Cintura, finto, golpeo... izquierda, derecha, izquierda. Salto hacia atrás, veo sombras. Me agarro, mis guantes resbalan en su piel. Uno, dos, un uppercut se desliza entre su guardia y le rompo la mejilla. Un paso atrás, dos pasos atrás. Siento fuego en mi mentón. Y luego el olor de su sangre junto a mis narices, manchando mis labios. Se acurruca en mí, sus cabellos restriegan mis ojos. No. Debo cerrarlos. Finto. Golpeo. A su flanco izquierdo, ahora sobre su mentón, un crochet de derecha. Y quiebro aún más su mejilla de cristal. Me retiro, dos pasos atrás. Me viene con sus resoplidos, se agacha, busca mi cintura, se me abraza. Su sudor se baña en el mío. Me saca del rincón. Alguien podría pensar que es un baile. En realidad es un baile, le doy el último golpe en la mejilla: salta la sangre como un cobarde y huye. Es un baile: le acabo de romper el corazón al separarme de él. Se balancea, no entiende su soledad en el centro del ring. Y cae lentamente como un hombre de papel. En un charco de si mismo: sudor, sangre, masa corpórea que parece dejar de serlo. Respiro con tremenda dificultad. Un, dos, tres pasos hacia mi rincón. Y esas voces tan dentro de mi cabeza. Y esa maldita campana que me revienta los sesos. Me levantan el brazo derecho. Y esas insoportables voces que no cesan -gritos y rumores-, una algarabía fatal... no veo otra cosa que luces. El yace tendido a apenas un metro de mí. Le quería. Pero no supe decírselo. Ahora se viste lentamente y abandona mi cama sin decirme adiós. No habrá una última velada, ni caricias ni golpes. Las malditas luces nos han descubierto justo en el centro. Y el sudor de nuestra piel se ha sentido traicionado cuando ha perdido su intimidad por ello. Uno, dos, golpeo... hago sombras ante un espejo. Otros se entrenan al fondo del viejo, histórico gimnasio. Están todos a los que hirió el amor... colgados en retratos en sepia. Llenos de golpes y con aspectos de zumbados. Lanzo otra mano. Le quería.