• Milford F. Peynado
Milford Peynado IV
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“La paciencia es una virtud” He escuchado esta frase hasta el hartazgo, en mil y un variaciones, de la boca de mi padre, de la de mi madre, de la de mis maestros... Una y otra vez esa frase asaltó mis sentidos, y cada una de esas veces fui reacio a escuchar, pues desde siempre he sido una persona ansiosa. Nunca me ha gustado esperar por nada, por más pequeña que fuera la espera; pero hoy hay algo por lo que estoy dispuesto a esperar, algo por lo que vale la pena ser paciente, y me es fácil esperar porque sé que mi recompensa superará todo el pesar que me provoca mi terca ansiedad. Sentado de cara a la puerta espero pacientemente tu llegada. La promesa de un mañana perfecto es lo que me ha mantenido vivo. Vivo y esperando. Sufrí muchos días en los que la esperanza amenazó con abandonarme; mas esa misma promesa me mantuvo de pie, me mantiene todavía de pie. Hoy, bajo los ojos de la noche, y con el corazón engrandecido de felicidad, sé que vendrás… Sé que hoy sí vendrás. Te daré la bienvenida con los brazos abiertos para dejar que te fundas en mí, para sentir sobre mi piel tu respiración… Tomaré tu mano y te invitaré a la alcoba, donde seré yo el que se fundirá en la infinidad de tu ser. Nos ahogaremos juntos poco a poco en un vaivén de éxtasis, y ya no habrá mal que me aqueje, ninguna preocupación que invada mi cabeza, no habrá nada ni nadie en el mundo más que tú y yo unidos bajo las melodías de la calma y el delirio… unidos en mi último baile. Pero todas estas fantasías han de esperar un poco más, sólo un poco más. Ya pocas horas me separan de ti, de tu abrazo, de ser feliz. Con toda calma espero donde siempre he estado desde tu partida, en el lugar exacto donde me dejaste: frente a la puerta; a la espera de tu aliento, de tu abrazo, de tu tacto… a la espera de ti, mi amada y dulce muerte.  
A LA ESPERA
Autor: Milford F. Peynado  530 Lecturas
Despertó de repente abriendo los ojos de par en par, rápidamente se levantó sobresaltado de la cama y, en medio de la oscuridad, avanzó con premura a través del pasillo que separaba sus aposentos de la habitación que había concebido aquel grito que lo arrancó de sus sueños. Abrió la puerta bruscamente. Temiendo lo peor, y con el corazón a punto de estallarle, encendió la luz. —Papá, tengo miedo. Isaac se acercó titubeando a la cama donde se encontraba el tembloroso infante y dejó caer suavemente su mano sobre la cabeza de éste en una delicada caricia fraternal.      — ¿Miedo de qué?— le respondió. — ¡Del monstruo!— exclamó aterrado el pequeño, Isaac dio un suspiro que fue una mezcla de agobio e incredulidad. Era ya la cuarta vez que tenía lugar esta escena. El pequeño lo abrazó y se aferró a él con las fuerzas de un náufrago agarrado a un tronco en medio del océano. — ¡Va a atraparme!— dijo entre sollozos, Isaac le besó la frente. —Los monstruos no existen, Abraham. — ¡Pero yo lo vi!— insistió. —Debió ser una pesadilla, sólo eso y nada más— le respondió ya un poco molesto. — ¡Por favor no dejes que me lleve!— le rogó. Isaac abrió la boca pero inmediatamente la cerró, las lágrimas de su hijo siempre se habían sentido como navajas en su ya frágil corazón, ante ellas, no podía evitar ceder. Apretó con todas sus fuerzas la mandíbula para evitar llorar en frente de Abraham,   —El monstruo no podrá hacerte nada mientras yo esté aquí. No te preocupes, aquí me voy a quedar— le dijo con una voz a punto de quebrarse. Abraham se tranquilizó un poco. — ¿Lo prometes?— preguntó esperanzado. Limpió cuidadosamente las lágrimas del rostro de su niño con su camiseta. —Lo prometo. Se quedó sentado mirando la pequeña lámpara con forma de payaso que estaba en la mesa de noche de su hijo, inconscientemente apretó los puños. Odiaba esa maldita lámpara con todas sus fuerzas, la luz tenue que desprendía, sus colores; pero sobre todo, odiaba su repulsiva e hipócrita sonrisa. No podía evitar ver un descarado gesto de burla en los ojos de ese payaso. No podía resistir ver al payaso burlarse de la miseria en la que se había convertido su vida. Se cercioró de que Abraham estuviera dormido y, rompiendo su promesa, regresó a su habitación ahogándose en frustración. Justo en el preciso instante en que cerró la puerta de su cuarto, sus fuerzas declinaron, una lágrima se deslizó por su mejilla, y le siguieron muchas otras más. Con la luz encendida dio un vistazo por toda la alcoba, le parecía enorme, vacía… O al menos así se sentía él desde que ella había muerto. Miró las incontables latas vacías de cerveza que yacían amontonadas a lado de su cama con un dejo nostálgico, desvío sus inundados ojos hacia la cama y se sentó en el borde de la misma, con la yema de los dedos rozó las sábanas y recordó que era en ese lado de la cama en donde ella solía dormir. En segundos, su mente se vio ante un vehemente diluvio de recuerdos similares: ahí, ella solía dormir plácidamente abrazada a su pecho; ahí, ella se había entregado junto con él a los ardientes gritos del deseo y de la carne por primera vez, ahí, él veía sus hermosos cabellos brillar con un vástago reflejo de la luz matutina… Ahora no había nada, solamente una cama desarreglada y vacía en el centro de una habitación todavía más vacía. A cada segundo se veía obligado a duplicar sus esfuerzos por retener un grito, un alarido que le prometía desahogar su dolor. Secó sus lágrimas con el dorso de su mano y, tratando de calmarse, se acordó de la única que había logrado atenuar su dolor todo este tiempo… Pero ya no había cerveza… *  *  * En cada rincón del oscuro cuarto las sombras danzaban inquietas en cadencias lúgubres, se mecían armoniosamente, entrelazadas con el estridente silencio de la madrugada, sumergían el lugar en un infinito mar de tinieblas. Ahí, nadando en aguas ominosas y oscuras, se encontraba el pobre Abraham quien, tapado hasta la cabeza con las cobijas, temblaba de miedo. La puerta se abrió de repente con un áspero golpe y el pequeño corazón de Abraham dio un salto hasta su garganta. Se asomó levantando levemente la cabeza y miró horrorizado la figura que se hallaba ante el portal de su habitación, era el monstruo, aquél que lo asechaba desde la negrura noche tras noche. Despavorido, intentó escabullirse, pero el engendro fue más rápido que él y aprisionó su cuello entre sus sucias garras. Intentó gritar, pero la compresión que ahora era ejercida sobre su frágil tráquea no dejó escapar ni una sola súplica de ayuda. (Los monstruos no existen, Abraham…) Comenzó a patalear frenéticamente en un fallido intento de zafarse de aquella criatura que amenazaba con ponerle fin a su joven existencia. En medio del forcejeo, su mano izquierda palpó la figura del payaso que iluminaba modestamente su mesa de noche. Impulsado por un shock de adrenalina y miedo, tomó la pequeña lámpara y la estrelló con todas sus fuerzas en contra de la sien de su atacante, rompiéndola en cientos de pequeños fragmentos de vidrio pintado. (Los monstruos no existen…) Pero el monstruo no se inmutó, enardecido, ahorcó al pequeño con todavía más fuerza. Ya casi sin fuerzas, Abraham miró de frente la cara de la criatura y la poca sanidad que quedaba en su alma se esfumó al ver cómo lo miraban esos macabros ojos inyectados en sangre. (…Una pesadilla, sólo eso y nada más…) Lentamente, sus párpados comenzaron a cerrarse y todos sus músculos de destensaron, poco a poco, Abraham perdía el conocimiento. El monstruo consiguió sofocar el último aliento del niño con un todavía más recio estrujamiento de sus garras. * * * Emergió de su casi comatoso sueño sintiendo que en cualquier momento su cabeza explotaría, abrió los ojos y, para su sorpresa, se encontraba tirado en medio de la cocina, rodeado de de latas de cerveza vacías y sobre un charco de su propio vómito. Poco a poco se incorporó mareado y tambaleante hasta que sintió un punzante dolor en el lado derecho de su cabeza que lo hizo llevarse la mano a la sien mientras gemía de dolor. Atónitos quedaron sus ojos al ver que la mano que había puesto sobre su sien estaba manchada de sangre, miró a su alrededor y vio que toda la casa estaba hecha un desastre. Sus latidos y su respiración se aceleraron. — ¿Abraham…?— exclamó temblando angustiadamente. No hubo respuesta… —Abraham, ¿ya estás despierto?— y su respuesta fue completo silencio. Corrió hacia la habitación de su hijo y estuvo a punto de tropezar con una de las latas que fueron su única compañía la madrugada anterior. Abrió la puerta de un empujón y al ver el interior tuvo que ahogar una exclamación de horror. Al igual que toda la casa, el cuarto era un desastre. Pero no fue el desorden lo que afligió a Isaac; sobre la cama, yacía el cuerpo inerte de Abraham. El padre se apresuró a abrazar a su difunto hijo mientras sollozaba y gritaba de dolor. — ¿Por qué? ¿Quién pudo haber sido?— cuestionaba en voz alta al tiempo que se tragaba sus amargas lágrimas. Mientras abrazaba a su hijo, casualmente posó los ojos en la mesa de noche y cayó en cuenta de que la lámpara que tanto odiaba ya no estaba, ahora sólo había un montón de vidrios rotos en el suelo, varios de ellos manchados en sangre. Se tocó de nuevo la herida de la cabeza… Era su sangre. Soltó el cuerpo sin vida de Abraham y comenzó a retroceder. —No… No puede ser…— Repetía a cada paso  que daba hacia atrás, las lágrimas brotaban a cántaros de sus ojos que no podían creer lo que habían visto, había matado a la única persona amada que quedaba en su vida. Sus pensamientos fueron interrumpidos por el sonido de una lata siendo aplastada por su pie. Recogió la lata y la contempló mientras, sin darse cuenta, la estrujaba con el puño, haciéndose un corte en la palma de la mano. “Tal vez los monstruos sí existen”, pensó al mismo tiempo que la sangre que ahora emanaba de su puño cubría el logotipo del envase.
TERROR NOCTURNO
Autor: Milford F. Peynado  644 Lecturas
El sonido que las manecillas del reloj hacían mientras marcaban su recorrido fue el único ruido que llenó la habitación durante un tiempo que, para Isabelle, se asemejó a una eternidad. El incómodo andar del aparatejo fue interrumpido por el rumor de las hojas de la libreta de notas del doctor Freeman. —Okay…— Se aclaró la garganta. — Voy a mostrarte una serie de imágenes, tú tendrás que decirme qué es lo que ves en ellas. ¿Te parece?— Isabelle asintió sin voltearlo a ver. Llevaba varias sesiones así, se recostaba en el diván de gamuza a mirar un punto indefinido en el espacio y se sumergía en sus pensamientos; pensamientos que el doctor Frederick Freeman anhelaba descifrar, pero que, hasta ahora permanecían como cuervos en una noche oscura. De entre las hojas de su libreta sacó las láminas del test psicológico de Rorschach, tomó una y la extendió hacia ella. — ¿Qué ves aquí? Isabelle posó su distante mirada en la gran mancha de tinta que adornaba la lámina, —Veo una gran mancha de sangre— dijo en un suave suspiro y su mirada volvió a perderse en el vacío que era su procedencia. Decepcionado por oír una respuesta por demás ambigua, Frederick tomó de entre sus hojas la última lámina del test, — ¿Y qué ves en ésta? — le preguntó, impaciente. Isabelle se levantó de un salto y, con un brusco movimiento, arrebató la lámina de las manos del doctor; la acercó a pocos palmos de su rostro y comenzó a contemplarla con una fascinación casi infantil. — ¿Qué ves ahí, Isabelle? — Le insistió  tratando de que su atención regresara a él y a la sesión. —Es… — Hizo una pausa para tratar de ordenar sus ideas—…Una mujer, muy bien vestida. Freeman se pasó la mano izquierda por el contorno de su poblada barba y tragó saliva, — ¿Vestida como Elizabeth Báthory? — preguntó. Isabelle lo miró directamente a los ojos y un escalofrío corrió a lo largo de toda su espina al sentir la intensidad con la que esos ojos oscuros lo miraban; más que sentir que había comenzado a descifrar el retorcido psique de la asesina psicópata Isabelle Pierce, comenzó a sentir que era ella la que poco a poco descifraba el suyo. —Sí… Justo como ella— le respondió y su mirada se intensificó. No dejes que te lea,  se dijo a sí mismo. Trató nerviosamente de esquivar la penetrante mirada de su paciente y con la mano temblándole, reanudó sus anotaciones.    
Sé lo que estás pensando, no tengo idea de quién demonios eres y no te conozco en lo más mínimo, pero no me es difícil imaginar qué pasa por tu mente al verme sentado aquí en la esquina de la barra, ni siquiera necesito mirarte a los ojos para hacerme una idea de cómo se ve reflejada la aversión en tu rostro. Pero no te apures, estoy consciente del asco que puedo provocar.No necesito de un espejo para darme cuenta de que el aspecto de mi rosto es deplorable; mis abultadas ojeras coronan deshonrosamente mi demacrada cara y mis ojos han dejado atrás su color natural para adoptar un tono enrojecido que delata las incontables noches que han llorado amargos y desconsolados… No, no, mejor no me digas nada, ya sé que soy la viva imagen de lo patético.Te parecerá increíble, pero no siempre he sido como me ves ahora, no siempre fui este repugnante pedazo de carne rebosante de alcohol y humo de tabaco sentado aquí a tu lado. Son tiempos muy oscuros los de ahora, pero los hubo mejores hace mucho. Al igual que Dante he visto tanto el paraíso como el averno… He presenciado de todo.En mis tiempos fui un libertino, un vicioso, fui un virtuoso, un casto. Amé y odié por igual y me han amado y me han odiado de la misma manera. En mis experiencias podrás encontrar maravillas que ni en tus más vívidos sueños podrías ver, pero también verás las peores calamidades habidas y por haber. Recuerdo que hubo un momento en que lo tuve todo: libertad, salud, dinero y personas con quienes compartir esas comodidades. Mas no me fue suficiente, yo quería más, siempre más… Dejé que una terrible y pútrida inconformidad ennegreciera mi corazón y se adueñara de mi voluntad.Lentamente me fui empeñando en perderlo todo, me encerré a mí mismo en una difusa paradoja, me deshice poco a poco de todo lo bueno que tenía con el fin de satisfacer mi sucia obsesión por obtener más placeres.Las personas que me amaban se alejaron una por una, el dinero se me fue en drogas, en alcohol, en los cientos de rameras con las que baldíamente traté de saciar mi manía por los placeres de la carne. El día de hoy no me queda nada… Hace tiempo ya que la salud comenzó a abandonarme también.Estoy seguro de que después de saber todo esto has de pensar que mi conciencia me atormenta, que mi alma anhela redención, que me arrepiento de haber elegido este camino tan impuro… ¡No! ¡No podrías estar más equivocado!Si se me diese una segunda oportunidad, si pudiera comenzar de nuevo, no cambiaría una sola cosa. Sólo los pudorosos y los inseguros deploran las decisiones convertidas en errores.Si pudiera regresar a aquellos tiempos dorados de abundancia cometería los mismos errores, gastaría cada centavo que gasté en la misma forma en que lo gasté, pasaría una noche con cada una de esas sucias putas con las que ya lo he hecho… Incluso menospreciaría a las mismas personas que menosprecié antes, aún cuando sé que ellas me amaban más que a nada en esta vida.Todo lo que percibimos, todo lo que sentimos, toda oportunidad aparecida, toda experiencia vivida es un vaso; puede que el contenido de éste no sea de tu agrado, pero aún así debes bebértelo todo. Debes procurar beber en variedad y en cantidad o la vida se torna aburrida de repente. He vivido muchos años ya, todos mis vasos se encuentran ahora vacíos frente a mi decaído rostro.No sé quién demonios eres, no te conozco en lo más mínimo y no tengo una puta idea de cómo carajos te guste vivir tu vida, yo sólo te aconsejo que la vivas de la manera que más te contente...Pero cuando despiertes un día con una tremenda resaca carcomiéndote de adentro hacia afuera las entrañas no te arrepientas de haber bebido de ese vaso, porque si su contenido tuvo la fuerza para dejarte en tal estado… Es porque era muy, pero muy bueno.
Vasos Vacíos
Autor: Milford F. Peynado  513 Lecturas
Desperté al oír el rumor de una multitud inquieta. Me incorporé tambaleando en el centro de mi celda tratando de recordar cómo había llegado allí… Sin resultados. Súbitamente, una puerta se abrió y la luz invadió mi celda lastimando mis ojos que ya se habían acostumbrado a la oscuridad. Los vítores aumentaron e hicieron vibrar el suelo y mis tímpanos, escuché un seco crujir metálico al mismo tiempo que me sentí halado por el cuello hacia el exterior. En el momento exacto en el que pisé el suelo de aquel lugar, toda la situación se esclareció. Mi cuerpo entero se vio estremecido con horror tras darme cuenta de dónde me encontraba, tantas veces había oído antes de ese lugar tan infame donde la muerte se celebra con aplausos y gritos de insana fascinación, aquel lugar donde la violencia y la espada son objetos de ferviente adoración y religiosa seducción; donde miles y miles de pobres diablos como yo venimos a perecer en el más sangriento y banal de los rituales. Vi frente a mí una figura de lo más intimidante. Su piel estaba recubierta casi por completo de metal. Al verlo supe de inmediato quién era, era el verdugo, el mensajero del dolor; fiel amante de la espada y esclavo del pervertido morbo de la plebe. El verdugo pateó el suelo y mis ojos ardieron cuando la arena saltó a mi rostro, retrocedí tratando de evadir la lluvia de ataques que con excitada furia él lanzaba en mi contra. Yo no quería pelear, no quería satisfacer la sed de sangre del público. Sabía bien que eso era lo que querían, lo que anhelaban. Sabía bien el propósito de su presencia en aquel infierno, sabía que no se irían hasta ver mi última gota de sangre siendo derramada sobre ese árido suelo. Pero desobedecí mi propio razonamiento y ante tanta presión, contraataqué. El suelo tembló en gritos y aplausos mientras mi oponente retrocedía ahogando una exclamación de dolor al mismo tiempo que su herida escupía un brillante chorro de su sangre.   Sin pensarlo me abalancé sobre él, pero en un solo movimiento logró esquivarme, la gente se volvía loca de emoción. Nos miramos fijamente, estudiando cada movimiento y cada paso que el otro daba. Sin darme cuenta caí en su juego enfermizo, sin querer me había convertido en lo que ellos querían: una bestia sin alma ni razonamiento sin más propósito que el de satisfacer el apetito de destrucción y violencia de sus amos. Impulsado por ira ciega salté hacia el frente tratando de derribar al verdugo, pero de repente una horrible sensación de dolor invadió mi cuerpo y cortó abruptamente mi respiración. El verdugo extrajo su a su gélida amante de mis entrañas con un firme movimiento y caí derrotado al suelo que ahora vibraba con más fuerza que antes. Respiraba con gran dificultad, ya no podía sentir mis patas… Ni mis zarpas. Mi hocico y mi garganta estaban más secos que la arena que ahora devoraba mi sangre más rápido que cien sanguijuelas y sobre la cual la llama de mi vida habría de extinguirse para siempre. Logré ver a mi asesino. Festejaba con su ensangrentada espada en alto su victoria, se bañaba en la gloria que todos los presentes le regurgitaban cada vez que gritaban su nombre. Interrumpió su egocéntrica autocelebración y se giró hacia mí dirigiéndome una mirada más fría que el acero que atravesó mi vientre momentos antes… Lo último que vi fue la luz del sol reflejada en la hoja de su espada mientras se dejaba caer sobre mi cuello.  
Venatio
Autor: Milford F. Peynado  488 Lecturas
I La penumbra de la noche gobierna eternamente y la oscuridad se sienta en su trono sintiéndose imponente. El Sol fue devorado por su cónyuge… Nunca volverá a amanecer, el reinado de La Oscura sólo prosigue.Entre la penumbra sólo se oye el sonido del lodo crujir con cada paso. Con cada paso que da, el vivir logra volverse más y más pesado. Pero a sabiendas de eso, él sigue caminando… Buscando. Maldito es entre todos, con hambre vivirá atormentado.Deambula entre las tinieblas el rocinante lobo sin alma. Ajeno es a la calma. Ajeno al amor y ajeno al dolor; no le importa nada… De la carne él sólo sigue el hedor.  II “¡Maldita sea La Luna!” Que satisfecha se regocija “¡Maldito sea El Sol!” Que estúpidamente dio su vida por un amorEntre la oscuridad sólo se escucha el sonido de sus pasos. Nada más existe en este mundo… Sólo él… Nada se puede oír, nada se puede ver, sólo el monótono sonido de sus pies.El hambre lo consume, mas él nada puede hacer. Las puertas doradas él jamás ha de ver. Sólo espera el día en el que ha de perecer… Perecer y no volver a nacer. III Un extraño aroma comenzó a inundar el aire, era algo que su olfato jamás había percibido. Él estaba confuso e indeciso… Tenía que seguir ese delicioso aroma o se arrepentiría de no seguir su instinto.Giró sobre sí mismo y cambió de dirección. Se alejó del sendero para seguir ese angelical olor. Y tal como la polilla persigue la llama que da calor, el infortunado lobo avanzó por un atajo hacia su perdición.Y La Oscura observa entretenida la escena. “El muy estúpido cree que por ese camino encontrará su cena” Ríe, se mofa del sendero tomado porque sabe lo que le espera al condenado. IV Mientras más se acercaba, el olor se hacía más perceptible. Era carne, ese olor era inconfundible. Empezó a correr, quería rápido llegar, quería por fin con su inanición acabar.La carne lo tentaba. Lo llamaba… Lo aclamaba. Él respondía a su llamado, pues esperaba ver el reinado de La Oscura por fin terminado.La Oscura reía ante tan inocente suposición, no podía parar de reír. “Por ese camino sólo le espera el sufrir” Y La Oscura tenía razón. V Entonces él lo vio, tirado en medio del camino cual perdido navío. Se veía tan delicioso que no lo podía creer. Era un pedazo de carne solamente para él.Se sintió realizado, exaltado… maravillado. Esa carne se veía tan bien como olía. Era tal y como la que había soñado comer algún día.El hambriento lobo empezó a acercarse hipnotizado. Se encontraba emocionado, excitado, estaba babeando. Pero de repente se detuvo, pues se le presentó una visión; se veía en un espejo, era él… era una gemela aparición. VI Lo que veía no era un espejo, no era una aparición. Era un lobo viejo cuyos decaídos ojos reflejaban un deseo de destrucción.Se miraron… Odio puro recorrió sus respectivas venas. Gruñeron… Ambos reclamaban el derecho a la carne que los liberaría de sus penas.Sabían que no la podrían compartir, había carne sólo para uno. El manjar sólo uno habría de ingerir, el otro sufriría eterno ayuno. VII El viejo sobre la carne se precipitó, El maldito no reaccionó, fue muy lento. Pero no le dejaría ir sin pelear, su hambre lo obligó a atacar.El viejo y El maldito ahora se disputaban el delicioso y abandonado manjar. Sólo se concentraban en más fuerte halar. Tiraban de los extremos del pedazo de carne con todas sus fuerzas; ambos añoraban gozar de su pureza. Pero tanta fue la fuerza de sus tirones que el trozo de carne salió disparado por los aires Se alejaba de ellos, de su odio huía. Ante el acontecimiento La Oscura de risa moría. VIII Esta vez El maldito sí reaccionó. Vio su oportunidad llegar y por la carne se lanzó. Con sus dientes a ella se aferró y por primera vez sintió en el hocico su sabor.Su cuerpo se vio invadido por el éxtasis y el placer. Por un efímero momento, la realidad y el mundo habían dejado de ser. Sólo existían él y el manjar entre sus dientes; toda una vida ayunando para ese momento valía la pena.Quería quedarse así el resto de sus días, quería sentirse por siempre así. Cada célula de su cuerpo en deseo ardía. Alucinaba, no percibió el peligro inminente, pues estaba fuera de sí. IX El viejo a traición atacó, sus garras en el vientre del maldito enterró. El condenado aulló de dolor y el pedazo de carne soltó. Sin perder tiempo, El viejo tomo la carne y hacia la oscuridad huyó.Y él se desplomó sobre la grava. La tierra se teñía de rojo escarlata y su herida sangraba. Pero a él no le importaba, el dulce sabor de la carne aún permanecía en su boca.La sangre era presagio de su fatídico fin. Sabía que era su momento de morir. La muerte lentamente su llegada hacía para ponerle fin a su miseria. X Ya no podía sentir su cuerpo… No podía sentir su corazón latir. Ni siquiera el sabor que la carne había dejado en su boca podía sentir. Ante sus decaídos ojos alucinaciones aparecían; si hubiera podido, hubiera llorado ante lo que sus ojos veían.Veía a La Oscura sentada en su trono burlándose de él, veía Las doradas puertas cerrarse para siempre ante él, veía al viejo degustándose con aquel pedazo de carne… Veía ante sus ojos el mundo entero desmoronarse.Mientras agonizaba, se preguntaba si todo había valido la pena. “¿Valió la pena dar su vida por obtener por fin una cena?” La respuesta a tal pregunta le fue incierta… “Tal vez creía que dando su vida vería las puertas doradas abiertas”La Oscura observaba entretenida como el lobo agonizaba, Celebraba ver su apuesta ganada. El desino del lobo estaba sellado, nada más que muerte le esperaba al condenado.En sus últimos alientos vio una figura que de negro vestía. La saludó como a una vieja amiga. Y así como toda llama se llega a extinguir El lobo cesó de existir.                                  
Negros se han tornado los árboles, de cuervos se ven ahora invadidos. Los malditos esperan impacientes poder degustarse de los caídos.   Ante nosotros, una muchedumbre. Armados todos, enfrentarnos quieren. No más de cien lanzas, muy pocos hombres con nuestra conquista interfieren.   Peticiones a Odín son arrojadas. Comienza la carga, todos corremos. Pronto sentirán el frío de mi acero mientras sus cabezas por mí son atravesadas.   Escudos oigo chocar, cuerpos veo caer. Sangre salpica mi faz mientras mi hoja abanico en contra del desgraciado que yace ahora a mis pies.   Con mi espada me abro paso mientras grito fúrico. Ella me pide sangre y sangre le daré para calmar su sed y satisfacer este placer único.A todas estas sabandijas someteré, juro que a todos veré caer. Su ruina hemos venido a traer. De su inminente derrota me aseguraré.  Una flecha deslizándose por el viento interrumpió el hilo de mi pensamiento, miro hacia arriba, están en los tejados. ¡Maldita sea! Hemos sido emboscados.   Alzo mi escudo en contra de la lluvia metálica que penetrante nos salpica. Aún así, una flecha logra atravesar mi pierna mientras mis camaradas caen a la tierra.   Sigo luchando a pesar de mi pierna inmovilizada. Hasta que siento en mi costado una estocada. Sangre sale a chorros de mi cuerpo mientras de rodillas caigo al suelo.   Los arqueros vuelven a disparar, vuelve a llover. Caen todas sobre mí y no puedo cubrirme esta vez Caigo derrotado y abandonado a mi suerte.  Embelesado miro al cielo mientras espero mi muerte,Esperando que las valquirias se lleven mi cuerpo inerte. Volando brillantes espero verlas entre las nubes.   Y antes de morir vi venir sus luces. Vi a las luces del norte montando sus alados corceles. Sé que me elegirán, mis méritos nadie supera. Sé que soy digno y por eso Valhalla me espera.      
Raid
Autor: Milford F. Peynado  381 Lecturas
Un resplandor Solo en la oscuridad Viene a llevarse mi dolor, A purificar mi alma de toda perversidad.   Entre la penumbra la veo danzar. Quiere que me una a su baile mórbido, Me trata de hipnotizar,Mas ganas no tengo de mover mi cuerpo lánguido.   Desde aquí logro sentir su calor, Una emoción en mí ha despertado. ¿Es lo que estoy sintiendo amor? ¿O es sólo una ilusión de un corazón desesperado?   Su danza comienza a hacerse lenta, La negrura la empieza a envolver. Su partida en mil pedazos mi alma fragmenta. Ella se va, se va y jamás va a volver.   Estoy de solo de nuevo, ahora cuerdo. La oscuridad me abraza. De esta noche no quedarán más que recuerdos. Recuerdos de ella, su calor, su delicada y sensual danza.
 Ahogaron todos un grito de horror. Ni Zeus, Dios padre, lo pudo creer. Atónitos están todos al ver Este suceso tan abrumador.   Y contemplan la horrible escena De naturaleza más obscena. Afrodita misma, rompe en llanto Por ver perpetrado semejante acto.   Rodeada está la cama por dioses. Sobre ésta, el cadáver más bello Adorna el terror de los presentes   Y al ver quién era, lloraron todos. Psique se encontraba frente a ellos. Se heló la sangre del mismo Phobos.   ¡Ay dolor! ¡Ay terror! ¡Qué gran horror! A la que fue de todas la más bella Se le robó la vida y el rubor.   Desapareció su tierna mirada Y el brillo de sus dorados cabellos Fulminados tras ser estrangulada.   Buscan todos ahora al culpable De este acto tan deplorable, Para este temible enemigo El Tártaro será su castigo.   Y fue que lo encontraron en un rincón. El maldito temblaba de aflicción. Asombrados vieron a Eros llorando La muerte que él mismo ha causado.           

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