• Roberto Gutiérrez Alcalá
RAGA
Mexicano. Autor de los libros de cuentos La vida y sus razones y El corrector de estilo.
  • País: Argentina
 
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   10:47 a.m. Faltan ocho minutos para que comience el eclipse parcial de Sol en la Ciudad de México y, en el salón 102 de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, en Ciudad Universitaria, una profesora, sentada sobre el escritorio en posición de flor de loto, imparte clases a siete alumnos que no le quitan la vista desde su respectivo pupitre. Uno pensaría que este caso es único, pero no: en los salones 104 y 112, así como en los marcados con el 204 y el 205 -estos últimos llenos hasta el tope- tampoco se han interrumpido las clases, todavía… Entretanto, por los pasillos y escaleras que desembocan en el “aeropuerto” transitan cada vez más jóvenes que buscan la salida. Les urge estar a la intemperie para presenciar, en vivo, el fenómeno astronómico más importante del año. En cambio, otros -los menos- deciden permanecer frente a los balcones que dan a Las Islas, desde donde también podrán verlo en todo su esplendor. Afuera, la escalera que lleva al andador que conecta las facultades de Filosofía y Letras y la de Derecho luce atestada de gente que se dirige a Las Islas, donde miles de personas de todas las edades ya esperan -muchas de ellas resguardadas bajo sombrillas o pequeñas casas de campaña- el inicio del eclipse. Durante este lento trayecto, un padre le dice a su hijo pequeño: “No mires directamente el Sol, ¿de acuerdo?”   Advertencia 10:55 a.m. El Sol empieza a ser devorado por la Luna. Por todos lados se ve a alguien usar sus lentes especiales o su filtro de soldador del número 14, para admirar, sólo durante unos cuantos segundos, este extraordinario fenómeno natural. En la Facultad de Derecho, las clases continúan en las aulas “Lic. José de Jesús López Monroy”, “Dr. Raúl Ortiz Urquidi” y “Dr. Jorge Sánchez Cordero”, si bien es cierto que el número de alumnos que ocupa un pupitre en cada una de ellas va desde uno hasta no más de quince.Y en el Jardín de los Eméritos, bajo los árboles, varios grupos de estudiantes toman café, comen un sándwich o ven el eclipse en su celular. Justo frente al auditorio Alfonso Caso, en cuyo frontispicio está el mural La conquista de la energía, de José Chávez Morado, hay, sobre las baldosas del suelo, un charco de agua y, asomados a él, dos adultos mayores (hombre y mujer). -¡No miren el eclipse reflejado en el agua! ¡Puede afectarles la vista! -les advierte un hombre maduro que se les ha acercado. -¿Quién lo dice? -pregunta la mujer, un tanto incrédula. -Lo dicen los científicos de la UNAM -responde aquél. -¡Ah!   En estampida 11:42 a.m. En la explanada de la Facultad de Medicina se levanta una carpa frente a la cual se han formado dos filas muy largas de niños, jóvenes, adultos y ancianos que esperan a que les presten unos lentes especiales o, bien, una caja oscura, para ver el beso del Sol y la Luna. Los pasillos de la Facultad de Medicina están vacíos. De pronto, la puerta de un salón se abre y unos veinte estudiantes salen en estampida y bajan por una de las rampas del edificio principal. Se les nota ansiosos, apurados. Entonces, uno de ellos comenta: “¡Ya faltan pocos minutos!”   Punto culminante 12:14 p.m. La Luna cubre 79 por ciento de la superficie del astro rey, con lo cual el eclipse parcial de Sol en la Ciudad de México llega a su punto culminante. Ahora se hace más evidente el hecho de que la intensidad de la luz solar ha disminuido un poco -sólo un poco-, como cuando uno entra en una habitación y hace girar una perilla para bajar un poco -sólo un poco- la intensidad del foco que la ilumina. En la azotea del edificio principal de la Facultad de Medicina y en la del edificio B de la Facultad de Química, decenas de estudiantes con los ojos cubiertos con unos lentes especiales o un filtro de soldador del número 14 miran extasiados el eclipse... Enfundados en sus batas blancas, alrededor de doscientos cincuenta estudiantes de la Facultad de Química han invadido el patio del edificio A. Tampoco han querido perderse este gran acontecimiento astronómico. Una mujer ya mayor se aproxima a un grupo de ellos y les dice que si pueden prestarle un momento los lentes que están usando para observarlo. -¡Claro! -responde uno de aquellos jóvenes, y se los alarga. La mujer se los pone y alza la vista al cielo. Al cabo de unos segundos se los quita y se los regresa al joven. -¡Es maravilloso! -exclama, y luego agrega-: Creo que el próximo eclipse total de Sol que se podrá contemplar en México ocurrirá dentro de veintiocho años. Ustedes sí lo verán, pero yo ya no.   Regreso a la normalidad 13:36 p.m. El eclipse parcial de Sol en la capital del país finaliza. El gentío que abarrota Las Islas comienza a moverse en distintas direcciones. Paulatinamente, todo vuelve a la normalidad, una normalidad que se manifiesta en las palabras que un estudiante les dirige a unos amigos: “Me voy. Nos van a pasar lista otra vez...”
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Ayer tuve que ir a un curso de lenguaje inclusivo en la UNAM, donde trabajo desde hace muchos años. A partir de él escribí estos apuntes. Cada vez que oigo hablar a alguien en lenguaje inclusivo (todes, amigues, hijes...) me acuerdo de la forma en que el Perro Bermúdez habla y narra un partido de futbol. Que un grupo haya creado e introducido el lenguaje inclusivo es como si otro grupo propusiera la modificación de la regla del futbol que impide la utilización de las manos a la hora de meter un gol. De proceder dicha modificación, este juego se convertiría en otra cosa. Y como a mí me gusta el futbol, yo ya no jugaría ni vería esa otra cosa... Claro, todos pueden modificar el lenguaje según su conveniencia y sus gustos. De hecho, el lenguaje es modificado constantemente por nosotros, los hablantes, igual que algunas reglas del futbol han sido modificadas con el paso del tiempo, para seguir con el símil. Pero de ahí a modificar abrupta y torpemente la naturaleza del lenguaje por un motivo político o ideológico hay un buen trecho. Joyce, por ejemplo, “destrozó” el inglés, pero por motivos artísticos y, aunque fracasó en su intento, el suyo es uno de los fracasos más maravillosos de la literatura. Cuando le pregunté a la persona que dio el curso cuál era el objetivo para evitar el uso genérico del masculino y sustituirlo con palabra tales como todes, amigues, hijes..., me respondió: “Para molestar”. Buen objetivo, sin duda, pero creo que no se ha conseguido. Por lo que a mí se refiere, no me molesta: me aburre. Y si bien me aburre el lenguaje inclusivo, tengo que aclarar que no por ello estoy en contra, ni mucho menos, de la lucha de las mujeres para alcanzar una igualdad en todos los órdenes: social, político, económico... En fin, todos somos libres de hablar y escribir como se nos pegue la gana. Eso no lo discuto. El tiempo dirá si el lenguaje inclusivo llegó para quedarse o si nada más fue una moda pasajera. Por lo pronto, como ex practicante y aficionado al futbol, yo siempre estaré en contra de que alguien meta un gol con las manos...
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Antes del mediodía, decenas de racimos de globos verdes, blancos y rojos ascendieron lentamente desde el foso del Estadio Azteca y, al cabo de unos minutos, se perdieron de vista entre el esmog y unas cuantas nubes que sobrevolaban el sur de la ciudad. Uno de aquellos racimos de globos, sin embargo, quedó enganchado en la bocina del sonido local que se alzaba a unos treinta y cinco metros de altura sobre el círculo central de la cancha. Después, en punto de las doce horas, el primer partido del II Mundial Femenil de Futbol -México contra Argentina- dio inicio. Sentados en una de las gradas superiores del Estadio Azteca, mi padre y yo, en compañía de otros ochenta mil espectadores, comenzamos a ser testigos de la manera más bien torpe en que las mexicanas y las argentinas se disputaban el balón. De tanto en tanto, aburrido por lo que sucedía en la cancha, yo volteaba a ver los globos atrapados en la bocina del sonido local y me preguntaba cómo podrían ser liberados. Finalmente, las mexicanas ganaron tres goles a uno a las argentinas, y mi padre, medio ebrio por las cervezas que se había tomado, me llevó a casa. Mi padre y yo también vimos los triunfos de México contra Inglaterra (cuatro a cero) e Italia (dos a uno), y su dolorosa derrota contra Dinamarca (uno a tres) en la final, y, en todos esos partidos, los globos enganchados en la bocina del sonido local no dejaron de atraer mi atención y despertar en mí el deseo de que alguien los ayudara a soltarse para que prosiguieran su vuelo interrumpido. El resto del año, mi padre y yo seguimos yendo, de tarde en tarde, al Estadio Azteca, y mientras él pedía su primera cerveza al vendedor de siempre, un hombre maduro, de cabello muy corto, con unos lentes de fondo de botella y un delantal verde, yo clavaba los ojos en aquellos globos e imaginaba que con el auxilio de una escalera de bomberos subía hasta donde se hallaban atascados y los liberaba. Casi sin darnos cuenta, mi padre y yo empezamos a alejarnos uno del otro. En aquella época, él era un hombre cada vez más encerrado en sí mismo, más taciturno, más desesperado; y yo estaba abandonando la niñez para entrar paulatinamente en un periodo incomprensible, confuso y lastimoso: la adolescencia. Por supuesto, las tardes en el Estadio Azteca cesaron, así como las idas a una taquería de la colonia Álamos y los paseos en coche. Años después, cuando mi padre ya había emigrado a otra ciudad para tratar de salir a flote y yo ya llevaba en mi contabilidad personal dos ingresos en una clínica psiquiátrica, unos amigos me invitaron al Estadio Azteca. Accedí de buena gana. No sabía qué equipos se enfrentarían, ni tenía interés en averiguarlo. Lo que yo quería era distraerme, olvidarme de mí mismo y de la realidad implacable que me cercaba día a día por todos lados. Compramos los boletos más baratos y subimos por las anchas rampas del Estadio Azteca a las gradas donde mi padre y yo solíamos sentarnos. Y tomamos asiento. Unos metros más allá vi al tipo que le vendía cervezas a mi padre: le estaba entregando a un cliente un vaso de unicel rebosante de espuma. Lo identifiqué de inmediato. A pesar del paso del tiempo, no había cambiado nada: el mismo corte de cabello, los mismos lentes, el mismo delantal. Entonces me acordé de los globos atrapados en la bocina del sonido local y giré la cabeza: ahí estaban, pero, a diferencia de la última vez que los había visto aún siendo niño, lucían desinflados, por lo que apenas podía distinguirlos. Los miré durante un rato, pensando que eran la metáfora perfecta de mi vida y, también, de la de mi padre: dos vidas atrapadas en su vacuidad, abatidas, agónicas. Entretanto, uno de los equipos saltó a la cancha... Cuando la mayoría del público -incluidos mis amigos- comenzó a ovacionarlo, sin decir nada, sin despedirme de nadie, me levanté de mi asiento y me largué de aquel lugar.
Por Roberto Gutiérrez AlcaláInspirados por los editores que le enmendaron la plana a Roal Dahl en Inglaterra, integrantes del colectivo “Lo bueno es enemigo de lo mejor” pusieron manos a la obra en México para modificar el título de dos de las canciones más famosas de Francisco Gabilondo Soler, mejor conocido como Cri Cri, el Grillito Cantor. “Puesto que hemos llegado a la conclusión de que ‘La negrita Cucurumbé’ es racista y ‘La muñeca fea’ discriminatoria, ya emprendimos las acciones legales necesarias para cambiarle el nombre a la primera por el de ‘Pequeña afrodescendiente Cucurumbé’ y a la segunda por el de ‘La muñeca con cualidades estéticas diferentes’. Estamos seguros de que nuestras acciones serán apoyadas por todas aquellas personas bien nacidas que rechazan el racismo y la discriminación en todas sus manifestaciones”, declaró el vocero de dicho colectivo en una rueda de prensa.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá  Una mañana, después de una noche atroz, aquel hombre enfermo percibió, sin ningún asomo de duda, que su final era inminente. Entonces reunió las pocas fuerzas que todavía le quedaban, abandonó su cama y con paso torpe, vacilante, se dirigió a la habitación que resguardaba su no demasiado voluminosa, pero sí muy variada y rica biblioteca. Una vez allí se dejó caer exhausto sobre el mullido sillón donde solía sentarse a leer y, mientras pasaba la mirada por el lomo de los libros de literatura, historia, filosofía... que había logrado reunir a lo largo de su vida y que lucían más o menos alineados en diversos estantes de madera, con voz apenas audible les dio las gracias por todo el gozo, por toda la alegría, por todo el consuelo que le habían prodigado desde su niñez, y, al cabo de un instante, expiró.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Cuando la tía Carmela, una de las hermanas de la abuela Amparo, cumplió cien años, sus sobrinos le organizaron -en la casona que habitaba sola en la colonia Lindavista, en el norte de la ciudad de México- una fiesta-sorpresa a la que asistieron muchísimas personas. Y, como culmen de tan maravillosa y poco probable celebración, mandaron llamar a un sacerdote cercano a la familia para que dijera una misa en su honor. Pero éste, medio atarantado, sin saber bien a bien de qué se trataba, se presentó muy triste y compungido, y con los adminículos necesarios para administrarle la extremaunción.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   La abuela Amparo solía ser muy, muy despistada (recuerdo que llegó a calzarse un par de zapatos diferentes y a preparar agua de tamarindo enchilado), pero el colmo de su inagotable distracción fue aquella vez que, en compañía de mi mamá y las tías Irma y Esmeralda, salió del edificio donde vivía en la calle de Morena, en la colonia Narvarte, y con una avasalladora naturalidad le hizo la parada a un camión de la basura, lo que dio pie para que el chofer de éste le gritara cuando pasó junto a ellas: “¡No las tire, señora, todavía están buenas!”
Por Roberto Gutiérrez Alcalá El 4 de noviembre de 1970, luego de haber ganado las elecciones presidenciales realizadas dos meses antes con 36.6 por ciento de los votos emitidos, Salvador Allende asumió la presidencia de Chile, con lo cual se instaló en este país el primer gobierno socialista elegido por la vía democrática de la historia.Sin embargo, el proyecto socialista de Allende apenas duraría poco menos de tres años, pues el martes 11 de septiembre de 1973 -hoy justo hace medio siglo-, quien había sido nombrado por él mismo comandante en jefe del Ejército de Chile, el general Augusto Pinochet, encabezó un violentísimo golpe de Estado que le arrebató el poder.¿Cuáles fueron las consecuencias de este hecho atroz en la sociedad chilena? Rubén Ruiz Guerra, director del Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe de la UNAM, responde: “En primer lugar trajo llanto, dolor, terror, desarraigo, muerte…; en segundo lugar, la cancelación de los procesos democráticos, los cuales habían imperado ininterrumpidamente en este país a lo largo de cuarenta y dos años; en tercer lugar, no sólo la desaparición de quien había sido elegido democráticamente para dirigir el destino de Chile, sino también la suspensión del Congreso, la represión salvaje del pueblo, el férreo control de la prensa, la radio y la televisión, y, sobre todo, la ruptura brutal del tejido social. En esto último, por cierto, no se ha puesto suficiente énfasis. La instauración de la dictadura de Pinochet implicó que hermanos se pelearan con hermanos, amigos con amigos, compañeros con compañeros, y que quienes eran considerados revolucionarios o militantes de la izquierda fueran denunciados ante las autoridades militares, detenidos, torturados y, no pocas veces, ajusticiados… Y en cuarto lugar trajo la implantación de lo que ahora conocemos como el modelo neoliberal, que se basa en la reducción del Estado y el domino del mercado. Así, ciertas tareas que habían sido responsabilidad de éste, como el cuidado de la salud o la jubilación de los trabajadores, pasaron al ámbito de la iniciativa privada.” Intromisión estadounidenseSalvador Allende era un político de izquierda muy relevante que antes de ganar las elecciones de 1970 ya había sido candidato a la presidencia de su país en tres ocasiones (también fue diputado, ministro de Salubridad, Previsión y Asistencia Social, cuatro veces senador y presidente del Senado).Obviamente era visto con un enorme recelo por la oligarquía chilena, pero también por el gobierno estadounidense, que en ese entonces encabezaba el republicano Richard Nixon. Cuando Allende ya había ganado las elecciones presidenciales, pero todavía no asumía el poder, Nixon entendió que, en ese momento, uno de sus principales objetivos era impedir que aquél se convirtiera en presidente de Chile. La reciente desclasificación de los documentos del Archivo de Seguridad Nacional de Estados Unidos que contienen las transcripciones de llamadas telefónicas entre Nixon y su consejero de Seguridad Nacional, Henry Kissinger, así lo confirma.“Por supuesto, esto significó la canalización de recursos y la búsqueda de aliados dentro de la oligarquía chilena, el primero de los cuales fue Agustín Edwards, dueño del periódico El Mercurio. Así pues, Nixon financió una corriente de pensamiento y de acción crítica contra Allende. Recordemos que apenas había pasado poco más de una década desde el triunfo de la Revolución Cubana, la cual causó mucho miedo tanto a las oligarquías latinoamericanas como al gobierno estadounidense, y que, a principios de los años 60, John F. Kennedy había impulsado la Alianza para el Progreso, que establecía la necesidad de hacer reformas estructurales y económicas en América Latina. En esa época, las sociedades latinoamericanas eran tan desiguales o más que ahora... En Chile, entonces, se llevó a cabo una reforma agraria que buscaba, por una parte, evitar que el pensamiento de izquierda tuviera más seguidores y, por la otra, impedir que se formara una masa crítica de campesinos y que ésta apoyara a los movimientos armados de izquierda”, dice Ruiz Guerra. InestabilidadNo obstante, Allende logró llegar a la silla presidencial y poner en marcha una serie de medidas que permitieron al Estado ejercer una clara preponderancia en la regulación de la vida económica del país, por lo que el gobierno estadounidense, en consonancia con la oligarquía chilena, incrementó sus empeños para detener este giro hacia la izquierda.“Por eso se incrementaron los ataques de la prensa al gobierno de Allende y surgieron movimientos de derecha muy significativos, y, para colmo de males, los movimientos de izquierda entraron en un diálogo no democrático con ellos. Además -y esto es fundamental-, la oligarquía comenzó a hacer uso de sus recursos para generar no sólo inestabilidad política y social, sino también crisis económicas, y los militares chilenos se fueron dando cuenta y convenciendo poco a poco de que, en esas circunstancias tan inestables, ellos podrían intervenir eventualmente para resolver las cosas”, refiere Ruiz Guerra.A pesar de esa situación de inestabilidad política, social y económica, el 4 de marzo de 1973, la Unidad Popular -la coalición de partidos políticos de izquierda que lideraba Allende- obtuvo más votos de lo esperado en las elecciones parlamentarias: 44 por ciento, lo cual supuso un respiro para el presidente y sus seguidores.Con todo, este respiro se tornó miedo, agonía y muerte el 11 de septiembre de ese mismo año, cuando los aviones de la Fuerza Aérea de Chile bombardearon el Palacio de La Moneda, sede del poder ejecutivo de esa nación, y empujaron a Allende a suicidarse.“Es necesario subrayar que el golpe de Estado en Chile fue ejecutado por los militares chilenos, sí, pero con el apoyo tanto ideológico como económico del gobierno estadounidense.” Persecuciones, allanamientos…Hablar del golpe de Estado en Chile y de los diecisiete años de dictadura de Pinochet es hablar de persecuciones, allanamientos, detenciones arbitrarias, torturas y asesinatos.“En varios pronunciamientos, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha afirmado que estas acciones no fueron eventuales, sino sistemáticas y aprobadas por Pinochet. Ahora bien, según información oficial, del 11 de septiembre de 1973 al 11 de marzo de 1990, cuando la dictadura chilena llegó a su fin, hubo entre tres mil trescientas y diez mil personas asesinadas y desaparecidas (aunque el embajador estadounidense de entonces, Nathaniel Davis, escribió alguna vez que esta cifra podría oscilar entre tres mil trescientas y ochenta mil), así como cuarenta mil torturadas y doscientas cincuenta mil exiliadas”, indica Ruiz Guerra.Uno de los argumentos que esgrimen muchos chilenos para defender la dictadura que se instauró en su país durante diecisiete años es que el 11 de septiembre de 1973 estalló una guerra, un conflicto armado. “Después del golpe de Estado sí hubo algunos focos de resistencia en Santiago y otras ciudades, pero si tomamos en cuenta que para calcular el nivel de letalidad y violencia en un conflicto armado se recurre a la ratio (relación cuantificada entre dos magnitudes que refleja su proporción), y que por cada cuarenta y ocho simpatizantes del gobierno de Allende que fueron asesinados por las Fuerzas Armadas de Chile se contabilizó únicamente un soldado muerto, se puede ver que en realidad no estalló ninguna guerra, lo cual desmiente también la idea de que la Unidad Popular estaba planeando una revolución y acaparando armas.” Sin justiciaEn opinión de Ruiz Guerra, de todas las dictaduras latinoamericanas de los años 60 y 70, la chilena es la que, con el paso a la democracia, ha sido objeto de muy pocos esfuerzos para impartir justicia a quienes la padecieron. “No ha habido juicios como los de Argentina, por ejemplo. El dictador Jorge Rafael Videla y otros militares implicados en torturas y asesinatos terminaron sus días en la cárcel. En cambio, en el caso chileno, si bien Pinochet fue capturado en el Reino Unido por una orden del juez español Baltazar Garzón, no se le enjuició y regresó sano y salvo a su país. Y en términos de memoria histórica tengo la impresión de que tampoco se ha hecho justicia. En una gran cantidad de países que han sufrido un golpe de Estado se reconoce que hubo una ruptura de la democracia, violaciones a los derechos humanos y muertes. En cuanto a Chile, la aprobación de Pinochet y su gobierno ha crecido en los últimos diez años. Hay diversas razones que explican esto. Una de ellas es que, a pesar de los cambios positivos que ha habido desde 1990, no ha sido posible establecer una pedagogía que recuerde el tema de la dictadura como un tema condenable. La derecha reivindica la figura de Pinochet y considera que fue necesario el golpe de Estado que dirigió, e incluso algunos dicen que, si se dieran las circunstancias, habría que volver a hacer algo así… Es importante que cobremos conciencia de que procesos como éste no pueden -no deben- tener lugar en una sociedad civilizada del siglo XXI. El recurso para dirimir diferencias ideológicas o relacionadas con el modelo de sociedad y nación que queremos construir no puede -no debe- ser el uso de la violencia, sino el diálogo y, en el ámbito de las definiciones políticas, la democracia”, finaliza.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá  La tía Carmen, hermana de papá, contaba que un día, en una fiesta a la que se convocó a tíos, hermanos, primos, sobrinos y nietos de la familia -muchos de los cuales, por cierto, no se conocían entre sí-, un joven se acercó al corro donde ella y otros departían alegremente, y entonces ella no pudo reprimir las ganas de abrazarlo, pellizcarle un cachete e incluso, en plan inocente, palmearle una nalga al tiempo que le preguntaba de quién era hijo, a lo que el cohibido individuo contestó: “No, señora, si yo nada más vine aquí a trabajar como mesero.”
Por Roberto Gutiérrez Alcalá    Ayer, durante un sueño, recordé con meridiana claridad una canción que no oía desde hace cuarenta y cinco años, por lo menos. Desperté tarareándola, y no se fue de mi cabeza todo el día. Una canción cursi, lánguida, tristona, que interpretaba un grupo juvenil de moda. Nunca me aprendí su título, pero de alguna manera, hace mucho, mucho tiempo, entró en mí y se alojó en lo más profundo de mi memoria. Ahí permaneció muda hasta ayer, cuando, por alguna misteriosa razón, subió a la superficie. Hoy he vuelto a olvidarla.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá  El hombre estaba sentado sobre la taza del escusado, apretando torpemente las diminutas teclas de su celular con el pulgar de la mano derecha. Intentaba escribir otro mensaje de texto. El sonido que producían aquellas teclas semejaba el de un aparato que manda señales en clave Morse.  Terminó de escribir la primera frase y empezó a buscar un signo de interrogación antes de continuar con la segunda. Unas pisadas ansiosas, primero, y luego un fuerte golpe que botó el seguro de la perilla de la puerta lo hicieron levantar la mirada. La perilla giró y la puerta se abrió bruscamente. Entonces vio a su esposa con el rostro descompuesto por la ira y blandiendo un desarmador en una mano. La mujer avanzó unos pasos y se detuvo junto al cancel de la regadera. -¡Le sigues enviando mensajitos a esa puta! –dijo, y lo señaló con el desarmador. -No sabes lo que dices -dijo el hombre al tiempo que dejaba el celular encima del depósito de agua del escusado. Después se volvió en dirección a la mujer y gritó­­-: ¡Sal de aquí! -¡Ya me lo imaginaba! ¡No te despegas un segundo de tu maldito celular! -¡Sal de aquí! -repitió él. -¡Eres un pedazo de mierda! -¡Estás loca, absolutamente loca, loca! La mujer le dio la espalda al hombre, dejó caer el desarmador sobre el piso y cruzó el pequeño vestidor que había entre el baño y la habitación que ambos compartían. El hombre se puso de pie, se subió los pantalones y la siguió. -Tere, escucha... –dijo. Aún se estaba abrochando el cinturón cuando vio que su esposa se recostaba boca abajo en la cama y comenzaba a convulsionarse levemente. De pronto, la mujer alzó la cabeza, atrajo hacia sí una almohada, apoyó la barbilla en ella y dijo con serenidad: -La voy a matar. -¡Oh, Tere, debes tranquilizarte! ¡Esto no nos lleva a ninguna parte! –dijo el hombre. -Lo que me estás haciendo es más de lo que puedo soportar. -Cálmate, mujer –insistió él-. Debemos calmarnos los dos. -Nunca pensé que me harías algo así –dijo ella. Luego se quitó un mechón de cabello que le caía sobre la cara, y añadió-: Voy a matar a esa perra. El hombre caminó hasta el lado que ocupaba en la cama cada noche, y se tendió boca arriba en ella. Mientras miraba las vigas de madera del techo de la habitación, trataba de encontrar algo que decir: una frase, una palabra que, de alguna manera –¡de alguna maldita manera!-, pudiera mitigar tan sólo un poco el dolor y la humillación que estaba sintiendo su esposa, el dolor y la vergüenza que estaba sintiendo él. Pero no las hallaba. Sabía que nunca las podría hallar. Se hizo un silencio profundo, pesado, apenas roto de vez en cuando por algún automóvil o autobús que pasaba por la avenida que corría más allá de la colonia. La mujer se removió en su lugar y apagó la luz de la habitación. El hombre continuó con la mirada clavada en las vigas del techo, sin pestañear. Así permaneció dos o tres minutos más, hasta que el celular abandonado sobre el depósito de agua del escusado anunció con un ronroneo suave, discreto, la llegada de otro mensaje.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá  El 16 de mayo de 1954 fue domingo. Ese día, mi padre -entonces un joven flacucho de escasos veintiún años- se levantó temprano y, luego de bañarse, se vistió con una camisa de manga larga blanca y un traje gris con una corbata color vino, se calzó unos zapatos negros recién boleados y se peinó con brillantina Jockey Club. La mañana era espléndida, con un cielo completamente azul, sin nubes. Desde la adolescencia, a mi padre le apasionaba la ópera y la música clásica. Con René Villanueva, un compañero de la carrera de Ingeniería Química en la UNAM que poco más de una década después fundaría el grupo Los Folkloristas, asistía todos los domingos al Palacio de Bellas Artes. Como casi nunca disponían de dinero, acostumbraban esconderse en los compartimentos de los baños hasta que comenzaba la función. Entonces salían de ellos y entraban furtivamente en la sala de conciertos. De esta manera ya habían tenido la oportunidad de escuchar a muchos de los grandes cantantes, intérpretes y directores de orquesta de la época, como María Callas, Mario del Mónaco, Walter Gieseking, Ida Haendel, Erich Kleiber, Sergiu Celibidache... Esa vez, sin embargo, mi padre y René Villanueva sí habían logrado juntar el dinero necesario para el boleto que les permitiría presenciar, sin sobresaltos, la actuación de la Orquesta Sinfónica Nacional dirigida por el célebre director de orquesta austriaco Clemens Krauss. El programa estaba integrado por la Sinfonía número 88, en sol mayor, de Haydn; El aprendiz de brujo, de Dukas; el Concierto para piano y orquesta número 2, en si bemol mayor, de Brahms (interpretado por la pianista mexicana Angélica Morales); y la Obertura Leonora número 3, de Beethoven. Mi padre bajó a la cocina, se preparó un café soluble y unos huevos revueltos con jamón, y se desayunó de prisa. No quería llegar tarde al concierto, a ese concierto, precisamente. A continuación se lavó los dientes, se asomó a la recámara de mi abuelo para avisarle que ya se iba y salió a la calle. De la colonia Lindavista, donde vivía en una casa de dos pisos con su padre (mi abuela había muerto tres años atrás) y sus tres hermanos, se trasladó en un taxi a la avenida Juárez esquina con San Juan de Letrán, en el centro de la ciudad de México. Ya de pie en la banqueta, volteó hacia arriba para echarle un vistazo a la Torre Latinoamericana, que aún estaba en construcción y ya se perfilaba como el rascacielos más alto de Iberoamérica. Mi padre se ajustó la corbata y se encaminó a la entrada del Palacio de Bellas Artes. Afuera de éste, varios grupos de personas impecablemente vestidas (ellos de esmoquin; ellas de largo, con los hombros descubiertos) platicaban y reían con discreción. Mi padre consultó su reloj de pulsera: eran las diez cuarenta y cinco. Todavía había tiempo. El concierto comenzaría en punto de las once quince. Cruzó la puerta y se detuvo en el vestíbulo inferior, a un lado de las primeras escalinatas de mármol negro. René Villanueva no tardó en llegar. Ambos se dieron un abrazo y subieron, a paso veloz, hasta el tercer piso. Allí enseñaron sus boletos y recibieron, cada uno, un programa de mano. Cuando estuvieron sentados en sus respectivas butacas, cada quien se dedicó a leer las notas que Francisco Agea había escrito para la ocasión. Unos minutos antes de la hora señalada, los miembros de la Orquesta Sinfónica Nacional empezaron a entrar en el escenario y a ocupar sus lugares. Luego entró el primer violín, quien agradeció el aplauso del público y esperó a que el primer oboe tocara un la en su instrumento para que él y los demás músicos afinaran los suyos. Por el altavoz se anunció la tercera llamada. Un silencio expectante se instaló en la sala. Mi padre y René Villanueva se adelantaron en sus butacas y dirigieron la vista hacia abajo. A las once y quince -ni un minuto más, ni un minuto menos-, un hombre maduro, alto, de cabello entrecano, hizo su aparición en el escenario del Palacio de Bellas Artes y, en medio de un aplauso atronador, saludó al público con una inclinación de cabeza, se dio la vuelta y subió al podio, desde donde, con un leve movimiento de la batuta que sostenía en la mano derecha, indicó a todos los músicos empuñar sus instrumentos. Al cabo de un instante, la música de Haydn inundó los oídos de todos los presentes. El resultado que arrojó aquella dupla vienesa no pudo ser más claro, nítido y luminoso. Cuando el último acorde del Finale: allegro con spirito se apagó, los aplausos y gritos de júbilo –incluidos, por supuesto, los de mi padre y René Villanueva- irrumpieron en la sala como un chubasco y no cesaron hasta que Clemens Krauss tomó la batuta de nuevo y ordenó a la orquesta repetir el cuarto movimiento... La obra emblemática de Dukas también concitó el entusiasmo del público, que al final aplaudió exultante hasta que el alumno de Richard Strauss y coautor del libreto de la última ópera de éste –Capriccio- ya no salió al escenario. Durante el intermedio, mi padre y René Villanueva fueron al baño y, después, se dedicaron a admirar, en el primer y segundo piso, los murales de Rivera, Siqueiros, Tamayo... Al ver que la gente regresaba a la sala, hicieron lo mismo, sin dilación. Venía el platillo principal: el Concierto para piano y orquesta número 2, de Brahms. Mi padre sentía una especial predilección por él. Así que, cuando la orquesta y el piano acometieron, bajo la mirada penetrante de Clemens Krauss, el majestuoso Allegro non tropo, mi padre experimentó un sutil estremecimiento de la cabeza a los pies. Llevada por el músico austriaco, Angélica Morales supo encarar, con maestría y pasión, los cuatro movimientos de esta bellísima obra. Por eso, apenas cesó el eco de la última nota, una aclamación estruendosa retumbó en los cuatro costados de la sala. Para cerrar con broche de oro, Clemens Krauss hizo tocar a la Orquesta Sinfónica Nacional una versión simplemente perfecta de la Obertura Leonora número 3, de Beethoven. El público, en éxtasis, se rindió a sus pies y le prodigó una ovación apoteósica a lo largo de no menos de cinco minutos. Krauss, evidentemente conmovido, agradeció aquellas muestras de afecto y admiración y, cuando lo consideró oportuno, desapareció definitivamente del escenario. Las luces de la sala se encendieron. Mi padre, con un extraño brillo en los ojos, volteó a ver a René Villanueva y dijo: -Ven, acompáñame a los camerinos. Los dos bajaron las escaleras corriendo, llegaron al vestíbulo superior, dieron vuelta a la izquierda en un estrecho pasillo y cruzaron una puerta. Una treintena de individuos ya se agolpaba en la zona de camerinos. Mi padre, seguido por René Villanueva, se abrió paso a empujones. A unos metros de él distinguió a Angélica Morales, quien respondía a las preguntas de un periodista. -Maestra Morales, ¿me podría dar su autógrafo? –dijo mientras le tendía una pluma fuente y el programa de mano, los cuales acababa de extraer del bolsillo interior de su saco. La pianista accedió encantada, estampó su nombre en la parte superior de la segunda hoja y continuó conversando con el periodista. Mi padre sonrió como un niño al que le acaban de dar un algodón de azúcar. Sin embargo, aún no estaba satisfecho. Avanzó entre aquel gentío. A lo lejos vio a su “presa” y se abalanzó sobre ella. En ese momento, Clemens Krauss y su esposa, la soprano ucraniana Viorica Ursuleac, traspusieron una estrecha puerta que daba al estacionamiento del Palacio de Bellas Artes. Como pudo, mi padre salió detrás de ellos. -Maestro Krauss, ¿me podría dar su autógrafo? –dijo mi padre, y le tendió el programa de mano al músico austriaco, cuyo porte elegante y refinado lo cohibió un poco. Éste, que no sabía una palabra de español, comprendió de inmediato lo que aquel joven nervioso y excitado le solicitaba, pero como a mi padre se le había olvidado darle también la pluma fuente, le pidió a su esposa que le prestara algo con que escribir. Viorica Ursuleac abrió su bolso, sacó una pluma atómica y se la entregó. Clemens Krauss garabateó, con tinta azul, su nombre en la parte inferior de la segunda hoja y, esbozando una sonrisa, le regresó a mi padre el programa de mano. -¡Gracias, maestro Krauss! –alcanzó a murmurar mi padre antes de que el matrimonio se subiera a un Cadillac color mostaza que ya lo esperaba con la portezuela trasera abierta. Una hora después, el director de orquesta moriría de un ataque al corazón fulminante en la habitación que ocupaba con Viorica Ursuleac en el hotel Monte Cassino, en la calle de Génova, en la colonia Juárez. A mi padre le gustaba decir que fue él, sin duda, a quien Clemens Krauss le dio su último autógrafo. Y es casi seguro que así haya sido. Ahora yo soy el poseedor del programa de mano que lo resguarda entre sus hojas.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Toda la semana, a todas horas, los simpáticos representantes de una compañía telefónica me habían estado llamando a mi celular para tratar de venderme un plan que incluía un rico abanico de ventajas y beneficios: llamadas y mensajes de texto ilimitados; acceso a internet a la velocidad de la luz, aun desde los sitios más remotos del planeta; un completísimo protocolo de transferencia de archivos; dos entradas gratis a un parque de diversiones; cinco boletos para participar en la rifa de un auto último modelo... Cuando recibí la primera llamada, escuché con paciencia la información que fluía sin tropiezos de una voz indudablemente juvenil y entusiasta, y luego expliqué, casi con cordialidad, que no estaba interesado en dicho plan porque ya disponía de un celular más bien pequeño y austero al que cada mes le metía, en el Oxxo de la esquina, doscientos pesitos de saldo, lo cual, dadas mis necesidades, era más que suficiente para no estar del todo desconectado del mundo. A continuación di las gracias y colgué, seguro de que mi explicación de por qué rechazaba tan atractiva oferta había sido convincente. Pero me equivoqué. En la tarde volvió a sonar mi celular. En esta ocasión, una voz aguda y chillona me saludó por mi nombre y comenzó a decirme que yo era muy, muy, muy afortunado, pues la Compañía de Telefonía Celular Equis me había seleccionado para ofrecerme un súper plan que incluía... La interrumpí: -Hace unas horas, uno de sus compañeros me habló para lo mismo y le dije que no me interesaba. Muchas gracias. -Señor B., creo que no me ha entendido –dijo aquella voz-. Usted ha sido seleccionado por nuestra compañía para que contrate nuestro plan por un precio realmente irrisorio... -Creo que el que no me ha entendido es usted. ¡No quiero ningún plan de telefonía celular! ¡No lo necesito! –respondí francamente alterado, y corté la comunicación. A partir de entonces, las llamadas de los representantes de aquella compañía telefónica se sucedieron con una frecuencia asesina. Yo, por mi parte, amenacé con levantar una denuncia por acoso comercial, exigí que me dejaran en paz, suplique comprensión y piedad... Nada de eso dio resultado. A cualquier hora, por más inapropiada que fuera, mi celular, que no contaba con un identificador de llamadas, sonaba y, al contestar, pensando que algún familiar, amigo o conocido podía estar buscándome, una voz -siempre una voz masculina distinta- salía con la misma cantaleta: -¡Qué tal, señor B.! Le hablo de la Compañía de Telefonía Celular Equis para ofrecerle nuestro plan... -¡Nooo! Mi estabilidad emocional pendía de un hilo... Ahora, en lugar de ver mi celular como un simple instrumento de comunicación, lo consideraba una auténtica bomba de tiempo que con cada llamada estallaba y me ponía al borde de la locura. En ese estado de excitación y delirio imaginé por las noches, mientras, inquieto y sudoroso, daba vueltas en la cama, las más atroces y sádicas maneras de deshacerme de cada uno de aquellos sujetos que violaban impunemente lo más valioso y sagrado que tenía: mi intimidad. ¿Qué más podía hacer? La mañana del viernes desperté cansado. La jornada se vislumbraba ardua y compleja. Me bañé, me vestí y empecé a prepararme un sándwich y una taza de café para el desayuno. Entonces sonó mi celular. En ese momento sentí como si alguien me hubiera propinado un puñetazo en la boca del estómago. “¡Ahora sabrán con quién se han metido!”, pensé al cabo de un instante, y tomé el aparato en mis manos. Pero al apretar el botón para que la llamada entrara, algo parecido a un rayo de luz intensísima descendió de lo Alto y se introdujo en mi cerebro, y así, invadido repentinamente por una diáfana serenidad y poseído hasta el tuétano por una desconocida capacidad de improvisación, dije antes de que nadie pudiera pronunciar ninguna palabra del otro lado de la línea: -¡Masajes Las nalgas de Agamenón! Permítame informarle que, con motivo de la apertura de nuestro negocio, sólo este mes estará vigente una promoción única en su tipo. Por el precio de una hora de delicioso y relajante masaje -ya sea chino, tailandés, coreano, ruso o polaco-, ¡usted disfrutará dos! ¿Anda en busca de un guapo y atractivo rubio, moreno o trigueño, o prefiere los servicios de un bien dotado negrazo, para satisfacer sus más recónditas fantasías? Ha llamado al lugar adecuado. Aquí le damos gusto. Y si no queda conforme, le devolvemos su dinero, ¡no faltaba más! Usted nos dice a dónde y nosotros vamos, llueva, granice o tiemble. Nuestro horario de atención es de nueve de la mañana a diez de la noche, incluso días feriados. Aceptamos tarjetas de crédito y transferencias bancarias... Apenas terminé de hablar, alcancé a percibir una respiración entrecortada del otro lado de la línea y, después, un silencio como el que sin duda reina en las profundidades de los océanos. Aquella inspirada perorata consiguió lo que ninguna amenaza, exigencia o súplica había logrado antes: que las llamadas de los representantes de aquella compañía telefónica cesaran... hasta el día siguiente. Yo me encontraba aún en la oficina, archivando unos papeles. El timbre de mi celular sonó. Saqué el aparato de uno de los bolsillos del pantalón y, crispado, tenso, temiendo lo peor, contesté: -¿Si? Una voz susurrante, cohibida, se puso al habla: -Hola, quiero aprovechar la promoción de dos horas por el precio de una... -Un momentito, por favor -dije, y luego de una brevísima pausa comencé a tomarle sus datos-: ¿Nombre?...
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Dos horas antes de que oscurezca, unos grandes nubarrones negros y grises cubren el cielo de la Ciudad de México. La gente alza la vista y piensa que a estas alturas del año -principios de diciembre- sería muy raro que lloviera. Sin embargo, en contra de todo pronóstico, comienza a llover. La “Noche de las Estrellas”, que pronto habrá de realizarse en el Zócalo capitalino, está en peligro... Por fortuna, al cabo de unos minutos, la lluvia cesa y el viento se dedica a barrer poco a poco las nubes, como si éstas conformaran un inmenso telón que es descorrido para mostrar un escenario impecablemente claro y luminoso: el firmamento, con la Luna en lo alto a modo de perla tabladiana. Miles de personas de todas las edades se dirigen al Zócalo, mientras una multitud ya ha ingresado en él y forma varias filas para ver a través de uno de los más de 500 telescopios dispuestos en la plaza más grande del país. Otras -en familia, en pareja, solitarias…- visitan los foros “Vía Láctea” y “Andrómeda” para presenciar una conferencia en la que se hablará de la estrella de neutrones más joven conocida hasta la fecha o de los hoyos negros o de los cúmulos globulares; o participan en algunos de los talleres de astronomía, robótica o ciencia que se imparten en unas carpas más pequeñas; o van a uno de los tres planetarios móviles donde se proyectan diferentes animaciones de nuestro sistema solar. La oferta científica es rica y variada.   Ilusión Por supuesto, la ilusión de observar más cerca que nunca nuestro satélite natural o planetas como Marte, Júpiter y Saturno -ésa fue la promesa de sus padres- se percibe a simple vista en los niños y adolescentes, sobre todo. Luego de haber permanecido poco más de un minuto frente a un telescopio de la Sociedad Astronómica de la Facultad de Ingeniería (SAFIR) de la UNAM, Carlos Enrique, un niño de diez años que estudia el cuarto año de primaria en una escuela pública, le dice a su mamá con una sonrisa dibujada en los labios: “Vi muy clarito los cráteres de la Luna…” A unos metros de distancia, Liliana, una joven de quince años que cursa el primer semestre en el Colegio de Ciencias y Humanidades, plantel Vallejo, se maravilla ante lo que está observando por el ocular de otro telescopio: “¡Saturno! ¡Ahí están sus anillos! ¡No puede ser!” ¿Cuántos futuros astrónomos no saldrán de esta “Noche de las Estrellas”? Entretanto, en una pantalla gigante instalada justo de espaldas a la Catedral Metropolitana se proyecta el audiovisual El sonar de los planetas, de Noosfera, organización especializada en la divulgación de la ciencia. Todos los que lo ven quedan asombrados con los extraños e hipnóticos sonidos que emiten la Tierra y sus vecinos… Pasa el tiempo. Son casi las veintidós horas. La función astronómica, con la Luna, los planetas y otros objetos celestes como protagonistas, está a punto de terminar. El público, contento y satisfecho, empieza a abandonar el escenario. “La Noche de las Estrellas”, de regreso a su formato presencial después de dos años de pandemia, ha sido todo un éxito. ¡Bravo!
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   -¿Vas a ir a la fiesta de Pico? -No sé. -Rudy, sí. Me lo dijo Nena. -¿Y a mí qué? -¡Ay, sí! Ahora resulta que no te importa. -Cállate, estúpido. Mejor trata de salir de aquí. -No se puede. Mago bajó la ventanilla; luego reclinó su asiento y se recostó en él con los ojos cerrados. Intempestivamente, la cabina del auto se llenó de polvo. Entonces, Mago se incorporó, subió la ventanilla y volvió a recostarse. Afuera danzaron en el aire varios papeles y una que otra bolsa de plástico. Cuate estiró los brazos y las piernas, y bostezó; después prendió la radio. Anuncios. Cambió de estación. Más anuncios. Finalmente decidió apagarla.   Cuate alzó los ojos: una enorme mosca estaba posada sobre el parabrisas. El viento seguía soplando con furia. Cuate se adelantó en su asiento para observarla mejor. El insecto recorrió un tramo del vidrio, se detuvo en un punto y se frotó las patitas; luego emprendió el vuelo y se estrelló contra el parabrisas repetidas veces. Mago encendió un cigarro y se puso a hojear una revista que había sacado de su carpeta. -Dame uno, ¿no? -Tú tienes. -No, ya se me acabaron. -Compra entonces. -Ándale, nada más uno. -¡Qué bien friegas! –dijo Mago, y le extendió la cajetilla a su hermano. Durante un rato, Cuate se dedicó a echarle a la mosca el humo de su cigarro. Mago, por su parte, acabó de fumar el suyo, aventó la revista sobre el tablero y se dispuso a dormir. No había nada más que hacer.   Conforme el tiempo transcurrió, la fuerza y el empuje de la mosca disminuyeron. Ya casi no volaba para estrellarse una y otra vez contra el parabrisas; ahora más bien se dedicaba a vagar con extrema lentitud a lo largo y ancho del vidrio, como tratando de encontrar una rendija que le permitiera salir a la intemperie. De cuando en cuando zumbaba un poco.   Hacía calor, mucho calor. Un pequeño torbellino de polvo pasó bailando junto al auto, mientras a lo lejos una sirena de ambulancia empezaba a crecer como una ola. La cara y el cuello de Cuate se perlaron de sudor. Mago giró en su asiento pesadamente. -¿Ya? -No. -Carajo. -Ni modo. -¿Qué horas son? -Las tres. Cuate alargó un brazo, cogió la revista de Mago y la hojeó; luego se mordisqueó una uña y dirigió la vista al frente: la mosca proseguía deambulando de aquí para allá.   Cuando Cuate terminó de limpiar con un pedazo de papel los residuos de mosca que habían quedado embarrados en la portada de la revista, del auto de al lado descendió un hombre con el rostro pálido y convulso. El viento le alborotaba el cabello. Caminó hasta la banqueta de la avenida y se puso a vomitar; después se restregó la frente y la boca con un pañuelo y vio hacia donde estaba Cuate. Una expresión de horror concentrado saturaba sus ojos. Cuate se quedó mirándolo fijamente, como hipnotizado: le hacía recordar una película de monstruos y jorobados. El hombre guardó el pañuelo en el bolsillo trasero de su pantalón y regresó a su auto. En ese momento, la sirena de ambulancia chilló con más potencia y comenzó a alejarse poco a poco, como la resaca de una ola. Cuate se desabotonó la camisa. -Mago..., ¡Mago! -¡Qué quieres! -¿Me das otro cigarro? -No. -Por favor. -No. -Bueno, entonces...  -¡Entonces qué! -No, nada, sólo estaba pensando que a lo mejor no podré prestarte... -¡Métetelo por donde te quepa! -Está bien. Que conste, ¿eh? Yo sólo quería un cigarro, un triste y apestoso cigarro. -Sí, claro. Siempre quieres “un triste y apestoso cigarro”, pero ajeno. Así quién no. -Bueno, yo te iba a prestar... -¡Ya te dije. hazlo rollito y métetelo por donde te quepa! -¡No me grites! -¡Eres un idiota! Mago continuó dormitando en su asiento. Cuate intentó de nuevo oír algo en la radio. Anuncios. La apagó violentamente. Hacía calor, mucho calor. El viento seguía soplando.   Cuate giró la cabeza hacia la izquierda. Entonces vio que más allá de las hileras de autos se erguía, majestuoso, un edificio en construcción, de unos veinte pisos de altura, al que sólo faltaba ponerle algunos ventanales en la parte superior y pintarlo. Cuate se percató de que junto a uno de los muros laterales colgaban, a buena altura, dos albañiles en un andamio de madera. El sudor le bajaba por la frente hasta los pómulos. Cuate se lo quitó con el puño de la mano.   Aquellos albañiles apenas se distinguían a esa distancia. Uno llevaba puesta una gorra de beisbolista; el otro, un paliacate rojo amarrado a la cabeza. En medio de ellos había dos grandes botes de pintura. El andamio oscilaba ligeramente como un péndulo. Los albañiles se asían a las cuerdas que lo sostenían y pintaban con brochazos amplios el muro del edificio. Mago cambió de posición y murmuró algo ininteligible. Cuate bajó unos cuantos centímetros la ventanilla. Entró polvo pero no la subió. Tosió. En las alturas, los albañiles parecían niños balanceándose en un columpio.   Cuate notó que el albañil de la gorra intentaba pararse sobre el andamio, cuyas oscilaciones se habían vuelto más violentas y pronunciadas. De pronto, uno de sus extremos se ladeó. Una gran cantidad de pintura se vertió de los botes y produjo una mancha informe en la parte inferior del muro. La gorra del albañil voló por los aires. Entretanto, un lejano ruido de motores en marcha rasgó el silencio que imperaba en la avenida. Sin embargo, Cuate siguió sumido en la visión de aquellos albañiles que ahora trataban de equilibrar el andamio con maniobras apremiantes, desesperadas.   La pintura que quedaba en los botes se vació, agrandando la mancha que había surgido en la parte inferior del muro. La poderosa racha de viento que se había desatado momentos antes levantó una densa cortina de polvo que le impidió a Cuate seguir observando. Cuando se disipó, Cuate advirtió que los albañiles ya habían logrado bajar el andamio unos metros, pero como éste se ladeaba cada vez más y su loco vaivén no disminuía, les resultó imposible continuar tal operación. Los dos hombres empezaron a agitar los brazos en dirección a la avenida, como pidiendo auxilio. Repentinamente, la cuerda que sostenía el extremo ladeado se rompió. El albañil del paliacate cayó al vacío. El otro pudo asirse a la tabla que ahora pendía verticalmente de una sola cuerda. Así permaneció unos segundos. Luego cayó también. -¡Zas! –dijo Cuate.   Cuate se enderezó en su asiento, pues creyó oír un ruido de motores que aumentaba paulatinamente. Los autos de adelante avanzaron sobre el ardiente asfalto. Entonces, seguro de que al fin saldrían de allí, se desperezó, accionó la llave de la marcha y metió primera. -¡A casa! –gritó mientras aceleraba.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Mi esposa y yo estamos sentados a la mesa en un restaurante italiano, en compañía de una veintena de individuos a los que acabamos de conocer por mediación de nuestro hijo, que trabaja con la mayoría de ellos en una empresa dedicada al mantenimiento de helicópteros del Ejército. El dueño y director de esta empresa nos ha invitado a comer para celebrar su exitosa participación en una feria de la aviación que durante tres días estuvo abierta al público en uno de los hangares del aeropuerto internacional de T. Frente a nosotros se encuentra una pareja –marido y mujer-, más o menos de nuestra misma edad, que comienza a hacernos plática para que nos integremos poco a poco al resto de los comensales. Pronto nos enteramos de que son padres del joven que le propuso a nuestro hijo trabajar en la empresa dedicada al mantenimiento de helicópteros del Ejército, y de una muchacha de dieciséis años, que se halla en una de las cabeceras de la mesa. Para corresponder a su gentileza y amabilidad, nosotros les informamos que, además del varón, tenemos una muchacha de dieciocho años, que no vino porque tenía que asistir a una obra de teatro como parte de sus deberes escolares... La conversación transcurre con facilidad, aunque a veces se instala entre nosotros un silencio pesado, denso, que, según mi percepción, se prolonga más de la cuenta... Y como suele ocurrirme en este tipo de circunstancias, me pongo tenso y experimento una gran incomodidad porque no sé qué más decir, qué más informar a estos dos sujetos a los que nunca había visto. Por fortuna, la mujer es quien salva, una y otra vez, la situación, al comentarnos que en este sitio sirven una sopa de mariscos exquisita o que a su marido le gusta jugar tenis los fines de semana o que su hijo va a votar por el candidato equis en las próximas elecciones... Un mesero nos entrega el menú y pregunta qué vamos a beber. Mi esposa pide una limonada; yo, una naranjada con agua mineral, sin hielo. La pareja se decide por una cerveza clara (ella) y otra oscura (él). Al rato nos enteramos, por boca del hombre, de que es el contador de la empresa donde trabajan su hijo y nuestro hijo. La mujer nos acerca el canasto del pan. Le damos las gracias. Yo tomo un pedazo de pan recién salido del horno, lo mojo en una mezcla de aceite de oliva y vinagre balsámico y, mientras me lo meto en la boca y lo mastico lentamente, abro el menú y me dedico a leer las sugerencias del chef. Sin embargo, un instante después escucho que el dueño y director de la empresa dedicada al mantenimiento de helicópteros del Ejército ha pedido varias fuentes de ensalada y de espagueti para todos. Ante esto no hay nada más que hacer. Por eso cierro el menú, levanto la mirada y, con cierto horror, me doy cuenta de que debo decir algo, lo que sea, si no quiero parecer desdeñoso, o grosero, o incivilizado, o... Una vez más, la fortuna acude en mi auxilio: mi esposa hace un comentario acerca de la feria de la aviación que recién hemos visitado, lo cual me exime, por el momento, de pronunciar nada. La mujer la secunda, diciendo que es la segunda ocasión en que la empresa participa en ella, y que, por lo que se vio, ésta, la empresa dedicada al mantenimiento de helicópteros del Ejército, donde trabajan su hijo y nuestro hijo, va viento en popa... El mesero se acerca con una charola en las manos, deposita sobre la mesa cada una de las bebidas que le pedimos y se aleja. Yo levanto mi vaso de naranjada con agua mineral, sin hielo, y le doy un trago al tiempo que acuden a mi mente toda clase de ideas suicidas. Al cabo de, digamos, medio minuto, sonrío imperceptiblemente, para mis adentros, como se dice, pues me percato de que estas ideas han hecho que me sienta menos tenso, menos incómodo... Entretanto, la mujer ha seguido hablando... Cuando vuelvo a ponerle atención, creo entender, no sin dificultad, que se está refiriendo a alguien que “ha demostrado tener una enorme capacidad para responder a sus adversarios”, o algo así. El mesero regresa con una bandeja que mantiene a la altura de su cuello, la baja a la altura de su vientre y deposita sobre la mesa una fuente de ensalada de lechuga con trocitos de tocino y queso de cabra, y otra de espagueti a la boloñesa espolvoreado generosamente con queso parmesano. Más allá, a la derecha de donde nos hallamos mi esposa y yo, el dueño de la empresa dedicada al mantenimiento de helicópteros del Ejército, donde trabajan nuestro hijo y el hijo de la pareja que está sentada frente a nosotros, levanta su copa de vino y en voz alta nos dice “¡salud!” a todos los presentes. “¡Salud!”, le respondemos al unísono, y sonreímos, y levantamos nuestras respectivas bebidas y nos las llevamos a la boca. Apenas deja su cerveza junto al plato encima del cual piensa servirse una porción de ensalada de lechuga con trocitos de tocino y queso de cabra, y otra de espagueti a la boloñesa espolvoreado generosamente con queso parmesano, la mujer retoma el hilo de su disertación. Entonces, no de inmediato, pero casi, comprendo que la persona a la que le ha reconocido tener “una enorme capacidad para responder a sus adversarios” -así como otra serie de cualidades morales y ciudadanas, de acuerdo con lo que estoy oyendo ahora mismo- es nada más y nada menos que el presidente de la República en funciones, el jefe de la nación, a partir de lo cual empiezo a experimentar una oleada de calor muy intenso que me sube desde la columna vertebral hasta el cerebro. Mi esposa desliza una mano sobre mi muslo derecho y me da unas ligeras palmaditas para que me tranquilice. Yo respiro hondo, cierro los ojos y trato de irme a otro lado con mi imaginación: a una extensa, verde y olorosa campiña suiza, al estrecho y silencioso sendero de un bosque noruego, a la cumbre nevada de una montaña en los Alpes. No obstante, como la mujer continúa exaltando las virtudes del primer mandatario, del Gran Tlatoani, de repente sé que no puedo ni quiero tranquilizarme, y empuñando bruscamente el cuchillo que me corresponde, empujo hacia atrás la silla donde he permanecido sentado los últimos veinte minutos, e intento ponerme de pie, pero no lo logro porque alguien –quizá mi esposa, nuestro hijo, el hijo de la mujer y del hombre, o algún otro empleado o familiar de alguno de los empleados de la empresa dedicada al mantenimiento de helicópteros del Ejército, con los cuales estamos reunidos en este restaurante italiano para celebrar su exitosa participación en una feria de la aviación- se abalanza sobre mí y me inmoviliza en medio de una cascada de gritos histéricos.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Escritor totalmente desconocido, pero con un estilo sólido y adaptable a todas las necesidades habidas y por haber, ofrece su imaginación y sus servicios escriturales a aquellas personas ávidas de entrar, por la puerta grande, en el irresistible y glamuroso mundillo de la literatura. ¿Desea convertirse en el autor de una novela realmente exitosa, de un singularísimo libro de cuentos, de una plaquette de poesía inmarcesible..., y así ser admirado -y también envidiado- por críticos, reseñistas, “colegas” y aun lectores comunes y corrientes? Llámeme cuanto antes. Yo pongo la obra, usted la firma (el precio acordado incluye derechos de autor).
Por Roberto Gutiérrez Alcalá ¿Padece frecuentemente desórdenes estomacales, dolores de cuello y espalda, agotamiento físico e intelectual? ¿Su salud se ve eclipsada de tanto en tanto por ataques de migraña, asma o ansiedad, o por episodios depresivos? Recuerde a Novalis: “Toda enfermedad es un problema musical. Toda curación es una solución musical.” Diseñamos para usted los programas y recitales más acordes a sus males y requerimientos. ¡Ya no se resista a los dones curativos de una cantata de Bach, un concierto para piano de Mozart, una sinfonía de Beethoven...! ¡Abra los oídos y dé a su cuerpo y espíritu lo que piden a gritos!
Por Roberto Gutiérrez Alcalá ¿Considera que sus logros personales y profesionales carecen del reconocimiento y la admiración de los demás? ¿Está convencido de que hay una conjura de plena indiferencia hacia su persona? ¿Esto, no obstante, lo está induciendo a creer que su existencia, en efecto, es un dolorosísimo fracaso? Apártese del mundo cruel y contrate nuestro paquete “Una semana en el Paraíso”. Consta de: discurso de bienvenida, ciclo de conferencias sobre su vida y obra (con público extasiado incluido), y aplausos a su paso por cada rincón de nuestras instalaciones. No lo dude: somos especialistas en levantar al ego más vapuleado y agónico.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá ¿Se siente realmente harta de que cualquier adversidad, por insignificante que sea, desate en usted un llanto desconsolado, hondo e histérico? ¿Sueña con tener un control absoluto sobre sus emociones y enfrentar, impertérrita, toda clase de calamidades y tragedias? ¿Pagaría cualquier precio con tal de conservar sus ojos totalmente secos, libres de lágrimas, aun cuando la más profunda tristeza sofocara su ser? Inscríbase, ¡pero ya!, en nuestro curso intensivo “Bloqueo e inhibición integral de los conductos lacrimales por vía catatónica”, impartido por el profesor J., eminente oculista y psicólogo egresado de la Universidad de K. Comenzamos en febrero. Cupo limitado.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   ¿Está desesperado porque su condición de macho integérrimo le impide soltar una sola lágrima cuando padece un dolor físico o moral? ¿Desde hace mucho tiempo desea llorar a mares por cualquier cosa bella o conmovedora que presencie, pero simple y sencillamente no sabe cómo lograrlo? ¿Daría un pedazo de su alma por experimentar un súbito, espontáneo y liberador acceso de llanto incontenible? Inscríbase, ¡pero ya!, en nuestro curso “Desbloqueo de los conductos lacrimales por el método de la estimulación paroxística”, impartido por el profesor J., eminente oculista y psicólogo egresado de la Universidad de K. Comenzamos en enero. Cupo limitado.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá  Joven escritor cuasi inédito pero íntegramente desilusionado e iracundo por el ninguneo que los mandamases de casi todas las casas editoriales del país le han propinado de feo modo desde el inicio de su carrera ofrece, para su publicación inmediata en cualquier objeto impreso (libro, revista, periódico, volante o cartel publicitario), un rico surtido de textos bellamente concebidos, escritos y pulidos a mano: poemas de amor y filosóficos, cuentos breves, de misterio y terror, crónicas de la vida cotidiana, agudos aforismos... Interesados, llamen sólo por las tardes o dejen mensaje en contestadora. Trato directo, sin agentes literarios de por medio. 
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   ¿Es usted una de aquellas personas que no pierden oportunidad de decir algo -lo que sea- acerca de cualquier tema o tópico que les salga al paso en una reunión de trabajo, de amigos o de familia? ¿Apenas se halla en compañía de algún conocido (o desconocido), experimenta la impostergable necesidad de hablar hasta por los codos? ¿Su frenética incontinencia verbal ya le ha causado más de un intensísimo dolor de cabeza? ¡Cálmese! Nosotros le enseñamos a saborear las mieles del silencio... Búsquenos ahora mismo y sea capaz de mantenerse herméticamente callado aún bajo las circunstancias más tentadoras. Resultados garantizados.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá  ¿Concibió una idea descabellada pero genial, y no encuentra a la persona que pueda escucharlo con la atención y el entusiasmo que usted se merece? ¿Sufrió un desengaño amoroso y no sabe a quién confiarle el dolor y la amargura que embargan su corazón? ¿Es víctima de una innombrable injusticia y necesita hablar con un alma gemela que le muestre comprensión y piedad? ¡Olvídese de su soledad y acérquese a nosotros! Disponemos de una impresionante plantilla de oidores profesionales que le harán la vida más llevadera. Aproveche nuestra promoción de invierno y obtenga dos horas por el precio de una.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   ¿Sus expectativas de vida han quedado truncadas por la súbita aparición de una pavorosa enfermedad incurable? ¿Es incapaz de disfrutar cualquier momento de su existencia a causa de una fría y tenebrosa depresión? ¿Ha llegado, al fin, a ese punto de quiebre donde todo, absolutamente todo, carece de sentido? ¡Ya no sufra ni se angustie! Nosotros podemos ayudarlo. Contamos con el personal y el equipo técnico idóneos para proporcionarle, sin traumas innecesarios, una muerte dulce, serena, indolora... Llámenos de inmediato y permítannos ofrecerle el plan que más se ajuste a sus imperiosas necesidades. Abrimos fines de semana y días festivos.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá ¿Es usted una de aquellas personas que se dan de topes cada vez que deben redactar un memorándum para sus empleados, una carta de negocios para sus clientes, un simple recado para su secretaria? ¿O es un incipiente novelista cuyo impetuoso cauce poético en ocasiones queda atascado por culpa de esas dos malas yerbas: la sintaxis y la ortografía? Ya no se preocupe. Somos expertos en enderezar toda clase de escritos retorcidos y poner en su lugar cualquier acento fugitivo, cualquier coma indómita, cualquier punto final rejego. ¡Háblenos cuanto antes! Le brindamos una solución a sus problemas prosísticos. Seriedad absoluta.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá  ... hechos tan absurdos, extraños e improbables como la vez que estabas esperando el camión de la escuela afuera de tu casa, muy temprano, en la calle Yácatas, allá, en la colonia Narvarte, vestido con el uniforme del Simón Bolívar, impecablemente peinado con jugo de limón y tu mochila de cuero apestoso a la espalda, aunque todavía adormilado porque la noche anterior te habías desvelado viendo una película en la televisión, a pesar de que tu mamá te decía cada cinco minutos ¡ya vete a dormir!, y ahora pagabas las consecuencias, niño necio, desobediente, y a lo lejos viste cómo se acercaba el camión con las luces encendidas porque aún no amanecía del todo, y entonces pensaste que, apenas estuvieras en tu lugar, te recostarías sobre el asiento para dormir tan siquiera una media hora, que era más o menos lo que el camión tardaba en llegar al Simón Bolívar desde tu casa, y el camión frenó y se abrió la puerta, y tú subiste a él y empezaste a caminar por el pasillo, pero de pronto sentiste algo así como un mareo repentino, como cuando, después de haber permanecido un buen rato de cabeza sobre tu cama, te ponías de pie y primero todo te daba vueltas y vueltas y vueltas, y luego se te nublaba la vista por unos segundos..., y es que te diste cuenta de que en aquel camión no iban los niños de siempre, algunos de los cuales eran tus compañeros de clase, sino sólo... niñas, puras niñas que te miraban asombradas, como preguntándose ¿y éste de dónde salió?, y volteaste y viste que a unos cuantos metros de ti, por el pasillo de aquel camión que no era el tuyo, venía muy quitada de la pena Maruca, la hermana de Miguel y Poncho, tus vecinos, y Maruca se sentó junto a otra niña, mientras tú, cada vez más avergonzado, buscabas dónde esconderte, hasta que al final del pasillo descubriste un asiento vacío y lo ocupaste de inmediato, y entretanto el camión ya había llegado a la esquina, y, en vez de doblar a la derecha, lo hizo a la izquierda y tomó una ruta desconocida para ti, ¡buena la habías hecho!, pero... ¿por qué, cuando te percataste de tu error, no le dijiste al chofer que te dejara bajar, que te disculpara, que ése no era tu camión?, el temor al ridículo -que de todas maneras ya estabas haciendo- te había impedido abrir la boca, ahora lo sabías y pagabas las consecuencias de tu orgullo y tu cobardía, niño, y apoyada la cabeza sobre la ventanilla, te dio por pensar que a lo mejor ya nunca más regresarías a casa ni volverías a ver a tus papás y tu hermanita, ni a tus tíos y tías, ni a tu primos y primas, ni a nadie conocido, porque una banda de robachicos te secuestraría y te llevaría a otra ciudad a pedir limosna apenas la directora de la escuela de niñas –porque tenía que ser directora, no director- te echara a la calle por tonto, y te dieron ganas de llorar, pero te contuviste, pues no querías que el ridículo que ya estabas haciendo se agravara aun más, y el camión transitó por calles y avenidas por las cuales tú nunca habías pasado, y conforme transcurría el tiempo, el miedo y la angustia crecían dentro de ti, y también las ganas de llorar, y por eso se te salieron algunas lágrimas, no muchas, pero eso sí, en silencio, y el camión recogió a otras niñas en diferentes puntos de la ciudad, hasta que, al fin, cruzó un portón rojo y se detuvo a un lado de una cancha de basquetbol, y todas las niñas comenzaron a bajar, una a una, del camión y a dirigirse al patio de aquella escuela para integrarse a su respectivo grupo y rendirle honores a la bandera, como se hacía todos los lunes en todas las escuelas, y tú, sentado en tu lugar, muy quietecito, las observabas a través de la ventanilla y te preguntabas ¿y ahora qué va a pasar?, y de pronto oíste que alguien se aproximaba por el pasillo, y volteaste y viste al chofer que te miraba con los ojos muy abiertos, y luego, sin decir palabra, corrió y bajó del camión, y al cabo de cinco o diez minutos una señora ya grande y muy seria, vestida toda de negro y con el pelo canoso recogido en un chongo parecido al que en ocasiones se hacía la abuelita de tu amigo Martín, subió al camión seguida por el chofer y caminó hasta donde tú te hallabas, y te preguntó quién eras, cómo te llamabas, qué hacías ahí, y tú únicamente atinaste a decirle que te habías equivocado de camión, que te perdonara, que no te echara a la calle, y entonces la señora se puso a regañar al chofer y a decirle que no entendía cómo no se había fijado que un niño -¡un niño!- se hubiera subido al camión de un colegio de niñas -¡de niñas!-, y el chofer, con la cabeza baja, sólo repetía una y otra vez no volverá a ocurrir, señora directora, no volverá a ocurrir, y luego la señora bajó del camión seguida por el chofer, y tú te dijiste que, si no te echaba a la calle, la señora aquella de seguro le hablaría a la policía para que te llevara a una correccional de menores, pero resulta que, al cabo de otros cinco o diez minutos, una señorita con una bolsa de plástico en una mano subió al camión, se sentó junto a ti y te ofreció un sándwich y un jugo que sacó de la bolsa de plástico, y tú aceptaste el jugo, pero no el sándwich, pues tenías mucha sed, no hambre, y luego el chofer subió de nuevo al camión, lo encendió y lo puso en marcha, y el camión cruzó el portón rojo y avanzó por una avenida dividida por un camellón muy ancho donde unos trabajadores estaban plantando unas palmeras, mientras la señorita te iba diciendo que no te preocuparas, que pronto estarías en casa, sano y salvo, y que un incidente como aquél bien podía sucederle a cualquiera, y poco a poco, con la presencia de aquella señorita tan linda y tan amable a tu lado, tú fuiste recobrando la calma y la serenidad, e incluso, cuando el camión ya se encontraba a unas cuantas cuadras de casa, te pusiste feliz feliz feliz porque súbitamente comprendiste que, gracias a aquella aventura, ya no tendrías que ir a la escuela ese día...
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Hasta entonces sólo dos escritores latinoamericanos habían obtenido el Premio Nobel de Literatura: la chilena Gabriela Mistral, en 1945; y el guatemalteco Miguel Ángel Asturias, en 1967. Ya bien entrado el mes de octubre, el nombre del poeta chileno Pablo Neruda comenzó a sonar, una vez más, como uno de los posibles ganadores de tan codiciado galardón. Sin embargo, a Neruda, quien acababa de llegar a París para desempeñarse como embajador de su país en Francia, ya le aburría y le irritaba que cada año se le mencionara y, a final de cuentas, sus expectativas terminaran por los suelos. Según cuenta el propio Neruda en su libro de memorias Confieso que he vivido, una noche, su compatriota Jorge Edwards, quien fungía como consejero de la embajada chilena, le propuso cruzar una apuesta: si le daban el Premio Nobel de Literatura, Neruda pagaría a Edwards y a su esposa una cena en el mejor restaurante de París; y si no, Edwards se encargaría de cubrir la cuenta de Neruda y de su esposa, Matilde. El poeta aceptó, y luego le dijo a Edwards: “Comeremos espléndidamente a costa tuya.” En la mañana del jueves 21 de octubre de 1971, una multitud de periodistas y camarógrafos de televisión invadió los salones de la embajada chilena, ansiosa por obtener alguna declaración del autor de Crepusculario, Veinte poemas de amor y una canción desesperada, Residencia en la tierra, Canto general, Los versos del capitán, Cien sonetos de amor, Cantos ceremoniales… Pero Neruda no tenía nada que decir porque la Academia Sueca aún no había hecho público el nombre del ganador. Entonces, mientras Neruda atendía una llamada telefónica del embajador sueco en la que éste le pedía verlo, una estación de radio parisina interrumpió su programación habitual para anunciar que él era el ganador del Premio Nobel de Literatura. ¡Al fin! Debido a que recién lo habían operado, Neruda lucía bastante débil. No obstante, en la noche de ese inolvidable día recibió a varios amigos provenientes de distintas partes, para cenar y celebrar a lo grande: los pintores Robero Matta y David Alfaro Siqueiros, y los escritores Gabriel García Márquez, Julio Cortázar y Miguel Otero Silva, entre otros. Poco menos de dos meses después, el 10 de diciembre, Neruda viajó a Estocolmo en compañía de su esposa para recibir de manos del rey de Suecia un diploma, una medalla y un cheque por una cantidad considerable de coronas suecas… En su discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura dijo, entre otras cosas: “No hay soledad inexpugnable. Todos los caminos llevan al mismo punto: a la comunicación de lo que somos. Y es preciso atravesar la soledad y la aspereza, la incomunicación y el silencio para llegar al recinto mágico en que podemos danzar torpemente o cantar con melancolía: mas en esa danza o en esa canción están consumados los más antiguos ritos de la conciencia: de la conciencia de ser hombres y creer en un destino común.” Junto con Neruda, ese año ganaron los demás premios Nobel: el húngaro Dennis Gabor (Física), el canadiense de origen alemán Gerhard Herzberg (Química), el estadounidense Earl Wilbur Sutherland Jr. (Medicina), el ruso estadounidense Simon Kuznets (Economía) y el alemán Billy Brandt (de la Paz). De la cena que Neruda debió pagar a Edwards y a su esposa en el mejor restaurante de París no se tienen noticias, pero es de suponerse que fue abundante y estuvo deliciosa.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   1. En contra de lo que puede pensarse, el escritor guatemalteco Augusto Monterroso no nació en Guatemala. Él mismo lo cuenta en su libro Los buscadores de oro: “Soy, me siento y he sido siempre guatemalteco; pero mi nacimiento ocurrió en Tegucigalpa, la capital de Honduras, el 21 de diciembre de 1921. Mis padres, Vicente Monterroso, guatemalteco, y Amelia Bonilla, hondureña; mis abuelos Antonio Monterroso y Rosalía Lobos, guatemaltecos, y César Bonilla y Trinidad Valdés, hondureños. En la misma forma en que nací en Tegucigalpa, mi feliz arribo a este mundo pudo haber tenido lugar en la ciudad de Guatemala. Cuestión de tiempo y azar.” En 1936, en compañía de sus padres y hermanos, Monterroso se fue a vivir a la ciudad de Guatemala.2. “Sin empinarme, mido fácilmente un metro sesenta. Desde pequeño fui pequeño”, escribió Monterroso en “Estatura y poesía”, texto incluido en su libro Movimiento perpetuo (1972). Sin embargo, la baja estatura no le impidió participar activamente en las manifestaciones y protestas organizadas en contra del general Jorge Ubico, quien finalmente tuvo que renunciar como presidente de Guatemala el 1 de julio de 1944. El 4 de julio de ese mismo año, otro general, Federico Ponce Vaides, asumió el poder y Monterroso fue detenido por la policía y recluido en la cárcel, pero al cabo de dos meses escapó y pidió asilo político en la embajada de México. 3. Una vez concluyó la llamada Revolución de Octubre de 1944, que encabezó Jacobo Arbens, Monterroso recibió una invitación para desempeñar un cargo en el consulado de Guatemala en México, donde permaneció hasta 1953. Un año después, Arbenz fue derrocado, por lo que Monterroso debió exiliarse en Chile. En 1956 viajó de nuevo a México, donde estableció su residencia definitiva. 4. En 1959, Monterroso publicó su primer libro, Obras completas (y otros cuentos), en el que aparece “El dinosaurio”, cuento cuya fama universal se fundamenta, en buena medida, en el hecho de que es muy breve, quizás el más breve de todos los cuentos que se han publicado hasta la fecha (por lo menos en español). Ahora bien, en no pocas ocasiones, “El dinosaurio” ha sido –y sigue siendo– mal citado, y así, cuando torpemente se le añade una “Y” al inicio (que es lo que suele suceder), deja su condición de “rey del cuento brevísimo” para transformarse en una cuasi novela-río. 5. Luego del magnífico recibimiento que tuvo su primer libro, Monterroso se dedicó a pensar y a ver las nubes, hasta que un día retomó el antiguo género literario practicado por Esopo, Fedro, La Fontaine, Iriarte, Samaniego, Hartzenbusch..., lo zarandeó, lo purgó, le sacó la tediosa moraleja y con lo que quedó de él se puso a confeccionar una serie de fábulas modernas para “combatir el aburrimiento e irritar a los lectores, principio este irrenunciable”, según declararía más tarde en una entrevista. Así, en 1969 salió a la luz su opus 2: La oveja negra y demás fábulas, uno de los libros más agudos, inteligentes y divertidos de la literatura española. De él, Gabriel García Márquez dijo: “Este libro hay que leerlo manos arriba: su peligrosidad se funda en la sabiduría solapada y la belleza mortífera de la falta de seriedad.”” 6. La literatura de Monterroso se caracteriza por ser breve y precisa, y por estar dotada de un humor fino, punzante y no pocas veces melancólico, lo cual no significa que sea humorística, ni mucho menos, pues una cosa es una cosa, y otra cosa, otra. A propósito del humor, el escritor guatemalteco declaró en otra entrevista que le concedió al escritor y crítico literario peruano José Miguel Oviedo: “[…] En todo caso, el humor no es un género sino un ingrediente. Cuando el ingrediente se vuelve el fin, todo el guiso se echa a perder; pero siempre habrá quienes gusten de él, así y todo. Bueno, para las vacas la sal no es un ingrediente sino el alimento propiamente dicho, y tal vez por eso las vacas son más amables y felices, aunque no se rían.” 7. Entre los premios y reconocimientos que Monterroso recibió a lo largo de su vida, destacan el Premio Magda Donato (1970), el Premio Xavier Villaurrutia (1975), la Orden del Águila Azteca (1988), el Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo (1996), el Premio Nacional de Literatura Miguel Ángel Asturias (1997) y el Premio Príncipe de Asturias de las Letras (2000). 8. A partir de inmensas brevedades, Monterroso creó una riquísima literatura que perdurará mientras haya lectores sensibles y atentos. ¡Qué deleite releer un libro suyo –el que sea– o, mejor aún, leerlo por primera vez!
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Hace un año, por la pandemia de la Covid-19, no se permitió visitar a la Virgen de Guadalupe en su casa. Ahora, en este 2021, sí, pero bajo ciertas condiciones. No importa. Con tal de verla y rendirle tributo, sus fieles devotos están dispuestos a hacer cualquier cosa.Son las seis de la tarde del sábado 11 de diciembre y por el andador central de la calzada de Guadalupe fluye un río interminable de niños, adolescentes, jóvenes, adultos y ancianos provenientes de distintos puntos de la Ciudad de México, pero también del país (e incluso de otros países).Algunos llevan amarrada sobre los hombros una figura de madera de la Virgen; otros, una manta en la espalda con la imagen de la también llamada Reina de América. Ninguno ha olvidado ponerse su cubreboca.En ambas riberas de este caudaloso río humano, los vendedores ofrecen sus productos a precios módicos: rosarios, estampitas sagradas, veladoras…, mientras integrantes del Operativo Basílica, de la alcaldía Gustavo A. Madero, reparten cubrebocas, toman la temperatura y proporcionan alcohol en gel.Más adelante, decenas de peregrinos forman una fila enorme para recibir, de manera gratuita, un plato con unos suculentos tacos al pastor. Asimismo, vecinos de la zona regalan café, botellas de agua, bolsas con frituras, tamales…Por un altoparlante, un integrante del Operativo Basílica le recuerda a la gente no quitarse el cubreboca, desinfectarse las manos con alcohol en gel y, en la medida de lo posible, guardar sana distancia.Escoltados por sus familiares, una media docena de peregrinos avanza de rodillas lenta, penosamente. A lo lejos, entretanto, ya se aprecia, iluminada al pie del cerro del Tepeyac, la antigua Basílica de Guadalupe, construida entre 1682 y 1708.A unos cincuenta metros de la entrada al atrio, sendos aspersores colocados a derecha e izquierda rocían a la muchedumbre con un líquido desinfectante.Conforme los peregrinos entran en el atrio, miembros de la Guardia Nacional les piden seguir caminando sin detenerse. Los peregrinos obedecen, rodean la nueva Basílica de Guadalupe, construida entre 1974 y 1976 por José Luis Benlliure y Pedro Ramírez Vázquez, entre otros arquitectos, e ingresan en ella por una puerta lateral. A la derecha, las bancas del templo lucen completamente vacías.Los peregrinos preparan la cámara fotográfica de su celular antes de llegar a la zona de los caminadores eléctricos. Luego suben en éstos y se dejan llevar… Entonces, al cabo de unos segundos, en lo alto, sobre una bandera de México, la imagen enmarcada de la Virgen de Guadalupe aparece ante sus ojos, refulgente.Unos se persignan y le toman fotos, otros la observan fijamente, otros más le lanzan besos. Una poderosa emoción los embarga. Un momento después, sin embargo, ya están del otro lado, rumbo a la salida, eso sí, conmovidos, felices, pensando que bien valió la pena el viaje, la larga caminata desde sus puntos de origen.Salen del templo y cada quien toma su respectivo camino de regreso al hogar. En la calzada de los Misterios, un padre y su hijo adolescente compran dos paquetes de gorditas dulces de maíz recién hechas, al tiempo que de las grandes bocinas de un negocio de artículos religiosos sale la voz de Juan Gabriel, interpretando “Amor eterno”.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Hasta esas vacaciones de Semana Santa lo había tratado poco. Cuando en las mañanas yo salía de casa rumbo a la escuela y me lo encontraba en la parada del camión, lo saludaba con un “hola” apenas audible. Entonces, él respondía: -Ho... ho... hola –y bajaba los ojos, sin duda avergonzado por el tartamudeo inclemente que padecía. Se llamaba Héctor, era hijo de un comandante de la Policía Judicial de un pueblo del estado de Morelos y de una mujer chaparra, robusta, ya no tan joven, que acostumbraba calzar unas chanclas muy gastadas. A veces, si no nos completábamos para jugar una cascarita en el parque porque alguien de la palomilla seguía haciendo la tarea, íbamos a su casa y lo invitábamos a unirse a nosotros, aunque fuera un pésimo futbolista. Siempre lo acompañaba su hermanito, Sabino, quien también era tartamudo y no dejaba de sonreír y de admirarse por todo lo que veía a su alrededor. Las clases concluyeron y todos mis amigos salieron de viaje, por lo que inesperadamente me encontré solo, solo, solo... En las mañanas despertaba con una sensación de abandono espantosa e intentaba distraerme viendo televisión, armando mi Mecano u hojeando las revistas de Life en español que mi papá coleccionaba y que apilaba en un viejo revistero, pero pronto me aburría y comenzaba a deambular por toda la casa, como un oso dentro de su jaula. Un día, asomado a la ventana de la sala, pensaba que la vida, así, como se me presentaba, era infinitamente triste y tediosa. Mis padres casi nunca estaban en casa, y cuando convivía con ellos no hacían otra cosa más que recriminarme porque no me bañaba, o porque no cogía bien los cubiertos a la hora de comer, o porque no mantenía en orden mi cuarto... Y ahora, para acabarla de amolar, mis amigos se habían largado... En todo eso cavilaba cuando vi a Héctor y Sabino cruzar la calle. Corrí a la puerta, salí y los alcancé. -¿Qué van a hacer? –pregunté. -Va... va... vamos a... al pa... pa... parque a ti... ti... tirar con l... la re... re... resortera –contestó Héctor. -¿Puedo ir con ustedes? -S... sí. Llegamos. De uno de los bolsillos de su pantalón, Héctor sacó una resortera, pero no una de juguete, como las que vendían en el mercado, con la horqueta de alambre y unas ligas negras más o menos delgadas, sino una con la horqueta de madera perfectamente pulida y unas ligas de hule muy gruesas y resistentes. La contemplé extasiado. Héctor dio unos pasos y dirigió su mirada hacia la copa de uno de los árboles más altos y frondosos del parque. -¡A... a... hí hay u... u... uno! –anunció Sabino. -T... tú  ca... ca... cállate –dijo Héctor, y del otro bolsillo extrajo una pequeña piedra y la colocó en el pedazo de cuero sujeto por las ligas; luego, bien aferrada por su mano derecha, levantó la horqueta a la altura de su rostro, estiró las ligas con su mano izquierda, apuntó hacia un sitio específico de la copa del árbol y disparó. Un segundo después, algo cayó al pasto. Los tres corrimos. Un pajarito gris, con la cabeza sangrante, yacía inmóvil a nuestros pies. Yo no lo podía creer... ¡Qué puntería! Sabino recogió al pajarito e informó: -L... lo v... voy a en... te... terrar, pa... pa... para q... que n... no s... se l... lo co... co... coma ni... ni... ningún a... ni... ni... mal. Luego se arrodilló sobre el pasto, escarbó un pequeño hoyo debajo de la copa de aquel árbol, metió al pajarito en él y lo cubrió con la tierra que había escarbado. -Des... ca... ca... cansa e... en p... paz –dijo, y se puso de pie. El resto de la mañana lo dedicamos a subirnos en los columpios, a deslizarnos por la resbaladilla y a colgarnos como monos del pasamanos. Cuando sentimos sed y hambre, regresamos a la cuadra y nos despedimos.   El panorama cambió por completo porque me di cuenta de que podía pasármela muy bien con Héctor y de que la ausencia de mis amigos ya no me importaba. Era cierto que no jugaría futbol durante varios días, pero en su lugar –estaba convencido- podría hacer otras cosas igualmente -o más- divertidas con mi nuevo camarada.      Al día siguiente me levanté más temprano que de costumbre y fui a su casa a buscarlo. Su mamá abrió la puerta. -¿Está Héctor? –dije. La mujer me miró como si fuera un pordiosero o algo por el estilo, volteó ligeramente hacia atrás y gritó: -¡Te hablan! ¡No se te olvidé sacar el bote de la basura! La mujer se hizo a un lado y apareció Héctor, empujando un enorme tambo verde oscuro. -Ho... ho... hola –dijo, y acomodó el tambo al borde de la banqueta. -¿Puedes salir? ¿Quieres ir al parque? Héctor me vio un instante y desvió la mirada: -N... no, te... te... tengo q... que ir a... al me... me... mercado. -Si quieres te acompaño –dije. -Co... co... como qui... qui... quieras. Héctor entró en su casa y al rato salió de nuevo con una bolsa del mandado en una mano, seguido por Sabino, quien al verme sonrió y exclamó: -¡Ho... ho... hola! -Hola -dije yo, y empecé a caminar junto a ellos. Ya en el mercado, los tres visitamos diversos puestos de frutas y verduras en los que Héctor compró una papaya, manzanas, peras, plátanos, calabazas, chícharos, papas, cebollas... A continuación nos encaminamos a un puesto de carne y pidió medio kilo de bisteces. Mientras esperábamos a que el carnicero los cortara, Sabino dijo: -He... He... Héctor, ¿m... me co... co... compras u... un ca... ca... carrito? -¡N... no! -¿P... por q... qué? -¡P... por q... que n... no m... me a... al ca... ca... canza el di... di... dinero! Sabino hizo una mueca con la boca que presagiaba un amargo estallido de llanto, pero se contuvo. Héctor le acarició el cabello y dijo: -E... es... tá b... bien. Va... va... vamos p... por t... tu ca... ca... carrito. Compramos el carrito en un puesto de juguetes atendido por un individuo tuerto, y emprendimos el camino de vuelta a la cuadra. Sabino iba feliz con su carrito de plástico de dos pesos. No paraba de hacer un ruidito con la boca que semejaba el rugido de un motor. Al doblar una esquina, dos tipos más grandes que Héctor y yo, con pinta de cargadores, nos cortaron el paso. Uno de ellos preguntó burlonamente: -¿A dónde van, niños? Héctor se detuvo en seco, dejó la bolsa del mandado en el suelo y atrajo hacia sí a Sabino. El otro tipo le dijo a Héctor: -Dame la bolsa y no les pasará nada. Con una seña, Héctor nos indicó que nos pusiéramos atrás de él. Lo que pude ver después es que blandía en la mano derecha una navaja, de ésas a las que uno le aprieta un botoncito y la hoja se despliega de inmediato. Los dos tipos mostraron sorpresa ante aquella arma. A pesar de todo, uno de ellos, el que nos había llamado “niños”, se inclinó un poco e intentó arrebatarle la bolsa a Héctor, pero éste bajó la navaja con un movimiento rapidísimo y le propinó un corte en el brazo. El tipo gritó de dolor y retrocedió, tapándose la herida con la otra mano. Al percatarse de que también podría ser herido por Héctor, el otro echó a correr. Su compañero no tardó en hacer lo mismo. Esa noche, cuando ya me hallaba acostado en mi cama, me deleité recreando aquella escena en mi mente una y otra vez, hasta que el sueño me venció.   Otro día, Héctor me habló de su padre. Me contó, con sus palabras entrecortadas, que en una ocasión se había enfrentado a tiros con cinco maleantes que huían después de asaltar un banco, y que, al cabo de dos o tres horas de un encarnizado intercambio de plomo, los había despachado, uno a uno, al infierno, sin que él sufriera ni siquiera un rasguño. Creo que realmente llegamos a ser buenos amigos. Había algo -aún ahora no sé qué- que nos unía, nos hermanaba. Él me buscaba o yo lo buscaba, y nos íbamos por ahí, a vagar durante horas. Platicábamos, reíamos con facilidad; incluso nos confiamos mutuamente algún secreto de nuestra compartida adolescencia, mientras Sabino permanecía en silencio, observándonos y sonriendo. Una tarde volvíamos de una intensa sesión de tiro con resortera en un terreno baldío, cuando Héctor me dijo que Sabino, su madre y él irían al pueblo donde trabajaba su padre. La noticia me llenó de angustia, pues comprendí que me hundiría nuevamente en la soledad y el aburrimiento más atroces. Felizmente, mis amigos no tardaron en retornar a la ciudad y, ya todos juntos, retomamos nuestros partidos de futbol en el parque y, también -¡ah!-, nuestras espontáneas diabluras. Las vacaciones terminaron y todos nos preparamos para  reintegrarnos a nuestra respectiva escuela. La noche antes del reinicio de clases fui a casa de Héctor para saludarlo y preguntarle cómo le había ido, pero estaba completamente a oscuras, sola. Los días pasaron, y la casa de mi amigo seguía luciendo deshabitada, hasta que un viernes, de regreso de la escuela, vi a Sabino en la banqueta, jugando con su carrito de dos pesos. -Hola, Sabino –dije. -¡Ho... ho... hola! –exclamó. -¿Y Héctor? ¿Dónde está? -S... se f... fue a... al ci... ci... cielo c... con Di... Di... Diosito. Justo cuando dejó de hablar, su madre se asomó a la puerta y gritó: -¡Sabino, métete! Sabino se incorporó, se despidió de mí agitando una mano y entró en su casa. ¿Qué demonios había detrás de aquellas palabras que aquel niño acababa de pronunciar con una candidez que me heló la sangre? En ese momento no tuve ninguna oportunidad de averiguarlo.   Doña Ángeles, la vecina que vivía con su esposo y sus tres hijos en la casa ubicada justo enfrente de la nuestra y que mantenía cierta amistad con la madre de Héctor y Sabino, le refirió a mi mamá lo ocurrido: una mañana, cuando su padre ya se había ido a la comandancia, Héctor se metió a escondidas en su cuarto, abrió el ropero oloroso a humedad y, de entre camisas, pantalones y demás prendas de vestir, sacó un rifle; pero al darse la vuelta, tropezó y lo soltó. El rifle golpeó el piso, se disparó, y la bala que salió de su cañón le perforó la cabeza a Héctor y lo mató en el acto. El resto de ese año escolar no me fue bien. Una melancolía inexplicable y una pavorosa apatía hicieron presa de mí y me empujaron a volarme muchísimas clases y a dejar de hacer tareas y estudiar. Nada me atraía, nada me entusiasmaba, nada me parecía digno de atención. La vida se perfilaba ahora como una aventura extraña, ardua y dolorosa. De tanto en tanto pensaba que Héctor había corrido con suerte, pues ya no tenía que lidiar con ella... A pesar de todo, en la recta final del curso logré sobreponerme y aprobé de panzazo todas las materias. A Sabino lo vi una vez más afuera de su casa. -Hola –le dije. -¡Ho... ho... hola! –exclamó, con la misma sonrisa límpida y afectuosa de siempre. Después, su madre y él se fueron quién sabe a dónde y ya nunca más regresaron.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá El “Hombre de Acción” era un muñeco de plástico suave, de pelo castaño, barba de candado y mirada fría, impasible, que vestía un uniforme militar confeccionado con una tela gruesa y calzaba unas botas color café oscuro que le llegaban hasta abajo de las rodillas; además, podía mover la cabeza, los brazos y las piernas, y tenía un completísimo armamento integrado por una ametralladora automática, un fusil con bayoneta calada, una pistola escuadra calibre .44, una granada de mano, un cuchillo, una soga... El niño lo vio por vez primera en un anuncio de la televisión y desde entonces no hizo otra cosa que pedirle a su padre que se lo comprara. Iban al supermercado o pasaban frente a una juguetería, y ahí estaba, duro y dale, con la misma cantaleta:  -¡Cómpramelo, por favor! Pero su padre aducía que no tenía dinero o que debía pagar la renta o la colegiatura o cualquier otra cosa, y el niño se quedaba trabado por la frustración y el coraje.  Un día, sin embargo, se sorprendió cuando su padre le dijo que le habían pagado un dinerito extra y que, por lo tanto, ya podía comprarle el “Hombre de Acción”. Perfecto. Su padre lo recogería en la escuela a las dos y juntos irían por él. Eso le dijo a la hora del desayuno, un poco antes de que se fuera al trabajo. Dieron las dos. El niño cogió su mochila, salió del salón de clases y atravesó el patio. Su padre no tardó en llegar. El niño le dio un beso en la mejilla y, tomados de la mano, se encaminaron hacia el auto. El sol brillaba esplendoroso en el cielo. El niño iba muy contento, tan contento que ya no se acordaba de lo que había sucedido esa mañana. Arrancaron, recorrieron un largo tramo de una calle arbolada, dieron vuelta a la derecha y entraron en el estacionamiento del supermercado al que acostumbraban ir todos los fines de semana. Su padre apagó el motor y jaló la palanca del freno de mano. Luego, cada uno abrió su respectiva portezuela y salió al solazo vespertino. Ya de pie sobre el pavimento, el niño metió despreocupadamente la mano en el bolsillo izquierdo del pantalón. No lo hubiera hecho: algo parecido a una descarga eléctrica lo cimbró de la cabeza a los pies: allí estaba la hoja del examen de matemáticas que había reprobado, con un horroroso cero trazado por la inclemente mano de la maestra. “Tengo que deshacerme de ella”, pensó mientras veía de reojo a su padre. Al comprobar que éste no había detectado su turbación, estrujó la hoja de papel dentro del bolsillo y la sacó cubierta por su mano cerrada. Después se agachó y con rapidez la tiró debajo del auto. -¿Qué tiraste? Aunque el niño escuchó claramente la pregunta de su padre, guardó silencio. No quería moverse, ni siquiera respirar. Si hubiera podido, se habría esfumado en el aire, como lo hacían algunos personajes de las caricaturas cuando se hallaban en apuros. Pero no podía. Ahora se encontraba en el centro de una situación desesperada. Su padre insistió: -Te pregunté qué tiraste. Como no podía mantenerse callado por los siglos de los siglos, el niño respondió: -Un papel. -¿Qué clase de papel? -La envoltura de un chocolate que compré en el recreo. -Enséñamela -ordenó su padre. No había escapatoria posible. El niño volvió a agacharse, y con la mejilla al ras del suelo estiró el brazo para alcanzar la hoja de papel hecha bola. En ese instante comprendió que todo estaba perdido, que su padre no le compraría el “Hombre de Acción” y que, además, le impondría un castigo. Su padre rodeó el auto, llegó hasta el niño y le pidió la hoja de papel. Cuando la tuvo entre las manos, la desarrugó y se quedó mirando el garabato de la maestra. Al cabo de unos segundos dijo: -Vámonos. Subieron al auto. El niño se acomodó en el asiento y recargó la cabeza en la ventanilla. Deseaba llorar, implorar perdón, pero no lo hizo porque estaba convencido de que lo que había hecho era un acto deleznable, indigno, que lo situaba en una posición desde la cual no podía –ni debía- pedir ninguna clase de consideración. Cerró los ojos y se despidió del “Hombre de Acción”, para siempre.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Ese domingo desperté con una cruda espantosa. Cada célula de mi cuerpo se contraía y temblaba sin control, aunque esto realmente me importaba muy poco. Lo que no podía dominar, lo que me sobrepasaba y me hundía en un mar de angustia era la culpa y vergüenza por todas las estupideces y locuras que había dicho y hecho la noche anterior, y aun otras noches, porque en aquel estado de fragilidad física y mental las culpas y vergüenzas pasadas se sumaban a las actuales y volvían a brotar en mi conciencia como pústulas sanguinolentas. Salí a la calle y me puse a caminar sin rumbo. La ansiedad tiraba de mí como un caballo desbocado. Vi a lo lejos un edificio muy alto, de veinte o veinticinco pisos. Me dirigí hacia él, atraído por su magnífica, espléndida arquitectura. Crucé la puerta de entrada, llamé el elevador y subí hasta la azotea. La ciudad, envuelta en una neblina densa y sucia, se desperezaba y abría los ojos a un nuevo día. Di unos pasos más y me senté en uno de los bordes de aquella azotea, con los pies colgando sobre el vacío. Entonces, un rostro se asomó a una de la innumerables ventanas del edificio y al cabo de un minuto oí una voz detrás de mí que me pedía calma. El ruido de los autos y camiones transitando por calles y avenidas subía como un suave murmullo hasta donde yo me hallaba sentado con los pies colgando sobre el vacío. Al rato más individuos -mujeres demacradas y en pantuflas, hombres despeinados y con la boca seca- se juntaron a mi espalda, todos unidos por un mismo objetivo: tratar de serenarme y convencerme de que me quitara de allí. Yo apenas les hacía caso: tan concentrado estaba en mis pensamientos, en mi desdicha, en mi escalofriante desesperación. “Tranquilo, amigo, todo tiene solución, te ayudaremos, dinos qué te pasa”, me parece que decían aquellos individuos -mujeres demacradas y en pantuflas, hombres despeinados y con la boca seca-, mientras yo permanecía en silencio, mirando el vacío que se abría a mis pies una mañana de domingo de hace más de treinta y cinco años.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   La mañana del martes 11 de septiembre de 2001, cuatro aviones comerciales secuestrados y convertidos en misiles por miembros del grupo yihadista Al Qaeda protagonizaron los mayores ataques sufridos por Estados Unidos en lo que va de su historia. Dos de ellos se estrellaron contra las Torres Gemelas de Nueva York; otro se impactó contra la fachada oeste del Pentágono, sede del Departamento de Defensa de Estados Unidos, en Virginia; y otro más, cuyo objetivo era el Capitolio, sede de las dos Cámaras del Congreso, en Washington DC, cayó en un campo de Pensilvania, luego de que sus pasajeros intentaron someter a los terroristas. A veinte años de aquel suceso que cimbró al mundo entero, José Luis Valdés Ugalde, investigador del Centro de Investigaciones sobre América del Norte (CISAN) de la UNAM, afirma: “El 11-S significó, en primer lugar, la fractura de la arquitectura del sistema internacional, que encabeza la Organización de las Naciones Unidas [ONU] y que tiene en Estados Unidos uno de sus puntales más importantes. Asimismo, fue un atentado contra los actores de desarrollo y de identidad civilizatoria estadounidenses –el establishment financiero, el establishment militar y el establishment político, representados por las Torres Gemelas, el Pentágono y el Capitolio, respectivamente– y una embestida contra la seguridad de la sociedad del vecino país del norte.” En opinión de Valdés Ugalde, si los estadounidenses tenían la creencia de que Estados Unidos era un espacio seguro, un espacio en el que tanto a nivel público como a nivel privado podían poner en práctica todos sus derechos y desarrollar todas sus capacidades sin ningún obstáculo, dicha creencia se vino abajo esa mañana del 11 de septiembre de 2001. “Con el derrumbe de la Torres Gemelas, la estabilidad psicológica y emocional de los habitantes de Estados Unidos también se derrumbó. Ese día, la sociedad estadounidense en su conjunto sufrió un shock cultural, político, psicológico y emocional muy fuerte. A partir de entonces ya no se sintió protegida”, agrega.   Seguridización y desconfianza A consecuencia de los ataques del 11 de septiembre de 2001, Estados Unidos y sus aliados de occidente establecieron de inmediato ciertos mecanismos para reforzar su respectiva seguridad nacional. “Fue así como se instauró la seguridización de las relaciones internacionales, comerciales, fronterizas…, es decir, de prácticamente todas las interacciones sociales. El mundo se concibió a sí mismo de otra manera. La desconfianza en el otro permeó cualquier tipo de comunicación y trato”, apunta el investigador. Por otro lado, los habitantes de las grandes urbes, sobre todo, quedaron sometidos a una suerte de terror latente por lo que pudieran hacer los grupos terroristas islámicos. Y, por desgracia, ese terror latente se concretaría el 11 de marzo de 2004 en Madrid, España y el 7 de julio de 2005 en Londres, Inglaterra, con la ejecución de otros atentados yihadistas. Un efecto más del 11-S fue la islamofobia que surgió en Estados Unidos y que estuvo vigente con mayor fuerza hasta el 20 de enero de 2009, cuando el mandato del presidente George W. Bush llegó a su fin. “Esta islamofobia se infiltró, a partir del discurso antiislámico de Bush, en los sectores más influyentes del establishment político estadounidense. Ahora bien, hay que dejar bien claro que el islamismo no es sinónimo de terrorismo. Los ataques del 11-S fueron resultado de una acción del yihadismo radical, que ciertamente es islámico, pero que representa sólo a una minoría de los integrantes del mundo musulmán”, indica Valdés Ugalde. Para aminorar los efectos de esta islamofobia y sentar las bases de un reencuentro con el mundo musulmán, el cual es clave para la seguridad internacional, el 4 junio de 2009, el presidente Barack Obama pronunció en Egipto lo que se conoce como el discurso de El Cairo. “De algún modo, Obama logró su cometido con él. Los actores internacionales le dieron la bienvenida a esta posición conciliadora de Estados Unidos y la islamofobia se atenuó. Sin embargo, con la llegada al poder de Donald Trump en 2017, las medidas antiislámicas volvieron a intensificarse, especialmente en relación con la entrada de inmigrantes musulmanes en territorio estadounidense. Esto de nuevo estiró la liga... Los países occidentales tienen esta asignatura pendiente, que incluye asumir una actitud humanitaria ante los sectores de población árabe que son marginados, discriminados e incluso victimizados brutalmente en los países donde los yihadistas han perpetrado atentados terroristas.”   Papel de la ONU De acuerdo con el investigador universitario, desde las invasiones de Afganistán en 2001 e Irak en 2003, que se planearon y realizaron a raíz del 11-S, la ONU, la máxima representación del multilateralismo a nivel global, ha jugado un papel relativamente débil. “A pesar de que la ONU no autorizó la invasión en Irak, Estados Unidos ignoró su autoridad y sus disposiciones, así como el consenso internacional concretizado en la Asamblea General. Es más, en el propio Consejo de Seguridad, Rusia y China se opusieron a esta invasión, lo cual tuvo una implicación grave, pues debilitó a la ONU y la puso frente a un reto que ha intentado resolver de la mejor manera posible.” Valdés Ugalde cree que, para desempeñar un papel más proactivo con respecto a cualquier conflicto internacional y más defensivo con respecto a las hegemonías globales, la ONU requiere una reforma interna. “Éste es un tema que se ha discutido en muchas ocasiones. En el CISAN tenemos varias cosas escritas sobre una reforma de la ONU. Si ésta no se da pronto, el Consejo de Seguridad seguirá actuando con la impunidad con que actúa, toda vez que los que llevan la batuta allí son los cinco miembros permanentes: Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Rusia y China”, señala. En conclusión, los ataques del 11 de septiembre de 2001 no sólo dejaron un saldo de poco menos de tres mil muertos y más de veinticinco mil heridos (muchos de ellos con heridas físicas y emocionales permanentes), sino también aterrorizaron y sumieron en la incertidumbre a gran parte de la humanidad. Y hoy en día, infortunadamente, las cosas no están mejor que entonces...
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   A partir de lo que, miles de millones de años después, unos seres más o menos inteligentes que habitaban el planeta Tierra denominarían el Big Bang o la Gran Explosión, el universo -entonces del tamaño de una diezmilmillonésima parte de un grano de sal- había comenzado a expandirse y dar origen al espacio-tiempo, las partículas elementales, la materia, la gravedad, el plasma, las estrellas, los planetas, los hoyos negros, las galaxias... Sin embargo, llegó un momento en que el universo alcanzó su tope, por llamarlo de algún modo, y empezó a contraerse de manera inversamente proporcional a la velocidad con que se había expandido, por lo que, al cabo de un periodo igualmente largo -durante el cual las galaxias, los hoyos negros, los planetas, las estrellas, el plasma, la gravedad, la materia, las partículas elementales y el espacio-tiempo desaparecieron como tales-, volvió a adquirir el tamaño de una diezmilmillonésima parte de un grano de sal. Con su portentosa vista, Dios pudo observar sin ningún problema cómo aquella densísima partícula descendía por el éter y la recibió en la palma de la mano; a continuación bajó un poco la cabeza y la probó con la lengua. -Mmm..., sabe a sal –dijo.
Sal
Autor: Roberto Gutiérrez Alcalá  254 Lecturas
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Intento escribirle una carta a Ana María. No sé, bien a bien, qué decirle. Sólo siento la necesidad de hacerlo, de establecer algún tipo de contacto con ella, no importa que sea meramente imaginario... A pesar de que ha pasado tanto tiempo desde la última vez que la vi, aún recuerdo, con plena nitidez, sus ojos, aquellos ojos del color de la resina de los árboles, que me trastornaban a tal grado que llegué a creer que perdería la razón por ellos... Ahora que pienso esto, me doy cuenta de que, si estuviera a punto de morir y se me concediera un deseo, pediría ver de nuevo aquellos inauditos ojos. Trazo su nombre sobre la hoja de papel y, un momento después, lo pronuncio en voz baja, como si fuera parte de una oración que se eleva al Cielo, sabiendo que no hay ninguna posibilidad de que obtenga respuesta. Me levanto del escritorio y camino hasta la ventana de mi estudio. Una bruma densa y grisácea ondula entre los pinos del camellón que divide la avenida por donde, ahora mismo, no transita ningún vehículo. Entonces, más allá, hacia el comienzo de la curva, vislumbro un grupo de personas que, con antorchas encendidas en las manos, avanza en dirección a mi casa. Vienen en silencio y, quizá por eso, percibo cada uno de sus pasos con atronadora claridad. Al cabo de un instante ya están debajo de mi ventana, con los ojos puestos en mí. Quiero darme la vuelta y concentrarme en la carta que tengo en mente; no obstante, casi de inmediato considero que, con dicho proceder, las cosas podrían tomar un curso indeseable... Así pues, decido abrir la ventana. Una ráfaga de aire helado entra en mi estudio y me alborota el cabello. -Tardamos, pero al fin dimos contigo –dice la voz de un hombre cuyos rasgos no alcanzo a distinguir. -Si pensaste que podías eludirnos indefinidamente -añade otra voz, ésta de mujer-, estabas muy equivocado. -¡Ahora tendrás que rendir cuentas! –clama otra más. Yo estoy molesto por la súbita irrupción de esta pequeña muchedumbre en mi domicilio; sin embargo, ya que está aquí, reflexiono, no puedo ignorarla. Estiro el cuello y entorno los ojos para mitigar mi perenne miopía. Poco a poco identifico a cada uno de sus integrantes. Ahí está el niño al que, en mi adolescencia, amarré a un poste e hice llorar con mi crueldad sin límites; y la anciana a la que despreciaba porque me parecía un ser repugnante; y los vecinos de los que, a sus espaldas, hablaba mal; y el compañero de escuela al que tiranizaba porque era débil y asustadizo; y la muchacha granienta de la que me burlaba cuando no tenía algo mejor que hacer; y los amigos a los que dejé de serles leal e, incluso, traicioné; y muchos otros individuos de los cuales no guardo memoria, pero a los que, sin duda, habré dirigido en el pasado alguna humillación, alguna ofensa, algún agravio. Mi corazón late con más rapidez, las manos me sudan y un temblor tenue pero ininterrumpido sacude mi cuerpo. Me pregunto cómo estos sujetos que se aglutinan afuera de mi casa con una actitud nada amistosa pudieron reunirse y localizarme... Es tan improbable que algo así suceda... La bruma ya flota sobre ellos y hace que la luminosidad de sus antorchas se vuelva un tanto opaca. Sin pensarlo digo lo primero que se me viene a la cabeza: -¿Puedo ofrecerles agua? -¡Agua! ¡Eso es lo que tú vas a necesitar muy pronto! –grita uno de ellos. Todos ríen al unísono, con unas carcajadas estridentes que hacen vibrar los cristales de la ventana. De repente me invade un hondo cansancio, por lo que declaro: -Si no tienen inconveniente, me gustaría irme a dormir. -Shsss, tiene sueño... –dice alguien-. ¡Cantémosle una canción de cuna! -¡Sí, y arrullémoslo hasta que sus lindos ojitos se cierren! –propone una voz chillona. -¡Duérmete, niño, duérmete ya -canturrean varios-, que viene el coco y te comerá! Alzo la vista. La luna, tan rojiza como un espejo en llamas, se asoma un instante antes de desaparecer nuevamente detrás de unas nubes negras y abigarradas. Entretanto, por encima del gentío aparece una escalera de metal que pasa de mano en mano hasta que alguien al frente la coge y la recarga en posición vertical en el muro de mi casa, a unos cuantos centímetros de la ventana; luego, el mismo individuo recibe su antorcha de otro y empieza a subir por ella en medio de una intensa gritería. Asumo que no tiene caso pedir perdón o tratar de defenderme o de justificar todas y cada una de las infames acciones que he llevado a cabo en contra de estas personas a lo largo de mi ya no tan corta existencia. Sin embargo, cuando a lo lejos veo a mis padres llegar por la avenida e incorporarse a la multitud, mis fuerzas flaquean y casi me derrumbo. -¡Papá, mamá! –grito, apoyado en la pared de mi estudio, pero ellos no parecen escucharme. Y así, abatido y exhausto –y también con la pena de no haber concluido la carta a Ana María- espero a que el hombre que sube llegue al final de la escalera y cumpla su cometido.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá  Por un amigo que trabajaba en el medio editorial me enteré de que alguien –un profesor universitario- preparaba una Antología de escritores a los que nadie lee. Sin falsa modestia consideré que tenía los méritos suficientes para figurar en ella. De inmediato le pedí a mi amigo que me diera el nombre del antologador y su correo electrónico, y luego pasamos a otro tema. Al llegar a casa me senté frente a mi computadora, escribí una breve semblanza personal y una relación pormenorizada de todos y cada uno de los manuscritos de cuentos y poemas de mi autoría que habían sido ignorados por decenas de editoriales, suplementos culturales y revistas literarias, y se las envié al profesor H. Sorpresivamente, éste no tardó en responderme. En su amable correo me sugería vernos al día siguiente en una cafetería localizada no lejos de donde yo vivía. Por supuesto acepté su sugerencia, y acudí a la cita esperanzado. Una vez estuvimos sentados uno delante del otro, H., un hombre ya mayor, flaco, calvo y ceremonioso, dijo: -He leído con interés la información que me ha proporcionado. De acuerdo con ella, su trayectoria literaria es impoluta. Sin embargo, déjeme insistir en la cuestión esencial: ¿realmente nadie lo lee? -Nadie. Cuando escribo algo, lo que sea, e intento mostrárselo a algún conocido o desconocido, la reacción es unánime, siempre: empieza a leer y, al poco rato, con un dejo de incomodidad, me devuelve las hojas pergeñadas por mi terco afán. Incluso mi madre, una persona en extremo benévola e indulgente conmigo, no ha pasado del primer párrafo de cualquier manuscrito mío que he dejado en sus manos.   -Bien. Como usted sabe –añadió H.-, estoy a la busca de autores genuina y perpetuamente ninguneados. Sería una pena descubrir que usted en realidad no es uno de ellos y tener que sacarlo, en el último momento, de mi antología. Discúlpeme la franqueza, pero no puedo arriesgar, por ningún motivo, mi prestigio académico. -Lo entiendo, profesor –dije. H. se llevó su taza de café a la boca, le dio un sorbo delicado al oscuro líquido y volvió a hablar: -Prepare un texto que no supere las quince cuartillas. Puede ser un cuento, un poema o un fragmento de novela. Lo que quiera. Obviamente no lo leeré, pues, de hacerlo, iría en contra de la propia naturaleza de la antología. Con todo, confío en que lo que me entregue será de calidad.  -Lo tendrá mañana mismo –dije, y a continuación, evidentemente entusiasmado, averigüé cuántos escritores más participarían en el proyecto. -En total, veinte –dijo H.-. Con usted cierro la lista. La idea es confeccionar un libro muy bello, con una portada discreta pero atractiva, seductora... Claro, el editor y yo no aspiramos a que los potenciales lectores lo lean, ni mucho menos, sino tan sólo a que lo hojeen lenta o rápidamente, al gusto, y lo coloquen en uno de los anaqueles de su biblioteca como si se tratara de un tesoro inexplorado... -¡Perfecto! En punto de las doce, H. y yo nos dimos un fuerte apretón de manos y nos despedimos. Esa misma tarde me dediqué a pulir con esmero lo que juzgaba mi mejor cuento, y al otro día, apenas amaneció, se lo envié a H. vía correo electrónico. Él tuvo la gentileza de confirmarme que lo había recibido sin problemas y decirme que pronto se pondría en contacto conmigo para firmar el contrato. Pero esto último -es decir, que pronto se pondría en contacto conmigo para firmar el contrato- no sucedió. Al cabo de ocho meses de vana espera le escribí a H. otro correo en el que, después de saludarlo y desear que su salud y la de los suyos fuera óptima, le pregunté cómo iba el proceso de edición de nuestra antología. Su respuesta, en esta ocasión, fue lacónica, fría, brutal: “El editor la canceló. Pasa por una inesperada crisis económica. Adiós.” Y así, la posibilidad de formar parte de aquella antología se desvaneció como una gota de lluvia en el mar.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   1. Cuando Fiodor Dostoyevski tenía dieciocho años, su padre, un médico alcohólico, déspota y violento, fue asesinado por sus siervos en la aldea de Darovoye, en la provincia de Tula, Rusia. Según Sigmund Freud, a consecuencia del sentimiento de culpa que experimentaba por sus propios deseos parricidas, este trágico hecho influyó decisivamente para que, años después, el escritor ruso padeciera esquizofrenia y epilepsia. 2. A los veinticuatro años, Dostoyevski, nacido en Moscú el 30 de octubre del calendario juliano (11 de noviembre del calendario gregoriano) de 1821, se convirtió en una celebridad literaria con la publicación de su primera novela: Pobre gente. La crítica recibió esta obra con entusiasmo y catalogó a su autor como un “segundo Gogol”. No obstante, el propio Gogol dijo: “El autor tiene talento. La elección del tema demuestra sus cualidades espirituales; pero uno puede ver también que todavía es muy joven. Hay demasiada verbosidad y muy poca concentración interior. El libro me hubiera parecido mucho más vivo y fuerte si Dostoyevski hubiese apretado más su texto.” 3. El 23 de abril de 1849, Dostoyevski, quien formaba parte del Círculo Petrashevski, una comunidad intelectual cuyo objetivo era poner fin a la autocracia zarista, fue detenido, encarcelado y acusado de conspirar contra el zar Nicolás I. El 22 de diciembre de ese mismo año, luego de ser condenado a muerte, varios soldados lo condujeron a la plaza Semenovski, donde sería ejecutado. Sin embargo, en el último momento, cuando ya estaba de pie frente al pelotón de fusilamiento con los ojos vendados, llegó el indulto, aunque no se libró de cumplir una condena de cuatro años de trabajos forzados en la prisión de Omsk, Siberia. 4. Con el paso del tiempo, Dostoyevski se convirtió en un ludópata irredento. En una ocasión, mientras su primera esposa, María Dimitrievna, agonizaba en San Petersburgo a causa de la tisis, el escritor ruso viajó, en compañía de su amante Polina Suslova, a Wiesbaden, donde ganó cinco mil francos jugando a la ruleta. Pero al cabo de unos días perdió todo en Baden-Baden, por lo que debió pedir dinero prestado a Rusia e incluso empeñar su reloj y el anillo de Polina. En 1865, cuando María Dimitrievna, ya había muerto, Dostoyevski quedó de verse con Polina nuevamente en Wiesbaden, es decir, donde la suerte le había sonreído. A diferencia de la primera, esta vez perdió todo su dinero en cinco días y Polina lo abandonó definitivamente. Basado en estas amargas experiencias, Dostoyevski escribió su novela El jugador, la cual se publicó en 1866. 5. A mediados de 1878, Dostoyevski comenzó a escribir, precisamente a partir del tema del parricidio, su última novela, Los hermanos Karamazov, la cual se publicaría por entregas desde enero de 1879 hasta bien entrado 1880 en la revista literaria El Mensajero Ruso. Por cierto, Freud calificó esta obra como “la novela más grandiosa que se haya escrito”. 6. A las ocho y media de la noche del 28 de enero del calendario juliano (9 de febrero del calendario gregoriano) de 1881, Dostoyevski murió, a los 59 años, en San Petersburgo, a causa de una hemorragia pulmonar asociada a un enfisema y un ataque epiléptico. Tres días después, sus restos fueron seguidos por unas treinta mil personas hasta el monasterio de Alexandr Nevski, donde recibieron sepultura. El epitafio grabado en su tumba dice: “En verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, produce mucho fruto: Evangelio de San Juan 12:24”.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Una vez terminó de componer Aida, cuyo fastuoso estreno se realizó el 24 de diciembre de 1871 en el Teatro de la Ópera de El Cairo, Egipto, bajo la batuta de Giovanni Bottesini, Giuseppe Verdi decidió que su carrera como compositor había llegado a su fin. Sin embargo, en 1879, un libreto de Arrigo Boito basado en la célebre tragedia de William Shakespeare, hizo que Verdi abandonara su retiro voluntario y comenzara a componer la ópera Otello, la cual se estrenó, con un rotundo éxito, el 5 de febrero de 1887 en el Teatro de La Scala de Milán. Entonces, Verdi dijo: “Después de haber masacrado implacablemente a tantos héroes y heroínas, por fin tengo derecho a reír un poco”, y se puso a escribir, con otro libreto de Arrigo Boito, la que sería su única comedia lírica y su última ópera: Falstaff, la cual se estrenó el 9 de febrero de 1893, también en La Scala, cuando el músico italiano tenía ochenta años. Verdi, nacido el 10 de octubre de 1813 en Le Roncole, en la provincia de Parma, era inmensamente rico y generoso. Por eso, a partir de 1895, mandó construir la Casa di Riposo per Musicisti, un hogar de descanso para músicos retirados, en Milán, así como un hospital en Villanova sull’Arda, en la provincia de Piacenza. A principios de 1897 padeció un ligero ataque cerebral, pero pronto empezó a recuperarse. Ese mismo año publicó sus Quatro pezzi sacri (Ave Maria, Stabat Mater, Laudi alla Vergine Maria y Te Deum) y perdió a su segunda esposa, Giuseppina Strepponi, lo que supuso un fuerte golpe anímico para él. Verdi había sido un hombre sano prácticamente toda su vida. Ahora comentaba que estaba un tanto ciego y sordo, y se quejaba de que se le escapaba cada vez más la memoria y no dormía a causa del insomnio. En la mañana del 21 de enero de 1901, en su habitación del Gran Hotel de Milán, donde vivía, sufrió una embolia que le dejó el lado derecho de su cuerpo completamente paralizado. Apenas fue divulgada la noticia de su mal estado de salud, una enorme multitud se agolpó frente al Gran Hotel. Y para evitar que se produjera cualquier ruido que pudiera molestarlo, se cubrieron con paja las calles vecinas y se redujo la circulación en la Via Manzoni. Verdi, quien había entrado en coma, ya no resistió más y murió hacia las tres de la tarde del 27 de enero, a los ochenta y siete años, rodeado por Arrigo Boito, la soprano Teresa Stolz y sus editores Giulio y Tito Ricordi, entre otras personas. En señal de luto, las banderas ondearon con listones negros, los teatros y comercios cerraron sus puertas, y los periódicos publicaron ediciones especiales en la que daban cuenta de su fallecimiento, con los bordes de sus páginas impresos en negro. Verdi fue enterrado en una ceremonia privada en el Cimitero Monumentale de Milán pero, al cabo de un mes, sus restos, junto con los de Giuseppina Strepponi, fueron exhumados y llevados a la capilla de la Casa di Riposo per Musicisti, donde aún hoy permanecen. En esta ocasión, unas trescientas mil personas acompañaron el cortejo fúnebre y la orquesta de La Scala y más de ochocientas voces interpretaron, bajo la batuta de Arturo Toscanini, el coro “Va, pensiero”, de otra de sus creaciones: Nabucco.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Luego de abandonar Francia, país que estaba ocupado por los nazis desde hacía casi seis meses, el escritor irlandés James Joyce, su esposa, Nora, su hijo George y su nieto Stephen llegaron en tren a Ginebra, Suiza, en la noche del 14 de diciembre de 1940. Al día siguiente, los Joyce viajaron a Lausana y, dos días después, a Zürich, donde tomaron posesión de dos habitaciones del Hotel Pension Delphin. Al cabo de unos días, un amigo de Joyce llamado Paul Ruggiero fue a verlo y, como dejó su sombrero encima de la cama, el escritor nacido el 2 de febrero de 1882 en Dublín le dijo en italiano: “Ruggiero, quite ese sombrero de la cama. Soy supersticioso, y significa que alguien va a morir.” Los Joyce pasaron la Navidad en casa del matrimonio Giedion. En esa ocasión, el autor de Música de cámara, Dublineses, El retrato del artista adolescente, Exiliados, Ulises y Finnegans Wake interpretó varias canciones en irlandés y latín. El 9 de enero de 1941, después de haber visitado una exposición de pintura francesa del siglo XIX, Joyce y Nora fueron, como acostumbraban, al restaurante Kronenhalle, pero Joyce casi no habló ni probó bocado. Antes de medianoche regresaron al hotel. Entonces, Joyce comenzó a padecer un fuerte dolor de estómago que empeoró con el transcurso del tiempo. A las dos de la madrugada, George salió a buscar un médico y, a pesar de que éste le administró un poco de morfina al escritor, el dolor no disminuyó, por lo que en la mañana fue trasladado en ambulancia a un hospital de la Cruz Roja. Una radiografía mostró que Joyce tenía una úlcera duodenal perforada. Los médicos le comunicaron que era necesario operarlo de inmediato, pero él se negó en un primer momento, hasta que George lo convenció de que no había otra alternativa. Por recomendación de frau Gedion, el doctor H. Freysz se encargó de operar a Joyce. Hacia el atardecer, el escritor se recuperó de la anestesia y le comentó a Nora que había creído que no sobreviviría. También manifestó sentirse muy preocupado por el dinero que iba a costar su internamiento y la operación. El sábado 11 pareció que Joyce recobraba las fuerzas. Sin embargo, el domingo en la mañana volvió a debilitarse tanto que requirió dos transfusiones de sangre. En la tarde entró en coma. A la una de la madrugada del lunes 13 de enero de 1941, Joyce volvió en sí y le pidió a una enfermera que llamara a Nora y George; a continuación entró en coma de nuevo. Una hora y quince minutos después, cuando Nora y George aún no habían llegado al hospital, murió, a los 58 años, de una peritonitis generalizada, de acuerdo con la autopsia que se le practicó. El miércoles 15, Joyce fue enterrado en el cementerio de Fluntern, en una ceremonia austera a la que asistió un puñado de personas, entre ellas, Nora, George, el embajador inglés en Berna, lord Derwent, el poeta Max Geilinger y el tenor Max Meili, quien cantó el “Addio terra, addio cielo”, de la ópera Orfeo, de Claudio Monteverdi. La hija de Joyce, Lucia, a quien se le había diagnosticado esquizofrenia, se negó a creer en la muerte de su célebre padre. Así, cuando el escritor italiano Nino Frank la visitó, ella le dijo: “¿Qué hace ese idiota bajo tierra? ¿Cuándo piensa salir? Está vigilándonos todo el día.” Acerca de Ulises, sin duda la novela más influyente del siglo XX, el escritor italiano Italo Svevo escribió: “Muchas veces, leyendo Ulises, me pregunto por qué Joyce no quiso ser más claro, y suprimió totalmente las explicaciones. Era necesario que estuviesen ausentes, y es inútil inquirir por ello. Su ausencia hace más austera la obra de Joyce. Una sola palabra fuera de lugar demolería todas esas perfectas construcciones de representación.”
<< Inicio < Ant. [1] 2 3 4 Próx. > Fin >>

Seguir al autor

Sigue los pasos de este autor siendo notificado de todas sus publicaciones.
Lecturas Totales47747
Textos Publicados134
Total de Comentarios recibidos55
Visitas al perfil17337
Amigos3

Seguidores

Sin suscriptores

Amigos

3 amigo(s)
JUNTALETRAS
raymundo
Daniel Florentino López
 
 
RAGA

Información de Contacto

Argentina
Mexicano. Autor de los libros de cuentos La vida y sus razones y El corrector de estilo.
www.ficticia.com

Amigos

Las conexiones de RAGA

  JUNTALETRAS
  raymundo reynoso cama
  DanielFL