• gabriel falconi
el bulon
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  • País: Argentina
 
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REVERSA
Autor: gabriel falconi  1486 Lecturas
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METAMORFOSIS
Autor: gabriel falconi  2023 Lecturas
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EL CORTADO
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EXTERMINIO
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SONAMBULOS
Autor: gabriel falconi  2033 Lecturas
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LOS VECINOS
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EL INGRÁVIDO
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LA VIEJA BICICLETA
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CABALGAN
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HERENCIA FAMILIAR
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DOBLE CRIMEN
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LA OTRA LUNA
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UN RELATO PELIGROSO
Autor: gabriel falconi  1414 Lecturas
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EL ULTIMO CUENTO
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la mujer sin brazos
Autor: gabriel falconi  1638 Lecturas
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SIN SISTEMA
Autor: gabriel falconi  1025 Lecturas
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EL ATAÚD DE ORO
Autor: gabriel falconi  2048 Lecturas
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lugares comunes
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LOS SAPOS
Autor: gabriel falconi  1241 Lecturas
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EL ABISMO
Autor: gabriel falconi  1739 Lecturas
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NEPOMUCENO
Autor: gabriel falconi  1018 Lecturas
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                                                   LOS DISIDENTES                      Solían encontrarse en las sombras, embozados entre la multitud silente,  agazapados en la oscuridad. Cuando los empecé a distinguir supe que era uno de ellos, que pertenecía al grupo de los que pensaban distinto, de los que no estaban de acuerdo con lo que sucedia a nuestro alrededor.             Al cominezo los diferenciaba de solo verlos andar, y me identificaba en su reflexionar y sentir. Bastaba mirarlos a los ojos para saber  que incumbía al conjunto de sus ideas  y acciones. Nuestra lucha era común; cada uno la libraba a su manera, desde su  anónimo rincón y cuando las circunstancias lo ameritaban. El objetivo era uno solo: la verdad.                Pero luego, el grupo fue creciendo y multiplicándose, a tal punto de que  todos pensaban distinto a lo establecido, pero igual entre sí ,y  ya no podía diferir entre uno y  otro. Cuando este hecho rozó mis pensamientos, fue que me percaté de que habia perdido mi identidad.  Ahora yo estaba de acuerdo con lo que creía la multitud, con el pensamiento  único que reinaba en el ambiente ,y eso me hacía curiosamente feliz. Ya no me cuestionaba nada.             Durante mucho tiempo las cosas anduvieron bien ; a nadie se le ocurriría disentir con las mayorías. No nos permitíamos dudar, poseíamos todo lo  necesario, aquello por lo que habíamos luchado durante tanto  tiempo. No podíamos  ahora, dar marcha atrá. No había marcha atrás posible.  Un sueño se había cumplido.                   No todos estaban de acuerdo con esta corriente del pensar , ellos lo sabían más que nadie. Así como  también estaban al tanto de la existencia de los disidentes,  de ese minúsculo grupo de gente que atentaba contra nosotros de todas las formas y desde todos los lugares  posibles. Y como a esta altura estaba en riesgo hasta  la existencia misma  de nuestro grupo, fue que me eligieron a mi para buscarlos e identificarlos.                  Conocían mis habilidades para reconocer disidentes; ellos solían encontrrse en las sombras, embozados entre la multitud silente, agazapados en la oscuridad.                                               GABRIEL   FALCONI            
LOS DISIDENTES
Autor: gabriel falconi  1380 Lecturas
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LA ABUELA
Autor: gabriel falconi  1694 Lecturas
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                                                                 LA ENREDADERA                       No supe de su presencia hasta bien entrada la semana de estar en esta nueva  casa, y no fue por distracción que no la observé, sino por indiferencia, la que uno sostiene con el correr del tiempo,  cuando ya son pocas las cosas que verdaderamente importan. Pero ahí estaba, como colgada del balcón, simulando un suicidio que nunca llegara, bordeando el límite de  mis sentidos.               La descubrí de casualidad cuando terminé  de acomodar los últimos pertrechos, y despejé  la  ventana   que daba al balcón. Venía  trepando desde el piso de abajo, silente y tersa; era curioso,  porque yo estaba seguro que no  la había registrado cuando me decidí por este departamento; lo juraría,  pero no  lo podía  afirmar.             Pero, ¿qué importancia podía tener una simple enredadera, la que, quiérase  o no, adornaba el triste balcón, dándole un marco más natural  y verde a  la desolada vista del contra frente? Ninguna, sin embargo  llamaba mi atención a cada instante, sobre todo cuando era visitada a  la tarde por insectos y pájaros,  cuando el sol se escondía en silencio detrás de los edificios.                   Vivir en un mono ambiente tenía  sus ventajas, era como la extensión de mi propio cuerpo; todas las  cosas sucedían en un mismo lugar y simultáneamente y eso me simplificaba las cosas.  El living, el dormitorio y la cocina eran un mismo ente.  Si ordenaba y limpiaba el living,  significaba que el dormitorio lo estaría también. Pero no habitaba solo  y eso lo fui asimilando con los días;  y era por ella, por la enredadera, la que crecía rápidamente, la que me sacaba la luz del sol, la que seducía a insectos y pájaros  para devorarlos y  luego devolverlos al aire fresco.                        Crecía rápidamente y lo hacía en todos los sentidos, inclusive sobre  el piso del balcón, dificultando mi circulación. No quería lastimarla ni pisarla, así que simplemente agarré  uno de sus brazos  y lo enlacé a uno de los barrotes del balcón. Esto la disgustó sobremanera,  lo intuí por sus extraños movimientos que se desencadenaron sobre sus hojas. Al otro día misteriosamente  volvió a su lugar, pero no me asustó  ya que  se sabe  que las enredaderas siguen el  patrón de la luz solar.                    A los pocos días, y  después de una larga velada, llegué a mi casa a la noche y no pude creer lo que vieron mis ojos cuando entré. La enredadera se había apoderado de casi todo el mono ambiente avanzando por paredes y techo, convirtiendo al departamento en una selva tropical. Faltaban solo los monos y  las serpientes, sus tentáculos se multiplicaban por doquier a contramano de la luz  Me dispuse  enseguida a recortar todo lo que pude  sin lastimarla demasiado, tratando de liberar las zonas que  necesitaba para vivir, pero dejándole algunos espacios vitales para ella. Le admití  desarrollarse en las zonas que  más le gustaban, como el balcón y el techo y creo me lo agradeció.                   Una mañana calurosa de esas insoportables,  sentí  como un cosquilleo en los pies; me asusté  creyendo que era un ratón, pero  cuando observé  hacia mis pies la vi a ella,  abalanzándose sobre mis dedos con dudosas intenciones. Me enojé  y ella retrocedió acurrucándose como un perrito sobre una de las esquinas. Intuí que estaba por pedirme alguna cosa  y fue ahí que lo recordé: le faltaba agua. El calor la había agobiado  y si no fuera por mí, ya estaría muerta. Al vecino de abajo  poco y nada le importaba la enredadera; la tenía descuidada y  era por eso que  ella se había instalado conmigo.                    La convivencia se hizo durante un tiempo muy amena, ella respetaba mis espacios y yo los de ella.  Si esto no era así, yo se lo hacía saber, cortándole alguna hoja o simplemente arrancándole un brazo indiscreto; sin embargo, esto me  trajo algunos problemas porque, sin saber cuál era el verdadero mecanismo biológico, luego de la extirpación  le nacía un retoño más fuerte que el anterior,  con hojas más grandes y  tallos más duros y lo que era peor,  crecía más rápidamente.               El colmo fue una tarde que yo volví de mi trabajo.  Quise abrir la puerta  pero había algo que me lo impidió. Era la enredadera que se había apoderado de mi casa, había aprovechado mi ausencia para invadir todo el espacio. Entré  cortando algunas ramas con mi navaja  y empujando con la puerta los brazos asidos al piso. Percibí que estaba enojada por alguna cosa que no entendía cual  era; según mi buen parecer  estaba bien alimentada y tenía la libertad de hacer lo que quisiera. Hasta le permití, para evitar conflictos innecesarios, ingresar al baño, a la heladera  e  inclusive a los placares.                  Pero quería más  y más, no se conformaba con ocupar todos los espacios del mono ambiente,  venia por todo y ese todo, luego lo comprendí, era yo, y lo estaba logrando con éxito. Comenzó  ocupando mis espacios a lo largo y ancho del departamento, a tal punto de que  ya no pude casi moverme; me atrapó  y me sujetó  al piso con sus fuertes brazos; difícilmente podía  alimentarme y hacer mis necesidades. Me dejó  una mano  y una pierna libres,  con la cual podía realizar algunos movimientos básicos  que me permitieron sobrevivir algunos días, pero no muchos, porque llegó  un momento en que ya no pude hacer nada.                       Con gran inteligencia  me mantuvo sujetado lejos de la heladera y de la puerta; con gran inteligencia se encargo de ir devorando primero mis cuerdas vocales, luego los miembros,  para por fin devorar mis órganos vitales. De pronto, un hilo de esperanza surgió detrás de la puerta, eran ruidos como de pasos y de gente hablando, ¿serian los vecinos que venían por mi rescate? pensé; al  rato alguien preguntó si estaba todo bien pero yo no podía hablar,  estaba agonizando  y no tenia cuerdas vocales.                Siento entonces  que trataron de abrir la puerta, primero con una llave, luego con golpes de puño,  pero nada aconteció. Hasta que al fin vi,  después de un largo silencio, que debajo de la puerta surgieron como de la nada,  brazos y tentáculos teñidos  de rojo que   lentamente se dirigían hacia mí.                                                                                                                                                                                                                
LA ENREDADERA
Autor: gabriel falconi  1236 Lecturas
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LAS ALAS
Autor: gabriel falconi  1261 Lecturas
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EL LIDERAZGO
Autor: gabriel falconi  1048 Lecturas
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                                                                 La Despedida               Sabía que quizás era la última vez que se encontrarían, pero quería amarla una vez más y despedirse para siempre. Ella había sido su obsesión y ejercía sobre él una tremenda atracción. El lugar lo eligió ella, apartado del ruido y oscuro como el manto que la recubría. El romance duro poco, para él fue la gloria, para ella apenas su cena.
LA DESPEDIDA
Autor: gabriel falconi  1054 Lecturas
                                                                          EL TÚNEL                     No vislumbró  ninguna luz al final del túnel, pero siguió su camino guiado por el  sonido de las campanas. Como a mitad del trayecto, tropezó y cayó al vacío confirmando la más grave de sus sospechas. Había sido engañado una vez más, había caído en la misma trampa de siempre. Se levantó del piso y apagó  el reloj despertador de su mesa de noche.
EL TÚNEL
Autor: gabriel falconi  863 Lecturas
                                          LUCIA Y LOS GATOS                       Ya eran cerca de las seis, el encuentro estaba próximo a realizarse. El parque tenía varias entradas, una principal, grande y señorial, y otras dos laterales, más pequeñas, de portón de hierro remendado con alambres torcidos, como una vieja tela rota y cosida a mano. Por esas puertas se aparecía la mayoría de las veces para no llamar la atención de la gente que paseaba por el parque. Ya eran casi las seis de la tarde, ya estaba por hacer su entrada triunfal. Yo siempre la esperaba cerca de uno de esos portones y jugaba a adivinar si esa tarde se aparecería por esa puerta o por la otra. Cuando me equivocaba en mis pronósticos, tenía que salir disparando hacia la otra entrada para deleitarme con su aparición majestuosa por el verde prado, entre la orgía de plantas y árboles de todo tipo y forma.            Era una ceremonia  verla entrar con su vestido largo, su cabellera rubia y su elegancia cursi y anacrónica. ¡Qué importante se sentía esta mujer cuando cruzaba el umbral del viejo portón!  Ni bien un pie suyo entraba en contacto con la tierra, se producía una reacción en cadena: todos lo gatos del parque la rodeaban con la cola para arriba acariciando sus piernas, enredándose con su vestido, maullando de hambre y sed; la seguían hacia el centro del parque, donde estaba la fuente de los leones de piedra, como un ritual, peleándose por un lugar en la cena. Parecía que esta mujer los conocía uno por uno, porque los llamaba por su nombre, por el nombre que ella les puso. Como a una gran familia, la señora les había enseñado que las cosas hay que hacerlas con cierto orden y respetando las jerarquías del clan. Primero comían los más viejos  y luego los más jóvenes y pequeños. Si alguno se salía del libreto, ella se lo hacía saber. Este ritual se repetía a la mañana y a la tarde, un poco antes que una ridícula ordenanza municipal cerrara el parque hasta el otro día (para evitar el pillaje y los robos, decían).            La mujer llevaba un cúmulo de bolsas colgando sobre sus hombros y manos, que iba abriendo al tiempo que los gatos se le abalanzaban como a una presa. De las bolsas sacaba platillos que colocaba en círculos concéntricos alrededor de ella. En cada uno habría al menos cinco gatos hambrientos luchando por un lugar. Con los animales enfermos esta mujer tenía un trato especial: los apartaba y les daba de comer en otro lado; los acariciaba con una devoción que hasta emocionaba de verlo.             No podía evitar observar este suceso casi todos los días, ya que inevitablemente yo tenía que cruzar el parque alrededor de las seis de la tarde, cuando el cielo se disfrazaba de atardecer. Mi ómnibus pasaba a las seis y cuarto y la parada quedaba cerca de una de las puertas adyacentes, del lado de la fuente. Al principio era simple curiosidad, pero luego se transformó hasta en un ritual  para mí. Observaba detenidamente a los gatos y llegué a reconocerlos por su pelaje y su tamaño. Descubrí que los animales estaban distribuidos territorialmente y cuando alguno de los gatos se entrometía en el espacio de los otros, se producía una breve pero intensa disputa geográfica que la mujer trataba de minimizar sobornándolos con algún platillo de comida o agua. Pero algo estaba aconteciendo, porque la población de gatos había disminuido misteriosamente.            Una tarde como cualquier otra en la que yo cruzaba el parque en dirección a la parada del ómnibus, éste no paso a tiempo y yo me dediqué a observar su conducta con más detalle. Un hecho me llamó la atención. Después de que casi todos los gatos habían comido y bebido, esta mujer tomó uno de los felinos (de los enfermos) y lo puso en una de sus bolsas de arpillera dejándole la cabeza hacia fuera para que pudiese respirar. Al principio el gato mostró cierta resistencia, pero al poco tiempo se tranquilizó. La mujer  recogió los platillos y salió del parque dejando una estela de gatos satisfechos y somnolientos. Luego se fue cruzando cerca de mí, e intentando en vano meter la cabeza del gato dentro de su bolsa blanca (aparecía y desaparecía como un juguete móvil). La dejé de ver cuando sentí  el chirrido de los frenos. Entré al autobús distraídamente, y me senté en mi lugar: la segunda ventanilla de los asientos de a dos, enfrente del guarda. No les vi las caras de los pasajeros, pero me las imaginé como siempre, cada una en su sitio, multiplicadas en las ventanas y acostumbradas a llevar la misma expresión, como viejas máscaras de carnaval. Durante el trayecto me surgían más preguntas que respuestas, ¿qué haría la mujer con los gatos?, ¿estarían enfermos?, ¿los curaría y luego los devolvería al parque?, ¿se los quedaría en su casa? Cuando me bajé saludé a alguno de los rostros pero no supe si eran de verdad o sólo su reflejo en la ventana.           El extraño suceso con el gato de la bolsa no volvió a ocurrir hasta pasado un mes  aproximadamente. Yo estaba aguardando mi ómnibus cuando vi  por entre las rejas del portón, a la vieja, cerca de la fuente, que metía a uno de sus gatos enfermos dentro de la bolsa de nylon de arpillera. Mi curiosidad venció a mi rutinaria y mecánica acción de tomarme el ómnibus; cuando éste apareció, lo dejé pasar. El chofer aminoró la marcha, me miró sorprendido, le hice un gesto de que continuara. Era viernes, yo al otro día no trabajaba y no me importó quedarme en la ciudad hasta la noche. El ómnibus siguió de largo sin que se descolgara ninguno de los retratos dibujados en sus vidrios.             La esperé, inmóvil, como si esperara al ómnibus, las manos en los bolsillos, los dientes apretados por el incipiente frío de otoño, una bufanda al cuello; luego la seguí, de lejos y disimuladamente por la acera de enfrente. La escolté varias cuadras circundando el parque, hasta que dobló por una calle sombría. La noche, tentada por el misterio, resolvió al fin bajar para quedarse, esparciendo su oscuridad por las paredes de las casas, que parecían pintadas de negro. Los faroles de la calle nos alumbraban de a ratos, turnándose con su luz intermitente como un árbol de Navidad. Cuando la mujer pasaba por una calle sin luces, dejaba de verla por unos momentos y yo no sabía si ya no estaba o si seguía caminando. En el momento que cruzaba una calle iluminada, la luz se reflejaba en los ojos del gato, transformándolos en una  linterna doble apuntando hacia atrás.           De repente se paró y se metió en una casa que parecía un castillo medieval en miniatura, semejando la mampostería de un teatro de ópera, rodeado por un jardín abandonado y cercado por los restos de lo que fue un muro gris. Me quedé del lado de enfrente mirándola entrar a su castillo de juguete, quieto como un poste de luz pero apagado. Trataba de recordar la numeración de la casa pero era embarazoso por la poca luminaria que reinaba en el lugar. De pronto, las luces del castillo se prendieron y me pareció que era más alto; sobresalía una cúpula  en forma de torre, desde donde se podía ver el techo de las otras casas. Si uno de sus gatos se escapaba, ella podría divisarlo, pensé.           Al rato, la mujer encendió las luces del primer piso. Su silueta iba de una ventana a la otra y luego a la planta baja, pero siempre en la misma dirección, como esperando que alguien le disparase jugando al tiro al blanco. ¿Se le habría soltado el gato y lo estaría corriendo por la casa? Cuando se calmó, cerró las ventanas y apagó las luces, sumergiendo al castillo en la oscuridad total y haciendo desaparecer el contorno de la torre, tornándola  casi irreal. Partí, después que uno de los faroles se prendió, activado, quizás, por una leve ráfaga de viento; no quería que esta mujer me viese desde su ventana y pensara que yo la perseguía.           Era evidente que esta mujer vivía sola y su soledad tendría el olor de los gatos y el sabor amargo de la comida para animales. El viaje de regreso se hizo más oscuro todavía. Las luces que vacilaban al fin se apagaron, el castillo de juguete desapareció detrás de mí, devorado por la noche fresca y desvelada. El autobús no tardó en llegar, pero esta vez iba casi vacío; los retratos descolgados dormían  en algún otro lugar, soñando ser pintados con otros colores.             Mis días y mis noches siguieron iguales y entre ellas el parque y el ómnibus de las seis y cuarto; y antes, la mujer con sus gatos y yo observándola detenidamente, su extraña conducta, su ejército de gatos hambrientos y su extravagante elegancia. Poseía esta mujer un halo de misterio que yo quería develar, pero no sabía cómo entablar una conversación.                           Recuerdo al menos dos intentos fallidos al respecto, en este mismo parque. Uno fue cuando ella pasó cerca de mí en la parada del ómnibus. Yo le hice una pregunta trivial y la mujer me contestó con un maullido. Otro intento fue en la calle, atravesando la avenida. La esperé en la esquina antes de que la mujer cruzara para su casa. Le pregunté si necesitaba de mi ayuda,  pero se ofendió, y trató de arañarme. Tenía razón, al fin y al cabo, yo, para ella, era un desconocido.               El pie me lo dio ella misma, sin querer, un viernes de luna llena en el mismo parque de siempre. Ya estábamos en invierno, y oscurecía más temprano; algunos árboles, despojados de su melena, añoraban tristes, la exuberancia de otras épocas. En el confín se vislumbraba la cara de la luna, seria y enigmática, como el rostro de la extraña mujer. Cuando se disponía a tomar a uno de los gatos enfermos, éste se dirigió hacia mi lado como pidiendo auxilio, tratando de escaparle a su inexorable destino. Sentí que ella lo llamaba por un nombre. Pero el gato no le hizo caso. Lo tomé en mis brazos, esperé a la mujer y lo metí en su bolsa sin que ella me lo sugiriese. La vieja se sorprendió al ver que yo sabía lo que ella iba a hacer con el animal. Me miraba fijo, mientras abría su bolsa (acá hay gato encerrado, habrá pensado la señora al ver mi insólita conducta). El felino se resistía, pero al final logró meterlo en la bolsa. La cerró dejándole la cabeza para que pudiese respirar. -Tante grazie segnore -¿Cómo? - Tante grazie segnore, volvió a repetir inclinando elegantemente la cabeza. -¿Es Ud. italiana?, le pregunté, sorprendido por su amabilidad. - Sí signore. ¿Lei parla italiano? - Me temo que no señora. ¿Hace mucho que vive acá?-, le pregunté, mientras la acompañaba en su lento paso hacia la puerta remendada con alambres. - Muchos años, los suficientes para ya no volver a Italia -, dijo.  Allá no tengo a nadie. Acá por lo menos tengo a mi marido. Enterrado por supuesto,  pero al menos lo tengo por acá. -¿Enterrado en el parque? - No, en estas tierras, quise decir. ¿Va para allá?-, me dijo, señalando el camino que bordeaba el parque, el que la llevaba a su casa y el que yo conocía de memoria. -No exactamente, pero la puedo acompañar si Ud. quiere. -Gracias, así me ayuda con este gato inquieto. Caminemos lento, por favor, con mis años... ¿Nos conocemos, verdad? - Nos hemos visto en este mismo parque en otra oportunidad. Dígame: ¿Es suyo el gato? - No signore, el pobre está enfermo y me la llevo para curarlo. Es la segunda vez que lo hago con éste; yo no sé qué les pasa en este parque; mire que comen bien. Mejor que yo no los atiende nadie. -Eso seguro, le contesté .     Su voz era finita y aguda como el quejido de un animal. El gato la miraba con resignación, como sabiendo cuál sería su destino. Por la avenida sentí el motor del ómnibus dar las seis y cuarto, sin casi aminorar la marcha. Lo seguí con la mirada, eché de menos la intimidad de sus moradores, la certidumbre de sus gestos, los retratos colgados. -¿Será el frió señor, o alguien los debe estar envenenando? - No lo sé señora. ¿Será un virus, acaso? -Debe ser una enfermedad, una maldición, porque últimamente se me están muriendo.              Pronunciaba estas palabras como si los gatos fueran de su propiedad. A veces se le escapaba algo en italiano y yo le perdía el hilo. Caminaba pausado, la mirada siempre en el piso, los ojos de vez en cuando hacia delante, sólo para confirmar que no se chocara con nada. ¿Tendría la columna torcida de tanto llevar las bolsas y los gatos? Por momentos el minino trataba de escaparse y la mujer le decía algo en italiano y la empujaba para adentro recibiendo un arañazo. En las esquinas me pedía que le ayude a bajar el cordón de la vereda tomándose de mi brazo. La luna plateada, ya más decidida y altanera, le alumbraba el camino y le indicaba las baldosas flojas de la vereda rota, como el seguidor de un teatro. Cualquier traspié podría ser fatal para la vieja y la segura liberación para el animal. -¿Vive por acá?, me preguntó antes de doblar y tomar la calle de su casa. - No. Trabajo cerca de aquí y siempre atravieso este parque, después que salgo del  diario. -Ah, es periodista el señor, dijo la mujer, alzando la cabeza para mirarme. Me puede hacer un reportaje porque yo fui cantante de ópera. - La felicito, dije.       Le pude ver la cara reflejarse con la luz de la luna refulgente. Era pálida, los ojos claros apenas se adivinaban detrás de una cara de pasa de uva. La nariz, totalmente desproporcionada, parecía ser su mejor sentido, pensé. El pelo, casi blanco y erizado, semejaba una peluca. Si realmente había sido cantante parecía que se hubiese  olvidado de sacar el disfraz. -¿Y sobre qué escribe, señor? - Generalmente sobre papel, pero últimamente sobre un ordenador. - Si claro, pero qué escribe. - Todo lo que sea interesante para mi trabajo, generalmente artículos sobre hechos culturales, sobre su gente, su historia, cosas así. Habitualmente para suplementos dominicales, nada importante.          La italiana se quedó quieta y muda al borde de la avenida, observando, imperturbable, los colores del semáforo que mudaban como  un camaleón. El gato se asustaba con el ruido de los autos y las luces de sus faros a veces se reflejaban en sus ojos y producían una luz roja, como un láser. De pronto alzó su vista y me dijo: - La mía  es una historia digna de ser contada. Hay secretos en mi vida que nunca se los conté a nadie, ni se los contaría, creo. Salvo que... - A mí me lo puede contar con total confianza.  - Es muy largo de narrar y ahora es muy tarde y hace mucho frío, signore, pero si Ud. quiere... siempre que sea en forma confidencial, por supuesto.  - Sería fascinante conocer su historia, - le dije. - Quizás podríamos encontrarnos en otro momento...          Era mi día de suerte. Una entrevista con esta mujer significaba más de lo que yo había imaginado que sucediese para resolver el misterio de los gatos. La vieja parecía entusiasmada. Me dejó su dirección. Yo estuve a punto de decirle que ya conocía su casa pero no me animé. Cruzó la avenida tan lentamente que los semáforos dieron varias vueltas sobre sus colores, como una ruleta electrónica. Cuando se posaba en el verde la mujer avanzaba unos pasitos como el caballito de carrera de un casino.                              Quedamos para el próximo viernes a la noche. Le ayudé a cruzar la calle y me volví por la avenida bordeando el parque adormecido y sombrío. Esperé el ómnibus un buen rato acompañado por la luna que ahora simulaba sonreír. Cuando se abrió la puerta del ómnibus, me pareció que la cara redonda del chofer llevaba puesta la misma sonrisa de la luna, pero más apagada.           El viernes siguiente, me quedé un tiempo más en el diario y no pasé por el parque. A las siete en punto como habíamos acordado estaba yo frente a su puerta. No tenía timbre, golpeé con un antiguo llamador: una mano de bronce  que colgaba del centro de la puerta. Estaba fría y pesada, como la mano de un muerto. Lo hice dos veces. Al final sentí ruidos que venían de adentro. De pronto la puerta se abrió sola como en las películas de terror. Sospeché que ella estaba parada detrás de mí. Entré con vacilación hasta el centro del living, con mis ojos puestos sobre mi nuca. La puerta se cerró fuertemente  empujada por un repentino y fugaz viento. A un costado estaba la mujer estirándome su mano y diciéndome buenas noches en italiano. Su mano era fría como la de la puerta, pero más liviana. Tenía el pelo ordenado y llevaba puesto un vestido hindú, muy colorido. Parecía que se trataba de otra mujer, distinta a la que había conocido en el parque, salvo por sus zuecos embarrados, los mismos que le vi en la arboleda. - Pase, deme su abrigo y siéntese -, decía, señalándome  un juego de living de ébano, “estilo imperio”, forrado en terciopelo rojo, que parecía una subasta de antigüedades: al sillón solamente le faltaba el cartel de “no sentarse por favor”. -¿Toma alguna cosa? Si, gracias -, le dije.          Me senté delicadamente sobre el suave terciopelo y esperé a la señora a que volviese de la cocina con las tasas de té. La sala no era demasiado grande; daba hacia la cocina por un pequeño corredor de baldosas de ajedrez. Una escalera de madera en forma de caracol comunicaba con las habitaciones de arriba; otra lo hacía  hacia abajo donde  pensé que estaría el sótano. El estilo arabesco dominaba la habitación; las ventanas onduladas y divididas en rombos de colores, parecían continuar  la forma de los sillones. Los respaldos de los brazos  terminaban en una garra de león. Puse mis dedos sobre las garras pero no tenían filo -¿Por dónde empezamos?- decía la mujer, mientras servía el té en tazas de porcelana china. - Es tanto lo que tengo para contarle...           Curiosamente nuestras miradas se dirigieron hacia el mismo lugar; un retrato sobre el aparador de ébano cuyo ángulo daba directamente sobre nuestros ojos. Dentro del marco, el semblante risueño de un hombre joven y bien parecido nos observaba en blanco y negro, desde otro tiempo y espacio. Se lo veía tan feliz en esa foto que deduje estaría muerto en la actualidad. - Era escocés - No, gracias, no tomo alcohol - Que era escocés, le digo. - Ah,... comprendo... escocés de nacionalidad. - De la nobleza, más precisamente. Mi familia me lo impuso, sobre todo mi padre, quien quería  verme casada con un aristócrata. Pero yo no lo deseaba. Al que yo amaba de verdad, mi familia no lo aceptaba. Con mi amante nos escribíamos cartas a escondidas. Pero un día, mi hermano interceptó una de ellas y la falsificó haciéndome creer que él ya no me amaba. Mi desilusión fue tan grande, que al final terminé casándome con Arturo. A pesar de todo, era bien parecido... - Sí, así lo parece, le decía yo, observando el retrato y  pensando en que la cosa iba para rato, y a mí, lo único que me interesaba, era el misterio que encerraban sus gatos; pero la mujer le seguía hablando al retrato(o insultando) en italiano. Su parlamento inundaba la pieza como si hubiera un televisor puesto en un canal italiano y no me daba pie para preguntarle por su gato enfermo. ¿Dónde  estaban sus animales?, me preguntaba yo, examinando la casa detenidamente. No había indicios de su presencia ni de su característico olor. Ni siquiera había restos de su pelaje sobre el sillón rojo. - ¿Toma más té signore?, insistió amablemente. - Sí, le contesté, pasándole mi taza de porcelana. La mujer parecía que hubiese estado toda la vida esperando este momento para contar su historia; y en la narración, estaba claro que el hombre de la foto parecía ser más un trofeo que un marido muerto. - Duró tan poco mi matrimonio...  -¿Cómo fue eso?,  le pregunté, ya olvidándome por completo de los gatos y de la bolsa de arpillera. - ¡Un día, signore...  un día duró nuestro matrimonio! -¿Un día?, pensé yo, ¡ qué suerte la de esta mujer!  - Lo maté en nuestra noche de bodas, – dijo la italiana. Cuando pronunció estas palabras yo me quedé petrificado con el buche de té en mi boca inflada como un sapo y especulando con los días que me quedarían de vida.  - Pero no se preocupe que contra Ud. yo no tengo nada – dijo. Eso me tranquilizó y pude tragar el buche del té aunque con cierta desconfianza. - Les hice creer que fue un accidente. Pobre, fue un hombre muy querido y admirado. Y se notaba que estaba enamorado de mí- dijo, recostándose sobre el terciopelo rojo y prendiendo un cigarrillo largo de color marrón  chocolate; pero no quería dejarme cantar  que era lo que a mí me gustaba. - Pobre Arturo...         De pronto el silencio y la quietud de la noche se apoderaron de la habitación; las palabras de la vieja quedaron rebotando sobre las paredes hasta quedar destrozadas y mudas. Pero otras parecían surgir de los restos de las oraciones suspendidas. La palabra confesión y denuncia sobrevolaban por el aire, buscando un receptor que las amplifique. Pero nada de esto sucedía. Lo único que se movía era el fino humo de su cigarrillo marrón que subía y se transformaba en una nube blanca en forma de anillo arrugado por encima de su cabeza. Miré hacia el retrato compadeciéndome de él. -¿Qué le pareció la historia? - Interesante -. Pero, dígame ¿No tiene miedo de que yo la denuncie? - Nadie puede comprobar nada, hijo mío. Pensarán que estoy loca, no le van a creer; además, ¡ya pasaron tantos años!          Había algo de cierto en sus palabras, sobre todo en las que afirmaba que estaba loca. Pero no dejaba de resultarme intrigante su inverosímil narración; aunque yo había venido por otro asunto, la historia del escocés bien podría ser la destinataria para un  artículo en el diario. Miré el reloj, ya era tarde. Un viento frío, casi polar, se colaba por las ventanas de colores, congelando aún más la sonrisa de Arturo. - Lamentablemente ya me tengo que ir, - (el último de mis ómnibus estaba a punto de pasar y no podía perdérmelo)-, pero antes, quisiera hacerle una última pregunta. - Hágala, signore. -¿Dónde están sus gatos enfermos? - Ya le dije que los curo y los devuelvo al parque. No pensará que los enveneno ¿verdad? - No, nunca hubiese pensado algo semejante. -  Quedaron tantas cosas para contarle que es una lástima que se vaya. ¿Por qué no regresa otro día, le parece el viernes?, dijo, alcanzándome mi abrigo y abriendo la puerta. Me saludó con su fría mano, que ahora me parecía de bronce.            Le contesté que si, tomé mi abrigo y salí del castillo de juguete. Afuera, el silencio se cortaba apenas por el rumor lejano de algún automóvil trasnochado. La calle estaba dormida, bañada en oscuridad. Observé que las casas eran todas como pequeñas jaulas que encerraban quizá también otras historias  como ésta.  Pensé en abrir todas las puertas y dejar en libertad a los fantasmas atrapados entre sus paredes. ¿Serían ellos los fantasmas o seríamos nosotros?          Divisé al ómnibus cuando crucé la avenida. Lo corrí hasta que lo alcancé. Cuando subí noté cierta similitud entre el guarda y la vieja foto de Arturo. Me senté en mi ventana de siempre. Estaba empañada y la cara  borrosa del guarda reflejada en el vidrio parecía ahora la del noble escocés, pero más viejo.                                                                                                                                   2             La descubrí  sólo una vez antes de nuestra cita del viernes. Encorvada por las bolsas, la vi distribuir los platillos entre los gatos cerca de la fuente (cada vez eran menos) y me acordé de Arturo y de la poca suerte que tuvo con los platillos de la mujer. No le hablé, la observé de lejos traspasar el portón de alambres; la vi lentamente eludir las baldosas rotas como guiada por su memoria, hasta que dobló hacia su casa por la calle oscura y misteriosa. Me pregunté si ella no sería, acaso, la causa de la muerte de los gatos.         Llegó el viernes y yo hice lo mismo: no pasé por el parque y me fui directo hacia su castillo. Esa noche estaba despejada, se veían algunas estrellas  aburridas de tanto dar vueltas sin saber porqué ni para qué. Las luces del pavimento estaban curiosamente prendidas todas al mismo tiempo quizá por primera vez. Me fue fácil esta vez dar con su castillo. La luz me permitió, ahora sí, ver el jardín abandonado. La espesa mata, despareja y seca, me recordó la cabellera de la vieja. Golpeé la puerta con  la mano de bronce y se abrió sola, estaba sin tranca. Me quedé quieto del lado de afuera. Intenté una vez más golpeando la puerta con la fría mano de bronce, para que la mujer se percatara de mi existencia. Al rato veo que la señora sube por la escalera que daba al sótano acompañada por un hombre y se sorprende al verme; me saluda y rápidamente se despide del sujeto. Su cara me era familiar. Quizá lo había visto en el parque junto a la mujer o quizá caminando por la zona. Era mucho más joven, de baja estatura y con lentes gruesos como enormes ojos de vidrio. Llevaba una linterna en la mano. La mujer cerró la puerta después que  los gruesos lentes cruzaron el jardín y se perdieron entre los muros. -  Pase, que hace frío – dijo la mujer, un poco agitada, mientras bajaba apresurada a cerrar la puerta del sótano. Cuando volvió, tomó mi abrigo, lo colgó y me llevó sin mediar palabra alguna, hacia el living de terciopelo azul. Me ofreció algo para tomar pero le dije que no. Por las ventanas  entraba algo del reflejo de las luces del pavimento, tenuemente coloreadas por los rombos de vidrio. -  Es un amigo que me ayuda con la casa de vez en cuando -, dijo, sin que yo le preguntara nada, refiriéndose al petiso de lentes. La mujer estaba desaliñada como si recién hubiese llegado del parque. Su pelo alborotado como un gato erizado, apuntaba para todos lados. La imagen de Arturo seguía ahí sonriendo sin saber porqué ni para qué. -¿Qué hay en el sótano?, le pregunté, yendo al grano. Esta pesquisa puso más incómoda a la señora. Yo tenía la intuición de que algo había en esa habitación - No es de eso de lo que quiero hablarle, vociferó cambiando de tema. El tono de su conversación ya no era el mismo que el de nuestro encuentro anterior. Algo había ocurrido; quizá yo había llegado en un mal momento a juzgar por  la presencia del petiso de lentes. O quizá algo inesperado le habría sucedido. Estaba seria, concentrada en lo que iba a decir. - Hay una cosa que no le conté, pero para contárselo necesitaría de algún dinero. ¿Ud. me entiende verdad? Me surgió un imprevisto y necesitaría el dinero, no mucho, por supuesto, dijo mezcla de italiano y  español.            Por ahí venía la cosa, pensé. Tenía que haberlo sospechado antes, dado su desmedido interés en hablar conmigo, pero ya era tarde. No podía echarme para atrás justo ahora que estaba por hacerme una  importante revelación Le pregunté el monto y era tan insignificante el dinero que me pedía, que se lo di sin preocuparme, con tal de que me siguiera inventando la historia para escribir en el diario. - Ahora, más que contarle una historia, tengo que hacerle una confesión. - Hágala,  le dije. - Mi marido no es la única persona que murió. -¿No?, pregunté un tanto asustado. - No señor.  - También murió Edgardo, mi amante. Yo lo había conocido mucho antes que Arturo, pero mi gente, como le dije antes, no lo aceptaba debido a una vieja rencilla familiar. Cuando supo de mi boda, se suicidó. No soportó tanta humillación.  - Lógico -, le dije yo, tratando de comprenderla y meterme en su mente aunque sea por unos instantes. En su locura ella no experimentaba remordimiento alguno. Le daba placer contar con lujo de detalles los pormenores de su historia, de los personajes que rondaban por su vida. Cuando terminó de hablar en italiano, se relajó (como si se hubiese sacado un peso de encima) prendió otro cigarro largo de chocolate, se recostó en el sillón y se puso a mirar la foto del escocés, buscando, tal vez, redimirse frente a su imagen. - Luego de una larga pausa y cercenando el silencio me dijo: ¿No quiere tomar nada signore’? - No -, le contesté. (No quería ser su próxima víctima) Pero hay algo que quiero que Ud. me proporcione -, le dije.- Necesito las fechas exactas de las muertes. - Ud. ya sabe lo que tiene que darme...             Saqué de mi billetera un monto igual al anterior y se lo di sin titubear. Anoté las fechas en un cuaderno que yo siempre llevaba para estas ocasiones. La muerte del escocés era de treinta años atrás y la de su amante seis meses después. Noté cierta lógica en la concatenación de los hechos. Reparé en ello por unos momentos, pero sin olvidar que estaba frente a una mujer desequilibrada. - Voy por más té- dijo la dama, mientras guardaba el dinero en su bolsillo. Aproveché ese momento de distracción para recorrer la casa. Bajé rápido las escaleras. Intenté en vano abrir la puerta del sótano. Una aroma extraña emanaba desde su interior. Me recordó un viejo laboratorio que conocí en mi infancia. Luego subí sin hacer ruido y me dirigí hacia las habitaciones de arriba. La puerta estaba entornada, pude ver una  habitación con decoraciones de otra época, como una escenografía, pero sentí ruidos  que provenían de abajo y me largué de inmediato. Bajé a tiempo y me senté nuevamente en el sillón como si nada hubiese sucedido. De los gatos no había rastro alguno. De pronto se apareció la mujer con un vestido nuevo, dejó el té sobre la mesa y se fue hacia el aparador. Lo abrió y sacó  un viejo tocadiscos a púa. Lo puso a rodar y empezó a sonar una ópera. - “Lucia”, dijo la mujer, “la ragion smarrita”. ¿Hermoso, verdad?, dijo, mientras daba un sorbo al té. “Il dolce suono mi colpi de sua voce!.... se escuchaba desde el viejo tocadiscos a púa.             La música otorgaba el dramatismo que le faltaba a la escena. La mujer se había puesto unas singulares ropas para la ocasión. ¿Sería el traje de “Lucía?”.  Sus labios se movían a la par de la soprano, pero casi sin emitir sonido (¡mejor!, pensé) Sus manos se balanceaban con el ritmo de la pieza musical, pero a destiempo. Un solo de flauta se intercambiaba con la de su débil y desafinada voz. Su actitud sugería ser la de una diva del canto retirada (con la salvedad  que ella ni siquiera había llegado a ser una diva) Cuando el disco terminó, la mujer se mantuvo en su silla, recostada y  entregada al frenesí que la música inspiraba.            Miré mi reloj, ya era tarde. La mujer seguía en el sillón, vencida por la pasión. Advertí que esta mujer no tenía nada más para contarme, o mejor dicho, para inventarme. Me paré en silencio insinuando mi retirada. La mujer se levantó al escuchar mis pasos, comprendió mis intenciones y se fue en procura de mi abrigo. Nos saludamos sabiendo que éste había sido nuestro último encuentro. Antes de irme le hice la última pregunta - Hay un dato que me falta y es su nombre. ¿Me lo podría suministrar?  - Adivínelo signore, es muy fácil. Cuando escriba el artículo se va a dar cuenta...             Su cometido había sido cumplido: su soledad había sido mitigada aunque sea por unos breves momentos (además de algún dinero) Crucé el jardín y desaparecí en las sombras. La música seguía resonando en mi cabeza, como un eco interminable. La imagen de Arturo y Edgardo me sugerían venganza y compasión, sedientas de un final que les dé paz a sus almas.  Su última frase “Cuando escriba el artículo se va a da cuenta”... siguió sonando en mi cabeza.  Pero era  muy tarde, ya pensaría en un final para esta historia. El ómnibus no demoró en llegar. Eso me llenó de júbilo, porque esa noche hacia mucho frío.                                                                                                                                          3                       Pasó un largo tiempo y a ella no la vi más, se la llevó el invierno envuelta con sus trajes de ópera y su bolsa de arpillera. Tampoco se la vio junto a los pocos gatos hambrientos que aún yacían en el vergel. El artículo para el diario estaba estancado; el relato tenía bifurcaciones sin resolver. Una de ellas era encontrar el paradero de esta mujer y saber qué le paso exactamente, ¿por qué había desaparecido tan repentinamente?             Una tarde salí yo en su búsqueda. Era de día, fue fácil dar con su casona. Pude percibir, a lo lejos, que su castillo medieval tenía un cartel de venta en su fachada. Se había ido o se había muerto, medité. Percutí la puerta con la mano de bronce  pero fue inútil: no había nadie, estaba abandonada, a la espera de un  posible comprador. Recorrí sus alrededores. El fondo parecía un desierto, un cementerio de arboles marchitos, y plantas muertas de sed. ¿Desde cuándo estaba abandonado? Luego salí del fondo  por uno de los costados y me topé con el sótano. La ventana de la bodega estaba cerrada con llave, fueron inútiles mis intentos por abrirla. -¿Viene por la casa?, disculpe la demora -, sentí que alguien me preguntaba detrás de mí. - Si, le contesté, para salir del paso. Era una mujer más bien delgada, con aire servicial y de buena presencia. Una típica vendedora - Pase por acá, sígame por favor.          Me llevó hasta la puerta de entrada. La vendedora no daba con las llaves de la puerta y probaba una a una, hasta que al fin se abrió. Comentaba que siempre se confundía con las llaves del fondo. Adentro estaba oscuro y olía a humedad. Entró la luz cuando levantó las persianas de las ventanas onduladas. La habitación estaba vacía, sin muebles. Un escritorio estaba en el centro del living, como una isla en medio del océano. Allí se sentó y esperó a que yo lo hiciese.         Me contó en forma detallada todos lo pormenores de la casa, cumpliendo con su rutina habitual. Esperé el momento adecuando para dar mi primer zarpazo informativo. Indagué a la mujer hasta donde pude. Al principio no quería hablar, rehuía a mis preguntas; pero cuando se dio cuenta  de que a mí no me interesaba comprar la casa, se explayó largamente.  Sus datos fueron reveladores. La casa hacía muchos años que estaba abandonada   Pero lo más curioso no era eso: su dueña había sido una cantante de ópera que se había vuelto loca. También me confesó que en ella había ocurrido un horrendo crimen y por eso la gente decía que la casa encerraba una maldición. Se comentaba en el barrio, decía la vendedora, que de noche, y siempre a la misma hora, se escuchaba el canto de una mujer. Entonces. ¿Cómo había entrado yo a la casa? ¿Quién era la mujer del parque? ¿Una impostora,  para sacarme algún dinero? ¿Un fantasma?           Le pregunté por la llave del sótano, pero no la tenía. Me confió, que ése era el lugar dónde se suponía había ocurrido el crimen. Se creía que esa puerta había estado cerrada por mucho tiempo y nadie se animaba a traspasar sus límites.           Cuando salí de la casa, la vendedora ya no estaba. Las puertas estaban cerradas. La busqué infructuosamente por los alrededores del castillo. Había desaparecido delante de mis propios ojos. Pero no me extrañó. Ya nada me sorprendía. .                                                                                                                                     4                           El parque reverdecía a cada instante, pero los gatos la echaban de menos. Los que sobrevivieron lo hacían como podían, recogiendo las sobras que la gente les dejaba al pasar.  La desaparición de la italiana  tendría alguna conexión con su confesión, aunque fuese pura invención. La duda se apoderaba de mí. Las piezas del rompecabezas  no me cerraban. El misterio del sótano y el petiso de lentes, era un enigma que no lograba enlazar en mi artículo para el diario. Lo único cierto era el crimen ocurrido treinta años atrás y el fantasma de la cantante de ópera. Quizás la mujer del parque sabía esta historia y abusó de ella para engañarme. El tiempo pasaba y ya no podía esperar otra estación más antes de terminar la crónica.           Era primavera y el bosque cerraba más tarde. Yo a veces dejaba pasar mi ómnibus de las seis y cuarto y me quedaba en el parque hasta que los árboles tapaban al sol. Cuando el cuidador avisaba que el parque cerraba yo tenía la esperanza de verla, como en los viejos tiempos,  alrededor de la fuente y cerca del portón de alambres retorcidos. Una vez tuve la ilusión de que era ella, pero se diluyó en pocos segundos al comprobar que era un hombre disfrazado de mujer y con un perro dentro de una bolsa. Decidí entonces, volver a la casa una vez más. Recordé la ventana del sótano. Tendría que investigar el origen de ese olor extraño. Resolví que lo haría de noche y dotado de los instrumentos necesarios para abrir, si fuese imperioso, la claraboya del sótano.            Lo hice un viernes, para seguir con la tradición de mis encuentros anteriores, pero lo busqué sin luna. Las luces de la calle no se animaban a existir y eso fue de mi ayuda. El castillo estaba lóbrego, con un cartel atravesando la puerta y otro sobre una ventana del piso de arriba. El jardín  sin luz era un obstáculo; los arbustos azotaban mis piernas como si fuesen látigos blandos. Circundé la casa, auxiliado con una diminuta linterna china, hasta llegar a la ventana del sótano. Una persiana con candado cubría la ventana. Lo aparté sin dificultad (estaba roto) y la persiana se abrió. La ventana era pequeña, un hombre no podría atravesarla, pensé. Rompí el vidrio sin hacer ruido y la abrí con cuidado. La linterna china tenía poca potencia pero la suficiente para hacerme sentir escalofríos y repugnancia. Mis ojos no podían creer lo que veían. Nuevamente la linterna doble apuntando hacia mí. Eran los ojos de gato pero ahora parecían quietos y firmes. Sobre estantes correctamente ordenados aparecían los gatos del parque embalsamados, como si fuese un laboratorio de zoología de un colegio secundario. Reconocí, incluso el semblante y el pelaje de algunos.  Recordé el aroma del petiso de lentes. Era inconfundiblemente el mismo. Formol.       Repentinamente escuché ruidos. Moví la linterna para el lugar de donde provenían los chillidos. Eran simples  ratas que cenaban con algo  que no pude vislumbrar. De repente sentí movimientos que venían del fondo de la casa. Pero yo no sabía si venían de adentro o de afuera del castillo. Apagué la linterna y me quedé quieto. Pude distinguir una silueta moverse dando pequeños saltos por el fondo de la casa.  Me escondí detrás del muro y esperé que desapareciese. Nada de esto sucedía.  La silueta estaba ahora frente a la ventana del sótano, podría ser la del petiso, cavilé. Deduje que me estaba buscando a mí. El sereno prendió una linterna mucho más potente que la mía (no sería china) Yo salté para el jardín y me tiré al piso protegido por las alta matas y la cerrazón de la calle. Así estuve un largo rato hasta que ya no se veía la silueta del sereno y no se percibían sus ruidos. Salí reptando por el jardín y rezando para que las intermitentes luces no se prendieran. Cuando lo hicieron, yo, afortunadamente, caminaba por otra cuadra, limpiándome los restos de tierra pegados sobre mi ropa e intimando a mi linterna de que me alumbrase el camino.           Esa noche había despejado uno de los misterios de esta historia. La mujer guardaba como trofeos a los gatos del parque; los alimentaba, los mataba y los embalsamaba. Por eso cada vez era menos la población  de gatos en el parque. Su locura no parecía tener límites. ¿Para qué, con qué fin? Esa noche la pensé entera, mi ómnibus ya no pasaba, caminé hasta el amanecer. Para no extraviarme en la negrura, hice el recorrido habitual del ómnibus. Las paradas, vacías de inquilinos, me sirvieron de guía. La temperatura, por fortuna, no fue un impedimento.                                                                                                                                                                                                                    5                 Luego de resolver parcialmente el enigma de los gatos, quedaban algunos cabos por atar en esta historia. Arturo y Edgardo eran un capítulo aparte. Del primero tenía la imagen de su foto, y del segundo, sólo poseía la fecha y el lugar de su muerte. Rememoré las palabras de la mujer, de los archivos, de las fechas y de los documentos que avalaban sus dichos. Examiné una vez más mi libreta de anotaciones. Ahí estaban los horarios y las fechas de sus muertes, aguardando que yo las cotejara aunque sea para quitarme una duda. Para eso tendría que husmear en los diarios de esos años. Lo mejor, pensé, es ir a la Biblioteca Nacional. Quedaba en el otro extremo de la ciudad, al que yo no iba nunca. Me transportaría el mismo autobús del parque, pero en sentido contrario.           Lo hice una mañana antes de ir a mi trabajo. El ómnibus era el mismo, pero sus habitantes me eran totalmente desconocidos.  Sus miradas me intimidaban y yo me sentía como un extraño. Puesto que el itinerario era en sentido opuesto, esta vez el guarda era el chofer anterior y el chofer era el guarda del recorrido precedente. Sentí un gran alivio cuando entreví por la ventana que ya nos acercábamos al edificio de la Biblioteca.             Me llenaron de diarios y papeles de la época en que hipotéticamente habían ocurridos los hechos narrados por la vieja. Los coloqué sin hacer ruido en una de las butacas que elegí al azar. Era muy temprano. Exploré, como en un viaje a través del tiempo, las páginas policiales de los diarios de la época.  Lo hice durante bastante tiempo, porque en un momento dado quedé sólo y dormido, pero nada encontré.              Luego, caminé hasta la parada del ómnibus saludando al pasar a unas caras conocidas. Recordé el relato en el que yo me encontraba antes de entrar a la biblioteca. Recapitulé que le faltaba un final. En el trayecto, el ómnibus cruzó por al parque. Observé por la ventana que  ella estaba cerca de la fuente. Bajé inmediatamente. Ahí estaba  la mujer de los gatos, la que yo veía todos los días después que salía del diario, la que dio origen al relato sin terminar.  Cerca de la fuente de los leones de piedra, se disponía a volver para su casa, como lo hacía todos los días. Sé que algunos pensaran que fue una mala acción. Pero fue inevitable.                     Ella, Lucía,  fue la que me lo sugirió. Esperé el momento propicio, la impunidad de la oscuridad, el agua de la fuente y su eterna maldición. Un gato saltó de la bolsa y corrió hacia la luz. Sus ojos, únicos testigos del final, reflejaban la luz  como una linterna doble apuntando hacia atrás.                                                         GABRIEL FALCONI                  
LUCIA Y LOS GATOS
Autor: gabriel falconi  1464 Lecturas
                                                      LA MUJER VIRTUAL                Mr Edwards Galan, un célebre magnate de la informática, quien nunca supo ni de fracasos ni de flaquezas, se encontraba, no obstante, sumido en la más grave crisis de su vida, a raíz de la repentina y trágica muerte de su joven mujer, con quien se había casado hacía apenas un año y con quien pensaba  compartir el resto de sus días  en su lujosa mansión que mandó construir para ella en las montañas de Aspen.           Sería muy tedioso enumerar aquí los significativos logros y triunfos de su larga carrera. Todo lo que se propuso Mr Galan había llegado a buen término. Venció uno a uno todos los escollos que enfrentó en su vida, salvo, claro está, el de la muerte.             Victoriosa, se burlo de él desde el féretro de su mujer, el día del entierro, en el Forest Lawn  Memorial Park de Los Angeles. Juró vengarse, se ofrendó a si mismo que lucharía contra ella, usando todos los medios que tenía a su disposición, que no eran pocos, por cierto. No en vano lo apodaban  uno de los “padres de la red”.               Los que lo conocían  sabían que no estaba loco y los otros, los que sabían de él por sus libros e inventos fruncían el seño la noche que los convocó en su casa inteligente, valuada en veinte millones de dólares, dos meses después del accidente de su mujer. Reunidos alrededor de una mesa virtual, los más importantes genios de la informática conferenciaban en su casa desde todos los rincones del mundo, a raíz del insólito proyecto que surcaba obsesivamente por los circuitos neuronales del magnate perforando su melancólica ubicuidad.               La idea parecía al principio descabellada, pero viniendo de quien venía y sabiendo de su terrible condición emocional, quizás deberían darle una oportunidad a su imaginación, que parecía ya, a esta altura, no tener  límites. ¿Volver a su mujer a la vida?, se preguntaban algunos incrédulos desde sus laboratorios a miles de kilómetros de distancia. Claro que no era exactamente eso, sino algo similar. Dinero disponía y contaba además con un grupo selecto de los mejores cerebros de la computación mundial que inmediatamente respondieron a su llamado.            El desafío era enorme, pero Edwards, estaba acostumbrado a enfrentar estos retos. Las interrogantes surgían desde todas las ventanas virtuales de su mesa cristalina. Algunos desestimaron el proyecto por su excesiva complejidad; otros, prefirieron sumarse al reto, comprometiéndose a resolver el enigma de la mujer virtual, haciendo uso para ello de los últimos adelantos tecnológicos. Si éstos no eran suficientes, los inventarían.               Ni bien Edwards acarició las ventanas, los rostros desaparecieron de la mesa, ahogándose en el océano infinito de  la red. Debía esperar, ahora, que estos señores resuciten, al menos, la esencia de lo que fue su mujer. Mientras tanto, su casa le suministraba el refugio adecuado para la espera de las noticias; su trabajo, la necesaria distracción. Su soledad, al menos ahora, se diluía en el torrente de los recuerdos, con la esperanza del pronto retorno de su joven mujer.                 2                      Al poco tiempo, ya contaba con los primeros esbozos e ideas surgidas de alguno  de los equipos consultados a distancia. Uno  de ellos, proveniente del Japón, le sugería la creación de una muñeca robot semejante a su mujer en cuerpo y alma y fabricada con  un material similar a la textura de la piel humana. Otro, desde el Canadá, le proponía la construcción de un holograma inteligente.                                                           Desistió de ambos al recibir el tercer proyecto, proveniente de la Universidad de Columbia, el que resultaba meramente de la combinación interactiva de su imagen y voz. La muñeca le pareció algo anticuado  y los hologramas no  le aportaban nada nuevo  ya que en su casa había un compartimento dedicado a estos eventos en tres dimensiones.               A simple vista el tercer proyecto parecía ser  el más sencillo, pero encerraba en si mismo una idea casi revolucionaria. Según los estudios desarrollados por este equipo, se estaría cerca de crear algo así como una inteligencia artificial. Un cerebro artificial con cierto desarrollo autonómico, incluso más que el que poseía su joven esposa.               La idea era la siguiente: valiéndose de las modernas instalaciones de su casa digital, y desde las pantallas  líquidas de las paredes, su mujer podría hablar con él como lo hacían todas las tardes, cuando  el sol  jugaba a las escondidas detrás de las montañas rocosas de Highlands, o cuando la luna, seducida por los pinos, se hundía en el lago, convirtiéndose en caliza.                  Lo revolucionario (esto le gustaba mucho a Mr Edwards) es  que dentro de la procesadora, los recuerdos y vivencias de su mujer  se encontrarían almacenados como en la memoria de un cerebro real. En cierta forma, estaría nuevamente frente al alma de su mujer. La sofisticación de tal invento sobrepasó incluso a  la propia imaginación de Mr Galan. No lo dudó un instante y contrató a estos jóvenes pioneros de la inteligencia artificial.              La tarea requería de mucho tiempo y de la colaboración del mismísimo Edwards. Desde la  mega computadora de su casa, les proporcionó las imágenes  más significativas de su juventud, las impresiones fílmicas de su infancia, las fotos de los principales acontecimientos de su vida y un relato minucioso de su existencia, desde su nacimiento hasta su repentina muerte. Para esto, necesitó de la asistencia de amigos y parientes más cercanos. De todos ellos se forjó el rompecabezas de la vida de Cinthia. Con dinero todo se podía conseguir.                                                                                                                                     3                      En el living de su majestuosa casa en la montaña, construida en forma circular y giratoria, programada para seguir el movimiento solar, (la que había elegido ella para vivir con él), Edwards esperaba ansioso el reencuentro con el espíritu de su mujer. Para semejante suceso, acondicionó la mansión teniendo en cuenta  que ahora (lamentablemente) su mujer  ya no tenía cuerpo; era apenas una mente que estaría esparcida por todas las paredes de  pantalla líquida de la casa circular lista para iniciar una conversación en el momento que él lo requiriese. Así lo estipulaba el proyecto de la mujer virtual y así fue, que las pantallas, multiplicándose por todas las paredes como  un laberinto de espejos, se repartían celosas, el alma de su mujer.            Las dudas, sin embargo, no tardaron en visitar su razón. ¿Sabría ella que está muerta? ¿Sabría ella que sólo está echa de microchips y sofisticados circuitos electrónicos? ¿Lo reconocería como su legítimo esposo?             Sumido en las más tiernas remembranzas, el magnate se resignó a esperar el retorno de su mujer como si esperase la llegada de un ángel caído del cielo. Desenterradas del cementerio del olvido, las evocaciones lo llevaban hasta el día en que la conoció en la fiesta anual de la Cisco Systems. Se le presentó como una  simple admiradora y resultó  ser al poco tiempo su dulce  y entrañable esposa. La diferencia de edad no fue impedimento el día de su boda y menos aún su diferencia patrimonial. Suspicaces comentarios recorrían los pasillos en todas las reuniones en que se los veía juntos. Pero  eso, a Edwards no le importaba. Ya había perdido la mitad de su patrimonio con su primera mujer y había tomado los recaudos necesarios para la segunda. .          También recordaba el último día que la vio con vida y la culpa le removía las entrañas como un viejo malestar crónico. Todo ocurrió repentinamente esa mañana fatídica, cuando ella  rehusó  viajar en el jet privado de su empresa y decidió ir a Los Angeles en su auto a ver a su madre enferma; trató de impedírselo, pero ella, como una niña caprichosa, se salió con la suya  y eso le costó la vida.                                                               4                 La fecha tan anhelada llegó; el proyecto, guardado en un enorme disco duro estaba pronto para ser instalado en el cerebro de  la computadora  de su casa. Los expertos contratados por el tercer equipo llegaron  con las primeras luces del alba. Esperaron en la planta baja a que el ascensor los transportase por una suerte de tubo metálico a la casa circular. Eran dos sujetos de alta estatura y  muñidos de una enorme valija donde traían el cerebro de  su mujer.  De afuera dirían que iban hacia un platillo volador. Prevenidos, simularon sorprenderse.             El día era espléndido, como esos que le gustaba apreciar a ella desde  los amplios jardines de la terraza giratoria. Edwards prefirió dejarlos solos y se fue de caminata por su  chopera de álamos. El débil sonido de la brisa lo guió hacia el lago artificial, enclavado en un pequeño valle verde, ahora inundado por el progreso. El agua, como un diáfano espejo,  ondulaba  su rostro,  con la exigua vibración del aire.             Los hombres pasaron varias horas ajustando los programas hasta  que la mujer quedó instalada y configurada en los circuitos electrónicos de la mansión. Según el plan, con sólo abrir la boca el magnate entablaría una conversación con la imagen interactiva. Ella sólo respondería al tono de su voz y no a otro, como  si fuese su verdadero amo y señor.              Antes de retirarse,  los técnicos instruyeron al magnate en el uso de la mujer interactiva. Su utilización era muy sencilla, pero requería de algunos conceptos básicos. El principal era la contraseña de entrada y la de salida, que siempre debía usar para comunicarse con la pantalla. Nunca debía olvidar y esto era de suma importancia,  que la imagen, a pesar de todo, seguía siendo, de alguna manera, una mujer.               Luego de despedirse, Edwards, afanoso por reencontrarse con su esposa, entró en su casa sigilosamente, por el tubo de metal como si entrase a la jaula de un león. Curiosamente sintió que ya no estaba sólo; como si alguien anduviera rondando el lugar, o lo que es peor  como si hubiera un fantasma.                 El sol ya se ponía,  pero todavía sobrevolaba un resto coqueteando  con  el sofá del living. Enfrente estaba la pantalla líquida, apagada, esperando despertar de un largo sueño;  con sólo  decir la máxima a modo de contraseña su mujer aparecería al instante.             Aguardó  un momento, retuvo el aire de sus pulmones, leyó la frase en silencio, aprisionándola entre sus tejidos. Había esperado mucho para vivir este momento. Afuera, las montañas, recostadas sobre el horizonte, bosquejaban un atardecer circular.            Luego de una breve pausa, de frente a la pared, Edwards  tímidamente pronunció las palabras: - ¿Estás ahí amor?                 De pronto, una luz levemente azulada, como celestial, irrumpe desde la pared,  y la esposa, más hermosa que nunca, mirándolo y sonriendo le contesta: -Claro, querido, aquí estoy como siempre.                   Esas palabras fueron suficientes para provocarle una  profunda emoción; prefirió darse vuelta para que no le vea su cara humedecida por el llanto. Imágenes y recuerdos, de pronto emergieron en la pantalla de su cabeza como si hiciera un zapping con su pasado. Era ella, su misma voz, sus ojos verde  esmeraldas, su pelo fino y largo, su seductora sonrisa. Estaba como el día que la conoció en la reunión anual de la Cisco System. Pero luego recordó que ella no lo podía ver y se volvió hacia la pared. -Es hermoso el atardecer, verdad Cinthia?, dijo Edwards, mirando ahora hacia la montaña. -Eso creo, mi amor, eso creo. ¿Quieres que demos un paseo? -Por supuesto, querida.              Edwards sabía que Cinthia estaba programada para mantener una conversación inverosímil y fuera de la realidad. Sabía que diría incongruencias como ésta de salir a dar un paseo,  pero también sabía que tenía que seguirle el hilo de su discurso para poder adentrarse en su mundo programado.  -Dime querido ¿has pensado en algo para la cena?, dijo ella tomando sorpresivamente  la iniciativa. -No, querida,  pero ya pensaré en algo. - Gracias mi amor, siempre puedo confiar en ti. - Adiós mi amor.                  Cuando pronunció esta última frase, la pantalla se apagó como estaba estipulado en el contrato. El invento funcionaba a la perfección, un nuevo logro se apuntaba en su larga lista de triunfos. Su mujer aparecía como él la recordaba y sus gestos y tono de voz disparaban en su mente, como una contraseña emocional, sentimientos entumecidos por el tiempo. Exaltado, Galan  sintió más tarde, cuando una máquina le servia su cena, que volvía a ser un hombre casado.  Un río de pasiones atravesaba las paredes,  convirtiendo las pantallas en verdaderos testigos del futuro.             Se fue a acostar con las palabras mágicas “estás ahí amor” en la punta de su lengua,  pero desistió de pronunciarlas a último momento; ya  había tenido suficiente por ese día. No quería saturar a su mujer justamente el día que volvió a la vida, el día de su segundo nacimiento.              Antes de dormir selló todas las puertas de su casa con sólo mencionarlo al aire. Un sistema de trabas y alarmas se prendió al instante transformando la mansión en un bunker. El aire fresco de la montaña, sin embargo,  se filtraba como una lejana evocación de pinos.               A la mañana siguiente, la casa se encendió sola y se conectó entre sí  y con la computadora madre, como lo hacía siempre a la misma hora. Una ducha caliente programada para las 7: 30 lo aguardaba con su denso vapor en la bañera. Las noticias auguraban un día inmejorable desde todos los rincones de la casa. Decidió, entonces, prender el motor giratorio  para así  poder ver el sol todo el día desde su magnifico living circular. Los muebles, programados de antemano, se ubicaban como le gustaba a su mujer.             Esperó su desayuno para llamar a Cinthia. Luego de untar varios panes con su mermelada preferida, y embriagado por el aroma del café, Edwards resolvió, esa mañana, que ya era hora de conectarse con la pantalla. Un ligero nerviosismo se apoderó de él como si hubiese tocado un cable pelado. -¿Estás ahí amor?    - Claro, querido, aquí estoy como siempre-, se escuchó desde la luz blanquecina de la pared. -Es hermosa la mañana, ¿verdad Cinthia? -Eso creo, mi amor,  eso creo. ¿Quieres que demos un paseo? - Por supuesto, querida.               Hasta aquí parecía ser siempre la misma historia, el programa respondía de forma  similar, Edwards estaba alertado de que esto sucediese así. Además, éste suceso no difería mucho con la realidad de lo que había sido su vida matrimonial. Quizás lo mejor, pensó, es derivar la conversación hacia otros ámbitos, como le habían sugerido sus asesores  y esperar  de ella una respuesta  que lo conduzca por un camino de mayor interés para la conversación.               La mujer lo observaba con una débil sonrisa desde la pantalla, como esperando que dijese alguna cosa. Rara vez, lo sabía, tomaría ella la iniciativa. Con el pelo suelto como le gustaba al magnate y sus ojos verdes iluminando  su cara, como destellos bucólicos, las palabras parecían estar de más. -¿Has dormido bien?, preguntó Edwards  para tantear los circuitos del procesador. - Estupendamente…..no obstante….  ¿sabes?,  a veces siento que extraño…. -Dime amor, ¿qué extrañas? - No lo sé exactamente…  mejor  olvidémoslo… ¿quieres? - Lo que tú digas está bien. ¿Necesitas algo para esta mañana? -No lo creo. Me basta con estar contigo. Aunque, pensándolo mejor,  me gustaría ir al pueblo a comprar aquellos adornos que tanto nos gustaban cuando nos casamos, ¿lo recuerdas? - Así lo creo, querida, así lo ceo. Dime ¿cuál quieres que te traiga? - Aquel japonés…el de las flores... …el ikebana                Era su ornamento favorito y estaba esparcido por todos los escondrijos de la casa como un  verdadero adorno plaga. Integraban ese grupo de recuerdos que Edwards no quiso dejar que escaparan de su memoria virtual. - Lo tendrás esta misma tarde, querida. - Gracias, mi amor,  siempre puedo confiar en ti.            Galan recordó que ciertamente tenía una diligencia que hacer en el pueblo y optó por terminar la conversación abruptamente. La despidió con un “Adiós mi amor”, la pantalla se apagó instantáneamente, y el magnate alertó a la casa que iba a salir. Automáticamente, el auto lo esperó en el garaje  con la puerta abierta y el motor encendido. Tomó la Higtway 82 la  misma ruta que la del día fatídico pero cuando vio el letrero del poblado dobló hacia Snowmass Village, una zona más alta y rocosa. Arriba, una pequeña villa lo aguardaba mansamente; la nieve resistía heroicamente los primeros rayos del amanecer. Era temprano, algunos negocios estaban todavía cerrados, la gente aún no se había enfrentado con el frió de esa mañana;  esperó en la puerta a que abriesen el de la tabaquería. A ella no le gustaba que él fumase,  pero eso no se lo dijo a los formadores de recuerdos. Cuando salió vio los ikebanas pero no los compró, no hacían falta.                La hora del almuerzo llegó y  Edwards no quería dejar pasar la oportunidad de comer con Cinthia. Era uno de los momentos del día que más la había echado de menos, sobre todo por su gran sabiduría a la hora de cocinar y preparar la mesa con sus adornos favoritos. Algunas de sus recetas preferidas las había dejado  guardadas en su máquina pero el resultado no era el mismo. Le pidió a su cocinero virtual que preparase uno de los elegidos de Cinthia, el suflé de verduras. Hacía algo de calor, se lo anunció a  la pantalla  y la casa bajó  la calefacción dos grados instantáneamente.  Luego, con el plato servido  sobre la mesa, pronunció las palabras mágicas. - ¿Estás ahí amor? -Claro, amor,  aquí estoy como siempre. -El suflé está de maravillas.  -Ya lo sé, amor, es tu plato predilecto.               Era curioso como funcionaba el invento: ella siempre estaba mirándole a los ojos,  como esos cuadros del renacimiento,  donde hacían un maravilloso uso de la perspectiva. Lo observaba con sus ojos, vidriosos, aunque siempre sonrientes. Así quiso recordarla,  con sus mejores facetas. -¿Sabes? , dijo Edwards,  hoy quisiera que me hables algo de ti. -¿Qué quieres saber, querido? -¿Eres feliz conmigo, amor? -¿Porqué lo dudas si tu sabes que es así? -A veces necesito que me lo digas, simplemente eso. - Te lo estoy diciendo, no tengo ninguna duda. - Gracias, y  dime al pasar… ¿quieres algo especial para el día de hoy? - Me gustaría  jugar un partido de bridge, si fuese posible. -Como tú gustes, le contestó, aunque a él no le agradaban los juegos de mesa.                     Cuando terminó su almuerzo y para evitar la conversación sobre el bridge que tanto odiaba  pronunció las palabras mágicas  de la contraseña y ella desapareció del comedor. Tomó conciencia de que no cualquiera podía hacer semejante cosa con su mujer y pensó si no sería  la construcción de este invento la culminación de un ideal y si no sería también, el momento de patentarlo, pero desechó esa idea al entrar en su escritorio y observar la pila  de trabajo acumulado que tenía pendiente. Tomó uno  de sus puros y lo prendió sin culpa ninguna. Su aroma de finos perfumes tropicales, lo colmó de presencias.                                                                                                                            5               Una suave música le notificó desde las paredes, al cabo de un rato, que la cena estaba pronta. Edwards prefería este tipo de melodías casi monótonas para un momento de  relax como era el de la cena. Sobre todo después de una larga  jornada de trabajo, cargada de complejas y postergadas tomas de decisiones. Su vasto imperio, un conglomerado de empresas informáticas diseminadas por todo el mundo, era monitoreado desde su casa como si fuese un controlador de vuelo. De sus decisiones dependían el futuro de sus empresas  y el valor de sus acciones.           La música, lenta y suave, de a poco, lo iba  aterrizando y lo guiaba hacia el comedor donde lo estaba esperando Cinthia. Otro de los platos preferidos de ella estaba destinado a atravesar su fino paladar. Un par de velas rojas lo escoltaban impertérritas, como dos vigilantes frente a un mausoleo. -¿Estás ahí, amor? - Claro amor, aquí estoy como siempre. -¿Te agradan el color de las velas junto al ikebana? -Eso creo, mi amor, eso creo. Son hermosas. -Dime querida  ¿deseas algo para esta noche? - Desearía…antes de cenar…   dar un paseo por el lago… ¿Lo recuerdas?... Aquella noche  en  nuestro primer aniversario en el bote, cuando yo me caí al agua…. - Eh…  si querida…, aquella tarde en la que  tú casi te ahogas…             Por unos instantes, Edwards titubeó al sorprenderse de la memoria que tenía la máquina ya que él mismo no  recordaba el incidente con tanta claridad. Se sonrojó y siguió comiendo su pollo al champiñón, con la imagen de ella nadando de noche por el lago y él detrás tomándola por la cintura  y jugando en el agua como dos chiquillos. ¿Cómo podía recordar ella  algo que ni siquiera  había mencionado a los formadores de recuerdos del proyecto ganador? Quizás sí se lo mencionó y ahora su propia memoria no lo registraba. Comió en silencio, aturdido por viejos pensamientos, que lo saludaban al pasar por su conciencia. -Dejemos el paseo para otro día,  quieres amor-dijo Galan, al terminar su plato. Hace mucho frío  y el agua debe estar helada. -Lo que tú digas está bien, amor.          Antes de abordar el postre, miró sutilmente a la pantalla y lo que antes le hubiese costado quizás algún inconveniente menor, hoy, era apenas un breve intercambio de palabras: le expresó que tenía un viaje de negocios y que volvería en unos días, a lo sumo, una semana. La mujer  lo tomó  para bien, le deseó suerte y  le dijo que se quedaría esperándolo como siempre. No podía pedir nada mejor. Era algo más que la mujer virtual… era  la mujer ideal. Debería patentar semejante invento.                                                                 6                 Luego de dar varias veces la vuelta al planeta, y dormir en lujosas pero indiferentes  e impersonales suites de hotel, y repetir una y mil veces que él, pese a sus años, aún está lejos de retirarse del negocio, Edwards, fatigoso de pilotear su avión, y de darle instrucciones a su copiloto virtual, al fin, retornó a su residencia. Habían pasado más de dos semanas, algunas cosas no resultaron como estaban planeadas y le robaron algo más de su exquisito tiempo. Dejó su avión descansando en su aeropuerto privado y se subió a un auto que lo llevó zigzagueando entre los cerros, como una serpiente entre las piedras. El invierno se insinuaba tímidamente a los lados de la ruta, el viento se lo hizo saber cuando bajó del auto. Desde el garaje ascendió lentamente por el cilíndrico de metal, succionado por su refugio de cristal.             Siempre que realizaba estoy viajes echaba de menos la comodidad de su casa, el aroma gentil de los álamos y pinos y la tranquilidad de la montaña. Durante su peripecia no dejó un instante de pensar en su mujer y en el momento del reencuentro. Según el proyecto, Cinthia debería haber registrado en su memoria lo de su ausencia. De alguna forma, su cerebro iba almacenando y aprendiendo cosas nuevas como una memoria verdadera en tiempo real. En teoría, para ella también habían transcurrido dos semanas. En esto, creía, constaba la originalidad del proyecto, al que tanto había apostado su prestigio y fortuna.                Después de encender la computadora madre de su casa, una voz gruesa y pausada, como la de un hombre cansado, le dio la bienvenida y le informó del estado actual de la casa. Cotejó que todo estuviese en orden, escuchó los recados acumulados de varios días atrás y  tomó su ducha programada para las ocho. Se miró en el espejo y se dijo así mismo que jamás se retiraría del negocio. Esperó en su despacho el horario de la cena para ver a Cinthia. Observó por el cielo raso el paso de una tormenta. Instruyó al cocinero virtual, desde los vapores de su baño, el menú de la noche.               Antes de sentarse a su mesa pensó muy bien qué le diría a Cinthia. Había pasado más de una semana y quizás ella se merecía, al menos, una breve explicación. Al fin y al cabo era su esposa.           Una alarma aguda y constante le anunciaba  que el soufflé  estaba pronto. Antes  de cogerlo, pronunció la contraseña: -¿Estás ahí amor? - Claro, amor, aquí estoy como siempre.               Estas palabras tranquilizaron al magnate; tomó el soufflé y la alarma se desvaneció como un añejo suspiro. Todo parecía indicar que su ausencia no había ocasionado ningún trastorno en su conducta. Sin embargo, cuando se llevó su primera mascada a  la boca, desde la pantalla azulada se escuchó: -Dime amor,  no te ibas apenas una semana… ¿por qué pasaron tantos días? - Razones de trabajo,…  tú sabes la enorme responsabilidad que reposa sobre mis hombros. -Ya lo sé…sólo que espero que no sea por otros motivos, ¿verdad?              -¿Qué otros motivos puede haber? -Tú lo sabes…  no es necesario que te lo recuerde- dijo,  cambiando sutilmente el tono de su voz. La expresión de su cara se tornó algo seria, su contorno se puso recto como solía ocurrir luego de alguna breve discusión.                 Ciertamente Edwards estaba desconcertado, el suflé, que sabía de maravillas, se le atragantó en su garganta y  pensó por un momento en discar a los fabricantes de Cinthya, y decirles que le devuelvan su dinero, pero desistió al recapacitar que quizás se trate sólo de una broma programada para este tipo de diálogos triviales. Con sólo derivar la conversación a otros ámbitos, la máquina dejaría de insistir sobre el asunto. Así  resultó ser, cuando le preguntó si quería dar un paseo por la ciudad, a lo que ella respondió  muy alegremente que sí.             Un gran alivio recorrió el cuerpo de Galan, relajando sus articulaciones y moldeando sus músculos.  Sin embargo un alerta se iluminó dentro del magnate: nunca debía subestimar los alcances del invento, y menos  tratándose de algo aún desconocido, y todavía en  fase experimental.  Luego se despidió con un “Adiós amor”, la pantalla se puso negra, Cyntia desapareció y  Edwards se fue a dormir, no sin antes convertir la casa en un bunker circular.                                                                7                 Lo despertó la voz de Cyntia, colgada de la pared, como un parlante invisible. Edwards se preguntaba, sobresaltado en su cama de agua, cómo  esto  era posible. Luego recordó que, como estaba estipulado en el manual de los fabricantes, y como le gustaba hacer siempre a su mujer en  las fechas importantes, las que tuviesen un significado para ambos, ella tomaría la iniciativa en la computadora madre acaparando el control sólo por unos breves segundos. Pero… ¿de qué fecha estábamos hablando? se preguntaba, atónito el magnate, mientras  cabalgaban por su mente siniestros pensamientos y se preparaba su desayuno manualmente desde su lecho flotante.  No eran ni su cumpleaños, ni su aniversario de bodas, ni nada que se le parezca. Optó por no contestar el saludo de su mujer para evitar quizás una discusión innecesaria. Esperó a que Cinthia dejara el control del cerebro de la casa;  según el proyecto, eso tomaría apenas unos segundos. Más tarde, cuando esto  realmente sucedió, pronunció la contraseña, ella desapareció y Edwards, aliviado, volvió a tomar las riendas de su casa.             La voz de la pared  le alertaba que el tiempo estaba desmejorando y que una probable llovizna caería sobre la  ladera de la montaña; en una de las pantallas le anunciaban los valores de sus acciones del día de hoy; en otra, una esbelta figura hacía movimientos imposibles de  imitar a su edad desde una playa del caribe.                  Se fue a su oficina y desde allí comunicó el incidente de su mujer a sus creadores. Sorprendidos, no supieron resolver el enigma; le sugirieron revisar la base de datos y cerciorarse de algún error en la programación de sus apariciones establecidas por fechas y sin  mediar las consabidas contraseñas.            Así lo hizo y la sorpresa lo catapultó de su cómoda silla de terciopelo. ¡Hoy se cumplía un año de su muerte y él lo había olvidado por completo! No se lo perdonaría jamás. Debería estar en estos momentos en el Forest Lawn de Los Angeles junto a la familia de Cinthia, pero prefirió quedarse aquí junto a…precisamente… ¡Junto a ella!  ¿Habría logrado, entonces, vencer a la muerte?, se preguntaba, ahora sí, con cierto orgullo, mirando hacia el horizonte y prendiendo el primer puro del día. ¿Habría ganado una nueva batalla?                 Mientras los colores de la montaña viraban hacia el gris verdoso, y las nubes devoraban satisfechas los contornos de las cumbres, Edwards se inquiría, girando lentamente sobre el eje de su casa, cómo era posible que ella supiera el día en que murió. Se trataba indiscutiblemente de un error, de un gravísimo error de programación.                  Esa mañana apenas logró concentrarse en su trabajo. No comprendía como Cyntia sabía que se cumplía un año de su muerte. ¿Esto significaría que sabe la verdad de  todo lo que  le sucede a su alrededor, de que ciertamente sabe lo que ella es?             Resolvió pasar  el resto del día en soledad, para evitar un encuentro con Cinthia justo el día de su  triste aniversario. Deambuló por su casa, congratulándose con todos sus inventos y proponiéndole a su mente otros nuevos;  luego aprovecho las instalaciones de su gimnasio para nadar y correr por la cinta aeróbica. Para la tarde, nada mejor que ir de pesca por el lago. La llovizna no fue un impedimento.  Recordó, arriba de su barco,  otro aniversario más feliz cuando todavía vivía su mujer. A la noche desde su alcoba intentó ver las estrellas desde su techo corredizo, algo que ella disfrutaba, pero fue inútil,  el cielo estaba sombrío, como la pantalla de Cyntia.                                                                                      8                              Al otro día, la niebla, condensada sobre los cristales de su ventana, sujetaba con devoción, las reliquias de una noche en la montaña. No era necesario que la voz le señalara que empezaba a hacer frió, se sentía simplemente  con mirar hacia afuera de su habitación. Para estos momentos, Edwards contaba con un servicio de desayuno en su cama. De la pared surgió, como por arte de magia, la bandeja preparada con sus más exquisitos manjares matutinos. Hubiese deseado desayunar con su mujer, pero no lo hizo, todavía no estaba preparado para el día después de su  triste aniversario. La ignoró toda la jornada, las pantallas estuvieron oscuras y mudas, la casa retornó a su ritmo habitual, girando a la velocidad del sol o mejor dicho a la velocidad de la tierra.                   Antes de cenar recibió  el llamado de Alice, su ex mujer. No lo sorprendió, porque era habitual que esto ocurriese, sobre todo después de la muerte de Cinthia. Su separación no había sido en buenos términos, ya que Galan la había abandonado por  Cinthia, pero eso no era impedimento de que de vez en cuando ella lo llamara  para saber de él. Al fin y al cabo era el padre de su único hijo. Galan, sabía el porqué de la llamada y  esquivó en todo momento las preguntas sobre su  nueva creación. Ella algo intuía desde el otro lado de la línea; había llegado a sus oídos que el magnate no había asistido a la misa en  homenaje a Cinthia y también había escuchado que ya casi no salía de su casa  y que andaba detrás de “algo grande”.              Cuando esto sucedía, un gran cimbronazo se producía en el mundo de la informática y como ella era la madre de su único hijo no quería perderse ninguna tajada.  Lo que nunca sospechó  es que ese “algo grande” era precisamente Cinthia. Esto acaparó la atención de Alice quien conocía al dedillo  el potencial comercial de su ex marido.             Mientras ella no paraba de hablar (aprovechando el sabio mutismo del magnate), Edwards echo de menos  su invento, en especial la milagrosa y efectiva contraseña de salida, “adiós amor” o mejor dicho “adiós mi ex amor”; sobre todo cuando ella comenzó a recriminar lo poco que últimamente veía a su hijo.               No fue necesario inventar nuevas  palabras mágicas ni artilugio ninguno, la conversación terminó abruptamente cuando el motor giratorio se apagó sorpresivamente, generando una pequeña vibración, creada por la inercia de la velocidad del sol. Esto alertó a Edwards, quien después de colgar, se dirigió, desconcertado, al cerebro de su computadora madre. Algo no andaba bien, el motor estaba preparado para girar las veinticuatro horas, salvo que ocurriese algún imprevisto, como un terremoto o un ataque sobre su casa, y como nada de esto sucedía y además,  como las trabas y alarmas estaban desconectadas y en orden, todo hacía suponer de un error en el sistema.             El chequeo de su máquina le  llevó algunos minutos; era casi automático, la voz le iba sugiriendo la resolución del problema. El auto análisis reportó un error en la configuración del motor  giratorio de la casa pero no pudo saber de dónde provenía. La conclusión se hacía cada vez más evidente, y saltaba a la vista: Cinthia estaba detrás de estos extraños eventos; algún indicio ya  había mostrado días anteriores cuando de repente se apareció en su pantalla sin mediar ninguna contraseña y con el rostro enjuto, como una verdadera esposa que se jacte como tal. Decidió enfrentar sólo a su mujer,  o mejor dicho, a la profunda transfiguración de su mujer, sin mediar la participación de sus creadores. Se había convertido ahora en un conflicto matrimonial y no en un problema informático.                   Esperó la quietud de la noche para abordar la pantalla una vez más. La casa, solidificada con la gravedad, esperaba en vano, una nueva oportunidad para volver a girar. La convocó después de cenar  y desde su dormitorio, pero esta vez sin su paisaje favorito; la casa se encontraba, todavía, en el  ángulo del amanecer. Esto fastidió de algún modo al magnate,  quien estaba acostumbrado a despedir el atardecer desde su alcoba.               Con la timidez de un debutante, y el recelo de un marido culposo, Edwards pronunció la contraseña, pero esta vez sin éxito. La volvió a repetir  y  la pantalla  esta vez se encendió,  pero Cinthia  permanecía misteriosamente  en silencio mirándolo fijamente y con el rostro serio de su último encuentro. -Ya sabes, querido, que no me gusta que hables con ella. - ¿Con quién, amor mío? -Ya sabes…tú lo sabes. ¿Vas algún día a dejar de atender su llamado?                 Galan sabía de lo que Cinthia  le estaba hablando, ya antes de su muerte había dado indicios de que no  le agradaba que su ex mujer lo llamara por teléfono. Estériles explicaciones inundaron su alcoba  noches enteras de insomnio a la luz de la luna. El punto, ahora, era que Cinthya estaba tomando  lentamente el control de la casa, como si fuese un  enorme  y descontrolado virus informático; o quizá, y  lo que era peor aún, como si fuese una mujer de verdad, al tanto de todo lo que ocurría  alrededor de cada una de las pantallas de la casa, como si tuviese un radar. Edwards Galan estaba ciertamente en problemas.             Cómo se llevaba esto a cabo era una incógnita. Dos hipótesis competían por una sola realidad: o era algo no previsto por sus creadores o todo formaba parte de una broma de mal gusto, por parte de los padres de Cinthya. Se inclinó por la primera, (conocía el profesionalismo de los inventores); utilizó todo su conocimiento, desplegó todas sus armas y su ingenio para resolver el problema antes de que el problema se lo trague a él. Comenzó por ella, quien  lo seguía mirando atentamente como un cuadro de Caravaggio. - Dime amor…  ¿tú sabes quién eres… me refiero a tu  nombre? -Cinthia Galan, tu querida esposa. -OK, Cinthia ¿Y sabes qué estás haciendo aquí? - Esperando una respuesta,  querido. -¿Cuál mi amor? - La que te hice hace un momento…  si vas tú algún día a dejar de hablar con ella.               Edwards no le contestó, prefirió seguir analizando los parámetros de su computadora y  hurgar por los componentes  microscópicos que él mismo diseño años atrás para su casa. Uno a uno, los circuitos  se reflejaban en su pupila, como si estuviese disecando un gran animal metálico, pero nada aportaban a la investigación. Respondían normalmente ante las peguntas de rutina para la que estaban preparados. Cinthia lo seguía observando, esperando su respuesta desde lo alto de la pared. Edwards, se sintió observado y optó por despedirse,  pero las palabras mágicas no dieron el resultado esperado; Cinthya seguía allí, seria, como el  misterioso día del aniversario de su muerte. Algo fuera  de su comprensión estaba ocurriendo y estaba sucediendo dentro de su mujer  y no dentro de su computadora. Primero fue lo de incidente del lago, más tarde lo del aniversario de su muerte y ahora esta historia del llamado de Alice. Luego retomó la conversación esperando con esto destrabar la situación. -Ella es la madre de mi hijo, balbuceó Edwards valientemente. -Pero tu mujer soy yo; te pido, amor, por favor que no vuelvas a hablar con ella. - Así lo haré, querida, no volveré  jamás a  hablar con ella. Lo prometo. -¿Lo juras? -Lo juro.                Estas últimas palabras fueron realmente mágicas, ya que Cinthia instantáneamente cambió su rostro, retornando con su sonrisa, al primitivo candor de su juventud. La mansión retornó súbitamente a la normalidad como si de pronto hubiese retornado la luz después de un largo apagón. El motor volvió a girar lentamente  y la computadora regresó con su verdadero dueño, esa voz ronca que era como el otro yo de Galan, un mayordomo creado a su medida y semejanza.              Cenaron juntos, como cuando eran novios y hablaron de tiempos pasados, sumergiéndose en su asombrosa memoria virtual.  Hicieron, curiosamente, algunos proyectos de la vida real. Le dio su palabra que pronto harían  viajes juntos, aunque sabía que esto era imposible de cumplir. Edwards, esa noche, lamentó, que Cinthia no tuviese cuerpo. Pero esto no resultó ser un impedimento. Antes de irse a dormir, invitó a su mujer, esta vez con éxito, a su alcoba. Luego, ya en su cama, cerró el techo de cielo, apagando las estrellas como si soplara  las velitas de una noche romántica.                   Los días subsiguientes los pasó en soledad. Su último encuentro lo colmó de tanta felicidad que no sintió ni siquiera la necesidad de llamar a su mujer.  Giró junto al sol durante todo el día recibiéndolo y despidiéndolo desde  su aposento como a un Dios. Se regocijó de todos los servicios que le proporcionaban su mansión, en especial su cine en tres dimensiones y su sala de hologramas (la última de sus creaciones) donde se representaban sus obras de teatro predilectas. Esta idea había sido de gran utilidad en el mundo del espectáculo;  muchas obras que ya no se dejaban ver habrían quedado en el olvido y ahora, gracias a este invento, se las podría apreciar con sólo tocar un botón, como si estuviera en una sala de verdad. Cuando su marido estaba de viaje, Cinthya se pasaba largas horas en esta habitación disfrutando de los clásicos de todas las épocas. Sus actores preferidos hacían reír y llorar a Cinthia convertidos en rayos de luz   que bajaban verticalmente del techo.                                                                                     9                   Una fecha crucial se acercaba lentamente con el paso de los días: el aniversario de su boda. Algo le mencionó ella al respecto durante una de las tantas  cenas virtuales. Si la joven misteriosamente se había acordado del día de su muerte,  era seguro que ella lo despertaría y tomaría la iniciativa aunque sea por unos momentos el día de su boda como estaba programado en el manual. Pero Edwards decidió adelantarse a los acontecimientos y tomar  las riendas en el asunto. Asesorado por sus creadores, preparó con minuciosidad un pequeño dispositivo mediante el cual ella podía viajar con él en su auto o navegar por el lago. No existía mejor presente para una mujer que se sentía de alguna forma atrapada entre paredes y espejos circulares.                  La sorpresa se la daría desde su barco en horas de la mañana, el día del aniversario de su boda. Adelantándose al surgimiento de su voz, la convocó cuando todavía  reinaban los resabios de la oscuridad. Hacía algo de frió, el bosque crujía por todos los costados desperezándose; las montañas, majestuosas, capitaneaban el paisaje.                 Esta vez la pantalla era un minúsculo reloj.  Arriba del barco, alzó el brazo y pronunció la contraseña. La imagen diminuta apareció al instante como si hubiese prendido un televisor de pulsera. Edwards acercó su mano para escuchar su voz. Un “feliz aniversario” se emitió desde la muñeca de su mano. -¿Lo recuerdas,  estamos en el lago, como aquella vez, que casi te ahogas? - Claro, amor, lo recuerdo como si fuese hoy, aquel día que quisiste matarme… o tú  te crees que yo no me di cuenta. Nunca me olvidaré de esa tarde….nunca. -No sé de lo que me estás hablando,  tú te tiraste al agua, era verano y habíamos tomado algunos tragos. Creo que estás algo confundida. Además: ¿que interés puedo tener yo en matarte a ti? -Eres tú, como decía la famosa canción española, el que esta confundido, amor mío. -No es éste el momento propicio para iniciar una discusión ¿no lo crees?  Es nuestro aniversario de bodas. Disfrutemos del paisaje y del amanecer. ¿Quieres que demos un paseo?, dijo Galan para cambiar la conversación, a lo que ella, respondió alegremente  que sí.               El lago era pequeño y por cierto no muy hondo; diferentes tipos de algas rivalizaban en una danza perpetua. Dieron varias vueltas en redondo hasta que el sol emergió  enredado  entre  las campiñas. Prefirió no hablarle en ningún momento y disfrutar del paisaje. Nunca creyó que Cinthia fuese tan susceptible y pudiese llega a distorsionar los hechos como lo había hecho esa mañana. Algo estaba cambiando en el cerebro de su mujer. ¿De dónde habría sacado esa absurda idea del intento de asesinato en el lago?                      Ya era la hora de retornar a casa y tomar su desayuno. Optó  por hacerlo en soledad. Dejó su barco en el galpón, vociferó su contraseña con su brazo en alto, dirigido al cenit; el reloj se apagó, pero luego, cuando quiso entrar a su casa se encontró con que estaba cerrada como un bunker  de verdad ¡Cinthia!, exclamó, es ¡Cinthia que se ha vuelto loca!             Intentó destrabar la puerta del cilindro usando una clave de acceso alternativa. La computadora madre no respondía, Cinthia tenía el control de absolutamente todo. Estaba evolucionando peligrosamente dentro de las pantallas. La llamó desde su reloj, pero fue en vano. Luego recordó una entrada secreta a la que sólo él tenía acceso  y de la que ni siquiera su computadora sabía de su existencia. Estaba relativamente cerca, en el la chopera de álamos,  a pocos metros de la entrada del tubo; la llave descansaba  en el galpón del lago. Bajó en procura de la misma. Ya había amanecido, los diferentes verdes se dejaban lisonjear por la luz con cierta lujuria.               La entrada era secreta y era la primera vez que sería usada. Simulando  ser un contador de electricidad, y camuflada debajo de un muro, de la entrada surgía un túnel que lo conectaba con su casa. Lo hizo deprisa, el túnel tenia una luz de emergencia que en pocos segundos lo guió hacia  su mansión.            Se encontró de pronto en la planta baja, en el cilindro de metal; el ascensor no respondía. Quiso entrar a la computadora por la pared  del cilindro pero estaba apagada. Subió las escaleras, guiado por las luces de emergencia. En el primer piso asumió, por primera vez, que ya no tenía el control de nada. Cinthia, o lo que fuera que se metió dentro de la casa, estaba haciendo estragos con todas las cosas que habitaban la casa, desde los muebles hasta los artefactos electrónicos. El diseño de la decoración había cambiado sutilmente, las habitaciones tenían distinta forma. Ya no estaba en su casa, se sentía como un intruso.                Edwards sabía que eso  sólo era posible hacerlo desde  el corazón mismo de su computadora madre.  Cinthia tenía el poder de cambiar los muebles de lugar y dar las órdenes a las máquinas para que hicieran lo que ella les pida. Ahora Cinthia era la computadora madre y tenía el poder absoluto sobre él. ¿Sus fabricantes le habían tendido una trampa? pero ¿con qué fin? se preguntaba el magnate.                  Aislado del mundo, su suerte estaba echada a los caprichos de su mujer. Ahora Cinthia lo veía y sabía de su existencia con sólo mover un dedo. Estaba sonriente en todas las pantallas de la casa, callada y  esperando a  que su esposo de un paso en falso. Parado en el living central, lo mejor, pensó, sería dirigirse a  su oficina (desde allí podría evitar la computadora) y tratar de comunicarse hacia el exterior y pedir ayuda; Cinthia sabía esto, había tomado los recaudos pertinentes y había cerrado todas las puertas de acceso a su oficina. Galan estaba preso en su sofisticado living incomunicado con el mundo exterior.                                                                   10                                         Repartía los minutos de una punta a la otra de la habitación como si fueses una fiera enjaulada, tratando  de encontrar una salida, evitando las pantallas que ahora sí lo veían desde todos los ángulos. Su mansión estaba preparada para todo, menos para esta locura, pensó. Si ella quisiera podría matarlo en un instante con sólo activar el gas mortal, pero no lo hacía porque su fin parecía ser otro más aterrador aún: ir matándolo de a poco, y  torturándolo con sus propios inventos, los que ella en el fondo aborrecía, los que siempre la hacían a un lado.  El calamar muere en su propia tinta, decía un antiguo dicho.                 Comenzó con el primero de todos, con la sed y el hambre. Si no salía en pocas horas de esa habitación las consecuencias se harían sentir en su cuerpo debilitado por su avanzada edad. Por si esto fuese poco, Cinthia tomó el control de sus empresas confundiendo a sus inversores con datos falsos y decisiones erróneas que mostraba en la pantalla para que Galan las viese con sus propios ojos. Luego, intercalaba estas imágenes con música Country que Edwards detestaba y que a ella tanto  le agradaba. Las Brujas de Eastwick, su película preferida, se podía apreciar en la sala de cine en tres dimensiones. Macbeth, en la de hologramas. Para rematar, en una pantalla una voz lo invitaba a jugar bridge.              Los acontecimientos iban tomando forma de una venganza, aunque todavía no estaban claros los motivos. ¿Estaría pagando Galan por errores cometidos durante su matrimonio? ¿O  se trataría de otra cosa? ¿Quién era Cinthia, o mejor dicho, qué era Cinthia?                    Repasaba uno a uno los días que había pasado junto a su joven esposa tratando de encontrar los motivos que justificasen la conducta de la imagen. No encontró ningún porqué, más allá de lo normal en cualquier conflicto matrimonial. Era un hombre de un alto perfil, su tiempo lo repartía entre su trabajo y  vida privada y su único hijo, al que veía de vez en cuando; a veces, Cinthia no estaba programado en su agenda, pero ella asumió siempre que esto sería así y lo había aceptado de antemano. Para compensar sus abandonos, la había colmado de agasajos y regalos que traía de sus viajes y que a ella tanto le agradaban. Su casa,  diseñada para ella, era el ejemplo vivo de la devoción de Galan hacia Cintthia. Pero no fue suficiente,  ahora venía por más.                  Buscó un rincón del living para descansar y pensar. Al poco tiempo, la sed fue lo primero que  sintió el cuerpo desvencijado del magnate. Cinthia se dio por aludida y solucionó rápidamente el problema. De la pared surgió el vaso de agua salvador. Una incógnita ha sido develada, de sed  ya no iba a morir. Casi se duerme cuando al rato  y  desde la pared surgió la voz de Cinthia. -¿Sabes una cosa querido?- Galan no contestó. -Puse la empresa a mi nombre y ya vendí algunas acciones. Ya tengo mis planes de lo que haré con el dinero.                      Galan sabía que esto era imposible, nadie podía conocer sus códigos secretos, sus contactos y lo principal, nadie podía falsificar su firma. Continuó con la tesitura de ignorar sus comentarios. Al fin, la idea de una falla humana empezó a rondar por su cabeza. El invento tenía algún misterioso componente que por razones aún desconocidas no estaba funcionando bien. La prueba estaba a la vista, su mujer se había vuelto loca. Debía ensayar alguna coartada sino su vida correría  serio peligro.             Descansó un rato sobre su sillón. El paisaje se mostraba sombrío, como el futuro que le esperaba. Pero antes que Galan pudiese aventurar alguna solución, su mujer irrumpió nuevamente. -Lo que no pudiste concluir en el  lago, lo llevaste a la práctica en la carretera. No puedo menos que felicitare amor. Ahora comprendo porqué no me dejaste viajar en tu Rolls Roys. Todo lo que haces te sale de maravillas, salvo éste… o sea yo….  tu último y más ingenioso  invento.                     El magnate continuó mudo, sorprendido  de los alcances del cortocircuito del cerebro de Cinthia. Ella sabía todo lo que acontecía a su alrededor, tenía conciencia de sí misma, el proyecto se le  había ido de las manos. Urgía una solución inmediata, un talón de Aquiles por donde penetrar el poder absoluto de la computadora. De pronto escuchó un rumor que venía del piso de abajo. Se acercó a la pared para escucharlo con más nitidez. Venía de la sala de hologramas. Pudo distinguir algunas palabras.                    Recordó que era Macbeth, de pronto se le aventuró una solución. Si lograba entrar en la sala de hologramas podría escapar por uno de los tubos de rayos catódicos y escapar por el sistema  de ventilación sin que Cinthía lo notara  a menos que apagase la sala. Pero cómo llegar a la sala de hologramas se preguntaba Edwards. El tiempo pasaba y sus fuerzas empezaban a flaquear. El living estaba entrando en un cono de sombra ya que su mujer  había apagado el sistema de luces. Ensayó algunas soluciones en su mente.              Si pudiese activar la alarma de incendios, la puerta del living podría abrirse  automáticamente  y quizás pudiese escapara a la sala de Hologramas. Pero ¿cómo activar la alarma de incendios? Recordó de pronto un incidente ocurrido tiempo atrás, cuando a raíz de la caída de su bandeja  de comida caliente, la alarma se activó generando un caos dentro de su computadora. Probaría este camino. Hablaría con ella, trataría de seducirla. -¿Estás ahí, amor? -Siempre estoy aquí,  el que no va a estar más aquí eres tu, querido. -Necesito que me perdones, no fue mi intención hacerte  daño alguno. Necesito algo de comer  tu sabes  que a mi edad….. -¿Algo de comer?….. Me das risa amor. -Hazlo por nuestros años felices, te pido piedad, no quiero morir de hambre, ni de sed….al menos dile al cocinero que me de una sopa caliente…  hace frío….  tu no has prendido la calefacción.      -Una sopa caliente…  sólo eso querido. Pero antes firma ese papel que está sobre la mesa de cristal. -¿Que papel?        La mujer no respondió, Galan sabía que estaba desvariando el documento no tendría valor alguno. Lo firmó en forma virtual para que Cinthia accediera a la sopa caliente.                A los pocos segundos,  de la pared surge el plato con la sopa hirviendo. Galan lo toma  y lo tira a la pantalla  y luego arroja el plato caliente al piso. Como había previsto el magnate,  la alarma se encendió y una lluvia fina cae del techo y las puertas del living se abren sorpresivamente; la computadora al menos por unos breves segundos ya no respondía a los caprichos de Cinthia. Aprovechó este momento para escapar hacia la sala de hologramas; la oscuridad era casi total, se guiaba por las luces de neón del piso que se prendieron con la alarma. Cuando llegó a la sala los actores estaban en una escena del segundo acto. Tenía que apurarse, sabia que Cinthia pronto retomaría las riendas de la casa. La mansión estaba regresando a la normalidad; recorrió el escenario entre los rayos catódicos buscando al agujero más grande. El espectro de Banquo resultó  ser el más apropiado. Tendría que ser de prisa ya que el calor de los rayos era insoportable.                    A medida que subía por los rayos que representaban a Banquo, Galan se perdía en la oscuridad. Cuando ya no sintió el calor sobre su cuerpo supo que estaba definitivamente en el entrepiso. Se deslizó  suavemente y pensó de repente que flotaba. Creyó que se dirigía hacia su oficina  pero ya no estaba tan seguro. Tampoco sabía  realmente dónde estaba y cuánto tiempo había pasado. Sintió que se desvanecía por causa del frío y del sueño. Durmió.                    Un murmullo  se coló de pronto por los tubos del entrepiso. Trató de seguirlo con su mente pero fracasó en el intento ya que parecía venir de todos lados al mismo tiempo. Sin encontrarle una explicación, su intuición le decía que debía responder a ese llamado. Reconoció esa voz, debía expresarse de inmediato. -¿Estas ahí amor?,  preguntó Alice, su ex mujer  sentada cómodamente en el sofá, el que ahora le pertenecía por completo. -Claro amor, aquí estoy como siempre -respondió Galan al unísono desde todas las pantallas de la casa.                                                         GABRIEL FALCONI                                                                           
La mujer virtual
Autor: gabriel falconi  980 Lecturas
                                                             EL DISONANTE                                                                        Sólo una vez más, esa era la consigna, dijimos frente al viejo teatro, ahora reducido a escombros, una mañana en que la cruda verdad se declaró como única vencedora. No recuerdo cuando tiempo pasó desde aquel postrimero concierto, de los abrazos interminables, de la emoción contenida, de aquellos acordes resonando en nuestras almas como campanas de cristal.   Y ahora, que estoy en este mismo lugar, escribiendo estas líneas, miro hacia los restos del teatro que sólo mis ojos de antaño lo pueden ver, salvando del olvido un tramo de tiempo contenido en  los despojos de esa  gloriosa letra T que yace en el piso. Ahora, que estoy en esta misma mesa, donde antes servían cafés para cuatro, una  extraña fuerza me ha traído involuntariamente, como por arte de magia, y me sentó otra vez en el bar.             Solíamos ser una unidad en la diversidad, un conjunto de voluntades dirigidas hacia un mismo fin: nuestro cuarteto de cuerdas. Era más lo que nos unía que lo que nos separaba. Si hubiese una  máquina que fotografiase nuestros  recuerdos, era casi seguro que los cuatro teníamos la misma película grabada en nuestras mentes. La diferencia estaría en el ángulo de enfoque: si de costado o de frente al público.            Poseíamos visiones distintas de la vida, claro está; pero esas diferencias estaban supeditadas al rol que cada uno cumplía dentro del cuarteto. Estaba el que dirigía e imponía su visión de una obra, y estaban aquellos que sólo se limitaban a aceptar las propuestas y resignar así su individualismo a favor del grupo, del todo. Y así resultó por muchos años, hasta que un día, la realidad  golpeó a nuestra puerta y sin querer se llevó la magia de la música a otra parte, y con ella, un largo sueño del que no queríamos despertar. Ese día había sido nuestro último concierto, el de la despedida, después de más de treinta años de tocar juntos, después de más de treinta años compartiéndolo todo, o casi todo. Y fue, este teatro, el testigo de aquel adiós; y fue, sin quererlo, su  propia despedida, y con ella, un pedazo de nuestra historia.                  Frecuentábamos este mismo bar en los intervalos de nuestros ensayos, a mitad de la mañana. El primero en hacerse presente era el viejo Geier, el que tocaba la viola. Ni bien guardaba el instrumento en el estuche, cuando terminaba la prueba, ya desaparecía de la sala de ensayo y se sentaba enfrente de esta silla, junto a la ventana, con vista  hacia la puerta del teatro. Lo nombrábamos de esa manera ya en los comienzos de nuestro cuarteto, porque era sensiblemente mayor al resto del grupo. De origen austriaco, había vivido en el sur del Brasil y por motivos que nunca comprendimos, aterrizó un buen día por el Río de la Plata. Cuando el resto del cuarteto, Simón, el primer violín, Francesco el violonchelo, y yo, el segundo violín, nos hacíamos presentes en la mesa del bar, el viejo Geier ya estaba terminando su café y preparándose para volver al ensayo, dominado por una conducta ancestral, una voz interior en forma de reloj que lo guiaba a todas partes.          Las conversaciones giraban siempre sobre los mismos temas: la condición de judío de Simón y la de austriaco de Geier y de lo bien que se llevaban entre sí, salvo esporádicos  momentos, cuando afloraba el antisemitismo del viejo y el judaísmo de Simón. El cuarteto era una consecuencia de la guerra: dos de sus cuatro integrantes habían huido de Europa un poco antes del estallido del conflicto y quizás, gracias a eso, ahora estaban acá haciendo música juntos. El otro, Francesco, más reservado en sus comentarios, siempre nos recordaba que él sí vivió la guerra en persona, el hambre y la miseria, cuando todavía era un niño en Italia; pero de eso nunca quería hablar, a eso le escapaba siempre que podía.                 Cuando  Simón y el viejo Geier discutían amablemente, lo hacían en alemán; en esos momentos Francesco se sumía en la lectura del “Corriere” y yo me iba al mostrador hasta que se les pasaba la bronca y empezaban a conversar en un  español que sólo ellos comprendían.            De Europa trajeron la tradición y la escuela; yo tuve la suerte de aprender junto a ellos que la música no era sólo el talento, sino la disciplina y el trabajo. Nunca me cuestioné ser el segundo violín; Simón había estudiado en Rusia y estaba preparado para ser el primer violín y además, era judío, llevaba el violín en la sangre.           En los inicios del cuarteto, treinta años atrás, un choque de culturas se producía en cada ensayo. El excesivo protagonismo de Simón, contrastaba con el bajo perfil de Francesco; y la férrea disciplina del viejo Geier chocaba con mi improvisada costumbre de ser latinoamericano. Geier, llegaba a la sala de ensayo minutos antes del comienzo, preparaba su instrumento y ponía su música en el atril, y cuando el resto se aparecía por el teatro, él ya estaba rezongando en alemán sobre nuestra impuntualidad. Francesco le contestaba en italiano, con alguna palabra indescifrable, en un dialecto de su  pueblo natal de Italia. No sabíamos su significado, pero lo suponíamos.  Aprendimos a usarla en todo momento, sobre todo en las pruebas, cuando alguno cometía un error grosero de la ejecución.          El tiempo fue limando las asperezas. Simón comprendió, que además de su violín, un cuarteto estaba formado por otros instrumentos que interactuaban entre sí con armonía y devoción. Geier, por su parte, se fue convenciendo que ya no vivía en Austria, y su rigidez se fue tornando cada vez más flexible, a tal punto, que hasta él mismo estaba fuera de hora en los ensayos y  en los conciertos y ya parecía no importarle demasiado. Francesco, con los años, también se fue amoldando a la vida social y grupal, y comenzó a hablar y a opinar en los ensayos, y hubo momentos, incluso, que lo vimos sonreír.              La vida privada era para todos nosotros, precisamente eso: privada. A nadie se le ocurría hacer un comentario al respecto, sobre los demás. Francesco, creíamos, que sencillamente no la tenía. Vivía sólo, con alguna mascota de turno, y siempre estaba de mal humor, obsesionado con el sonido de sus  violonchelos, a los que arreglaba y probaba en cada ensayo. Poseía distintos instrumentos que tocaba según el estilo de la obra. Tenía uno antiguo que lo usaba siempre en  obras barrocas; para esas ocasiones venía en taxi y cuidaba al violonchelo como si fuera su hijo. Iba de su casa al teatro y del teatro a su casa, constantemente con las mismas ropas, viejas y desgastadas como el estuche de su violonchelo. Sus conceptos sobre la mujer siempre estaban cargados de rencor y desprecio. Llegamos a pensar, en alguna ocasión, que si él tenía una mujer, ésta habitaría en el jardín de su casa, pero enterrada.              Cuando nos íbamos de gira por el interior, llevaba una sola camisa blanca que al final de la travesía quedaba negra y el itinerario lo continuábamos todos con camisa negra, que siempre llevábamos por las dudas; conociendo a Francesco, todo era posible. Lo que más cuidaba de su vida era el dinero; lo guardaba celosamente en el cofre de un banco, porque desconfiaba de todo. Vivía miserablemente, como si la guerra no hubiese acabado.          Simón era lo contrario, su vida privada estaba a la vista de todos y ocurría  después de los conciertos y siempre con una mujer distinta, sobre todo en los viajes. Algunas de estas mujeres ya las conocíamos, las veíamos en períodos regulares, según el itinerario de nuestras giras; sus caras estaban asociadas con los lugares que visitábamos, de manera tal, que ya sabíamos con quién se iba a encontrar Simón en el hall de los teatros, a la salida de los conciertos. Eso sí,  con el tiempo se ponían  más viejas y como Simón se conservaba joven,  parecían ser sus tías. Una vez, Simón nos confesó que no recordaba con quién tenía que encontrarse a la salida de un recital. Tuvimos que hacer memoria nosotros y recordarle que ese día no se tenía que encontrar  con ninguna, porque la de ese pueblo se había muerto el año anterior.            De Geier no podíamos decir nada, estaba casado con la misma mujer desde hacía casi treinta años. Como no tenían hijos, la vida de esta mujer estaba supeditada a la de Geier. La conoció en una de nuestras primeras giras por el exterior. Era de origen alemán, había nacido en el Paraguay, curiosamente muy parecida a él: regordeta y con la cara redonda y roja como un tomate. Opinaba de todo, hasta se inmiscuía de los asuntos del cuarteto. Cuando Geier tenía algo importante que comunicarnos, era ella la que hablaba por él. Una vez, el viejo sugirió la posibilidad de que su mujer  viniese a una gira del cuarteto. Esa fue una de las pocas veces que Francesco abrió la boca para gritar y decir: ¡no!            La elección del repertorio significaba una dura y ardua negociación, donde estaban en juego intereses, gustos musicales, y hasta cierto orgullo y  nacionalismo. Geier prefería a los clásicos, Mozart y Haydn, mientras que Simón optaba siempre por los románticos, y si eran eslavos, mejor. A Francesco le gustaban los más complicados, así tenía mucho tiempo ocupado en preparar la obra; generalmente la sabía de memoria. A mí me gustaban los más fáciles, los que menos trabajo nos demandara su preparación, sin importar  estilo y época. Las giras y los programas los arreglábamos en el bar. Las discusiones eran a veces tan acaloradas, que hasta el acomodador del teatro, cuando venía por el bar, opinaba como un integrante más. “¿No les parece que deberían tocar el “Bisonante?, nos dijo Manolo, el acomodador, una vez, tomado café en nuestra mesa, haciendo referencia al cuarteto “Disonante” de Mozart. Siempre le corregíamos el nombre de ese cuarteto que curiosamente le gustaba tanto a Manolo. Cuando programábamos  el “Disonante”, Manolo, después de ubicar a los oyentes en sus sillas respectivas, se guardaba un lugar en primera fila, se sentaba y cerraba los ojos.            Ahora que estoy en esta misma mesa, mirando a la ignorante topadora  llevarse los  escombros del teatro hacia el olvido, los recuerdos de nuestro último concierto parecen surgir de entre las piedras, poniéndolas unas junto a la otras, como edificando las armonías de una bella música que vibra eternamente sobre sus paredes.           Los acontecimientos de aquella tarde fueron  la consecuencia de un largo proceso que comenzó un año atrás y tenía como protagonista principal al viejo Geier; mejor dicho, a los problemas de salud que había empezado a experimentar Geier debido a su avanzada edad.                         La primera vez que tuvo un episodio de su enfermedad fue durante un ensayo de la mañana, en este mismo teatro, mientras ejecutábamos un cuarteto de Beethoven del opus dieciocho. En un momento dado, notamos que Geier sufría una casi imperceptible perdida de conocimiento. Quedaba como en blanco y dejaba de tocar por unos  instantes. Si el momento coincidía con un solo de la viola, se producía un silencio breve, pero notorio para quién conoce la partitura. Luego retornaba a la normalidad, sin recordar nada de lo sucedido y seguía tocando. A veces, después de tener un incidente de esos, comentábamos en el bar los pormenores del ensayo como si nada hubiese pasado. Geier preguntaba por su solo y le contestábamos con un ademán de nuestras cabezas, que había estado muy bien.            Teníamos la teoría de que su enfermedad era psicosomática, porque los episodios coincidían con la realización de algún pasaje difícil de la viola. Hasta llegamos a pensar que nos estaba tomando el pelo, y que se estaba saliendo con la suya para evitar  tocar sus solos, pero una conversación con la mujer de Geier, una mañana que el viejo faltó al ensayo, fue suficiente para comprender que Geier estaba enfermo. La paraguaya nos contó con lujo de detalle, situaciones similares acontecidas con el viejo dentro de su casa. La que más recuerdo es que en una oportunidad el viejo estaba en su casa y le preguntó a su mujer ¿quién era ella?, porque no  la recordaba. La decisión de terminar con el cuarteto la tomamos ese mismo día, con lágrimas en los ojos, junto a esta mujer que era la réplica femenina del viejo, pero sin  las pérdidas de conocimiento. Daríamos un último concierto, el de la despedida y tocaríamos lo mismo que fue ejecutado el día del estreno de nuestro cuarteto treinta años atrás y a pedido de Manolo: Mozart, el “Disonante” y Beethoven un cuarteto de opus dieciocho.           A Geier no le dijimos la verdad, pero parecía comprender lo que estaba sucediendo a su alrededor, salvo cuando tocaba la viola. Tuvimos que realizar más pruebas que de costumbre para poder llevar a cabo este concierto. Cuanto más ensayábamos, más se agudizaba la enfermedad del viejo; los episodios se hacían más seguidos y de mayor duración. Hubo un ensayo en que un ataque le duró casi la totalidad del movimiento lento del cuarteto de Mozart, que pasó a ser literalmente un trío de Mozart, ya que a la viola no se la escuchó en ningún momento.           La fecha del concierto se acercaba, amenazante, como esas tormentas que se ven venir a lo lejos en el campo. Los ensayos los hacíamos diariamente, y en los momentos en que a Geier no le aparecían sus episodios. Para aprovechar el tiempo, cuando al viejo le estaba por venir un ataque, lo dejábamos en el camarín “descansando” y nos íbamos al bar a tomar nuestro café. Para las pruebas teníamos resuelto el tema de Geier,  pero para el concierto, no sabíamos qué estrategia utilizar en caso de un incidente del viejo. Lo único que teníamos preparado ante una grave emergencia era un trío de Beethoven donde yo tocaría la viola.         Y así, como pudimos, llegamos al día del concierto. Nos encontramos a la tarde, para hacer el ensayo general. Francesco se apareció con su camisa de siempre, arrugada pero blanca, como una sábana (¿habría dormido con ella?). Simón estaba preocupado porque ese día venían todas sus mujeres, y no sabía con cual quedarse. Geier se presentó del brazo de su mujer, que no se le despegaba en ningún momento, como si recién se hubiese casado. Armamos los atriles y colocamos la música en ellos, todos con los ojos puestos en el viejo. Estaba bien, lúcido y feliz de tocar una vez más con el cuarteto. Francesco, quien era portador de una gran memoria, se había estudiado los solos de la viola por si Geier no los tocaba, para que no se generase un vacío en el discurso musical.               Llegó la hora del recital. La sala estaba repleta de nuestros seguidores incondicionales de treinta años, que no querían perderse nuestro último concierto. Manolo se apareció y se sentó en la primera fila, listo para meditar con el “Disonante”. La mitad de la sala eran señoras muy elegantes, que seguramente fueron  en algún momento y en algún pueblo perdido del interior, amantes de Simón. Se había creado una gran expectativa y se podían divisar algunas personalidades y críticos cuyas caras nos eran conocidas.               Cada uno tenía su camarín propio y adaptado a sus necesidades. El de Simón tenía un sofá cama, por cualquier eventualidad; el del viejo era impecable, todo estaba en su sitio, incluida una foto de su mujer abrazándolo como si ella fuera su dueña; y al de Francesco no se podía entrar del mal olor y el desorden.           Después de vestirnos con las ropas  de concierto deambulamos por el escenario, haciendo tiempo, en espera del comienzo del espectáculo. Pero algo faltaba y ¡era el viejo! Nos dirigimos al camarín; estaba sentado, quieto como una efigie, con el frac correctamente planchado. Lo sacudimos para que reaccionara pero nada sucedía; faltaban cinco minutos para el concierto. Lo volvimos a sacudir sin respuesta ninguna;  tenía la viola en sus brazos, como pronto para salir a tocar. ¿Qué hacemos, decían nuestras miradas? ¿Tocaríamos el trío de Beethoven hasta que se le pase el ataque? ¿Empezaríamos más tarde el concierto?  ¿Y si lo sentamos y tocamos hasta que se le pase el episodio? Las ideas surgían una tras otra, como burbujas en un estanque de agua podrida. Francesco le tomó el pulso (algo sabía de medicina) “No tiene”, dijo asombrado.”Nunca lo tuvo”  replicó Simón, la cara dura, los ojos desorbitados. “Este no es momento para pelearnos, tomemos una decisión”, dije yo.          Después de deliberar por unos minutos llegamos a la conclusión, que lo mejor era retrasar  unos minutos el concierto, afirmar a Geier en su silla con el telón bajo y cuando “despertara”, subir el lienzo  y aparecer los cuatro sentados prontos para dar comienzo al cuarteto de Mozart. Fue lo que hicimos, levantamos al viejo con silla y todo, como si fuera un muñeco, y lo sentamos en la sala con la viola en el hombro y  tratamos de despertarlo usando toda nuestra imaginación(le insinuamos, bajito sobre sus oídos, que teníamos el cheque del concierto). Pero no lo hizo y el telón se abrió por un error del encargado del teatro. La sala estaba hasta el tope de su capacidad, el murmullo desapareció de repente, como si alguien lo hubiese bajado con una consola de sonido. Manolo ya comenzaba a cerrar sus ojos esperando los primeros acordes del “Disonante”. La luz de sala se esfumaba como en un lejano atardecer, arrastrando las siluetas del público hacia la oscuridad. Nos miramos entre sí y luego los ojos reposaron sobre el cuerpo regordete de Geier que seguía duro como una estatua. Las miradas eran tan intensas que  parecía que atravesaban la piel de Geier. Francesco le hizo una seña al señor del teatro para que bajara la  luz que iluminaba a la viola, para disimular que estaba duro. Los segundos corrían, el silencio y la oscuridad de la sala era total.               Pero algo extraño sucedió: Francesco  tomó una decisión por  primera vez en su vida  y comenzó a tocar (el violoncelo empezaba solo)  y Geier de pronto despertó de su largo sueño en el segundo compás y entró, y  luego seguimos todos como si nada hubiese sucedido. Manolo desde la platea se olvidó que era acomodador y flotaba en la sala con los primeros acordes. Mozart se había hecho presente en el teatro y parecía guiar la mano de Geier en lo que había sido nuestra mejor versión de ese cuarteto. Después de los aplausos, al final de Mozart, Geier se sentó y desapareció literalmente, porque ya no pudo tocar una nota más.               Simón parecía feliz de no tener que lidiar con Geier y no le importó que tocásemos Beethoven sin la viola. Por momentos, creíamos que el viejo se despertaba y movía sus gruesos brazos, pero era una ilusión óptica, un juego de las sombras. El cuarteto de Beethoven sonó un poco extraño sin la viola, pero nadie lo notó. El problema era cómo haríamos para saludar sin que la viola se pudiese parar. La solución la dieron unos oportunos manotazos míos  para atajar a Simón cuando insinuaba pararse sobre el escenario ni bien terminó el último movimiento de Beethoven.              Después de saludar sentados y cuando ya no se escuchaba ningún resto de aplauso, bajaron el telón; nos dirigimos hacia Geier para socorrerlo, pero ya era tarde. Llamamos a un médico temiendo el peor de los desenlaces. Esperamos un rato sentados en la sala. Una ambulancia se lo llevó por la puerta de atrás junto con su mujer y su estuche. Luego nos retiramos en silencio hacia los camarines. En el brindis la gente preguntaba por Geier; les dijimos que se sentía mal y por eso se había ido. Lo más singular fue que todos los comentarios más elogiosos fueron para la viola. ”Qué hermoso sonido” escuché que alguien decía del viejo. Otras personas comentaban que era una lástima que  fuese el “último concierto”, porque “salió tan bonito”. Simón, que estaba a sus anchas, rodeado de sus mujeres, no se pudo decidir por ninguna y para evitar una escena de celos entre ellas, se fue solo, por la puerta de atrás, sin que nadie lo notase. Al poco tiempo, ya no quedaba nadie en el recinto, solo algunas copas vacías apoyadas en cualquier lado y restos de servilletas sobre el piso, como copos de nieve. Más tarde nos enteramos, que Geier había fallecido y que según  la autopsia, el viejo había muerto antes de tocar el cuarteto de Mozart, y nosotros decíamos que eso era imposible, que era un error. El médico mantenía sus dichos en nombre de la ciencia. La paraguaya, desconsolada junto al féretro, y como ausente, escuchaba al médico sus explicaciones sin entender nada de lo que hablábamos.            Al rato la sala del velatorio se llenó de la misma gente que fue al concierto pero sin saber que el velorio había comenzado mucho antes, en pleno concierto. Nosotros nos fuimos sin comprender cómo había hecho Geier para tocar muerto. Esa respuesta la supe mucho después.               Pasó un largo tiempo desde ese día y a ellos no los vi más. Supe que Simón  por fin se decidió por una de sus mujeres (la más fea) y se fue a vivir al interior pero la rutina lo mató de aburrimiento. De Francesco sé que se pasó todo el tiempo tocando el violonchelo en su casa  y  murió  repentinamente caminando por la calle mientras llevaba a arreglar uno de sus violonchelos.                     Y ahora, una extraña fuerza me trajo hasta este lugar; yo quería investigar de qué se trataba. Decían que había ruidos y hasta fantasmas que alejaban a las personas que trabajaban en la demolición, haciendo imposible su trabajo. Luego de buscar infructuosamente al mozo  para pagarle mi café, crucé al teatro. Un cerco de madera revestido de frívola publicidad rodeaba al teatro como un  ajustado cinturón. Me metí por una especie de puerta que se formaba entre dos tablones. El polvo flotaba como una densa neblina, apenas podía reconocer  lo que antaño había sido el hall de entrada. De pronto siento una voz de ultratumba que me llama desde los restos de lo que fue la sala de conciertos. Entre tinieblas, un sonido reconocible se filtraba desde el escenario, como la música de una vieja radio. -Apresúrese, que están los muchachos esperándolo, dijo una voz detrás de una linterna que bailaba en la oscuridad como una ligera luciérnaga. Ud. siempre es el último. -¿Hace mucho que esperan?  -Si, me dijo Manolo. Hace mucho tiempo, quizás desde siempre. El primero en llegar fue Geier.                                                                 GABRIEL   FALCONI                                                                                                                       
EL DISONANTE
Autor: gabriel falconi  947 Lecturas
                                                                   EL ÚLTIMO CAFÉ               Lo mejor que pude hacer esa tarde lluviosa y fría, fue meterme en un bar a tomar un café y leer el diario. Luego me di cuenta de que no fue una buena idea, pero ¿quién podría adivinar que esto iba a terminar así?,  en una tragedia, solo por el hecho de sentarme a tomar un  simpe café.                Todo comenzó cuando el mozo me advirtió que me apurase a hacer el pedido, ya que el precio que aparecía en la carta iba inexorablemente a modificarse de un momento a otro. Yo lo observé  desconfiado, era un hombre al que yo conocía desde tiempo atrás, aunque claro, la inflación estaba creciendo exponencialmente, pero igual me tomó  de sorpresa.             Le contesté  que bueno, que sí, que me iba a fijar lo más rápido que pudiese, que en realidad ya lo tenía resuelto, pero que me otorgase unos segundos, así yo me decidía, si  por un cortado chico o uno mediano. Pero mientras deliberé, sabía  que el precio  subía y ahí yo me lamenté  ser tan indeciso, ya que me costaría mucha plata.            Al final opté por un cortado chico, pero como habían pasado dos minutos ya valía como el mediano, por lo tanto me fui  hacia el mostrador para pelear por el precio antiguo. El mozo, un tanto asombrado por mi extraña conducta, y mi cara sobresaltada,  me aceptó  ese precio, pero que correspondía abonarlo cuanto antes.             El problema se suscitó  y acá viene lo más importante, cuando me percaté de que  yo no tenía efectivo encima, (estaba sin trabajo desde hacía dos meses) y sabía  que si pagaba con tarjeta era más caro. Debería, sí o sí, ir a un cajero automático; pero, ¿cuánto tiempo me llevaría?, ¿cuánto dinero me iba a costar semejante movida?, ¿habría cerca un cajero, y con esta lluvia?                 Le dije al mozo que me aguantara un momento; salí disparando del bar para el lado que me imaginé  habría algún cajero abierto. Pero me equivoqué, me desorienté, y perdí minutos valiosísimos, preciosísimos de verdad, medidos en inflación. Al final encontré uno,  pero para colmo, y no podía ser de otra manera, no tenía dinero. ¿A cuánto ascendería  el precio del cortado, cavilé?                   Me volví corriendo y esquivando los pozos anegados y llenos de barro, y entré al bar para suspender el pedido,  pero el mozo me recalcó  una y otra vez que ya era tarde, que tendría que pagarlo y consumirlo. Me senté  abrumado por las circunstancias, no me quedaba otra cosa que tomarlo, pero, ¿cómo haría  para pagarlo?, el tiempo corría cada vez más aprisa, como si los precios fueran en cámara rápida.                   Le pregunté, cuando me trajo el cortado,  a cuánto  trepaba la cuenta  y me dijo que me preparase para lo peor. Fue lo que hice, agarré  la cuenta,  cerré los ojos  y los abrí lentamente,  primero uno y después el otro ojo. Y no pude creer lo que vieron. La cuenta ya tenía varios ceros  y del lado derecho, y lo más increíble, y esto sí que fue tremendo,  es que  la adicción se iba modificando sola, como si tuviera vida propia. Los numeritos se modificaban como en una caja registradora. Estaba liquidado, ni siquiera con lo que me quedaba en la cuenta del cajero lo podía pagar. ¡Menos mal había pedido un cortado chico!, pensé. -Ese precio es si lo abonara ya, y en efectivo,  sino es otro,- me gritó el dueño detrás del mostrador.                  Lo consumí con una gran resignación, sabiendo que la batalla estaba perdida; pude deducir cuánto saldría más o menos  cada  sorbo; así fue que lo consumí  como en cuotas fijas , pero teniendo en cuenta de que la última libación tendría por lo menos un interés del 2 por ciento. El café estaba excelente,  pero ahora yo era un tipo endeudado y si había algo de  lo que siempre me jacté,  es de pagar las deudas.                      Llamé  al mozo y le dije que esperara,  que iba a buscar el dinero como sea  y que le iba a pagar, de que no se preocupara. “Tengo toda la tarde” fue lo último que escuché que escupió de su boca desde los fondos del bar. No tenía muchas opciones,  ya que el precio del café era más que lo que tenía a esta altura del mes en el banco. Pensé en pedir un préstamo, pero el tiempo que me llevaría seria tanto, que el café seria impagable. La otra opción era molestar a algún pariente o amigo pero desistí de inmediato, no me creerían que el destino serie para pagar un cortado.                   Lo más sensato era desprenderme del auto, el cual ya casi ni usaba; o más bien regalarlo al primer postor, para hacerme de unos pesos esta misma tarde. Mi coche no valía mucho y lo tenía medio abandonado en la calle y como yo sabía de un vecino interesado, me fui a su casa y le toqué el timbre. No estaba, me atendió su mujer,  le expliqué  la  gravedad de la situación,  le dije que era para una operación  médica, no le dije la verdad, no me iba a creer o quizás sí. En seguida se puso en contacto con su marido  y como el precio era tan tentador para el hombre, se apareció al rato con el dinero. Le agradecí,  le prometí que después le daba los papeles y salí disparando al bar.                     Y pasó lo que me suponía, no me alcanzó ni para la propina. ¿Y si tuviera que almorzar que haría?, pensé. Me senté a meditar en la misma mesa; ¿le traigo otro café?, ¡No! le dije, ni loco, lo que me faltaba,  más deudas impagables;  lo único que  hice fue suplicarle  que me tenga paciencia, que de algún lado iba a sacar la plata.               Pero la paciencia parecía que no tenía paciencia, y fue entonces cuando el mozo vino y de parte del dueño me instó  a que le  pague el café o en su defecto que le deje alguna cosa en garantía, pero lo único que tenia, aparte del auto, era mi casa y eso sí que no lo podía perder. Le contesté que eso era imposible, que yo no tenía nada a mi nombre. Al rato veo que el hombre hace una llamada por teléfono, y a los pocos minutos llega una especie de Delivery con un sobre de color beige. -¿No, y esto qué es?- dijo el dueño, lanzando el sobre en la mesa.                   No pude creer lo que vi cuando lo abrí. Era una copia de mi título de propiedad, con todas mis firmas y sellos pertinentes; ¿de dónde lo sacó?, ¿Cómo estaba esto a su disposición? Lo peor era el precinto de embargo que a medida que pasaba el tiempo se formaba, como por arte de magia, alrededor del sobre.  -Ud. elija, me vociferó  el dueño,  si no me lo entrega firmado con su autorización como parte de pago, la deuda se sigue abultando y los embargos pueden ser de por vida.              Ya no tengo nada más para embargar, pero igual siempre se puede estar peor. Y fue lo que sucedió, recibí un mensaje de  mi mujer diciéndome que  me dejaba, que se iba, que habíamos perdido todo por culpa mía. Le quise explicar que fue todo por un café,  pero no quiso entre en razón.                     Le lancé  una mirada al mozo pero  me la revotó  encogiéndose de hombros, como diciendo que él no tenía  nada que ver, lo cual era cierto. Me sentí de pronto derrotado por las circunstancias, sin nada,  sin mujer, ni casa, ni auto, y  sin futuro. El dueño del bar no me dejaba otra opción que poner mi casa a  su nombre y así frenar estos intereses de deuda que se multiplicaban  con el tiempo.          Me fui del bar caminando lentamente con la mirada sobre el piso hacia ninguna parte. Nada  ni nadie me esperaban. Deambulé  sin rumbo fijo. Crucé  un puente que me resultó  tentador, ya no tenía nada que perder, salvo mi vida; me paré sobre la baranda, miré hacia abajo, luego cerré  los ojos y cuando ya me disponía a lanzarme escucho una fina voz. -¡Qué  hace señor, está loco, no lo haga,  siempre hay una solución para todo! -¡Esta es la solución!, insistí yo, hasta que le vi la cara.                      Era preciosa y bastante joven, de una frescura inigualable, el pelo suelto, los ojos verde esmeralda, una sonrisa seductora. -¡No lo haga!                            La observé  nuevamente  y me bajé de la baranda. Me acerqué, no sé para qué, no sabía si agradecerle o insultarla, sin embargo me sentí tan  atraído que casi me mato de verdad con el pasamano. -¿Por qué hace esto?, le pregunté ¿Por qué me quiere ayudar? -Por nada en especial.  Nosotros ni nos conocemos. Si quiere puede contarme lo que le pasa. Lo escucho. ¿Tomamos un café? -Ni loco, le dije  y me lancé al vacio.                                     
El último café
Autor: gabriel falconi  836 Lecturas
                                                          LOS HÉROES            - ¡Raúl Scaltritti!, -, sentí de pronto que anunciaban desde los altoparlantes de la sala de espera. Era a mí a quien iba dirigida esa voz que me era conocida. En el pasado yo había estado en este mismo salón, lo recordaba por la forma de las sillas y por la pantalla donde figuraba ahora mi nombre completo. - ¡Raúl Scaltritti!, -, dijo de nuevo la voz, la cual yo no sabía si era realmente la de un hombre o la de un robot. Supuse sería una máquina por su timbre metálico y la frialdad de su modulación. Me levanté enseguida y me mandé al consultorio tratando de no mezclarme con la gente que sentada con su barbijo esperaba su turno.         Golpeé, el doctor me abrió, me cedió la mano para saludarme, yo me sorprendí y no le respondí tratando de seguir los estrictos protocolos de la pandemia. Era extraño que justamente un médico no tomara las precauciones del caso.  Ni siquiera tenía un barbijo como el mío, ni guantes de látex. -Acuéstese como siempre lo hace señor Scaltritti, póngase cómodo- dijo, mientras se sentó plácidamente en su sillón y estiró sus piernas como si quisiera alcanzar algo del piso. Yo me recliné sobre el diván y permanecí inmóvil y mudo mirando hacia el techo y esperando su primera pregunta de rutina. - ¿Cómo ha estado, siguió tomando la medicación que le indiqué? -. -Si doctor, yo estoy bien, pero como ya se lo manifesté el mes pasado, me sigue alarmando sobremanera lo de la pandemia y tengo problemas en conciliar el sueño. Se está propagando muy rápido y tengo, como todo el mundo, miedo de contagiarme. - ¡Veo que no ha cambiado nada desde la última vez que nos encontramos!, que según puedo distinguir en su historia clínica, fue el mes pasado. Advierto que sigue insistiendo y creyendo eso de la pandemia. Pero dígame, ¿tomó la medicación?  Esas pastillas que le receté son muy seguras y son para que usted se saque esas ideas de la cabeza, esas que tanto lo perturban. Ya le expliqué que son para atenuar su ansiedad y sus ataques de pánico, e incluso para que usted duerma mejor. -Lo que sucede doctor, es que la pandemia siguió avanzando por el mundo matando miles de personas y ya está aquí entre nosotros. ¿No se dio cuenta? ¿No advirtió lo que está pasando en todas las grandes ciudades del mundo?  Y lo peor es que ya está entre nosotros; ¿no se percató que ya nadie circula por las calles? -Mire Scaltritti, ya esto lo habíamos conversado la vez pasada y usted mismo me dio la razón cuando se fue, de que era un delirio suyo y me prometió que iba a trabajar sobre estas cuestiones. Le sugerí que observara a su alrededor y que viese la realidad y la realidad señor Scaltritti, es que no hay ninguna pandemia ni nada por el estilo-, dijo señalando la ventana soleada que daba al patio central del hospital. Échele un vistazo usted mismo, mire a la gente. ¿Qué es lo que le preocupa?  Obsérvelos. De pronto el doctor se paro’,  abrió de par en par la ventana y me dijo que me acercara. El patio del hospital era  un corredor de gente que iba y venía de un pabellón a otro como si fueran hormigas y no parecía que estuviese ocurriendo nada extraordinario,  hasta los médicos circulaban sin sus equipos  de  protección. Pero yo sabía que eso no era prueba de nada.  -Ahora siéntese nuevamente  y   hábleme de sus miedos, ¿por qué cree usted que se ha desatado una pandemia en el mundo? - Doctor, no es que yo lo crea o no, lo veo en los noticieros, en la calle, en la gente, en todos lados; este virus está por todas partes y parece que nadie puede escapar, es como una trampa mortal. Dicen que hasta está en el aire y vuela como un pájaro.   - Dígame ¿Y qué otra cosa lo tiene a mal traer? -MI trabajo doctor, tengo miedo de perderlo. -Bueno mire, dijo, mientras sacó su lapicera y su recetario: sus miedos tienen raíces más profundas que vamos a tener que trabajar de a poco y usted me tiene que ayudar desde su lado; como indicación esta vez le sugiero que abra los ojos y compruebe usted mismo que no pasa nada allá afuera. Cuando usted se convenza de que esto está en su mente podremos empezar a ocuparnos de sus causas. Ni bien salga del consultorio mire a su alrededor, aproveche que es un lindo día, siga tomando esta medicación y vuelva el mes que viene.                Tomé la receta, le agradecí sin saludarlo y me retiré del consultorio. En la salita de espera ya no había nadie, un sudor frio me recorrió el cuerpo, como si me hubiesen metido algo en la sangre, sentí por un momento que las piernas me temblaban. La pantalla estaba apagada y un silencio sepulcral se adueñó del hospital multiplicándose por todas las camas. Salí a la calle un tanto confundido. Un sol de otoño me sorprendió y me acarició de pronto como si me envolviera en un fuerte abrazo. El día era hermoso, eso era verdad, el doctor tenía razón. Me dirigí hacia la esquina, e hice lo que me aconsejó el médico, presté atención a mí alrededor con lujo de detalles, a la gente, a los automóviles, a los comercios y para sorpresa mía, los hechos confirmaban los dichos del doctor: el mundo acontecía con total normalidad y eso me hizo sentir muy feliz.            Era reconfortante ver a la gente sin tapabocas andar de un lado para el otro de la mano, entrar y salir de los comercios sin tomar precauciones; o sencillamente soñando con un lápiz en una mesa de bar, continuando con su vida habitual, con sus esperanzas y dolores a cuestas, pero al fin y al cabo sin esta pandemia que se desató en mi mente y que me tenía aterrorizado.               Yo intuía que no estaba curado, que la pandemia, ni bien llegase a mi casa volvería a instalarse y replicarse en mi mente como un virus letal; lo sabía porque ya me había acontecido en un remoto pasado; pero tenía que actuar contra ella y atacarla con la realidad que tenia frente a mis ojos. Debía seguir por este camino. La verdad era el mejor antídoto, por eso continué caminando por la calle hasta meterme en el bar, al que yo iba persistentemente después de mis consultas para comprobar con mis propios ojos que todo estaba en orden. Busqué  una mesa que diera a la calle, la mayoría de los clientes  eran  ancianos y pacientes del hospital. - ¿Le pido lo de siempre? me dijo el mozo, a quien registré de inmediato, un hombre más bien gordo y bonachón, quien me confirmo que yo  estaba  en la realidad.  - Si, le dije con una enorme sonrisa, satisfecho de poder disfrutar de esta cosa tan simple como tomar un café. Cuando me lo trajo, le pregunté  al paso, si había oído escuchar algo acerca de una pandemia. - ¿Pan, quiere más pan? - - No, déjelo así, está bien, le dije, para no complicar más las cosas.                Los rayos de sol cruzaban el bar como espadas de polvo amarillo. Me imaginé que el aroma suave del café era como el espíritu del bar que se iba apoderando de las almas a medida que lo dejábamos entrar por nuestros sentidos. Su poder invisible se colaba por algún receptor de nuestra mente y nos hacia sentir bien, sobre todo a esta cantidad de pacientes que seguramente cargarían alguna mochila desagradable sobre sus hombros.                Al rato decidí que ya era hora de irme y llamé al mozo para pagar la cuenta. Había menos clientes,  la luz  del sol  se infiltraba entre  los edificios, delineando la sombra de su recuerdo; la llegada del atardecer amedrentaba a los más viejitos, quienes se retiraban lentamente y de forma ordenada, vaya a saber uno hacia dónde. Al poco tiempo, la aparente tranquilidad dio paso a un caos que yo no sabía a ciencia cierta de dónde había surgido, quizás de alguna mesa en particular o algún paciente que llamó a la emergencia. Cuando vino el mozo me paralizó el miedo. ¡Ya no era le gordo bonachón, sino que por un instante creí ver a mi médico, pero esta vez tenía puesto un barbijo blanco quirúrgico! Lo interrogué por qué se había puesto eso, que qué pasaba, que dónde estaban el mozo y la gente del bar, pero no me contestó, siguió su camino como si no me hubiese escuchado a atender otras mesas más urgentes.               Los acontecimientos parecían transcurrir muy rápido en ese lugar, oí voces, algunas las registré, otras no. En ocasiones pensé que era mi doctor recordándome lo de la medicación, lo de mi ansiedad y lo del sueño; luego evidencié que no era a mí a quien le dirigía la palabra, sino a otras voces indefinidas que circulaban por doquier. Frecuencias extrañas y agudas recorrían mi mente, me sentí de pronto atrapado y maniatado por cables y tubos y cubierto con una máscara. Quería huir, pero no podía. Busqué  en vano la medicación, no quería volver de nuevo a pasar por la misma cosa de siempre,  estos ataques sin  un fundamento aparente.                    Ya no estaba en el bar, me encontraba de nuevo dominado por mi mente en medio de la pandemia. ¿Cuánto me duraría esta nueva alucinación?, pensé. El mozo había misteriosamente desaparecido de mi vista y todo se tornó de a poco más y más oscuro. Trate de ahuyentar los malos pensamientos  con  imágenes agradables,  pero fue  inútil. Empecé a sentir fiebre,  lo presentía, ¿seria  la causa de mi delirio? Luego los ruidos fueron mermando lentamente, hasta que de pronto se produjo un silencio, frio como el del hospital y finalmente me dormí.            No supe cuánto duró ese sueño, solo sé que me dormí un buen tiempo, y que soñé con gente que ya no estaba en este mundo, caras que me suplicaban y que me decían que aguante lo más que pueda, que éste no era mi momento.  Repentinamente alguien pronuncio mi nombre como en la sala de espera, pero esta vez su voz no era la de una máquina, sino la de alguien que reconocí de inmediato.                 Abrí los ojos y respiré nuevamente por mis propios medios, ya sin el respirador. Me costó entender lo que estaba ocurriendo, pero a medida que pasaban los segundos todas las dudas se me fueron aclarando.  Al final  lo supe  todo al escuchar mi nombre nuevamente. -Raúl Scaltritti, recuperado.                                                                   
LOS HÉROES
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