CUENTOS DEL ABC
Publicado en Feb 28, 2012
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          CUENTOS DEL ABC
  
  
  
  
  
  
  
  
  
             NORMA ESTELA FERREYRA
Año del copyright 2009-ISBN 978-0-557-36214-1
                    
                         Dedico este libro a los jóvenes.
                    
                      La señora A
Había una vez, una señora que tenía un hijo de veinte, una hija de dieciséis, un esposo nada especial y una casa confortable.
Y una de esas tardes en que ella regresaba de hacer las compras, encontró tres notas sobre la mesa.
La primera, era de su hijo y decía: "Mamá no vengo a cenar .Salgo con los muchachos".
Otra decía: "Dormiré en casa de Mabel" y era de su hija.
Y la tercera, con letra de su marido, decía: "Tengo reunión en el club, volveré muy tarde, no me esperes
a cenar."
La señora no les dio importancia porque ya estaba acostumbrada a que los viernes, su familia desapareciera como si estuviera por quemarse la casa.
Y hasta se sintió aliviada al no tener que preparar la cena.
¿Y por qué ella había decidido no hacerla?
Simplemente, porque ella no se consideraba una comensal de envergadura, pues siempre había privilegiado los gustos de los demás. Y si ahora, tenía que pensar en qué le hubiera gustado comer esa
noche, le hubiera resultado un verdadero problema,
de modo que, ni siquiera quería pensar en ello.
Se justificaba, pensando en que no le gustaba cenar sola y el tener que invitar a una amiga, a último momento, sería una complicación, sin sentido.
Por otra parte, ella quería descansar, porque siempre, a esa hora, solía sentirse como si hubiera venido corriendo desde la última maratón griega.
Y por eso, cuando terminó de guardar todo lo que había comprado en el Super, trató de relajarse recostándose un rato para aliviar sus pies, que sentía tan doloridos, como si le hubiera venido dando mil patadas a la vida.
Y hete aquí, que después de un breve descanso, se levantó casi flotando en el aire, como un barrilete de cola larga, empecinado en barrer el cielo con sus flecos.
Sin embargo, ella no sabía qué hacer con todo ese tiempo libre que le habían regalado de  pronto, y tan inesperadamente, como si su ángel de la guarda se hubiera encargado de hacerle un almanaque con días más largos.
Pero se sentía rara y trató de encontrar algo que le hiciera reír, o llorar, en fin, alguna cosa para sentirse viva y diferente a una planta de albahaca.
Primero, intentó en la tele encontrar una película de aquellas que suelen hacerle a uno emocionar hasta los
tobillos, pero pronto descubrió que la programación,
era bastante mala, tanto ese viernes como el jueves siguiente y todos los demás días, que hay entre esos dos.
De modo que apagó el televisor y como no tenía sueño, tomó un libro y se acomodó en la mecedora que había en el patio, dispuesta a disfrutar de la frescura vegetal, que ella misma se encargaba de mantener con el riego constante de las plantas, con los fertilizantes de calidad, las tijeras de podar y esos elementos que nunca pueden faltar en una casa con jardín.
Así, pasaba de la lectura a la contemplación de su propia obra y viceversa, mientras pensaba que nada hubiera tenido que envidiarle a Babilonia, si hubiera conocido sus jardines colgantes.
Pero cuando las estrellas comenzaron a brillar y las letras de su libro se hacían difusas, cerró sus ojos para embriagarse con tanta paz. Y cuando los volvió a abrir, descubrió que hacía mucho tiempo que no se detenía a mirar el cielo y tomó conciencia de que había perdido contacto, nada menos, que con el universo.
¿Pero cómo había podido sucederle eso?
 Y llegó a la triste conclusión de que ni siquiera en vacaciones había podido hacerlo, porque en esa época, sus tareas se le complicaban bastante, como para que no se sintiera, precisamente, "de vacaciones".
A su hijo le encantaba "su manera de cocinar" y a su hija le gustaba su manera de "acomodar su ropa" tanto como a su esposo "el desayuno en la cama".
Y por eso, todos preferían alquilar una casa, que ir a parar a un hotel, donde no se podía disponer de cocina, de tendedero y de esas cosas tan útiles a la hora de salir de vacaciones.
Se sintió más tranquila cuando pudo justificar el no haber podido observar el macro cosmos, pues tenía su propio universo con estrellas que giraban en torno suyo y donde ella era un pequeño planeta sin luz.
Entonces trató de recordar cuándo había sido la última vez, que ella había mirado el firmamento y sorteando, una a una, las piedras de su memoria, llegó hasta su adolescencia.
Entonces sí que había mirado el cielo y hasta le pedía cosas a la luna llena.
Sin embargo, no entendía por qué no era feliz ahora, cuando podía volver a ver a las galaxias en todo su esplendor.
 ¿Qué era lo que le faltaba? ¿Es que no lo tenía todo? ¿O acaso estaba  arrepentida de algo?
No, no y no. De nada podía quejarse y mucho menos, hacer culpables a los demás. Porque ella y nadie más que ella, había decidido dedicarse a los suyos, sin que nadie le pidiera nada. Por su cuenta, había cometido todos los excesos, a causa del amor.
Sin embargo, ahora se sentía extraña. Como una paloma tratando de bucear debajo del agua, o como
una tortuga anidando en la rama de un árbol, o peor
que eso, como una mariposa despiojando monos.
Era todo tan absurdo e inexplicable. Y para colmo, algunas estrellas fugaces se movían en el cielo, como para hacerle notar que ella estaba quieta. Tan quieta y vacía, como un sepulcro.
Por todos lo medios trató de encontrar la causa de su
angustia y dando vueltas por los rincones de su mente, por fin la encontró: ¡Ella no tenía planes para ella misma!
Estaba vacía de proyectos, de ideas, de ilusiones.
En todos estos años, se los había regalado a quienes más quería y no estaba arrepentida, claro.
Pero tenía que volver a programarse, buscar un horizonte que la llenara de colores y sensaciones nuevas.
Y no bien se dio cuenta de ello, dio un salto para salir
de su comodidad, entró a la casa y se miró al espejo.
Sus cabellos ya no tenían el brillo de la juventud, pero
tomó un cepillo y los estiró con fuerza. Sus manos estaban ásperas y  sus uñas sin arreglar.
No se sentía linda, ni fea, simplemente, no se sentía.
Era como si la hubieran anestesiado para llevarla al
quirófano y le hubieran extirpado el alma. Y ahora
estaba acorralada adentro de un cuerpo que no era el suyo.
Quiso salir de su estancamiento interior y como una autómata, comenzó a maquillarse. Luego se vistió, eligiendo su mejor ropa.
Estaba dispuesta a salir a caminar sin rumbo, quería
gozar en plenitud y sin ningún apuro, de todo lo que
estaba detrás del umbral.
Esa nueva mujer que quería nacer adentro suyo la
obligaba a parir su yo, ése que había abandonado
quién sabe adónde.
Y enloquecida de alegría tomó una hoja de papel y
escribió la cuarta nota que dejó sobre la mesa y que
decía: "Mamá no volverá enseguida, salió a buscar a
mamá"
                    La señora B
Había una vez, una señora soltera. Y digo que era una
señora, porque ella había hecho de todo para serlo, salvo casarse. O sea, no había obtenido el título oficial, reconocido y legítimo, ni se había puesto el vestido blanco de la virginidad, para recibir la bendición de un cura, que dice representar a Dios, en esos  ritos nupciales, que hasta los ateos adoptan, a modo de tradición.
Pero la señora, estaba muy segura de todo lo que hacía y pensaba, sin necesidad de tener que ser aprobada por la sociedad. Ese perverso jurado que siempre advierte la paja en el ojo ajeno.
Por otra parte, ella no había hecho nada que no hubieran hecho las demás mujeres.
Se había enamorado como lo hacen hasta los grillos o las lechuzas y había hecho su nido como los pájaros dándose de picos y picotazos, como si fuera una paloma con el palomo de sus sueños.
Y de ese amor, tan sencillo como el de los sapos, había nacido una hija, que iba cumplir tres años.
La señora B, tenía un trabajo honorable y una pequeña casita, que su padre le había dejado al morir.
Y no entendía por qué la gente, tenía problemas para dirigirse a ella y comenzaban la conversación con un "señorita" y luego, con un "perdón, señora",   tratando de adivinar su estado civil, como si eso fuera
importante.
Ella recordaba cuando una vez, una vecina daba vueltas y vueltas tratando de averiguar sobre la paternidad de su primogénita y le decía "Se parece a usted" a pesar de que la niña no tenía ni un lunar en
el mismo sitio que lo tenía ella y no se le parecía en nada, a no ser por el género.
"Es igual al padre" le corrigió de inmediato, para que
su curiosidad no se le quedara atravesada en la garganta.
Así, la señora, había podido saber que su hija tenía padre, como cualquier hijo de vecino.
Pero como aún le faltaba averiguar quién era el misterioso progenitor, le comentó, a modo de disculpa, que nunca había visto al papá de la niña.
Con toda naturalidad, no tuvo más remedio que aclararle, que la niña tampoco le había visto jamás.
Su curiosidad se transformó en sorpresa y luego en preocupación y viceversa. Pero aunque su cara tenía esa expresión de "haber metido la pata", continuó indagándola.
¿Es usted viuda?- le preguntó- a lo que ella respondió negativamente. Pero como la pobre seguía con las dudas apretadas entre los dientes, ella le explicó que había tenido una pareja, que había durado cinco años y de esa relación había nacido esa hija, de forma tan natural, como nacen todos los niños del mundo.
Y para completar su biografía, también le informó
que al poco de nacer, él había conocido a otra mujer
y la había dejado plantada a la sombra de un árbol, una tarde en que la lluvia le disimulaba las lágrimas.
Y aunque eso era muy frecuente entre las señoras oficiales, en su caso y a juzgar por la expresión de la cara, a ella le parecía una verdadera tragedia.
Seguramente, su historia le parecía triste, tal vez porque pensaba que ella no percibía la cuota alimentaria, que cobran las esposas legalmente divorciadas y que a pesar de ser escasa o humillante,
le conservaban el "status social".
Seguramente, para la vecina, su caso era muy diferente, al ser considerada como "personal sin relación de dependencia" y por eso, le resultaba más triste ya que debía arreglárselas según su leal saber y entender, es decir "como se pueda" para hacer frente a sus necesidades familiares.
A partir de entonces, su vecina no le hizo más preguntas, pero vivía pendiente de quién entraba o salía de su casa.
En fin, si eso a ella la hacía feliz, a la señora no le
molestaba, porque entendía que, a veces, la televisión
resultaba muy aburrida.
                                El señor C
Había una vez un señor con manía de seductor, aunque en estricta verdad, él había fracasado a los seis meses de su matrimonio, a causa de haber comprobado la infidelidad de su reciente esposa.
Y a partir de entonces, aunque no quería reconocerlo,
su vida se había convertido en un desastre, parecido al que deja el huracán Katrina sobre la costa del Caribe.
Sin embargo, él siempre hablaba de las ventajas de ser soltero y de haberse liberado de complicaciones matrimoniales. Y hasta se veía feliz cuando contaba a sus amigos, que ambos habían festejado la sentencia de divorcio, teniendo sexo en un hotel por horas.
El señor C, tenía un Edipo atroz. Y por eso, su madre era la única mujer que era digna de su amor, mientras que el resto de la humanidad, para él, se dividía en cuatro clases de personas. Primero estaban
las "minas", formada por todas las mujeres jóvenes, luego, "los machos" que eran los varones no domesticados, los "no machos" que eran los que se dejaban llevar de las narices por una mujer y los "super machos", formada por quienes consideraban que la parte femenina de la especie humana, estaba en el mundo sólo para satisfacer a los hombres sexualmente. Y por supuesto, él pertenecía a esta clase.
Había cumplido cuarenta y pensaba que conquistar a
una mujer era sólo una cuestión de tiempo y que por
su buena posición económica, podía hacer con ellas, una alfombra tan larga, que un rey egipcio, hubiera podido llevar a volar a todas sus esposas, como si fuera Aladino.
En eso se tenía mucha fe, porque su talento se basaba
en dos pilares fundamentales, que eran su capacidad amatoria y su tan afamado "chamullo" donde insertaba un poco de ternura y de melancolía.
Pero había algo fundamental para enganchar a los peces en el anzuelo, que era desplegar frente a ellas sus finos modales de gentleman inglés.
Y como la relación debía ser breve, para no caer en los brebajes de Venus, mi3entras conquistaba a la víctima, tenía que desalentarla, para que fuera ella misma quien propusiera un corte.
Entonces aparecían sus "manías" y también otras mujeres que giraban en su entorno. Porque él tenía siempre un escuadrón de ataque y otro de reserva, para mostrarse "añorado" "inestable" y "sufrido".
Porque les despertaba el instinto maternal femenino, que a él tanto le fascinaba.
Por supuesto, que no quería engañar a nadie, pues desde el primer minuto de la relación, se mostraba con "ciertos traumas" respecto de su anterior fracaso
y les advertía desde la primera cita, que sus intenciones no eran serias, ni tendientes a reincidir en
una convivencia que destruiría la pasión.
Lo que nadie sospechaba, era que el célebre "conquistador de América", no era en verdad, quien creía ser y aunque creyera que él usaba a las mujeres, en realidad era manipulado por ellas, cuando buscaban algún "amigo cariñoso" que siempre estuviera disponible para hacerlas pasar un buen rato.
Era como una especie de comodín, que estaba siempre dispuesto, a mano y sin compromiso, para cuando alguien lo necesitara.
Al fin de cuentas, era un hombre que sufría de úlcera estomacal debido al tabaco, al alcohol y a los fluidos ácidos de la soledad.
Cuando venían las fiestas de fin de año y lo invitaban a un festejo donde todos iban con sus esposas, no le quedaba otra que llegar para los postres, simulando volver de algún tierno encuentro que, por supuesto, no había existido, debido a que sus mujeres eran del tipo "descartables" y en esas fechas, ellas preferían compañías más estables.
Pero él no sufría por eso, después de todo tenía a su anciana madre, que llenaba todos los espacios vacíos de su vida.¿Quién podría hacerse problemas por un poco de tristeza, de vez en cuando?
                      El señor D
Había una vez un señor, que seguía enamorado de su
primera esposa, aunque después de su divorcio había
vuelto a rehacer su vida, como suele decirse cuando un hombre encuentra a alguien que quiera plancharle
las camisas.
Lo que en realidad sucedía, era que él no podía desligarse de su ex hogar, porque allí estaban sus hijos, a quienes su ex mujer no podía darles ningún "mal ejemplo", como venir muy tarde por la noche, o
vestir a la moda como una jovencita, porque ya tenía
más de treinta y ocho.
Así fue como un día, él puso el grito en el cielo, cuando un amigo le comentó que había visto a su ex
en un boliche, bailando con un desconocido.
Y como no podía tolerar tanta indignidad, salió esa misma noche rumbo a la casa de ella, que para él no había dejado de ser la propia, y aún cuando era bastante  tarde, llamó insistentemente a la puerta.
Ella se puso una bata y se dirigió a la entrada principal, pensando que algún extra terrestre se había estrellado en su jardín. Pero al verlo por la mirilla, pensó que algo grave le había sucedido a su ex suegra, que por esos días, no andaba muy bien de salud.
Cuando logró abrir la puerta, después del enredo y la
confusión de llaves que siempre ocurre ante los malos
presagios, él se quedó parado con esa cara de desconcierto. Y viéndolo tan inmóvil como la estatua
de Bolívar, ella lo invitó a pasar, mientras se apresuraba a prepararle un té que aliviara las tensiones, de lo que ella creía, era un desenlace fatal.
Pero él permanecía callado, como si le costara darle la
Mala noticia. Y recién cuando puso las tres cucharadas de azúcar en su pocillo, pudo comenzar con su retardado discurso.
--- Me han dicho que te vieron acompañada- le dijo, mientras bebía el primer sorbo.
Ella estaba tan desconcertada como una comadreja en la exposición rural y lo seguía mirando como esperando que fuera directamente al grano, como dicen los que no tienen tiempo para el rodeo.
Sin embargo, él no acertaba una frase que tuviera cierta coherencia y al ver que no se trataba de algo fúnebre, ella le pidió que se fuera porque debía levantarse temprano para ir a trabajar.
---Cuando estabas conmigo no tenías que madrugar -le reprochó él.
Ella no tenía deseos de discutir, pero le aclaró que
siempre se había levantado antes que él, para evitar
que se durmiera.
Y él la vio tan bella en esa bata turquesa, que hubiera
dado cualquier cosa para que lo invitara a quedarse,
pero se daba cuenta de que eso no estaba en los
planes de su ex., por el contrario, le recomendó que
retornara enseguida, porque su compañera, ya debía
estar preocupada.
Y él no tuvo más alternativa que salir por la misma puerta por donde había entrado, aunque tardó mucho
en regresar a su casa, porque necesitaba meditar sobre su azarosa vida.
Buscó la única confitería que estaba abierta, para poder devorar sus cigarrillos y tomarse un café.
Estaba en el segundo cafecito, cuando vino a su mente aquella gresca descomunal que culminara con
esa horrible separación que ahora le parecía un calvario.
Y haciendo un balance entre sus errores y sus aciertos, vio que el saldo le daba al rojo vivo, porque
mientras estuvo con ella, se había sentido tan poderoso que pensó que podía hacer cualquier cosa,
como llegar a la madrugada sin dar explicaciones o
entrar de puntillas, para no despertarla cuando venía
de alguna fiesta con una de esas chicas "sin importancia", que siempre lo enganchaban con un
coqueteo inoportuno y fuera de hora.
Él había llegado a la conclusión, de que había abusado de la paciencia de su " ex " , a tal punto, que
una noche encontró que su llave no entraba en la cerradura de su propia casa y al pedirle explicaciones
por teléfono, ella le comunicó que el juez lo había excluido del hogar por malos tratos.
Y recordó la furia que había sentido al oírla decir eso, porque él sabía perfectamente, que durante los ocho años de matrimonio, nunca le había levantado la mano.
Y cuando terminó con su análisis introspectivo, llegó a la conclusión de que había sido un tonto, pues había arriesgado todo por nada y se sentía un perdedor.
Pero al fin de cuentas, ese era su pasado. Ahora tenía que pensar en reconquistarla, antes de que ese desconocido del boliche, lo dejara fuera de juego.
Sabía perfectamente que para hacerlo, no tenía que demostrarle lo celoso que estaba, ni sacar a relucir su cinturón negro de "machista" pretendiendo ponerle los puntos sobre las íes. Principalmente, porque en la
palabra amor, no había ninguna "i" que considerar.
Necesitaba presentarse como un hombre que estaba dispuesto a colmarla de felicidad, pero tal vez, ella no
aceptaría abandonar su independencia pues ya estaba
"alertada" respecto de cuáles eran sus derechos.
Hubiera sido mucho más fácil antes, cuando consideraba que sólo tenía deberes. Pero en fin, en la
ruleta de su vida le habían cantado el cero y había perdido todas las fichas.
Ahora era él quien debía "arrastrar la cobija", como
dicen los venezolanos, aunque tenía que apresurarse,
no sea que ese desconocido, produjera un cataclismo
irreversible en el corazón de su amada, del que no pudiera salir ni con un transplante.
Por eso, al día siguiente, cuando calculó que sus hijos
ya estaban en la escuela y antes de que ella saliera a trabajar, fue nuevamente a la casa y sin darle tiempo
a que ella pudiera sorprenderse, no bien abrió la puerta la tomó en sus brazos y la besó como si fuera
la primera vez, o la última, como se besan en las películas cuando él se va la guerra y ella se queda buscándolo entre las sábanas.
Y claro que debió ser un beso de aquellos, porque ella no fue a trabajar y al mediodía, tuvo que ir él mismo a buscar a los niños al colegio, porque según él, su mujer había quedado "de cama" por tantas emociones que se le habían venido encima, como si hubiera tropezado con el hilo de una piñata.
Los niños, se pusieron contentos por la noticia de su
regreso, pero no bien entraron a su casa, observaron
la cara que puso su papá, cuando vio una nota que su
madre le había dejado sobre la mesa y le hizo perder
la turgencia a sus rodillas. La nota simplemente decía:
"Mi amor, no se a qué hora regreso, si quieres, puedes esperarme en casa".
Sin dudas, nada volvería a ser como antes, cuando ella le informaba al detalle, sobre cada uno de sus pasos y nadie quería desbaratarle su condición de gallo.
Pero en fin, ahora las cosas pintaban un poco más inquietantes. Y comenzaba a sentir como si tuviera burbujitas en el estómago, porque su vida se veía más interesante.
                        La señora E
Había una vez una señora, que había descubierto el secreto de conservación de una especie casi extinguida de hombres: "Los maridos"
Casi por casualidad, había llegado al esclarecimiento total de las causas por la que algunos señores abandonan a sus devotas esposas. Y se cuidaba muy bien de no cometer las torpezas habituales que solían cometer las inexpertas.
Se había dado cuenta, de que pasado cierto tiempo de convivencia, la pasión desaparecía como por arte de magia y que los detonantes más frecuentes para que eso ocurriera, eran la rutina, el estrés, las tentaciones de la vida moderna, etc.
Pero en realidad, lo que ella había descubierto era la manera de impedir que esas causas, incidieran en su estabilidad matrimonial.
Su tesis se basaba en algo que algunos llaman tolerancia o comprensión unilateral y que no es otra cosa que "un sabio silencio", para evitar conflictos.
Con este método, había podido afrontar todas las dificultades conyugales, como por ejemplo, aquella vez que su esposo se había enamorado de una jovencita "sin importancia", pero que lograba que él estuviera, permanentemente, pendiente del espejo, del
reloj, de la ducha, de los perfumes y de esas cosas que nos dicen a gritos que hay un romance más allá del umbral..Y comienza a visitar al dentista, a tener reuniones de oficina o de amigos, o debe ir a un  velatorio, o atender a clientes tan complicados en los negocios, que luego, indefectiblemente, hay que invitar a cenar a algún lugar elegante. Todo esto de muy mala gana, claro.
Por supuesto, que ella no tenía nada de ingenua y sabía perfectamente, que el café que había tomado, olía más bien a whisky y el cigarrillo a perfume, pero el método del silencio era sensacional. Sólo requería de algunos esfuerzos de su parte, como escucharlo mentir con lujo de detalles, sobre la enorme caries que el dentista le había descubierto o lo rico que estaba el asado que hicieron los muchachos del club, o lo difícil que le había resultado convencer a su cliente para que cerraran tal o cual negocio.
Algunas veces, ella tenía deseos de retorcerle el cuello, pero la práctica constante de su buen humor, le impedía cometer errores, que pudieran ser insalvables.
Además, sabía que la forma más segura de retenerlo, era el parecer una idiota, ya que ningún hombre con sentido común, abandona a una mujer capaz de creerle todo, en la primera versión.
Por otra parte, por qué habría de abandonarla, si ella cuidaba tan bien su casa,  su dinero,  su ropa y sus hijos. ¿Adónde iba a encontrar un servicio tan completo?
Por supuesto que él sabía que eso no era "tan así"  y que ella tampoco sentía esa locura pasional de los primeros tiempos. Pero, por si las moscas, se encargaba de no dejarle dinero disponible, para evitar
que tuviera alguna amante, de esas que suelen cansarse de los cafecitos en confiterías de morondanga o de la escasez de efectivo en mano.
El método le resultaba infalible, ya que ella sólo debía ser discreta y desequilibrada en los gastos, de modo tal, que a él le quedara un poco más de lo necesario, pero sin que sea suficiente para "ciertos excesos".
En fin, era cuestión de evitar los despilfarros típicos
de cuando la economía se hace "de a tres"
.El secreto era tener muchas tarjetas de crédito que pagar. Y así, él debía aumentar sus horas extras en el trabajo para afrontar tantos gastos y porque hombre ocupado no puede pensar en mariposas de colores.
La fórmula de su estabilidad matrimonial, constaba de tres factores esenciales: "Del capital acumulado", que nadie quiere dividir, del "imán irresistible de los hijos" y "de su premeditado silencio".
Y con todo eso ¿Quién podría pensar en el amor?
                     
               El señor F
Había una vez un señor que tenía muchos problemas
Y como las matemáticas no eran su fuerte, ni su pasión, ni su hobby y sabiendo que  las soluciones, no eran numéricas sino sentimentales, un día decidió terminar con todos ellos y se convirtió en un robot, o sea, en una máquina de trabajar y trabajar.
De ese modo, no tendría que pensar en cosas difíciles, como qué hacer con una esposa que ya no amaba, pero que era la madre de sus hijos, o decidir si se entregaba a aquella otra mujer que lo tenía loco y lo colocaba en una encrucijada entre lo que le mandaba a hacer su piel y su cerebro.
De modo que con el exceso de trabajo, él había logrado neutralizar toda sensación peligrosa para su estabilidad emocional.
Se había convertido en un hombre aplomado y serio, de esos que no dejan un minuto librado al azar, para evitar quedar atrapados en un bello asunto que les alterara el pulso o les echara a andar las hormonas por caminos sinuosos.
Su tarea era agobiante, porque tenía que mantener la paz de su hogar, o sea, tolerar a su mujer debajo de la misma sábana, pero a su vez, demostrar frente a sus amigos que era viril, galante y observador de traseros. No sea cosa que pensaran que él estaba tan domesticado como su perro o su canario. Pero claro, todo sin pasarse de la raya.
Y cuando por esas cosas de la vida, lo invitaban a la cancha, a pescar  o a algún asado, tenía la precaución de cargar con su hijo para que su mujer no se pasara una semana haciéndole reproches.
Aunque a veces, ella era un encanto de devoción aplicada Y para tenerla callada, le obsequiaba bombones una vez a la semana y hasta, a veces, solía variar con alguna flor, según lo que encontrara al paso.
Esa era la única manera que tenía para convencerla de que todavía la seguía amando, cuando en realidad, ambos sabían que no era cierto. Y él no se cansaba de preguntarse, por qué las mujeres preferían ser engañadas antes que echarles los perros y seguir con su vida solas, como Dios manda.
Pero su mayor intolerancia se ponía de manifiesto,  cuando con el pijama puesto, tenía frente a sus ojos la cama de dos plazas y media, que ya había cumplido 10 años, como su hija mayor y él se sentía tan agobiado, que hasta le costaba fingir, de vez en cuando, una pasión que le durara diez minutos.
A veces, lo lograba, pero los fines de semana se convertían en un verdadero suplicio, porque debía apagar el robot y mostrarse tal cual era, con sus insomnios, sus manías, sus prolongados silencios, con su conversación trivial, con sus ganas de salir corriendo a buscar a esa mujer que le quitaba el sueño, el malhumor y las ganas de morirse.
Lo mismo le ocurría con esas malditas vacaciones, que lo dejaban totalmente indefenso, donde no podía escabullirse de  sus idas y vueltas al supermercado, de sus "qué hacemos de comer esta noche", de sus "parece que va a llover" y de todas las trivialidades, que estamos hartos de escuchar con los mismos oídos.
Las cosas en vacaciones se complicaban porque debían elegir un lugar que tuviera intimidad, ruido para los chicos, comodidades para la suegra, entre otros pormenores.
Pero el tedio se presentaba in situ, cuando los planes se convertían en realidad y había que mostrarse relajado como un ganso en el agua o feliz como si hubiera un motivo.
Pero eso no era todo, pues tenía que tirarse en la playa a tomar la mayor cantidad de sol, mirando lo menos posible por los alrededores, para evitar discusiones que arruinarían el merecido descanso anual.
Entonces, se sometía a la lectura de todos los diarios, para ponerse al día con los precios, la política y la cotización de la moneda. También aprovechaba para salirse de la dieta y engullir todo aquello que se pusiera delante de su vista, menos las mujeres, que por supuesto, no se podían masticar y hasta podían llegar a patearle el hígado, sobretodo en esa época del año, cuando los alimentos no están muy bien balanceados para el consumidor final.
Cuando por fin, pasaban los quince días que siempre
le parecían meses y se aprestaba a acomodar los bolsos en el baúl del auto para regresar a la casa, él se
sentía feliz y no veía la hora de volver a su rutina, para ajustar los engranajes de su robot y para que todos sus problemas desaparecieran.
Claro que lo que él no sabía, era que más allá de sus narices, a los costados y por detrás suyo, también se extendía el mundo, con esas cosas pequeñas que nos hacen estallar de risa o de lágrimas, o con aquellos peligros cotidianos que suelen ponernos la piel de gallina o nos hacen mirar a la luna llena, o tararear aquella canción de Alejandro Lerner, que nos incita a
"Volver a empezar".
Es una lástima que los robots siempre estén propensos a tener cortocircuitos y que cuando suceden por culpa del usuario, no los cubre la garantía.
Tal vez, sea por eso que a pesar de estar aburrido de compartir la cama, el placard, la mesa, los cubiertos, la heladera, el baño y hasta los pasillos, prefirió seguir manejándose a control remoto, hasta que la muerte lo ampare.
                      La señora G
Había una vez, una señora de esas que no saben muy
bien, cómo llegaron a acumular tantos kilos en apenas
cinco años de matrimonio.
Al principio, su esposo insistió en la conveniencia de
que hiciera alguna dieta, pero ella tenía siempre un justificativo para postergarla y salía del paso con pretextos, como que estaba amamantando, que sentía
ansiedad por haber dejado el cigarrillo, que el gato de
la vecina, que la sombra de la higuera y el portón que
no se cierra.
Todo era válido para continuar con su glotonería, mientras su marido no sólo conservaba la silueta de los primeros tiempos, sino que cada día estaba más atractivo.
Sin embargo, ella creía que tenía asegurado su amor porque pensaba que su arte culinario era un imán muy fuerte que lo traía a la hora prevista, a la cocina
de su casa.
Siempre le preparaba platos exquisitos y unos postres
como los que hacía su abuela. Y las visitas de amigos,
se hacían cada vez más frecuentes, a medida que su fama corría de boca en boca, mejor dicho, de diente en diente.
Esto trajo como consecuencia que sus salidas se hicieran cada vez más escasas, porque la frase "mejor vengan a casa", era aceptada casi instantáneamente.
Además, ella ya no tenía ropa que le entrara y el tener
que salir, le complicaría las cosas, de modo que el recurso de ser la anfitriona, evitaba que tuviera que anotarse en el gimnasio o tener que empezar con esas
dietas que se iniciaban el lunes bien temprano y terminaban el mismo día, a la hora de la merienda.
La señora I, se entretenía abriendo y cerrando la puerta de la heladera, tapando y destapando gaseosas, probando lo que iban a comer los niños, no sea cosa que algo estuviera en "mal estado".
Además, ella no se hacía problemas por sus rollitos, a
no ser cuando la invitaban a una fiesta, de esas donde
no podía faltar, y entonces tenía que probarse todo lo
que había en el guardarropas, hasta que se convencía
de que nada le quedaba y debía salir a comprarse algo, cada vez más grande. Y con tantos gastos, su marido hacía eludible cualquier compromiso ineludible y por eso, se convirtió en una mujer por demás casera.
Y ella lo hubiera aceptado, sino se hubieran ido agregando otras cosas, como que él llegaba cada vez más tarde y a la hora de la verdad solía dormirse antes
de que ella saliera del baño para ir a la cama. Y sus relaciones comenzaron a tener una frecuencia de una
vez por semana, siempre que no surgiera en el medio alguna discusión que les arruinara el evento.
La señora era consciente de que eso le estaba sucediendo por causa de la puerta de la heladera y como las discusiones eran cada vez más frecuentes, también los encuentros de luces apagadas se fueron espaciando. Hasta tuvo que anotar en el almanaque
para saber cuando había sido la última vez.
Y así fue como un día, buscando una fecha en el calendario, ella llegó a la conclusión de que a su esposo, ya no le interesaba el pago de ciertos impuestos. Y este descubrimiento la hizo tambalear desde los pies hasta cejas y comenzó a tomarse en serio las recomendaciones de la dietista y las largas caminatas que debía realizar a diario.
Ya había pasado un mes de tanto sacrificio y hasta había logrado bajar tres kilos, pero él ni siquiera se había dado cuenta de sus progresos. Por suerte, a medida que transcurría el tiempo, fue notado que cuando ella realizaba sus caminatas, los hombres comenzaban a mirarla otra vez y eso era una buena señal.
Con el correr de los días, también reaparecieron los piropos como por arte de magia. Y así fue como ella no sólo recuperó su peso de soltera sino casi toda su
ropa, las ganas de salir, de treparse al cielo, de hamacarse en una nube., de comprarse libros, de ir a la peluquería, de soñar con los ojos abiertos y hasta comenzó a olvidarse de haber puesto la comida en el fuego, de guardar la soda en la heladera, de usar la escoba o las chancletas. Se levantaba más tarde, con vaqueros ajustados, se maquillaba muy suave y con olor a jazmines, partía a desayunar en algún café elegante que hubiera por la ciudad.
A la hora de almorzar, siempre había algún churrasco
con dos mitades de tomate perfumado con orégano.
Entonces él protestaba, o porque estaba salado, o porque nunca había nada para picar, o porque el pan no era de hoy, o porque estaba cansado de comer ese menú. Pero ella no se inmutaba.
Pero en fin, por suerte, que ella aprendió, justo a tiempo, que las dos cosas que más le importan a los hombres son: el auto y una mujer con buena carrocería, capaz de mantenerlo despierto.
                        La señora H
Había una vez una señora, que creía que tenía el mundo a sus pies, aunque no era precisamente, la Cenicienta del cuento, cuyo futuro dependía de su zapato.
Pero tenía una teoría muy original respecto de las prácticas matrimoniales, porque sabía que el ser humano era un animal domesticable y por eso, adoraba los látigos. Pero claro, no eran de esos que se
usan para domar a las fieras, pues no hubiera sido elegante para una dama, andar con un elemento tan antiestético.
Lo que en realidad usaba, era su propia voz que sonaba como una tira de cuero lanzada por los aires, a modo de zarpazo auditivo y que de pronto, hacía variar a su antojo, desde la presión atmosférica y la humedad del ambiente, hasta el humor de quienes la escuchaban. Ya que el tono de su voz,  podía sonar como un chillido de puerta o como bocina de camión.
A horas muy tempranas, ya comenzaba a oírse la orquesta sinfónica, con esos agudos sonidos, como por ejemplo, "el desayuno está listo" o "adónde han dejado el peine" o "no pongan tanta manteca" o la recomendación crucial de "no dejar la ropa tirada" o
la pregunta aquella, de si "se lavaron las manos".
No se cómo hacía para tener los ojos puestos en todas partes al mismo tiempo, porque no se le escapaba el menor detalle de las cosas, por más triviales que parecieran. Hasta podía darse cuenta de que el gato era zurdo, que las moscas tenían sarpullido, o que las margaritas olían a jazmín.
Y cuando llegaba la mucama, tomaba la batuta para dirigir la batería de cocina o para sincronizar la carga
y descarga del lavarropas automático, o se ponía a protestar por la suba de los precios.
Cuando terminaba el día, todo quedaba ordenado, los espejos desempañados, los pisos encerados, la ropa en cada cajón, los zapatitos lustrados, las luces apagadísimas, la puerta con pasador y puesto el despertador.
Y entonces, ella solía meditar acerca de lo estricta que había sido con tantas exigencias y sermones, pero en fin, seguía pensando que la Monarquía, aún con todos sus defectos, era la mejor forma de gobierno y la más adecuada para mantener siempre unidos a los miembros de su familia. No podía imaginarse haciendo un "referéndum" o una "consulta familiar" para elegir la comida, los programas de televisión, el color de manteles o el tamaño de los cestos de la basura. Por eso, puertas adentro, lo mejor era sentarse en el trono y acumular todos los poderes en una sola persona: Ella.
También solía contemplar su palacio, para ver el brillo de los pisos o la pelusa que el viento había arrastrado debajo de la mesa, o la araña que estaba tejiendo en el techo su red artesanal, para salir a buscar un plumero que le arruinara la obra de arte a la intrusa.
Su peor momento, ocurría cuando tocaban el timbre
y el sodero llegaba para marcarle las huellas de sus zapatillas por todo el piso, tan sólo para dejarle un cajón de soda en el patio de atrás. O cuando venía alguna visita que ella recibía con la vista fija en el piso para saber si alguna basurita había quedado en sus talones, escapándose de las garras de su felpudo.
Tanto su marido como sus hijos, estaban cansados del régimen dictatorial. Pero nadie decía nada, porque
si se declaraban en huelga hubieran tenido que trabajar y mucho. De modo que, mientras estuvieran en casa preferían soportar a la reina y luego escapar corriendo hacia la libertad.
                               El señor I
Este era un señor que se empeñaba en inspirar lástima a cuanta persona se le acercara, aunque tenía condiciones para ser un hombre admirado por cualquiera.
Desde muy niño, había pretendido llamar la atención de esa manera, tal vez, porque como dirían los psicólogos, su mamá lo había sobre protegido o no le había dado suficiente ternura, o no le había contado cuentos de príncipes valientes o de ogros mal olientes, y por eso, él ahora tenía que inventar tantas brujas y serpientes, como para poder permanecer en el sillón de la víctima, esperando que un hada milagrosa, lo rescate de las torturas a las que lo sometían sus verdugos.
Este señor se había casado con alguien, que por supuesto, no había resultado ser la persona que él deseaba como esposa, como tampoco era la madre adecuada para sus dos hijos y por si fuera poco, también se había encargado de destruir su hogar, viviendo una aventura amorosa con otro hombre.
Aunque, a decir verdad, él tampoco se había quedado
de brazos cruzados ya que se había visto obligado a entablarle un divorcio contencioso, donde hubo de todo,  insultos, injurias, gritos, lágrimas de cocodrilo y hasta arañas peludas, que en ningún divorcio pueden faltar, cuando se entabla una guerra sin cuartel, donde los únicos heridos resultan ser, por supuesto, los hijos.
Y gracias a esas sangrientas batallas, él había logrado
arrebatar a la menor de sus hijas de las garras de esa
bruja, que sólo pensaba en ella misma. Y hasta logró
ponerla al cuidado de su anciana madre..
Pero no bien pasaron unos meses, él se vio obligado a buscar una compañera, que aliviara el dolor de esos terribles embates del destino y le diera refugio en sus
acogedores y tiernos brazos, mientras su hija sufría como en la noche de Halloween, en la casa de su abuela, que había cumplido ochenta.
Su nueva pareja, a él le pareció maravillosa, pero por un tiempo. Hasta que se enteró que había quedado embarazada y entonces se convirtió en Poncio Pilatos, después de que se lavara las manos para desentenderse del mismísimo Cristo.
Y para no dejarse acorralar por las circunstancias, cortó la relación, como "Mandrake, el mago", pretextando que la criatura, quizás, no fuera                                                                                                                                                                                                          suya.
Y la muchacha, que otrora era dulce como un caramelo de coco, ya no era una santa de su devoción, pues pensaba que lo único que pretendía era atraparlo y de la peor manera, o sea, usándolo como reproductor, según sus propios dichos.
Pero eso no era así porque cuando ella comprendió los conflictos que le generaba al pobre hombre, decidió llevarse su abultado vientre a otra parte , para continuar con su vida y para evitar que se sintiera presionado por lo que él llamaba "las circunstancias", que no eran otra cosa que un hermoso bebé varón, que al cabo de unos meses, nació sin padre a la diestra ni a la siniestra, pero con una mamá que por su causa, estaba dispuesta a enfrentarse solita al mundo.
Con el correr del tiempo y con el niño ya crecido, el señor pretendió anotarlo como suyo, porque la ley se
lo permitía y además, necesitaba un hermanito para su hija que ya se aburría en compañía de su anciana madre.
Pero antes de que eso ocurriera ella se  había llevado al niño muy lejos y él nunca pudo encontrarlos.
Lo que este señor no sabía, es que hasta las brujas con escoba, suelen resultar buenas madres.
Mejor hubiera sido que admitiera, que era él quien se
había convertido en su propio verdugo y debía sentarse en el banquillo de los acusados, al menos por una vez, para poder darse cuenta de que la manteca no es roja, ni es salada la manzana o que sol está que arde.
De cualquier forma, ella estaba dispuesta a ceder, cuando él aprendiera la importancia que tienen ciertas
cosas de la vida.
Entonces, tal vez, pudiera llegar a conocer los ojos, el cabello, la inteligencia, la sonrisa, el pensamiento y el sabor de los besos de aquella "circunstancia" que no supo disfrutar a tiempo.
                           La señora J
Había una vez una señora que tenía tres pequeños hijos y un marido que trabajaba todo el día, ya sea con relación de dependencia o sin ella, para asegurar la tranquilidad a su familia.
Con tantas actividades se aseguraba la solvencia económica para todos, en especial para sus hijos, a quienes debía mandar a una escuela privada, asociar a un club, a la mutual, costearle la práctica de la natación, el gimnasio y el violín, en el caso de la mayor, así como agregar teatro y baile para la del medio y la niñera para la menor, que todavía no había cumplido dos años.
Con todo ello se aseguraba la paz, o sea, la falta de discusiones y la armonía del hogar, aunque no siempre lo lograba, porque a la señora le encantaban las discusiones por cualquier cosa, por más triviales que fueran, ya sea, por el humo, por el aire, por el olor de la ropa, por la reunión del domingo, por la plancha, por las camisas o por el pasto que crece.
Ella pretendía que él estuviera "en todas". Es decir, se encargara de ser padre, amante, ayudante del planchado, del lavado de platos, de las tareas escolares de sus hijos, de la cocina, de bañar a los pequeños y una docena de etcéteras, además de ser el
proveedor de todas las comodidades de la vida moderna.
Y no sólo eso, sino que debía compartir cada una de las tareas hogareñas. Todas, salvo el desayuno.
Porque a la señora le gustaba dormir hasta muy tarde y a esa hora, se sentía muy cansada.
De modo que él debía tomar el desayuno en una confitería para no despertarla con el ruido del chispero al encender la cocina, o al abrir el paquete de
galletas o la puerta de la heladera.
Con todos esos quehaceres, el hombre no se sentía ni
se veía feliz, porque como no había nacido con el pan
debajo del brazo, no sólo debía construir el horno, sino buscar la levadura, comprar la harina, ponerle la sal y también amasarlo.
A pesar de todo eso, la señora le reprochaba el escaso tiempo que le dedicaba a la familia y hasta lograba que él se sintiera culpable por eso, aunque también se encargaba de hacer dormir a los chicos, de contarles cuentos, de ponerle los zapatos y de abrocharles los guardapolvos.
Sin embargo, había que reconocer que algunas veces,
ella lo halagaba y les decía a los niños que papá " les haría esas ricas hamburguesas que nadie sabía hacer
como él", o que los llevaría al club, cuando él tenía partido de fútbol con sus amigos y ella se encargaba de convencerlos para que alguno acompañara a papá. De esta forma, se quedaba más aliviada y podía dormir la siesta, algo que para ella era tan sagrado, que con eso, ya se sentía eximida de ir a misa los domingos.
Y cuando llegaba la noche, se acostaba con alguno de
los chicos para evitar tener sexo y hasta hubiera comprado una cama de dos cincuenta de ancho para traerse a las tres nenas junto a ellos.
Claro que algunas veces ante el temor de que él se decidiera a dejarla por esa causa, le daba muchos besitos, para que a él se le pasara "la ansiedad" y él estaba tan desacostumbrado a la falta de ternura, que con algunos mimitos, ella lograba domesticarlo sin que se diera cuenta. Y lo convertía en un Caniche Toy de tiempo completo, que levantaba las patitas y saltaba a su alrededor aceptando todas sus propuestas.
Por supuesto, que en ese hogar nadie tiene  cara de felicidad como para retratar con una Polaroid, por más que todos se esfuercen en sonreír, diciendo "whisky".
¿Por qué será?
                     La señora K
Había una vez, una señora muy buena, de esas sobre las que nadie puede presentar quejas. La comida preparada, la jaula sin basuritas, la ropa bien arreglada, las masetas regaditas, la vereda bien barrida, los hijos... un modelito.
Todo hacía suponer que ella había seguido, al pie de
la letra, las instrucciones de algún manual para esposas eficientes y eso la había convertido en una brillante jefa de familia. A no ser por el detalle de que
la señora, consideraba que tanto su marido como sus
hijos, eran de su propiedad y por lo tanto, debían hacer o no hacer, moverse o quedarse quietos, según
su leal saber y entender.
Ella resolvía el color de la camisa que combinaba con
el traje de su esposo o si sus hijos faltaban o no a la escuela, si debían llevar manzana o ciruelas para el recreo, si el perro quedaba suelto, o si venía a comer su hermana.
 Y por supuesto, que las demás personas de la casa, tenían la vida mucho más fácil, porque no tenían nada importante para decidir, ni preocuparse.
El secreto de la señora M, era que ella sabía que para
el buen manejo del hogar había que formar buenos hábitos y en eso empeñaba todos sus esfuerzos.
Lo primordial era lavarse los dientes, las manos, ponerse el pijama, bañarse todas las noches y no faltar nunca a la escuela y en cuanto a su esposo, debía venir a horario, comunicarle todo lo que hacía,
pensaba, suponía, imaginaba o creía, para que ella decidiera si era posible hacer, pensar, creer, suponer o
imaginar lo que él pretendía.
Así, la operación fundamental del hogar era la simplificación. Nadie tenía que hacer esfuerzos innecesarios, porque ella ya se había tomado el trabajo de decidir, si su hija se ponía los zapatos negros, si su esposo llevaba abrigo y hasta qué transporte los dejaba más cerca o de indicarles cuántas cuadras debían caminar desde tal o cual lugar.
Ya casi se había vuelto imprescindible para toda la familia, tanto que si a ella se le hubiera ocurrido viajar
o ausentarse por cualquier motivo, se hubieran sentido tan confundidos como osos polares intentando trepar al árbol de los monos.
Seguramente, no hubieran sabido elegir la corbata, ni
poner el despertador electrónico y hubieran llegado tarde a la escuela, al trabajo y hasta a la siesta de los domingos.
Imagínense lo que hubiera ocurrido si ella no le hubiera alertado a su hijo, sobre esa chica tan inadecuada con la que pretendía ponerse de novio. O
si no le hubiera seleccionado sus amigos. O si no se hubiese apresurado a atender el teléfono para decidir
si él estaba o no, cuando lo llamaba alguna amiga. Y si no le hubiera advertido a su esposo sobre lo malo que era ese cliente con quien pretendía hacer un negocio. O si no hubiera programado las visitas, haciendo esas listas sobre a quienes invitar y a quienes
era preferible ir a visitar, porque sus chicos saltaban sobre el sillón de la sala.
Gracias a esa organización, ella no tenía los problemas que tienen las otras señoras cuando las visita llegan con chicos tan indisciplinados que son capaces de romperle algún jarrón, las plantas y hasta
la paciencia.
Pero había algo que a su marido lo sacaba de quicio,  y era que programaba los días y las horas de sus relaciones íntimas, para que nadie se sintiera extenuado, ni con dolor de cabeza, ni con esa sensación de tener un poco de fiebre, que suele aparecer a la hora de los pijamas.
Lo único que ella nunca pudo planificar, era la felicidad de su familia. ¿Por qué será?
.
                              El Señor L
Esta es la historia de un señor que tenía mucho dinero, lo cual le permitía relacionarse con jóvenes y bellas mujeres, además de tener una esposa tan bonita
y angelical, de esas que a pesar de conocer perfectamente sobre sus andanzas, permanecía callada por miedo a perder las comodidades que brinda el lujo.
Y además porque el "hacerse la tonta" le había dado muy buenos dividendos, pues él le hacía regalos muy caros para que olvidara sus llegadas fuera de hora, como ocurrió aquella vez, en que le avisaron desde el hospital que estaba casi en un coma alcohólico, cuando en realidad él le había dicho que se había  ido al velatorio de la madre de no sé quien, o como cuando dijo que las manchitas moradas que tenía en
su tetilla izquierda habían sido provocadas por el cinturón de su  auto.
Este señor tenía muchos amigos, de esos que están siempre dispuestos para acompañarlo a algún evento especial, pero donde no escaseen los placeres mundanos.
Pero un día, caminando por el centro de la ciudad, se
encontró con un compañero de la escuela secundaria, a quien llevó a conocer su lujosa residencia.
Cuando llegaron, su discreta esposa los dejó solos para que pudieran charlar tranquilos sobre  cosas que, seguramente, habían compartido en su juventud.
Y así fue, como después de permanecer un rato en la
sala, él lo invitó a conocer el resto de su mansión, pero al ver que el visitante se mantenía en silencio, se decidió a preguntarle:
--¿Te gusta mi casa, amigo?
Pero él le contestó con otra pregunta:
--- ¿En qué lugar de tu casa, encuentras  paz?
--- La paz no existe en ningún rincón de la tierra.¿Cómo voy a encontrarla aquí? ¿Acaso tú la tienes?-Le respondió.
---Claro que la tengo- dijo.
--- ¿Adónde vives? - le con las cosas que necesito, pero mi verdadero hogar está en mi  corazón.-le dijo
--- O sea, que tienes sólo lo que necesitas y no posees riquezas.-le preguntó, sorprendido.
---- Así es. Lo más valioso que tengo, es mi palabra.-
agregó él.
A esta altura de la conversación, ya creía que su amigo se había convertido en un monje budista o en algo parecido y no se atrevió a seguir preguntándole sobre su vida, no sea que le dijera que había bajado del cielo, como el segundo Mesías enviado por Dios a la tierra, para alabar las bondades de la pobreza.
No obstante, fue su amigo quien continuó con el
interrogatorio:
--- Dime adónde guardas los recuerdos-le pidió.
--- ¿Recuerdos? Yo vivo proyectándome hacia el
futuro, mi amigo. ¿Para qué sirven los recuerdos? -
agregó.
--- Para fortalecer tu espíritu- le respondió, sin
titubear
.---- Para eso, tengo a mi alrededor mucha belleza, mira mis cuadros, mi esposa, mi casa, mi parque- le dijo, en un tono, casi altanero.
--- La belleza es la pasión que albergamos en el alma y
no la veo en ti-le recalcó él.
Ante esas afirmaciones él ya no estaba seguro de si tenía alma, o si su amigo se había escapado de un hospital psiquiátrico, o si era realmente aquel muchacho que se sentaba a dos bancos del suyo y entonces, le dijo:
--Tú debes ser muy pobre y es por eso, que te
molesta mi bienestar.
--Te equivocas, tú eres más pobre que yo, ya que sólo tienes dinero, tampoco eres el dueño de esta casa, sino su huésped, pues en ella no puedes guardar tu
nostalgia-le  respondió.
Y al decir esto, su amigo se dirigió a la puerta dispuesto a marcharse, pero antes de salir, le pidió:
---La próxima vez que me invites, muéstrame tu corazón y tus pensamientos, porque alguien que no te
conociera tanto como yo, podría pensar que estás vacío. Espero que para entonces, tu hogar sea un mástil y no un ancla, como lo es hoy, amigo.
Cuando él se marchó,  se quedó pensativo y recorrió con la mente cada rincón de su casa. Y por primera vez, sintió una sensación extraña, diferente,
como si ese hombre hubiera venido a abrirle las puertas de su verdadera morada. Ésa que él todavía no conocía. Y sonrió, como hacía mucho tiempo que no lo hacía.
cuento inspirado en la filosofía de Jalil Gibrán
                    La señora M
Había una vez, una señora que se sentía muy feliz.
Era una mujer tan activa como un protón en el núcleo del átomo, es decir, era la carga positiva de su
familia.
Tenía dos hijos que giraban en torno suyo, como electrones y un esposo que se mantenía en el centro, pero ocupando el lugar del neutrón.
Así, las órbitas se mantuvieron perfectas hasta que los
chicos dejaron la adolescencia y fueron atraídos por otro átomo y formaron su propio núcleo.
Fue entonces cuando la señora comenzó a hacer cortocircuitos, porque estaba acostumbrada a equilibrar las cargas.
Y su marido tuvo que ocupar ese lugar girando a su alrededor, para que no extrañara tanto a los electrones, es decir, a los chicos.
Y poco a poco, pasó a ser el nene mayor de la casa, quien debía hacer los mandados, cerrar las ventanas, sacar la basura, en fin, salpimentar la vida de ella, para
que no se le escapara por la rejilla del baño.
Pero un día, el hombre comenzó a girar al revés pues
estaba aburrido de dar vueltas como un satélite, de modo que una y otra vez, cambió la dirección del giro, hasta que, sin querer, chocó con el electrón de otro átomo y se perdió en las moléculas de una bellísima mujer, que lo atrajo con tal fuerza, que haberlo querido no hubiera podido escapar, aunque ni siquiera había pensado en ello.
Así fue como ella se quedó sola y se dio cuenta de que en realidad, nunca había sido tan feliz como había creído y para peor, se había quedado sin amigas, a causa de haber estado tanto tiempo concentrada, únicamente, en su familia.
Pero un día, cuando volvía de la panadería, escuchó a
una mujer que la llamaba por su nombre y apellido de
soltera. Y cuando se acercó, vio que se trataba de una
vecina de cuando era niña, que tenía casi su edad. Se alegró tanto de verla, que la invitó a su casa.
Al día siguiente y tal como habían planeado, ella llegó con medialunas para tomar el té y entre charla y charla, fueron sacando recuerdos de la galera. Como aquella vez, en que ambas se habían peleado por ese chico pecoso, que siempre se vestía de azul o cuando su madre le había prohibido que se juntara con ella porque decía que tenía la moral distraída, a causa de haberse besado con su novio delante de la gente.¡Cosas de antaño!
 En fin, hablaron de todo, de la tía, del perro, de las medias con agujeros, del pomo y del carnaval. Hasta que, seriamente, ella le preguntó:
--- ¿Recuerdas aquel tesoro que un día escondiste envuelto entre varios papeles?
.---¿Qué tesoro? -le preguntó ella
--- Ese que cuando las jugábamos, tú me dijiste que era muy valioso y hasta escribiste un nombre en un papel y lo metiste entre muchos otros y yo debía encontrarlo. Pero por más que busqué y busqué, no pude hallarlo.¿No lo recuerdas?
Y ella estuvo un rato rebobinando el carretel ocioso de su memoria y luego dijo:
-- ¡Sí, ya sé! Ahora lo recuerdo.
-- ¿Qué era lo que guardaste?
--En ese cofre de papel yo escribí la palabra amor- le
Dijo.
--¿Y por qué lo escondiste tanto?
--Para que nadie lo viera y lo pudiera usar en mi contra.
--- ¿Y si era tan importante, por qué lo habías olvidado?
--Porque cuando uno guarda mucho tiempo algo, acaba por no recordarlo. Por eso, a todo lo que es importante hay que ponerlo a la vista, como a las toallas en el toallero o la sal en el salero, porque si no están allí, en el momento preciso, es lo mismo que no existieran. Los sentimientos no sirven cuando llegan tarde, amiga.- le dijo ella, muy seria
--- ¿Me llamaste "amiga"?
--- Siento que lo eres y esta vez, no voy a esconder lo que siento ¿Sabes?
--- La vida nos  enseña ¿No es cierto?
--- Sí, pero no nos previene, por eso no puede evitar que nos equivoquemos
-- Ahora me voy, pero mañana ven a conocer mi casa.- le propuso.
---Iré.
Cuando se fue, ella esbozó una sonrisa. Había
aprendido la lección. Y esta vez, no iba a perder a su amiga.
                       El señor N
Había una vez un señor, que lo único que había hecho en la vida, era mentir. Desde muy niño su imaginación lo había llevado a decirle a su madre, que había visto por ejemplo, un tiburón caminado en la feria o que un enano lo perseguía cuando iba a la panadería y que le había tenido que entregar las tres facturas que le faltaban al paquete.
Cuando cumplió dieciséis, ya era un "profesional de la mentira", como dice esa canción que Valeria, suele hacer tronar  en nuestros oídos. La cuestión era que siempre había alguna ingenua, que se enredaba en su madeja de cuentos chinos y se creía todo lo que él decía, prometía, explicaba y predicaba, en un tono muy convincente para quien se encontrara distraído.
Y en su afán por engañar a cualquiera que se le cruzara, no perdonaba ni a los hijos, ni a la madre, ni al mejor de sus amigos.
Hasta se podía decir que tenía tanta fe en no ser descubierto, que no le importaba que la mujer de uno de sus amigos, que a la vez era amigo de su propia esposa, aceptara compartir una siesta con su espalda desnuda, peluda y pecosa, cuando su pequeña hija estaba en la guardería y su esposo estaba de viaje por razones laborales.
Después de todo, ambos pensaban que la vida se había hecho para gozarla, disfrutarla y vivirla como Dios manda. Y según su filosofía, había que ser, al menos una vez, egoísta de cuerpo entero.
Pero resulta que cuando uno empieza a serlo, se hace adicto. Y así, su egoísmo crecía y crecía, hasta convertirse en un monstruo tan grande, que no te permite ver a los otros. Por eso, él era el primero en sentarse a la mesa para elegir las mejores partes del asado, el primero en servirse el postre y también, el último en dejar de hacerlo. Se apoderaba del control remoto del TV, no sea que a alguien se le ocurriera ver algún programa diferente a los de su preferencia.
Nunca se perdía nada de aquello que le gustaba, ni fiesta, ni partido de fútbol, ni cafecito, ni siesta.
Su mujer, pobre, siempre le creía, así le dijera que iba a darle de comer al loro, cuando ni siquiera tenían un canario.
Le fascinaba hacerse el enfermo, pues siempre le aparecía alguna dolencia. A veces, eran los huesos, la cabeza, la cintura, la presión, la bicicleta, la baldosa de la esquina, o la nariz que sangraba. Y en trabajar ni pensaba, porque a los cincuenta ya se sentía un viejo.
Y si necesitaba algo, recurría a las mentiras, pues siempre había algún incauto que le prestaba dinero, el que siempre prometía devolver en tres días, o a lo sumo en cuatro, cuando cobrara la abuela o le pagaran la deuda o buscara el portafolios que se olvidó no sé dónde.
Asunto de "vida o muerte" comenzaba la payada, con que ensartó a sus parientes, a su mujer y a otras tandas. Algunas veces decía que el auto se le había roto. Y así conseguía un préstamo de su esposa para pagar al mecánico, que era su cómplice y amigo.
Con esa treta obtenía un pequeño préstamo sin intereses, para no perderse el encuentro con aquella cenicienta, que la noche anterior le había dejado su zapato para que se lo probara al día siguiente.
En fin, era un simple fabulador. Un zorro que siempre quería comerse las uvas verdes, desde la piel hasta las semillas. Era como el lobo feroz del cuento de caperucita, sólo que nunca hubiera querido comerse a la abuela, porque inventaría un dolor de muelas. O como el Flautista de Hamelín, pero en vez de llevarse a las ratas al río, hubiera querido llevárselas a las playas de Río y que alguien le obsequiara el pasaje.
La cuestión es que la pasaba muy bien haciendo el papel de víctima, porque hasta él mismo terminaba creyendo sus propios cuentos.
Hasta que, una vez....bueno, ese es tema para otro cuento.
                      El señor Ñ
Había una vez un señor, de esos que tienen la vida pensada, pero no por su propia mente., sino porque padecía del síndrome de "la obediencia debida", que era muy común en los jóvenes varones del siglo XXI.
Pero lo cierto, es que vivía muy cómodo, en ese "sin pensar" constante, que le permitía ser sólo un proveedor material y sentimental de todo lo que su familia necesitaba. Algo así como un "mercado de las pulgas" o "venta de garaje", en donde se consigue de todo por poco costo.
Imagínense lo que hubiese sido, si además de trabajar en su profesión, de atender a los chicos, de prepararles la cena y algunas otras obligaciones que acordó con su mujer, en ese afán de compartirlo todo, o de fusión mutua al estilo "chicle", hubiera tenido que ponerse a pensar en qué le hubiera gustado hacer, o a quién invitar, o si quería hacer tal o cual cosa, por cuenta propia. ¡Faltaba más!
Pero no era lo que se dice, un dominado, porque él había elegido hacer todo lo que su mujer decía, como atender a las personas que ella invitaba, guardar la ropa adonde decía que había que guardarla, escuchar la música que había para oír, ir a los espectáculos para complacerla, o salir de vacaciones adonde y con quién ella tenía programado y hasta tirarle la pelotita al perro si eso estaba dispuesto, porque todo estaba tan planificado, que no había nada para pensar.
Ya hacía muchos años que vivían juntos, a la manera de la canción "Bailar Pegados" de Sergio Dalma.
Y eso les había resultado muy normal, porque además, sus compañeros y conocidos, hacían una vida muy similar a la suya.
Pero un día, su mujer y sus hijos decidieron pasar quince días con unos familiares que vivían en el campo, mientras él debía quedarse, pues tenía que trabajar. Y por esa razón, él se encontró con un montón de tiempo libre que lo sumergía en un total desconcierto, como el que hubiera tenido el lobo buscando a la caperucita en la peatonal de Córdoba.
Pero como no era un cobarde, ni un niñito de jardín de infantes en su primer día de clases, arremetió contra su soledad y trató de distraerse haciendo algo útil, como por ejemplo, ordenar su ropa para no tener que perder tanto tiempo en buscarla. Y eso no le dio trabajo ya que tenía únicamente un cajón donde guardaba las medias y  la ropa interior y un lugar en el placard para los pantalones, camisas, un conjunto de ropa deportiva y algunas otras prendas, que no eran muchas.
Así se pudo enterar de que la mayoría de ellas, estaban un poco pasadas de moda, de modo que las separó para dárselas al jardinero, en un bolsa destinada a la limosna, para sacarse de encima lo que no le servía. La caridad le parecía un poco más piadosa que tener que ir a misa todos los domingos y poner unas monedas en el cestito que pasaban delante de sus narices.
Pero mientras estaba en esa tarea, se dio cuenta de que le faltaba el pulóver rojo, que le había regalado su tía y la camisa a cuadros que solía usar en el verano. Y haciendo memoria, también le faltaba un vaquero y aquella malla que era viejita, pero que a él le encantaba. Y por más que buscó y buscó, bajó cajas y cajas, revolvió y revolvió, no encontró más ropa que ese pequeño bulto que estaba sobre la cama.
Y llegó a la conclusión de que su mujer, se las había regalado a algún indigente.
En un primer momento, eso no le molestó, pero el disgusto sobrevino después, cuando debía acomodar la gran cantidad de ropa que había sacado de las bolsas y que a simple vista, era demasiada, para los pequeños cuerpos de sus hijos y el de ella, a la que nunca le había visto vestir, ni la cuarta parte de ese vestuario, que tenía frente a sus ojos.
Entonces entendió por qué sus camisas siempre estaban arrugadas, adentro del apretado lugarcito que ella le dejaba para colgarlas.
Y en vez de sentirse como el príncipe que siempre había querido ser, se sintió como el sapo, antes del beso de la princesa que le rompió el hechizo.
Por eso, cuando terminó de arreglar lo que había desordenado, estaba cansado y un poco deprimido, de modo que fue a la alacena para hacerse una rica comida que le levantara el ánimo. Pero antes, buscó entre la gran cantidad de CD para poner un poco de música. Y claro, sufrió otro bajón porque ninguno respondía a sus preferencias, sino a las de todos los demás integrantes de la familia, de modo que se conformó con poner una FM para pasar el rato, mientras se disponía a quitarse la mufa, cocinando para él y sólo para él.
Buscó latas, paquetes, cajas y más cajas. Y así, logró enterarse de que en su casa todo era Light o galletas con siluetas de animalitos, adicionadas con vitaminas para los chicos, gelatinas y otras yerbas, que nada tenían que ver con su perfil de hombre sano y normal.
Se quedó pensando, como si no tuviera más remedio que usar su intelecto para diferenciarse del mono. Y se encaminó hacia el único lugar donde podía haber algo digerible para un mamífero que había dejado la teta, y decididamente, abrió el freezer en la seguridad de que se encontraría con la morgue de los vacunos. Pero no, más bien parecía una huerta orgánica, en medio del Mar Glaciar Ártico. Había espárragos, choclos, espinaca y coliflor, todos  congelados.
.Y no pudo más, se rindió ante la evidencia de que él no era tenido en cuenta en esa casa. O peor aún , era considerado como un hijo más, aunque su mujer lo discriminaba, porque de no ser así, él tendría en el placard tanta ropa y en la alacena tantas galletitas como sus hermanitos.
Y si seguía pensando, tal vez llegaría a la conclusión de que la razón por la que a ella, no le gustaba tener sexo con él era el temor a cometer incesto.
Tenía que detener a su cerebro antes que descubriera que él no era nada ni nadie. Y prefirió darse un buen baño, ya que la soledad le estaba haciendo pensar cosas raras, que lo hacían sentir tan desgraciado, como el primer hombre que creyó haber llegado a la luna y luego se enteró de que nunca había estado allí, porque la banderita no tenía que flamear en la imagen de la película que le habían mostrado los yanquis.
Al salir de la ducha, se afeitó, se vistió y decidió ir a comer a un restaurante, donde se sintió mucho mejor. Y aunque no encontró a la princesa que con su mágico beso lo pudiera convertir en rey, no faltaron algunas miradas cruzadas que a él le hicieron recordar aquellos tiempos en que era soltero y solía salir con sus amigos.
Y otra vez, lo asaltaron las nostalgias. ¿Adónde estaban ahora sus amigos? No lo sabía, porque él se había encargado de perderlos, con eso de "Bailar pegados" que antes les había contado. Y para peor, no podía culpar a nadie, pues él era el responsable de haberlos reemplazado por sus nuevos compañeros de trabajo y por los esposos de las amigas de su esposa. Y a la hora del postre, ya había tomado conciencia de que había sido invadido completamente, como si un Tsunami hubiera arrasado con su ser.
Por suerte, su esposa y los chicos no tardaron en regresar.
Claro que se encontraron con algunas sorpresas. Como una cajonera de uso exclusivo, donde él había acomodado su ropa nueva, que se había encargado de elegir en los mejores comercios del ramo. O como la alacena repleta de cosas que él dijo que no debían faltarle jamás para sus comidas o para cuando vinieran sus amigos, con quienes ahora estaba dispuesto a matizar sus horas  libres. También había contratado a una señora para que todos los días ayudara con las tareas de la casa y el cuidado de los niños, de manera que él no tuviera que hacer horas extras en sus labores cotidianas, cuando ella debía trabajar.
.
Pero lo más extraño de tantos cambios, fue que esa
noche tuvieron un romance sensacional. ¿Será porque
ella ya no lo consideraba ya como un hijo adoptivo?
                INDICE
  La señora A.........  .....Pág.  5
  La señora B......  ......  Pág. 11
  El señor C.........  ......Pág.14
  El señor D................ Pág.17
  La señora E............ ...Pág.22
  El señor F...............  Pág.25
  La señora G............   Pág.29
  La señora H.............. Pág.33
  El señor I..................Pág.36
  La señora J......... .......Pág.39
  La señora K... ...........Pág.42
  El señor L ............ ... Pág.45
  La señora M............  Pág.49
  El señor N............... Pág.53
  El señor Ñ............    .Pág.56
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Foto del autor NORMA ESTELA FERREYRA
Textos Publicados: 38
Miembro desde: Jan 31, 2009
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Descripción

CUENTOS PARA JOVENES Y ADULTOS SOBRE LOS DISTINTOS MODOS DE RELACIN DE PAREJAS

Palabras Clave: CUENTOS-ADULTOS-RELACIONES- MATRIMONIOS- AMOR- DESAVENIENCIAS

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficcin



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