Rosario, 3 de abril de 1956.
 
 
Escribo esta nota, mientras espero tu llegada, que según me han informado en la oficina de embarque, el tren, proveniente de Córdoba, está llegando en aproximadamente una hora. Estoy nerviosa, como nunca antes lo he estado. Tal vez el hecho de conocerte sólo a través de cartas y una foto descolorida por el tiempo, sea el motivo de mi malestar, un malestar, incómodo por cierto para la boca de mi estómago, pero sumamente agradable para mi corazón, que palpita en un compás a destiempo, feliz.
He pensado tanto en este encuentro, he pensado decirte tantas cosas, que ahora, que ha llegado el momento, se me han borrado de la mente, como a veces, las lágrimas borran las penas.
Esconderé este escrito debajo de mi almohada, resguardándolo de aquello que nos depara el destino. Nos hemos prometido tanto en nuestros mensajes; pero ambos sabemos que aquellas palabras pueden desvanecerse en el instante preciso que crucemos nuestras miradas por primera vez. Deseo que no ocurra algo semejante, en cambio, si tuviera la posibilidad de elegir, elegiría que nada cambie entre nosotros. Y si es así, entonces, después de la cena que pienso ofrecerte, buscaré una excusa, una jaqueca podría funcionar, para recostarme en mi cama. Te pediría que me acompañes, y ahí, entre mis miedos mezclados con mi seguridad, entregaría en tus manos esta carta, mientras yo simulo quedarme dormida.
     
 
                                                                                                                               Te amo tanto, que no dejo de soñarte.