• Ricardo diaz
Ricardo555
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  • País: Colombia
 
A ti te canto, mujer de dos pesos a la que tanto he amado los últimos tres años. Te canto a ti, díscola mujer ramera que tanto me ha hecho sufrir, porque a pesar de tu burda e inaccesible personalidad, sigues siendo para mí la única fémina respetable en este condenado mundo. Así es, Literatura: A ti solo te amarían esos hombres calvos, de panzas prominentes y sonrisas idiotas que se pasean por los colegios, las fábricas y las oficinas. Eres grosera, torpe, cascorva, miope, oportunista y  zarrapastrosa, pero tu misma capacidad para metamorfosearte instantáneamente y lucir como la dama más bella, me hizo amarte. Y no solo amarte ¡No, vieja barata! Me hiciste besarte y tocarte y hacerte el amor de la manera más entregada  y abnegada con que lo haría un ser humano, e inmediatamente después de la cópula, prostituta disfrazada, me mostraste tu verdadera cara: Tu tez, morena, suave y perfecta se pudrió frente a mis ojos; tu nariz respingada, muestra irrefutable de la existencia de Dios, cayó de tu rostro y tu cuerpo, tan puro y místico como una rosa, apestó a sexo público. ¡Ese rancio olor que me provocó verdaderas bascas! Te detesto, Literatura, pero te amo en lo más profundo de mi alma. Cuánto me hiciste sufrir llevándome a tus burdeles y mostrándome cruelmente cómo te acostabas con cuanta criatura se te pusiera en frente. ¡Así fue, Literatura mentirosa, no intentes negarlo! Justo ahora, mi amor hacia ti es un arma de doble filo, porque conoces mi agenda y lees mi mente, Literatura ramera. Me haces escribirte a estas horas de la noche y me quitas el sueño con tu voluptuoso cuerpo, porque sabes que mañana me examinarán en tu materia. ¡Cuánto te odio pero cuánto de quiero! Odio la forma en que te escurres entre mis dedos como el aceite cuando creo haberte agarrado lo suficientemente duro para poseerte plenamente. Odio la ambigüedad en que estás sumida hasta el cuello. Odio la forma en que me controlas como a una máquina. Te odio, Literatura, porque dependes de situaciones, ocasiones y de circunstancias para fluir naturalmente. Y puede ser que mi amor por ti no sea sino una ilusión, que jamás te haya tenido entre mis brazos verdaderamente y que nunca haya rosado tus labios. A lo mejor sólo yo necesito de las musas y las circunstancias para tenerte, aunque sea de forma efímera, y a pesar de todo Literatura malvada, cada vez que quito mis ojos de tu cuerpo te ansío más, porque el resto del mundo está más podrido que tu verde dentadura. Tú, mujer bastarda, deberías estar quince metros bajo tierra, cubierta por un elegante ataúd que tarde o temprano los gusanos consumirían, porque sólo para ellos estás hecha. Pero no. No, Literatura, tú te paseas altiva en un BMW por las autopistas de las ciudades. Tú recorres los moteles, acostándote con industriales, empresarios y latifundistas. Tú le confías tu alma al diablo, que apesta a efectivo y a los demás, Literatura,  los deshechas e ignoras vilmente. Te odio, fantasma infernal, porque eres un mito. Porque a ti sólo te han visto viejos locos con infecciones renales y cáncer en la próstata, caminando por los parques y asustando a los niños. Te odio porque nunca te debiste llamar Literatura  sino Luis Alfredo Garavito, nombre que se ajusta impecablemente a tu enferma personalidad. Te odio porque corrompes a los hombres, porque los obligas a adorarte, porque te conviertes rápidamente en un becerro de oro para que se arrodillen ante tu rancio y pútrido cuerpo. Te odio porque eres dueña del tiempo: podrías volver un segundo meses o reducir los lustros a instantes. Te odio porque por ti los hombres desperdician sus vidas en monótonos escritorios, huyendo cobardemente del mundo y escondiéndose en tus sucios y amarillos faldones. No pudo ser más acertada la definición que te asignó El Profeta Gonzalo Arango, como “el más corrupto vicio onanista del espíritu moderno”. Eso eres tú, y a eso te reduces, condenada. Pero lo que más odio de ti, despreciable Literatura, es la forma en que te amo. Sí, después de todo y ante todo te amo, mi apreciada amante, porque soy débil, cobarde, sucio, imbécil y torpe al igual que tú. Te amo porque entiendo a la perfección que entre tanta inmundicia, eres millones de veces más íntegra que la generalidad de los hombres y a lo mejor tienes el secreto que las oraciones, los credos, los dogmas y hasta la ciencia jamás podrían explicar.  Digo que te amo, porque ya no tengo nada mejor que decir, porque me estás llamando, diciéndome a la vez que te mire, que te escuche, que tu cuerpo y tu rostro. Y es así como odiándote y amándote en lo más profundo de mi estúpido ser, camino hacia ti, Literatura mesiánica y beso tus pies. Escribiéndote esto me embadurné de ti sin muchas esperanzas, porque te besé, te miré directo a los ojos y vi en tu mirada un destello rojo. Y con mis labios soldados a los tuyos, nuestras manos enlazadas, nuestras lenguas juntas y nuestras almas amarradas para siempre, abro los ojos, bien abiertos como cayendo en la cuenta del algo, y entendiéndolo todo grito aterrado: ¡Madre Santa, si estoy besando al mismísimo Diablo! Hasta siempre, prostituta acicalada. Con todo desprecio, Ricardo Díaz.                                                                                                           Diciembre/2011  
El hombrecillo me miró saltando desde el papel. Vivía a la orilla de un colosal bosque en una encantadora casita de un inmenso reino y trabajaba de sol a sol para sostener a su único hijo; sin embargo, el dinero apenas le alcanzaba para pagar la renta. Se había casado hacía diez años con la mujer más bella y noble del mundo y cinco años después de su muerte, no había conocido aún esposa más trabajadora y honesta. En cambio el Rey era un hombre arrogante y presuntuoso que desconocía los problemas de su pueblo, tenía como esposa a una mujer ignorante e infiel -casada por interés- quien no había cumplido con la función real e imprescindible de dar prole al monarca. Fue así cómo un día del glacial Diciembre, con el fin de acallar la voz del pueblo y de refutar a los intelectuales del reino, que proclamaban dentro y fuera de él, las ineficiencias y el desdén de los gobernantes, decidió el Rey abrir las puertas del palacio y permitirle a las multitudes acercarse y manifestarle sus quejas y necesidades. -Lo requerido, será hecho- solía responder parcamente el hombre. La noticia corrió con rapidez y pronto el protagonista de esta historia se plantó religiosamente todos los días, desde la salida del sol hasta su ocaso, a la entrada del palacio, rodeado por miles de hombrecitos más que al igual que él esperaban ser escuchados por su Rey. Y así permanecieron semana tras  semana, sin q6ue las puertas de tan suntuosa residencia fueran abiertas. Presenció el hombrecillo cómo cada vez creía más la multitud incontrolable y cómo los ánimos se exaltaban ante las  peticiones de algunos espontáneos que, aprovechando ventanas y balcones reales, exigían remedio a sus necesidades. Cansados, uno a uno, esperaron con paciencia que la masa se deshiciera para retornar a sus hogares, con las manos vacías, esperanzados en que sus problemas, tarde o temprano, les serían solucionados. Después de casi dos semanas sin probar bocado ni pegar el ojo, ingresó el individuo a su humilde hogar. Su amado hijo alucinaba de hambre, y aterrado observó que el pobrecito hasta había mordido pisos y paredes para entretener su estómago y  fue cuando comprendió que sólo le restaba una opción. Me miró una vez más, con sus ojos húmedos, saltando desde el papel. Decidió entonces que debía matar al ser al que había dado vida hacía años y para evitar que el alarido, producto de tan insufrible dolor fuera escuchado, tomó aguja e hilo y le cosió los labios… Una vez más  sollozó desesperado, agitando sus manos hacia mí, saltando desde el papel. Silenciadas las protestas de su hijo, se asomó a la ventana y contempló a cientos de hombrecillos como él sufriendo, bramando desencajados, pidiendo ayuda, saltando desde el papel… Dejo de escribir. Insatisfecho, arrugo y arrojo el texto a la papelera y junto a él al diminuto hombre, quien yacerá minutos más tarde sobre los cuerpos de cientos de personajes más, también desechados. Me levanto del sillón y agito las manos al cielo, rogando a Dios por una historia decente y, entonces, lo entiendo todo. Toda mi vida no he sido más que un hombrecillo, saltando en obra divina.                                                                                                                                  2011                                                                        ***    
No se escuchaba un solo sonido aquella noche más que el estrepitoso aguacero que golpeaba sin piedad el coche. Los parabrisas se movían frenéticamente de un lado a otro, intentando sin éxito de librar de la vista de aquel hombre la inmensa cantidad de agua que parecía reproducirse sin razón sobre la atmosfera. El paisaje se desdibujaba un metro o dos más allá del auto y a pesar de que la densa bruma nublara fácilmente la vista, se podía estar seguro de que no había un alma por aquella autopista. El motor rugía secuencialmente adormeciendo las sentidos de aquel hombre y aquella mujer que tensos, callaban sus pensamientos y los enterraban, sustituyéndolos por el incesante murmurar de la lluvia. -Estás triste- musitó con voz queda la mujer, intentando encontrar el cielo a través de la ventanilla.  No hubo respuesta alguna. El hombre hundió el pedal del carro intentando apremiar el paso, fuesen adonde fuesen. El paisaje, sin embargo, no cambió. -Ahora no intentes culparme ¡Por Dios! Si ha sido culpa de ambos- Intentó de nuevo la mujer sin obtener reciprocidad. Habló durante varios minutos, intentando llegar a un punto común con el hombre y poder así limpiar su consciencia de las recurrentes voces que la atormentaban, sin turbar, no obstante, el religioso silencio del hombre. Cualquiera que pudiera observar el coche desde un punto exterior, podría decir sin dificultad que no venía de algún garaje ni se dirigía a ninguna parte sino rodaba por el asfalto como un alma en pena.  Después de varios minutos, indignada por el mutismo del conductor, la mujer estalló en reclamos, en gritos e insultos y en la medida en que elevaba la voz, la naturaleza parecía silenciarla con violentos chapoteos. Trip, trip, trip, uno tras otro sin que el hombre articulara sonido. Sin saber cuándo, la conversación se tornó violenta, ahora la mujer empujaba con sus puños al hombre, sollozando, reclamando respuesta a sus argumentos. Trip, trip, trip. Continuó, desesperada, golpeando las puertas, tratando siquiera de atraer la mirada del hombre hasta que la impaciencia la llevó a gritar: ¡Para!¡Para o me tiro de este carro! El hombre sonrió a sus adentros aunque su boca no cedió ni un centímetro, firme en su silencio. Como retando a la mujer, convencido de su naturaleza cobarde, hundió el pedal de aceleración hasta donde pudo y no obstante, sin pensarlo dos veces, esta abrió la puerta de par en par y salió disparada por ella. -¡Mierda!- Pensó el hombre preocupado, sin asimilar lo ocurrido. Intentó frenar, cambiando de pedal y pisándolo en repetidas ocasiones, siendo ahora el carro el que no respondía. -¡La maté!¡La maté!- Se dijo el hombre, dejando el timón y llevándose las manos a las sienes. Aún sin conductor el carro no perdió el control, en cambio pareció más firme, más recio. Llevaba años relacionado informalmente con esa mujer, la había conocido en un café de la ciudad y ahora… -La mate…- Dijo una vez más llorando desconsolado. El carro parecía descender, girar, subir, vuelta de 360o grados, izquierda, arriba de nuevo, derecha. Empezaba a sentir un terrible zumbido en los oídos, su boca estaba ¡tan seca!, si pudiera tomar un poco de agua lluvia, refrescar su lengua. ¡Y su corazón, cómo latía! ¿Llovía? El automóvil paró en seco, la puerta se abrió y La Muerte le estiró la mano, tomándolo del brazo y obligándolo a caminar con ella. Demasiado débil para resistirse el hombre caminó, cubriéndose la cara con la mano libre. Después de un par de metros de caminar de la fría y gélida mano de La Muerte el hombre bajó su mano y subió su frente y dirigiéndose apenado hacia la Parca le confesó: -La maté…                                                                                                                2011                                                                        ***
Sendero a Casa
Autor: Ricardo diaz  760 Lecturas
Era aquel hombre, idéntica imagen de cualquier otro. Cualquier otro hombre que como él, el lomo se rompiera por un centavo; que entre trabajos citas y papeleos, conocía con dificultad su propio nombre.   Por gracia divina se encontró un día -por fin- descansando,                       cuerpo en cómoda silla, cabeza reclinada y pies descalzos, -¡Al fin respirando!- era tal vez ,la primera vez que lo hacía.   Sin la costumbre a su favor, se cerraron sus ojos                    y su mente voló. Se encontró en su sueño con desperdicios químicos, desechos laborales, todo tipo de chatarra que había él, alguna vez tratado.   Viajó entre bosques y soporíferos ríos                          que con susurros impíos le reclamaban paz, y el sonoro y a su vez sosegador sonido                                          del suspiroso río pareció saciar su deseado descansar.   Se nubló el cielo y sin preguntar, repentinamente principió a tronar. Retumbaron con rustica rabia los feroces rayos que tan fuerte, ni Zeus podría mandar.   Y el fuerte soplar del viento, y la feroz fusta eólica, le parecían silbar profecías, que ahora con miedo sí iba a escuchar.   -¡Madre Santa si hasta están los animales furiosos conmigo!- Se dijo el hombre aterrado, contemplando horrorizado, su terrible terminar.   Y entre feroces gruñidos y salvajes silbidos e inamansables criaturas que clamaban paz, se acordó el hombre que este horrible destino, no era sino una onírica imagen de una necia actividad.   -¡Despierta!¡Despierta!-  se ordenó a sí mismo sin efecto encontrar. Se tornó todo horriblemente real, hasta convencerse el hombre, idéntico a los demás, que sería este su último suspirar.   Y los ríos le ahogaron y los rayos chamuscaron, y animales devoraron sin el hombre chistar. Sin embargo, no te alarmes lector, no fue esto crueldad, existe entre bestias la selección natural: Fue aquel el castigo de tan despreciable animal.                                                   2011                                                                        ***
Selección Natural
Autor: Ricardo diaz  589 Lecturas
Cuando la vi tuve miedo de perderla. Con solo posar mis ojos sobre los suyos quedé atrapado ¡Esas dos grandes perlas que brillaban a lo lejos como espejos pulidos! Es verdad, no era la mujer más refinada, sus facciones no presentaban nada singular y se advertía en sus desabridos movimientos que la gracia no era su fuerte, y sin embargo sus ojos contrarrestaban toda desventaja física. Desde entonces no me he librado de aquella imagen: La mujer más bella jamás nacida caminando altiva por la mitad de la calle y justo en medio de su rostro aquel par de joyas relucientes. ¡Cuánto derroche de belleza! Rehusándome a abandonar tal imagen, la seguí, por supuesto, procurando no pestañear ni un segundo, sin conocer las verdaderas intenciones de ese instinto visceral que me arrastraba, como animal, hacia la transparencia de sus hermosos ojos. Creo que fue entonces, cuando inconscientemente, principié a recitar aquel texto de Poe en el que un hombre extirpa los hermosos dientes de su prometida, seducido por su dentadura como yo por los escasos metros que me separaban de aquel par de globos oculares. Sintiéndome como un personaje más dentro de un cuento y sin poder etiquetar de manera alguna mis verdaderos sentimientos me acerqué a la mujer, quien notando mi presencia apremió el paso. Con solo leer un par de veces los cuentos de Poe creí estar en ellos; no distinguía ya, entre un aparte de Berenice y mis propios pensamientos. La mujer empezó a respirar deprisa, probablemente aturdida por los fortísimos latidos de mi corazón que aparentemente llegaban hasta ella, delatándome. Entonces actué rápido, mis pies corrieron como nunca, tan lucidos como mis brazos para retener de las muñecas a la mujer que entonces gritaba, aterrada ante la situación. Presto para obtener por fin ese par de centelleantes globos y guardarlos para siempre en una cajita de ébano, me abalancé sobre su rostro y la miré a los ojos exclamando maravillado: ¡Dios de los cielos! ¡Qué esplendor! ¡Qué bello es el reflejo de mi rostro sobre ese par de vivos, enormes y radiantes luceros!                              2011                                                                        ***  
 

Autor: Ricardo diaz  554 Lecturas

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