• Luis Alejandro Rodríguez Sotres
Gnomono
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CanonEl pasillo olía como a lágrimas. Era humedad, mas por tantos años de tristeza, parecía que las paredes se hubieran impregnado de las chilladeras. La condenada a muerte pensó que era el llanto de las almas que intercedían por ella, pues en aquél lúgubre trayecto a la silla eléctrica, el misticismo era su única salvación.La prisionera paró, resistió el leve empujón de su custodio, hizo changuitos con los dedos, dijo –Capitán, mi último deseo es una canción. ¿Podría usted cantarla hasta que muera? Se lo suplico.—¿Qué canción?—. Respondió, secamente.—La cantaba mi madre. Sólo es una estrofa. –Sus dedos ya estaban rojos y blanquizcos por la presión de su enredo.– ¡No voy a hacer el ridículo!–. Con un fuerte empellón la hizo caminar.Tras unos pasos, la prisionera se detuvo. Inició su canto:“Cuando no haya mañana, al Sol y a la Luna por igual temerás.Canta y rezaré, reza y cantaré, todo como un regreso a casa verás.”El policía arremetió –¡cállate, ya vamos a llegar! ¡Deja de llorar y camina! Tú mataste a esas niñas. ¡Te mereces la peor de las muertes! ¡No te resistas! ¡Ya sólo son unos pocos metros! ¡Compañeros, ayúdenme a meter a esta mujer a la freidora!La mujer continuó su canto: –Cuando no haya mañana, al Sol y a la Luna por igual temerás.-¡Asegúrenla a la silla eléctrica!–. Y el capitán añadió –¡Y no la amordacen. Es su última voluntad!Un subalterno recomendó –pero Capitán, todos los testigos quieren que calle, incluidos los padres de la niña que asfixió esa niñera psicópata. Le pondré la mordaza; luego, la capucha.–¡Haz lo que quieras! –El capitán se dirigió a inspeccionar el cuarto del switch. Una vez ahí, el oficial le alcanzó y confirmó –¡todo listo para la ejecución, Capitán!A través de la capucha, su canto se oyó –Cuando no haya mañana, al Sol y a la Luna por igual temerás... –El capitán dirigió una mirada a su oficial y asintió complacido.El canto incrementó su intensidad –Canta y rezaré, reza y cantaré.Los presentes, iracundos, gritaron –¡cantaremos y bailaremos sobre tus cenizas!–. El oficial miró al Capitán con miedo. El superior le dijo –yo soy el responsable y no tú. No tienes nada de qué preocuparte. Hiciste lo que quisiste porque yo te lo ordené.La condenada continuó – …todo como un regreso a casa verás.Los insultos a la cantante y a los oficiales por no amordazarla aceleraron el proceso. El Capitán dio la orden –¡Oficial, haga pasar corriente y acabemos con este griterío!IIUna hora después, ya sólo quedaban los policías y el cadáver. El Capitán dio las últimas órdenes: –Compañeros, buen trabajo. Ya despedidos todos los testigos, sólo les queda despachar al bulto–. Mas el Capitán vio que el oficial estaba pálido. Ordenó con intensidad –¡Coja ese maldito cuerpo y llévelo con Don Pancho, para que lo entierre!–Capitán, perdone, castígueme, pero no voy a tocar a ese cadáver —contestó aterrado.A punto de estallar, el Capitán tomó un tiempo para tranquilizarse, antes de decir –¿por qué? ¿Qué hace a esta criminal tan especial y diferente de los demás?–Que nunca paró su canto, mi Señor Capitán–. Tímidamente respondió.–¿Y? –su líder increpó.Con la vista en el suelo, el oficial aseguró –¡eso era imposible! Debajo de la capucha… ¡su boca siempre estuvo amordazada!—¡Quiten la capucha!—. Gritó el capitán, mientras veía con ojos entornados al oficial.Al revisar el fuerte vendaje en la boca de la difunta, el Capitán comentó, como si las palabras se le escaparan por sus labios –Reza y cantaré… Su canto, rezos; su rezo, cantos. El aroma del pasillo… llantos.
…ESTÁ EN LOS OJOS DE QUIEN LA MIRA Cuento hecho con la motivación de la invitación de CAFEÍNA. ¡Gracias por ser catalizador de la creación literaria con los concursos, mi querido Cafeína! Ana clava el lápiz en el ojo de Jose. Inmediatamente se horroriza por el crimen que acaba de cometer sobre su compañerita. Un gran enojo la cegó y su reacción fue tan rápida que hasta a ella misma la agarró por sorpresa. La maestra se lleva en brazos a Jose y todos los niños corren tras ella, evitando pisar las gotas de sangre que deja. En todos sus años de experiencia jamás la prepararon para algo digno sólo de las peores prisiones. No permite que la niña se saque el lápiz del ojito. Ana se ha quedado sola, sentadita en el salón. No puede creer lo que acaba de hacer, pues siempre se ha considerado una niña buena y dulce: “Todo fue tan rápido. No pensé. No pude evitarlo. Estoy llena de maldad. Me merezco lo peor”. Observa su dibujo de día de las madres, el que momentos antes había roto Jose. Entonces se echa a llorar porque sabe que Jose ha perdido el ojo… El caso es mucho peor. El lápiz atravesó los dos hemisferios del cerebro de Jose, deteniéndose justo debajo de su oreja izquierda. No sobrevivirá. Mientras baja las escaleras, la maestra piensa: “La fuerza, la violencia, la maldad para cometer dicho crimen no es de una niña de siete años, van a creer que fui yo. Qué bueno que no le he quitado el lápiz, así las huellas de Ana tienen más posibilidades de sobrevivir.” Al llegar a la ambulancia de la escuela, la Directora prohíbe que la maestra suba. Le dice que ha sido muy traumante, aunque en realidad le ha dado órdenes a los maestros y agentes de limpieza que la encierren en un salón, sin que tenga contacto con más niños. Sospecha que ella fue y piensa: “Esta maldita cree que nos vamos a tragar ese cuento”. Cuando la encierran, la que siempre fue una dulce maestra se transforma. Comienza a gritarles groserías y a aventar sillas contra la puerta: “¡Idiotas, hijos de su putísima madre! ¡Yo no lo pude evitar, cabrones de mierda! ¡Esa pinche niña loca hay que refundirla en la cárcel para siempre!” Los policías, los niños, los padres, los maestros, todo el país se pregunta qué estuvo mal. Nadie entiende y todos exigen un responsable con urgencia. El plato fuerte es el angélical rostro de Ana, que es fotografiado y seguido, en todo el camino hasta el Centro de Atención Familiar. Reporteros y psicólogos aderezan con historias famosas de niños asesinos, de padres degenerados y de maestros retorcidos. Son los últimos minutos de la operación. Los doctores ya saben que no hay nada que hacer. En algún extraño chispazo de conciencia José implora en silencio: “Perdóname, Papá Diosito, por haber roto el dibujo de Ana. Sentí mucha envidia y no me pude contener… no entiendo cómo fui capaz. Como dice el Señor Doctor, estás a punto de recibirme y, el único mal que me voy a llevar contigo es el mío. Espero que puedas perdonarme.”

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