• Martin Fedele
Martin Fedele
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  • País: Argentina
 
- VIIITertulia en la taperaEra un mediodía espléndido. El sol envuelto en una suave brisa que brotaba del este. Iban ya tres días con sus noches y Florencio seguía acompañando al Viejo en la tapera. El Viejo duraba en el buen humor y la conversación entretenida así que el visitante estiraba las horas en la isla... Hablaban de cuchillos, de escopetas, de redes de pesca, de canoas viejas y nuevas, de trampas para carpinchos, de las últimas inundaciones. Hablaban del gobierno radical, de los conservadores, de las masas obreras organizadas, del anarquismo, del comunismo. Recitaban sonetos del primo Diego Fernández Espiro. Hablaban de hembras, de timbas, de tabas, de la música orillera, del tango y la milonga oriental. Hablaban de poetas, de Rubén Darío, de Espronceda, de Almafuerte, de Vargas Vila, de Escobar Uribe, del Martín Fierro y las Campanas de Allan Poe. Hablaban y hablaban. Y a veces discutían, defendían gustos y pareceres, peleaban a los gritos. Y se ofendían por un rato... Florencio y el Viejo. En la tapera.            Era un mediodía espléndido. Calor. Cielo cromado. El Viejo asaba lonjas de carpincho. El perrerío chapoteaba en los pastizales, cazaban cuices. La canción de los pájaros dominaba el ambiente. Unas nutrias cuereadas colgaban del cobertizo. Moscas. Moscardones. Todo flotando en un charco de sol... Abombado por el vino y la risa Florencio refrescaba su cabeza en el remanso del río: se zambullía desnudo en las aguas sedosas y verdes: una y otra vez. Y gritaba como un demonio, "¡cróva, cróva!, ¡cróva, cróva!", respingaba, "¡grúva, grúva!, ¡grúva, grúva!", maldecía brillante feliz pleno en la hondonada.            Era un mediodía espléndido.             Comían silenciosos abuelo y nieto en cuclillas junto al fuego. El botellón de vino boyaba acordonado en el río. "Sabroso pero sin sal" repetía el Viejo cada tanto. Y Florencio asentía con leves movimientos de sus cejas. Era un mediodía espléndido. Como un espejismo alucinado. ... Los perros brincaron en su letargo y emprendieron a ladrar enfurecidos: anunciaban el arribo de una canoa que trepaba corriente abajo: eran Damián Cisneros y Romeo Miño: más conocidos como Chinche y Romerete: dos compinches del Viejo Espiro. Comieron y bebieron y bromearon y chacotearon antiguas anécdotas de contrabandistas hasta que la siesta los abrazó en un calor sofocante. Atroz. Las chicharras como único sonido. El sopor de la siesta en toda su obstinación. Chinche y Romerete discutían inflamados, malos. Florencio y el Viejo escuchaban indolentes, como embotados en la callosidad del sol.            La discusión avanzaba entre alaridos:─¡Pe'o usté no'ntiende amigo qu'Dioss estái'n'el cielo! ─insistía Chinche colérico y enrojecido─. Dioss estái'n'el cielo y disde'ai'nos vigila a tóo y castiga a lo' ma' pecadore.─¿Disde ‘e cielo castiga, pué? ─devolvió Romerete.─Sí señó: disde el mesmo cielo castiga Dioss ­─reafirmó el otro.─Pué qu'rebenque largo ‘e tiene Dió...─¡Pe'o no'seai inorante m'iamigo! ─estalló Chinche─: Dios no castiga cou'n rebenque: Dios castiga con lo'mandamiento, co'nla palabra, ¿entiende?, ¡co'nla palabra!─Pué qu'hocico largo ‘e tiene Dió ─remató Romerete.La discusión amagaba transformarse en un delirio teológico, un remolino de manías sin gollete. Chinche y Romerete aumentaban el tenor de sus palabras. Entre insultos y bravatas. El perrerío seguía alerta la porfía de los visitantes... Entonces el Viejo Espiro puso fin a la comedia y terció en el entuerto: ─¡Gueno basta, carajo! ─gruñó─. ¡Qu'tanto alborotoi'pa' discutí ‘e Dió y toa'sa mierda‘e la'biblia y Cristo! ¡Basta! ─Concluyó. Y comenzó (dócil) a recitar unos versos: por qué Dios ha permitidotremenda monstruosidadsólo llego a concebirque si Dios llega a existirsimboliza la maldad... era una célebre elegía anarquista que el Viejo apenas recordaba... un poema popular que huía y volvía en su memoria... una oda a las angustias y sufrimientos de los desposeídos de la Tierra... decía... yo soy como la mariposaque vuela de flor en flormi inocencia y mi candorson el jazmín y la rosasoy amigo con aquel que es desgraciadohijo del proletariadoconozco bien las razoneslas penas los sinsaboresen su hogar desmantelado ... Florencio, Chinche, Romerete, los perros, las chicharras, todos guardaron respetuoso silencio cuando el Viejo consumó sentido su recitado...            Hasta el mismísimo río parecía callado.   Ya el cielo pintaba naranja cuando el Viejo retomó la discusión acerca de Dios y Su bendito universo. La última hora larga la habían entregado en cruentos debates sobre carnadas y anzuelos. Pero el atardecer tristón y el abundante vino helado estimularon al Viejo.            ─Ai'ayiba no'ai ningún'Dió, amigo Chinche ─dijo de pronto─. Ai'ayiba sólo ta'l sol i'la luna i'la estreya. Ta'la nube, pué. Y ta'la yuvia. Y algún'qu'otro planeta. Y na'ma', amigo; créame qu'ai no'ai luga'pa' otra cosa.            ─¿Y el'alma'e la' persona, Viejo?, ¿qu'meise d'eso? ─devolvió el fervoroso Chinche.            ─Pura'ediondece, amigo ─replicó el Viejo─, charlatanería, las macana'e lo' viviyo'e siempre; los duenio'e tóo. ─El Viejo hizo una pausa, lenta, tragó saliva y continuó─: el'alma'l Hombre si pudre co'nla muerte, sel'a comen lo'mesmo busano' qu'le comene'l cuero, la'carne, lo'ojo, lo'güevo, tóo; tóo sevá co'nel Hombre... Y seva'a ningún'lao.             ─Entonce pué e'la vida no tiee'sentío, ¡un diá nos'morimo' y báh!            ─El sentío e'la vida ta'n'la mesma muerte, amigo: nacemo po'qu'un día tenemo'e morí: ¡ai'ta el'sentío qu'usté tan'to busca!            Florencio escuchaba ensimismado, profundo, orgulloso de su abuelo. Y el Viejo blandía impulso (de sobra) para aguijonear a sus compinches:            ─La vida suya, la mía, la'e cualquiera, e'un suspiro perdío n'la enormida'e la Historia: no somo ta'importante, vea: somoe'sa mierdita insinificante qu'camina po'este mundo cacareando'l cuento el hombre y la humanidá: la patraña e'larte'i'la'sensia... náa... na' na' qu'sirva cuando aparece la muerte'a cagarse'e risa e'nue'tra mesma jeta.            Silencio.             Hondo.            El remanso apenas audible...           Florencio pasmaba en cada palabra de todo lo oído, absorto. Romerete lagrimeaba. Chinche languidecía contemplando el fuego. Un hermetismo sepulcral, solemne. Como en etiqueta... Entonces el Viejo rompió la tertulia en un bramido:            ─¡Güeno basta'e habla'l pedo, carajo! ─gruñó riendo─. Bájese amigo Chinche uno'e'so pacú qu'ensiguro usté tie'n su canoa... ¡Y usté pare'e llorá como marica! ─reclamó el Viejo a su amigo Romerete─. ¡Culo ‘ediondo! ¡Ya se me'a mamao, pué!            Florencio se levantó en un saltó y salió a buscar leña.            ... allanado en el monte de espinillos también él lagrimeaba emocionado.                                 
- IIIEn la torre Ya era noche cerrada, fría, la crecida (ahora) relumbraba estacionada, como dormida en su propio desastre. Los pequeños Espiro y la chancha en la torre del ferrocarril, amontonados en la buhardilla, húmedos y hambrientos, embarrados, ojos blancos en la oscuridad del refugio. Todo bajo el agua. Todo. La monótona calma inundada. Silencio, hondo; los ruidos del monte apagados; el río llevándose la noche a otro lado. Silencio. En la oscuridad de la buhardilla. Y en el horizonte, todo negro, sin nada. Silencio. El pedo sonó como un grito...            Asquiroso, se quejó Maurissio, puerco imúndo.            Facundo no dijo nada. Callado tiritaba de frío.            Ni la chancha tan puerca´pue, seguía el otro.            En el monte el agua cada tanto zumbaba un oleaje fofo, lerdo.            Ni la chancha éta tan puerca como uté, insistía el primo mayor. Hediondo, karaíché, protestó. Y afuera la inundación volvía a ser silencio.            Po´qu´si la abuela s´enterara qu´uté tira pedo como zonzo en´u luga...            ¡La´santorcha!, el pequeño Facundo se hizo inmenso en la oscuridad, y gritó atolondrado, ¡la´santorcha!, ¡la´santorcha!            Peo qu´santorcha pue, rezongaba el otro. La chancha se arremolinó asustada, inquieta, como entendiendo que los primitos volvían a aceitar la maquinaria de su locura.            La´santorcha de la abuela, explicó Facundo, la´santorcha´e Evita.            Hablaba de la advertencia de la abuela Aurelia.            La maldizión dice uté, comprendió Maurissio. La maldizión qu´endi va´a caé sino encendemo la´santrocha pa´la Siñora Evita.             Sí.             Esta noche.            Sí.            ¡Mierda!            A´vísto Karaícho entonce, remató el menor. Y maldijo a la sudestada y a Dios y a la Virgen y a todos los Santos amontonados como le había enseñado su primo Florencio en las tardes de Villa Nueva. Y escupió a la chancha en el hocico, malo. Chancha puta, le dijo.            Estaban en apuros, lo sabían, sabían hasta dónde estaban, feos, habían aprendido a no joder con las maldiciones de la abuela: las antorchas: la Señora Evita enferma. Y ellos en medio de la crecida, como parias, inútiles en el monte inundado. Estaban perdidos. Lo sabían. Hasta la chancha entendía.            La abuela dijo qui un chancho iba a comeno la cabeza, lloró Facundo.            Pue´i no sea maricona, carajo, la abuela ai´dicho un chancho, eh, no´una chancha como éta, eh, intonce un chancho no´e una chancha con teta y barriga como éta, eh. Eh, insistía Maurissio.            Facundo lloraba, amargo, sonoro. La chancha se arrinconaba.            Puta, dijo, chancha puta, maldita. El pequeño insultaba entre llantos.             No´i le va´pasá na´ primo entiendaló, repetía el mayor a cada saña del pequeño. Y el otro lloraba y puteaba y suplicaba a la madre ausente y amenazaba a la chancha volcarla a la crecida. Te tiro po´ese aujero, amenazaba, chancha puta, te tiro a´el agua sucia.            Maurissio el mayor tranquilizaba a su primo el loco sabiendo lo que era capaz de hacer la furia desatada en músculo y tendón contra la chancha indefensa: el pequeño estaba entrando en pánico: la maldición de la abuela lo enloquecía. Lloraba, se babeaba, se hinchaban sus venas, insultaba como un demonio, profería en aullidos el odio a la chancha assessina...             Y entonces el fuego:             ¡La´santorcha! ¡La´santorcha!, gritó Maurissio.            Facundo calló en un instante, y quedó tieso, duro.            Ai´yegan la´santorcha, primo, ai´yegan.            Entre hipeos y gemidos Facundo alcanzó a decir: Mentira.Pero era bien cierto: una larga procesión de chalupas y piraguas trazaban la crecida, iluminando la noche, cruciales, solemnes, en hilera llevaban antorchas de fuego. Y oraban, los peregrinos, en un susurro rezaban el Ave María. El brillo del fuego estremeció a Facundo. Trepó a la claraboya y allí estaba el espectáculo anunciado: la peregrinación de antorchas encendidas en chalupas y piraguas. Es de´adevera, dijo, emocionado.            A´visto pué, devolvió el otro. Ai´tiene la´santorcha pa´ la Siñora Evita.Facundo ya estaba trepado a lo alto de la torre y a los gritos llamaba la atención de la caravana reclamando una antorcha para velar a la salud de la Señora Evita enferma. Aquí arriba, indicaba, aquí arriba, amigo, aquí mismo. La chancha rezongaba, nerviosa, y Facundo y Maurissio a los manotazos en la noche iluminada. Una santorcha, compañero, aquí mismo, en la torre. Y la antorcha llegó, brava, inflamada; rebotó en la buhardilla y rodó estrecha sobre el alero: el calor se hizo sentir: los primos celebraron. Entonces llegó otra antorcha. Y después otra. Y otra: cinco seis siete antorchas para la Santa Evita. Los primos festejaron cada hachón como bálsamo en la peste, alucinados, extremos, enaltecían a los peregrinos en gloria y honor, gritaban ¡compañero, compañero!, gritaban. La gavilla náutica se fue perdiendo en la enormidad de la noche, como extravagante figuración bíblica, suspirando rezos y golpes de remo, obstinados, venerables, lamiendo el monte inundado. Los primos embutieron las siete antorchas en el perímetro del alero; y también rezaron el rosario a la salud de la Señora Evita. Se corregían entre ellos, discutían, porfiaban el orden a cada oración. La chancha los observaba alterada. El crepitar de las llamas calaba áspero y macizo: fulguraba la torre acordonada en antorchas.              Y al fin se durmieron, los tres, entreverados en la buhardilla helada.  En pocas horas amanecieron entumecidos y bruscos de hambre. El cielo preñado en más y más lluvia. La crecida casi no se movía: terca. El río dueño del monte y la barranca, todo quieto y sucio y frío y lleno de barro como oprimido en un descanso del viento, como un simulacro. El cielo funesto. Las antorchas hechas carbonilla recortadas contra el amanecer oscuro. Olor a inundación. Sudestada y dos tres pocos bolsones de niebla. Y los teros y los caranchos salidos en lamento, jilgueros nerviosos, cardenales, y el chajá; todos eminentes en la cresta del Ombú Viejo.Todo bajo el agua. Todo.En escarcha.La llovizna disipó nieblas y el coro de animales se perdió en el puf-puf de un motor asomando entre el rancherío inundado. Un buque pequeño, forzudo, surcando la crecida, a toda marcha; un antiguo carbonero del Paraná.            Ese´l Bandeiro en qu´yo mesmo veo, dijo Maurissio.            Ai´sí.            Sí si´ese´l Bandeiro ´el Brasil            Ai´sí.             El mesmo, ché.            Ai´sísí, confirmaba el otro.El carbonero se perdió más allá en los galpones, sigiloso, eludiendo techados y enramadas. Maurissio y Facundo quedaron mudos, mirándose a los ojos. La chancha entendía algo: el contrabandista andaba en serio suceso: llevaba carga urgente: el atracadero de Villa Nueva hundido en la crecida y El Bandeiro arrebatado como potro en celo. Qué llevaba... El puf-puf del motor ya apenas se oía, lejos.       La lluvia (ahora) caía en gotas gordas.                           
- XVIIICuchillaje en el burdel La cuadrilla cuchillera fue arrimando espaciada y lenta al burdel de Don Sosa. En la lomada era noche cálida. El río traía una brisa fresca y brillosa. El Narigón de Bera y la Vaca Yensen llegaron en yunta cuando el burdel apenas despertaba. La contraseña a las chicas y el Vino de LaCosta adornando la mesa. Al rato cayeron Tití y el Pibe Leo. Y después el Gúry y Marcó y los mellizos Marino. Todos pedían Vino de LaCosta estirando la contraseña a las chicas. El antro iba calentando. La tumbadora de los negros recorría la bruma densa. En el escenario bailaban la Negra Kotíi y la Marucha. El Indio Thompson llegó sólo. Y más tarde lo hicieron el Loco Walter y el Tigre. A esa altura el burdel era ya todo hedor y bullicio. Entonces desensillaba último el Negro Miguel. Vino de LaCosta y contraseña.            La cuadrilla cuchillera fue pasando a las piezas con las chicas. La prima Danielle y la prima Natalia distraían a Ruggierito en la suite del fondo. Las mellizas Ana y Lía amontonaban con sus besos a los custodios del burdel. La Flaca Sinta mimaba a Don Sosa. Los cuchilleros tomaban posesión de sus armas. El acero se desparramaba clandestino y silencioso. Estaba todo listo: sólo restaba esperar la señal de ataque, el soneto que Pauh Lee declamaba subida a una mesa... nació para triunfar y la victoriadesdeño con estoica altaneríafue su existencia una ruidosa orgíay un largo sueño su perdida historia ... Pauh Lee fingía estar borracha exageraba pausas y reservas en sintonía con los cuchilleros que aguardaban la señal en las piezas...nostálgico del arte y de la gloriacuyo sublime vértigo sentíadeshojó con sarcástica alegríael laurel prometido en su memoria ... el auditorio celebraba el recitado de la muchacha entre burlas y guasas y fintas y pedorreos... su noble corazón se hizo pedazosal golpe rudo de su horrible suertey rotos ya los terrenales lazosde su brillante juventud cansadahundiéndose en la noche de la muertehuyó del mundo y se perdió en la nada ... y entonces llegaba el momento, la indicación esperada por los cuchilleros infiltrados en el burdel... Pauh Lee prolongó un último fraseo, y dijo: "Este soneto pertenece a un gran poeta entrerriano". Luminosa flema ladina y la señal estalló toda rugido: "DIEGO... FERNÁNDEZ... ESPIRO".             Precipitada y frenética la cuadrilla cuchillera irrumpió en el salón del burdel como una gavilla de potros salvajes. Temerarios. Endemoniados. El acero relumbraba en la penumbra del antro y los bramidos se hacían sentir con pavura. Volaban mesas y sillas y los custodios del burdel no alcanzaban a oponer resistencia cuando la sangre ya manchaba las paredes del salón: cuchillos y machetes despedazando entraña caliente. Los lanceros de Florencio avanzaban arremolinados en un único amasijo hecho bravata. Se golpeaban en la boca, crueles, desafiantes. Huesos y tendones blanqueaban como centellas en la noche. Las vísceras del enemigo empantanaban el suelo. El burdel era un campo de batalla...             ... Florencio esperaba afuera. El primo Robertino y Jaime Moore y Nelson Hur y Timmy Pugh lo acordonaban con rifles y escopetas. Estaban escondidos bajo un puentecito, entre los pastizales del arroyo a la zaga del burdel. Oían en sordina el rechinar de cuchillos y machetes, los gritos, el vendaval desatado en el interior del antro aquel. Sentían sobre las tablas del puentecito el andar espantado de los clientes que huían del lugar, parroquianos desprevenidos corriendo como ganado en la tormenta. En el burdel arreciaba el alboroto... Y Florencio esperaba. Rígido y silencioso. Esperaba... Entonces aparecieron los mellizos Marino, agitados, asomaban sus voces entre los pastizales. "To terminao, Espiro", anunciaban, "el antro ta bien limpito".          Florencio lanzó un grueso sapucay aclamatorio.          El primo Robertino disparó un par de tiros al aire.          Todo era excitación y algarabía. El burdel semejaba un lodazal hecho en sangre y vísceras. Florencio sonreía y vitoreaba y enaltecía a la cuadrilla y los llenaba de elogios y los arengaba a vaciar todas las damajuana de vino que aún quedaban en el lugar. Los cuchilleros enloquecían y aullaban y brincaban como fieras y alzaban viriles sus armas ensangrentadas. Las chicas aplaudían cascabeleras entre fantoches y guasas. Los negros de la tumbadora contemplaban la escena arrinconados en la oscuridad del antro. La prima Danielle y la prima Natalia llegaban de la suite del fondo con Ruggierito encañonado en su propia pistola reglamentaria. Todos reían y ridiculizaban al flamante prisionero... Florencio reclamó silencio y preguntó por Pulserita. La Negra Kotíi indicó el camino a la pieza del sótano y allí fue Florencio acompañado por el primo Robertino.            El espectáculo era aterrador: Pulserita tendida en el suelo: hecha un ovillo: desnuda. El primo Robertino encendió la lámpara y Florencio entonces comenzó a visualizar lo peor del caso: la jovencita llena de magullones, raquítica, tajeada, hundida en mierdas y orines, escaldada, el rostro desfigurado, casi pelada. En una mano le faltaban dos dedos. En la otra tres. Y apenas respiraba.            Florencio cayó hincado de rodillas junto a la muchacha. Sostenía sus manitos mutiladas y le besaba los muñones. Pulserita yacía inconciente. Florencio amontonaba lágrimas y las venas en su frente engordaban un azul perentorio "Ahora mismo me la llevas al hospital", ordenó a Robertino, "un tal doctor Guolf es de los nuestros". El primo Robertino alzó el cuerpito frágil y maltrecho de Pulserita y abandonó raudo la pieza del sótano... Florencio quedó solo. Y en su soledad lloraba entristecido.            En el salón del burdel los cuchilleros y las chicas rodeaban a Ruggierito: lo escupían lo increpaban como a un bicho maldito: la imagen de Pulserita surcando el salón en brazos del primo Robertino había arruinado el clima festivo tallado en la victoria. Todos (ahora) tropeaban nuevas broncas, injuriaban, gruñían martirio y escarmiento a Ruggierito, atado a una silla, blando, reo: la cabeza degollada de Don Sosa lo miraba desde abajo...   Florencio regresó del sótano latiendo semblante hosco y desencajado. El rencor y la venganza podían olerse a varios metros. Caminó entre los cuchilleros y las chicas con la vista clavada en la humanidad de Ruggierito. Caminaba lerdo, acompasado, haciendo crujir el andar en sus botas entre charcos de sangre. Caminaba fatal y severo, como estirando los segundos. Hipnótico. Criminal... Los cuchilleros y las chicas guardaban profundo silencio. El ambiente caldeaba... "Desátenlo", ordenó Florencio llegando a un paso del prisionero. Los mellizos Marino cumplieron la orden. "Levantá las manos Ruggiero", ordenó Florencio. El prisionero no reaccionaba: temblaba como un pollito escarchado: lastimero y pasmoso. "Levantá las manos cobarde", insistió Florencio, "levantálas te digo". Jaime Moore y Nelson Hur y Timmy Pugh blandieron a un tiempo escopetas y apuntaron a la cabeza del condenado... El silencio era absoluto. Los negros de la tumbadora se taparon los oídos... Ruggierito fue alzando las manos. Temblaba. Temblaba... Entonces Florencio pialó la mano izquierda del prisionero en preciso, ligero movimiento: con una guasca en látigo la enrosco y la tensó y la estranguló hasta inmovilizar la mano. El clan Espiro refulgía en su mirada. Ojos fieros. Estiraba la guasca... Y en ese instante Ruggierito vio lo inevitable: la imagen viva de su cuerpo mutilado: el machete de Florencio elevándose filoso... Un solo grito... La mano saltó (toda) desprendida del brazo de Ruggierito: casi sin sangre: chasquearon huesos y tendones... Y otro grito solitario... El machete había abierto un tajo fino, incisivo, como una delicadeza quirúrgica. La sangre (ahora sí) amontonaba un gran charco. Espeso... Y más gritos de dolor...  Florencio sostenía el tiento en alto. La mano amputada colgaba en el otro extremo. Nerviosa. Roja. Los dedos se movían solos...            Algo parecido a la justicia, pensó Florencio. 
- VIIFuego El remolcador bordea el estuario de Posadas, la bravura del río es potente, tozuda; los compañeros fatigan infaustos. En el puente de mando ElCachilote y el Indio McKensy otean el fondeadero, buscan un buen escondrijo donde liar la embarcación. Oculto sobre cubierta el Loco Walter monta guardia ceñido a la ametralladora. Y el Negro Molina alista un rifle a babor. Y el Narigón de Bera otro a estribor. Y (ésta) es toda la tripulación a bordo: Krauko Ribezzo finalmente murió, a la altura de Bella Vista, provincia de Corrientes: el joven Krakis decidió entonces poner fin a la aventura y abandonó la nave algunas leguas arriba, en un muelle de la capital correntina, llevándose consigo el cuerpo enjuto de su hermano muerto...            La tardecita cae (ahora) sobre Posadas, nubosa y céfira, y el remolcador se esconde entre las trajineras abandonadas de "La Forestal": un amasijo hecho en pátina aceite gasoil lata madera podrida, herrumbroso, espectral en la dársena sur del puerto. Y allí (ahora) los compañeros amarran el buque, alertas, miran a un lado y otro, como olisqueando malas noticias. Pero la noche (ya) cubre el fondeadero y la calma impera. Todo manso y oscuro y vaporoso. Todo suspendido en el trinar de la ribera.            McKensy y Molina tenían un plan. Y lo contaron a los compañeros: ellos (McKensy y Molina) apearían el buque, irían al pueblo a juntar pertrechos y alimento y noticias del General, y volverían al amanecer a seguir viaje a Asunción. El resto de la tripulación aceptó el plan sin decir nada: el Narigón de Bera y el Loco Walter ya roncaban el uno sobre el otro arrinconados famélicos en la bodega. Y esperar que ElCachilote abandonara el barco aunque-más-no-fuera para estirar las piernas y echarse una meada hubiera sido como pedirle a un diablo la cruz de Cristo. Utéede vállia´n andi´ guste, dijo el capitán: Y no´sele olvíde un´a botellíta e´caña pa´lo cambá éto, ché. Dijo sonriendo. Molina asintió en un guiño pícaro. McKensy lo dió por hecho.            Y se fueron... En el puerto la noche se respiraba encendida. Un mensú los quiso pelear de entrada, de puro gusto, mamado los toreaba; Molina supo salir del paso, preciso y tangible. El ambiente caldeaba, bailes, putas, vino, se oía todo en un único sonido. Los machetes relumbraban, en la noche, palpitantes en la cintura de cualquier mensú. Un gringo les ofrecía mujeres, "poláca, poláca", repetía. Algo semejante a un turco los invitó a beber el mejor licor del Líbano. Y la música aparecía y desaparecía. Griterío. En cualquier lengua, en guaraní gaúcho eslavo sirio suizo alemán portugués, en español, poco, en finlandés, en árabe, en cualquier cosa, en cualquier dialecto del Volga, del África Meridional, del Amazonas. Una bruma densa. McKensy y Molina se pierden en la muchedumbre. La noche se juzgaba libertina, como un gran infierno, repleta de efluvios, y razas y vicios y entuertos y pendencias y un calor aturdido en su propio goce. Como en un cuento de Quiroga: sabroso y suicida...             La tierra de Las Posadas. (Como le dicen.)            ... Se acodaron McKensy y Molina en un boliche de las afueras. Caña, pidieron. Un nativo sirvió la bebida y los forasteros la bebieron en un sorbo breve y concreto. Otra, pidió Molina. Dos, arrimó McKensy. Y el nativo obedeció al instante. En un rincón del bar bandoneón y violín metían polca a lo pavote, se golpeaban en la boca, mamados, negros de pelo rubio, farfullaban en extraño idioma. En una mesa jugaban al truco. ¡Real-Envido!, se oyó tronar. ¡Quiero!, dijeron. Y el alboroto estremeció la noche. McKensy se entretuvo un buen rato en la partida de naipes. Tomaba (ahora) cerveza helada. El boliche ardía. Molina también bebía cerveza. En el escaño. Y ganaba en confianza a un parroquiano, charlaban, animosos, entre el bullicio y el humo. Los negros-rubios de la polca metían miedo. Un mensú cayó redondo al piso. McKensy observó a Molina ensimismado en plática de un extraño. Como un viejo compinche. Y clavó su atención. Pero no era un compinche: Molina estaba hablando con un "compañero", un trabajador del Astillero del Estado, supo después. Un lanchero. La polca (ahora) enloquecía. McKensy se acercó al escaño, gentil, y el sujeto se presentó inmediato: Mucho gusto, Zapata, dijo, y estiró una enorme mano...            Zapata y McKensy y Molina entraron en conversación, clandestina, acodados en el escaño; hablaron del General, de la cañonera, de la travesía en el remolcador, de los compañeros muertos. Hablaron en un murmureo casi inaudible. Zapata reseñó detalles sobre el paso de la cañonera del General por el Alto Paraná, "ió la´e visto co´nmi propio ojo", dijo. Luego se ofreció a conseguir pertrechos y provisiones para McKensy y Molina y los muchachos del buque... y entonces la tremenda explosión sacudió el firmamento: un bombazo impresionante que zarandeó todo el boliche: como el sopetón de un gigante... y tras el barullo inicial todos supieron que la detonación venía del puerto: un hongo de fuego y humo asomaba en la noche... y luego se oyeron disparos de escopeta... McKensy y Molina pensaron lo peor. Y salieron corriendo en la dirección temida. Zapata los seguía de cerca.            Llegaron al puerto masticando espanto. Y allí el cuadro fue aún más espantoso de lo imaginado durante la corrida: el barco ardía envuelto en volutas de fuego: el Loco Walter y el Narigón de Bera carbonizados: rematadas a balazos en la dársena. McKensy sintió que se le aflojaban las piernas. Y más allá el cuerpo de ElCachilote degollado, cocido a tiros. El espectáculo lastimaba. Molina y Zapata se acercaron. Entre los curiosos. La embarcación se retorcía, el incendio la devoraba rápidamente. Zapata se acercó a un grupo de curiosos, y consiguió información, algo sobre una emboscada, una banda de ruralistas correntinos que habían seguido al barco desde el puerto de Empedrado. Le contaban ahora a Zapata. Pero una nueva explosión asustó a todos, el gentío se apiñó en suspenso: el viejo remolcador inflamaba, quejoso, las volutas de fuego ascendían contra el cielo: algunos se golpearon en la boca. Un ramalazo de calor seco ciñó la dársena. Y entonces reaparece Zapata y las noticias de los ruralistas a la caza de otros "negros" escabullidos; y el terror aturdiendo a McKensy y Molina; y un mensú que ya está hablando de la recompensa en la cabeza de los prófugos; y la necesidad de esconderse; y el fuego; y el miedo en las muelas. Y Zapata que dice: Serenidá, compañéero, isto ta´en mano ´e Zapata.            La noche (ahora) es como de color bronce. Cuando los primeros claros del día clareaban en el puerto, la lancha de Zapata (ya) cruzaba el río camino a la ciudad de Encarnación, en el Paraguay. McKensy y Molina guarecidos bajo un montículo de fardo; alertas, oyendo el chapoteo del agua.            En el viejo muelle tarefero atracó la lancha de Zapata. Y los fugitivos asomaron el pescuezo, como bichos enfermos.            Hemo´llegáo, dijo Zapata.            McKensy y Molina se apearon. Un apretón de manos ofició de despedida: Muchas gracias, dijo McKensy.            Zapata sonrió gustoso. No hay na´ qu´agradecé, dijo: Un compañéero e´un compañéero.            Muchas gracias, repitió McKensy.            Bué. Bué. No hay na´ qu´agradecé. Zapata habló serio: Usté dejelé mi´saludo al´General: ¡Y estámo a´mano, ché!             Usté es un héroe, amigo: Un héroe e´la patria, dijo McKensy palmeando en la espalda al lanchero. Acuerdesé, usté será un héroe: Yo mesmo lo recomendaré al´General pa´una medalla, dijo.             Y se fueron, Mckensy y Molina...            ... la selva paraguaya rezumando en penumbras.            
- XIVLa calmaBarceló y Ruggierito cruzaban novedades en el despacho a oscuras del senador. Estaban inquietos. Feos. Olían barullo. Ese Florencio Espiro tenía mala música. En las calles se avistaba un clima raro, espeso, atrevido. La negrada toda luciendo el copete parado. Se decía que Espiro estaba vivo, escondido, en Junín, en San Nicolás, en La Plata, en Brandsen, en Bahía Blanca. Se decía (en Avellaneda) que Barceló estaba en apuros, que Florencio Espiro se la tenía jurada, que lo ayudaban la mafia y los políticos y los capitalistas y los sindicatos y los indios del monte y hasta un coronel del Gobierno. Se decía (en corrales y bodegones) que Barceló tenía los días contados.         Todo eso se informaban Barceló y Ruggierito a oscuras. Solos.         Acovachado fermentaba rabia el viejo caudillo. El escándalo de Entre Ríos había calado en mayores escándalos, en ministros enfurecidos, en partidarios que pedían un paso al costado, en la propia policía ofendida, en todos lados, en cada cucha latían broncas y reproches contra el senador. Eso se decían Barceló y su ladero. Asustados. Como entendiendo que el cimbronazo era bien fuerte. Dañino. La política nacional estaba revuelta y no eran tiempos para la bulla. Todo estaba confuso. Atolondrado. Cualquier curda del docke sabría aconsejar que eran tiempos para mantenerse quieto, sencillo, sin asomar el pescuezo. Pero las cosas eran bien distintas. El escándalo de la cacería había astillado fiero. Era una desgracia. Eso era.             El hermano de Florencio Edgardo Espiro seguía preso.           La prensa opositora metía lío. Comunistas. Radicales. Todos juntos.           Algo se está gestando, pensaba Barceló. Algo está tramando ese hijo de puta. Algo grande, pensaba lacónico el senador. Apesadumbrado en la oscuridad del despacho. Ese tiene agallas, pensaba, cocorito como él sólo. Ese esta jugando fuerte. Tiene aliados. Tiene ganas de joderme la vida en serio. Pensaba Barceló ensimismado en la penumbra. Va a seguirla hasta verme sangrar por el culo. Hasta que le pida disculpas y me vaya a morir a mi casa. Eso quiere. Eso busca.            Ruggierito preparaba vermú. Solemne. El hielo tintineaba en los vasos.            Ahora resulta que estoy acabado, mufaba Barceló. Toda la negrada alzada atrás de ese pendejo. Tremendo. Pensaba. Tremendo lo que está pasando. Y el partido que me suelta la mano. Y la milicada ofendida. "Malagradecidos de mierda" murmuraba el senador. "Todos". Pero ya me las van a pagar, pensaba. Se van a llevar una sorpresa. Esta revuelta son puras macanas. Pensaba. Este alboroto tiene poca vida. La manija es mía. Mía. Avellaneda soy yo y nadie más que yo. Temblaba. Pero ahora andan diciendo que estoy acabado. "Habráse visto semejante insolencia".             Ruggierito alcanzó los vermú. Marcial. Austero.            Barceló bebió largos sorbos. El hielo tintineaba en el vaso. Ahora hay que aguantar, pensaba. Calma. Esperar que pase el chubasco. Y después todo vuelve a su cauce. Calma. Estas pendejadas ya vi a montones. Muchas. Malandrines poca monta que levantan el copete y después caen como chorlitos. Reventados. Traicionados por su misma especie. Borrachines. Pensaba Barceló entre muecas y resoplidos y sorbos de vermú. Pensaba. Negros mugrientos. Peste del monte. Malandras. Pensaba.             Ruggierito sostenía gacha la cabeza. Sudoroso.            Calma. Demasiada calma para su gusto.            Calma.            El viejo no sabe como salir de este embrollo, pensaba Ruggierito. El hielo tintineaba en su vaso. Estamos hasta las pelotas, pensaba. Estamos fritos. Gordas gotas de sudor surcaban su rostro. La mano viene brava. El viejo no sabe para donde mierda salir disparando. La calle está calentita. Espiro dicen tiene banca fuerte. Estamos hasta las pelotas. Pensaba Ruggierito. El viejo no sale de esta...            Barceló caminó cansino hasta el armario. Y comenzó él a preparar los vermú. Ruggierito lo contemplaba atónito. El hielo tintineaba en los vasos. El senador farfullaba frases inexpresivas. Como en un desvarío. La tarde caía afuera. Calor y cielo húmedo. En el recinto la oscuridad era toda espesa.             El mundo pasaba lento. Parecía suspendido en alfileres.            Las palomas aleteando en el ventanal del despacho.               ... Y mientras tanto la calma.     
- VIIEl escuadrón El comisario Ordóñez comenzó a moverse rápido: enfático y perentorio organizaba la cacería de Florencio Espiro: el plan: conciso aplomado impasible el comisario daba órdenes trotando en sus nuevos galones. Estaba al mando y lo hacía sentir. Ruggierito siempre latente a su lado... Ordóñez formaba un escuadrón especial para ir hasta Diamante a traer al fugitivo, "a patadas en el culo", repetía a sus subordinados. Estaba reclutando a lo mejor de la Fuerza, los mejores tiradores, los mejores jinetes, los más feroces temerarios impiadosos hombres de la repartición. Buscaba doce, exactamente doce oficiales fieros: doce "hombres de acción" dispuestos y determinados a todo. Todo... Ordóñez se jugaba una patriada, era conciente que su pellejo estaba a prueba, que no podía fallar, que Barceló no toleraría un fracaso ni nada parecido a un fracaso. Nada de excusas, pensaba el comisario en la soledad de su compromiso...           Ordóñez había recibido el suspirado telegrama. En la mañana: la respuesta del camarada oficial de la Fuerza en la provincia de Entre Ríos. Un sargento (también) bien informado y amigo de los favores. Y el telegrama había traído la sospecha intuida: estaba todo confirmado: un tal primo Florencio andaba paseándose por Diamante a lomo de un alazán: pernoctaba en distintas casas y ranchos de la familia Espiro maliciando un comportamiento enamoradizo y bebedor.           Ordóñez formaba su escuadrón especial y relamía la cacería. Ruggierito cerraba oficios con el Ejército para el alquiler de una unidad móvil que los trasladara hasta las afueras de Diamante. Los caballos, las armas, las municiones, todo aparecía en el patio de la repartición, provisiones, planos, baqueanos, todo se sucedía armónico y sin complicaciones. El plan del comisario avanzaba según lo previsto.            Mañana mismo estaban en condiciones de partir, calculaba Ordóñez. Estaba todo preparado. Sin reveses ni infortunios. Listos... Pero también estaba el asunto ese de la putita escondida por La Gallega. Esa negrita. Pulserita. Una buena forma de entretener a la tropa antes de la misión. Un incentivo extra, pensaba el comisario. Esta misma noche, planeaba, antes de salir para Entre Rios... un secuestro.                                   Los varones de la familia Ribezzo competían irascibles en el amor de Pulserita. Batallaban en la conquista amorosa, la pasión, la desmesura, vertían uno tras otro lo mejor y más exclusivo y rimbombante en el romancero helénico, trágicos e iluminados, ancestrales, revolvían el pulso ardiendo en sus venas. Erectos en la alegoría. Mitológicos... Y la hermana Laura y la madre Ángela (y ahora también la tía Doratta y la prima Marietta) gozaban el hedor hormonal que desprendían sus machos; y azuzaban féminas el encanto de Pulserita, fogosa, negrita, linda, buena, ojitos chispeantes, tetitas frescas.             A pura galantería y delicadeza, sensibles, los varones Ribezzo inundaban a Pulserita en versos y prosas y prendas y ramos de flores y yerbas buenas y promesas imposibles y helados y jugos y canciones y paseos por la costanera... Y Pulserita rendía su cuerpito negro a los brazos y besos y vivezas secretas de los enamorados desfilando tiernos en la piecita del fondo: amantes cabríos: fabulosos: hormonales.           ¡Hijos de Rodas!           Los varones Ribezzo estiraban cuerda para rato. Ruidos. Ruidos tremendos. Golpes. Gritos. Puertas destrozadas. Vidrios cayendo agudos y secos. Estampidos. Hombres con armas largas y linternas. Doce hombres uniformados de negro. Y una sola pregunta: "¿Dónde está la negrita de La Gallega?". Amenazas de muerte. Bravuconadas. Pistolas en la cabeza de la hermana Laura. Y una misma única pregunta: "¿Dónde está la negrita de La Gallega?". Llantos. Pánico. Terror a la metralla.           La negrita estaba en la piecita del fondo... Venían a llevarla.            Ordóñez y Ruggierito esperaban en la esquina, en la unidad móvil del Ejército. Un pequeño bautismo de fuego para los muchachos, cavilaba el comisario. La noche era abierta; luna gorda, muchas estrellas. Rocío. Mosquitos. Ladridos retumbando como en un concierto. Y los doce hombres del escuadrón especial apareciendo bajo la arboleda de sauces, ligeros cruzando el zanjón: hombres nublados, clandestinos, inhumanos: hombres uniformados de negro...            "¡Ahora, a Diamante!" ordenó Ruggierito al chofer.           Encapuchada y atada Pulserita rezaba en silencio.              
- XIEn Colonia Houdson Florencio (ahora) estaba ya de regreso en territorio bonaerense. En Colonia Houdson; en las afueras de Brandsen... Una antigua colonia de contrabandistas galeses, remota, olvidada, perdida en el mito y la llanura. Estaba (ahora) refugiado en los campos guachos de Roy Toon Junior. En un fachinal embutido en la copa de un eucalipto. Allí estaba. En las alturas. Nocturno. Protegido por Jaime Moore y Nelson Hur y Timmy Pugh: renovada prosapia entre los últimos Mataindios. Allí estaba. Florencio. Inminente. En el fachinal. Junto a (su lado) la gringa Anabella. Anabella Sliuk... Allí estaban... Los sucesos de Diamante agitaron a toda la familia Espiro. El clan estremecido. La cosa hervía fulera. Barceló merecía sangrar por el culo. El hermano de Florencio Edgardo Espiro todavía estaba preso: afiliado comunista. Y el compinche quinielero muerto: misteriosamente ahogado en el Riachuelo. Y la mutilación de la negrita. Y el tiroteo en la tapera. Mierda. Riña... Barceló iba a tener guerra.            Florencio en el fachinal amasaba la embestida. Pensaba y pensaba las distintas formas de joderle la vida a Barceló; cómo cagarle la existencia, cómo lastimarlo: en los negocios, en la política, en la calle, en todo. Acá no alcanza con un par de tiros, pensaba Florencio. Y calculaba embutes en la médula del senador. Acá hace falta moverse en otro terreno, pensaba y pensaba. Mucho. Y sabía que en el rubro de los alcaloides Barceló venía tropezando feo. Está hecho caca, pensaba Florencio. Ese ElSapito se lo va a comer crudo, pensaba. Ese maneja de la buena. En la cabeza de Florencio rebotaban ideas y acciones. Y pensaba en la banca política de los sindicatos del docke, en el odio común a Barceló. En los gremios ferroviarios. Esos tienen buena llegada, pensaba. A esos los melonea el Coronel ese de la Secretaría de Trabajo. Pensaba. Pensaba. Y exprimía el cráneo buscando cómo chusearle a un senador los negocios del juego clandestino y la prostitución. Cómo. Dónde. Cuándo. Quién. Había que seguir pensando. Mucho...        Y había que rescatar a Pulserita, pobrecita, apropiada por Barceló, encerrada en un antro de la ribera, ofrecida como la última atracción del lupanar: la negrita del dedo mocho; la putita sometida a torturas y herejías, sodomizada por la runfla politiquera de Avellaneda: un espectáculo único en su especie: sadismo desenfrenado a gusto del senador. Viciosos hijos de puta, pensaba Florencio. Degenerados. Y concebía el plan de liberación de la muchacha con la ayuda de la maha fat de los Ribezzo. Esos tanos tienen llegada a la mafia calabresa, pensaba. Esa gente es gente de honor. Y sabía que la maha fat estaba enculada con Barceló. Más enemigos comunes. Más y más soldados para la batalla. Y Florencio pensaba. Y pensaba. En la madrugada. Trazaba en su cabeza (afiebrado) lineamientos generales y opciones de ataque. Azuzaba el ingenio y unía cabos sueltos, intereses, relaciones, oportunidades en las sombras. Entendía que Barceló mostraba ya varios puntos débiles, que el reinado tambaleaba, que las calles sudaban resentidas, que otros pugnaban por ocupar el espacio del caudillo, que la guerra se hace con balas y hombres y tácticas y estrategias. Valeroso. Despreocupado. Irónico. Violento. Así latía el cerebro (en vela) calaba pensando y pensando.  Y había que seguir pensando.Mucho... Los matreros de Roy Toon Junior habían informado a Florencio que Barceló estaba acabado, que ya no tenía el peso político de antes, que su influencia caía y caía, que los sindicatos eran el negocio del futuro. Y Florencio (en la opacidad del fachinal) computaba el cuadro de situación. También hay que meter cizaña entre los capitalistas del juego, pensaba. Ahí hay otro frente. Los galeses insistían con el coronel ese de la Secretaría de Trabajo, con la bronca que profesaba a radicales y conservadores. Oportunismo. Fuerza. Tropa. Tiempo. La buena sazón tentaba en el horizonte.    Noche. Trasnoche. Apilaban las horas lerdas y Florencio pensaba y pensaba envuelto en el insomnio del fachinal. Anabella dormía. La colonia galesa (ahora) estaba inmóvil, lela, como apretada en el torrente de grillos. El primo Robertino montaba guardia en las alturas del eucalipto abrazado a su rifle americano. Un rifle a repetición como los de las películas. Hombre de pocas palabras (casi ninguna) el primo Robertino. Incorregiblemente hosco, rústico. Cuatrero de toda la vida. Y dueño de una puntería asombrosa.Y había que seguir pensando.Mucho...         Abajo, en el establo, el alazán Tormenta tampoco dormía. 
- IX"Colonizadora del Norte" Al día siguiente llovió. (Florencio hizo planes.) Y al otro. (Y otros planes.) Y al tercer día amaneció despejado. Un calor intenso. Bajo el cobertizo... vaho hedor solana... adrenalina de la selva... Don Félix enhebra el espinel, a su lado Róbin lo observa. En el arroyo juegan las primas, y los novios, desnudos, borrachos, calientes, y el perro chapotea y chumba y ladra y se alza y hace cabriolas y desaparece y vuelve a aparecer. Florencio y LaBoga cogiendo en el camión. La jungla es un zumbido agudo, como enfermizo. El calor abraza...            Misiones.            ... Y entonces los sucesos, las noticias, malas, precipitadas; el mismo indio de la víspera llegando al trote en un manojo guaycururú, resoplando... Gendarmería, dice, en perfecto español. Hasta el sol empalidece. Florencio lo oye clarito: Gendarmería. Dijo el indio... El indio trae malas noticias: Está todo lleno todo de gendarmes, todo, en todos lados, la Colonia llena de gendarmes, cuenta el indio en su lengua, la Colonia apestada en gendarmes. Todos escuchan y Don Félix traduce: Buscan la mina, ya lo saben, dice el indio, lo saben todo, todo, en su lengua, saben de unos gringos, y de una gavilla de indios, y del cerro preñado en piedras preciosas, en los saltos del moconá. Lo saben todo, dice. Un indio de la gavilla delató todo, todo, todito contó a la Cumpanía, traduce Don Félix. Un indio batió todo a la Cumpanía. Florencio escucha y no sale de su asombro. Todos escuchan. Un traidor en la gavilla. Hasta el perro parece asombrado.             ¡Mierda!, gritó Florencio. ¡Mierda!            Entre el manojo guaycururú sobresalió otro indio llevando un saco de arpillera, rojizo; lo mostró marcial a Florencio y le indicó lo sujetara: el yute goteaba sangre. ¡Aña-membuí!, bramó el indio. Florencio tomó el saco: chorreaba sangre. El indio insistió en que lo abriera. ¡Neike!, dijo. Florencio abrió el sacó, miró, fascinado... y dejó caer el contenido: la cabeza degollada del traidor rodó (india) en la lomada. La gavilla celebró. Florencio no salía de su asombro. El perro olisqueaba la cabeza.            Misiones...            En Colonia Wanda.  Estaba todo perdido, Florencio sabía que estaba todo perdido. Listo y olvidado: Florencio no estaba en condiciones de andar lidiando en nada. No tenía gollete intentar pelear nada: él era un prófugo de la Justicia y la mina estaba rodeada de gendarmes. Todo perdido. Florencio sabía que estaba todo perdido: Y su primo otro fugitivo. Estaba todo perdido. En los binoculares Florencio leía el inmenso letrero clavado al pie del cerro: Compañía "Colonizadora del Norte" Sociedad Anónima, decía... A unas varas de distancia ocultos en la maleza Florencio y Robertino y el viejo Félix otean el espectáculo: la Compañía se queda con la mina: oficiales y operarios van y vienen: gendarmes por todos lados: capataces: baqueanos: un ejército mensú. El cartel lo dice todo: Propiedad Privada. La Cumpanía.             Florencio maldice y sabe que está todo perdido...               Qué-le-va-cer, primo: ista vé no´an cagaó. Robertino también (ya) late manso.            Y de´lo lindo pué, suspira el otro.            La compañía despliega toda su maquinaria colonizadora, arrasa con la selva, abre tajos de fuego en la ladera del cerro. Y los primos se relamen y denuestan en griego, en italiano. Están bravos.            Ista vé no´a cido pa´nosotro, dice Robertino.            Nunca es pa´nosotro, primo: ¡Nunca! Dice Florencio.            Iso e´cierto, sí: Nunca...            El calor de la tarde parece un suplicio de la naturaleza. Todo perlado en sudor. Y un miasma tremendo.            Y´si al´meno eu´lleváramo un ricuerdo d´esto crápula... Robertino lanzó la idea como conociendo el paladar de su primo. Y el primo Florencio entró ligero en sintonía Espiro:            Usté dice un tirito´al aire, dijo.            Iso mesmo, pué. El otro soltó un guiño.            Florencio comenzó a valuar el espectáculo. En sus binoculares. La idea (ya) le daba vuelta en la cabeza. Tanteaba a la distancia el movimiento en los usurpadores, La Cumpanía; los dueños de la ley y las leyes. Oteaba el ir y venir de los hombres:            ¿El de capacho blanco quién´e?, dijo, y pasó el larga-vista a Don Félix: En el primer retén, ¡véa!            El viejo observó el manojo de hombres en el que sobresalía un gringo espigado de sombrero blanco y bigote mostacho: Es´el Ingeniero, dijo: El Ingeniero Bráun, de la Cumpanía. Un gringo´e mierda, dijo, con saña; y escupió al suelo rojo. Mascaban tabaco.            ¿Alemán?, preguntó Florencio.            Inglé; o ansí dice, informó el viejo. Gritánico, creo.             Florencio oteaba en lontananza, miraba el cielo, se relamía. El ruido a motores llenaba el ambiente. Todo en suspenso.            ¿Y´le alcanza´e aquí ta´nlejo, primo?, dijo: ¡E´un lindo trecho hasta´l retén!             Robertino (ya) apostaba la Remington 870 en la planicie del risco: Sí, respondió, parco y ofendido.           Mascaban tabaco.           El pistolero ajustó la mirilla, ensimismado, carraspeó, sonoro, se plegó en hombros una y otra vez; y tomó aire... El estampido sacudió la maleza. Un disparo sordo en el bullicio de los motores. ¡Guuayyyy!, gritó Róbin... Y a la distancia cayó el ingeniero, como fulminado. En los binoculares Florencio lo veía cayendo al suelo; el capacho roto. Don Félix reía, se hacía visera. En el retén todo confusión y espanto: miedo: buscan sin ver nada. Robertino lanzó otra descarga; y el ingeniero (ahora) rodó en el terraplén, vencido, muerto, la cabeza hecha pedazos. Es´e guanaco ya no vá a jode´ a´naide, sentenció el de la escopeta.             ¡Vámo!, dijo Florencio.            Y se hundieron en la selva.  
- IIILaBogaEn la delegación Municipal Villa del Plata: en el sur del gran Buenos Aires. Cordón Industrial, le dicen: el tercero en su especie. Tierra de provincianos y matarifes. Villa del Plata... En la Delegación Municipal LaBoga escucha azorada a Robertino Espiro. Lo escucha: Papéle, Boga. Papéle preciso. Lo escucha: Me rájo a´Misione, en el camión: Papéle preciso, pal´viaje. Y LaBoga lo escucha. Otra vez: ¡Papéle!            En la Delegación Municipal. Papéle, dáme, en´l camión, me rájo... dice y dice Róbin Espiro.            LaBoga es Adriana Carrizo, hija del Cata Carrizo. La Negra. La Coty. (Lo escucha). LaBoga. Parida en círculo de camioneros, íntima; su padre, su hermano, sus tíos, sus primos, los hijos de sus primos, los padres de sus novios, sus machos, todos todos camioneros. Todos. Y ella es un hembrón, LaBoga... Y LaBoga Adriana La Coty Catita La Negra Carrizo es "La Boga" porque cuando terminó la Escuela Secundaria se metió a estudiar abogacía, en la Universidad de Buenos Aires. (Lo escucha pedir papeles para el viaje en camión al Territorio Nacional de Las Misiones). Y en seis años se recibió; y al año siguiente su padre se mata en la ruta y al año siguiente está (ahora) trabajando en la Delegación Municipal Villa del Plata. (Lo escucha).             (Lo escucha).            ¡Lleváme con vos!, lo interrumpe LaBoga. Y le dice: Esto no se aguanta más, Róbin, está lleno de milicos, escupen las fotos del General, lo insultan, le gritan ¡cobarde, cobarde!, y se ríen, y nos amenazan, gritan ¡A los partidarios del "Tirano" les caerá el peso de los fusiles!, dicen, y se ríen, y queman las fotos del General, y maldicen a Evita, la llaman la perra, y nos vuelven a amenazar. (Ahora Robertino Espiro es el que escucha). No se aguanta más, Róbin. Lleváme con vos, le dice. (Se quedan en silencio).            Vámo, dice Róbin. Camino a las casas de las primas en Villa San Juan Róbin contó a LaBoga sobre los cuatro-cinco telegramas enviados por el primo Florencio desde Iguazú de las Misiones advirtiéndole que se cuide, que la cosa se iba a poner peluda, que el maricón ese del General al que tanto adoran se iba a rajar en cualquier momento, "es un cagón", dijo Robertino que le había escrito el primo Florencio, "y vos sos un pelotudo", dijo que le había dicho en un telegrama.            LaBoga quiso saber más... Y supo que el fugitivo primo Florencio (Espiro) se ocultaba en la frontera del Paraguay, en una colonia de colonos polacos, Colonia Wanda, decía, solitaria en la selva misionera, en el Alto Paraná de los colonos polacos. Colonia Wanda. Cerca del Iguazú. Que no figura en los mapas. Decía; explicaba Robertino que le había explicado el primo Florencio. Pero existía. Decía: Colonia Wanda.            Y allí vámo, dijo Róbin. En las casas de las primas Espiro subieron al camión la prima Danielle y la prima Natalia y los novios (de siempre) el Chelo Luján y el Tano Ghio. Subieron en tropel. El tío Rosendo y la tía Susana quedaron en la esquina, saludando, arrimando deseos de buen viaje y mucha mucha suerte...Y se fueron, nomás; partieron a la ruta en el viejo Ford, camuflados de gitanos, como auténticos volantines. LaBoga y ElRóbin y las primas y los novios, simulando, todos, alertas, todos todos al mismo tiempo y en el mismo espacio ambulante jugando en el mismo rol de circo-gitano. Todos. Como en un cuento...            En el camino.            Hasta Posadas (es) ruta conocida, sabía Robertino; después, la infinita selva misionera.              
- VSaturnino y los tesoros Saturnino se rascaba la cabeza, se lo notaba inquieto. La gavilla de indios revolvía en los matorrales. A machete y hoz hendían la selva; el sol lustraba sus cuerpos, un calor sofocante. En el Alto Paraná... Saturnino (éste Saturnino) no es otro que Florencio Espiro, fugitivo desde (hace ya diez) años; encubierto en la estampa de un gringo medio-loco, clandestino en la jungla misionera... Pero allí en Colonia Wanda el "Florencio" no es Florencio ni es Espiro; en estos pagos de la impostura el prófugo es Saturnino Larsen, Saturnino a secas, como un saludo invariable. Y de apellido suizo, casi alemán: Larsen.             Florencio palpita el atardecer entre el susurro del río Paraná colándose en la selva. Está caliente; la indiada revolvía y revolvía en los matorrales, el acero de hoces, machetes relumbrando contra el sol, todo azulado, vaporoso, el bicherío pica y fastidia, y en la mente de Florencio tintinea (ahora) como nunca la fábula: esas piedras preciosas: esmeraldas zafiros rubíes: laten cuentos en la indiada, y las sospechas de la Compañía, y el conocimiento de los polacos, y el rumor en Colonia Wanda: lo dicen, todos; y lo callan: piedras preciosas... Florencio palpita el atardecer.            La gavilla guaycururú apenas se oye sumida en los matorrales. El crepúsculo es (ahora) un miasma.            Florencio lleva su mano a la boca, forma un aro con sus dedos, y le chifla a la indiada: Neike, grita. ¡Neike!              Y se van... En el rancho de Don Félix el guisado está a punto, espeso resuena en la olla, sacude el olfato: borí-borí. Es (ahora) noche; húmeda, hervida en la jungla, como si el sol (aun) latiera a plomo. Es Misiones... Florencio se aparece blanco en el rancho; trae un botellón de caña. Ya llega medio picado, no saluda, y se sienta. El perro de Don Félix lo mira. Olisquea. Saturnino está de mal humor.             Comen en silencio Florencio y el viejo Félix bajo el cobertizo; la caña camina. Todo es calor y ruido a selva...             Cuando la cena hubo acabado Florencio se apostó en el peñasco del arroyo; allí encendió un cigarro paraguayo y contempló el devenir del agua, largo rato, en cuclillas junto al perro: luna nueva y estrellas, fulgentes... Yasy-Mörötï Mba´e´ pochy tepynó, balbucea Florencio en su cabeza, Mbegué-katú Jhëé, se dice, Ñandurié-Pukú, Jhëé...  En el canto triste del urutaguá Florencio sale de su letargo: el ensueño: piedras preciosas: esmeraldas zafiros rubíes. El urutaguá vuelve a aullar. Florencio trepa al cobertizo; y susurra el adiós a Don Félix: Hasta mañana, dice.             Y se va... Saturnino; a su rancho en la costa.  A la mañana siguiente lo despierta Zapata, el compinche del astillero de Iguazú trae novedades de ElPrimo el de Buenos Aires: el último telegrama: Dice qu´está viniendo pa´acá, dice Zapata... Florencio sale del sopor, abombado, se restriega la barba; en un ademán toma el telegrama. Zapata lo mira ansioso. Díce qu´lo ispera en San Ignacio, dice. Florencio otea el telegrama; la mañana quema, cielo amarillo. Zapata sigue hablando: Díce qu´está camuflao e´gitano en un circo, ansí díce: véalo, véalo, ansí lo díce... Florencio levanta la vista y escupe: Estoy viendo, dice. Estoy viendo. Y vuelve a fijar la vista en el telegrama. Zapata ya no vuelve a hablar.            ... En el recodo la bruma es densa; el Alto Paraná es como un tigre encajonado, lleno de rabia y lamento, un afluente mayúsculo en aquel estrecho zanjón, finito, como ceñido en paredes. La bruma es densa. Florencio levanta la vista, y se pierde en la distancia; el recodo arde agitado, bulle, en la furia del río. Un aire violento cruza la jungla. El calor parece de acero... Zapata vuelve a hablar:            ¿Se ha enteráo, usté, amigo Saturnino?            Florencio no responde.             ¿Se ha enteráo pué e´la novedá? Zapata la sigue            El ruido del río lo cubre todo.            ¿Se ha enteráo?            ¿Qué? Florencio al fin le da cabida.            El General...             ¿Qué?            El General istá huyendo e´una Cañonera paraguaya, dice.            ¿Qué cosa?            El General istá disparando al Paraguay e´un barco e´guerra.            Florencio se rasca los sobacos y pregunta:            ¿Cuándo llegó éste telegrama?            Y... hace´un... dó, tré... ¡cinco día!            Florencio se rasca los sobacos, queda en la nada...            Y Zapata entonces emprende a los gritos: ¡Aí la tiene! ¡Aí la tiene!, grita como un loco, y da saltitos. Y señala al río, ¡Aí la tiene! ¡Aí la tiene!             Y allí estaba, imponente, la Cañonera paraguaya asomando en el acantilado, rompiendo el paisaje, negra.            ¡Aí la tiene, Saturnino! ¡Aí la tiene! Zapata se quita el sombrero y comienza a batir al cielo: ¡General, Compañero, Pocho Querido, Hermano, Compañero! grita, como un devoto, y sacude el sombrero. El navío maniobra atolondrado en la corriente del Alto Paraná, zigzaguea, entre quejidos, y echa humo de toro, silbante y espléndido. ¡General, Compañero! el compañero Zapata parece un nene. Y se trepa a un peñasco, y grita, más y más brioso.             La máquina avanza...            Florencio observa el espectáculo, el significativo hecho náutico en la flota. Escupe al suelo, tose, y farfulla entre dientes: Viejo cagón, pollerudo...            Un bramido en las chimeneas emociona a Zapata.            El recodo es un infierno  
- IEn el Búho Verde El camión de Robertino Espiro pastaba manso a la sombra del algarrobo. Indolente en la siesta. Robertino lo observa, el radiador todavía temblando; una yunta de teros picotea las cubiertas del Ford. Que chorrea aceite. El sol era algo tibio en medio del frío, suave y quieto, en los primeros calores de la primavera; primavera, sosegada y serena. Robertino paladea el vaso de vino, bajo el toldo en la parrilla del Búho, envuelto en su gabán, calmoso, el sombrero echado hacia delante... El camión blanqueando en el rellano. El viejo Ford. Como una figuración en la llanura: lánguido. En Villa del Plata. Bajo el cobertizo en la parrilla del Búho. Robertino vació el vaso de vino, en un sorbo; la yunta de teros comenzó a chillar... Y entonces el desastre.            Ya nada (nunca) volvió a ser como antes.            El chillido de los teros... Y la chata de Gendarmería asomando en la ruta. Como un mal augurio. En la siesta en la parrilla del Búho. La patrulla de caminos. Robertino se acomodó en su capote, y levantó apenas el ala del sombrero. Volvió a llenar el vaso de vino, solemne, tosiendo. La patrulla de caminos arrimaba; los teros aletearon y levantaron vuelo, se perdieron en gritos. Robertino vació el vaso de vino. Se acomodó en su gabán, carraspeó, inclinó otra vez el ala del sombrero. Y se sirvió más vino.            La patrulla se detuvo envuelta en polvareda. Estacionó a los tropezones. Y del cascajo se apeó el sargento chorro (ese) corneta de la gendarmería. Soréte, pensó Robertino. El sargento ese que lo tenía montado en un huevo, entre ceja y ceja, pensó... El sargento (ya) pisaba el boliche. Lo acompañaban dos gendarmes, pibitos de mirada asustada. Mocosos, se decía... cuando el sargento lo rozó, pendenciero, acodándose en el escaño del local. En el Búho Verde. Clima espeso.             Los mocosos se quedaron en la puerta...             Chicho Burro encanecía al mostrador, y ya servía una caña. Sabía que algo estaba por ocurrir, un suceso. Bien lo sabía.            Robertino (ahora) parece un retrato, la estatua de sí mismo.             Entre saludos de buenas tardes a los gritos el sargento comenzó a despacharse en indirectas:            ─Y qu´me dice amigo Chicho, pué... ¡Qu´me dice de´el Generalito éste huyendo en una cañonera paraguaya como rata por tirante: asustáo! ¡Qué m´dice, usté! ¡¿Eéeh?! ¡¿Aáah?! ─gritaba el sargento cordobés.            Chicho Burro alegaba en gestos torpes y frases entrecortadas: Qué-le-va-cer, decía, Qué-le-va-cer...             Y el sargento la seguía:            ─Cobarde, como un cobarde... ¡En una cañonera paraguaya! ¡Já, já! ¡Jú, jú! General de lo´smaricone, General de lo´smaricone... ─repetía el sargento de la Gendarmería. Y Chicho Burro con cara de otario: A´visto pué, A´visto...            La arenga del recién llegado (que empina ahora el vaso de caña) urdía en indirectas al otro parroquiano, al culiáu este de Espiro; pero Robertino no acusa el rodeo. Parece un fantasma.            Y el sargento la seguía:            ─Se´acabó la joda, amigo Chicho: ¡Se´acabó! ─el sargento degustó el vaso de caña y retomó la ofensa contra la estatua de Róbin Espiro─... Aura tooodos éstos vagos van´a tené qu´volvé a trabajá, amigo Chicho, ¡a trabajá! ¿me entiende? ¡a trabajá! ¡Já, já! ¡Jú, jú!... ─El sargento cordobés espetó el vaso vacío contra el mostrador de Chicho Burro y se puso en pié y siguió chuseando sin mirar al parroquiano de gabán y sombrero alado... ─Vágos, vágos, son tóo´unos vágo; y ladróne; y pendenciéro. ¡Pero se le´sacabó la joda! ─gritó─ ¡Aura el "General" tá rajando e´un barco al Paraguay! ¡Já, já! ¡Jú, jú!... Aorita tooodos van´ir cayendo de a´uno...            Chicho Burro sabía que estaba por suceder algo. Algo grave.            Y el sargento la seguía:            ─Tooodos de a´uno van´ir cayendo, como vaca´en matadero. ¡A lo´s tiro! ¡A lo´s tiro!              Entonces sucedió lo que estaba por suceder: Robertino (el aludido) Espiro abrió la boca. Y dijo:            ─Puée güeno, amigo, déle: empiece po´ralguno, ¡chée!            Oídas (todas) estas palabras el sargento se dio media vuelta y enfrentó la figura de Espiro arrellanado en el gabán de siempre. Lo miraba recio:            ─¿Qué ai´dicho vó? ─preguntó el sargento. Los gendarmes otearon el cuadro alertas bajo el cobertizo.            ─Digo qu´si va´andá usté matando vago´a lo´stiro, entonce´ déle, nomá, ¡ésta mesma tarde!            El sargento guardó silencio un instante, y sostuvo la mirada de Robertino. Chicho Burro apretó las sienes.            ─¡¿Aáah?! ─El sargento no cabía en su asombro─. ¿Tá camorrero, vó?            ─Un cachito, nomá... ─devolvió el otro.            Entonces el sargento habló marcial y perentorio, su vozarrón estremeció el cobertizo:            ─¡Bajá el copete, culiáu! ¡Bajálo! ¡Mirá qu´te tengo gana en´desde hace rato, eh!            ─Dése el gusto, compañero...            Los gendarmes del sargento se removieron en sus lugares, inquietos. El sargento los calmó en un ademán.            Clima tenso.            Chicho Burro supo (entonces) cómo terminaba todo aquello...            ─Levantáte, Espiro ─dijo el sargento─: ¡Ta´arrestáo pué!            Robertino sonrió una sonrisa socarrona. Casi aciaga.            ─¡Levantáte te´digo! ¡Levantáte, mierda!            Entonces ocurrió...            El sargento llevó su mano derecha a la pistola en la pistolera y en el mismo preciso instante el gabán de Robertino se abría abriendo paso a la Spencer corta y entonces la detonación tronó cual escarmiento en la siesta del Búho Verde. El sargento salió despedido como un atado envuelto en sangre y tripas cuando el gendarme a la zaga intentó hacer valer su carabina y otro escopetazo de la Spencer le voló la mano izquierda. Y el mocoso se derramó en un grito dolorido. Entonces un calibre .32 asomó recio bajo el gabán de Robertino y apuntó a la cabeza del otro gendarme que tallaba estático al otro rincón del cobertizo. Temblaba.            ─Largá es´e fusil ya mesmo ─ordenó el pistolero que lo apuntaba con el .32 largo.            El joven gendarme arrojó la carabina a un costado, pálido, temblando, y alzó ambas manos en un sigilo. El otro mocoso lloraba y se quejaba, se apretaba la mano herida. Chicho Burro gozaba la escena, se doblaba en carcajadas. El cuerpo del sargento yacía sobre el tablado: sangre y tripas, fermento... Un monumental agujero le decoraba el vientre...            Afuera se oyó chillar a los teros. 
- XIIEn el burdel En la lomada de Crucecita, clandestina; en Avellaneda. En el burdel de Don Sosa. Estaban todas, el plantel a pleno: la Negra Kotíi, negraza ruda y sabrosa entre aquellas mujeres, hembra africana, dueña de un carisma inaudito, un majestuoso andar felino que encandilaba apenas verla; la Marucha, la más joven de las muchachas, exquisita, suave, piel de susurro, zorra mirada; las mellizas Ana y Lía, con sus cuerpitos pequeños, casi infantiles, negritos, y esas bocazas pura carne; la bella Pauh Lee (o simplemente Pauly) con su estampa gringa, blanca como la leche, enigmática y melancólica; Pily y Pelu, las indias kilme, "hijas del monte", arrolladoras como un cartucho de dinamita; y la Flaca Sinta, y la Grace; y la Normanda del baile en vilo, la proverbial francesa bien entendedora... Estaban todas: osadas y trabajadoras.            Las chicas despertaban, en la tarde; reunían su anemia en la cocina del burdel. Pálidas. Húmedas. El calor lo hacía todo todo más insoportable. Las chicas picaban desechos, bebían agua fresca, acomodaban sus cabellos grasientos. Y sufrían marchitas los quejidos de Pulserita en el cuarto del sótano. Temple ceñudo las chicas simulaban no escuchar semejante sufrimiento. Pero el dolor estaba ahí, cerca, filoso, retumbando en la afonía del burdel. "Pobrecita esa criatura" susurraba alguna cada tanto. "Pobrecita" asentían todas. Y en lamentos Pulserita confirmaba la sentencia. Pobrecita. Llanto. Suplicio. Gritos desesperados. Pobrecita. El chasquido del látigo. El hierro candente. Opio. Alcaloides. Pobrecita. Torturada en el cuarto del sótano.            El burdel de Don Sosa era conocido en el ambiente de Avellaneda como El Infierno de la Lomada. Allí todo era posible. Todo. Más. Era el infierno mismo. Eso exacto era: el infierno. Allí era sabido encontrar los más obstinados mecanismos de la perversión humana: allí fajaban a las mujeres, allí las encadenaban, las orinaban: allí (en aquel burdel) sodomizaban hembras, las sometían a verdaderos vejámenes, allí llevaban animales y niñitas y negros padrillos: allí la vida valía un peso. Y allí (ahora) la negra Pulserita no valía ni un centavo. Toda golpeada. Machucada. Lacerada el alma y los sesos. Narcotizada. Allí estaba.            Eran Ruggierito y sus secuaces los que se divertían en el cuarto del sótano. Tronaban burlas y risotadas. Festejaban nuevas ocurrencias. Una anguila del arroyo. Eso mismo. Una anguila para metérsela en el culo a la negrita. Y un poco más de esa picana en las tetas. Electricidad. Y arrancarle otro dedito. Tenaza. Tijeras. La fiebre de la tortura enloqueciendo a los hombres, atacados de sadismo. Un sorete en la boca. Un mechón de cabello menos. Una gilette en los huesos... Y más nuevas ideas: la verga de un caballo para anestesiar del todo a la putita.                  En la noche aparecieron las chicas nuevas: Romina y Celeste. Así fueron presentándose (en el burdel de Don Sosa) entre compañeras y clientes: Romina y Celeste: las chicas nuevas... Pero esas chicas eran otra cosa. Eran las primas preferidas de Florencio Espiro. Eran la prima Danielle y la prima Natalia. Eran las espías infiltradas por Florencio en el burdel donde penaba prisionera la desdichada Pulserita. Eran la vanguardia que reconocía el terreno y compilaba información. Eran el secreto. La clave. Y lo hacían muy bien.            Danielle y Natalia ganaban confianza (una noche dos noches tres noches) taconeando alegres en la bruma del burdel. Memorizaban movimientos, nombres, horarios, señas, todo, atentas, mucho, siempre, espiando, escurriendo la pulpa del prostíbulo aquel. Y ganaban confianza. Viciosas y simpáticas. Intimaban con Ruggierito. Coqueteaban a Don Sosa. Chupaban y abrían las piernas. Locas. A pura gasolina Espiro.            La prima Danielle y la prima Natalia trenzaban buenas migas con las chicas del burdel. El láudano hacía lo suyo. Y las primas involucraban más y más a las chicas. El plan. El asalto del primo Florencio para rescatar a la negrita. Y las chicas saboreaban el secreto. Entusiastas. Alucinadas. Enteraban que Florencio Espiro devolvía afrentas a Barceló. Que Barceló estaba en decadencia, que su poder se derrumbaba. Que otros hombres iban a ocupar el lugar del caudillo, choto, arruinado, viejo, enfermo. Las chicas atendían. Listas y dispuestas. Espesas volutas de humo. Veneno demoledor.             Las primas buscaban rincones donde esconder cuchillos y machetes. Eso precisaban: sitios seguros para ocultar el acero en el burdel: dónde sea: cómo sea. La Negra Kotíi y la Flaca Sinta enseguida alistaron en sintonía: entre las pilchas recomendaron. En el pozo del excusado sugirió Pauh Lee. Y la Normanda tenía su baúl. Y las mellizas Ana y Lía sus cofrecitos. Y la Marucha el cotillón. Buenas mujeres. Buenas ideas. Había lugar. Estaba todo bien. Genial. Los cuchilleros de Florencio Espiro tendrían su armería bien disimulada escondida esperando en el burdel.        Entraba la noche en Avellaneda. Llegaba demorada. Lenta.         Y las chicas conspirando.
- IXOrdóñez en Diamante             ─Ahí está el hijo de puta. Mirálo vos.            ─Tenía razón, comisario: en esa isla de mierda.            ─Son así estos negros: joda y chúpi todo el día.            ─El más petiso será el Viejo ese que dicen...            ─El abuelo.            ─Sí, el abuelo...            ─Y los otros dos otros borrachines...            ─... borrachines            ─Mamados. Todos mamados. Los cuatro.            ─¿Tendrán armas?            ─Alguna escopeta vieja, seguro. Pero igual no nos podemos confiar. Estos bandidos son capaces de cualquier cosa.            ─Usted los va a aplastar, comisario. No tienen chánce esos borrachos.               ─La desconfianza es el secreto de un buen policía, Ruggiero. Nunca olvide eso. Nunca.            ─Más cuando uno tiene que lidiar con esta negrada...            ─Usted lo ha dicho, amigo. Usted lo ha dicho...            ─Si lo sabrá usted, comisario.            ─Si lo sabré.            ─El alazán está lindo, vió...            ─Ese lo quiero para mí, sabe.            ─Y usted lo tendrá, comisario.            Ordóñez y Ruggierito conversaban parapetados sobre un promontorio erguido en la barranca. Cada uno con un larga-vista del Ejército. Espiaban la tapera del Viejo Espiro. Espiaban a Florencio el fugitivo.            ─Lo único que me preocupa son los perros. Son muchos. Y van a armar barullo.            ─Veneno, comisario. Los envenenamos esta misma noche y listo.            ─Mala idea, camarada, mala idea. Si envenenamos a los perros el Viejo puede sospechar algo. Y a la mierda con el efecto sorpresa.            ─Y entonces...             ─Tenemos que atacar con todo. Tiene que ser un ataque fulminante. Liquidamos a los perros de entrada y cuando quieran reaccionar ya estamos adentro de esa tapera infame.            ─Me gusta, me gusta la idea, comisario. A pura metralla y listo.            ─Así es camarada: rápido y limpio tenemos que actuar.            ─No tienen chance, comisario. Ninguna posibilidad... El Jefe va a estar chocho cuando le llevemos a ese sorete encadenado.            ─Eso délo por hecho, Ruggiero: este hijo de puta no se me escapa.            ─Ya es nuestro, comisario, ese bandido. Todito para nosotros.            Ordoñez ajustaba sus binoculares y relamía la cacería. Estudiaba el terreno, analizaba posibilidades, proyectaba distintas estrategias, calculaba márgenes de error, las potenciales defensas del enemigo... Estaba ansioso el comisario: mañana bien bien temprano tomarían por asalto esa isleta de mierda: los barrería de un plumazo: su escuadrón era demasiado para cuatro borrachos asaltados por sorpresa. Bandidos.             ─Lo más razonable será entrar por el remanso ese del fondo. Ese riacho. Así los sorprendemos, los rodeados, tapiamos rápido la tapera. ─El comisario ajustaba detalles en su cabeza y trazaba marcas en un croquis de la isla. Ruggierito corroboraba todo en un plano cedido por el Ejército.            ─Un juego de niños, comisario...            ─Eso espero, camarada. Eso espero.            El atardecer caía anaranjado sobre la barranca.            ─Bueno, vamos ─ordenó el comisario─: mañana será otro día.            Y se fueron. Ya en plena noche, madrugada, el primo Julio irrumpió como un fantasma en la tapera: sudado, pálido, lleno de barro. Llevaba una escopeta en la mano, y otra en bandolera, y tres pistolas en el cinturón. Jadeaba, trémulo, ojos fuera de órbita, como espantado. Brilloso en la humedad. El Viejo y Florencio y Chinche y Romerete alargaron sus miradas en la aparición. Jugaban naipes bajo el cobertizo.             ─¡Lo aindan buscando, primo! ¡Lo aindan buscando feo! ─gritaba el primo Julio naciendo del monte.            Los perros chumbaban irritados.            ─¡Lo ainda buscando la policía'e Barceló! ─informaba en chillidos el primo Julio llegando al cobertizo─. ¡Están acá, están acá mesmo, en Diamante!            El primo Julio resoplaba como un potro, agitado; chorreaba barro.             ─¡Tómese un trago, m'hijo, cálmese y habl'enseguida! ─El Viejo estaba en pie, alzando el botellón de vino.            El primo Julio guardó unos segundos para recuperar la respiración y entonces habló largo y tendido; encuclillado junto al fuego:            ─Antiyer an'llegao'uno' milico'e buenosáire ─decía, contaba─. Un tal Ordóñe' le' capitanea. Traju'm iscuadro'nespecia', son doce. Y trajo arma', y cabayada, y sabe ande está usté escondío primo y maniana biem biem temprano van'a'veni'a yevárselo'a usté... Yo m'e'nterao Viejo esta mesma noche Viejo cua'indo el tío Glorio se'a'crusao con'el primo Carlo qu'venía'e ve' a'lprimo Juancito qu'traía'um mensaje e'la prima Edith qu'siempre e'lleva siempre pescao fresco a'la'muje'l Intendente y ai'mesmo se'a'noticiao pué toas'ta cuistión qu'yo aúra'e'stoy contando'a usté Viejo... ─el primo Julio respiró hondo largo serio y siguió su aluvión de palabras─... y le cuento Viejo qu'el primo Carlo'ta'viniendo con cuanto primo listo'i'fresco incuentra'sta noche. Y le'aviso tambien qu'el Turco Bruno nos'a'dao to'astodita' a'escopeta. Y revolvere y pistola nueva. Munición ai'a montone'... ─Así dijo. Y concluyó─:  Usté aura dirá, Viejo...            Y el Viejo habló:            ─Biem biem temprano. Ansí a'icho usté, ¿nocierto m'hijo?            ─Biem biem temprano... ─rubricó el primo Julio.            ─Ai'amanecé...             ─Ai'amanecé...            ─Y son doce, ¿no?            ─Doce...            ─Trece, pué, con'l punto qu'lo capitanea.            ─Trece, sí. Trece.            ─La yeta, pué...            ─La yeta, sí; la disgracia.            El Viejo quedó callado, grave. Un instante. Y luego habló serio:            ─Los perro ─dijo─: ai'qu'esconde' a'los perro.  
- VIIILa mina Llovía. Como sólo llueve en el Alto Paraná: a cántaros. Como la última vez, como si la naturaleza hubiera anunciado el fin de las lluvias. Mucha lluvia. Se desplomaba el cielo en raudales de lluvia. Una lluvia misionera, gorda, caliente. La jungla ondulada cubierta detrás de la lluvia. Lluvia fragosa. Sabida. En Colonia Wanda llueve como llueve en la literatura: hasta aburrirse... Lluvia. En el rancho de Don Félix. Camino al muelle. En la lomada de El Bonito. Y llueve. Todo lluvia. Allí (ahora) bajo el cobertizo el viejo Félix y Florencio y Robertino contemplan caer la lluvia. Y llueve...             La noche llega, y sigue la lluvia.            Como si nada importara. En la mañana la lluvia es un recuerdo. La selva (ahora) es puro sol. Nervioso. Crispado. El perro de Don Félix ladra, ladra diciendo que alguien llega. Florencio abre un ojo, y el viejo Félix ya está alzándose bajo el cobertizo. Robertino acaricia la Spencer. Un indio (de la gavilla al servicio de Saturnino) llega trayendo noticias. El perro lo chumba; el indio está agitado, se recompone a la loca carrera, se encuclilla y toma aire, respira, el pecho le suda. Don Félix calla al perro en un grito y el indio de la gavilla habla algo en guaraní. Don Félix levanta los hombros, su cara denota sorpresa. El indio vuelve a hablar en guaraní, seco y firme, puja la voz. El rostro del viejo Félix ahora es de estupor. El indio repite la misma letra, tosiendo y cansado. Florencio clava entonces la vista en el viejo y el viejo le devuelve un gesto asombroso: Dice qu´encontraron el cerro qu´brilla, tradujo el viejo Félix. Ansí dice: la-piedra-preciosa.            Saturnino (Florencio Espiro) saltó en el cobertizo y caminó hasta toparse la cara del indio, que lo miraba y sonreía y zangoloteaba la cabeza y se esforzaba en exponer ansias y lealtad a Saturnino. Y Florencio (Saturnino) estalló en un grito sonoro: ¡La mina!, dijo. ¡La mina de Wanda!, gritó de nuevo. Don Félix lo abrazó, lo apretó en su cuerpo. Robertino dejó la recortada y salió al encuentro de su primo. Se abrazaron los tres, rústico, y Florencio sumó al indio a la ceñida.             El perro ladraba, brincaba en torno al barullo de hombres... La mina de Wanda era (fue) una célebre leyenda del Alto Paraná, una en tantas páginas de la mitología popular del norte misionero. Esta (esa) leyenda reputaba el caso de un yacimiento de "piedras preciosas" de tiempos del Imperio lusitano, cuando los portugueses gobernaban éstas tierras. La leyenda hablaba de la enorme cantera abierta por el Reino de Portugal donde brotaban a borbollones esmeraldas zafiros rubíes, gemas multicolores, "piedras preciosas", en todas formas y tamaños. Esto (eso) decía la leyenda. Y concluía el relato diciendo que la mina hubo sido abandonada por el Imperio cuando la gran peste azotó la región... Esa antigua (ésta) leyenda sobaba (ahora) Florencio. Florencio Espiro.              Y su gavilla de indios.   ... Llegaron a la mina al mediodía, bajo un sol criminal; el miasma de la selva se colaba hasta los huesos. Florencio, Robertino, Don Félix, el Chelo Luján, el Tano Ghio, y la gavilla de indios completa: en los matorrales. El yacimiento se escondía sobre la ladera de un cerro en terrible anchura, inmenso, entre la jungla inmensa; a la vera el río Paraná. Escalaban. Trepaban el sendero: a machete y hoz la indiada lo ensanchaba a cada paso. Subían. Como verdaderas fieras. En el moconá... De pronto, el indio de-la-buena-noticia se adelantó al grupo de hombres, y en pomposo gesto señaló el portal de la mina, el oscuro socavón de los portugueses.             Y entraron.            Florencio encabezó la cuadrilla de hombres. Los indios encendieron las lámparas y el hedor a kerosén se alimentó en la humedad de la cantera. Marchaban, en silencio, envueltos en la oscuridad y el rocío, como ánimas en su cueva. Calaban las entrañas del cerro. El socavón se internaba, profundo. Marchaban. Florencio paladeaba un gran momento. Lo sabía. Y avanzaba: cautela, se decía. Cautela. Marchaban, los hombres, en la mina de Wanda: confirmando la leyenda. Y avanzaban. Silenciosos. El aura en las lámparas irradiaba una luz mortecina. A paso firme. Gotas que caen en la cantera, tamborileando, retumban; el eco se sostiene. Marchaban. Y a unos pocos pasos, el resplandor; Florencio avistó un brillo, como una fluorescencia. Y se detuvo. Ayíi, susurró. Todas las miradas se amontonaron en la negrura del socavón. Y avanzaron. En puro silencio. Casi no se oía un respiro. Sólo las gotas cayendo. La lámpara de Florencio se meneaba. El brillo al final de la veta se hizo agudo, patente, una luminosidad como salida de la Biblia. Ayíi, repitió. Y dio otro paso. Y el resplandor se descubrió en toda su plenitud: un extraordinario socavón de coloridos muros: paredes verdes rojas azules amarillas: en variada fosforescencia: en infinitas tonalidades: en loca policromía: las piedras preciosas.            En la mina de Wanda.            ... Florencio se sintió parte de una nueva leyenda. Se brotó en griego. Y allí mismo dejó de ser Saturnino Larsen.  Ya en el rancho de Don Félix bajo el cobertizo Florencio repasa en su cabeza las herramientas e instrumentos necesarios para trabajar en la mina. Las primas toman nota y Robertino escucha. El camión va´venir bien, dice Florencio. Y piensa en el gasoil necesario. Habla de galones y saca cuentas. La tarde es apacible, el sol sobre las nubes, y una suave brisa del sur. De pronto LaBoga dice cosas sobre leyes Federales y embutes del Mercado, dice que la cosa no es tan sencilla. Florencio le rinde atención, y dice: Vo´encargate d´eso, entónce. Entonces la muchacha sonríe. Y eso estaba diciendo, retruca. Todos sonríen... Y entonces comienza a llover.            Florencio maldice, feo.                    El perro gruñe al cielo.                
- VEl trabajo El pái llegó a la estancia de los Pereyra cuando el sol caía. Los ruralistas lo recibieron entre vítores y aplausos, como a un héroe. El pái miró con desprecio, hosco, acomodándose la manta amarilla. Y habló, en un español medio guarango. Y dijo que su trabajo era un trabajo serio, que no andaba de chacota, que lo suyo era ciencia oculta, milenaria, y responsable. Dijo rápido y conciso, y reclamó un lugar apartado, en la finca, un espacio dónde establecerse. Y dijo que nadie lo molestara, nunca.             Finalmente dijo que tenía hambre.            Don Arnaldo F. encaramó la bienvenida; saludó marcial a tan ilustre visitante y lo invitó a celebrar el banquete servido en su honor. El pái accedió solícito, y se hincó en la cabecera del mesón. La manta amarilla siempre encima. Hosco. Todo silencio. Olisqueo platos y cubiertos y revisó efusivo las copas. El vino tinto no le gustaba, dijo. Prefería el blanco.            Los ruralistas se miraban sorprendidos.            Nadie hablaba.            El pái engullía carnes y ensaladas, gustoso. Nadie hablaba. Don Rómulo S. preguntó amable como había ido el viaje. Pero el pái ni lo miró y siguió comiendo. Pidió vino rosado, y huevos de codorniz, y pimientos, y aceitunas. Y siguió comiendo.            Nadie habló más.  Comió el paí largo y tendido, tumultuoso; dijo que los buñuelos le parecieron exquisitos. Correspondió generoso en agradecimientos y loas a los ruralistas que al fin se distendieron y aflojaron el semblante acongojado y latoso del inicio. Ahora sonreían, al menos, y encendían cigarros.            El pái dijo comenzar a trabajar, y pidió conocer mejor a la Mujer.            Don Esteban M. encabezó entonces la comitiva que acompañó al pái hasta el estudio del Viejo Pereyra. Allí los ruralistas abrieron una a una las cajas de recortes, periódicos y revistas, afiches y volantes, la propaganda oficial, el oprobio, los libros, las fotos de la Mujer, todo, la iconografía del pobrerío, la liturgia, todo, chismes, patrañas, mitos, cuentos, todo, todo.            El pái calaba cada documento con parsimonia, ceremonioso, palpaba las fotos de la Mujer, olisqueaba, devoraba en sus manos amores y odios, percibía ansiedad tortuosa en los ruralistas: en el encono a la Mujer del rodete y la mirada lejana: en la necesidad de saberla muerta, maldita, seca, enterrarla para siempre: en los malos momentos de la Historia, como si nunca hubiera sido, como condena a la mala suerte.            Los ruralistas cuchicheaban silenciosos.            El pái quiso escucharlos hablar un rato, y otorgó a los estancieros el pulso de la palabra; quiso saber cómo referían ellos a la Mujer del oprobio, cómo la mentaban ellos en bares y fondas; quiso saber el tono vilipendiador de los hombres, sus maneras, la forma y el tono. Sentirlos.            Y los ruralistas (al fin) hablaron:            ─Perra...            ─Perra sarnosa...             ─Puta...            ─Negra...            ─Ventajera...             ─Trepadora...            ─Populista mentirosa...            ─Rosista...            ─Negra de mierda...            ─Hija de puta...            ─Hija bastarda...            ─Bruta con plata...            ─Ladrona...            ─Usurpadora...            ─Rosista...            ─Negrita engrupida...            ─Negrita...            ─Atrevida...            ─Cancerosa...            ─Cancerosa...            ─¡Viva el cáncer!            ─¡¡¡VIVA!!!            Todos los ruralistas vivaron...            El pái replicó chúcaro, fastidioso a la algarabía de los estancieros, miró recio, a un costado, a otro, se mordió el labio, murmuró algo en guaraní, y pidió permanecer solo (en la habitación) un instante; sólo él y su material de trabajo, a oscuras.            Los ruralistas se marcharon en estrépito espanto.            ... El pái sobaba la fotografía de Evita, afectado, sentía en carne propia la fragilidad de aquella mujer. Supo certero que estaba realmente enferma, quebrada, casi muerta. Supo que el cáncer la comía por dentro, decidido y tenaz. Supo también que el trabajo estaba bien hecho. "Mujer fuerte", pensó.             Y siguió sobando.            Lejos, en el hospital, entre antorchas y velas, María Eva agonizaba.  
- IXXLa caída             ─Qué mierda está pasando, Barceló. Este despelote es inadmisible.            ─Todo está bajo control, señor. Quédese tranquilo...            ─¡Tranquilo un carajo! Esto es un escándalo.            ─La cosa está un poco embromada, sí, pero ya la controlamos...            ─Usted ya no controla una mierda, ¿me entiende? ¡una mierda!            ─Los negros andan un poquito alzados, cierto, pero yo le aseguro que...               ─Usted no está en condiciones de asegurar nada, Barceló, nada, absolutamente nada, ni el nombre de su madre, ¡mierda!            ─No es tan así, señor, ya lo verá cuando...            ─¿Usted me está tomando el pelo?            ─No, por favor, señor, no diga eso.            ─¿Usted cree que está hablando con un pelotudo?            ─No, no...           ─Avellaneda es un escándalo, Barceló: la anarquía está en las calles, la oposición nos destroza, la prensa se divierte: ¡nunca se vio algo semejante!            La voz al otro lado de la línea telefónica estallaba rabiosa. Iracunda. Era la voz en el entramado político que venía sosteniendo el poder territorial de Barceló. Era la voz de los dueños de todo. La sentencia final.            ─La policía no responde; los jueces no responden; los negocios se los llevan otros; a cada rato un hombre suyo aparece muerto; los sindicatos se nos cagan de la risa en la cara; los alcahuetes se pasan de bando... ¡hasta las putas andan alzadas! ─Una pausa terrible y la voz en el teléfono concluía─: Esto no tiene gollete, Barceló. Esto es una vergüenza.            ─... e-e-est-e l-la... ─Barceló tartamudeaba, patético.           ─Usted tiene fecha de vencimiento, amigo. Sépalo: como lo sabe todo Avellaneda. Y encomiéndese a su suerte.             Barceló intentó estirar la conversación. Pero ya era tarde. La voz había colgado el teléfono... un tonillo persistente machacaba en el tímpano del senador.  El Indio McKensy se pavoneaba fanfarrón por las calles de Avellaneda: organizaba el nuevo tiempo: adoctrinaba a los hombres: predicaba la palabra del coronel. Mandamientos. Estrategias. Herramientas para la organización. En el docke, en los frigoríficos, en las curtiembres, en fondas y almacenes, en cada rincón del territorio, en el alma misma de Avellaneda. El Indio hablaba de la Justicia Social y los derechos de los trabajadores. Los trabajadores escuchaban y aplaudían y asentían y juraban jugársela por el coronel.              El turno de los postergados, repetía McKensy.     ElSapito y ElGitano y la maha-fat acopiaban el juego clandestino, y el nuevo alcaloide color rosa encendía a la ciudad. La familia Ribezzo regenteaba burdeles y casas de cita. La cuadrilla cuchillera perduraba como fuerza de choque. Jaime Moore y Nelson Hur y Timmy Pugh recorrían comisarías y despachos judiciales trayendo y llevando novedades. El galés Roy Toon Junior se hizo cargo del contrabando; fue, solito, y plantó bandera en el estuario de Sarandí.             En las calles iban forjándose fabulosas fábulas en torno a Florencio Espiro. Engordaban leyendas y ansiedades iluminando como protagonista al menor de los Espiro. Se tejían historias de cuchillo, inverosímiles, galopes del imaginario popular, culebrones sobre la negrita rescatada y el coraje de su macho. En las milongas, en los bodegones de la ribera, en los petit-café del Centro zumbaba romántica la viñeta de Florencio Espiro, corría de boca en boca, ardía, erótica y pendenciera.            En el docke una bruja lo bautizó el "santito entrerriano".                                                                La lluvia repiqueteaba contra el alero. Monótona. En el palacio de Barceló todo era soledad y escarmiento. El caudillo caído en desgracia se removía en brutales pesadillas; soñaba con Ruggiero que lo venía a buscar, oscuro, magullado, siniestro; soñaba con los matones asesinados, desparramados en su habitación, que lo hablaban y lo increpaban, asquerosos, muertos; soñaba con el Comisario Ordónez, con la negrita, con el menor de los Espiro, que se cagaban en su cama, se desvanecían y volvían a aparecer, a los gritos, metiéndole el dedo en el culo, arrancándole los dientes, las orejas... soñaba... soñaba... entonces el ruido lo fue despertando... cascotazos... soñaba... el ruido en la ventana... cascotazos... cascotazos... en la ventana de su habitación... en la somnolencia... cascotazos... hasta salir del letargo, y despertar, tembloroso, empapado en sudor...             La ventana estaba abierta, violada a cascotazos. Y allí fue el senador, a su balcón, sin entender nada, caminó sigiloso, alumbrado en los refucilos que irradiaba la tormenta. Y miró en la noche. Y allí estaba el cadáver de Ruggierito: en el jardín de su palacio: empalado: desnudo: sobresaliendo espectral por encima de las glicinas: sin manos, sin pies, vaciados los ojos, mutiladas las orejas, con el cabello chamuscado y los genitales colgando en la boca.            Barceló sintió cómo subía el mareo.             Y se desplomó en un desmayo.                                    
- IIRío Arriba El antiguo canal de "La Forestal" irrumpía fofo en el corazón del delta, en la reciente crecida que lo agitaba manso y barroso, olvidado, un riachuelo recto, en la línea occidental del delta, entre la espesura del Baradero y el Paraná de las Palmas: el imborrable canal de los contrabandistas. La mañana era blanca y luminosa y llena de fragancias y euforias y brillos y retumbos paridos en el gusto de la primavera. Y el remolcador (ahora mismo) navegando el canal, a todo motor, ansioso; en la afiebrada travesía hacia el río Paraná... a la zaga de la cañonera... El delta no sabe nada del General; no sabe de las bombas, de la armada; no sabe del exilio. El delta no sabe nada. Ni pregunta... El delta observa. Y calla...            El remolcador pone proa a la mañana, como agitado en el calor de la primavera. Y en el raudal a popa van sucumbiendo (ahora) el atracadero de Villa Nueva, el Río de la Plata, los bancos de arena, Buenos Aires, el temor a Prefectura. La mañana luce espléndida. En el puente de mando mandan ElCachilote Acosta y su fiel ladero ElGuapetón Da Silva: últimas glorias en el contrabando paraguayo. Discuten en guaraní. Y se entusiasman.           El delta no necesita saber nada... Nunca.           Y menos aún en primavera.           Sobre la cubierta del navío resplandecen (todos) chatos los ilustres compañeros, clandestinos, mareados, tumbados y en silencio atestiguan el trajinar del canal: el Indio McKensy y el Negro Molina y el Loco Walter y los hermanos Ribezzo, Krakis y Krauko Ribezzo. Y dos heridos en combate: el Narigón de Bera y la Vaca Yensen: mutilados para siempre.            Pero el delta no pregunta.            La mañana (ahora) es pomposa, atolondrada en aromas y ruidos: el bicherío esgrime su concierto. En el delta.            ElCachilote asoma el pescuezo en el puente de mando, y comienza a vociferar, agita el sombrero y grita: Ché, cambá, en´ya yegamo´al río, cambá, yegamo´al río... El cambá es el Indio McKensy, y el río no es otro que el Río Paraná: Tá muy bien, tá muy bien, repone McKensy desde cubierta. Ta muy bien, karaí-tembó, tá muy bien... El Indio guiña un ojo a Molina, alegre, y le dice: La cosa va bien, Negro, estáte tranquilo, la cosa va mu´ybien. El Negro Molina asiente, leve, sonríe y escupe una bola de naco: El tiempo acompaña, amigo, dice McKensy. Y el Negro vuelve a sonreír.            Pero el Negro Molina no está convencido, supone la aventura absurda, irracional, estúpida, la demencial aventura de acompañar al General hasta su exilio en el Paraguay: Una locura, se dice Molina a sí mismo: Una locura, se repite: remontar el Paraná, intentar alcanzar la cañonera, custodiar la travesía del General depuesto: Una locura. Y sin embargo allí está, como los otros, en la maciega del delta, en el canal que lo arrastra a la aventura... Estamos haciendo historia, Negro, ya somos casi como héroes, como próceres, imagináte, imagináte. El Indio está feliz, gozoso, absorto en la Historia de la patria. El remolcador avanza...            El Negro Molina escucha a McKensy y pierde la mirada en la inmensidad del delta.            Y el delta lo observa, sin saber nada.Ya en la tardecita el remolcador surca el brazo sinuoso y estrecho del Paraná Inferior; a la vera la costa es un manto verde, brillante, enramado en tonos y formas. Todo es bulla a la salida del delta. Todo es candor; primavera. Todo...            El Indio McKensy emerge solemne de la escotilla y se acerca al Loco Walter, le dice algo en el oído y le entrega un paquete. El Loco entonces trepa al techo del puente de mando y abre el paquete, ceñido en ataduras: el paquete envuelve una bandera celeste y blanca: el Loco Walter la despliega. Abajo, sobre cubierta, el Indio McKensy explica a todos: La bandera de la Unidad Básica, compañeros, ¡nuestra bandera!, dice. Nadie dice nada, apenas Molina sonríe, apagado, y escupe tabaco por la borda. Ícela, compañero, eche a´ondear ya mesmo e´sa bandera: ruge McKensy. Y entonces el Loco Walter acordona la bandera al mástil del remolcador y comienza a izarla, ceremonioso. McKensy aplaude como un niño.            El estandarte flamea en la tarde del Paraná. "Lealtad y Justicia", dice.            Molina ya no sonríe.    
- VIEn San Ignacio El viejo Ford temblando bajo la maleza, colorado; la tierra arcillosa lo come. El Paraná es un eco sordo. La jungla uniforme y catódica, cromada en un verde (ahora) repleto, caliente, como un fondo raso ensimismado entre nubes y tierra roja. El sol reverbera. Todo perlado en gotas de sudor. Todo. Todo húmedo y excesivo y extremo... En San Ignacio, al norte de Posadas.            Como en un cuento de Quiroga.            ... Hace (ya) tres lunas Róbin Espiro y LaBoga y la prima Danielle y la prima Natalia y el Chelo Luján y el Tano Ghio montan el cuadro del circo gitano a la vera del puerto misionero. En la noche: olor a incienso, traperio, colores, el espectáculo exótico, la música, el baile, el halo de misterio, y la lujuria, los naipes, la suerte, maldiciones y mitos de los Balcanes, leyendas griegas, cuentos criollos, licores, láudanos, azahares, en la clandestinidad de la jungla: el Chelo Luján rasca la guitarra y el Tano Ghio la acordeón, y LaBoga baila casi desnuda, apenas cubierta en velos y sudores, y Danielle y Natalia canturrean y panderetean y lanzan arengas y guasas a nativos y mensúes enjambrados bajo el toldo, aplauden, vitorean, se golpean en la boca, y Róbin hace gala en su excelsa puntería, fanfarrón, marcial relumbra calibre doce la Remington 870, y brama el estampido, y estallan latas y botellas y botellones y sandías enteras, y la muchedumbre festeja, celebra alborozada, pontifica al pistolero... En la noche, en el calor sofocante. En Misiones.             El circo de los Gitanos, dicen. Florencio (Saturnino) Espiro navega el Paraná, en la canoa de Zapata, a toda vela; llega a San Ignacio henchido, como paladeando un gran momento. El sol abraza, sobresaltado en el poniente, todo rojo, azulado, reverbera como un demonio, imposible. Zapata señala el meandro en el río y advierte la maniobra; el viento es fabuloso. El atardecer (ahora) tiñe a lo anaranjado. Como el de las paredes acantiladas. Florencio infla el pecho, sonríe, ansioso. Zapata lo observa. De la costa arrima un olor rancio a sancocho hervido. Un tufo empalagoso. El meandro es turbulento; la canoa se zangolotea, quejosa entre resoplidos de agua. En la ribera el rancherío (ya) asoma bajo la selva abovedada. Y a la zaga el "circo" del primo Robertino... el toldo, el viejo Ford... la Familia prófuga...            Florencio irrumpe en el campamento de la ralea a grito pelado, chacotero, encubierto en su aspecto salvaje, temible, todo melenudo, barba espesa y tupida, sombrío, como un lobisón expulsado del bosque. "Dónd´está es´Espiro, carajo", gritó en la aparición. "Ande anda es´malandra e´mierda", gritaba... El susto de la familia duró un instante, cruel, hasta asimilar la parodia y vislumbrar entre aquella pelambre el rostro hirsuto del primo Florencio. "¡Primo!", estallaron Danielle y Natalia, y corrieron a colgarse al cuello de Florencio: "¡Primo querido! ¡Primo´el alma!", repetían, histéricas, besando la roñosa barba del primo. (Lo adoraban.) Florencio reía a carcajadas, pura emoción y alegría, dientes blancos brillando en la penumbra. El sol (ya) se diluía en el horizonte. Robertino bajó el percutor de la escopeta, "Cototo", dijo, y brincó feliz al encuentro con su primo: un abrazo interminable, recio, machuno: un abrazo bien Espiro...            ... comieron y bebieron como animales, hasta saciarse; el Tano Ghio se encargó de la parrilla, pacú, sábalo, un dorado, el Chelo Luján manejó la destilería, y Florencio y Robertino se contaron cosas, la noche entera, diez largos años sumidos en el ostracismo calaron llaga en los primos Espiro, el clan griego vuelto en llamas, en la selva misionera, y contaron nuevas anécdotas, y refirieron viejas glorias, y esa noche no hubo espectáculo, el "circo" permaneció cerrado, y Danielle y Natalia rieron y rieron, y LaBoga se mamó como un muchachito polaco, y fue arrimándose a Florencio, mimosa, y las primas la cebaron, y la guitarra y el acordeón empapó el ambiente, bajo el toldo, el fuego ardía a un costado, y el baile se hizo sólo, chamarrita, milonga oriental, saltitos entrerrianos en el Alto Paraná de las Misiones, como extraños visitantes, bailaron y cantaron y cifraron rimas obscenas, atávicos, frenéticos, bailaron a la lumbre de una luna inmensa, toda la noche, bebieron hasta la última gota de vino, y cayeron rendidos... El amanecer los halló insultando el crispado sol de la selva. Ya pronto juntaron sus cacharros en el Ford, y partieron al norte, a Colonia Wanda, medio-aturdidos en el alcohol y la fiebre. El camino era un tajo angosto, torpe, nimio entre el follaje de la jungla, como una letanía. El camión avanzaba envuelto en tierra colorada. Y el calor fastidioso, cada minuto, lamiendo rayos del trópico, rezumando un miasma (siempre) húmedo y excesivo y extremo. El sendero se hace un suplicio, interminable, los cerros más y más empinados, pendencieros: el viejo Ford ruge en bufidos de cansancio. Robertino al volante, alerta, la frente perlada en sudor; a su lado Florencio templa la guitarra, canturrea suave y mustio, lastimoso. Y pregunta a su primo:            ¿Usté Róbin ha oído la última zamba de la prima MariaElena, María Elena Espiro?            El gesto del primo niega con la cabeza.            ¿Y le agradaría oírla?, incita el otro.            Robertino maniobra sobre un badén, y asiente en otro gesto de la cabeza: Sí, dice.            Entonces el primo de la guitarra introduce los primeros acordes. Y canta:sangre del ceibalque se vuelve floryo no sé por quéhoy me hiere mástu señal de amor zamba quiero oiral atardecercapullo de luzque quiere ser soly no puede ser¡Ay tristecitatristecita igualque es llovizna azulmurmurándoleal cañaveral!  el viento la traese la lleva el solsueño en el trigaly sobre el sauzallamento de amor  ya siento llegardel cerro su vozpañuelo ha de sery lo he de prendersobre el corazón            ... Florencio concluyó la canción, lagrimeando; y dejó la guitarra a un costado. El primo al volante aprobó en gesto duro y solemne:            Ta´linda, sí. Dijo.            Bien linda, sí: bella, devolvió Florencio. Se llama La Tristecita. Es una zamba, insistió.            En la carga del camión el resto de la familia dormía su resaca. Todos amontonados, entre eructos y pedos.            La´prima Maria Elena compone cosa´lindas, dijo Robertino.            Es cierto, dijo el otro: Cosas lindas como el mismo cielo...
- VIIIVeneno El Indio McKensy y el Negro Molina y el Jazzo y la Fuscaiola y el primo Krakis y la Tía Ángela y el galés Roy Toon Junior y el emisario de la maha-fat fumando reunidos en la Delegación Municipal Quilmes-Sud. Estaban tensos, irritados: buscaban la forma de atacar a los ruralistas.            Roy Toon Junior proponía una ofensiva armada contra el granero de los Pereyra, "como el joven Florencio cuando rescató a la negrita", decía; y presumía reunir inmediato un tropel de muchachos valientes, cuchilleros dispuestos a dar la vida por la Señora Eva. Ese bandeiro va´ muerto, repetía.             Pero la idea del viejo galés no prendió entre los compañeros: el Jazzo y la Fuscaiola alegaban que era imposible, que los ruralistas estaban siempre alerta, bien armados, pertrechados como para la guerra, blindados en centinelas y patrullas y matones a sueldo. Escopetas y carabinas por todos lados, avisaban.              Entonces no era buena idea.            El Negro Molina opinaba en la contratación de un sicario para liquidar al macumbero en el aliento de la noche. Se le aparece despacito, dijo, y lo degüella como a un babieca. El Negro blanqueó los ojos y puso a miramiento de los compañeros un listado de candidatos a cumplir la tarea. Todos amigos del hampa, dijo.            Tampoco esta propuesta fue tomada en cuenta: no se podía confiar en la lealtad de un sicario. Aquí está en juego la vida de la Señora Eva, replicó el Indio McKensy. Y todos asintieron. Tiene que ser uno de nosotros, agregó, no podemos enredarnos en otra cosa. Todos estuvieron de acuerdo. El Negro Molina quedó callado largo rato.            El concilio vagaba atontado, lelo, sin resultas de nada. Marmota.            Entonces la Fuscaiola introdujo el elemento brutal: ¡Polpetta venenatta!, dijo. Y todos escucharon atentos: el primo Krakis y la tía Ángela relataron en lujo y detalles los efectos y alcances de la polpetta venenatta: antigua receta siciliana capaz de simular fuertes dosis de cianuro en una pequeña albóndiga de carne y verdura.             Todos escuchaban embelesados. El Indio McKensy sudaba espeso.            ¡Polpetta venenatta!, insistía la Fuscaiola, ¡te gusta y te mata! El primo Krakis y la tía Ángela apuntaron pinceladas y reseñas en la receta: no sólo ocultaba el sabor ocre del cianuro sino que además lo volvía delicioso, irresistible al paladar de la víctima: come una come dos come tres come cuatro albóndigas venenosas hasta reventar como un escuerzo: ¡Polpetta venenatta!             La Fuscaiola explicó que para ella y su marido el Jazzo sería sencillo envenenar al desgraciado de la macumba: ella y su marido el Jazzo trabajaban en la cocina de los Pereyra y estaban a cargo de alimentar al forastero: cada noche le llevaban la vianda a la puerta del granero. La Fuscaiola explicó que no podían fallar. La Fuscaiola lo explicó una docena de veces. El primo Krakis y la tía Ángela asintieron mudos.            El Jazzo temblaba arrinconado contra la estufa.           Estaba resuelto: todos validaron el plan de la familia Ribezzo: la receta siciliana: la polpetta venenatta: el cianuro escondido en pequeñas albóndigas de carne y verdura. El secreto está en el hinojo, explicó la Fuscaiola, apenas hervido en leche y pimienta. Estaba todo resuelto. Todos contentos. Pero, ¿y el cianuro? La pregunta estalló en la voz del Negro Molina. Todos se miraron, insólitos. Nadie apuraba una respuesta: hasta que el emisario de la maha-fat esgrimió breve señal en la ceja izquierda y sonrió, leve, severo, entramado en la fugacidad del momento. Todos entendieron.            El Indio McKensy respiró al fin aliviado.  Maurissio y Facundo esperaban afuera, en el depósito Municipal: comían sardinas y queso fresco: habían comido guiso de lentejas: ahora ansiaban una manzana, dos manzanas cada uno. Y después la leche y el pan con manteca y mermelada. Y la banana. Comían sardinas y queso fresco. Se miraban afanosos, en pleito a saber quién comía mas y más rápido.               En la barraca se armó alboroto: un camión entraba a los tumbos, chapaleando barro y humo negro. Los municipales se agruparon alrededor del Ford: estaba repleto de conejos encerrados en jaulas: decenas de conejos en conejeras de madera. Entonces el Indio McKensy irrumpió en el depósito encabezando la comitiva salida de su oficina ordenando permiso enfático y alistando al emisario de la maha-fat a que procediera...            El emisario de la maha-fat trepó sigiloso al camión y recibió del chofer un envoltorio de paño negro. El emisario de la maha-fat desenrolló el paquete y extrajo un frasquito sepia, como de boticario. El emisario lo abrió y preguntó algo en calabrés; el chofer respondió en la misma lengua. El emisario olisqueó el contenido del frasco, desconfiado, miró a su alrededor y clavó la vista en la Fuscaiola: la invitó a subir al camión.            La Fuscaiola trepó inmediata y decidida. El emisario la invitó a elegir algunos conejos y caminaron a lo largo del Ford cebando en hinojo envenenado a los animales. El calabrés bromeaba en la recorrida, lanzaba chanzas, rimas, y alimentaba a los conejos, los envenenaba en el cianuro. La Fuscaiola observaba atenta. Y elegía conejos.             Fusca assessina, pensó el Jazzo a la distancia.            Los animalitos fueron cayendo como metralla: uno tras otro tras otro: el macabro espectáculo de la muerte. Se retorcían en convulsiones, pataleaban, echaban sangre por la boca, morían envenenados. El emisario sonreía. La Fuscaiola se persignó y contuvo el aliento. Y los conejos seguían muriendo, ruidosos contra las jaulas.             El Indio McKensy estuvo a punto de aplaudir. Pero se contuvo.            Maurissio y Facundo comían.                               
- XParaguayEs noche apagada y fresca. La balsa traza el río; Zapata va al mando, como capitaneando un encargue. Voi´véngo, dijo en el astillero cuando le preguntaron qué era (es) el Ford ese en la balsa. Voi´véngo, insistió: Y esos gitanos, le preguntaron. Pero Zapata no contestó. Zapata (ahora) está echando marras en la costa paraguaya. Como si tal cosa. Ya cruzaron la frontera. En el camión se esconde el clan Espiro.              Es noche sin luna. Y fresca.            ... Zapata los guía hasta la salida al viejo camino de "La Forestal"; como una gauchada, dice. Y en el andar de las ruecas va reseñando mitos fábulas tonadas astucias leyendas en el pueblo paraguayo: Esta isla rodeada´e tierra, dice. Como´un bicho ánda Dioo po´esto pago e´mandinga. Dijo. Y así. Se enteran las primas, aturdidas, y el Chelo Luján y el Tano Ghio, y LaBoga, amontonados en la carga del camión. Comen torta asada. Y toman vino. Zapata les cuenta cuentos fatales, aciagos, relatos (dantescos, dice) dónde la vida no vale nada, dónde no se habla de cuchillos, ni facones, sino de machetes. Dice.             En la cabina, oscuros, como la noche oscura, Robertino y Florencio se cuentan viejas andanzas. De mujeres. Y escopetas.            Paraguay; al otro lado del río. Como un sueño atolondrado. A las pocas semanas el clan Espiro ya reposa amañado en territorio paraguayo; en los arrabales de la capital, Asunción. Se compusieron como pescadores, en un muelle. Se hicieron de un rancho y un bote, y después de un pequeño buque. Y allí quedaron, diestros en el hervor del verano; "lo-sgriego", como se los conoció: Los griegos de La Aurelia.            Florencio y Robertino se hicieron un nombre. De respeto y baraja. Guitarrero. Bebedor.            Tifus. LaBoga murió al invierno siguiente... Y las primas se embarazaron.            Todo confuso, enredado. Como en una leyenda Espiro.El General no volvió a Buenos Aires hasta 18 años después de los bombardeos a la Plaza. Se la tenían jurada, le dijeron. Y el retorno esperó paciente: Como un buen soldado, dijo. En Paraguay se exilió algún tiempo; después se rajó a Europa, dónde habló de milicias armadas en lucha peleando su regreso en las calles. Habló de volver y volver. Siempre. Y cuando volvió volvió a la Casa Rosada, enfermo; resuelto a abrazarse a los hijos de la Justicia Social y las leyes de los trabajadores. Sus únicos herederos, dijo. El Pueblo.            Y después se murió, al poco tiempo. Como en las buenas historias...            De McKensy y Molina no se supo nunca (más) nada...            Zapata fue trasladado a un astillero de Entre Ríos. Colonia Wanda es (ahora) un bello paraje turístico del nordeste argentino: Y la mina es su principal atracción...            En Iguazú. En la espesura del moconá.                                                                                           FIN
- XVCuchillerosLos cuatro hermanos Ribezzo: Krakelo, Kroke, Krauko, Krakis. Reclutando gente en todos lados; en la barranca, en el club Villa Nueva, en el Quilmes Athletic, en los rancheríos del río. Buscaban cuchilleros. Hombres de a cuchillo. Bravos. Patoteros. Buscaban doce. Exactamente doce. Así lo había ordenado Florencio Espiro. "Tienen que ser doce. Doce. Exactamente doce". Así había dicho El Justiciero. En el fachinal. En la reunión con los cuatro hermanos Ribezzo.            Buscaban cuhilleros. Matadores. Doce. Buscaban en todos lados. Buscaban. Y encontraban. Y cerraban trato. Y así formaban la cuadrilla cuchillera: el Loco Walter, la Vaca Yensen, el Narigón de Bera, el Gúry, Tití, el Negro Miguel, Marcó, el Indio Thompson, los mellizos Marino, el Tigre, el Pibe Leo. Cuchillos y machetes apandillados por los Ribezzo. Tipos de puñalada fácil; cultores en la riña y el escarmiento. Y eran doce: exactamente doce. Una máquina de matar. Bandidos, auténticos facinerosos.            La Cuadrilla Cuchillera.            Los Ribezzo estaban contentos.   En los campos de Roy Toon Junior. En la colonia galesa. La noche era toda oscuridad y llanura. Y Florencio reunía a sus doce cuchilleros. La Cuadrilla de La Muerte. Bajo la enramada de tilos. En lo que pretendía ser una alameda. Achaparrados y solemnes. En ronda alrededor del fuego. Como bichos del infierno. Rojos. Amarillos. Azules. Colores entreverados en el capricho de las llamas... Ahí estaba. Toda. La cuadrilla cuchillera de Florencio... Los doce salvajes escuchando a Espiro. El joven Jefe... Jaime Moore y Nelson Hur y Timmy Pugh acordonaban a Florencio. El primo Robertino en el fachinal seguía la escena con el ojo pegado a la mira del rifle. Anabella escuchaba en el interior de la guarida...             Bajo la enramada Florencio explicaba en palabras cortas y secas el sentido de la expedición al burdel de Barceló en la lomada de Crucesita en las orillas de Avellaneda. Explicaba lo de Pulserita y el tiroteo en la tapera y el encarcelamiento del hermano Edgardo y el cobarde asesinato del compinche quinielero. Explicaba. Hablaba de matar a todos los matones de Barceló y rescatar a la prisionera. Hablaba de muerte y matanza, de tajos mortales. Hablaba de sangre, de vísceras, de mutilaciones y degollamientos. Y la cuadrilla cuchillera gozaba la arenga, jolgorio machuno; encendidos, saboreaban el crimen.            La noche era húmeda y ruidosa, llena de ranas y grillos. Los cuchilleros atendían a Florencio y Florencio los absorbía en su odio y su venganza. El primo Robertino paseaba a la distancia la mirilla del rifle americano por las cabezas desprevenidas de los salvajes. Y sonreía. "PUM PUM" susurraba en su sombra. Y sonreía. "PUM negro'e mierda". Anabella dentro oía la prédica de Florencio. Se estremecía cuando lo oía ser tan cruel, despiadado, se estremecía en la conciencia cuando sus pezones erizaban latiendo en la bravata de Florencio. Afuera. Envuelto en el crepitar del fuego. Rabioso y siniestro...             La cuadrilla estaba lista. Bien ya adoctrinada. Candente. Así lo percibía Florencio. Y Jaime Moore y Nelson Hur y Timmy Pugh que asintieron con un gesto. Entonces el mismísimo Roy Toon Junior apareció en la noche acompañado por unos gringuitos de pelo amarillo. Cada uno de ellos acarreaba unas cajas chatas de madera lustrada. Era un fabuloso contrabando de cuchillos y machetes. Los ojos de los salvajes salieron de órbita encandilados en el brillo de la cuchillería. Un resplandor magnético, alienante. "Acero del mejor, africano", explicaba el gringo, "producción norteamericana", repetía. La negrada miraba atónita. "Elijan sus obsequios, caballeros", sentenció marcial el viejo galés. "Con confianza, mierda, que éstas son sus armas", apuraba Florencio. La negrada asentía nerviosa. Histérica.            Eligieron sus instrumentos con sobriedad y cuidado, admirando los atributos de aquello que tenían entre manos. Trataban la cuchillería con delicadeza, la ponderaban en forma y sustancia. Algunos lagrimeaban infantilmente emocionados. Conmovidos. Felices. Agradecidos por el trabajo y la paga. El acero latía iluminado en el aura del fuego... Entonces Florencio arrimó la despedida con palabras marciales y rectas. Grave en la ceremonia. Tenía unas últimas palabras, un viejo poema que su abuelo sabía recitar en tiempos mozos. Eran los versos de un tal Espronceda.             Y Florencio declamó. Embellecido en la noche...  me gusta ver el cielocon negros nubarronesy oír los aquiloneshorrísonos bramarme gusta ver la nochesin luna y sin estrellasy sólo las centellas la tierra iluminarme agrada un cementeriode muertos bien rellenomanando sangre y cienoque impida el respirary allí un sepulturerode tétrica miradacon mano despiadadalos cráneos machacarme alegra ver la bombacaer mansa del cieloe inmóvil en el suelosin mecha al parecery luego embravecidaque estalla y que se agitay rayos mil vomitay muertos por doquierla llama de un incendioque corra devorandoy muertos apilandoquisiera yo encendertostarse allí un ancianovolverse todo teay oír como chirrea¡Qué gusto! ¡Qué placer!me gusta que al Avernolleven a los mortalesy allí todos los malesles hagan padecerles abran las entrañasles rasguen los tendonesrompan los corazonessin de ayes caso hacerinsólita avenidaque inunda fértil vegade cumbre en cumbre llegay arrasa por doquierse lleva los ganadosy las vides sin pausay estragos miles causa¡Qué gusto! ¡Qué placer!... los salvajes celebraron el himno con vítores y aplausos. Enjambrados como un amasijo. Florencio sonreía. Frenético. El fuego levantaba fintas en las sombras... El perrerío emprendió excitado en ladridos. Todo parecía un cuadro teatral. Una fantasía alucinada... En la colonia galesa. En la noche húmeda. Los bramidos arreciaban... Perros. Hombres. Diablos.          La cuadrilla cuchillera lucía entonada.  
- XTiroteo en la tapera Apenas clareaba en la costa del Paraná. Todo nublado. Llovizna. Y los tres botes del escuadrón de Ordóñez montaban el río. Los doce hombres tensaban nervios. Alertas. Iban casi a oscuras. El comisario maldecía mudo la mala jugada del cielo. Lloviznaba cada segundo más fuerte. Las gotas tamborileaban rígidas en los casquetes. Tiempo de mierda, puteaba íntimo Ordóñez. Todavía estaba oscuro. Muy oscuro. Demasiado. El día no nacía nunca. Y la llovizna era ahora verdadera lluvia. Lluvia. Fibrosa y ruda.             Apearon los botes a tientas, nerviosos, torpes. Y fueron pisando uno a uno el barrial del estuario. En formación ordenada. Bajaban acuciados por la lluvia. Ya dispuestos. A una señal de Ordóñez el escuadrón puso en marcha la avanzada final en la isla: el Hombre 1 y el Hombre 2 y el Hombre 3 en la vanguardia: el Hombre 4 y el Hombre 5 cubrían el flanco derecho: el Hombre 6 y el Hombre 7 cubrían el flanco izquierdo: el Hombre 8 y el Hombre 9 y el Hombre 10 en la retaguardia: el Hombre 11 y el Hombre 12 permanecieron junto a Ordóñez en la costa asaltada... Llovía y llovía. La leve claridad parecía un chiste.            El escuadrón invasor progresaba a hurtadillas, arrastrado en el suelo fangoso. Ordóñez concentrado en sus binoculares, rodilla en tierra, no alcanzaba a distinguir nada: la penumbra y la espesura del monte y la cortina del agua plomiza acorralaban toda visión: nada... El escuadrón avanzaba. Y el comisario no lo distinguía. Empapado. Azuzaba el oído y el crepitar de la lluvia devolvía un siseo ensordecedor. Nada. Nada... El escuadrón avanzaba. Y el comisario ni veía ni escuchaba: nada.            Los tres Hombres de la vanguardia rodeaban ya la tapera (Ordóñez no lo sabía) recios en sus fusiles. Los Hombres del flanco presentaban armas. La retaguardia tomaba posición a la distancia. Ordóñez perdía el sosiego, rígido, tenso: ni siquiera escuchaba los latidos de su corazón. La lluvia (ahora sí) era un aguacero. Los tres Hombres del frente (en línea) fueron cercando la tapera. Paso a paso. Seguros y dispuestos. Lluvia. Mucha lluvia. Truenos. Ya ponían un pie dentro de la tapera. Y otro. Y otro más. Y allí no había nadie: vacío: vacío... Y entonces la explosión, inaudita, artera: el cartucho de dinamita activado volando la tapera: despedazando a los tres Hombres: desatando el nudo en la emboscada... "Mierda", alcanzó a afligir el comisario.            Tiros. Tiros. Tiros. Una balacera. Fuego cruzado. Invisible. Tiros. Tiros. Tiros. Rugidos y pánico. Corridas desesperadas entre el monte anegado, impenetrable. Tiros. Tiros. Tiros. Milicos desprevenidos, rematados a machetazos, envueltos en redes de pesca, humillados. Tiros. Tiros. Tiros. Y Ordóñez trepando al bote, huyendo por el riacho, ordenando a sus dos Hombres resistencia y valor en la orilla, temblando, abandonados. Tiros. Tiros. Tiros. Y los dos (últimos) custodios de Ordóñez caían fulminados. Alaridos victoriosos brotando del monte: los Espiro florecían en la costa, bajo la lluvia, gigantes, endiablados, alzando las cabezas degollados de los invasores. Y el comisario remaba remaba remaba huyendo aturdido consternado remaba remaba remaba escapando a una muerte segura remaba remaba remaba maldiciendo en quejidos su mala fortuna...            Las huestes de los Espiro trajinaban en jolgorio, entre carcajadas, golpeándose en la boca, intensos, burlando al milico ese que se fugaba en el bote... La sangre bullía dichosa en sus venas: relamían la victoria: la matanza: el elíxir del triunfo. El aguacero iba apagándose lento. Los titanes verdugueaban al comisario atrevido. Ordóñez remaba y remaba. Y remaba... El Viejo Espiro cedió su legendaria escopeta a Florencio:            ─Es'e cachilote e'too súyo m'hijo ─dijo─. ¡Métale plomo a'se cobarde!            Florencio tomó la escopeta doble caño y apuntó: PUM tronó el estampido... Ordóñez cayó (mustio) dentro del bote: "¡Cagaste, mierda!" gritaron los Espiro en coro cerrado.            ─Y aúra mándele cartucho a'sa chalana... ─sugirió el Viejo.             Entonces el tío Pelado rompió filas y extrajo de su atado un soberbio cartucho de dinamita y lo entregó a Florencio.            ─Apunte bien Cototo ─advirtió el Viejo─: no mi'vaya a'eya'l viscachaso.            ─¡Apunte'le' ai' como a la gringa Anabella! ─bromeó el primo Juancito.            Todos aprobaron en roncas risas.            Florencio encendió la mecha y calculó impulsos y distancias...             ─¡Ahí va! ─dijoEl bote reventó en mil pedazos.  A media legua del lugar Ruggierito escuchó confuso la nueva detonación. Un estallido hueco, quebrado. Esperaba en la barranca, tieso, en el promontorio desde dónde no podía ver nada. Ajustaba el larga-vista pero todo oscurecía encapotado. Ruggierito estaba nervioso, tenía mala espina: dos detonaciones: como dinamita. Y la balacera. Olor a pólvora. Estaba impresionado. Coloreaba mal augurio. No veía nada... Hasta que el cielo despejó y en los binoculares alcanzó a distinguir el remanso, la isla, entreverada en espeso humo. Y ajustó (en) foco y encuadró la costa, el riacho, la montonera triunfal, embalada, el bandidaje de los Espiro; y avistó los cadáveres del escuadrón especial, degollados, sangrientos; y en primer plano el bote de Ordóñez desecho en el agua. Todo eso vio Ruggierito en los binoculares. "Crápulas de mierda" murmuró el infeliz. "Crápulas de mierda" barbullaba turbado.            En un instante Ruggierito estaba subido al camión del Ejército y ordenaba (a su chofer) regresar ya volando inmediato al campamento. Gritaba furioso, loco, feo, se cagaba en Florencio Espiro, puteaba, maldecía a los cuatro cielos. "Una emboscada, hijos de puta, una emboscada" repetía... Ordóñez estaba muerto; el escuadrón liquidado. Y Ruggierito temblaba, como pasmado... una emboscada, hijos de puta, una emboscada... crápulas de mierda... una emboscada...            El campamento erguía en la estancia de un amigo de Barceló, en los pagos de montiel. Allí llegó el camión del Ejército y rabioso Ruggierito se lanzó del estribo. Corrió (retacón) hasta el granero donde recluían a Pulserita. Y la sacó a empellones, arrastrándola de los pelos. "Negra de mierda", gruñía Ruggierito, "ahora vas a ver lo que es bueno".               Pulserita lloraba, suplicaba, se hacía un ovillo entre los charcos.            Ya no llovía. El cielo estaba limpio.                 Un calor crudo, vehemente, como encerrado en sí mismo. Un calor catódico, insobornable. Y el clan Espiro celebrando la victoria. Empinaban alcohol puro, desenfrenados, semidesnudos, cantaban y brincaban, se golpeaban en la boca, revoleaban al aire las cabezas degolladas, las pateaban, orinaban en sus bocas muertas.            Héroes del vino; bebedores entrenados.           Malevaje fiero encendido en su amor propio.           Celebraban...           En la tarde el clan diablo devoraba su resaca. Echados en el suelo, tronando en eructos y pedos, chacoteaban, borrachos, herejeando las cabezas degolladas, hacían puntería con sus cuchillos, las mordisqueaban, violentos, como lobos. Estaban de festejo. Inflamados en orgullo y bravura. Y entonces el gurí ese en la canoa.             ... Una canoa arribando tímida sobre el estuario. Un gurí del delta trayendo el encargo para un tal Florencio Espiro. Un atadito de lona y una cajita de madera. Y un pedacito de carne negra, una uña; como un dedo de mujer. Y una pulserita enroscada. Y la nota de Ruggiero que advertía:                ESTE  DEDO  HERA  DE  ELLA.  IMAJINATE  HAORA  LO  QUELE  ESPERA            Florencio quedó en silencio, mudo, seco, como atontado.           Y el arrullo del agua en el río.  
- VIIEn la estancia Los primeros dos tres días el pái se los pasó recluido en su "templo", en el sótano de un viejo granero, solo, cercado en imágenes y estampas de María Eva: ensimismado en la macumba. Se oían cantos y plegarias, invocaciones, barahúnda oscura en entonación, como caricias de un mal momento. Entre tanto en la noche un grito espasmódico. Una fiereza. Ni los perros se oían. El viento era frío. En la segunda noche hasta pareció darse oído a otras voces. Un quejido animal. Y otras tantas cosas. Negras. Los gallos parecían mudos.             En el "templo" trabajaba el macumbero.            Se respiraban malas fuerzas, brujería. Todo enrarecido. El pái no salía de ahí abajo, pero el hechizo prendía en la estancia. Los ruralistas hacían como que no se daban cuenta de nada, como desentendidos, ajenos al suceso. Entre la peonada la cosa era bien distinta: sabían que en el sótano del granero un macumbero estaba haciendo algún daño, "un trabajo"; o algo parecido, una maldad.           La peonada seguía atenta el barullo que llegaba del granero...            A la siesta del tercer día el pái asomó el pescuezo lozano y fresco recorrió establos y corrales amable y entendido con la peonada que lo miraba azorada como si estuviera viendo el propio infierno: ese era el pái ese andando entre la peonada, íntimo, caluroso, como un profeta amanecido, simpático y macanudo. Se fue apretando paisano bajo el cobertizo donde la peonada marcaba hacienda. Lloviznaba suave. La peonada lo miraba espantada, atónita, le seguía la corriente, respondían sumisos saludos y afectos del forastero. Era domingo. Estaban asustados. Lo convidaron con un vasito de Vino de LaCosta. Y le gustó. Mucho. Y pidió más.           El pái avenía rápido en charla llana; entretenido y pícaro, dorado, manso; lustraba una sonrisa afable. En la peonada el ambiente se iba aflojando, se respiraba otro aire, íntimo, corría el Vino de La Costa, y los cuentos, y las risotadas, el mugido del ganado, los teros. El pái pidió otro vasito de vino. Se restregó la boca, seductor. Y siguió en la conversa. Lo encandilaron algunas palabras: verga, mina, atorrante, escruche, chamuyo, araca, bagayo, gayola, cafiolo, cana, fulero, garufa... Las repetía impetuoso y gestual, como un estudiante aplicado. Y pedía otro vasito de vino. Rosado.          Delicioso, exquisito, ponderaba el pái entre resoplidos y eructos.           La peonada ya descorchaba otra damajuana.          Don Esteban M. y Don Arnaldo F. se aparecieron por el cobertizo, sencillos, cordiales, invitaron a su ilustre visitante a compartir el té en el salón de la estancia. Vengasé, Maestro, dijo el viejo Esteban. El pái ni los miró, rosado en vino, ni siquiera les prestó atención, se ensimismó cabeza gacha como esperando el paso de un muerto. La lluvia repicaba en el cobertizo. Los ruralistas languidecieron, mudos. El pái farfulló algo, indescifrable, en lengua negra, y sonrió, áspero, clavada la vista en el suelo barroso. El ganado estaba inquieto. La peonada estática y silenciosa.         El pái rompió el sosiego de la tensión: pidió otro vaso de vino. Rosado.         Los ruralistas cruzaron miradas. Y se esfumaron bajo la lluvia...         En un rato la peonada abría otra damajuana del sabroso vino costero y la guitarra sonó en la tarde del cobertizo. Tangó, tangó, gritaba el pái perdido en el vaho de la borrachera. Tangó um´pampa maghǎndra, imponía el forastero. Quería escuchar viejos tangos, milongones, piezas populares y convictas, olvidadas en el tangó de París. Quería escuchar los tangos que no se oían en las películas de Gardés; esos que no pasaban en las radios uruguayanas. Estaba borracho el Maestro, farfullaba, baboso, se balanceaba en un vértigo... Y la peonada regaló lindos tangos de los reos:               de L´Abbaye la piantarony la razón no le dieronpero después le dijeronque fue por falta de higienepues la pobrecita tieneuna costumbre asquerosa:que no se lava la cosapor no gastar en jabón¡Rajá de aquí!andate a pastorear¡Piantá de acá!que no te doy te-cor...Y si querés volver a figurarlavate bien pa´ no pasar calor... chúcaro el vozarrón del joven Plácido Heredia desgranó un jocoso repertorio de cachos pícaros pilleros enzalamado en el vino la bravura su erudito auditorio lobizón bajo el cobertizo.            Anochecía... Quisiera se canfinfleropara tener una minallenarla bien de bencinay hacerle un hijo chofer  ... el pái celebraba cada ocurrencia, cada palabrota de la peonada, se relamía y tronaba en carrasperas y vitoreaba y chiflaba sonoro y levantaba al cielo la damajuana de vino y empinaba en su boca pasmosa y sucia y metía largos tragos de vino. Rosado. Loco.            Ya no llovía. Todo era frío y neblina.            El joven Plácido Heredia arrimaba nuevas estrofas, arrogante y cortés, soltaba tonadas entre el griterío y los pedos bajo el cobertizo.             Cantaba:Canfinfle, ¡dejá esa mina!¿Y por qué la voy a dejar?Si ella me calza y me vistey me dá para morfarme compra ropa a la moday chambergo a la orientaly también me compra botacon el taco militar... salado caldo rufián el tufo machuno ceñía a los hombres reunidos en torno a las coplas del guitarrero entusiasmado en el arrojo del vino y los aplausos.            Cantaban. Voceaban.            Gruñían, sátiros en celo.     En la medianoche el pái puso fin a la velada y se retiró a su aposento. Se despidió pringoso y burlón, estropeado. Estaba todo ebrio, caminaba a los tumbos, cayéndose en la oscuridad. Reía y susurraba en lengua macumba, ruinoso, picado, como un bicho envilecido.            Caminó hasta el granero. Fatal. Los perros lo seguían.             El frío era intenso.               En la radio del Estado informaban que la salud de María Eva apenas resistía.  
- XDisparos en la torre En su oficina de la Delegación Municipal el Indio McKensy lloraba penoso: lloraba a moco tendido: a las 20:25 la radio del Estado había informado la muerte de Evita: lloraba angustiado McKensy en su tristeza: Evita estaba muerta. Para siempre.            La noche fue larga, el Indio no durmió. Todo fue duelo y recuerdo.            Afuera las antorchas ardieron como nunca...            El Negro Molina apareció en la mañana de la delegación rumiando asombrosas noticias: la Fusca Ribezzo había envenenado a 25 ruralistas: en la estancia de los Pereyra: 25 ruralistas envenenados: todos de un saque: envenenados con el cianuro para el macumbero. El Indio blanqueó los ojos, embobado; lustroso oía a Molina. Y el Negro aceitaba nueva información: el pái de la macumba esperaba en el muelle de Villa Nueva: un buque carguero lo alcanzaría hasta Rosario: en cuestión de una hora.                  El Indio duró un instante petrificado, boquiabierto. Miraba el techo. Malo. Entonces bajó la vista y cruzó la del Negro: Molina lo estaba esperando: lo esperaba: listo: el Indio entendía: Molina pedía la cabeza del macumbero: en el atracadero de Villa Nueva el "gaúcho" sería pan comido.            Déle, McKensy, reclamó Molina. Por la Señora Eva... Evita.            El Indio lo sostuvo en la mirada, leve, y aprobó la ofensiva:            Ahí tenés las llaves, dijo. Lleváte lo que quieras.            Molina manoteó decidido y eufórico el bulto de llaves del estante y rumbeó a la armería de la Delegación, en el sótano. En un sigilo el Negro se apropió pistolas, rifles, escopetas cortas, largas, municiones en todas las formas y en todos los tamaños; todo un arsenal: Molina el Pistolero, pensó.             Y al trote salió del sótano cargando tres bolsos. El atracadero de Villa Nueva emergía en la paliza de la sudestada. Las aguas bajaban lerdas y el desastre aparecía entero, barroso. Un hedor rancio. Malaventura. Pedazos de inundación por todos lados. Como anticuada broma del río.             Mediodía impasible y flemático. Hosco.             El paí se paseaba inquieto en la terraza del muelle: ondeaba envuelto en la manta amarilla. Se daba calor, enguantado, frotaba sus manos. Molina seguía la escena desde la torre ferroviaria. Lo tenía en la mira del rifle, lo observaba pasearse en el muelle; panóptico. Se relamía el pistolero: la antigua fortaleza abandonada parapetaba ahora a Molina.            Mediodía.                  El buque esperaba (ahora) fuera del estuario, anclado a barlovento: la canoa de Alito llevaba al macumbero: lo arrimaba hasta la embarcación. Molina seguía el suceso invisible en la torre. El Negro ya lo tenía hablado a Alito para la trampa: saltaría al río en mitad del trayecto librando a su suerte al asesino de la Señora Eva: se lo tenía merecido, había dicho el Negro. Y Alito estaba de acuerdo... Se lo tenía merecido.            El primer disparo asustó como un mazazo. PUM. Sonó loco en la ribera. Confusión. Se sostuvo un eco. Los pájaros brotaron del monte. El muchachito de la canoa ya nadaba volviendo al muelle y el pái azoraba trastornado sobre el batel hecho un ovillo en medio del río. PUM, otro disparo; el mismo rifle. Y el pái emboscado. PUM, PUM, astillaba la canoa el Negro Molina meta disparo y disparo. PPUUUMMM, tronó la escopeta. Y la canoa casi se parte al medio. Se tambaleó dañada. Entonces el pái revoleó la manta amarilla y saltó al agua y arremetió a nadar en dirección al buque anclado a la salida del estuario. TA TA TA TA TA bramaron los disparos de pistola. TA TA TA TA TA cercaban al paí en el agua. Molina desplegaba toda su artillería. Un concierto de armas. En el buque la tripulación levantaba apuestas a la suerte del emboscado: los boletos eran pocos. PUM PUM PUM de nuevo el rifle. En la torre.            Alito ya trepaba a la terraza del muelle.            El macumbero nadaba, braceaba, atolondrado, nadaba a la muerte, solo.              Molina oculto en la torre meta bala y balazo. PPUUUMMM otra vez la escopeta. Y el alarido llegó inmediato: el pái se detuvo y aulló y gimió fatídico y se arremolinó en el agua: pesado: la sangre lo sobrevivía. PPUUUMMM el escopetazo (ahora) final abriéndole el cráneo. TA TA dos nuevos disparos de pistola. El pái ya no se movió; se hundía hecho un amasijo en medio del río.            Desde la torre bajó un grito victorioso. En el buque algunos protestaron.            La risa de Alito llegaba lejana.   
- XVIEntresueños Pulserita dopada en el burdel. En el sótano. Hecha un ovillo. Tirada en la oscuridad del cuarto viciado. Opio. Alcaloides. Las manitos destrozadas, sangre reseca, hedionda, moretones en todo el cuerpo. Morfina para que resista los interminables maltratos de Ruggierito y sus secuaces. Pulserita enchastrada en su propia orina, desnutrida, enferma. La negrita descabellada y pálida, sola, ojos enrojecidos, delirando entresueños rabiosos, esperando la muerte que nunca llega. Pulserita torturada y perdida.             Ruggierito y sus secuaces se han ido, cansados de tanto placer, satisfechos en el dolor de la presa. Pulserita desvaría en la bruma narcótica. Ya ni se lamenta ni grita ni llora. Apenas respira, y delira y delira. Sola. En la oscuridad del sótano. Su carita es (ahora) una mueca tétrica... Y llegan las chicas, zarandeando, nerviosas: llegan la Negra Kotíi y la Flaca Sinta y la Normanda, llegan con paños de agua tibia y vendas, y alimento, y jabón y mertiolate y pomadas, llegan con la esperanza de socorrerla, de recuperar esa vida que se apaga en la oscuridad del sótano; llegan las mellizas Ana y Lía con baldes y trapos y limpian el cuarto y bañan a la desgraciada; llega Pauh Lee con noticias de Florencio Espiro, murmura el plan para rescatarla, en cualquier momento, en cuestión de días, y que entonces resista dicen las chicas, que aguante, que no afloje justo ahora que viene Florencio a salvarla; llega Marucha y la besa y la acaricia y le repite al oído que viene Florencio a buscarla; llega la Grace y la bendice en mil idiomas y le habla de las primas de Florencio y de los cuchillos y de los machetes y del plan para liberarla; llegan Pily y Pelu con la voz de campana: Don Sosa está despertando de su siesta.            ... Las chicas ya se fueron. Pulserita vuelve a estar sola. Desilacha abismal entresueños agudos, filosos, tercos. Taladran en su inconciente imágenes y sonidos que evocan la figura de Florencio. Su Florencio. El Florencio de las palabras dulces y bellas, el Florencio de las noches cálidas; el poeta fibroso y guarango estremeciéndola en cada recuerdo, en cada palabra. El héroe que dicen las chicas vendrá a rescatarla. Florencio. Su Florencio.            Pulserita sonríe. Torpe. Afiebrada.   En el fachinal. En el bosque de eucaliptos. Florencio sudaba quejumbroso en dolorosa pesadilla. Pulserita aparecía envuelta en sangre. Gritaba la muchacha, imploraba, lo llamaba. En la pesadilla Florencio jugaba naipes y hacía como que no la escuchaba. Y la negrita se arrancaba los dedos, uno a uno, y se los comía. Y sus tetitas lloraban lágrimas, y su boca tragaba la verga dura del alazán Tormenta. Y gritaba y gritaba. Pesadilla. Pulserita. Y en los naipes de Florencio brotaba la prisionera, maldiciendo, llorando. En su culito había caca verde, hedionda, goteaban soretitos y dedos. Voces roncas, lascivas de hombres malvados envolvían la pesadilla. Florencio se sacudía agitado en los jergones del fachinal, conmovía su conciencia, la increpaba. Angustia. Todo angustia. Sudaba frío. Y Pulserita lo llamaba, suplicaba, gritaba fuerte en la congoja. En los naipes. En la emoción de la tortura y la muerte.            Espejismo.            Figuración.            Anabella sombría a un lado de Florencio oía el farfullo de la pesadilla. Ella también sudaba frío. Desvelada e inquieta. La voz lastimera de Florencio revolvía sus entrañas. El hombre allí desnudo, erecto, endiablado, brilloso en transpiración y penurias, invocando el cuerpo negro de una mujer, jurando venganza, desparramando manotazos al aire.            Un grito... Un único grito desgarrador, funesto... Y Florencio volvía de la pesadilla. Tembloroso entre los jergones. Incapaz de asimilar la realidad del fachinal en el rostro rubio de Anabella... La luna en lo alto de la noche era un túnel blanco que lo llamaba a señas. El degüello del firmamento simuló rostros enardecidos... Entresueño pardo y violento que lo arrastraba a la inmensidad de su mente...           El primo Robertino irrumpió recio en el fachinal... Florencio volvía de la pesadilla: colorado, ojos trémulos, desorbitados, lágrimas surcando su barba rala... Anabella resplandeciendo en un rincón... El primo Robertino bajó el percutor del rifle y arrimó tosco y suave su mano al hombro de Florencio. "Una pesadilla, Cototo", dijo, "eso ya lo remediamo co'un trago'e vino".           Afuera ladraban los perros.      
- IVFogonazos  El río Paraná, tumultuoso, inmenso, como un arrebato austral del Amazonas. Como un mar, Paraná: así lo llamaron los antiguos indios... El remolcador enaltecido en el raudal de la corriente; a la vera, el monte hecho bóveda, rezumando humedad y vapores. En la cubierta descansan los compañeros, la tarde cae calurosa y naranja; en el puente de mando ElGuapetón lleva el barco. La bandera de la Unidad Básica ondea en el mástil, agitada contra el viento. "Lealtad y Justicia", dice.Todo sereno. En el río Paraná.... Ya en la noche la tripulación cena esparcida sobre cubierta, afanosos comen el sancocho hervido de Krakis Ribezzo: Su hermano Krauko sirve el guisado y los hombres comen, encuclillados o en banquetas, comen y comen, y lo saborean y lo eructan y felicitan al cocinero y lo aplauden y piden piden otro plato, ¡ta´mui´rico, ta´mui´rico!, dicen y repiten, y el tanito ofrenda más y más sancocho a los muchachos. Y comen. Y beben agua fresca. Y alguien pide vino:¡Un´vasito´e´vino, McKensy! Grita en la noche el vozarrón del Narigón de Bera.Pero el vino está prohibido: prohibido. Así bien lo había aclarado el Indio Mckensy en el atracadero de Villa Nueva: Este es un asunto serio, dijo, ésto no es chacota... Y entonces no habría vino, nada; nada de alcohol. Hasta llegar al Paraguay. Nada.¡Au´qu´cea un´traguito e´caña, McKensy! Insiste la súplica el compañero. Pero el líder se mantiene firme:Nada, nada, repite entre risas. Cóma tranquilo el guiso y mámese con agua´el río, compañero, dice McKensy.El Narigón de Bera ladea la cabeza, y sonríe, apenado.Qué-le-va-cer, compañero, dice el Indio, ¡métase en la cabeza qu´ésto no es chacota!Entonces el Loco Walter tercia en la charla:Mijor métale un´cacho é "cóca" en´la narí a´éte narigo´n endrogáo, Jefe.Todos celebran la ocurrencia. Y ríen a carcajadas.El "cocotero" aludido estalla en furia, se pone de pie, resuelto, limpia sus dedos en la pernera del pantalón; y decidido encara al Loco Walter. Le grita:Y´a´vó en´te güa´meté un garrote en´el culo, ¡maricón!El Loco Walter se desarma a carcajadas. Todos ríen a carcajadas... Hasta que el primer disparo enmudece la cubierta: compañeros tiesos, aturdidos. Y entonces otro disparo. Y otro. Y otro. Y otro más. ElGuapetón cae fulminado de la hamaca paraguaya. La balacera (ahora) arrecia en la noche. Los compañeros corren, espantados, buscan refugio, trajinan sobre cubierta, en loca estampida se cubren, se arrastran a los gritos. La Vaca Yensen (ya) no se mueve: sangrando en la borda. En la costa santafesina chispean fogonazos de escopetas y rifles. Tiros. Caos. Confusión. Tiros. Tiros. Tiros. (En el estuario de Cayastá.)¡La Húngara!, grita McKensy, ¡la Húngara! Grita el Indio parapetado en la gancha. Le grita al Loco Walter. Y la balacera no se detiene: repiquetea el plomo sobre cubierta. ¡La Húngara, Loco: traéla ya mismo! Tiros. Tiros. Tiros. Y Krauko Ribezzo cae, maldice: en griego: está herido. Tremendos fogonazos asustan en la espesura del monte. ¡La Húngara! El Loco Walter lanzado raudo a popa cruza y se zambulle en la escotilla... Y al instante emerge, y alza en alto el arma oculta en la bodega: la ametralladora del Ejército soviético "tramitada" en la embajada de Hungría. ¡La Húngara! ¡La Húngara!, gritan los compañeros.El Loco Walter conocía de cerca a la húngara, la había acariciado más de una vez; en pocos segundos cargó tambor y acomodó el bípode sobre cubierta: los compañeros lo alentaban, en dura arenga; y el loco sudaba colorado y nervioso sobrecogido entre los tiros. Un disparo le astilló la rodilla pero Walter El Loco (ahora) recio sobre cubierta ya comenzó a descargar la munición contra la costa santafesina iluminada en su propio fuego... ¡Mierda!, aulló McKensy cuando el tableteo de la metralla sacudió el firmamento: los compañeros también aullaron y se golpearon en la boca al son de la barreada. En la noche.Méta, Loco, Méta, gritaba McKensy. Déle a la güasa, ¡déle, nomá! El Loco se detuvo un segundo a cargar un nuevo tambor cuando el Negro Molina aparecía en la escotilla a manos llenas de cargadores llenos y atrás suyo el Narigón de Bera con dos revólveres y una escopeta; y agazapado en el cabestrante McKensy a los gritos gritando ¡Son los ruralistas: los ruralistas de Salcedo!, gritaba, ¡los ruralistas de Salcedo! Pero nadie lo escuchó: el tableteo de la metralla calaba en cada talento... Y el Loco renovaba tambores y el Narigón de Bera y el Negro Molina a la borda en estribor meta disparo y disparo, y ElCachilote a escopetazo maldiciendo en guaraní... Hasta que el silencio fue total, absoluto. El aire olía a pólvora. Y en la costa santafesina ya no se vieron fogonazos.  La aurora apenas se dibuja en el cielo; el horizonte (aún) es confuso, enmarañado. Y en el buque los compañeros lloran las muertes de ElGuapetón Da Silva y la Vaca Yensen... muertos... el buque avanza a todo motor... en el raudal de la corriente... Krauko Ribezzo está herido, grave; se lamenta en la bodega, injuria, delira envuelto en fiebre y dolor: la herida le cruza el pecho. Su hermano menor lo asiste, lo limpia, le seca las lágrimas: está muriendo... en el río Paraná... muertes... muertes... el Negro Molina reza el rosario a un costado... mientras el Loco Walter sobre cubierta monta guardia ceñido a la metralla y el Indio McKensy y el Narigón de Bera emprenden a tabicar el puente de mando... en el remolcador... a la vera blanquea la indómita Cayastá de los Salcedo... muertes... muertos... rígido al timón ElCachilote echa denuestos a la orilla, maldice en guaraní... a la ribera santafesina... El olor a pólvora se hace (ahora) insoportable. Todo hiede a muerte, a sangre reseca...    McKensy comienza a arriar la bandera: "Lealtad y Justicia", murmura el Indio.     
- IXLa masacre A las 20:25 la radio del Estado anunció que María Eva había pasado a la inmortalidad: la Jefa Espiritual de la Nación muerta: recostada en el hospital, eterna: para siempre emponchada en su pueblo: Santa.            En el salón de los Pereyra rompió el festejo: como un estallido: una risa, una carcajada, un "viva el cáncer", gritos, regodeo, júbilo, hurras: los ruralistas celebraban la muerte de la perra. En la cocina la Fuscaiola sintió que se le aflojaban las piernas. Lloró, lloriqueó, maldijo, se tragó los mocos, se santiguó tres veces, maldijo a los ruralistas, resopló como una niña. Y siguió llorando. El Jazzo la calmaba, la instaba a simular el dolor y seguir trabajando; indolente, práctica; el Jazzo le recalcaba que si los patrono la encontraban así iban a sospechar y la iban a matar como a un perro rabioso.            En el salón los ruralistas eran toda bulla y algarabía.            Celebraban.            Sobre el cadáver todavía caliente, pensó la Fuscaiola. ¡Crápulas!, dijo.            El Jazzo temblaba temblando: le rogaba lloroso silencio: piedad. Nos matan, coreaba. La Fuscaiola sostuvo su mirada, ruda, como en la nada: el Jazzo temblaba arrodillado en la cocina suplicando olvidar la muerte de la Señora Eva, pobrecita; olvidar el daño del forastero, olvidar; y olvidar el veneno y la polpetta y todo, todo, olvidar, seguir, mirar para adelante, olvidar... El Jazzo susurraba, de rodillas. Y temblando.            ¡Viva el cáncer!, se oía en el salón.            La Fuscaiola incrustó su mirada en los ojitos encrespados y lisonjeros de su marido y lo partió como un rayo. ¡Cobarde!, chistó bajito. ¡Jazzo mamarracho!, ¡cachivache!, le dijo, maldita, y escupió al suelo: ¡Cobarde!: lo volvió a maldecir: lo zamarreó de la solapa. El Jazzo casi se desmaya. ¡F´esso toracchio!: lo increpó. El Jazzo lloraba y temblaba: lastimoso. Hasta que la Fuscaiola se cansó y lo echó como a un idiota. Lo escupió insistente. Feo. Y el s´carto se fue, carpiendo: bajó a la bodega en cuatro patas...             En el salón sonaba el tocadiscos; los estancieros bailoteaban, chiflados, felices, pedían a los gritos botellas de champaña y licores y descorchaban y encendían cigarros y hurraban a lo pavote. En el tocadiscos sonaba música moderna, americana, "níiu-yorcc, níiu-yorcc", cantaban, féminos, entreverados los ruralistas en el salón de los Pereyra... En la cocina la Fuscaiola se remordía los labios: en su cabeza prendía la idea: forzosa, ineludible: fermentaba la masacre del cianuro: olvidar al macumbero y envenenar sí sí a los ruralistas. Sí. Ahora. En el frasquito disponía cianuro como para envenenar a un ejército de húsares. Sí. Sí. Ahora. A éstos viejos.            Veneno en albóndiga para los estancieros.               En la bodega hecho un ovillo el Jazzo gimoteaba arrinconado y oscuro. 25 ruralistas cayeron muertos aquella noche: ¡polpetta venenatta!: reventados en la pócima siciliana. 25 ruralistas desparramados en el salón de los Pereyra: orinados encima, sangrando por la boca, pálidos: la Fuscaiola los observaba. 25 estancieros envenenados en su madriguera: fatales: la Fuscaiola repartió el cianuro en deliciosas albóndigas, exquisitas. Y victoriosa luego trancó puertas y ventanas. Un espectáculo único. 25 ruralistas muertos...            La Fuscaiola ensillaba el sulky de los Pereyra. En la madrugada.            Los ruralistas yacían en la casa principal.            Todo era escarcha y silencio. La peonada ayudó a la Fuscaiola a componer el escape: atajos, puentes, milicos, lagunas: obligaba rajar rápido a Buenos Aires: a la cita acordada con el emisario de la maha-fat en el consulado italiano. La peonada sugería tomar el viejo camino de Barragán: son apenas las dos y el tiempo viene manso, dijeron. La Fuscaiola cinchaba los caballos y repetía cada apunte de la peonada. Casi no había viento. En un rincón del establo el Jazzo lloraba, sin consuelo, infantil. Bandida, criminale, decía. La Fuscaiola ni lo miraba: atendía atenta los informes de la peonada.            Los ruralistas ya hedían en el salón, destripados y mierdosos.            ¿Y el pái de la macumba?, preguntó la Fuscaiola a la peonada.            El Jazzo se agitó en un meneo histérico.            Se aído pué, dijo uno.            Se jué dispacito haci´un rato, dijo otro.            La Fuscaiola escupió al suelo. ¿Y dónde?, quiso saber.            Ninguno arrimó una respuesta. Nadie lo sabía. Ni lo quería saber.            ¿Dónde?, insistió.            Nada.             El Jazzo detonó en un largo lamento. Bandida, criminale, decía.            El perrerío ladró agitado. La Fuscaiola ya estaba trepada al sulky, lista; estribó dura y dijo: ¡Suban al Jazzo ése! Como expertos la peonada subió el cuerpo frágil del Jazzo al pescante: el Jazzo parecía desmayado. Ya ni lloraba. El perrerío ladró todo junto. Las bridas del sulky chasquearon y la Fuscaiola saludó a sus amigos:            Hasta siempre, dijo. La peonada devolvió la venia en docenas de voces.            Y se fueron, en la noche cómplice. El Jazzo y la Fuscaiola... Atrás quedaban inmediatos 25 ruralistas envenenados. 25 estancieros: viejos ilustres, Señores. "La masacre del cianuro", titularon algunos diarios. 
- VIBajando La crecida bajaba (ahora) lenta, arisca, como en una modorra; el viento ya no estaba; el cielo amarillo se colaba entre las nubes. Maurissio y Facundo volvían a casa en la balsa del abuelo: el viejo había salido a buscarlos y los había hallado en la torre abandonada: cansados, famélicos. La chancha estaba a salvo...            Muchachito´e´mierda, gruñía el viejo, remando, lunático y amanecido.            Los muchachitos callaban, cabeza gacha.            Muchachito indolente, sinvergüenza, haragane´e´mierda pué.            La balsa avanzaba sobre la ribera vencida, postrada en el agua. El sol blanco del invierno apenas se filtraba, timorato, arriba, en la mañana. Todo inundado, nefasto. Todo. El abuelo llevaba la balsa en un deslizamiento quejoso, tirado en el barro y la corriente del arroyo; sorteaba, ducho, experto, embutes en la bajada; y cacareaba a los gritos:            La chancha ta viva´e´milagro pué, decía. Y aura´va´ve en cuantito agarre el´arriado´ en las´casa, ¡ay´sí ché! ¡ay´va´ve lo qu´es güeno! ¡ay´va´ve cuánto pare´son tres bota´!            Los muchachitos tiritaban, sordos, envueltos en frío y miedo.             Facundo lloriqueaba.            Boyando, llena, la osamenta hedía en la inundación: cuerpos animales corrompidos, apestando sobre el agua revuelta. Y el clamor de los pájaros, asustados, en ronda loca contra el cielo. Y el monte entristecido.            Sudestada.            En la retranca.  El Negro Molina y el Indio McKensy avistaban la inundación en el mangrullo mayor del Sindicato Molinero. Contemplaban el monte anegado, opaco, el impenetrable monte de los Kilmes. Sabian bien que allí, abajo, en algún lugar entre aquel amasijo de la naturaleza vivía Doña Perla, la curandera de Villa Nueva.            A ella buscaban.            Molina recordaba frescas las palabras del Padre Luís en la parroquia hablando de Doña Perla, la anciana "sanadora" de Villa Nueva: Una mujer al servicio de Dios, explicó el sacerdote. Una de esas criaturas a quien Nuestro Señor, en su infinita sabiduría, acepta en su Reino. Explicó el sacerdote que la mentada Doña Perla sanaba en la gracia de Dios: aunque hay algo más, advertía: Ésta cristiana ha sabido penetrar en otros cultos. Y citaba: la brujería africana, mestiza, y los güalichos de la indiada infiel.            A ella buscaban.            Buscaban escarmentar a los ruralistas...            El Indio McKensy peroraba en cómo mierda iban a encontrar el rancho de la vieja en medio de aquella selva hundida en el río. Cómo, se preguntaba en voz alta, caminando en círculos como un perro. El Negro Molina se remordía los labios, chúcaro, y mascaba un palillo. Miraba el monte en lontananza.             Animoso, el sol se abría en el cielo.El mangrullo del abuelo se elevaba duro a la vera del monte: como auténtico bastión: mamotreto en tronco y chapa: estribado en un antiguo catafalco ferroviario.            La lancha Municipal corcoveó fofa saliendo entre los matorrales. El Negro Molina y el Indio McKensy se impostaban a proa, perentorios. El abuelo asomó en el mangrullo, alerta, y miró desconfiado.            En qu´anda´aciendo vo´acá, ché Negro, gruñó el abuelo.            El Negro Molina dijo que andaban buscando el rancho de Doña Perla, que era un caso de urgencia, que por favor los guiara hasta el lugar, que sería bien recompensado.            El abuelo rió burlón, grotesco, carcajeó y se golpeó en la boca. Después clavó la mirada en Molina, y dijo: Pe´andi´ay che´vo´, Negro ladino, ¡ande te vo´a lleva´ a la mesma mierda, sabandija! ¡hijo´e puta!            Dale, viejito, no te haga´ el sota qu´vó me anda´ debiendo algún qu´otro favorcito, replicó Molina.            Pero en ese momento el abuelo ya era todo una furia:            Ajá, sí, mira´vó ché Negro enbustero en qu´ la puta madre qu´...            Entonces intervino McKensy; el Indio chapeó la chapa Municipal y habló llano y severo, advirtió que éste era un asunto oficial, que estaba en juego el destino de la patria, que la salud de Primera Dama corría peligro, que si no colaboraba de inmediato iba a ser detenido y procesado por obstruir el ejercicio de la justicia.            El desprevenido anciano alcanzó apenas a entender la mitad en toda la perorata de McKensy. Pero fue suficiente como para acobardarlo y someterlo gentil a consumar el pedido del Negro y su amigo Municipal.            Ta´bien, compañero, ta´bien, dijo. Esto´ muchachito sabrán llevarlo mijor qu´yo.            ... Maurissio y Facundo sonrieron cordiales.  Doña Perla escuchó fascinada el relato de McKensy y Molina. Escuchaba en la cabina de la lancha Municipal. El rancho de la vieja yacía bajo la crecida; sus hijas (ahora) montaban toldería en la cima del monte. McKensy y Molina dijeron todo, simples, mansos, entramaron detalles, pormenores del caso, se mostraron sensibles, y solicitaron ayuda a la curandera.            Doña Perla dijo: Quiero tocarlo, quiero tocarlo...            McKensy no entendía.            Quiero tocarlo, insistía.            Molina entendió en un pasmo: Usté dice esto, dijo, y alcanzó a la vieja unas pilchas del pái.            Doña Perla tomó entre sus manos las prendas impúdicas que le pasaba el Negro; las apretaba en su regazo, las retorcía, como si exprimiera una pulpa, se enterraba en la intimidad de cada paño. Enardecida. Olisqueaba. Cerraba los ojos.            Molina susurró en la oreja de McKensy: Esta pilcha la robé del Bandeiro, son trapos sucios que usó el pái ese en el viaje.            McKensy aprobó en un guiño.            Cositas del oficio, vió, dijo el Negro.            McKensy sudaba...            El trance de Doña Perla se alistó en un letargo excitante, afiebrado, la vieja relamía las prendas del forastero, gozosa, gemía indecencias, blasfemas, y guasas, y muecas, como lobizón en luna llena, desencajada. Entraba en convulsiones.            McKensy y Molina comenzaron a impacientarse, perplejos.            El espectáculo apabulló dos tres minutos.             Hasta que la vieja puso los ojos blancos, y se desplomó en un vahído.  
- XVIIEl ansia "Eso no e'yuyo, eso no viene ‘el monte paraguayo, ni de'el Brasil. Eso viene ‘e otro lao, ensiguro. Dicen que viene d'Europa, de Nidamarca". Así hablaba ElGitano hablando de la mercancía de ElSapito. Y hablaba de Rosadita, el alcaloide nuevo (ese) pidiendo pista en Avellaneda. Una sustancia tremenda, arrolladora, de color rosa, un polvillo pedregoso que asustaba a los punteros de Barceló. "Esa'e Rosadita pega lindo lindo; pega juerte, e'verdá. E' bien yica"."Rica" corregía el primo Robertino escuchando a ElGitano."Yica, sí""Rica. Rica""Sí: rrica y yica e'verdá" enrostró ElGitano.El primo Robertino apretó un bufido y blanqueó los ojos."Bruto" dijo.Y se fue.             Durante un buen largo rato ElGitano siguió mentando a la renombrada Rosadita de los punteros Del Bajo. La piedra rosa acarreada por alemanes y daneses; clandestina en la ribera austral de Villa Nueva. Rosadita. Rica. Loca. Buena. Rosadita. Esperma novedoso: alcaloide pura adrenalina.            ... El relato avanzaba. En la siesta del fachinal.            Florencio escuchaba atento.  La cuadrilla cuchillera volvía de cazar codornices. El atardecer caía en fofas tonalidades rojas y azules. Florencio había mandado a la cuadrilla a cazar codornices a hondazo limpio. En la mañana a campo traviesa. El mismísimo Roy Toon Junior contaba (ahora) codornices en la alameda. Florencio paseaba la mirada montado en su alazán. Observaba a la cuadrilla. Estaban cansados. Estaban hartos de responder a las pruebas de Espiro. Corriendo como ánimas en la madrugada, vadeando el arroyo hasta perderse, atrapando chanchos en el chiquero. Soldaderos de la nada. Estaban nerviosos, mal dormidos, a pico seco. Estaban con ganas de relamer sangre en serio. Estaban bravos.            La abuela Aurelia esperaba en el bosque de eucaliptos. Había llegado a pedido de Florencio acompañada por el tío Rosendo y la tía Susana. La vieja ladraba ansiosa en contarle a su nieto los nuevos sueños que la atrapaban. Y Florencio llegaba al encuentro seguido por el primo Robertino y su rifle en bandolera. Besos y caricias y palabras santas y ardores de la abuela Aurelia que contaba a Cototo la gracia de los nuevos sueños que lo tenían alto, maula, ganador en la contienda. Contaba apresurada sosteniendo la cabeza de Florencio entre sus manos: "Sangre linda, m'hijo. Sangre 'e lo'poderoso". La vieja hablaba en un hilo de voz, cavernosa, labios hincados en la oreja del nieto. "Mandinga anda distráido, Cototo. Éntrese en pleito, pué". Florencio quería saber más, quería ver él también los nuevos sueños de su abuela. "Triunfo, veo; muerte 'e lo'malvao, veo; la guaina libre, la negrita suya a salvo. Tuito eso veo". La abuela Aurelia tragaba saliva y el cuello se le arrugaba como un acordeón. "Eso matrero ‘e Barceló van a'cáe fulminao. En cuantito uste m'hijo abra cancha la cosa va andá peluda pa'eso sabandija. Naide dura pa'siempre, Cototo. Naide".              Florencio escuchaba atento.             Paladeaba eso de la eternidad.   La noche acalambrada en el calor de lo insufrible. El sonar de las chicharras cubriendo todas las cosas, todos los sentidos. El ansia desgarrada. Trepan al fachinal los primos Ribezzo: Uberto y Rudolff. Trepan trayendo noticias de la maha-fat calabresa. La antigua logia de los sículos y los sicanos está dispuesta a financiar la embestida de Florencio. Así dicen los emisarios Uberto y Rudolff. Beben agua fresca y abundan en los detalles. La maha-fat proveerá el dinero suficiente para inundar las calles con nuevos alcaloides y láudanos. También se hará cargo (la logia) del capital necesario para blindar el juego clandestino en Avellaneda.            Uberto y Rudolff comen codornices asadas.            Florencio escucha atento.  A la mañana siguiente el Indio McKensy llegó a la finca de Roy Toon Junior con auspicioso semblante. Fumaba tabaco fino y contaba a Florencio que los comisionados del coronel ya tenían arreglados a la policía y a los Tribunales de Avellaneda. Estaba todo arreglado, decía. Y repetía hasta el cansancio que el mismísimo coronel en persona había llevado adelante el trámite. Todo está arreglado, decía, los muchachos esperan ansiosos el momento en que usted comience a actuar. Los muchachos eran los sindicatos, los hombres del puerto, de las refinerías, de los saladeros, los ferroviarios, los talabarteros. La nueva fuerza política que andamiaba el coronel en las sombras de Avellaneda.            El Indio McKensy saboreaba el licor convidado por Roy Toon Junior. En el fachinal, aireado y fresco, atravesado por una suave brisa. El sol toreaba sobre las nubes. Y el Indio paladeaba feliz y arrogante los buñuelos galeses de las primas Kells. Y reseñaba plena confianza en juzgados y comisarías, en hospitales, en el corazón mismo del docke, en locales partidarios. Confirmaba una y tres veces la indemnidad de la zona, la caución garantizada por el coronel. "Esta misma noche", repetía, "esta misma noche". Los buñuelos desaparecían de la fuente y el Indio McKensy volvía y revolvía sobre los pasos de su estentórea narración original. "Esta misma noche", repetía, entre gestos y volutas de humo.            Florencio escuchaba atento.            Escuchaba atento y entendía que el golpe inicial estaba cerca.            Esa misma noche. 
- IIEl cáncer En la estancia de los Pereyra estaban de tertulia, reunidos los ruralistas. Se apiñaban en el salón principal, junto a la chimenea; hablaban de sus cosas, cuchicheaban. Estaban entonados los ruralistas. Y conspirando:─El cáncer se la lleva.─Dicen que no pasa el invierno.─Los mejores médicos la atienden.─¡Perra!─¡Puta!─Que la salven ahora sus negritos.─Sus descamisados. ─Dicen que el cáncer la tiene nock-out─Que sufra la zorra.─Que se retuerza.─Como una culebra.─Como una puta.─Bien puta.─Pero chéee, ¡un poco de respeto a las putas!─Si señor.─Ja, ja...─Ju, ju...─Y un poco de respeto al cáncer, también.─Ta´ muy cierto.─Habráse visto.─Ya lo creo.    ─¡Viva el cáncer!─¡¡¡VIVA!!!          Todos los presentes celebraron en un vitoree la ocurrencia de brindar a la salud del cáncer. La sugerencia había nacido en el vozarrón áspero y grave de Don Esteban M. colorado en licor y tabaco. "Viva el cáncer", gritó. Y el odio brilló en sus ojos.─Y el Generalote qué dice.─Me la saco de encima, dice.─Ja, ja...─Ju, ju...─Con esas antorchas parecen indios.─Son indios.─La indiada copete parado.─Fanfarrones.─Orgullosos.─Dále zapato al indio, ¡dále!─Ja, ja...─Ju, ju...─Dicen que ya larga olor a podrido.─Por la boca.─Por el culo.─Linda jodita esta del cáncer.─La peste buena.─Ja, ja...─El bicho sabe lo que hace.─Déjelo trabajar tranquilo.─Tranquilito y sin apuro.─Ja, ja, ju, ju...─Y cuándo está llegando el pái suyo ese.─En estos días, amigo... en estos días...─Lo esperamos.─Lo esperamos.─Qué se apure, amigo.─Qué se apure el pái.─La sudestada lo tiene varado en Buenos Aires.─Sudestada hija e´puta.─Mierda.─¡Viva el pái atrapado en Buenos Aires!─¡¡¡VIVA!!!          Todos celebraron enrojecidos.          La Fuscaiola iba y venía con bandejas y copas vacías. En el salón principal. Iba y venía. Y aguzaba especial atención a la conversación de los ruralistas. Sabía que era algo importante. Iba y venía. La Fuscaiola. Y escuchaba. Y apuntaba reseñas. Sabía que los ruralistas estaban conspirando contra la salud de Evita: la Jefa Espiritual de los humildes deshaciéndose en un cáncer; criminal, mañero: la Santa Evita llorada en la angustia de la muerte.          Y los ruralistas conspirando:─Un pái de la macumba.─¿La quéee?─La macumba.─Los macumberos.─La makku´umbbá, para ser precisos.─¿La qué?─Makku´umbbá.─Ma-cum-bá...─Macúmba...─Una especie de magia negra del Brasil.─Del sur del Brasil.─¡Viva la macumba!─¡¡¡VIVA!!!          Todos aclamaron envilecidos.          Y la Fuscaiola escuchando...  
- XXEl finalEn el hospital de Avellaneda el doctor Wolff explicaba a Florencio el estado de salud de Pulserita. Explicaba que la paciente iba recuperándose lentamente, que el sufrimiento había sido mucho, que las heridas sanaban pero la sangre perdida era demasiada, que el organismo respondía a los tratamientos, que la muchacha era fuerte y gauchita. "Ya va a salir adelante, sépa. Ahora hay que esperar". El doctor Wolff explicaba. Y Florencio agradecido.             En su habitación Pulserita dormía entre sábanas blancas y almidonadas.               El hermano de Florencio Edgardo Espiro había sido liberado. Toda la familia celebraba el regreso en la casa de la tía Susana. Estaba más flaco, demacrado, y ahora comía y comía el cordero asado preparado por el tío Rosendo y las polpettinas de la tía Anna, "mío grussusi, mío grussusi", alababa la italiana, "¡vedi come manga il mío grussusi!". Y el grussusi comía y comía. Y todos hablaban al mismo tiempo. Gritaban. En la radio sudaba música festiva. La prima Danielle y la prima Natalia chillaban histéricas. El primo Robertino se golpeaba en la boca. El griterío era ensordecedor. Tremendo. Anabella los miraba y los disfrutaba, a todos, palpitaba también ella la algarabía de tener a Edgardito otra vez en casa.             Afuera, en el patio, bajo la enramada de paraísos Florencio y la abuela Aurelia conversaban ensimismados. La vieja le tomaba las manos y le hablaba en un murmureo casi inaudible. Le pedía que se vaya, que se vaya lejos, que arriara sus cacharros y se vaya, a cualquier parte, lejos, a otro lugar donde empezar de nuevo. Le decía que no se quedara en Avellaneda, que partiera, que había que irse, que no era bueno permanecer allí, encerrado en una leyenda. Le decía que la suerte no es duradera cuando uno la inquieta.            El alazán Tormenta resoplaba entusiasmado.                                   Dos semanas después Pulserita era dada de alta. La llevaron a la casa de la tía Susana para los cuidados en su convalecencia. Anabella se encargó de todo, la cuidó día y noche, la alimento, la limpió, le contó con lujo de detalles la épica de Florencio, la cooperación de la familia y los amigos, el rescate en el burdel, la ayuda de las chicas. Anabella contaba cada capítulo de la historia enfática y briosa. Y Pulserita escuchaba emocionada.Barceló finalmente murió, en el mes de octubre, solo y abandonado en su palacio. Ese mismo mes el coronel se metió en líos y fue confinado a la prisión de la Isla Martín García. Estuvo detenido algunos días, hasta que miles de trabajadores salieron a las calles exigiendo su liberación, y entonces lo largaron. Después fue candidato a la presidencia de la Nación y ganó las elecciones. El coronel prometía Justicia Social y leyes para los trabajadores. Florencio no supo nada de éstas suertes: Florencio ya no estaba en Avellaneda. Se decía que andaba por el sur del Brasil, que hasta allí había llegado montado en su alazán. Se decían esas y muchas otras cosas; se reputaban otras aventuras, nuevas inclemencias, más y más entuertos, mujeres, naipes, cuchillos, caballos, poemas...            Pero a ésta altura eso no es historia que interese.              Eso ya forma parte de la leyenda.                                                                           FINa la primera entrega de los Folletines CriollosPROXIMA ENTREGA: "Los Ruralistas" 
- IVCompañeros Negro. Negro como las noches de luna llena: medio mulato. Especializado en un oficio que, desde siempre, y aún hoy en día, careció de rótulo específico: el Negro voceaba la carga recién llegada al atracadero de Villa Nueva. Por algunas chucherías y unas cuantas copas de vino, los contrabandistas contaban con la voluntad de Molina recorriendo los alrededores y llevando presuroso las novedades del caso: aunque no tanto en lo rápido sino en lo efectivo Molina ganaba confianza: los contrabandistas nunca jamás alcanzaron a entender dónde residía la virtud del Negro, pero lo cierto era que compradores de mercadería fuerte aparecían en el fondeadero sólo a sugerencia de Molina... Era un mulato (más bien zambo) simpático, agradable, dueño de un sentido único para cautivar atención a quien cayera a dos metros de su negro perímetro. A más ver esa sonrisa de amplios, impecables dientes, para ser atrapado en su encanto arrollador... Bastaba un simple cruce de palabras, un saludo cordial, amistoso, para entonar entonces en modales felinos y envolver el ambiente y la expresión... Ese era, seguramente, el verdadero oficio del Negro Molina: almacenar el pulso ajeno en su mueca fantástica...             Pero Villa Nueva y su escollera sumidas en la sudestada empujaban a Molina a parapetarse en el mangrullo del Sindicato Molinero. Fumaba el Negro apacible y sereno. Escuchaba tango en una radio uruguaya. Y desde allí a lo alto vio llegar la embarcación en un puf-puf de motor retumbando. Vio llegando el contrabandista "gaúcho" en andar misterioso. Lo vio echar marras en el desfiladero de la Sociedad Rural. Vio, en el catalejo, apearse un forastero emponchado en manta amarilla, robusto, melena enrulada, en hojotas.               Vio todo el Negro Molina. Y vio mala espina.  La Fuscaiola y su marido El Jazzo discutían a escondidas en la bodega de los Pereyra. Discutían la necesidad (o no) de reportar el arribo del pái ese de la macumba brasileña. La Fuscaiola estaba convencida en la obligación de informarlo inmediatamente. El Jazzo dudaba, terco, esgrimía temores y futuras represalias de los Pereyra. Discutían, en frenético susurro, acalorados, se insultaban en etrusco, se contestaban en griego, ensanchaban dialectos y jergas, rabiosos. Discutían.            La Fuscaiola estaba decidida a contarle a los compañeros el pronto arribo, el enigmático personaje, las malas intenciones contra la Señora Evita, la macumba africana en la estancia de los Pereyra, todo iba a contarle a los compañeros la Fuscaiola decidida a cumplir con su deber, y si el Jazzo no la seguía la Fuscaiola se iba solita y sola a defender a la compañera Evita.            Discutían.            El Jazzo acomodaba el estante de licores, porfiado, malo; no entendía que hubiera que arriesgar el laboro en la cocina de los Pereyra por un brujo ignorante, mentiroso, un borracho remendón que estafaba a los patrono en su buena fe y sanas intenciones.            Discutían, largo y tendido. Indescifrable.             Hasta que el Jazzo terminó diciendo lo que su mujer decía: Y dijo que bueno, que se vaya todo a la mierda.            Y volvió a la cocina.   En la Delegación Municipal Quilmes-Sud el Indio McKensy escuchaba azorado el relato del Negro Molina. Minutos antes había oído algo parecido en el menor de los Ribezzo. También la Vaca Yensen y el Narigón de Bera hablaron antes algo sobre el mismo caso de un pái brasileño llegando a Villa Nueva. Y ahora el Negro Molina contando lo del desembarco en el muelle de la Sociedad Rural y la chata de los Pereyra cargándoselo a escondidas.            Y entonces el Jazzo y la Fuscaiola, mojados, nerviosos, llegando a la Delegación y confirmando casi toda la historia:            ─La quieren matar, Valentín, la quieren matar ─la Fuscaiola hablaba en un andar de palabras─: a la Señora Eva ─dijo─. El pái ese es un brujo de la macumba, de la magia negra brasileña, africana, todo, ¡la quieren matar!             El Indio McKensy escuchaba como en un vaho. Tieso.            ─En casa de los Pereyra los viejos todos hablaban de traer un pái brasileño a que le haga un trabajito a la Señora Eva ─contó la Fuscaiola─, con perdón de Dios, claro; pero es lo cierto, Valentín, ¡la quieren matar!, ¡crápulas de mierda, cobardes! ─chillaba─, ¡la van a matar!            El Indio Valentín McKensy no acusaba el impacto, languidecía boca abierta, aturdido, abriendo y cerrando los ojos en un parpadeo histérico: "La van a matar", se decía, "la matan".            La Fuscaiola estalló en un llanto.             Afuera, puntuales, los vecinos encendían las primeras antorchas. 
- XIIIEl Indio McKensy Verlo a primera vista despertaba ya toda una impresión: era un indio puro, concreto, un nativo en toda forma y sustancia; un morocho macizo y morrudo, espaldas anchas, bien armado; cuero tenso, liso; cabeza ancha; sostenido en el andar. Pero tan tremenda presentación a los ojos llamaba al desconcierto cuando en los oídos explotaba su apellido: McKensy. Tal era su apellido: McKensy... Valentín McKensy, el Indio McKensy (o simplemente Make para los amigos) amontonaba en sus venas tanta sangre vikinga como kilme era su estampa. Descendiente secular de Will McKensy, el marino irlandés, "el naúfrago", el viejo lobo de mar que a principios del ‘800 llegó a la cuenca Del Plata, herido, enfermo, contrabandista en apuros. El mismo Will McKensy que junto a la tripulación sobreviviente del Keenan Sun enfrentó a los Señores de Buenos Aires cuando recién llegado empuñando un pistolón de boca ancha decidió llevarse del lupanar más distinguido a la india más codiciada en todo el Pago de la Magdalena. El mismo irlandés corajudo que hiciera Historia en una zona del mundo sin historia. El Vikingo. El Colorado de la Barranca...            Valentín (El Indio) McKensy estaba de paso por Colonia Houdson, visitaba a sus primos los Kells. Y fue él quien sin saberlo aceitó los planes de Florencio: el Indio McKensy frecuentaba a los comisionados del coronel ese de la Secretaría de Trabajo: el mismo que destilaba odio a Barceló... Roy Toon Junior presentó el Indio McKensy a Florencio. En el fachinal. Solos los tres. Afuera montaba guardia el primo Robertino... Y Florencio supo bien qué pedir y cómo pedirlo: zona liberada: eso precisaba: zona liberada en el corazón de Avellaneda. Que la policía no jodiera. Nada. Ni la milicada. Nadie. Precisaba eso: inmunidad autonomía protección.            El Indio McKensy escuchaba atento, solemne:            ─Usted ha de informarse que el coronel gusta abrir las puertas a los enemigos de su enemigo ─decía el Indio─. El coronel sabrá recompensar una acción como la que usted planea.            ─Si el coronel me apoya, yo garantizo resultados ─sentenció el joven.            ─Y una buena recompensa ─insistía el otro─, no se olvide. Alguno de los negocios del senador, por ejemplo.            ─A mí no me interesan los negocios de Barceló ─advirtió Florencio─, yo sólo quiero cagarle la vida y rescatar a una mujer.            ─Ta muy bien, ta muy bien.            ─Los negocios de Barceló pueden pasar a manos de quien sea...            ─A manos de quien disponga el coronel, diría entonces...            ─Y así se hará ─apuró Florencio─: el coronel dispondrá a su antojo.            ─Ta muy bien, ta muy bien. Veo que nos vamos entendiendo.            ─Fácil entender cuando la palabra es clara...            ─Y la empresa tan buena...            ─Usted lo ha dicho...            ─Y lo repito ─repetía el Indio McKensy.            Florencio sonrió con ganas. Roy Toon Junior paladeaba la charla.            ─Usted afirma que está en condiciones de desbancar a Barceló del todo y para siempre ─preguntó el Indio.            ─Sí. Así lo digo. Pero para eso preciso que la policía y la ley se estén quietas por un rato ─Florencio hablaba grave.             ─Y usted afirma que los negocios del senador quedarán huérfanos.            ─Sí.             ─A la deriva...            ─Sí.            ─Sin capo ni capito.            ─Sí. Todo servido en bandeja. Para que su coronel disponga.            El Indio McKensy sacó lujoso una cigarrera de su atadito. Y convidó a los presentes. Florencio y Roy Toon Junior aceptaron, gustosos el convite. Fumaban los tres.            ─Usted Espiro ─decía McKensy─ ha de informarse que el coronel está construyendo un nuevo espacio político, un movimiento de masas, la revolución social que termine con la hambruna de radicales y conservadores. ─Pausa justa, medida. Y adelante─. Pero para eso primero hay que barrer con toda la inmundicia de conservadores y radichetas. Y para eso hace falta tropa, pueblo, soldados dispuestos a cambiar la historia en esta Nación. ¿Me comprende?            Florencio fumaba y escuchaba distante, adusto. Y repetía:            ─Yo le repito McKensy que sólo quiero cagarle la vida a ese canalla y rescatar a una mujer esclavizada. ¿Me comprende?            ─Pero no le cierre la puerta a la historia, Espiro: soplan nuevos vientos.            ─Deje nomás que el viento sople, McKensy.            ─... pero aproveche...            ─Ya le dije que lo mío es el maldito y la muchacha.            ─Ta muy bien, ta muy bien...            ─Arruinar a ese canalla y salvar a la mujer.            ─Ta muy bien, ta muy bien...             ─Todo lo demás es asunto de su coronel.             ─Ya veo, ya veo.            ─Mi única causa es el odio y la venganza...            ─Intereses comunes, a fin de cuentas ─arrimó el Indio.            ─Caminos que se cruzan... ─devolvió Florencio.               Roy Toon Junior entendía que algo importante estaba ocurriendo. En el fachinal. En las alturas. Flotando en la cima del bosque de eucaliptos. Fumaban. Calor inmenso. Ese coronel era una carta brava.           Algo importante estaba ocurriendo.            El Indio McKensy comprometió su palabra a traer pronta respuesta.  
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