• Noelia Terrón Torres
EsperandoAbril
Mi lema es:
Vive y deja vivir
  • País: -
 
Érase que se era una muchacha que en un tiempo pasado fue tierna e insegura, ingenua e inocente, con hambre de descubrimiento y ganas de saber. Esa muchacha menuda y graciosa se convirtió, por arte de la experiencia, en una mujer segura de sí misma, fuerte pero con un leve aire de de dulce debilidad, tolerante, aprendiendo a evitar cualquier prejuicio superfluo sobre desconocidos o hechos ajenos, pero dura e insensible a situaciones que requieren ternura y comprensión, siempre rodeada de la contrariedad más absoluta respecto a temas que tocaban a fondo su personalidad. El hecho de pertenecer al grupo de personas que practican, a veces muy a su pesar, la contradicción, la catalogó como exigente e insatisfecha en todos, o casi todos, los ámbitos de su vida. ¿Cómo sacar provecho de una situación semejante? Aquí empieza la verdadera historia de Noelia y de su ser.Una mañana cálida de primavera, tras la ducha diaria que la reconciliaba con el mundo y con ella misma, se miraba en el espejo y observaba sus grandes ojos color coca-cola, que la miraban con una curiosidad poco habitual hasta el momento. Recorría con esos ojos cada parte de su cuerpo. Era una mujer corriente, embutida en un cuerpo pequeño pero atractivo y bien formado. Ya alguna arruga asomaba por el contorno de sus ojos, alguna traviesa cana delataba su edad madura. La celulitis habitaba tranquila sobre sus muslos pero sin desarmonizar el conjunto y alguna estría aparecía tímida sobre sus senos. En general, el mirarse en el espejo y examinar su cuerpo era un acto para empezar a aprobarse, como persona y para aceptarse, porque lo que habitaba en su cabeza en esos momentos era un flujo de sensaciones poco habituales que la llamaban a hacer locuras más razonables de todas las que había hecho hasta entonces. Pero no por ser más razonables eran más seguras y prometían más estabilidad a su vida, aunque estaba convencida de lo que iba a hacer. De ahí el hecho de reconocerse, aceptar su cuerpo, como nunca antes, para poder dar el paso y comprender que su mente, que tantas veces la había traicionado ahora se rebelaba como su mejor aliada, la trasladaba a un inmenso paraje donde el escenario era compartido con bellas flores de infinitos colores, un sol radiante que acariciaba su cara y ponía en paz su alma, y un verde intenso que le daba esperanza. Noelia había decidido quererse aunque para ello tuviese que renunciar a muchas cosas. Tras ese ritual placentero del baño y la aceptación de su cuerpo, se dirigió a la cocina donde el café comenzó a filtrarse por todos los poros y la transportó a una gloria muy terrenal pero satisfactoria. El olor del pan tostándose lentamente y empezando a crujir también la reponía y la animaba. El desayuno era uno de los mejores momentos de su día pero que muy pocas veces podía disfrutar de él con tiempo y en soledad, aunque desde ese instante tenía muy claro que formaría parte de su nueva vida y nada ni nadie podría ya reprocharle ese momento egoísta pero tan íntimo que le pertenecía a ella sola. Estaba excitada y ansiosa, pero muy feliz, en el momento que cogió el teléfono y marcó el número de su trabajo al son de los pálpitos de su corazón. Cuando le comunicó a su jefe que no iba a ir a trabajar ni ése ni ningún día más, aunque la voz le temblaba y la mano que sujetaba el auricular estaba helada y casi muerta por el estrés que le provocaba el eco de sus palabras, el placer que arropaba todo su ser era similar al de un orgasmo, y cuando colgó y vio la realidad del momento respiró aliviada y satisfecha.En ese momento, cafetera caliente presente como personaje principal en el escenario casi vacío, el documento Word que aparecía en blanco en su nuevo portátil, comenzó a llenarse de palabras, de hechos, de sentimientos, de sensaciones que daban pie a sus contradicciones más auténticas y las fusionaba. Sus manos tecleaban como locomotora furiosa con la energía del que nunca se desgasta. Su cabeza se sintió libre de deudas y se explayó como nunca. Escribir se convirtió en la mejor de las terapias para dejar salir y entrar todos los ángeles y demonios que la habitaban y que la alimentaban y que también la querían.
Me llamo Ana y tengo cuarenta y tres años. Acabo de despertarme de un sueño reparador y mientras espero que me sirvan el desayuno observo las paredes de la pequeña habitación, que, desde que la habito, amanece vestida de jarrones con discretas pero abundantes flores y de osos de peluche, enormes y pequeños que inspiran vida a la impecable y reducida estancia blanca. Sé que en un rato, se romperá el silencio y llegará tal vez la alegría, tal vez alguna triste y mal disimulada cara y siempre el ruido necesario de las conversaciones que mantendré con mis padres, con mis hermanas y mis sobrinos, con mi amiga, con mi amigo y con algún compañero de trabajo espontáneo y puntual y todos llenarán con su calor mi vacío. También con mi ex marido que, de nuevo, me demuestra que es el mejor caballero posible para este escenario. Hace tres días me operaron de urgencia. Aunque sigo con muchísimas molestias, desde ayer, tengo unas ganas enormes de escribir. Echo de menos mi portátil. De momento, Elena, mi enfermera favorita me ha prestado un bloc de notas, no muy grande, y un bolígrafo azul, con el que anoche vomité la urgencia, el esbozo, la pequeña traza de la historia que les quiero relatar. Cuando mi ex marido venga a verme esta mañana me traerá mi notebook para seguir con la tarea. Mi médico no sabe nada, pero sé que no opondrá resistencia. Es importante mi recuperación física y mental y, ambas, parece ser, serán lentas.Me han quitado mi pecho derecho. Me intento motivar restándole importancia y me digo a mi misma que sólo me han cortado un pecho pero siento una punzada en el alma que es difícil de explicar. Hace tres días, mientras la anestesia engañaba a mi cuerpo invitándolo a un sueño artificial volví a verlo. Y sentí cada beso y caricia de la misma manera como pasó hace veinticinco años, despertándome con la misma sensación de angustia y tan desubicada como en aquel momento. Así se ha encargado mi mente juguetona y perversa de recordármelo.Yo tenía dieciocho años y estaba repitiendo tercero de BUP. Los chicos, para los que había pasado prácticamente desapercibida, por lo menos para los que me interesaban,  empezaban a distraerme y a distraerse conmigo. Descubría yo mi potencial de mujer. Cambié mis viejas gafas por unas lentillas y recorté mi ondulado pelo, alisándolo cada día. Con estos pequeños detalles me convertí en una conquistadora, o para ser más fiel a la realidad, en una consentida conquistada, dejando de lado mis estudios. Estábamos a mitad de semestre y junto a mis compañeros y  a mi profesor de Literatura ensayábamos la obra que íbamos a representar para final de curso, Lisístrata. Yo era Lisístrata, a pesar de ser una pésima actriz. Sólo en los ensayos se me aceleraba tanto el corazón que en mi pecho, en la parte cercana a mi cuello se  formaban unas ronchas rojas y grandes que sólo desaparecían cuando mi vergonzoso músculo recuperaba su ritmo normal de pulsaciones. Una tarde, mientras esperábamos al profesor para el ensayo, nos comunicaron que no podría venir por un tiempo indefinido. En su lugar nos ayudaría  el profesor de Filosofía, del que yo, que nunca fui muy original para estas cosas, estaba secretamente enamorada. Me encantaba el entusiasmo con el que nos hablaba de Sócrates o Platón y hubiera dado cualquier cosa para meterme en una caverna oscura y aislada con él sin importarme lo más mínimo si podría volver a ver la luz del día. Ya dicen bien que el amor es ciego, ¿verdad? Pues yo estaba dispuesta a ser una ignorante toda mi vida y no salir de la caverna sino era de su mano.Arturo era alto y delgado en exceso, con unos ojos grises que sus gafas hacían tres veces más pequeños de lo que eran sin ellas. Se diría que no era guapo pero abría la boca y creías de la primera a la última palabra que te decía aunque no entendieses nada de lo que te contaba. Sonreía a veces, pero tenía un aspecto triste provocado por la separación de su mujer, otra profesora que lo había abandonado por el directivo de una gran empresa.Mi problema de aceleración del corazón fue a más desde que llegó Arturo y las marcas rojas que me provocaban los nervios eran tan evidentes que a él no le pasaron desapercibidas. Una mañana, antes de entrar en la primera clase, me paró en el pasillo y me dijo que quería hablar conmigo en la hora de tutoría, dejándome helada. Yo estaba tan nerviosa cuando nos vimos por la tarde que ni siquiera era capaz de tartamudear. Arturo me dijo pausadamente, Ana, tienes que aprender a relajarte, te puedo enseñar unas técnicas que a mí me han funcionado. Debes superar el pavor a hablar en público y me gustaría acabar de perfilar algunos gestos que adoptas cuando representas a Lisístrata y que son bastante mejorables. Me citó en su casa al día siguiente, viernes. Yo estaba en una nube.Su casa era grande, antigua, de techos altos, inalcanzables y blancos, impolutos como las paredes del hospital que ahora me hace de hogar. La entrada era fría, daba la sensación de estar en una cueva que, aunque iluminada, impresionaba a cualquier adolescente indefensa como yo, pero cuando entré en la sala que hacía de comedor y cuarto de estar todo cambió. El ambiente se volvió cálido, no sólo por el humo del tabaco que lo habitaba, sino por la combinación de estilos y colores. Libros y revistas por los suelos. Infinidad de discos que paraban por cualquier parte. Los periódicos adornaban el sofá, las mesitas. Grandes ceniceros llenos de cigarrillos y un inmenso tocadiscos antiguo llamaban la atención sobre cualquier otra cosa. Me gustó su desorden. Se notaba también, por ejemplo, por las cortinas, por alguna figura decorativa de buen gusto o por alguna fotografía bañada en un ligero polvo, que en esa casa, el alma de una mujer había rondado no hacía mucho. Preparó café, me invitó a fumar y lo hicimos toda la tarde. No hablamos de Lisístrata, no hablamos de nervios, ni de miedos. Escuchamos a Silvio, a Aute, a Dylan, a Cohen, algo de Jazz que desvirgó mi joven oído musical. Fumamos algo más que cigarrillos y tomamos mucho café.  Nos miramos sin mirarnos en los silencios que no fueron incómodos, sino necesarios para dar tregua a nuestros pensamientos. Arreglamos el mundo con nuestras conjeturas, él con más acierto que yo. Olvidé que era una adolescente con algún problema de autoestima para soñarme una mujer segura y deseada. Cuando se hizo de noche, lejos de invitarme a marcharme a casa se ofreció a preparar algo de cena, sin ninguna pretensión, y yo me limité a observarlo embobada mientras daba la vuelta con destreza a la tortilla que estaba preparando. Mis padres estaban avisados. Yo no tenía prisa. Arturo tampoco.Al terminar de cenar, mientras servía el café, acercó su silla a la mía. Estábamos tan pegados que su aliento calentaba la punta de mi nariz. Lejos de ponerme nerviosa me emocioné. Arturo me cogió la mano acariciándola mientras me miraba fijamente a los ojos. Nos besamos dulcemente durante un largo tiempo mientras él tocaba mis mejillas, mi cuello. El calor de su proximidad me resultaba agradable y me sentía tan bien que pensaba que había llegado el momento. Me guió hasta su habitación. Una cama grande y ordenada nos esperaba. Empezó a desnudarme pausadamente sin dejar de mirarme. Yo me dejaba hacer, inexperta y pequeña como me sentía. Me sentó en el borde de la cama observando expresivo mi joven cuerpo desnudo. Yo quise desabrocharle el pantalón para tocarle y excitarle pero me apartó respetuoso. Era su diosa griega, la protagonista de la historia. Me dijo, no me desnudes todavía, sólo quiero admirar, tocar y sentir tus pechos. Se arrodilló ante mí y su cabeza quedaba a la altura de éstos que colgaban grandes, tersos y firmes  esperando el roce de sus dedos. Mis abultados pezones crecían dibujando nuevas formas. La tensión se acumulaba tanto en ellos que, a punto de explotar extasiados, deseaban ser lamidos por la pequeña boca que ahora los custodiaba. Cerré mis ojos para sólo sentir. Su lengua los recorría incesante buscando mi placer, sus manos apretaban con amor la forma perfecta que los envolvía. Apoyó su mejilla derecha en ellos y rodeó mi espalda con sus brazos. Abrí los ojos y acaricié su pelo con cariño. Confirmé que la humedad que poblaba la carne de mis pechos no era por su saliva sino por sus lágrimas que, saladas y huidizas, se deslizaban ya por mis caderas.Pasaron minutos, no recuerdo si pocos o muchos, y levantó su cabeza para besarme de nuevo en los labios. Se incorporó y empezó a desvestirse sin prisa. Yo me estiré completamente en la cama y lo miraba entre dulce y perpleja. Cuando se desnudó recostó su cuerpo junto al mío. Se durmió como un niño abrazado a mi pecho.Al  despertar, ya una brizna de luz se colaba desafiante por la persiana. Arturo estaba sentado en una silla, frente a mí,  vestido completamente y me miraba envuelto en la neblina de su cigarrillo. Me dijo, buenos días princesa, y me tendió el cigarro. Yo negué con la cabeza y miré alrededor para encontrar mi vestido. El olor del café recién hecho se colaba sin disimulo y Arturo se levantó para acercarme la ropa. Me dio un beso en la mejilla y me dijo entre susurros que me esperaba para tomar el café. Empecé a darme cuenta, de repente, mientras tapaba mi cuerpo con las telas, que en la vida la mayoría de las veces no se consigue lo que uno quiere.Desayunamos en silencio y en silencio me acompañó hasta mi casa en su viejo Renault de tres puertas.Tanto la obra de teatro como mis notas finales provocaron en mi piel rojeces del tamaño de un océano, pero las superé, aunque con aprobado justo. El curso siguiente Arturo ya no formó parte de los profesores del instituto y  yo no conseguí aprobar COU. No sé si con o sin sentido pero mi breve historia con mi profesor de Filosofía condicionó para siempre la interpretación de mi cuerpo y mis relaciones posteriores con los hombres y con la vida.Por mi mundo inestable se colaron varios de ellos, cada uno con una intensidad diferente, que me amaron e idolatraron y a los creí amar e idolatrar. Navegué confundida hasta que encontré anclado en la tierra al que es hoy mi ex marido. Gracias a él estudié una carrera que terminé a los treinta y nueve años y un año después encontraba un trabajo que me daba toda la seguridad e independencia que yo creía necesitar para ser feliz. Y tras ocho años juntos lo abandoné para seguir mi camino tal como él pronosticó cuando aprobé mi oposición. Mi ex marido es el Arturo que acabó de completar a la mujer que quedó estancada en aquella espaciosa habitación una soleada mañana de hace veinticinco años y que se encuentra a mi lado mientras escribo esto.Y sin embargo, e injustamente, no pienso en él. Pienso en el hombre que un día sólo amó a mis dos pechos y en la vida que hice con y sin él y noto un dolor que me llega hasta las entrañas que es tan físico como etéreo y que me atrapa. No sé si éste es el precio que tengo que pagar a un irascible dios en el que ni siquiera creo, por ser mujer, por reivindicar serlo y por desear ser libre, pero sí tengo claro que me llamo Ana, tengo cuarenta y tres años y unas ganas enormes de devorar este mundo del que he aprendido, a pesar de resistirme a ello, que, muchas veces, uno no siempre puede tener lo que quiere.
-No me gustan los rubios, Olga, a mi no me gustan los rubios...pero éste, Olga, éste sí me gusta. A este rubio quiero volver a verlo.Entré en el metro y me crucé con tu mirada azul eléctrico y fue imposible disimular que me gustaste. Ibas sentado en una esquina, con tu saxo a los pies en una funda vieja y gastada del mismo color azul que tus ojos, más oscuro quizás. Volví a mirarte intentando no hacerlo y te vi tan rubio, de piel morena, con tu escasa barba de días sin afeitar vistiendo tus pronunciados pómulos pero con una cara tan triste que me llamaste mucho la atención. Yo llevaba tres cervezas encima convertidas ya en evaporada espuma aunque aplastando inerte mi vejiga. El calor que producía el alcohol ingerido provocaba en mi imaginación un delirante chorreo de imágenes que se movían al compás del traqueteo del vagón. Me vi sentada en tu regazo hablándote, tocándote, amándote, apartando tu saxo pero protegiéndolo a la vez que te besaba en los labios.Vestías una camiseta blanca, más vieja que nueva, más arrugada que lisa, que se pegaba a tu piel dibujando tu cuerpo, tu pecho ancho y varonil. Las bermudas de pana, azul oscuro, gastadas, prácticamente raídas, tapaban tus rodillas  que imaginaba yo huesudas y acordes con tus pómulos, marcadas, grandes, fuertes. Me preguntaba cómo podías vestir pantalones de pana en pleno mes de agosto, qué temperatura delataría tu cuerpo al acercarme a ti para conocerte.La gente se aglutinaba en el vagón en cada estación haciendo de barrera involuntaria e infranqueable entre tus ojos y los míos. A veces, sólo podía ver una parte de tu pierna vestida con la bermuda mil veces usada y visualizaba cómo mis manos la recorrían por debajo de ésta. Otras, había el espacio suficiente y podíamos mirarnos furtivamente a la cara intentando disimular la curiosidad que sentíamos el uno por el otro.¿A dónde irías, triste y solitario, con tu saxo sabiamente resguardado en contraposición con tu alma que vagaba libre y sin armaduras sobrevolando tus ojos y se mostraba errante ante los míos  dispuesta a entregarse dócil y juguetona en cualquier momento, presionada por mi mirada profunda? Los Rodríguez, tarareaban con tu voz imaginada en mi cabeza y haciéndote mover tus labios rojos y quietos para mí no existe un lugar mejor que aquí solamente los dos, engánchate conmigo, tal vez yo no sea tu hombre ideal ni tú mi mujer pero igual, engánchate conmigo mientras tu mirada inspiraba tanta ternura que no me quedó más remedio que enamorarme de ti.¿De dónde vendrías?, ¿de algún ensayo con tu grupo o quizás tocabas en solitario? Quizás de la academia donde un viejo profesor proyectaba sus deseos no alcanzados en ti ¿Tocarías en el metro dejándote escuchar por almas transitorias que te invadían sin escrúpulos? ¿La funda de tu saxo recogería la limosna escasa y ruidosa de los pasajeros? O, ¿puede ser que te esperasen en algún bar de la Plaza Real para por fin contratarte y provocar en tu cara guapa y expresiva el dibujo de una sonrisa en lugar de una mueca? Yo quería seguirte, asustar con mi presencia el silencio oscuro que te acompañaba y recé para que bajases en la misma parada de metro que yo. Dejé de mirarte y te di la espalda deseando que tú te levantaras de tu asiento y observases mi cuello que se mostraba desnudo para ti invadido sólo por algún ondulado mechón de mi cabello, que rozases mis piernas suaves con tu saxo y me pidieses disculpas para así poder oír la música en tu boca, anhelando que quisieras seguir observándome interesado en mi. No te veía pero te sentía e intuía tu silueta reflejada en el cristal de la puerta. Te distinguí, entre los dibujos borrosos del resto de viajeros, que también esperaban para bajar del tren, mucho más alto que yo y soñé cómo sería la sensación de verme levantada hasta el cielo por los musculosos brazos que cada día sostenían sensuales el saxo que tocaba las melodías más bellas y seductoras que formaban la  esencia de tu vida.El tren paró y se cumplió mi deseo al bajarte también. Te mantuviste detrás de mí y sé que me mirabas el trasero de la misma manera que te había descubierto admirando mis pechos minutos antes. Yo veía tu cara grabada ya en mi cabeza, creo que para siempre, y quería morderte los pómulos, las mejillas, los párpados que protegían tus ojos sabios y turbios. Mientras caminaba te gritaba mentalmente que me desnudases, sin sutilezas, inyectando sin piedad la tristeza de esos ojos fríos y metálicos en mis venas calientes para hacerme explotar  y sentir la respiración entrecortada de tu alma al desearme. Cruzarnos como si de animales se tratase para dejar marcados nuestros sexos y ahuyentar a futuros amantes, intrusos ya desde ese momento.Pero me adelantaste y pasaste por mi lado zarandeando mi ligero cuerpo con el simple roce de tu brazo izquierdo. Me desinflé. Perdí entonces la esperanza de sentir el calor de tu sexo entre mis caderas y del susurro de tu saxo acariciando mi piel, desapareciendo de golpe el globo que me acompañaba al estrellarse mi ego, ahora débil y confuso, con la frustrante realidad. Justo antes de desaparecer por el túnel que me servía de camino vi como aparcaste tus posesiones en un rincón, refugio de los desamparados. Mientras me acercaba a ti, dudando entre mirarte desafiante e intensamente o destruir sin remordimientos  la película forjada en mi imaginación girando la cabeza hacia la sucia pared de enfrente, escuché como me dijiste al verme pasar vergonzosa y pequeña, con un tímido pero ronco castellano con acento alemán, pronunciando costoso cada sílaba, aquí estaré mañana, captando toda mi atención al bajar sigiloso, con tus bonitas manos la cremallera de la funda de tu saxo que conforme mostraba su preciado tesoro, reproducía de nuevo tus palabras para mí y me decía , aquí estará mañana. 
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LA VERRUGA
Autor: Noelia Terrón Torres  884 Lecturas
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La noche que Neus comunicó su marcha a toda la familia, la cebolla que cortaba su madre, tiesa en la cocina, fiel a su papel de ama de casa, sirvió como excusa perfecta para disfrazar la tristeza que en ese momento la invadía. La seguridad en las palabras de Neus le hizo recordar  momentos intensos de su juventud que fueron duros pero válidos, como la vida se encargó de demostrarle, pero evitó delatar el orgullo que sentía al descubrir que era capaz como madre y como mujer de comprender la decisión de su hija. No fue así la reacción del padre que con golpe incluido en la mesa, con la excitación sabia del que se sabe vencido pero tiene que imponer su poder, le gritó con rabia fracasada que ella no iba a ninguna parte, que ella no abandonaba, todavía, su casa y su familia. A Neus le desconcertó esa reacción del que consideraba su aliado secreto, pero aunque temblorosa su voz, repitió sin dejar de mirarlo a los ojos grises, que se marchaba, que era su vida y su camino a hacer. La fragilidad del padre de Neus quedó descubierta, retirándose a su cuarto, sin cenar, con el corazón libre de pesos y de cargas impuestas, por primera vez, expuesto al frío  y a la oscuridad de las decisiones que no había tomado él.Dos semanas después y sin haber cerrado la herida en los corazones de los padres, tras palabras cortadas y silencios enteros, Neus se despedía de todos sus hermanos con una tempestad de lágrimas pero con la sonrisa franca que la felicidad dibuja en la cara de una mujer segura. La última imagen de su casa, la fachada blanca, sus hermanos y hermanas con las caras incrédulas, las vecinas que pasaban, que miraban, que comentaban en pequeños corrillos, algunos perros callejeros que paseaban intrigados por el escenario de la tragedia olfateando divertidos su vestido de flores diminutas. Todo eso se quedó guardado en su retina para siempre, mientras el coche que ponía en marcha un amigo, rugía ansioso y extrañado, como toro espantado y comenzaba a alejarse del lugar rodando por la carretera firme que acompañaba el curso del río. Todo eso, y el vacío que formaba la silueta de su padre no presente, quedó en su retina de por siempre, junto con la imagen de su madre, serena,  que apareció tras la cortina que vestía la ventana y la acompañó, aprobando con su mirada dulce su determinación.Y pasaron intensos los años y aquel chico andaluz que la enamoró hacía ahora más de cinco años,  la agarraba fuertemente por la cintura y  besaba su cuello rozándolo con los pelos largos y brillantes de su cabeza y de su inmenso bigote, produciendo cosquillas que despertaban la risa tonta y alegre de Neus. El efecto del LSD comenzaba a dar sus frutos en ella y tan pronto la rozaba el cabello de su amante como el de la mosca más grande y peluda que había visto jamás. El espanto se traducía entonces en llanto mientras la mosca la miraba, la mandíbula desencajada por la risa cruel, el bigote espantoso hablando entre pausas largas, eternas, sin sonido conocido. No era un momento de placer para Neus, era el instante en que su amigo y amante la estaba abandonando a la salida de un bar, borrachos ambos de ira. Fin de trayecto. Sus vidas habían transcurrido paralelas hasta ese preciso momento pero ahora su amigo no entendía ni compartía la filosofía de vida de Neus. Estaba completamente enganchada a la marihuana, convertida en su pan y agua diario. Lo que antes había sido divertido para los dos ahora se había convertido en una rutina sin sentido. A su amigo andaluz ya no le motivaba encontrar a Neus en tardes placenteras practicando yoga en la playa inmensa, acompañada de desconocidos que tocaban la guitarra entonando canciones que se habían hecho populares de Joan Baez, cuando estaban reivindicativos o de Janes Joplin, gastando, hasta hacerla casi desaparecer,  la letra de Piece of muy heart. Los besos que se daban, en la noche despierta por el sonido de las olas, ciegos por las pastillas que tomaban, ya no despertaban su instinto animal. El amigo andaluz de Neus había ampliado sus horizontes. Le molestaba que ella no tuviese expectativas de futuro, que no trabajara, que viviese el presente como si la vida fuese la hermana pequeña de la locura, llevando al límite todas sus acciones. Había descubierto cómo ganar dinero rápido en aquella época y el placer de ser alguien, de llevar un coche lujoso. Se había convertido en mecenas de grupos y cantantes locales que abrazaban curiosos pero  tímidos la estética punk y el negocio le funcionaba cojonudamente bien. Neus empezó a acusarle de traidor infiel a sus principios, vendido al capitalismo más absoluto y su amigo dejó de interesarse por ella debido a las continuas disputas, en las que Neus perdía totalmente la noción de lo que decía, y empezó a  congeniar espontáneo con nuevas mujeres que florecían en su entorno y que le mostraban una realidad menos caótica y mucho más simple, mujeres autóctonas que no cuestionaban sus principios y que le acompañaban a los clubes de moda de la ciudad sin mover una sola pestaña de su cara y sin muecas innecesarias. Su relación con las drogas se redujo a pequeños escarceos, casi anecdóticos, resultando ser espectador pasivo la mayoría de las veces  y prefiriendo distorsionar su realidad con una buena copa de whisky. Todos esos cambios en él propiciaron un profundo distanciamiento con Neus y   por eso, aquella tarde de principios de verano, a la salida del cine, tras ver la maravillosa película de Trufautt, La noche americana, el amigo andaluz de Neus se decidió a abandonarla, por fin. Tomaron la última copa, compartieron LSD juntos, el último viaje.  Y presenció impasivo una de las últimas actuaciones no lúcidas, de la que hasta entonces había sido la mujer que amaba. No habían pasado ni tres meses desde la ruptura pero  Neus ya vivía con un poeta irlandés culto y tímido, cojo de nacimiento, que la había aceptado como compañera a pesar de saber que Neus estaba embarazada. Se conocían porque habían compartido besos místicos en los atardeceres lujuriosos, pero nunca habían llegado a más respetuosos con la situación sentimental de Neus. Por las mañanas  vendían en los mercados de la zona los cachivaches que éste fabricaba con objetos reciclados. Compartían los mismos ideales, un sexo animal que les despertaba el alma y su amor por la lectura. Gracias a él y a los grandes silencios que compartían estando juntos Neus descubrió a poetas como Whitman y como Rilke. Releyó a Neruda hasta la saciedad,  a Borges, a Lorca. En aquella corta época creyó encontrar el equilibrio, aunque mantenía una relación permanente con sus pesadillas, fieles a su cita nocturna, pero intentaba no inquietarse demasiado para darle una estabilidad a su bebé. Después de todo amaba al hijo que llevaba dentro tanto como había amado al  padre, y quería hacerle el mínimo daño posible.Una mañana de septiembre, lloraba Neus  la muerte de Neruda, mientras el incienso se quemaba en su puesto del mercado, apareció fuera de sí el padre de su hijo, recriminándole autoritario el hecho de no haberle comunicado su embarazo. Neus no tuvo tiempo de reaccionar porque su amigo español, con toda su fuerza bruta la metió en su cochazo, ante la mirada inquieta del poeta irlandés, que, sin embargo, no se movió de su sitio. Todo pasó muy rápido. Aquella noche Neus durmió, cuando pudo alcanzar el sueño, en una cama inmensa, limpia pero impersonal, mientras en la planta de abajo los gritos  de una mujer histérica poblaban la noche estrellando platos  y vasos contra el suelo que Neus estuvo pisando hasta el día que nació su hijo.Su vida se sosegó aparentemente. Era tratada con respeto por el padre de su hijo y era mimada por el personal de la casa. La alimentaban, le preparaban sus baños calientes, lavaban su ropa, hacían su cama. La habitación donde dormía se convirtió en su mejor guarida. Guarida que sólo abandonaba las mañanas cálidas para tomar el sol y caminar por el inmenso jardín que rodeaba  la casa. Entonces, la sirvienta, la agasajaba con todo tipo de zumos, de frutas, de pastelillos exquisitos. Cuando aparecía la amante del padre de su hijo, volvía a su habitación para no molestarla y casi ni se miraban a la cara. Descubrió otro tipo de paz, una paz interior que nunca antes había sentido.  A su guarida le imprimió  su personalidad más femenina que hasta entonces había sido una  desconocida para ella. Cuidaba su cabello largo  y suelto secándolo al aire libre, sin pañuelos ni cintas que lo ocultasen. Masajeaba su piel con lociones que olían a flores. Empezó a fijarse en detalles que antes eran extravagantes a sus ojos como en ropa de bebé, juguetes para bebés, libros para bebés. Su barriga crecía y ella la acariciaba con todo su cariño transmitiéndole toda la cordura de la que era dueña. Se miraba al espejo, se observaba, y hablaba sin parar, le relataba la historia de su corta vida al hijo que le crecía dentro. Le hablaba de sus padres, de sus hermanos, de su pueblo natal.  Por las noches, si el ruido de las fiestas, o los gritos de las broncas de la pareja que la hospedaba se lo permitían leía sin parar.  Soñaba cómo sería su personaje, si Doris Lessing la hubiese incluido en su novela El cuaderno Dorado. Siempre fantaseaba. Pero con lo que estaba verdaderamente obsesionada era con un libro que había leído hacía un par de años y al que empezaba a dar todas las lecturas posibles en aquel momento, Un mundo feliz, de Aldous Huxley  libro que compartía junto a la lectura incansable de Shakespeare, su querido Shakespeare. Anotaba frases, las que más le impactaban, en un cuaderno, que escribía para su hijo, y en las esquinas dibujaba garabatos que adornaban lo escrito.A diferencia del frío día de su nacimiento, Neus se puso de parto un cálido atardecer de un día cercano al mes de marzo. En el hospital, ya acomodada, gritaba extasiada, casi perdido el conocimiento, quemadas sus entrañas por un intruso al que amaba más que a nada en el mundo. El joven padre esperaba impaciente en la habitación contigua, fumando tembloroso, perdidas las lágrimas de sus ojos entre el humo que hacía de pantalla con la realidad. Pero sólo se sobresaltó de verdad cuando ya no oyó gritos. Cuando no oyó llanto. La navaja afilada que resquebrajaba el aire se transformó en silencio, en mutismo, para volverse de nuevo voz, para transformarse en la voz agitada de Neus, mezclada con las palabras que mascullaban nerviosas las comadronas y que eran ininteligibles para él. Se paró todo, el tiempo quedó impreso en un difuso fotograma y entonces lo supo.Neus acababa de dar a luz a un hijo muerto. Él, en aquel momento, dejó de ser un futuro padre. Ella, sin embargo, dejó de ser mujer, dejó de ser amante, dejó de ser persona y dejó de ser madre.No hubo manera de convencer a Neus para que volviese a la que había sido su casa en los últimos meses. A pesar de su mala salud física y de su indudable deterioro mental, se mantuvo firme en su decisión y quiso alejarse de todo lo que pudiera recordarle a su hijo muerto. Incluso la amante impertinente de su amigo comprendía la necesidad de reposo urgente de Neus y aceptaba su estancia en la casa hasta su recuperación total. Pero fue imposible. Así fue como Neus  comenzó a pasear su figura por las calles señoriales de San Francisco, con destino a ninguna parte, cargada su mochila, como único equipaje, además de sus huesos, con un par de libros como compañeros de viaje, y el cuaderno donde seguía anotando curiosidades que por las noches explicaba a su hijo en voz baja.Pero había un hombre en la vida de Neus que luchaba con todas sus fuerzas por sacarla de esa miseria emocional en la que vivía, su hermano mayor. De la misma manera, que una vez, no hacía mucho, había rescatado con furia a la frágil Neus, de nuevo, su antiguo amigo andaluz, aparecía en su vida para entregarle un billete de ida, para volver a España. Pero esta vez no tuvo que emplear su fuerza. Neus aceptó ese viaje de vuelta a sus raíces, porque el billete traía impreso, en una triste y emotiva carta, la muerte de su padre hacía ya unas semanas.  Por fin, los esfuerzos del hermano de Neus se veían recompensados y recuperaba, o así lo creía, a su querida hermana pequeña, aunque fuese en esas circunstancias. Así, el mensajero y ángel de la guarda,  aseó adecuadamente a Neus. Recogió su cabello en una linda coleta, le puso su mejor vestido. La perfumó. Le dio de comer, le dio de beber. En el bolsillo interior de su mochila guardó el dinero necesario para que supiese defenderse si tenía algún contratiempo.  Acompañó a la sombra de una mujer indecisa  al aeropuerto, esperó junto a ella, mimándola y abrazándola antes del embarque y se aseguró que tomaba el avión que la llevaría de camino a su tierra, para ver a su gente otra vez. Neus, que hasta entonces había estado dominada por el silencio,  un instante antes de entregar su tarjeta de embarque, se giró hacia su amigo, y por primera vez en mucho tiempo le sonrió amarga pero sinceramente mientras su boca pronunciaba la palabra adiós. Ésta fue la última vez que se miraron a los ojos. Nunca más volvieron a verse. A su regreso a España Neus se instaló en casa de su hermano mayor. La visión de su madre, deprimida por la muerte de su esposo, la había horrorizado y no había sabido guardar la compostura, ante la imagen demacrada de ésta, consiguiendo asustar al hermano y a su mujer. Se negó en rotundo a acomodarse en la casa materna pues sólo con oler las habitaciones de la misma despertaban en su mente fantasmas que provocaban un dolor que no por conocido dejaba de ser menos intenso. Su comportamiento denotaba ya una falta de cordura que no se molestaba en disimular.  A pesar de eso, como la mayoría de sus hermanos ya no vivían en el pueblo los anfitriones de Neus habían decidido organizar una gran comida familiar ese fin de semana para darle la bienvenida y de paso intentar aliviar la pena de la madre amada.Llevaba cuatro días en el pueblo y ya se había reencontrado con antiguas vecinas, que la habían abrazado sinceramente. Había recorrido junto a su sobrino pequeño y el perro de éste el curso del río llegando hasta su nacimiento, retomando senderos escondidos que la habían acompañado durante su infancia. La imagen de tanta pureza había apaciguado su alma rota que ahora recuperaba imágenes olvidadas. La naturaleza la hacía reconciliarse consigo misma. Su pueblo no había cambiado tanto, no había cambiado nada. Sentía que nunca se había marchado de allí y estaba aprendiendo a hacer tábula rasa con su pasado más inmediato.El día de su fiesta de bienvenida Neus se levantó radiante de felicidad.  Había dejado al hermano mayor haciendo solo los preparativos para la comida, marchándose en busca de la madre. La había vestido, ayudada por una de sus hermanas. Le habían preparado el desayuno y habían conversado las tres, plácidas, alrededor de un café, sin interrumpir el hilo de voz de la madre tranquila. Habían paseado por el pueblo, por la carretera asfaltada, construida con las manos del padre muerto, parándose en todas las esquinas para conversar con las vecinas mientras la luz del sol alimentaba sus caras. Esa mañana no había dolor y se habían respetado mutuamente silenciando sus desgracias.El hermano, observando cómo algunas de las mujeres de su familia bajaban hacia su casa  se mostraba contento porque, aunque  todavía incrédulo, empezaba a pensar que su hermana había vuelto a la normalidad.Neus, sin perder su sonrisa, y acomodando a su madre a la sombra del sol, le dijo a su hermana que subía a su habitación a descansar un rato, pues con los nervios de reencontrarse con sus hermanos tenía un ligero dolor de cabeza que prefería parar a tiempo. Nada extraño en el comportamiento, en el comentario. Nada que objetar.  Eran pasadas las tres de la tarde. La algarabía de niños pequeños, de mayores ilusionados, se disipaba por momentos. La mesa inmensa, en el patio inmenso, de la casa inmensa del hermano mayor, perfectamente engalanada para la ocasión, permanecía sin comensales dispuestos a ocuparla. Neus había desaparecido y nadie daba con ella. ¡Qué inmenso dolor! ¡Qué frío seco recorriendo las espaldas! ¿Acaso la familia que tanto la quería se merecía esto? La madre sin hija. El hermano sin hermana menor.Neus acababa de llegar excitada al aeropuerto, segura de que ya nunca más sería ella. Quería volver a inventarse y reemprender el vuelo y por eso se acercó al mostrador de facturación donde la joven azafata le repitió por activa y por pasiva que sin tarjeta de embarque no había maleta ni imaginaria ni real que facturar a México. En la puerta de embarque tuvieron que llamar a las fuerzas de seguridad para deshacerse de ella, y sólo consiguieron calmarla ante la amenaza de llevarla a comisaría.Y de pronto Neus se encontró sola con su cuerpo y su mente y  con un billete  de ida y vuelta a ninguna parte. Cierre. Los grandes ventanales observan la oscuridad más absoluta. El silencio del aeropuerto, a esas horas de la noche, provoca una sensación que se asemeja a la paz, aunque los pocos corazones que aún caminan por los pasillos laten en guerra continua. El día ha pasado. Ha trabajado mucho y está agotada. Neus cierra por fin los ojos, acomodada ya en el banco frío y duro que le hace de cama, invitando a Morfeo, a primera fila, a disfrutar del espectáculo de su vida. Como en una película de cine mudo, las secuencias son en blanco y negro, se ve a Neus correr feliz por la carretera que cruza su pueblo, todavía caliente, recién asfaltada. Su coleta larga, su bata infantil, su admiración y su deseo viajan con ella. Unos brazos abiertos, como su sonrisa, y unos ojos grises la observan en la otra punta. Su padre la espera. Cuando se acerca, aunque se ve diminuta e indefensa se somete al abrazo sincero del padre que la funde en su cuerpo robusto y le da su calor y su energía. El padre, sin separarla, le acaricia su frente, su pelo largo, su barbilla y con voz serena, casi en un susurro, repite varias veces su nombre para por fin aceptarla: Neus, mi pequeña, mi querida Neus, mi dulce Neus Inmaculada. © Noelia Terrón Torres
Pedalea con dificultad. El calor pegajoso y el dolor de su rodilla dificultan esta actividad. El olor de su alma es el mismo que el de su piel, a tierra húmeda, quemada y ensangrentada. Olor a moratón reciente, a llanto.Las lágrimas emborronan el camino que se presenta largo y solitario, solitario en consonancia con su alma.Gira la cabeza hacia atrás pero ya no ve nada, el espacio recorrido ha eliminado en un instante los resquicios de la lucha y el cuerpo de su joven víctima,  y sólo consigue perder el  equilibrio. La visión del mar, una imagen distorsionada, no consigue mitigar su dolor, pero le da esperanzas porque sabe que el mar le ayudará a arrepentirse. Alcanza la arena caliente  y abandona la bicicleta que entorpece su camino. Avanza despacio, llorando sal y sangre y, observa casi en paz consigo mismo, la claridad del cielo azul, que se confunde con el agua que masajea débilmente la arena plateada, creando pequeñas y espumosas burbujas.Descansa por fin su pesado y malherido cuerpo en la tierra mojada.  Su corazón,  que late cual tambor pequeño, va extinguiendo, poco a poco, su ritmo acelerado, No quiere pensar en lo sucedido, la brisa está aquí para ayudarle a olvidar, acariciando su pelo como un breve suspiro. Ahora, ya todo es de color azul...y pierde el sentido. Sueña que es un pez pequeño e indefenso, que acompaña el movimiento de las olas, sin posibilidad de cambiar de dirección  que le permita ir en busca de ella, para poder estar por fin a la altura.  Pero disfruta con la sensación de sentirse sin peso, libre y solo,  sin más compañía que la de los recuerdos de la joven amada. Transformados sus pulmones, adaptados a su nuevo medio, respira largamente y su boca estrecha, se abre formando una sonrisa.Despierta, tras oír una voz robusta y cercana. La sonrisa permanece en su rostro, aunque un amargo regusto en su boca le obliga a incorporarse de golpe sintiendo de nuevo el dolor de su rodilla y de todo su cuerpo, y un fuerte mareo le arrebata su placentero sueño y la imagen de la mujer que nunca alcanzará. Siente arcadas pero reprime las ganas al sentir tan cerca la presencia del extraño que provoca ya un sombra larga y aplastante entre el sol y su cuerpo.-         Ei, chico, te encuentras bien?Confuso todavía examina al intruso que lo observa expectante reflejando preocupación.El extraño, repite,-         te encuentras bien? Puedo ayudarte? En su cabeza oye su propia voz,  ausente y lejana, sabe que no merece ayuda y contesta perdido-         Soy un pez...y repite, pausadamente, soy un pez y perdí a mi sirena.Perdido en su mundo se levanta ante la mirada inquieta del espectador,  se acerca a la orilla y encuentra el infinito con sus ojos oscuros, llorosos, pequeños...de pez sin rumbo, triste y solitario. Se adentra en el mar lentamente notando el contraste del agua fría sobre sus pies ardiendo y camina con sus piernas ya ligeras, casi desaparecidas, que no notan la oposición de las olas que ahora rugen como verdes dragones enfurecidos. No opone resistencia y cuando el agua brava cubre todo su cuerpo, se deja secuestrar plácidamente por el oleaje que le lleva y le guía y no le deja cambiar de dirección. Ya no siente dolor, vacía está su alma,  y sonríe porque sabe que, en breve, volverá a ver a su sirena.
Ahora que he fallecido, que la desnudez de mi alma representa mi verdadera esencia, que mi cárcel abre las puertas para poder ver correr libres a las personas que yo amé os voy a contar una historia que durante años ha permanecido en el trastero pero que ha perseguido y perseguirá la memoria de una familia rota que no tuvo nada teniéndolo todo y que pasó frío aun haciendo calor. Ahora que callo para siempre, hablo y me entrego voluntario, como rehén afligido a la verdad de las mentiras. Yo nunca he sido un padre, ni un abuelo, ni un marido ejemplar. Ni siquiera un amigo en quien confiar, ni un compañero en quien delegar. Y he creado monstruos. He quemado almas y he arruinado vidas. Aunque la sonrisa de mi rostro denotase felicidad al saludar por las mañanas a las vecinas que se cruzaban por mi camino. Aunque mi trabajo como asesor de uno de los políticos más relevantes de este país requiriese rigurosidad y seriedad. Aunque cada noche recitase palabras de alivio y ternura a mis hijos y más tarde a mi nieta. Aunque cada 15 de abril regalase flores a mi esposa por su cumpleaños y ésta haya sido la envidia de las amigas, por las joyas que adornaban sus manos y su cuello, cuello ahogado por la agresividad de mis deficiencias. Sé que de nada ha servido brindarles la mejor educación a mis hijos, que de nada ha servido pagar las mejores vacaciones imaginadas, que nunca me agradecerán las ropas más caras, los manjares más exquisitos, las fiestas más sonadas. Los amigos de los amigos de mis hijos soñaron con un padre así, pero mis hijos no tuvieron que soñarme. Cada noche el monstruo que les visitaba sediento, perturbado, caliente, inconsciente y consciente excitado por una situación incontrolable, era la realidad de sus peores pesadillas. He maltratado a mi mujer con el verbo hiriente de mis palabras afiladas, degollando, despiezando y descuartizando su mente abrumada. Callando su llanto con el miedo. He pegado despiadado a la sirvienta cuando sus ojos se han clavado desafiantes sobre los míos cuestionando mi honor de hombre. Pero cuando saludaba a los vecinos en el portal, cuando daba la propina al diligente camarero, cuando felicitaba a los colegas por su gran trabajo, cuando besaba a mi madre y la ayudaba a caminar, cuando acariciaba el rostro de la bella niña que salía en la foto de portada en la exitosa inauguración, era la mejor persona del mundo. Así me lo creía y así me lo hacían creer. Siempre atento, siempre correcto, impecable en la forma, pero no en el fondo. La sumisión que provocaba en los demás era mi bandera. Oculto a la sociedad que me admira, he dejado el lastre de mis acciones verdaderas. He dejado abandonado a su suerte a un hijo drogadicto que busca todavía su orientación sexual. Amable padre, reconocido en su trabajo, esposo fiel, se mira en el espejo y se asquea sólo de ver reflejada la imagen patética del que llora desconsolado cuando nadie le ve. He dejado una hija insegura, depresiva, hundida, temerosa de su cuerpo con un marido que la ama pero obligado a abandonarla para poder salvarse del sucio sentimiento que inspira su mujer, pequeña, triste, sola. He dejado una mujer vieja que siempre tiembla, que sonríe con una mirada vacía y que se recrimina una y otra vez por qué nunca, jamás, fue capaz de parar esos abusos. No sabe que el hilo invisible de mi ira la tenía maniatada a una silla de la que sólo se levantaba cuando yo quería, para dejarla fingir que era feliz ante la mirada ciega de quien nunca quiso ver. Ahora que he fallecido, hoy que me han pegado un tiro, que me han hundido una bala justiciera en el pecho, que me han matado para salvarme sin saberlo, pensando que sólo salvaban la inocencia de mi nieta, a la que estuve a punto de anular también para siempre, veo desde lejos mi casa, mis posesiones, la sangre de mi sangre que no me añora, mi foto en el periódico manchada con la lágrima sincera del que no me conoce mientras lee incrédulo la noticia y siento por primera vez que vestí un disfraz equivocado. Ahora quiero pasear mi alma desnuda y acariciar de verdad, con afecto, si es posible, el rostro de los que me odian intentando decirles, sin palabras, lo mucho que lo siento. Quizás no sea tarde. Pero quizás es tarde. © Noelia Terrón
Yo estaba a punto de cumplir catorce años y empezaba a descubrir sentimientos adormecidos por la niñez y por la educación protectora que estaba recibiendo. Era casi el final del verano, y los días empezaban a hacerse más cortos pero no menos intensos cuando un circo, El circo Maravillas, venido de Francia, se asentó en la gran explanada que todavía, en aquella época, no estaba ni asfaltada ni edificada. Llegaron, con sus animales, elefantes, tigres, leones, monos, con sus payasos, sus bonitas bailarinas y sus equilibristas altos y guapos. Plantaron su carpa, inmensa, la recuerdo toda nueva, brillante, de colores vistosos y en aquel momento para mí y mis amigas, colores elegantes. Marta, Anita y yo corríamos con  nuestras bicicletas al encuentro de un grupo de chicos, guapísimos y algo mayores que nosotras, que nos esperaban a la salida del pueblo para pasar la tarde montaña adentro, entre pinos y algarrobos, tonteando y entablando lazos cuándo nos quedamos maravilladas por la gran caravana que pasaba delante de nuestras jóvenes narices. Yo, que había dejado caer la bicicleta a mis pies, no pude dejar de mirar a los ojos a aquel chico moreno, de pelo increíblemente rizado y grandes ojos verdes, que pasaba con mirada perdida, sentado en el asiento del copiloto de una vieja furgoneta, delante de nosotras. El grito de mi amiga Anita me despertó del encantamiento y nos fuimos al encuentro de nuestros amigos, pero aquella tarde, atontada por el recuerdo de aquel chico no dejé que Manolo me tocase ni un solo pelo de la cabeza, ni que rozase mis labios con el ansiado beso que llevaba todo el verano esperando, provocando un gran enfado por parte de mi amigo que, a partir de ese día, cada vez que pasaba por mi lado me giraba la cara y se dedicó durante el resto del verano a difundir entre los chicos del barrio que era una buscona mojigata. Afortunadamente para mi, su rabia no llegó a dañarme tanto como a él le hubiese gustado.A la mañana siguiente a la llegada del circo, mis amigas y yo nos dedicamos a observar cómo todos los trabajadores del circo montaban la carpa y el campamento donde vivirían a lo largo de los siete días que estuvieron en mi ciudad. Nos convertimos en parte de la decoración  y por supuesto no pasamos desapercibidas para los integrantes de éste, evidentemente por los integrantes masculinos entre los que se encontraba Karim, mi chico de ojos verdes.  Karim era el protagonista, junto con su padre, del espectáculo de los elefantes. Tenía 21 años aunque a mis ojos aparentaba unos cuantos más. Me parecía un hombre tan atractivo, musculoso, con su piel mulata, sus rizos y su trasero. Qué bonito, su pecho y espalda al descubierto y sus tejanos vistiendo un trasero tan divino, que me daba hasta envidia que un chico pudiese mostrar semejante culo. Por suerte, Karim también se fijó en mí y como aquél fue un verano de descubrimientos agradables, me encontré con un chico francés que hablaba un aceptable castellano ya que sus abuelos eran españoles emigrados a Francia y habían enseñado tanto a la hija como al nieto la lengua materna. Me maravillaba escucharle hablar, hijo de argelino y española, mezcla de sangres, de lenguas, de culturas que le conferían un aire tan especial a mis ojos de niña pueblerina. En seguida empezamos una conversación que de cara a un adulto debía de ser de lo más bobalicona, pues las miradas y las risas de los mayores que nos rodeaban así lo delataban. Yo era joven e inocente pero de inmediato me percaté que la relación con su padre no era todo lo cordial que se podía esperar.  Mis amigas se cansaron del tonteo entre ambos y aunque también entablaron otros lazos con algún jovencito de la expedición se marcharon enseguida para ver si se encontraban en algún punto con nuestros amigos. Yo sentía que algo nuevo nacía en mí y no sé bien qué me pasaba que mis pies no podían moverse del terreno, a pesar de las malas miradas del padre de Karim, que entendía que estaba distrayendo a su hijo. Aquella misma mañana Karim me invitó a presenciar el ensayo que iba a hacer junto a su padre por la tarde, invitación que acepté sin dudar, aunque mi cuerpo temblaba inexplicablemente y prácticamente ya no salí del feudo del circo durante los días que permanecieron ofreciéndonos su espectáculo. Gracias a Karim conocí a Anabelle, la mujer barbuda con la que entablé una bonita relación, a Amelie, que junto con Alain el Mago Feliz hacían el espectáculo de magia y a la que recuerdo siempre sonriendo y a Jean Paul, un fornido hombre cercano a los cuarenta, que con su presencia y su mirada penetrante era capaz de amansar a los leones más fieros. Todos me sonreían al verme y me llamaban por mi nombre, excepto Omar, el padre de Karim. Tengo que reconocer que me llamaba la atención casi tanto como su hijo, pero quizá más por el miedo que me provocaba su fuerte carácter, carácter que sólo transformaba en sonrisas cuando se trataba de relacionarse con los elefantes. Durante los 6 días que duraron las funciones estuve invitada a ver el espectáculo entre las bambalinas pero me sentía feliz de formar parte de esa gran familia y estar dentro de ella, y no ser un mero espectador. Por supuesto me convertí en la envidia de mis amigas, que sólo pudieron estar en una función, como público. Mis padres jamás supieron  que las horas libres con las que malgastaba, según ellos,  mi preciado tiempo las invertía disfrutando de la compañía de mis amigos circenses. Nunca lo hubiesen aceptado.El día de la última función y que significaba la despedida, para siempre, de Karim, éste me citó en su caravana a las doce de la noche. Me aseguró que todos estarían celebrando el fin de fiesta y que por fin podríamos disfrutar de un rato solos. A la mañana siguiente la partida sería rápida y no habría tiempo para muchas despedidas y menos íntimas. Me las arreglé para convencer a mis padres de que esa noche dormiría en casa de mi amiga Anita y a las 9 de la noche, con la camiseta más bonita que tenía, recuerdo de mi estancia en un pueblecito de la costa, me planté en el circo para ver la actuación de todos mis amigos. Estaba tan nerviosa que mi estómago era un hormigueo continuo. Cuando terminaron, entre entusiastas aplausos de mis vecinos, Karim me pidió que lo esperara dentro de la caravana, en 10 minutos, tras una rápida ducha el iría a mi encuentro. No recuerdo qué pensamientos pasaban por mi cabeza, pero sí tengo la sensación, a estas alturas de mi vida, que en aquel momento, mientras esperaba ansiosa la llegada de mi amigo,  estaba dejando a un lado, y de una vez por todas, mi niñez, daba un salto de pértiga y notaba cómo me estaba convirtiendo en una mujer. Sentía la misma sensación que en una noria, cuando nos quedamos suspendidos a tanta altura y nos invade el miedo a las grandes alturas. Mientras esperaba observaba la casa rodante de Karim, pequeña estrecha, pero recogida. Una cocina con un solo fogón y una especie de sofá que hacía las veces de silla para la mesa donde él y su padre desayunaban y a veces comían refugiándose del asfixiante calor que nos visitaba en esos últimos días de verano. Por la noche, tras la función, lo habitual era hacer una cena fuera de la caravana, a la fresca y repartiendo impresiones con el resto de compañeros. Mientras observaba el hule que vestía la pequeña mesa, y jugaba con un resto de pan del desayuno, se abrió la puerta a mis espaldas y el corazón que tenía pequeño y arrugado latiendo fuerte me dio un vuelco cuando me giré para ver a Karim y en su lugar me encontré con su padre que me observaba sin soltar el pomo de la puerta. Sonreía. Era idéntico a su hijo con 20 años más y el pelo más corto. Sus ojos brillaban. Los míos también pero quizá por el miedo, el terror que me provocaba su inquietante e inesperada presencia. Debió verlo todo reflejado en mi cara, porque sin dejar de sonreír, se acercó a mí mientras cerraba la puerta despacio y me pedía que me tranquilizase. Yo seguía aterrada pero no tanto, ya, por el miedo que me producía, sino por el escalofrío que traspasando mi pequeño cuerpo, aún inmaduro,  empezaba a gustarme. Se puso tan cerca que podía sentir como su aliento cálido humedecía mis mejillas. Me dijo, en un castellano pronunciado con dificultad, eres preciosa. Yo lo miraba sin saber que decir, tampoco tenía margen de movimiento, atrapada como estaba entre el sofá y la mesita. Mientras él apartaba el flequillo de mi cara, tiernamente, con una actitud sorprendente para mi, volvió a repetirme que era preciosa, una bella niña dulce. Yo tenía ganas de vomitar pues los nervios pateaban mi estómago fuertemente. El calor se amontonaba en el metro cuadrado donde nos encontrábamos. Omar tenía un olor especial, que más tarde he descubierto en otros hombres con los que he hecho el amor, indescriptible, nuevo para mí pero que me gustaba. Me dijo, pausadamente, otra vez, eres preciosa, no quiero hacerte daño, no voy a hacer daño a una niña, pero quiero besarte y quiero sentirte. Yo lo miraba fijamente aunque creo que en aquel momento empecé a perder el norte. Su lengua caliente se hizo hueco en mi boca y yo, lejos de rechazarlo me entregué despreocupada a esa nueva sensación que acariciaba mi cuerpo. Mis  ojos cerrados, mi boca recibiendo su sabor, su dulzura, mientras sus manos acariciaban las mías con cariño. No tengo un recuerdo muy nítido de aquel momento pero creo que nos besamos, sólo nos besamos, durante mucho tiempo. Conforme acariciaba mis brazos, hasta tocar con sus manos mi cuello virgen, su lengua se posó dentro de mi oreja. Su saliva la pintaba con trazos suaves. Yo,  paralizada, no podía moverme, ni quería ni podía abrir los ojos. Sólo notaba su calor y el calor que me provocaban sus lamidos dentro de mi oreja. Mi sexo me cosquilleaba y notaba que se abría como se abre una flor y, de repente, sentí como mis bragas  en cuestión de segundos se humedecieron sin razón. El corazón latía tan rápido que pensaba que de un momento a otro estallaría dentro de mí.  Todavía hoy, 21 años después, no puedo describir lo que sentí y hasta pasados unos años no descubrí que lo que tuve en ese momento fue un orgasmo, mi primer orgasmo. De repente, un fuerte golpe nos sobresaltó a los dos y nos hizo separarnos. Yo abrí los ojos y vi como desde la puerta Karim observaba incrédulo la escena. Omar se giró con la calma que sólo la experiencia de los años puede darnos y comenzó a hablar con su hijo en un francés que en aquel momento me parecía muy dulce, por su cadencia. Karim sólo decía, papá, papá, repetía desesperado y mirándome con todo el rencor que la vida a esa edad puede haber recopilado gritó mi nombre, Aitana!, unas palabras en francés que no comprendí y dándose la vuelta salió corriendo. Tras él, su padre. Yo paralizada, no reaccioné hasta unos segundos después. Cuando salí tras ellos ya no conseguí alcanzarlos, la noche no me acompañó. Nunca más volví a ver a karim. Fue un momento extraño, me sentí sola. Fue una sensación, aquélla, que creo que ya nunca me ha abandonado, la sensación absurda de la soledad que te desespera por no saber qué es exactamente lo que la provoca.                                                                                                                                            
Anabel sube las escaleras despacio pero enérgicamente, una mano apoyada en la barandilla, en la otra, la bolsa de la compra. El calor se traduce en una ligera humedad instalada en el nacimiento del frágil pecho y en su cuello. Está cansada, pero feliz. El día ha sido largo, ajetreado y piensa en ellos, esos niños, sus nietos, que acaparan casi todo su tiempo.Pero ahora, por fin, tiene una hora. Una hora para prepararse y en una hora, abandonarse sin tiempo, sin cuerpo, sin mente, sin alma. Abandonarse para poder encontrarse de nuevo con su tiempo, su cuerpo, su mente, su alma...Esa hora después su corazón late, pum-pum, pum-pum, fuertemente. Un golpe de calor invade su cuerpo traduciéndose en una excitación nueva convertida en rica humedad, que, esta vez, cosquillea todos los rincones de su cuerpo. Abre los ojos, quiere ver el cuerpo moreno, la piel suave y brillante del muchacho, del intruso que bucea en sus entrañas, que con dulzura abre sus piernas y las sujeta con firmeza. Anabel observa ese pelo largo, negro, liso, suelto, moviéndose, suave, pausado, notando la fuerza de las manos del muchacho sujetando sus caderas. Anabel se ríe tímida y gime, entrecortado su aliento. Por unos segundos aprieta con sus piernas la cara del muchacho y ya, sin fuerzas, las aparta, las estira. Ahora no le pesan, casi ni las siente, levita su cuerpo en el ambiente.El muchacho levanta su cabeza y observa sonriendo el rostro de Anabel. Participa del placer y adelantando todo su robusto cuerpo con el impulso de sus brazos, encaja su miembro en el sexo caliente y gustoso de ella.Y ella, en ese instante,  gira la cara y mira de reojo el estante donde la fotografía de Pedro, su marido, la observa solemne con una oscuridad acusadora. Pero vuelve a cerrar los ojos y abandona su mente. Desde que Pedro ha muerto Anabel ha aprendido a compartir la oscuridad de esa mirada con el placer oculto y latente que habita en el paraíso.
Esta tarde he seguido al chico que me besó aquel verano del 85, y que por fin ha vuelto, caminando sin fijarme en nada más y con latidos fuertes que entrecortaban mi respiración. He sabido que es él al instante y ya no he podido parar de seguirlo. He caminado paralela a él y he mirado su perfil intentando buscar su mirada. Karim me ha mirado sin verme y ha vuelto a fijar su vista en el infinito mientras mi paso quedaba entorpecido por culpa del resto de humanos que parece que se han propuesto fastidiar mi reencuentro tantas veces imaginado. Pero no he desistido y he seguido a cierta distancia su silueta. Camisa blanca, con cuello casaca y manga larga, a pesar del calor. No lleva tejanos, viste un pantalón árabe ancho y oscuro que esconde su trasero perfecto pero que deja adivinarlo. Sandalias de piel negras estilo chancletas. Cabello muy rizado vistiendo su cabeza hasta la altura de los hombros. Y sus ojos verdes, y su piel morena y su nariz perfecta que tan bien dibujan sus treinta y siete años. Karim ha entrado en la librería de mi ciudad. He entrado tras él. Me ha gustado saber que tiene aficiones literarias. Afortunadamente a esas horas la librería está prácticamente vacía, a pesar de estar en pleno centro. A menos de un metro de él, mientras ojeo los best sellers que tan poco me interesan lo miro de reojo, provoco un pequeño ruido imitando una tos y espero el momento en que nuestras miradas se crucen para sonreírle. Pero Karim está ensimismado leyendo la contraportada de algún libro deseado y no me presta ninguna atención, pero no me impaciento, es algo que he aprendido con los años, a no impacientarme, las prisas casi nunca traen nada positivo consigo.
La espera
Autor: Noelia Terrón Torres  799 Lecturas
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 Sofía conversaba animada con su amiga Teresa, aunque por dentro una sensación de amarga melancolía la acompañaba, mientras esperaban en la larga cola para pasar el rutinario control de seguridad del aeropuerto antes de embarcar. Habían madrugado mucho para coger el avión que les cruzaría hasta la isla en poco menos de veinte minutos, pero era la única forma de encontrar un vuelo barato y aprovechar al máximo el primer día de los tres que iban a permanecer en las cristalinas playas. Por un lado, a pesar del sueño que la invadía en ese momento, estaba muy contenta de disfrutar esos tres únicos días de vacaciones con su mejor amiga, pero por otro lado el miedo a las respuestas de las preguntas que se hacía una y otra vez en relación al significado de su vida angustiaban su día a día y ese momento. No era una persona demasiado espiritual, ni mucho menos filosófica pero había llegado a un punto en su existencia que necesitaba saber el por qué de muchas cuestiones, incluso las de carácter superficial, que bombardeaban su cabeza. Su vida se había convertido en la nada más natural posible. Ocho horas de administrativa en el negocio familiar. Rutina pura, papeles, facturas, proveedores, nóminas, morosos, tonteo divertido con alguno de los trabajadores y broncas continuas con el padre y el hermano mayor, sin causas justificadas pero debidas al estrés y al carácter fuerte de todos. Los ratos libres, estudiante de unas oposiciones que formaban parte de su quehacer diario hacía ya más de dos años y sin resultado positivo todavía. Su vida se había reducido a eso, trabajo, estudios, peleas intrascendentes familiares, algún escarceo puntual de fin de semana con una cerveza de más, y ¿qué?,  ¿qué satisfacciones la hacían sonreír?, ¿qué llenaba su corazón y la hacía suspirar y soñar?, ¿ sus inquietudes, quién o qué las saciaba?. Unas risas tontas con las amigas de vez en cuando en el bar de toda la vida no eran suficientes. Un beso robado, con toqueteo y con polvo final con el conocido de algún amigo, sin posibilidad de alguna relación posterior, del tipo que fuese, no era su verdadera meta, ¿o sí? Una conversación larga y profunda con su amiga Teresa sobre el rumbo que estaba tomando su vida, no la aliviaba. Y ahora, se veía recompensada con sólo tres días de descanso sin descanso y tenía ganas de comerse el mundo pero a la vez de que el mundo la engullese para quedarse resguardada sin miedos en el rincón más lejano de la existencia. No pensar, no sentir, no vivir. Se sentía como Gulliver en el país de los enanos y al mismo tiempo como Caperucita en la boca del Lobo.La llegada a la isla la reconfortó un poco. La visión era demasiado alentadora. Las playas tan tranquilas, la arena tan blanca, el mar tan azul, la brisa tan dulce, dejando a su paso una suave caricia. Quiso reconciliarse al  momento con ella misma y con el mundo. Habían hecho bien en buscar un hotelito a las afueras del bullicio, desconectado del verano y sólo frecuentado por gente del país. Serían tres días de paz y sosiego. Nadando, comiendo delicias del mar, bebiendo lo justo para hacer explotar risas sanas y sinceras y durmiendo y también soñando. Además Teresa, su amiga,  tenía que guardar fuerzas porque a la vuelta se embarcaba en lo que era el viaje de su vida junto a su actual pareja, Rodrigo, rumbo a un Japón desconocido y distinto que la enamoraba. La acompañaba en esta escapada por el amor que sentía por  Sofía, a la que veía perdida y desorientada, para animarla y recordarle que siempre estarían juntas, pasase lo que pasase. Era la fidelidad, en el sentido más amplio de la palabra, la característica que predominaba sobre cualquier otra en su amistad.Decidieron aprovechar la mañana y recuperarían el sueño robado por el madrugón con una reconfortante siesta. Apreciaron la vida del pequeño pueblecito donde se encontraban visitando el mercadillo hippie que precisamente ese día recalaba allí. Compraron baratijas para colgar en sus cuellos, muñecas y tobillos. Transformaron de azul el color de sus ojos observando la belleza de la playa donde empezaron a tostar sus pieles confundidas aún con la transparencia de la arena fina que las rebozaba. Comieron pausadamente, entre confidencias y un Rioja fuerte y exquisito al paladar, alargando la sobremesa en el ambiente cálido y familiar que desprendía el pequeño comedor. Se sentían como en casa y habían congeniado estupendamente con los camareros  que las agasajaban y mimaban. El café, en la terraza con vistas a la playa donde habían disfrutado por la mañana, fue el colofón sublime antes de llegar a la siesta en la acogedora y coqueta habitación que compartían las amigas. En solo unas horas llenaron sus pulmones de un aire fresco que sustituyó al gastado y enquistado que les acompañaba durante el resto del año. Sofía sentía esbozos de felicidad y notaba que en tal estado podría llegar a ser feliz.Por la noche, tras la cena, ligera y breve en contraposición con la comida, decidieron dar una vuelta por los alrededores del hotelito, rodeado de palmeras y cuidados jardines hasta hacer tiempo para visitar el pub que les habían recomendado los camareros. El paseo sentó de maravilla a Sofía que se había despertado un poco tocada de la extensa siesta y empezó a tener ganas de bailar y dejarse llevar por la libertad de no tener ninguna responsabilidad.En el pub sonaba buena música española de los 80 y 90 y el humo de los cigarrillos acaparaba casi todo el ambiente dibujando siluetas intermitentes. La barra a tope de personas conversando, parejas susurrándose palabras al oído, risas de grupos de amigos deseando pasarlo bien. Todos con el mismo perfil que Sofía y Teresa, treintañeros con y sin pareja, dejándose llevar por los placeres ocultos, y no tanto,  que envuelven las noches de verano. Enseguida David, uno de los camareros del hotel las vio y se acercó en su búsqueda. Pero Sofía ya se había dejado hechizar por el camarero del pub que, cien veces más atractivo que el Cruise de Cocktail, servía copas a un grupo de ruidosas mujeres sin apartar la mirada del rostro de ella que, conforme caminaba hacia la barra, mutaba el tono dorado de su piel en un rosa rojizo provocado por el calor del local y el fuerte repiqueteo de los latidos de su corazón.Y pasaron toda esa noche juntos, tras acompañar a Teresa a la habitación, cerrado el pub,  en el apartamento que Héctor había decorado al estilo marinero, comiéndose sin pausa los cuerpos hambrientos que los sostenían y hablando hasta quedarse sin saliva.Por la mañana después de desayunar juntos y zambullirse calientes en el afrodisíaco mar Héctor la acompañó  hasta la puerta del hotel. Por el camino entre callejuelas pintadas de blancas fachadas, en el interior de alguna casa con niños, habían escuchado la voz sorprendida y extasiada de uno de ellos que llamaba a su madre la atención gritando, mamá, mamá huele a colonia de mar y ambos se habían mirado y habían comentado la ocurrencia divertidos jugando a imaginar a qué podía referirse.Sofía durmió un par de horas, el tiempo necesario para que su delgado cuerpo se recuperase, y fue a buscar a Teresa a la terraza del hotel, donde ésta conversaba animada con un grupo de universitarios que ya habían estado rondándolas el día anterior. Héctor pasaría a buscarlas en menos de una hora para invitarlas a comer al restaurante propiedad de una pareja amiga suya. Durante el trayecto en coche, de poco más de quince minutos Héctor les contó que había vuelto a su pueblo después de llevar más de diez años viviendo en Madrid y trabajando como técnico informático pero que había regresado tras su separación y había abierto el pub junto a su amigo de toda la vida que ahora se encontraba de viaje de novios por la India. Bromearon sobre la alergia al matrimonio que profesaban los tres y Héctor concluyó diciendo que volver a su tierra había sido lo mejor que había hecho en mucho tiempo pues allí gozaba de una libertad ilimitada en todos los sentidos. Cuando llegaron  al restaurante, que se encontraba un kilómetro aproximadamente alejado de la carretera principal, entre un extenso bosque de pinos, el aire que se respiraba en aquel lugar despertaba positivamente todos los sentidos y, aunque el calor apretaba, la brisa se dejaba notar. Se trataba de un pequeño establecimiento, en madera gastada, de comida uruguaya y regentado por una pareja de sexagenarios que rendían tributo a su tierra decorando cuidadosamente todas las paredes del local con fotografías de Gardel del que proclamaban orgullosos su nacionalidad uruguaya en contra de lo que creía la mayoría de la gente. Sólo tres mesas eran ocupadas por parejas en aquel momento y tuvieron la opción de elegir una situada al lado de un gran ventanal abierto al exterior y sombreado por un inmenso pino. Saborearon una inmensa parrillada de carnes tiernas y sabrosas acompañados de un vino uruguayo de fuerte sabor que no tenía nada que envidiar a cualquier español. La sobremesa se alargó de manera que quedaron solos en el restaurante y mientras degustaban un dulce licor de frutas hablaron larga y eufóricamente con los amigos de Héctor sobre España y Uruguay,  del sentimiento poderoso que despertaba el tango, de Las venas abiertas de América latina de Galeano, sobre Fidel y La Revolución, sobre poesía actual hispanoamericana. Nunca, ni Sofía ni Teresa, habían tenido una conversación tan culta e intensa con unas personas tan dulces y respetuosas con las opiniones de los demás. Cuando se levantaron de la mesa un poco tocadas por el alcohol y el calor que envolvía el lugar y abrazaron con fuerza a Martín y Cecilia para despedirse, Sofía tuvo unas ganas enormes de llorar como una niña pequeña que busca consuelo y protección en sus amorosos padres. Se sentía una personal especial y afortunada.La noche fue larga. Tras la cena aparecieron en el pub de Héctor donde ya las esperaban los camareros del hotel que habían terminado su turno. Héctor salió de la barra y besó suave y largamente a Sofía como si fuera un actor de Hollywood en su época dorada. Ella se dejaba hacer y esa noche fue la chica del camarero y ninguna mujer se atrevió a tontear con él. Cerca de las tres de la madrugada, poco antes de cerrar, Héctor dejó a cargo de sus jóvenes ayudantes el cierre del pub y junto a Sofía, Teresa y David se fueron a contemplar las estrellas a la orilla del mar. Como si de cuatro adolescentes se tratara compartieron algún que otro cigarrillo de rica marihuana e intentaron arreglar el mundo que caía aplastante sobres sus cabezas, debatiendo entre sonoras carcajadas. Pero llegaron los roces y Teresa y David se retiraron de la escena para dejar que la pareja disfrutara de su última noche. Teresa durmió sola, pero encendido su cuerpo por el beso furtivo de David al despedirse. También su corazón palpitaba, pero Rodrigo, su pareja,  había ganado la batalla a lo fugaz y perecedero, el deseo de una noche ardiente de verano. Y  ella se sentía satisfecha.Héctor y Sofía hicieron el amor apasionadamente en la arena fresca y húmeda de la solitaria playa. Alimentados por la luz de la luna, prácticamente llena, sus cuerpos, sabiamente compenetrados, siguieron el ritmo pausado y enigmático del oleaje que rugía  en contacto con la orilla y se confundía con el sonido jadeante de sus respiraciones conjuntas. Y se adentraron en el mar, una guarida inmensa de los ecos enamorados, rozándose, dejándose tocar por la mano líquida y escurridiza del agua salada que los acariciaba sin pausa.Cuando el sol, adormecido aún, los quiso espabilar Sofía no quiso continuar hasta la casa de Héctor. Le pidió que la acompañase hasta el hotel y quiso despedirse en la puerta. Quería recordarle con el pelo empapado, salado y despeinado. Él le pidió acompañarla al aeropuerto y despedirla con un hasta pronto. Le dijo que quería volver a verla pero Sofía le contestó entre bromas pero con dulzura que eso se lo diría a todas las mujeres que conocía cada verano y Héctor le contestó con énfasis en cada sílaba y recalcando el singular de sus palabras que eso se lo decía a To-da-Mu-jer que le interesaba. Solamente ella. Sofía lo besó absorbiendo totalmente su aliento para no olvidar su sabor y caminó sin dejar de mirarlo hasta la entrada del hotel.En la bulliciosa sala de espera Teresa hojeaba un periódico local y Sofía escuchaba embobada la voz melosa que anunciaba en varios idiomas los próximos vuelos mientras buscaba en su inmenso bolso un chicle. Entre el desorden encontró un papel arrugado con el sello del hotel. Reconoció enseguida la letra grande y clara de su amiga. Había escrito un nombre, Héctor Arranz, una dirección de correo electrónico y un teléfono móvil. Sofía miró a Teresa, que justo levantaba la vista de la lectura mirándola de reojo disimuladamente y se dio cuenta de cuánto la quería. Gracias a Teresa, además de sus datos personales, Sofía se había llevado de Héctor el olor a colonia de mar impregnado en su pelo. Hizo un guiño de complicidad con su amiga y comenzó a sonreír con sinceridad por primera vez en mucho tiempo porque por fin tenía motivos importantes para continuar.© Noelia Terrón
Yo soy una persona normal, se decía mirándose al espejo que le saludaba puntual y fielmente todas las mañanas del año. Yo no estoy loca, cualquier mujer en mi situación haría lo mismo, pensaba mientras se arrancaba sin ninguna sensación de culpa la última cana que había encontrado entre su lacio pelo. Acercaba su rostro al espejo limpio e inmenso y se observaba inquieta con sus ojos pequeños de avispa las arrugas que dibujaban las muecas y gestos que hacía con los movimientos de su boca. Ahora se tocaba la nariz, ¡dichoso grano!, ahora sacaba su lengua, está roja y sana, pensaba, y dibujaba con ella círculos en el aire. Ahora se peinaba lenta y sin prisa su pelo castaño, mojándolo reiteradamente y tibando con fuerza la cola de caballo que pendía de su cabeza. Desde hacía muchos años éste era su ritual diario, a las siete de la mañana, antes de tomar el primer café del día. El lavabo del aeropuerto para minusválidos  era limpio y amplio. Neus se limpiaba con el jabón rosa para manos, que siempre caía a rebosar, sus partes íntimas, sus pies, sus sobacos y por último su cara y su pelo, haciendo tanta espuma que el lavabo era incapaz de digerirla de un solo trago. Aunque este ritual de limpieza no le servía para aligerar el tufo que dejaba al entrar o salir en cualquier estancia del aeropuerto, ya fuera un bar o una tienda, por ejemplo. Neus formaba parte desde hacía años de la extensa fauna que poblaba el aeropuerto. Era un personaje que subsistía básicamente gracias a la caridad de las chicas que trabajaban en las numerosas tiendas de la terminal donde vivía, que le regalaban ropa usada, sándwiches, botellines de agua o refrescos, bolígrafos y libretas donde Neus anotaba los mensajes que recibía de ciertos entes que habitaban en su cabeza y de los que recibía órdenes que ella obedecía no sin antes rechistar escandalosamente, y muchas veces pagaba sus vicios gracias a pasajeros asustadizos y sorprendidos de la habilidad que tenía recitando pasajes en inglés de algunas obras de Shakespeare. Aunque también rondaba la leyenda, que mucho del dinero con el que compraba su tabaco y caprichos lo ganaba realizando pajas, y quién sabe si algo más, a muchos de los lugareños, tales como taxistas y guardias de seguridad. Se sabía de Neus, según contaba ella en sus pocos momentos de lucidez, que había nacido un helado invierno del año 49 en un pequeño pueblecito cercano al Pirineo catalán y era la menor de siete hermanos. En realidad, sus padres la llamaron Neus Inmaculada. Neus, en homenaje a la tierra que los había acogido hacía apenas unos meses con tanto cariño y a la nieve que ese año cubría de blanco las extensas montañas. Inmaculada, por la absoluta devoción que sentía su madre hacia la religión católica, devoción que la había llevado a poblar cada rincón de su casa con estampas de vírgenes y crucifijos. De esta fe de su madre siempre renegó Neus tanto como de su segundo nombre, ése que siempre ocultaba y nunca nombraba. Neus compartía los ideales comunistas con su padre, al que adoraba, manteniendo una especie de pacto secreto para no herir los sentimientos de la madre que nunca había creído en la política. Los padres de Neus habían llegado a Catalunya procedentes de un pueblecito valenciano, del que también habían tenido que huir al haberles localizado la familia, como último intento de apartarse de los abuelos maternos de Neus que siempre habían rechazado a su padre, por su condición política y por no considerarlo apropiado para su hija . Debían embarcarse en uno de los barcos que partían hacia México con la idea de dar a sus, en aquellos momentos, seis hijos una vida más digna que la que tenían en esos duros años de postguerra. En el último momento, minutos antes de pisar el suelo del barco, la madre de Neus, ya embarazada de ella, había flaqueado e insegura de abandonar España en esas condiciones había rogado a su marido quedarse un tiempo más y quizá indefinido, como así fue, en España. Le convenció alegando las nuevas oportunidades de trabajo, a veces no tan reales, que les ofrecía Barcelona. El amor hacia su mujer y el miedo que también sentía hacia un cambio tan drástico de cultura, acabaron convenciendo al padre de Neus, aunque su intención entonces fue dirigirse a Francia, país por el profesaba una simpatía y un verdadero respeto. Pero el camino hacia el nuevo destino fue duro y el hambre voraz que acompañaba a su extensa familia y el cansancio de la mujer fecundada le obligaron a desistir estableciéndose en el pueblecito que vio nacer a Neus. Allí, su padre ayudó a construir la primera carretera asfaltada que cruzaba el pueblo, siguiendo la trayectoria del río y estableció junto a su familia sus nuevas raíces.(Continuará)
Creía que había conseguido todo lo que un hombre puede querer en esta vida y se sentía satisfecho y seguro de sí mismo. Incluso, a veces, aparecía altivo ante la mirada de quien no le conocía. Tenía cerca de cuarenta y cinco años, una mujer atractiva, Ana, de la misma edad, un hijo de casi nueve años, Hernán, al que adoraba, un trabajo estable, por el que se atrevió a abandonar Buenos Aires hacía ya cinco años y que le permitía viajar por medio mundo y un nervioso perro, Blas, al que quería como si de otro hijo se tratase. Vivía con su familia en un espacioso piso a las afueras de Barcelona, rodeado de naturaleza y cerca de una playa que visitaba para admirarla cada fin de semana cuando no estaba fuera por trabajo,  y a la que llegaba en menos de veinte minutos haciendo footing. Estaba orgulloso de su cuerpo y de su vida.Sí, Fede lo tenía todo, familia modélica y feliz, grandes amigos argentinos, con los que se reunía habitualmente para añorar a la tierra, perfectos compañeros de trabajo, con los que también compartía reuniones y tertulias diferentes y agradables, y una buena y cordial relación con sus vecinos, o con casi todos.En los bajos de su edificio vivía una pareja de treintañeros que siempre estaba discutiendo, a cualquier hora del día o de la noche. Fede vivía en el piso justo de encima y tanto  él como su mujer estaban habituados a escuchar las frecuentes discusiones y las posteriores reconciliaciones de la pareja. Al principio se sentían molestos ante tales acontecimientos pero al poco tiempo, se convirtió en una más de las muchas rutinas que formaban parte de su vida y se dormían prácticamente anestesiados con el sonido que provocaba tanto la cabecera como los muelles de la cama ante los movimientos de los apasionados vecinos, Alejandra y Miquel, tras hacer las paces.Acostumbraba  a ver a la vecina cuando ésta regresaba de su trabajo. Casi siempre coincidía con ella al volver del paseo de la tarde con Blas. Fede, casi nunca la miraba a la cara, se mostraba distante ante ella, mostrándole una falsa timidez. Ella, seria y educada siempre le saludaba dirigiéndose al perro, al que sí le mostraba la mejor de sus sonrisas. Empezó a sentir por ella una especie de rabia incontrolada. Esa chica le gustaba y le hacía sentir que algo empezaba a fallarle en la vida perfecta que se había construido. A veces imaginaba que la encontraba en el rellano, por la noche y agarrándola de su frondoso cabello moreno la abofeteaba descargando la ira que sentía hacia ella por haberle despertado el deseo de querer tener algo que no le pertenecía. Él, que controlaba cada paso que daba, se veía atrapado por ser incapaz de paralizar un sentimiento que había adormecido a base de ignorarlo.Una mañana de domingo, pasaban unos minutos de las diez, la música alta de su vecina le despertó del sueño que tanto le había costado conciliar. Se sentía fuera de sí, estaba como loco y ni siquiera Ana fue capaz de convencerle y tranquilizarle alegando que no era para tanto y que ya eran las diez de la mañana. Pero esa noche, había conseguido dormirse pensando sólo en Alejandra. Había soñado sin dormir que era él quien esa madrugada penetraba furioso el sexo de esa mujer que con sus grandes ojos se había adueñado de su cabeza. Había sudado, mientras daba la espalda a su mujer, intentando controlar la erección que le había provocado el pensamiento de ver a la vecina moverse sin pausa mientras su pareja se dejaba hacer por ella. El ruido de la cama rechinando y de los gemidos habían despertado sus ansias de pasión. Y no consentía que, tras la borrachera de imágenes imaginando cómo amarla, fuese ella de nuevo la que le devolviese su triste realidad de fingida formalidad. Casi sin pensarlo, llamó a su puerta con los ojos excitados y furiosos. Alejandra le abrió risueña, con sus labios color fresa, medio tarareando la canción que disfrutaba. Le cambió la expresión al descubrir la cara desencajada de Fede. Él se fijó sin remedio en los pezones que se marcaban en la ajustada camiseta de tirantes y escupió su discurso intentando no tartamudear pues notó, que, de nuevo, una ligera erección se apoderaba de él. La riñó  como a una niña, largo y tendido. Ella se disculpó sin resultado, una y otra vez, por haberle molestado, pero viendo que Fede había perdido los papeles se puso a su misma altura gritándole que no la tratase como a una cría, que ni su padre la reñía así y pidiendo de nuevo disculpas le cerró la puerta en las narices. Fede se mantuvo unos segundos tras la puerta, paralizado, la actitud de Alejandra le gustó. Aún seguía viendo los pezones pidiéndole a gritos que los tocase.Tras el incidente de la música se habían topado más de una vez en la escalera siempre acompañados por alguna de sus parejas y se habían saludado con toda la educación posible pero siempre mirando hacia otro lado. De repente un día Fede y Ana dejaron de escuchar discusiones, dejaron de sufrir las reconciliaciones de sus vecinos. Las noches se volvieron mudas. La calma se instaló con ellos, o por lo menos con Ana, porque para él esa calma se convirtió en un infierno ya que se había vuelto adicto a los gemidos de su vecina. Pronto descubrieron que los vecinos se habían separado. Miquel se había marchado de casa, y de eso hacía más de una semana. Fede quiso respirar hondo porque no sabía por qué sentía como un triunfo esa separaciónUna tarde, mientras su hijo jugaba con Blas a la pelota, éste la coló sin querer en la terraza de Alejandra. Haciendo de tripas corazón bajó hasta su casa para pedirle el favor de devolverle el juguete. Le abrió la puerta con los ojos y la nariz roja de haber llorado, sorprendida de verlo a él. Fede fue lo más directo posible, pero también amable. Ella le invitó a pasar para poder cerrar la puerta y evitar que se escapase su inquieto gato. El comedor estaba en penumbra y había un intenso pero agradable olor a pachuli que lo hizo retroceder hasta su infancia vagando por los mercadillos de Buenos Aires. Ella llevaba una camiseta roja enorme, que le llegaba casi hasta las rodillas y andaba descalza por la casa. Se acercó a la puerta de la terraza y subió la persiana el espacio suficiente para salir agachando ligeramente la cabeza pero al recoger la pelota la camiseta subió los centímetros necesarios para dejar entrever su trasero, pequeño, redondo, respingón, vestido por un hilo negro terminado en un discreto lazo que decoraba su tanga. Fede lo veía todo en cámara lenta, impresionado por lo que observaba. Se quedó ensimismado con la imagen y sólo reaccionó torpemente cuando tuvo delante la pelota que Alejandra le devolvía con una triste pero sincera sonrisa. Casi sin dar las gracias se precipitó hasta la puerta, que cerró bruscamente tras de sí. Pero no podía olvidarse de lo que había visto. Alejandra era una mujer joven y hermosa que vagaba triste por su casa, recordando el aroma de su pareja al tener su camiseta pegada a ella, con un tanga minúsculo protegiendo su sexo y unos bonitos pies desnudos que la mantenían firme en la tierra. Fede quería desnudarla y besarle todo el cuerpo sin cansarse hasta que los sorprendiese la luz del amanecer. Se inventó una excusa para Ana y su hijo y  sin demora ni extenso argumento se vio de nuevo observando la cara de sorpresa de Alejandra cuando le abrió la puerta. Dio un paso hacia adelante mientras la cerraba precipitadamente y cogiéndola con firmeza del cuello la empujó hacia el interior y le besó los rojos labios con los suyos hambrientos.  La vecina olía a coco y era dulce como la miel. Ella lo separó y lo miró fijamente intentando comprender lo que pasaba pero tras unos segundos se dejó besar de nuevo con el vicio reflejado en sus ojos. Después, todo pasó muy rápido. Los besos furiosos fueron los protagonistas mientras se descubrió ya sin ropa, sentado en el sofá con Alejandra encima meneándose libre y  rozando sus grandes pechos, algo caídos por el peso, con la boca sedienta del hombre al que ahora pertenecía. Con una mano recogía su largo pelo en una coleta, evitando que el sudor lo mojase un poco más, con la otra acariciaba el sexo de Fede multiplicando por mil el placer, mientras el vaivén hacía que sus pechos asemejasen barcas amarradas al puerto bailando a la deriva al compás del intenso oleaje en una noche de tormenta.El sexo terminó y los nuevos amantes se separaron sin dirigirse la palabra. Ella le acercó papel para que él se limpiase y se marchó hasta el baño dejándolo solo. Sólo se oía el rumor de la ducha mientras el agua caliente se escapaba sin resistencia.Habían pasado varios días y no la había vuelto a ver y tramaba con su retorcida mente la ocasión y la excusa para volver a verla. Pero sí que la escuchaba, cuando entraba, cuando salía, cuando dormía. Y anhelaba ver sus ojos profundos y el sabor de sus besos. Una noche se quería morir al escuchar espantado el roce de la cabecera de la cama de Alejandra sobre la pared, el ruido de los muelles defectuosos irritando sus oídos. Ana, somnolienta en la cama, sonreía y quería entablar conversación con su marido, curiosear, criticar a la atractiva vecina, pero Fede sólo pensaba en llamar a la puerta y asesinar con sus manos al hombre sin escrúpulos que la hacía disfrutar. No podía ser Miquel, no había visto su coche en el párking. ¿Quien había usurpado su papel de amante? ¿Quién había osado satisfacerla sin su permiso? Los nervios le corroían y un fuerte dolor de cabeza le imposibilitaba dormir. El traqueteo de la cama se le había metido en sus sienes que palpitaban sin piedad y él quería matar con sufrimiento a quien en ese momento la poseía.Tras un deficiente descanso, ojeroso, sin ningún poder de concentración en su trabajo, antes de llegar a su casa se presentó en casa de su vecina, llamando a la puerta extasiado y fuera de sí. Eran cerca de las diez de la noche y Alejandra le abrió la puerta en un camisón de seda azul oscuro y de nuevo descalza. Se miraron a la cara unos segundos sin decir una palabra. Alejandra retrocedió pues su instinto le indicaba que  Fede entraría sin pedir permiso. Éste cerró la puerta sin violencia pero con firmeza acercándose ensimismado a la vecina, a la que empezaba a acorralar y agarrándola por la cintura la guió hasta el comedor mientras comenzaba a besarla. Ella lo separó, pero sin oponer resistencia, lo agarró de la mano y se dirigió hacia su cuarto, espacioso, de acogedores y originales colores. Se besaron largamente, ella apoyada en la pared mientras Fede desnudaba sus muslos al subir con sus manos el suave camisón, buscando el trasero prieto de Alejandra. La cama los acogió como una protectora madre resguardándoles del mundo que los acosaba ahí fuera. Hicieron el amor, con rabia, con intensidad, sin pausa, descubriendo las verdades y mentiras que ambos cuerpos habían acumulado a lo largo de sus años. Y disfrutaron. Y la cabecera chirrió quejosa pero complaciente a los oídos de Fede que escuchaba el sonido imaginando el jadeo de un animal en celo. Se vieron todos los días de esa semana. Hacían el amor sin mediar palabra. Compartían un cigarrillo acompañados por el silencio que triunfaba tras el sexo. Luego ella se levantaba y se encerraba en el baño, dejando correr el agua de la ducha hasta calentarse. Entonces Fede se vestía, todavía tembloroso, recordando el sexo caliente de Alejandra y se marchaba sin despedirse. El lunes le abrió la puerta Miquel. Ninguno de los dos disimuló su asombro. Pero Fede supo salir bien del paso con la excusa más tonta mientras su corazón latía enojado al preguntarse cómo el coche de Miquel no estaba aparcado o no lo había visto. Esa noche no pudo dormir mientras escuchaba con la angustia de un niño miedoso cómo los vecinos hacían salvajemente el amor.Al día siguiente a la vuelta del trabajo sí vio el coche de Miquel en el párking y la historia se repitió toda la semana. Ana, ajena a los pensamientos y sentimientos de su marido le confirmó la peor de sus sospechas. Miquel había vuelto a casa y para quedarse, así se lo había confirmado con la mejor de sus sonrisas el mismo vecino.Fede dejó de comer, de dormir, de concentrarse. Se olvidó de su mujer, de su hijo, de su perro y Ana empezó a preocuparse verdaderamente ante el mutismo de su marido, que llegaba siempre cabizbajo. Éste maldijo a Murphy pues dejó de encontrarse con Alejandra, cuando más la necesitaba, para empezar a ver en cada esquina y cada día a Miquel. Quería estrangularlo, descuartizarlo y tirarlo al mar para hacerlo desaparecer para siempre. Le había arrebatado a su amante y no estaba dispuesto a consentirlo porque Alejandra era suya. Era la pieza que le faltaba al puzle de su vida para tenerla completa y no dejaría que nada ni nadie le robase una posesión tan preciada como ésa.Cada noche, en la oscuridad de su habitación, sin prestar atención a Ana, mientras escuchaba los ligeros gemidos y susurros que le llegaban del piso de abajo planeaba el momento que le daría la victoria. Lo tenía todo estudiado con un horario milimetrado, una estrategia bien planificada. Sabría cómo sorprenderlo por la espalda. Ya tenía guardado el machete y el maletero de su coche estaba vacío y listo para transportar al usurpador e inoportuno cuerpo del vecino para arrojarlo al mar. Entonces sí, sólo entonces, Alejandra sería de nuevo de él y para él y acabaría de una vez por todas con su angustiosa perturbación.©Noelia Terrón
Obsesión
Autor: Noelia Terrón Torres  781 Lecturas
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El joven ejecutivo de treinta y siete años hace un gesto a su chófer y le ordena amablemente, como desde hace ya varias semanas, que en unos 20 minutos, aproximadamente, le espere en la parada de metro que hace esquina entre la Avenida Diagonal y Balmes. Mientras baja las escaleras del subterráneo, se peina el cabello con su mano derecha y se ajusta bien el cuello del abrigo largo. En la puerta del bar que despierta cada mañana a los soñolientos pasajeros con su sabor a café  le espera su joven vecina de diecisiete años, con su coleta alta y sus tejanos ajustados, medio enseñando un tanguita rojo donde Hello Kitty es la mayor protagonista pues, a pesar del frío, su chaqueta es corta y muy ajustada. Un matrimonio fracasado y unos meses perdido entre la desesperanza más absoluta para darse cuenta que el amor de su vida vive delante de su casa,  es estudiante de ESO y cada mañana coge el metro para ir a las clases.  Cuando se cruzan sus miradas, la dulce nenita sonríe y apaga su Mp3 para escuchar,  a partir de ahora,  sólo el murmullo de sus besos y se adelanta unos pasos para acercarse antes a ese hombre maduro al que ve cada día durante un trayecto de vaivenes y de roces y con el que quiere casarse una vez cumpla dieciocho años.  El beso entre ambos es limpio y cálido. Él adora el sabor a fresa que perfuma la boca de su joven amada. Entrecruzan sus manos y se apresuran a coger el metro desafiando al resto de pasajeros que, ignorantes de su historia, entorpecen sus pasos y, de vez en cuando, les  obligan a desenlazar las manos intensas. Nada les impide besarse con pasión durante el trayecto, apenas intercambian palabras, es su momento para el amor. Algunos compañeros de viaje disfrutan del espectáculo inocente de los dos enamorados y una envidia sana les hace que sonrían anhelando el momento en que ellos puedan disfrutar de situaciones parecidas. Otros, envidiosos, malhumorados por la gestión desagradable que les espera, o por la rutina más evidente,  desaprueban con disgusto la naturalidad del encuentro entre dos personas que se aman. Analizan las vidas intentando entender como un hombre con la madurez que los rasgos de su cara denotan puede abusar y aprovecharse de una joven adicta a los descubrimientos amorosos y de todo tipo. Desaprueban el amor, olvidaron quizás el significado de esa palabra.  Los pasajeros se renuevan en las diversas paradas que hace el metro. Nuevos ojos los juzgan, nuevas miradas ensucian esa pasión, nuevas almas les entienden. El obrero les envidia, al anciano del bastón le invade la nostalgia, la humilde mujer de la limpieza se sonroja, la abuela que acompaña a los nietos al colegio se indigna, el poeta se inspira, el soñador se despierta, el profesor de matemáticas relaja su mente, la camarera del hotel deja correr su imaginación, los compañeros de clase miran a otro lado mientras ríen, el bebé los observa embobado desde su carrito mientras la niñera añora los besos de su jefe, el loco recupera su cordura intentando hacerse notar con risitas nerviosas entrecortadas. El murmullo es evidente pero los dos enamorados son ajenos a todo. Sólo se ven a ellos, sólo se rozan ellos, sólo se huelen ellos. Sus alientos calientes se entremezclan y se encuentran. La última parada para que se separen hasta el día siguiente está por llegar en breve. Agarrados con sus dos manos se miran a la cara. Los labios rojos de la joven lo enloquecen pero se contiene. Le acaricia con cariño la cara  intentando protegerla del último sprint que hará el tren antes de pararse y entonces se hablan intercambiando frases cortas. ¡Tienen tantos planes! Cuando pase el verano y ella vuelva de Londres, donde estará recluida durante tres meses aprendiendo inglés, ella habrá cumplido ya dieciocho años y podrán enfrentarse a la sociedad y desafiando a sus padres se casarán. Él seguirá trabajando duro para darle a su mujer todo lo mejor, ampliando sus empresas y sus acciones, mientras ella cursará sus estudios universitarios y una vez licenciada tendrán hijos, una docena de hijos, tendrán un equipo de fútbol completo para criar y cuidar.  El metro ha parado y entre empujones y desesperos innecesarios caminan todavía juntos unos minutos. Frente a las escaleras metálicas se despiden, un hasta mañana lleno de deseo y un beso largo y triste, como si fuese el último de sus vidas.  Ella sigue el pasillo y camina despacio, entorpeciendo el flujo de personas,  deteniendo sus pasos cada dos segundos para observar la espalda ancha que asciende y que se va perdiendo escaleras arriba, casi imposible ya su visión entre la gente. El ambiente helado abofetea la cara de ambos cuando llegan a la superficie, pero no les despierta del atontamiento del que son dueños.  La joven enamorada se une a un grupo de amigas que, entre bostezos,  comentan risueñas el  último capítulo de su serie favorita. El ejecutivo inicia nuevo camino hacia el edificio que alberga el pequeño imperio que  está construyendo. Su chófer, obediente y responsable, abre la puerta del Mercedes negro que ahora se impregna con el olor de la tierra y de la gente  que habita transitoria en el subterráneo. Han pasado los años y la joven enamorada, ahora comparte sus besos con un atractivo compañero de universidad sorprendente y genial. Al metro se ha unido, como medio de transporte, el autobús de la línea 16. De camino a las clases, a esas horas, aunque tempranas, el sol ya alimenta sus caras y hace el viaje un poco más agradable. Sigue tan guapa como siempre, más libre, más segura, más mujer. Ilusionada con el joven moreno que la acompaña tanto a la ida como a la vuelta a casa. El ejecutivo, tiene alguna cana de más pero ha vuelto a recuperar las ganas de amar tras varios fracasos con bellas mujeres. Y su atractivo no ha disminuido. No ha vuelto a pisar un metro como pasajero pero sí hace unos meses, como acompañante del ministro el día que inauguró la línea 9. Distintos olores pero tan cercanos. Las prisas de las gentes ajenas a la inauguración y apartadas momentáneamente del trayecto a seguir. La fotografía ha sido rápida, casi irreal, sólo lo justo y necesario para salir en los periódicos pero los recuerdos han vuelto fulminantes a su mente y le han hecho sonreír, aunque no tanto como la visión de la guapa modelo que viste, desde grandes carteles, las limpias paredes de los nuevos pasillos, anunciando con sus curvas y un llamativo bikini un verano inminente.  Esa bella modelo, que ahora ocupa sus pensamientos,  hace tiempo que no pisa un metro, justo desde que la fama acompaña sus quehaceres diarios y sus besos calientan la cama del ejecutivo cuarentón que ahora la ama.
                                                                       Entrar en el restringido club "Devoradores de libros" no había sido nada fácil teniendo en cuenta su condición de mujer, además de persona corriente, de ciudadanita de a pie. El reducido círculo de intelectuales, artistas y hombres cultos que formaban parte de ese club fundado hacía ya 20 años en el secreto más absoluto, había tenido que saltarse una de sus premisas fundadoras y habían aceptado a una fémina como primer y único miembro no masculino. La decisión había sido más que acertada  teniendo en cuenta que sólo llevando un año con ellos, hoy precisamente celebraban ese primer aniversario, ya se había ganado la medalla de Gran Devoradora, premio y mención que sólo habían obtenido dos de los miembros más antiguos del club. Pero Gran Caníbal, como así la habían apodado sus colegas, tenía un hambre voraz y se merecía estar entre los vetustos miembros como el que más porque, además de mucha cultura, había aportado frescura y originalidad  y una cierta anarquía y libertad a la hora de decidir qué libros devoraban, ampliando sus bacanales de libros a títulos y autores jamás antes propuestos ni imaginados por los serios miembros de la junta.Esa mañana la joven y guapa Gran caníbal se levantó radiante esperando que llegase el momento de aparecer ante sus compañeros para degustar ansiosa el libro que le tenían preparado como regalo de su primer cumpleaños en el club. Desayunó sin prisas un micro relato, buenísimo, escrito por una amiga suya y todavía sin publicar que hablaba de una original historia de desamor en clave de comedia, pero contada al revés. Saboreó todas las letras, las palabras, las frases formadas, engulló casi sin respirar la historia, como si de un maratón se tratase y absorbió toda la energía necesaria para enfrentarse al largo y duro día de trabajo que le esperaba antes de la cena de celebración. Como era una historia no publicada aún, el papel en el que estaba escrito resultaba a su paladar suave y nada cargante, con lo cual la digestión del relato iba a ser rápida y muy poco dificultosa. El título le había resultado delicioso,  El cha, cha, cha es una canción de amor. Un sabor a coco impresionante. También había desayunado el libro de poemas de Benedetti, El amor, las mujeres y la vida, sintiéndose más que inspirada.De camino al trabajo devoró ante los ojos viciosos de los compañeros de vagón, esta vez de forma figurada pues debía guardar las apariencias y mantener en secreto su verdadera razón de ser, el suplemento de cultura del periódico que compraba todos los días, comiendo con mucha ansiedad el apartado de novedades donde recomendaban el nuevo libro de Junot Díaz       La maravillosa vida breve de Óscar Wao. Deseaba estar a solas para hincarle el diente a esta novela.Ya en el trabajo, a media mañana, para soportar el tedio que el trabajo le provocaba, y matar el gusanillo, Gran Caníbal, en un lugar discreto a los ojos de sus compañeros, se zambulló varias citas que relajaron su mente para poder aguantar hasta el final de la jornada. Por ejemplo, se rió mucho mientras masticaba una de Woody Allen que decía "Hice un curso de lectura rápida y fui capaz de leerme Guerra y Paz en 20 minutos. Creo que decía algo de Rusia" y otra de Groucho Marx, "Las mujeres viven más que los hombres, especialmente las viudas ". El tentempié le sentó de auténtica maravilla y le dio alas para seguir soñando con la reunión de todos los viernes.A media tarde, ya sola en casa, se merendó de nuevo el libro de Kundera, La insoportable levedad del ser. Recordó que con esta novela se presentó en el club la primera noche. Disfrutaba tanto saboreando las dudas de Tomás, la seguridad de Sabina, la fragilidad de Teresa y viendo también el buen sabor de boca que había dejado entre sus compañeros que esa noche la agasajaron compartiendo las delicias de libros tales como La montaña mágica, Ensayo sobre la ceguera, El camino, La nada cotidiana, La plaza del diamante, entre otros muchos. Había tanta variedad que disfrutaron como niños. La noche de su debut en la sociedad secreta hubo tiempo para las risas (recuerda una anécdota muy divertida cuando se le quedó entre los dientes la palabra amor y luchó con su lengua para sacarla de allí y engullirla sin más dilación. Estaba escrita, esa palabra, con una tinta diferente a la habitual y no entendía por qué. La palabra amor en  El amor en los tiempos del cólera se había resistido, pero al tragarla la satisfacción había sido máxima).Hubo momentos para reflexionar cuando Daniel el Mochuelo, en El Camino decía que no quería progresar y momentos en que la política los atrapó  cuando hablaba Patria en La nada cotidiana. Fue una noche mágica, que un año después seguramente se repetiría, de eso estaba segura  Gran Caníbal mientras se vestía para la gran noche y veía como le fluían por las venas todas las palabras que se había zampado a lo largo de los años.Mientras esperaba que le abriesen la puerta de la gran mansión se sentía tan nerviosa y tan pequeña como la primera vez que la cruzó, ansiosa por el recibimiento que le tenían preparado. Le venía una frase a la cabeza, una y otra vez, una de las primeras que la animó a merendarse sus lecturas y no conseguía recordar quien la había escrito, afortunadamente para el autor, porque puede que también se lo hubiese comido a él por la rabia que le daba pensar que tenía toda la razón: "Lee los buenos libros; lo más seguro es que no alcances a leerlos todos". La celebración fue tal cual ella se esperaba. Todo era perfecto. La mesa engalanada, la sonrisa de sus compañeros cómplices, el vino exquisito rozando sus labios hambrientos, la música que acompañaba siendo un personaje más en la escena y el menú, ideal para una noche como aquella, verdaderas delicatesen preparadas para ser ingeridas con el único propósito de proporcionar un placer infinito.Consistía en un amplio aperitivo, para hacer boca, pues se trataban de las ediciones más antiguas y con más solera: Poemas de Antonio Gala, empezando por Enemigo Íntimo; El rayo que no cesa de Miguel Hernández; He andado muchos caminos de Machado; Palabras para Julia de Goytisolo; Poema de la rosa als llavis de J. Salvat- Papasseit. Variedad para todos los gustos y todo de la huerta de la casa. El primer plato, era contundente, delicado y ligero y duro e imprevisible: Nada, de Carmen Laforet; La vida es sueño, de Calderón de la Barca; La Metamorfosis de Kafka; La familia de Pascual Duarte de Cela y Rayuela de Cortázar. No había primer plato preparado con tanto cariño como ése. Se juntaba tristeza, realidades de otras épocas y mucha originalidad. El segundo plato era fuerte, intenso, cómico y también amargo pero inmejorable para esa noche: Hamlet de Shakespeare; El Lazarillo de Tormes; La casa de los Espíritus de Isabel Allende; Cinco horas con Mario de Delibes; El árbol de la ciencia de Baroja; Madame Bovary de Flaubert; El Rojo y el Negro de Sthendhal y El viaje Vertical de Vilas Matas. Cuántas sensaciones, cuánto amor, cuánto dolor y soledad, cuánta sabiduría junta, qué retrato de la sociedad, de la vida, de la picaresca, de la muerte. Sublime, sensaciones sublimes sentían en el paladar, sensaciones que se apoderaban de sus cuerpos y de sus mentes en continuo éxtasis. Habían comido mucho pero conocían sus límites y habían dejado hueco para los postres y el café. Remate importante para importante velada, llena de gozo y de plenitud. A Gran Caníbal y sus compañeros los ojos le brillaban creando estrellas que recogían tanto conocimiento.El postre consistió esa noche en engullir sin demora Lisístrata de Aristófanes; Eloisa está debajo de un almendro de Jardiel Poncela; Las bicicletas son para el verano de Fernán Gómez y un bello poema de Jaime Gil de Biedma, No volveré a ser joven, como colofón. Perfume a primavera, a juventud, a reivindicación, a sonrisa tierna,  olor a chocolate caliente, a leche de almendras desprendían.Curiosa contradicción la del momento, pues no había palabras para describir tal bacanal de vida.Una vez saciada la ansiedad, felices por la cómoda y exitosa cena, el reducido círculo de gulas que acompañaban a Gran Caníbal en ese apetitoso deseo de engullir libros le entregaron el regalo por cumplir un año en el venerado club. Habían considerado que era el momento idóneo para abrir nuevos frentes y estar acorde con la naturaleza de su compañera más joven pero también más querida. Ampliaban sus horizontes y así se lo demostraban. El libro que regalaban a Gran Caníbal era el escrito por una famosa pero polémica editora francesa que había dado mucho que hablar y que todos estaban deseando zamparse.  Era La vida sexual de Catherine Millet . Y así, repleta ya la sala de esqueletos de libros, como raspas de pescado, y de vasos vacíos pintados sus bordes de granate, podemos asegurar que todos tuvieron  muy buen provecho.
Contaba Neus que su infancia transcurrió feliz. Nos la imaginamos con su uniforme a  cuadros, su coleta tensada en su cabeza, su bolsa de merienda con su nombre bordado en una esquina, ocupando su tiempo solitario, a la salida del colegio, descubriendo los lugares escondidos de su pueblo, conversando con tantos animales como se encontraba por el camino y adoptando poses y gestos estudiados para poder comunicarse con ellos. Los días de descanso del padre y de los hermanos mayores, la madre de Neus reunía a todos sus hijos al calor del hogar y ayudada por su marido recordaba y relataba la historia de su gente y los motivos de su huida junto al hombre que amaba, contando anécdotas la mayoría divertidas. El abuelo de Neus había hecho una gran fortuna al marcharse con una mano delante y otra detrás, a California en busca de oro. La hija comentaba orgullosa que su padre fue uno de los supervivientes del terremoto de 1906 en San Francisco aunque también se reía comentando que una vez amasada una considerable fortuna y por el miedo a sufrir otro brutal seísmo regresó a su pueblo de origen, en la más profunda de todas las Andalucías posibles, haciéndose dueño de innumerables tierras de alto valor y desposándose con la guapa hija de uno de los mayores caciques de la zona.  A Neus le fascinaban estas historias y sentía una fuerte admiración por su abuelo al que consideraba un aventurero valiente y un verdadero héroe al que sólo comparaba con su padre, enfrentándose con un sentimiento contradictorio dado el trato que el abuelo dispensó a su padre al que estuvo a punto de matar por lo que el abuelo consideraba el robo de su hija. La realidad fue que el padre de Neus era un hombre a años luz de los ideales de su abuelo, con un carácter fuerte y rebelde y con unos ojos grises que enamoraron a una puritana joven a la que esperaba cada domingo a la salida de la iglesia, provocando la risa tonta de las amigas de ésta y que acabó cegada de amor, además de embarazada, teniendo que huir del regazo de los protectores padres mientras esquivaba los balazos que escupían las escopetas lingüísticas de sus hermanos mayores, tras el llanto inerte y silenciado por los disparos de los padres traicionados. Las historias de la madre divertían a la niña mimada que se animaba a preguntar sobre la vida de todos antes de su nacimiento. Se adivinaba su ramalazo artístico cuando con sonrisa pícara e imitando el acento mejicano con su acento catalán -andaluz le preguntaba a su madre, ¿oye mamita, si papi y tú os hubieseis marchado a México yo sería la única mexicanita linda de la familia? provocando la risa de todos y la suya propia. En aquellos tiempos, previos a la adolescencia, Neus ya sabía que acabaría en California como su abuelo y ansiaba el momento en que poder volar y aprender el idioma de Shakespeare al que había descubierto entre los cajones desordenados de su hermano mayor en un libro viejo y amarillo titulado Sueño de una noche de verano. Con la ayuda de su hermano,  que en aquella época se convirtió además de en su protector en su suministrador de cultura prestándole y recomendándole libros que sabe dios de dónde sacaba, empezó a trabajar en el colmado del pueblo que pertenecía a los padres de la reciente mujer del hermano. El rechazo previo de sus padres, que veían esta decisión como equivocada y barrera para que su niña querida comenzase sus estudios universitarios, después de tantos esfuerzos y sacrificios por parte de ellos y de casi todos los hermanos que colaboraban en la economía familiar, se convirtió en admiración y consentimiento al ver con qué responsabilidad se comportaba una niña de su edad. Y así,  Neus, se convirtió en una joven más solitaria que en su niñez que ocupaba los ratos de ocio, cuando no estaba en la tienda, devorando todos los  libros que  se cruzaban en su camino. Ávida de conocimientos, los libros la transportaban a mundos soñados e imaginados, mezclando las historias familiares que habían poblado su infancia con los relatos fantásticos que leía con ansiedad. Muchas veces, para relajarse, se colocaba delante del espejo del cuarto de sus padres y simulaba ser un árbol que cambiaba de postura dependiendo de cómo le daba el sol. Su madre, hincada su vista y su espalda en la máquina de coser, la sorprendía, en los cortos descansos que le dejaba la esclavitud de su trabajo, con los brazos abiertos y suspirando profunda y largamente, la vista fijada en la mirada del espejo, y le reprendía su actitud intentando parecer enfadada, pero por dentro sonreía intuyendo que una persona especial se gestaba en su hija.Fue por aquel entonces, llegaban al pueblo ráfagas intermitentes, casi imperceptibles e imprecisas del mayo del 68 francés, que Neus se había cortado su cola de caballo convirtiéndose en la comidilla de las clientas de la tienda y había hecho muy buenas migas con un joven andaluz que había emigrado al pueblo después de haber pasado un año aprendiendo inglés en Londres, cosa que fascinó a Neus. Llegó  atraído por una nueva comuna que se había establecido  cerca del lugar,  pero en una masía apartada, donde cultivaban sus propios alimentos y proclamaban una nueva religión que a Neus acabó de conquistar y a la que llamaban budismo. Neus y su amigo compartían cigarrillos que fumaban a escondidas y algún que otro beso robado por el joven provocando un deseo por las dos partes que no acababan de rematar pero alimentaban sus ilusiones preparando el recorrido de un viaje a San Francisco, que ya, para siempre cambiaría la vida de ambos.
Manuel está contento. Pasea por la calle con la sonrisa del idiota en el que se ha convertido desde hace algún tiempo. Por fin se ha reconciliado consigo mismo pero eso no significa que haya llegado a comprender la situación en la que se encuentra. Hoy es 14 de febrero y tiene un regalo muy especial. Lucía, su mujer, no volverá hasta dentro de dos días. La convención anual de la multinacional donde trabaja la ha llevado a un rincón cálido de la Andalucía pesquera. Es el primer año que Lucía se presenta como directora regional de la compañía y va a explicar con precisión y rigor, tal como es ella últimamente, los maravillosos números conseguidos en las batallas ganadas en este duro duelo con el mundo. De las batallas perdidas ni se acordará estos días porque todavía no sabe que tiene algunas que la van a acompañar para siempre.Manuel, a sus 38 años, camina por la calle y no piensa en Lucía, porque Lucía ya no piensa en él. Hace tiempo que ya no se miran a los ojos, la distancia lo impide. A años luz están. Mientras ella consiguió sus objetivos, él sólo frustación y comodidad. Lucía, esa mujer diez que olvidó sus penurias cuando era estudiante de económicas y repartía frescura en la barra de un pub, esa muñequita súper woman que arrasa con sus encantos entre sus competidores masculinos, odiada y admirada a la vez por sus compañeras femeninas. Lucía, esa mamá que trata con dulzura, apartando su cansancio, a su bebé de tres años cuando le baña, esa amante fiel que invita a su sombra a hacer el amor con su marido pero para el que siempre tiene una sonrisa y un sincero apretón en el hombro, esa esposa con el carácter suficiente para decir sí cuando piensa en un sí y no cuando así lo siente.Manuel anda entre la gente y no piensa en Lucía porque hace algún tiempo que sólo piensa en Noah, esa estudiante de historia del arte de 21 años que le ha devuelto su sonrisa de idiota enamorado y de la que aún no sabe su nombre verdadero. Pero sabe que le gusta cantar, que le gusta bailar, beber los fines de semana con sus amigos hasta perder el sentido. Sabe que no tiene hermanos, que sus padres están separados pero los dos la quieren por igual. Manuel sabe que a Noah, su último novio la dejó una noche de borrachera y de reproches en la que se tiraron los trastos a la cabeza mientras hacían el amor con rabia y con tristeza y que después de la lucha nunca más se volvieron a mirar a la cara ni a dirigirse la palabra. No sabe Manuel si esto último fue por vergüenza o por falta de ella. Que Noah estuvo enamorada secreta y locamente de un profesor de música de la academia particular de su madre antes de conocerlo a él por internet y de saber que se beneficiaba a su madre las noches que ésta no volvía a casa a dormir.Sabe que Noah no quiere relaciones serias pero quiere encontrar a un príncipe azul con el que tener cuatro hijos y al que besar cada mañana hasta quedarse sin sentido.Sabe que es morena, delgada y muy guapa y que esa niña tiene unos ojos de gata que hipnotizan. Le encanta la brutalidad de sus palabras cuando hablan de sexo por el chat las noches de insomnio y le enamora la ingenuidad con que se plantea la vida.Manuel recorre hoy, 14 de febrero, envuelta su presencia en papel celofán, las calles de Barcelona. Va al encuentro de alguien que lo ve y por mucho que piense no quiere saber qué pasará después.
Esta mañana al despertar de mi sueño caótico e insufrible he descubierto que aunque seas igual que yo eres la mujer de mi vida. Apenas he dormido molesto por el calor y, aunque cansado y pesado mi cuerpo,  mi mente ha intentado reordenar mis sentimientos y pensamientos empeñada en darme una paz anhelada pero sólo provocando una sensación de angustia y desamparo para mi corazón. He tenido mucha sed y un sudor frío ha poblado cada rincón de mi ser. La maleta está hecha y la decisión tomada. Te llamo temeroso e inseguro, como un adolescente, sólo para decirte que quiero que nos demos el último beso y el último abrazo, pero no me contestas. Escucho tu voz grabada, dulce y madura, e imagino la media sonrisa que dibujaba tu rostro en aquel momento. Me hace recordar lo mucho que te quise sin saberlo y lo mucho que te quiero sin negármelo ya. Me cuesta respirar. Es algo físico que me agobia y desequilibra tanto como la sensación de tu pérdida que ya noto como compañera de viaje irremediable. Ahora empiezo a comprender lo que sentías y lo que seguramente todavía sientes y el cómo y el por qué. Es difícil amar sin ser amado y aceptarlo pero es más difícil ser amado creyendo que uno es incapaz de amar, aunque desee. Y de qué manera te deseo y te he deseado siempre, desde que te conocí.Lo que empezó como un simple colegueo en aquella cena de empresa se convirtió en poco tiempo en una verdadera amistad compartiendo historias personales repletas de secretos inconfesables a los demás. Tenemos tanto feeling que con solo mirarnos sabemos lo que pensamos. Nuestras miradas se cruzan y reímos a carcajada limpia al descubrir que hemos visto, oído, descubierto lo mismo, provocando el desconcierto en los demás que no entienden nuestra complicidad. Pero cuando vinieron los roces, la piel erizada, los besos fugaces en la clandestinidad de un encuentro no planeado en un bar,  el deseo latente y patente y yo tenía que contener mi fuerza bruta por respeto a una pareja a la que quería pero no amaba y apenas deseaba me desmonté. Y la negación al día siguiente, a pesar de que reinventábamos la situación y la hacíamos divertida  empeñándonos en ocultar la naturaleza leal del deseo que nos dominaba. Yo empecé a  construir barreras infranqueables entre lo que mi mente racional pensaba, mi corazón sentía y mi cuerpo deseaba. No quería fallarme a mí mismo, quería serme fiel. Quería demostrarme que era capaz  de llevar a cabo lo que me había propuesto. Quería no volver a hacer daño y ser insensible a la vida, a la sangre que fluye por mis venas, por ejemplo como cuando te veo caminar arrastrando torpemente tus piececillos alzados sobre altos y finos tacones que pasean una silueta delgada y sin caderas pero que soporta el peso de unos pechos grandes y turgentes y que me hacen perder el sueño. Y casi consigo mi propósito pero me pusiste entre la espada y la pared y me miraste insistentemente con tus ojos de gata hipnotizada, hipnotizando, diciéndome una y otra vez que me deseabas, con la seguridad aplastante de quien sabe seducir, y confesando abiertamente que tú sí volverías a ser infiel sin remordimientos porque tu cuerpo necesitaba eso. Ahora pienso que he sido para ti como ese postre que sabes que no debes probar pues ya estás saciada pero  te puede la curiosidad y el placer de tomarlo. Soy lo que no puedes comer por recomendación médica y por eso saboreas con la ansiedad de pensar que es la última golosina prohibida con la que te deleitarás y  probablemente, después de eso, decidirás fríamente que nunca más vas a repetir y así lo harás hasta que se presente ante tus ojos un nuevo dulce mejor. Es el juego de la conquista, del quiero y no puedo, del saberse todavía atractiva. Te imagino haciendo el amor salvajemente, con tu pareja, dejándote follar de la forma que te hubiese gustado que yo te lo hiciese. Y reviento de ganas de tenerte a mi lado, para tocarte y olerte y dejarme arrastrar desbordado por el deseo que ambos compartimos.Pero entonces me morí de terror. Pensé que me querías y yo no quería sentir nada. No quería volver a oír latir mi corazón. Peleaba para seguir inerte y tranquilo, en pozo seguro de soledad controlada. Sólo me pediste sexo, nada más a cambio, pero no te creí. Deseabas fluir como río turbulento sintiendo la energía del agua cristalina que porta brava y que rompe pletórica en cascada para luego volver a su cauce de mujer formal.  No te entendí, no supe mover ficha.Entonces apareció ella. Joven, guapa, expertamente inexperta, amorosa y empezó a hilvanar su mullida tela de inocencia consciente. La veda que habías abierto acabó de ceder y caí rendido incapaz de ganar la pequeña batalla que libraban mis sentimientos.Fue cuando te dije, de nuevo,  que nunca podría enamorarme de ti porque eras igual que yo, pero sí de una mujer como ella. Y rompí tus esquemas porque tú no me amabas tanto como me deseabas pero luchabas contra eso y te ofreciste desnuda tal cual eras mientras que ella disfrazada, maquillaba su esencia con dulzura y alimentaba mi ansiedad diciéndome que nunca la poseería hasta que no abandonase a mi pareja.  Tú nunca interpusiste trabas. Nunca me exigiste nada porque sabías que no tenías derecho a hacerlo. Sólo  te obligaste a quererme para no sentirte vacía como en otras aventuras pero ni eso conseguiste quedándote en penumbra para mí por la contradicción de tus deseos, con lo clara que fuiste en tu demanda.Yo te dije que nunca podría enamorarme de una mujer como tú porque eres igual que yo consiguiendo herir tu ego de mujer y no fui justo ni sincero. Descubro tarde que me equivoqué, que somos dos almas paralelas y gemelas que pudieron llegar a converger pero que ahora están condenados a olvidarse. Te tenía miedo y ahora sé por qué. Me vienes grande. Además de desearte soy yo el que te quiere y no estoy preparado para esto.  Yo, manipulador. Yo, insensible. Yo, frío. Yo, caliente, excitado, incontrolado, masculino, insatisfecho, inconformista, curioso, provocador. Insaciable. Yo, hombre. Pero,  y ¿tú? No tenía derecho a compararte conmigo, a hacerte comer la misma mierda. Tú me ofreciste tu cariño. Me escuchaste, me guiaste, me respetaste, comprendiste mi elección y nunca me has juzgado.Veo tus grandes ojos, directos y seguros, que me traspasan porque me dicen lo que sienten, y quiero esconderme como un niño mimado y repelente que temeroso por lo que ha hecho no acepta su castigo.Ya no te tengo a ti, ya nos las tengo a ellas, pero eso no me importa porque ellas no son tú. Escucho de nuevo tus palabras en el contestador y delato a mis ojeras con mi voz que titubea, mientras te digo, démonos el último beso, sintamos por fin el calor de nuestros cuerpos sin ataduras y sin lastres de historias pasadas porque la maleta está hecha y la decisión tomada y tú sólo tienes que perder a un cobarde pero yo pierdo a la mujer que amo.
La primera vez que le comí la polla a un discapacitado tenía 22 años yo y 22 años él. Fue durante los juegos paralímpicos de Barcelona 92. Yo andaba parada en todos los aspectos de mi vida, a nivel laboral y a nivel de estudios, ya que era incapaz de hacer rodar ninguna asignatura en mi favor, más al contrario, la universidad me engullía con sus colmillos afilados y cualquier relación con los libros que no fuera la lectura de novelas me provocaba disgusto y antipatía. Me convencí que lo mejor para pasar mi tiempo en desuso y mortificado por mi parálisis vital y sacar algo de provecho era colaborar con mi ciudad en tal importante evento. A mi inglés le iría cojonudo y a mi ego de muchachita descarriada, también. Él era americano, original de un pequeño lugar del estado de Wisconsin, de pueblo como las amapolas, guapo, fuerte, rubio y en silla de ruedas. Jugaba al baloncesto y de vez en cuando a sonreírme tímidamente mientras le recogía el plato, sin restos de tortilla de patata, de la mesa. Cuchicheaba con sus compañeros de equipo cada vez que Berta, mi compañera de zona, y yo, nos acercábamos para preguntarles en nuestro inglés arcaico pero angelical si querían tomar café o alguna infusión. A mí me gustaba mirarlo a él, sólo a él. Le clavaba mi mirada, para nada casual, en la suya azul y chisposa y los dos nos poníamos nerviosos. A veces me hablaba con monosílabos pero otras se dirigía a mí atropelladamente lo que dificultaba que entendiera absolutamente nada de lo que me decía. Nunca quería café, pero yo siempre se lo llevaba y así sabía que las risas entre todos estaban garantizadas y que al girarme volvería a mirar mi culito de jovenzuela, ese culo que tapaba un minúsculo pantaloncito corto y el lacito que caía tras él, de mi blanco delantal de camarera olímpica. Un día, de muchísimo calor y bochorno, uno de ésos que nos regalaba el mes de septiembre, tras acabar mi turno me paré unos minutos a fumarme un cigarrillo mientras esperaba que mi compañera acabara de cambiarse. Me encontraba en un pasillo, aislada del sol y sintiendo la corriente de aire fresco que bañaba el ambiente, del patio interior que comunicaba las habitaciones del hotel donde se hospedaban los deportistas con la cocina del restaurante donde hacía poco más de media hora que había terminado mi turno. Mi americano, todavía seguía dentro, entre charlas estúpidas y espontáneas, perdiendo el tiempo de una siesta preciosa. Comenzaron a salir sus compañeros en fila india y paso disciplinado arrastrando sus cuerpos con la fuerza de sus brazos potentes. Yo los miraba sonriente, mientras mordisqueba las uñas de la mano con la que sujetaba el cigarrillo. Justo antes que apareciera mi americano por la puerta uno de sus amigos se paró ante mí, me miró avergonzado y me entregó casi huyendo un papelito blanco, perfectamente dobladito y minúsculo como un garbanzo. Sin tiempo de reacción fui desplegando ese papel que leí atentamente mientras mi jugador de baloncesto preferido pasaba por mi lado deseándome buenas tardes. "Jimmy, habitación 253, 2ª planta. 19.30 pm. Te espero", todo esto en un inglés claro, con letra mayúscula y redonda. Jimmy era mi chico, había oído su nombre una y otra vez entre sus compañeros, aunque él nunca se me había presentado como tal. En un primer momento me imaginé que era una broma pesada y guardé el papel sin mayor preocupación, pero conforme fueron pasando los segundos mi mente revolucionó mi alma, despertó la intriga, se entregó a mis instintos, hizo palpitar mi corazón y volví a leer el mensaje ya en compañía de Berta mientras caminábamos sudorosas hacia la boca del metro. Berta, reía nerviosa, con esa risa tonta de las niñas incrédulas pero me dijo que fuera, aunque sé que en el fondo pensaba que era una locura y además una tomadura de pelo de los chicos. Pero yo quería saber más.A las siete mis piernas desnudas de ropa asfixiante caminaban temblorosas por los pasillos del enorme hotel de concentración. Mi estómago hacía ruiditos molestos que aún provocaban en mí más nerviosismo. No quise subir a la segunda planta tan pronto y vagueé por la recepción saludando a todo al que conocía con la mirada despistada del que no sabe qué hacer ni qué decir, del que deja pasar las horas igual que deja pasar la vida, del que sólo tiene conocimiento del tiempo cuándo descubre que el tiempo existe y no sabe para qué narices lo tiene. Entré en un cuarto de baño para verme la cara. Demasiado colorete o ¿era el calor? Bien las pestañas, las cejas peinadas, los labios en su punto, pelo brillante, mirada inquieta. La camiseta de tirantes resaltaba mis pechos, la minifalda dejaba ver unas piernas delgadas ligeramente bronceadas. Mis sandalias, perfectas para la ocasión. Llegué diez minutos antes a su puerta pues la espera me reconcomía y me debilitaba. Estaba preparada para asumir la broma y reírme a carcajadas con Jimmy y sus compañeros de equipo. Pero quería vivirlo y experimentar como los valientes, ignorantes de la dureza de la batalla. Rocé ligeramente con mis nudillos la puerta mientras tragaba saliva y retiraba el pelo de mi frente. Un toque apenas inaudible, débil, casi etéreo. ¿Así quería mostrarme ante los hombres que me esperaban en la habitación del coqueto hotel? Volví a llamar enérgica, como el que quiere propinar una buena paliza con sus puños a su peor enemigo, pero no se oía nada. No soy consciente del tiempo que esperé inmóvil tras esa puerta gris que separaba la boca de Jimmy de la mía, sólo que la rabia empezaba a convertirse en el sentimiento predominante, cuando haciendo un ruido muy desagradable se abrió la enorme puerta tras la que apareció Jimmy, al que se le iluminó la cara nada más ver la mía, que sospecho en esos momentos era pálida por haber sido invadida por la tensión. Me dijo, hey, estirando la palabra sonriente y despreocupado. Sonó así: heyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyy y me invitó a pasar, cosa que hice guiada por la inercia porque perdí la noción de la realidad. Camas revueltas, vestidas con blancas sábanas, ropa de hombre apelotonada por todos los rincones de la estancia, ventanas abiertas para dejar pasar la brisa salada que nos llegaba del cercano mar. Sólo Jimmy y yo en la habitación, eso trasladaba rápidamente mi vista a mi cerebro. Una habitación controlada por las fotografías que hacía mi cabecita a la misma velocidad que los latidos de mi corazón. Estaba frente a él, que descansaba en su silla de ruedas, pero era incapaz de pronunciar ni una sola palabra en inglés. Yo frente a él, él frente a mí, mirándonos sin hablar, expectantes, improvisando palabras en nuestros cerebros que luego no podíamos pronunciar. Escuché la música que sonaba en la habitación y que era inaudible desde el pasillo en el que había estado minutos antes esperando que el mundo me sorprendiera o mientras aceptaba que unos jovencitos recién llegados a hombres se rieran de mi osadía, de mi curiosidad. Pero sólo había entre nosotros la corriente que venía de las ventanas abiertas, la música que ahora escuchaba de Iggy Pop, "lalalalalalalala", una y otra vez, el espacio entre mis piernas que me mantenían firme en el suelo, evitando que me desvaneciera como una mujer enfermiza y sus piernas inertes apoyadas en el reposapiés de su silla. La habitación dando vueltas, girando sobre nosotros, su sonrisa, sus ojos sobre los míos y la música de nuevo, "lalalalalalalalala". Lo demás vino solo. Yo bajé mi cabeza a la altura de la suya hasta notar su aliento y le besé sin tiempo para pensar en nada más. Le besé, me besó, me acariciaba el pelo, mientras mis rodillas notaban la dureza del suelo de parquet. Sabía a fresa y su boca era dulce y jugosa. Él se quitó la camiseta dejando al descubierto su pecho, hermoso, joven, digno del mejor actor. Yo mordisqueaba sus pezones mientras él intentaba hacer lo propio con los míos, sin quitarme mi camiseta aún. Estábamos impacientes, sin saber qué ni dónde tocar, con un ritmo frenético que marcaba nuestros torpes movimientos, interrumpiéndonos pero sin importarnos. Empecé a tocar lo que presuponía era un enorme paquete, descubriéndolo bajo sus pantalones de deporte. Estaba pletórica de felicidad pues no sabía si su miembro respondería a mis caricias, pero daba señales. Ayudado por él, bajamos su pantalón, bajamos su calzoncillo y me encontré con esa polla enorme y joven y juguetona que aumentaba por momentos. La tenía caliente, como el ambiente ya, gustosa, dura, varonil. Él se dejaba hacer, gemía, agarraba mi cabeza, ayudaba en los movimientos con sus grandes manos que de vez en cuando deslizaba bajo mi estrecha camiseta palpando mis pechos, que yo ya había liberado del estricto sujetador, y que se rozaban con ella. Mi saliva bañaba todo su miembro que era un dulce caramelo que no se deshacía en mi boca sino que aumentaba de tamaño como un rico bizcocho horneándose a fuego lento. A la vez que aumentaban sus respiraciones, mi lengua recorría ese juguete suavemente. Me pidió que me separara un momento. Mientras lo miraba angustiada al principio, pues no sabía el porqué, él acabó de apartar sus pantalones de sus piernas muertas, débiles, pequeñas, cicatrizadas. Me pidió que me fuera desvistiendo pero yo me incorporé y no podía hacer otra cosa más que observarle, indecisa, sin saber si debía ayudarle, sin saber en qué debía ayudarle. Él se incorporó a la cama con el impulso de sus musculosos brazos. Estaba completamente desnudo, y colocaba sus piernas de manera que el dibujo fuera agradable a la vista, su espalda apoyada en la cabecera de la cama. Lejos de ser una imagen grotesca, por la desproporción entre sus brazos y sus piernas, me pareció de lo más erótico que había visto hasta el momento. Era la fotografía perfecta para que mis pechos se hinchasen y mis pezones se volviesen duros como perlas. Me hizo un gesto con su mano invitándome a su lado, me llamó, me pidió que me acercara. Yo me quité la camiseta a la vez que desvestía mis pies. Bajé la cremallera de mi falda mientras mis pechos se mostraban ante la cara agradecida de Jimmy. No tenía vergüenza, me gustaba lo que estaba pasando entre nosotros. Mi falda se deslizó abandonada a su suerte y cayó al suelo. Me acerqué a la cama y poniéndome cómoda volví a comerme esa polla que había decrecido pero que se mostraba sana y reluciente para mí. Cuando entendí que todo estaba listo de nuevo, me puse encima de mi americano joven y fuerte. Yo recogía mi pelo con mis dos manos y mientras me movía a un ritmo pausado mojaba mis labios con mi lengua hambrienta y abría bien mis ojos para no dejar de ver su cara. Él acariciaba mis caderas y mis pechos y de vez en cuando me obligaba a inclinarme para poder besarme con pasión en los labios y mordisquear mi cuello, que empezaba a estar sudado. Pero no funcionaba. Su polla no llegaba a tomar el tamaño ni el grosor ideal y se escapaba de mi cuerpo. No importaba. Desmonté a mi chico y entre mis manos, mi boca y mi lengua culminé ese trabajo que lo hizo gemir como caballo desbocado. Su semen regó parte de mi cara y resbaló sobre mi pecho. Nunca he visto una cara más feliz como la de aquel chico sin piernas para caminar. Nunca he disfrutado tanto sabiendo que el placer que le había proporcionado no iba a durar sólo los segundos del orgasmo, sino que iba a acompañarle y a iluminar su rostro en todos los momentos en que su mente intentara jugarle alguna mala pasada. Miento, posteriormente lo disfruté con otros discapacitados, a los que a raíz de esta experiencia que les acabo de contar, intenté complacer para que no se sintieran discriminados en su faceta sexual, pero eso es otra historia.
Como esperando que llegue abril, mira por la ventana intentando ver  el rojo de los claveles que tiene plantados en la gran maceta de terracota, pero que ahora hibernan ocultos e invisibles al mundo, un mundo que por un día, y en contra de lo que suele pasar en los pueblos de costa, amanece distinto por una nevada que, por intensa e inesperada destapa y libera con su pureza e inocencia  hasta el alma de los seres más grises, casi negros, de los muchos que arañan con sus actos nuestras vidas. Un día de Navidad sola no está tan mal. El café con leche humeante, en contacto con sus labios, despeja dudas e inyecta calidez al congelado y limpio día. El blanco en los balcones vecinos purifica la mirada del que mira y quiere ver. No es malo estar sola. Es bueno compartir una mañana de diciembre con el roce y la mirada inteligente de su perra, Nacha, imaginando cosas nuevas y deseando que el sol vista su cabeza y caliente los motores que la impulsan a seguir, mientras que el tiempo frío pasa, arrastrando impurezas.La pequeña habitación está desordenada  con libros y revistas repartidos entre la mesa, estanterías y varios rincones decorando así la estancia, que se mantiene templada y acogedora, gracias a una pequeña estufa a la que acaban de despertar, y al calor que desprenden ella y Nacha. Del portátil sale la voz de Antonio Vega, en un mundo descomunal, siento tu fragilidad...deja de engañar, no quieras ocultar que has pasado sin tropezar...deja que pasemos, sin miedo...y de vez en cuando el aviso de un nuevo email, de un nuevo amigo del Facebook o Myspace que entra en  la virtualidad de lo desconocido. Pero no espera a nadie en concreto, ni a través de la red ni en persona.  Recuerda entonces, de su época de estudiante, frases que la hicieron reflexionar y mucho en su momento. Aristóteles decía, La felicidad  es de quienes se bastan a sí mismos y otros autores, de los que no recuerda el nombre hablaban de la libertad como una apuesta que traía consigo también sacrificios, como por ejemplo, la soledad, añadiendo que estar solos es el primer riesgo de ser libres...Y el riesgo de no ser libres es también estar solos. En cualquier caso, la soledad o la libertad elegida por ella es una decisión que está dispuesta a afrontar, piensa, y  por eso  a pesar de la tristeza del momento, ahora sonríe mientras vuelve a soñar despierta,  consciente de que ello es un ingrediente muy importante para entender y transformar su vida.   
Entropía
Autor: Noelia Terrón Torres  624 Lecturas
DE ESPALDAS AL MAR   I Renacimiento    El té está demasiado caliente todavía, humea y consigue empañarme los cristales de las gafas, que retiro con mis manos mientras froto mis ojos cansados ya y somnolientos. Son cerca de las dos de la madrugada y la blancura del documento word que tengo delante molesta tanto como mi dolor de cuello. La ligera cortina se mueve al ritmo que marca la constante brisa que entra por el balcón al que viste, en armonía con el ruido de los coches que todavía pasean por la calle y algún que otro grupo de jóvenes escandalosos. Me paro en seco, al notar una corriente de aire muy frío que ha bañado, a su paso, mi espalda casi desnuda y que me hace estremecer agitando mi corazón por unos segundos interminables. No quiero girarme, me entra el pánico, pero lo supero y poniéndome de nueva las gafas en su sitio volteo mi silla y casi sin pensarlo me veo observando mi cama. A los pies de la misma, sentada, Yolanda Ivanova, me sonríe observándome simpática tras sus gafas de pasta negra. Cierro los ojos apretándolos con fuerza y vuelvo a abrirlos para descubrir que en el lugar donde Yolanda Ivanova estaba sentada, ahora se encuentra mi gata Mina que justo se despereza levantándose lentamente y arqueando su espalda tanto que casi podría rozar el alto techo. No quiero pensar mal, no quiero sentir miedo, sólo estoy algo cansada. Las palabras no salen fluidas de mi mente y mi word permanece vacío. Eso es lo que me pasa, estoy estresada, no ha sido un buen día y decido meterme en la cama, sin recoger mi mesa de trabajo ni tomarme el té. Duermo con la luz de la mesita de noche encendida y con un ojo abierto observando a cada momento los escasos movimientos de Mina, que descansa tranquila. Pero duermo.   Las obras del mercado me despiertan mucho antes que la luz transversal que entra por el balcón abierto y las ventanas. Todo está en su sitio, menos mi gata. Son cerca de las ocho de la mañana, tengo sueño pero un hambre feroz, así que me levanto directa a la cocina, haciendo parada en mi portátil. Mi facebook con un millón de comentarios y avisos. Mi blog sin nuevos visitantes. Recojo la taza de té y enciendo la cafetera mientras llamo a Mina. Es un martes más de una semana que seguramente no será rutinaria aunque sí espero que mucho más productiva que las últimas.   María asoma por la ventana del patio de luces, dónde tenemos los tendederos para la ropa y que nos sirve de punto de encuentro por las mañanas para saludarnos y cotillear. Me llama gritando mi nombre, Magaliiiiiii, con su acento brasileño, y me propone desayunar con ella y la Sra. Paquita, a lo que me niego pues eso significa también comer, merendar y depende de cómo hasta cenar y entonces mi novela se muere de asco esperando que mis dedos consigan imprimir alguna palabra que le dé algo de vida. María Creuza es una brasileña alta y morena, bastante culona que cuida de la Sra. Paquita desde hace más de diez años. Es bastante guapa y risueña y se vanagloria de llamarse igual que la cantante. Tiene una hija, Melina, de dieciséis años que vive con ella y con su hermana Manuella y otro hijo de diecinueve años, Joao,  que vive con su padre en Río y al que no ve desde que emigró a Barcelona. A Melina tampoco la ve muy a menudo. La chiquilla está teniendo una edad del pavo desastrosa, está arisca y normalmente los domingos y lunes, que es cuando libra María de casa de la Sra. Paquita, Melina está desaparecida, aunque en momentos en los que los bajones adolescentes se apoderan de ella, visita a su madre y alegra las tardes y alguna noche, también a la Sra. Paquita, que aprovecha para contarle el momento en que bailó con Antonio Machín en una fiesta de la época, siendo apenas una adolescente y todas las batallas de juventud que ahora recuerda como si fuera ayer.   María me cuenta que el domingo por la tarde estuvo en el Samba Brasil y que estaba "petao" de brasileños, aunque Emilio no pasó a saludarla, pero se ríe burlona, recordando que a pesar de eso, público no le faltó, y no me extraña. María, me meto dentro que tengo que hacer, le digo después de más de diez minutos de cháchara. No le cuento todavía lo de Yolanda Ivanova, porque entonces no desayuno hasta las doce y porque además, no quiero darle importancia a lo que pasó anoche.     Mi blog personal está caduco desde que me puse a escribir mi novela. Bueno, desde que me puse a escribir mi novela, que es mía y no de nadie más ahora que sólo la leo yo mientras la escribo y desde que me quedé en paro y decidí darle un cambio radical a mi vida. Hacía nueve meses de mi separación cuando me quedé sin trabajo. Seguía compartiendo el piso con mi ex hasta poder poner en orden muchos temas económicos que nos ataban. Por suerte, yo trabajaba en una multinacional que me indemnizó muy por encima de lo que me hubiese correspondido y eso me permitió tomar decisiones que en otra situación me hubieran resultado imposibles. Me trasladé a este ático de la calle Fusina de Barcelona, que por motivos que más tarde relataré, se alquilaba a un precio muy por debajo de lo que se acostumbra en la zona. Desde mi balcón puedo ver el mercado del Born y disfrutar de un barrio lleno de vida a escasos minutos de la playa. La idea es escribir de una vez por todas mi primera novela. No me gustan los plazos, pero me he marcado tenerla lista antes de un año, y ya llevo casi diez meses empapándome de vida en este ático y la novela se pierde entre la marea de mis emociones. Sea como sea, es mi año sabático antes de volver al mundo laboral, aunque no lo he abandonado del todo pues desde hace casi dos meses colaboro con mi nuevo amigo, Ricard en la elaboración de entrevistas a cantantes, actores, escultores, escritores y cualquier artista emergente de los muchos que siempre afloran por la ciudad y alrededores para diversas revistas digitales y blogs. Me lo paso realmente pipa. Aunque Ricard a través de su empresa "Ric- Art"  me da trabajo a cuenta gotas, estoy motivada y dispuesta a hacerlo realmente bien y poner todo mi arte en el trabajo. La verdad es que este chico es un encanto. Lo he conocido a través de Oriol, uno de los nietos de la Sra. Paquita. Está enamorado como un bobo de una monada de fotógrafa, aunque yo no le veo la gracia, que se hace llamar Francesca, que le da una de cal y otra de arena y desde que nos conocemos me cuenta cómo la bonita fotógrafa le da esperanzas para seguir, porque su meta es llegar a enamorarla, a pesar de que es consciente que la mayoría de las veces  Francesca lo trata como a un perro. Yo a este chico le quiero con locura, porque es dulce y extremadamente inteligente y creativo. Intercambiamos nuestros relatos y nos los criticamos y elogiamos unas veces entre cafés, otras entre entretenidas cenas con buen vino y como jefe es un tío comprensivo y muy abierto. Mi blog personal está caduco pero lo reviso cada día. El último relato que escribí para él ha tenido muy pocos visitantes pero esta tarde me ha sorprendido leer un comentario de un usuario desconocido y me he reído con ganas porque ha clavado, tal cual yo lo sentí  al crearlo, al personaje masculino. Escribe esto: " desiste hermano....no quieras estar enamorado, no te va a hacer ningún bien estarlo. Ella no lo está. Con el tiempo tampoco lo estará. Has alquilado un piso para no estar en casa de la barbie, tu ex, no para jugar a dormir por los hoteles de Barna. Te ha dicho ya muchas veces que no te enamores de ella. Te quiere y te conoce hace años y te aprecia, pero está ya un poco cansada de que la atosigues. Por eso te cuenta lo del alemán de las islas, para que abras los ojos, si quieres su amistad y su compañía, así serás tratado, y con toda la crueldad te va a contar cada uno de sus líos, de los tíos cómo la follan y tú no. Está esperando que te des cuenta, y que la llames una o dos veces al año. No la veas más. O espera a que te llame ella. Verás cómo follareis como adolescentes y habrá más ron que cola cao. Pero tú no eres capaz. Eres débil y volverás a buscarla mañana. Porque eres un pesao y un inseguro" Pero me he cansado de leer y de pensar y la noche se está apoderando por momentos del día y me noto muy inquieta. Me voy a ver a María y a la Sra. Paquita que acaban de cenar para charlar un rato con ellas y jugar a la brisca como hacemos normalmente por las tardes y así olvidarme e intentar ignorar que lo que me lleva a visitar a estas horas a mis vecinas es el miedo a girarme de repente y poder encontrarme otra vez, sin pedirlo, con Yolanda Ivanova.   ¿Qué hace que un bonito ático en pleno y cotizado barrio del Born se alquile por casi menos de la mitad de lo que pagan el resto de vecinos? Mi piso tiene cerca de setenta y cinco metros cuadrados sin contar el pequeño balcón. Sus antiguos dueños, Jairo Daniel Pekarovich, un adinerado judío argentino de cuarenta y cinco años y Yolanda Ivanova, una ucraniana de veintisiete, que sabía cuatro idiomas, tiraron todas sus paredes y lo convirtieron en un loft espacioso y luminoso. El suelo de toda la instancia, de un parqué oscuro. Los techos altos, de un blanco radiante. Una decoración minimalista y fresca, con toques sofisticados. Una cocina americana totalmente equipada. Cuando abres la puerta, te encuentras frente al balcón. A mano derecha, la habitación de matrimonio, a mano izquierda la cuidada cocina y unos pasos por detrás y en paralelo el cuarto de baño con bañera de hidromasaje antes de que yo entrara a vivir. El baño, es la única estancia del ático con paredes para preservar un poco la intimidad.   Mi amiga Ana, de la inmobiliaria, me convenció para que fuera a visitarlo. El barrio me encantaba y si estaba decidida a ser valiente en mi nueva vida no veía el porqué no podía vivir en ese ático. Me enamoré al instante del lugar. Lo único que pedí a Ana era poder alquilarlo vacío, sin ningún mueble y que cambiaran la bañera por una ducha. Ana vaciló ante esta petición ya que suponía una pequeña reforma pero después de más de dos años intentando sin éxito alquilarlo aceptó sin demora. He convertido este ático en una guarida imprescindible para mí. Casi todos los trastos que he aportado son de mi piso anterior y de segunda mano. Le he dado un aire moderno pero a la vez bohemio, mezclando todo tipo de estilos pero con gusto. Todos los amigos que me visitan quedan admirados, dicen que mi personalidad está impresa en cada rincón. Hasta Mina ha dejado de ser una gata estirada y compleja porque ha encontrado un lugar confortable y a una dueña mucho más segura que hace unos meses. Enfrente del gigante y viejo portón y separados por un chirrioso ascensor está el ático de la Sra. Paquita y mi querida María. Nos hemos adoptado mutuamente. Es increíble el feeling que puedes llegar a tener con personas desconocidas y completamente diferentes a ti. A la Sra. Paquita le perdono que de vez en cuando me ponga el "Devórame otra vez" a toda leche y a María, el ser tan bruja, me conoce mejor que mi madre.        
Romper con el presente, que es romper con el pasado y el futuro. Como una copa vacía de fino cristal de Bohemia, en minúsculos y perfectos pedazos. Como un papel de fina hoja hiriente, sin palabras grabadas, hecho trizas. Como la cuerda tensa, mordida por la incisiva tijera, sin piedad. Imagino el cristal en añicos, como ángel caído, como polvo blanco que se alimenta de la vieja fotografía desdeñada. Una nunca aprende lo desaprendido y desaparece sólo a medias, habitada sin sombra, dejando siempre el imperecedero rastro de la distancia. Como fiel suicida de mi misma, asesina de materia, entretengo tus pasos, enredando la marcha, deshaciendo un camino que nunca se hará porque aún no ha nacido.Por eso cuando con tu sexo, sin el tacto del amor, me haces sentir la más puta de todas las putas y pago con mi alma el precio siempre impuesto por mi soledad, lloro en silencio, atrapada por el suave aliento de una libertad creada por mi mente, criada como la ilusión del sediento en el desierto de insectos que desangran la vida invadiendo cualquier voluntad.Intento inventarte de nuevo, reconstruir los espacios dañados, cubrir con caricias de aire, que ahora reconozco muerto, los resquicios agotados e invisibles de tu cuerpo, ése que nunca hice mío, para que no me desnudes a la fuerza, para que no desgarres a mi piel con la mano ofensiva como lija, víctima del poder del que se sabe grande.Descubro ahora abierta la ventana que ya no nos pertenece. Con los ojos deslumbrados y ciegos todavía, adivino la calle mojada y el olor de las flores que nunca plantamos, vírgenes siluetas tras la tempestad. Voy a desenredar mi pelo al sol, voy a soñarte distinto, sin ley que pueda atarte a mí, ausente ya de mí, apenas un recuerdo indiferente en el polvo blanco del que fue cristal hecho astillas.
Gata, no recuerdo tu nombre, sólo la lluvia torrencial que nos empujó a buscar el hotel más cercano y las torsiones rítmicas mientras te ayudaba a despojarte de tus empapadas medias.Mi lengua sólo tenía que rozar, sólo rozar, con mi miel, tu cuello desnudo mientras me dejaba regar suavemente con tu saliva para dejar activados los resortes del deseo y sólo así poder acceder al interior de tu gruta, húmeda y palpitante y poder encontrar el paraíso en el infierno.Las gotas de lluvia con olor a jazmín recorrían tu espalda en su afán por huir de tu pelo enredado mientras yo te penetraba por detrás, sólo tu cuerpo vestido con tus zapatos de tacón negro y el agua de las nubes.Más tarde te sublevaste. Me guiaste, autoritaria y severa a la cama. Me montaste. Hasta el fondo, me dijiste, ladeando tu cabeza con tu boca entreabierta y lujuriosa, mientras yo me enamoraba. Los músculos de mi cuerpo se retorcieron con espasmos que hicieron vibrar hasta mis huesos al tiempo que tú jadeabas contrayendo tu coño belicoso ahora pequeño refugio de mi bienestar.Entonces, te oí y te obedecí. Separando nuestros sexos te tumbé sin dejar de mirarte a los ojos que me hablaban: Piérdete en mi cuello, hazme ese hueco en tu cama...Quiero que mis orgasmos lleven tu sello...Suda, perro, suda. Jadea mientras tu lengua rastrea sin impunidad mi sexo y el tuyo implora su lugar en mis entrañas. No escatimes, no ahorres...Despilfarra a mi costa. Y quiero que viertas tus hijos no nacidos entre mis pechos, casi agónicos ya, en el palpitar irregular de mis sueños....Gata, no recuerdo tu nombre. Y esta noche, solo, me pregunto mientras te busco entre el paisaje vacío y la lluvia torrencial desdibuja mi silueta, quién eras tú.

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