siguiente comentario:
-me parte el alma, Coronel... vos quedate tranquilo, Angelito, que lo que el gordo Strelassa no sabe es que "nunca se sabe".
Hubo otro silencio, éste un poco más extenso, en el que me daban unos instantes para recomponerme, para recobrar mi dignidad.
Apagué la colilla en la sangre del piso. Me sequé con el brazo el sudor y las lágrimas.
Me puse de pie, con mucho esfuerzo.
Miré al Coronel directo a los ojos.
Millán habló:
-date vuelta, Ángel. Sino no se puede.
-Esperá, Millán. ¿Puedo pedir un último deseo?
-ay, Ángel, qué pesado. No me irás a pedir que no te matemos ¿no? Porque ahí te molemos bien a palos y después sos pulpita con mucho, pero mucho dolor.
Insistí:
-¿puedo pedir un último deseo?
-dale.
Me agaché y trabajosamente me arrodillé junto a Paulina. Le acaricié el pelo; ella temblaba: ya había despertado aunque ellos creyeran que no. Le besé la frente y me levanté, ya mirando la pared.
Oí a Millán decir:
-Pulpita, Coronel. Pulpita.
  
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Descripción

lo que un botonazo pardo al policial negro

Palabras Clave: Colt

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Relatos


Creditos: Inocencio Rex

Derechos de Autor: Inocencio Rex

Enlace: hotrat70@hotmail.com


Comentarios (8)add comment
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miguel cabeza

Inocencio, me voy a ahorrar el comentario, el de Elvira es perfecto, es lo que me hubiese gustado decirte (además de lo que ya te puse en la II). Las felicitaciones no me las ahorro, ni la pentaestelar. En correo aparte te sugiero una minúscula iniciativa formal.
Un abrazo
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September 17, 2009
 

inocencio rex

gabriel:
ante todo, gracias.. es una proeza leer tantas de estas paginitas. asi que te debo una consulta al oftalmologo... o la emprendo con joana galvao y quedamos a mano, jaja.
en cuanto a la epoca en la que sucede pulpita, me gusta pensar que es en un periodo que va entre el ¨57 al 73... cuando las cosas no eran, todavia, tan brutales ni tragicas como lo fueron despues, con la triple A y el proceso que arranca en el 76..
te mando un abrazo y vuelvo a agradecer tus comentarios
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September 11, 2009
 

gabriel falconi

Llegué como no iba a llegar
excelente!!!! al principio no lo ubicaba en la epoca despues con lo de la colimba y lo de los zurdos me di cuenta
realidad total me gusto la recreación los dialogos el ritmo
felicitaciones que trabajo!!!!!!
estrellitas
te invito a leer joana galbao es medio largo lo escribi hace mucho. se ubica en esa epoca tambien. aunque me quedo medio rarito .
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September 11, 2009
 

inocencio rex

gracias gabriel, te entiendo... ojala llegues al final.
un abrazo
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September 10, 2009
 

inocencio rex

muy agradecido, elvira, por haberle dedicado tu tiempo a pulpita.
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September 10, 2009
 

gabriel falconi

atrapante....voy por la 24.....me interrumpen las actividades domesticas sino seguiria....jeje
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September 10, 2009
 

Elvira Domnguez Saavedra

¡Vaya que nos enviaste toda la novela, amigo! Es larga, sí, pero fabulosa. Con corte policíaco como tú lo comentas con una excelente descripción de escenas, lugares y costumbres que puedo imaginar a medida que leo. Los personajes tienen vida propia, sus comentarios, sus pensamientos y emociones se manifiestan a flor de piel, puedo gozar y sufir con ellos. La escena del final mantiene un suspenso helado, aterrador, para rematar con un gesto conmovedor.
Mis felicitaciones por tu trabajo. ¡Saludos!
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September 10, 2009
 

inocencio rex

niños:
se que la lectura de 60 de estas paginitas puede ser tediosa... de todas formas les dejo este texto que es lo que un botonazo (sopón) pardo al policial negro.
admirado si logran terminarlo, los saludo.
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September 10, 2009
 

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