• Joaquín Garcés
Escritor.
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A las seis de la mañana sonó el despertador y supe que sería un mal día. Lo supe porque me desperté afiebrado y porque me había dormido muy de madrugada y, sumadas las horas de sueño, no se acercaban ni remotamente a las que acostumbro dormir; pero “así son los viernes”, pensé.   Maldije, como todas las mañanas que tengo clase en la universidad, al indecente que tuvo por idea la brillantez de instaurar en las clases un límite de inasistencias que, de alcanzarlo, te haga perder el curso y, lo que más me molesta, el tiempo. Me bañé maldiciendo, no me jaboné bien por maldecir tan basta y ordinariamente, eso me molestó más, la fiebre se volvió un fastidio notable. Me vestí, como de costumbre, de invierno aunque sea primavera, con bufanda y suéter, salí de mi casa y, a pesar que estoy acostumbrado a la mirada expectante de uno de mis vecinos, esta vez me molestó sobremanera porque parecía burlarse de mi abatimiento, no perdí la oportunidad y lo maldije.   Llegué, y no sé cómo ni porqué, muy temprano al salón de clase del primer piso del pabellón A, el 103, que maldije ciento tres veces por obligarme a estar sentado en su interior por seis horas escuchando clases que no me importan y soportando personas que, valgan verdades, tampoco me importan; y siendo las siete de la mañana, como era de esperarse, no había ni un alma, pero yo tenía que estar ahí, maldije a todos por no llegar temprano. Soporté, incluso, mocoso y todo, el llegar de los orgullosos aspirantes a juristas – porque los no tan orgullosos como yo llegamos tarde o no llegamos – desfilando y saludándose alegremente, casi homosexualmente, los unos a los otros, todos felices, todos leídos y presuntuosos, sin moquear ni lagrimear y vestidos de verano, volví a maldecirlos. No me sorprendió que no me saludasen, yo nunca lo hago a no ser que necesite urgentemente un favor o que sea uno de mis amigos, porque los tengo aunque parezca increíble, o al menos eso creo, de estas cosas uno nunca puede estar seguro. En fin. Llegó marchando, porque no camina, el profesor Eliche Navarrete. No es que marche porque sea una especie de dictadorzuelo de aula de clases, ni porque tenga un problema psicomotor o enfermedad corrosiva, es porque no sabe caminar el pobre, sencillamente nunca aprendió. Pero, anteponiéndose a tamaña gabela que le impuso la vida, llegó jocoso y sonso alegre, feliz. A él no lo maldije, no pude hacerlo; él me maldijo antes por poner más esmero en mi nariz fluyente e incontrolable y en mantenerme despierto, que en la muy sagrada Lola, o Lupe, o Lope, o lo que fuere que estaba explicando. Acepté mi culpa, aunque de todas formas me dormí.    Sólo se quedó dos horas de las cuatro que le correspondían, nos dijo que iría a hacer algo al congreso. Me imaginé un desfile con otorongos marchando acompasados, amaestrados algunos y gordos; burros vanidosos, bateas y jofainas; lava pies profesionales y cosas por el estilo. Cualquier cosa debía ser más importante, o por lo menos más entretenida, que estar con esos críos medio idiotas, habrá pensado, intuyo. En todo caso, yo estoy de acuerdo.   Aproveché la interrupción de su clase para ir al tópico de enfermería y pepearme un poco. La enfermera, una señora mayor pero con cara de santa, me atendió amable, imposible maldecirla.   ¿Cuántos años tienes, hijito?, préstame tu carné para llenar los datos rápido, ñaño.   Yo tenía un termómetro en la boca, estaba asqueado por eso y me enfermé más. Maldije al termómetro sucio, gamberro. Cuando me atendió el doctor, un depravado sexual que convence a las alumnas de hacerse análisis ginecológicos “porsiacaso vayas a tener algo, estamos en campaña”; me asqueé más solo con verlo y ver sus guantes blancos tendidos sobre el escritorio, seguramente recién muertos en acción, y lo maldije como a ninguno hasta ahora. Tomé dos pastillas que me recetó y robé, sigilosamente, como un maestro, otras cuantas. Porque todo pasa un viernes cualquiera, Zavalita.   Eran las diez de la mañana y yo estaba pensando seriamente en ir a mi casa y dormir como nunca se ha visto, a pesar que sabía debía enfrentar la furia de papá y mamá por perder mi tercer curso en lo que va del ciclo por faltas. Trato de convencerlos que soy médicamente idiota, borderline; pero no quieren creerme. Me visitaron dos amigos, como los fantasmas de la navidad. José Luis, “la flaca” para mí, me contó que regresó con su chica, luego que ella le terminase en condiciones un poco extrañas que no llegué a comprender. Se aman y él estaba feliz, yo estaba feliz por él. En esta ocasión maldije al tío de mi chica que se casa mañana en Trujillo y no me invitó, pero a ella sí. Milagritos está tranquila y está feliz. Maldije no verla tan seguido.   Comenzó la clase de Civil I, llegó Pasos Jayachiel y nos repartió los exámenes. Naturalmente no estudié nada, pero oí a una amiga conversando acerca de algo que tenía que ver con “el objeto”, de qué o quién, no lo sé, pero me sirvió para responder una de las preguntas. Aprobaré el examen, pero igual maldije no haber estudiado. Terminado y recogido el examen hecho con amor por el profesor Pasos, nos contó de otra cosa, que sospecho, también hizo con amor. Yo siempre pensé que Pasos era tan criticón, insatisfecho y exigente porque no podía ejercer su hombría cabalmente o como quisiera, a causa de algún entumecimiento en la zona urogenital o algo que impidiese que su desenfreno sexual produjera una sublevación en su zona íntima. Pero me sorprendió, se hizo una. Christian Pasos va a tener un hijo. Lo maldije. No porque fuera a ser padre, sino porque yo estaba convencido que yo lo sería primero. Porque siempre, desde crío, he querido ser padre; claro, en ese entonces no sabía que hacer luego con la madre, ahora más o menos tengo una idea.   Terminaron las seis horas mortíferas de los viernes, esas horas que hoy se convirtieron en días y me maldijeron. Estaba acabado, pero sentía algún tipo de placer por cómo aguanté estoicamente frente al dolor, el sueño, el aburrimiento y los aspirantes a juristas que creen saberlo todo y a los profesores que creen no saber nada, ni siquiera caminar. Salí de la universidad y compré un cigarrillo, como siempre me pasa, me dieron vuelto de más, como siempre hago, lo devolví. Estaba aún más feliz por mi buena acción, todo está mejorando en mi día, sólo tengo que caminar una cuadra, tomar un taxi y ya estoy en mi casa. Por fin quietud, tranquilidad, alimento y sueño. En eso pensaba y me abstraía cuando me choqué con algo que apestaba a cochambre. Al alzar la vista, encontré, más bien, a alguien. Era de la barra de la U y no lo describiré porque todos son iguales, clónicos especimenes.   No soy choro, porsiacaso. Mi silencio delataba turbación. ¿Qué pasa?, pregunté. Me mostró caramelos en bolsas de plástico, notoriamente clandestinos y seguramente mortales. Entendí que quería que le compre uno, yo no quería comprarle, pero tampoco quería seguir oliendo tremenda porquería que despedía su cuerpo. ¿Cuánto cuesta?, una pregunta idiota. Quedé a su merced. Mil dólares, nomás. Ninguno de los dos sonrío. Un sol, sentenció. Probablemente le han costado diez céntimos al grandísimo hijo de perra. Debo reconocer que, por lo menos, es una manera sutil de robar. No denunciable. Me rehusé a pagar. No quiero, gracias. Impidió que avanzara y comenzó a cantarme improperios y procacidades. Crápula maldito.   Perdí dinero y algo de estabilidad como consecuencia. La fiebre volvía a ser notoria. Caminé hasta tomarme un taxi. Probablemente me vio devolviéndole dinero al sujeto que me mal vendió el cigarrillo, pensó o que tenía mucho dinero o que era muy idiota, lo suficiente como para pagar un sol por caramelo. Como siempre me pasa, ser bueno no resulta factible.   No maldije al pobre anormal. Maldije a los bienquistos e inteligentes sujetos que inventaron el fútbol, a la droga barata y a las minorías raciales resentidas y bandidas. En el taxi pensaba: “así son los viernes”.                   
La vida nos hace rehenes de su inescrutable camino y somos nosotros los que, anteponiéndonos a esta mezquina gabela, elegimos con que ánimo e ímpetu lo recorremos. Somos los únicos dueños y hacedores de nuestra dicha o amargura, incluso cuando este oficio de vivir se vuelve tan áspero; pero nunca recorremos el camino solos, vulnerables, porque nuestra naturaleza es tan frágil que necesitamos de manos confiables para que nos reparen y remedien cuando nos sepamos heridos, malgastados. Y es tan sólo en su ausencia física que notamos lo solos que estamos y lo vulnerables que somos.   A veces, apacibles e indolentes, olvidamos que nuestra estancia es efímera y que el tiempo es innoble y traidor, nos volvemos tierra estéril y vivimos resignados a un final inminente. Nunca disfrutamos, nunca gozamos del poder que poseemos para decidir cómo recorrer el camino, morimos en vida. Y así pasamos los, seguramente, largos años que nos quedan: infecundos. Una existencia así no merece el menor acongojamiento cuando muerta. En cambio, cuando se palia y extingue una vida alegre, lozana, fructífera, el dolor es insufrible.   He vivido pérdidas cuando niño, las recuerdo bien aún, fueron acontecimientos tristes; sin embargo, siempre se trató de familiares, de personas que, aunque respeto, nunca elegí racionalmente querer, porque era un niño y porque, por su fugaz permanencia en mi vida, no resultaron determinantes para mí.  Pero ahora, la vida me ha arrebatado un ser al que, cuando conocí, elegí querer y que jugó, y aún ahora continúa jugando, un rol importante en mi vida, que sigue siendo, incluso cuando carece de ella, la más sublime expresión de vida frente a la  temida idea de la muerte real o simbólica.   Me dicen que los que más sufrimos somos los que nos quedamos en este mundo, yo no creo eso. Egoísta, como soy, podría reanimarla y privarla de los  privilegios que le esperan en dondequiera que esté, si es que existe alguno, yo tengo mis dudas; y lo haría porque de lo único que estoy seguro es que podría gozar de los privilegios reales de este mundo, esos que no admiten discusión en su existencia, y sería feliz verdaderamente, yo la vería feliz y no estaría como ahora, saturado de expectación por saber de ella: de lo que está haciendo, si es que me está mirando, si es que estará conciente o si es que será sólo un bello recuerdo.   Yo quiero, querida, poder verte. Te he pedido de mil y una formas que te despidas de mí; si es posible, permíteme soñarte, permíteme sonreírte y desearte un feliz viaje, permíteme llorar hondamente sabiendo algo de ti. Porque llorar en la oscuridad no es suficiente si no sabes bien porqué lloras, si es porque no volveré a verte (yo sé que volveré a verte), si es porque te extraño mucho o si es porque tengo miedo que simplemente seas humo utópico en la mente de los que te queremos. Es la duda de no saberte feliz lo que me consume funestamente. Es la promesa que te cumplo, mal y a destiempo. Lo siento por mí, lo siento por ti.  
Adiós querida
Autor: Joaquín Garcés  527 Lecturas
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Suave y liso como la sedatu cabello mojado en el río.Largos y bellos los rayosque alumbran mi estanciadesde tu estrella.En tu mirada aprecio la Geay en tu cuerpo la erosiónde una gónada,acariciada tiernamente,por los rayos de tu sol.Mis empalagosas súplicasse pierden entre tus dedos.Mis más bellos deseosse embarcan en góndolasa por tu cuerpo sagradovirgen, tú: Grial Santo,arcángel reencarnado.Ya volteas la mirada,con cierta prisa de señora.Sonríes, ¡Oh diosa!ninfa blanca – caprichosa –porque sabes a tu hijocomplacido con tu milagro.Oscurece.Las gotas de tu cuerpocristalinas y brillantesalegran el firmamentocon el primor de tu recuerdo,diosa madre consagrada.
¿Cuándo será, hermanos?   Que un domingo de misa, por pesares tercos, recalcitrantes, nos dispongamos a la mesa, libres del adiestramiento en la mezquindad para aprender a aceptarnos. ¿Cuándo será, hermanos? Que un domingo agrio, con el sol norteño, sin pesares y holgados disfrutemos sin usura de las leyes de la sangre. ¿Cuándo será, hermanos? Que rememoremos los tiempos mozos de la célibe estructura familiar, que núbil y cándida ardía a todos con su calor.   ¿Cuándo será, pues?   Que obedezcamos a la nostalgia ciegamente y nos rindamos ante el pródigo corazón erecto para preñarnos con su sal y parir a la alétheia.
Aletheia
Autor: Joaquín Garcés  474 Lecturas

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