Amado y amada. Dios y la humanidad - Ed. Dunken (libro)
Publicado en Jan 08, 2012
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Amado y amada

Dios y la humanidad
 
Testimonio de vida en Jesucristo Resucitado
El llamado y el envío

 
Esto es mi cuerpo,
el que es entregado por ustedes.
Hagan esto en memoria mía...
 
Esta copa es la Alianza Nueva
sellada con mi sangre,
que va a ser derramada
por ustedes.
(Lc. 22, 19-20)
8 de septiembre de 1998
Cuando comencé a escribir este testimonio, lo hice pensando que lo daría a conocer únicamente a todos los miembros de la comunidad de San Antonio de Padua. En un principio, entendí que era solo eso lo que el Señor me pedía, pero a medida que iba avanzando en la escritura me iba dando nuevos dictados. De la intención original de dirigirlo solo a los miembros de esta parroquia y comunidad en particular, fui abriéndome a la idea de compartirlo con todos los miembros de la Iglesia Católica de Plottier, incluyendo la parroquia y comunidad de San Sebastián, y ampliarlo luego a toda la Diócesis de Neuquén, para desde ésta hacerlo finalmente extensible al resto de la Iglesia en la Argentina y en el mundo entero.
Este testimonio, para su mayor comprensión, debe ser leído desde el punto de vista del laico, más bien de Dios mirando hacia el laico y desde el laico a la Iglesia y toda la restante humanidad y, más precisamente, desde la visión y entendimiento de una laica comprometida en cuerpo y alma a Dios, en Jesucristo Resucitado, en búsqueda constante de obrar en un todo de acuerdo con Su íntegra voluntad.
Sólo Dios sabe cuántos temores, pudores y prejuicios me llevó a vencer previamente, y a medida que lo iba escribiendo, para volcar todo lo que entendía convenía compartirles, porque más allá del gozo que en todo tiempo me producía el saber que estaba haciéndolo en la plena gracia del Señor, era extremadamente doloroso, por lo que implicaba e implica dar a conocer hechos, pensamientos y sentimientos muy íntimos, muy personales. Por lo que aquí, mediante su entrega, lo que les estoy confiando es toda mi vida, de la que ya casi poco y nada me queda. Y no solo mi vida, sino igualmente la de todos mis seres amados; porque no es solo la carne y sangre de mi cuerpo la que pongo en sus manos, sino la sangre y la carne de todos ellos: mi familia, así como también, la de todos y, más particularmente, la de algunos miembros de nuestra comunidad parroquial e Iglesia en general.
Todo queda puesto sobre el altar para gracia y Gloria eterna de Nuestro Amado Señor Jesucristo por los siglos de los siglos. Amén.
Y, en definitiva, para renovar a toda la Iglesia y humanidad con toda la sangre vertida, lágrimas derramadas y padecimientos soportados por la comunidad de San Antonio de Padua antes de 1991, de modo que todos vean y comprendan que todo esto lo ha hecho la mano del Señor para demostrar que, aunque los hombres nos olvidemos de Él con el paso del tiempo, Él jamás se olvida de los hombres y mujeres de la humanidad entera ¡estando tan vivo y eficaz hoy, como lo estuvo ayer, y como lo estará siempre! Amén. ¡Gloria al Señor en la Divina Trinidad por los siglos de los siglos! Amén.
Plottier, 3 de junio de 1998
Queridos hermanitos en Cristo Jesús:
Y bien los llamo “hermanitos” con todo el corazón porque así lo siento desde lo más hondo de mi esencia que se alimenta en Cristo Jesús. Pronto partiré, y ese fuego interior que siempre me impulsó y guió en todas las acciones emprendidas en el Santo Nombre del Señor me conduce ahora a volcar sobre el papel estas pobres palabras. Y confiando en que no serán solo unas cuantas palabras vacías de una vana redacción personal, sino que estarán infundidas y llenas de la Divina Trinidad, mi ánimo se enciende para compartirles la mayor parte de los pensamientos y sentimientos que me han impulsado a revestirme siempre con las armas del soldado de Cristo, para librar valiente y justa batalla contra las fuerzas de este mundo que pretenden invadirlo todo para arrebatar de Dios nuestras pobres almas, sumiéndolas en las densas tinieblas del error y de la confusión. ¡Amén!
Hay un tiempo para cada cosa, y un momento para hacerla bajo el cielo:
Hay tiempo de nacer y tiempo para morir, tiempo para plantar,
y tiempo para arrancar lo plantado.
Un tiempo para dar muerte, y un tiempo para sanar;
un tiempo para destruir, y un tiempo para construir.
Un tiempo para llorar y otro para reír,
un tiempo para los lamentos, y otro para las danzas.
Un tiempo para lanzar piedras, y otro para recogerlas;
un tiempo para abrazar, y otro para abstenerse de hacerlo.
Un tiempo para buscar, y otro para perder;
un tiempo para guardar, y otro para tirar fuera.
Un tiempo para rasgar, y otro para coser;
un tiempo para callarse y otro para hablar.
Un tiempo para amar, y otro para odiar;
un tiempo para la guerra, y otro para la paz.
 
Finalmente, ¿qué le queda al hombre de todos sus afanes?
 
Me puse a considerar los varios centros de interés que Dios
 presenta a los hombres, y noté lo siguiente. Él hace que cada cosa
llegue a su tiempo, pero también invita a mirar el conjunto.
Y nosotros no somos capaces de descubrir el sentido global
de la obra de Dios desde el comienzo hasta el fin.
(Ec. 3, 1-11)
En verdad, existe un tiempo para cada cosa en la vida. Y cada cosa tiene su tiempo de duración. Nada es eterno en esta vida que pasa y que es, en su doble faceta, un dulce y doloroso soplo hacia la Verdadera que sí lo es. Así como en mi experiencia gozosa y doliente con Dios hubo un tiempo de profunda búsqueda, hubo simultáneamente un tiempo, no menos intenso, de encuentro con el Señor. Un tiempo de dudas, desconcierto, confusión e incomprensión, pero también un tiempo de certezas, confirmaciones, claridad y entendimiento.
Un tiempo de desconsolado llanto, y un tiempo de incontenibles risas; un tiempo de cruz, agonía y muerte, y un tiempo de liberación, resurrección y vida. Un tiempo de renuncias y sacrificios, y un tiempo de recompensas y gratificaciones. De la misma manera que comprendí que hubo un largo tiempo de callar lo que se me revelaba, ahora comprendo que ha llegado el momento de compartir un tesoro tal que no me pertenece. Porque realmente entiendo que Dios quiso llenarme, en su amor infinito, con un tesoro tan precioso no para que egoístamente me lo guarde en esta pobre vasija de barro que es mi cuerpo, sino para que llegado el momento que Él determinase, lo transmitiera a quienes quisieran recibirlo, para gozar también con su descubrimiento y posesión. Entiendo también que ha llegado el momento que yo desaparezca, me diluya, me esfume, para que a través de este testimonio se manifieste Él, obrando en todo lo que ha sucedido y lo que sucederá con respecto a la historia de nuestra parroquia y nuestra comunidad. ¡Amén!
Seguramente he de volver pues mis raíces están aquí, donde se origina el hilo conductor del que pende toda mi vida. De tal modo que si intentase cortarlo, me estaría autocondenando a mi propia destrucción. Y quiera el Señor que eso jamás suceda. Pero al regresar ya no seré la que he sido durante estos últimos siete años, en los que verdaderamente no fui yo, sino Cristo en mí quien pasaba, quien hacía, quien amaba y consolaba. A Él todo el honor y la gloria, solo a Él, mi amadísimo Señor Jesucristo.
Así, al llegar a la máxima mortificación, traté de convertirme en un noble instrumento, en una morada digna, extirpando toda resistencia humana y personal para que, a partir de mí, Él pudiese moverse libremente. Hacer y deshacer, llegando a las abatidas almas que desfallecían de sed y hambre de Él. Entendí, entonces, que cuanto más yo muriese, más podría Él nacer en los demás y mayor sería el número de almas que podrían ascender desde esta vida a la vida eterna. Comprendí que si moría como un pequeño granito de mostaza, Él podría convertirlo en un gigantesco y frondoso árbol en el que todas esas almas buscasen refugio para saciar su sed y hambre de Dios. Y finalmente hallé que ese árbol era la parroquia y la comunidad de San Antonio de Padua. Pero lo entendí, no porque hubiese capacidad humana de comprensión tal en mí, sino solo porque el Divino Espíritu Santo así me lo inspiró. Lo único que puse yo fue toda la voluntad y el esfuerzo en tratar de comprender. Pedí entendimiento y este me fue dado siguiendo las instrucciones del Maestro: Pidan y se les dará, busquen y hallarán. Llamen a la puerta y les abrirán. Porque todo el que pide recibe, y el que busca halla, y, el que llame a una puerta, se le abrirá (Lc. 11, 9-10).
Ansío dar voces diciendo: “Pidan, pidan y jamás dejen de pedir todos los dones del Espíritu Santo, porque los recibirán a manos llenas”. ¡Oh, Dios, cuántos dones poseemos, y no aprovechamos hasta que nos animamos a pedírtelos! Qué tontos te debemos parecer, a veces, los hombres, ¿no, Señor? Disponemos de todo un tesoro de dones al alcance de nuestra mano y no hacemos uso de ellos porque no llegamos a verlos. Pero están ahí, tan cerca que solo bastaría extender el brazo para alcanzarlos. ¡Tan cerca! ¡Tan próximos! ¡Tan a mano! ¡Lástima! ¡Qué derroche de bendiciones!
No es que yo los haya alcanzado en su pleno desarrollo, porque eso nadie lo alcanza sino hasta la plenitud de los tiempos. Pero sí se me han dado, y en una medida tan generosa que, en determinados momentos, mi capacidad era demasiado pequeña para magnitudes tan grandes.
De todos modos, no siempre fue así. Hubo veces en las que Dios parecía abandonarme, como si se hubiera ido a otra parte de la Tierra. En aquellas ocasiones experimentaba una sensación de insoportable desierto; cuando Él callaba, o parecía no escucharme para ver hasta dónde soportaba sin renegar de Él, estaba comprobando cuán grande era mi fe. En otras, en las que parecía sumergirme en un abismo sin fin, de pronto y como siempre, Él volvía a manifestarse Grande ante mi pequeñez. Entonces me extendía su victoriosa diestra y me rescataba de mi propia inseguridad.
Siento que aunque el temor luche en mi contra, en el constante intento del enemigo por hacerme desistir, el Señor me inspira lo que debo hacer, y no puedo callar ya durante más tiempo todo lo que he visto y he oído, todo lo que he sentido y pensado. En definitiva, todo lo que se me permitió experimentar. Pues entiendo que Dios me fue lentamente preparando y modelando a lo largo de estos treinta y cinco años de existencia, para asumir este momento de dar testimonio de todo lo vivido.
Por eso, mi Señor y mi Dios, me pongo enteramente en tus divinas manos para que des fuerza a mi testimonio y mis palabras. El que quiera oír que oiga y el que quiera ver que vea, mas yo tendré la seguridad del trabajo cumplido. Con esto me basta para saber que todas mis acciones han sido de tu agrado. Y que me revestirás con la coraza de tu gracia para resistir las calumnias, las injurias, el sarcasmo, la burla, de las que, a partir de esta entrega, sea yo el blanco por cumplir cabalmente mi misión, para Gloria de tu Santo Nombre y expansión de tu Divino Reino de Amor y de Justicia. Amén.
 Jesús les dijo también: “Cuando viene la luz, ¿debemos ponerla dentro de un tiesto o debajo de la cama? ¿No la pondremos más bien sobre el candelero? Pues si algo está escondido, tendrá que descubrirse, y si hay algún secreto, tendrá que saberse. ¡Quien tenga oídos que oiga!” (Mc. 4, 21-23)
Cuando te pregunté qué debía hacer, si anunciar o callar mi testimonio, me diste esta Palabra, Señor. Y fue así que entendí que me llenaste con la luz de este tesoro, no para esconderla (o callar) sino para difundirla. De modo que sirva para iluminar allí donde reinan las tinieblas y para guiar a tantos otros hermanos hacia la fuente donde también a ellos les darás de beber agua viva. Entonces, ¡que así sea, Señor! Que también en mi pequeña persona se haga tu voluntad y no la mía. Amén.
IEste testimonio de Dios abarca toda mi vida. Son tantos momentos, tantas situaciones y acontecimientos, tantas palabras dirigidas por el Señor, tantos sueños, tantas inspiraciones a través de las que Él se me ha manifestado diciéndome: “Soy Yo” y, al mismo tiempo, haciéndome degustar del exquisito néctar de su Divina Presencia y Gracia que, aunque lo intentase, no me alcanzaría ni el tiempo ni el papel para compartirlas con ustedes. Es por eso que sólo les relataré las que sean más trascendentales, para darles a conocer que no he sido yo sino Dios en mí quien ha estado entre ustedes todos estos años exhortando a la unidad, al amor, a la fe, a la esperanza, a la paciencia, a la perseverancia... Evangelizando, consolando o, simplemente, pasando junto a ustedes, para que se sepa que todo lo acontecido en la parroquia de San Antonio de Padua en los últimos 20 años no ha sido obra de hombres sino íntegramente de Dios.
Así, cuando concluya y haga entrega finalmente de este testimonio para partir de entre ustedes y de esta ciudad, entenderé que, sin dejar de estar en mí, Él no estará como lo estuvo hasta ahora para permitirme volver a ser simplemente yo, y así llevar una vida tan normal como la de cualquier otro ser humano. ¡Amén!
Sepan, queridos hermanos, que con todo esto no busco vanagloriarme en absoluto. Por el contrario, me pesa tener que hacerlo pues no espero recibir aquí en la Tierra otra cosa que lo que recibieron quienes se impusieron hasta la muerte ser fieles a la misión que Jesús les encomendara, poniéndosenos Él mismo como ejemplo en este Camino de incomprensiones. Esto, sin embargo, lejos de entristecerme, me llena de gozo al hacer carne en mí las alentadoras palabras de Maestro Amado:
Jesús añadió: “Ningún profeta es bien recibido en su patria”. (Lc. 4,   24)
Cuando llegó el sábado, se puso a enseñar en la sinagoga y mucha gente lo escuchó con asombro. Se preguntaban: “¿De dónde le viene todo esto? ¿Qué pensar de este don de sabiduría? ¿Y cómo explicar este poder milagroso que tiene en sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María y el hermano de Santiago, José, Judas y Simón? Y sus hermanas, ¿no viven aquí entre nosotros?
 Y no creían en él, todo lo contrario. Jesús les dijo: “A un profeta sólo lo desprecian en su tierra, en su parentela y en su familia. Y no pudo allí hacer ningún milagro...” (Mc. 6, 1-5)
Felices ustedes si los hombres los odian, los expulsan, los insultan y los consideran unos delincuentes a causa del Hijo del Hombre. En ese momento alégrense y llénense de gozo, porque les espera una recompensa grande en el cielo. Por lo demás, ésa es la manera como trataron también a los profetas en tiempo de sus padres (Lc. 6, 22-23).
Meditando todos estos años a la luz de mi conciencia (siempre entendí que era Dios quien me hablaba), en medio de un infierno de tribulaciones, gradualmente Dios me fue dando la certeza de que sólo da la fe probada, que había sido Él quien un día me llevó de Plottier a Ushuaia, para traerme de regreso dos años después, con una misión muy específica pero, a la vez, indefinida: colaborar en la reconstrucción de la parroquia de San Antonio de Padua y en la reintegración de su devastada comunidad. Así lo entendí y así lo acepté; así le di el sí y así regresé. Dios Trino y el padre Ismael Zabala son los únicos testigos de todo cuanto digo. Si no creen en mí, al menos crean en Él porque es Él quien me respalda.
Sepan entonces que no regresé ni permanecí aquí siete años por propia decisión o iniciativa personal, sino porque así Dios me lo inspiró. De modo tal que puedo decir con verdad que fue Él quien me envió, haciéndome eco de las palabras de san Pablo al decir: “Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!” (1 Cor. 9, 16). Y ¡¡¡ay de mí si después de todo lo padecido y de todo lo que Dios me revelase no lo difundiera, callándolo por temor!!!
Finalmente, entiendo que también es necesario que dé este testimonio para que otros (ustedes) se animen a dar el suyo respecto a lo que Él quisiera permitir y obrar con la parroquia de San Antonio de Padua, pues sé que de la misma manera en que un día me llamó a mí, también los llamó a cada uno de ustedes, para que, entre todos, Él pudiera hacer de nuestra parroquia y comunidad lo que hoy es, pese a que aún le falta mucho para que sea como Él la quiere. Por ello, seguramente ustedes han de tener experiencias tanto o más profundas y enriquecedoras que la mía. Experiencias que, quizá, no se animen a asumir como verdadera presencia de Dios en sus vidas, o no se animen a compartir por temor a la respuesta que puedan recibir o por pensar son imaginaciones.
¡Pensar que si lo dejáramos obrar libremente en nosotros, Dios podría hacer tantas maravillas entorno nuestro con solo darle el sí! Verdaderamente creo que Él tiene para cada uno de nosotros una misión muy especial que encomendarnos. Una misión que sólo cada uno de nosotros puede realizar como padre, como madre, como esposo, esposa, hijo o hija, hermano o hermana, amigo o amiga, compañero de trabajo... Una misión que debe realizarse las 24 horas del día, los 365 días del año, estemos con quien estemos y nos encontremos donde nos encontremos, en casa (núcleo principal de nuestra misión), en la escuela o universidad, en el trabajo, en la comunidad, en el barrio...
En esto debemos imitar a nuestros hermanos evangélicos que jamás dejan de ser anunciadores del Evangelio. Es preciso que superemos nuestros miedos, nuestra timidez, nuestra vergüenza, para que todos nos reconozcan como embajadores de Cristo, no tanto por lo que digamos sino por lo que hagamos.
Si nos animáramos a ser dóciles a las inspiraciones divinas, Dios no dejaría de asombrarnos con todas las cosas que nos iría revelando y las obras que, por nuestro medio, podría el Espíritu Santo realizar para hacer de este mundo un mundo más justo y misericordioso.
Si sólo dejáramos a Dios ser Dios, abandonándonos íntegramente en sus manos, podríamos ser testigos de cómo retrocede el Ejército del Mal ante el victorioso avance del Santo Ejército de Dios, renovado en sus fuerzas por nuestra entrega incondicional como padre, madre, esposo, esposa, hijo, hija... Y realmente seríamos testigos al poder ver más allá de lo visible, de lo aparente, al ver lo que solo se puede ver, no con los ojos físicos, sino con los ojos del alma prendida y cautivada por Dios.
No crean esto porque yo lo digo, sino porque así nos lo anticipó nuestro amado Señor Jesucristo al despedirse de sus discípulos (y a través de ellos, de todos nosotros) con estas reconfortantes palabras:
Las palabras que les he dicho no vienen de mí: el Padre, que está en mí, es el que hace sus obras. Créanme: Yo estoy en el Padre, y el Padre está en mí; al menos créanlo por esas obras. El que cree en mí hará cosas mayores. Porque yo voy al Padre y lo que ustedes pidan en mi Nombre, lo haré yo, para que el Padre sea glorificado en su Hijo. Y también, si me piden algo en mi Nombre, yo lo haré.
Si ustedes me aman, guardarán mis mandamientos, y yo rogaré al Padre y les dará otro Intercesor que permanecerá siempre con ustedes. Este es el Espíritu de Verdad, que el mundo no puede recibir porque no lo ve ni lo conoce. Pero ustedes lo conocen, porque él permanece con ustedes, y estará en ustedes.
No los dejaré huérfanos sino que vengo a ustedes. Dentro de poco, el mundo ya no me verá, pero ustedes me verán, porque yo vivo, y ustedes también vivirán. En ese día ustedes comprenderán que yo estoy en mi Padre, y que ustedes están en mí, y yo en ustedes.
El que conoce mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama. Y mi Padre amará al que me ama a mí, y yo también lo amaré y me mostraré a él.
Judas (no el Iscariote) le preguntó: “Señor, ¿por qué hablas de mostrarte solamente a nosotros y no al mundo? Jesús respondió: “Si alguien me ama, guardará mis palabras, y mi Padre lo amará y vendremos a él para hacer nuestra morada en él. El que no me ama no guarda mis palabras, pero mi palabra no es mía, sino del Padre que me envía.
Les he hablado mientras estaba con ustedes. En adelante el Espíritu Santo Intérprete, que el Padre les enviará en mi Nombre, les va a enseñar todas las cosas y les recordará todas mis palabras (Jn. 14, 10-26).
 Por amor a Dios por sobre todas las cosas, por mi familia, y esta comunidad en especial, permanecí siete años en el valle de las sombras. No porque Dios me lo impusiera así, sino porque de esta manera deseé ofrendar los últimos años de mi juventud por propia voluntad para que, con la fuerza de esta oblación, Dios pudiera reconstruir con mayor solidez la parroquia y comunidad de San Antonio de Padua levantándola por sobre las ruinas en que se encontraba.
Pero no llegué a esta determinación fácilmente de la noche a la mañana, sino después de un largo y continuo proceso de búsqueda y encuentro. Proceso que me llevó 28 años de vida. Proceso, cuya llamada y envío comenzaron a definirse así.
II
Entre los 18 y 25 años de edad, especialmente, mientras estudiaba la carrera de Turismo en la universidad, solía cuestionarme cada vez con mayor frecuencia conforme avanzaba en mis estudios, cuál sería el fin último de mi vida: ¿para qué había nacido?, ¿por qué existía?, pues había “algo” o “alguien” que no alcanzaba a precisar, que me decía o hacía sentir en lo más hondo de mi ser que mi existencia tenía un sentido muy particular, y que el descubrirlo o no dependía exclusivamente de todo el esfuerzo que realizara para lograrlo.
No obstante ello, mi deseo más íntimo y ardiente era concluir la universidad. Esto tenía que ver con una promesa que le había realizado a Dios y a mí misma, y que debía cumplir a como diera a lugar ya que en esa promesa estaba Él involucrado. Entendía también que al correr tras esta meta debía evitar cualquier distracción que pudiese poner en peligro el fin propuesto, e inclusive luchar contra el amor. Yo bien sabía que cuando el amor aparecía era muy probable la interrupción de cualquier proyecto de este tipo y, realmente, no estaba dispuesta a correr el riesgo, pues la fuerza de la promesa y la intención con que la había formulado era mayor que cualquier otra cosa que yo quisiera o deseara. Me gratificaba pensar que al concluir la carrera por fin podría pensar en mí. Si hubiera sabido entonces que ese tiempo de pensar en mí jamás llegaría...
Pero el hecho de que no podía permitirme enamorarme y tener novio en la vida real, no me impedía soñar con el día en que pudiera hacerlo, el día en que encontrase el verdadero amor. Aquel día que en lo más profundo de mí sentía que Dios me tenía reservado, especialmente, como premio por mi postergación, obediencia y fidelidad en el cumplimiento de la promesa realizada.
Pese a ello, me costaba creer que ese día alguna vez llegaría. Lo veía tan lejano, ¡tan remoto en el tiempo! Pero jamás perdía la esperanza, porque la conciencia jamás dejaba de repetirme, en medio de las constantes lágrimas derramadas por el hiriente frío de la soledad y espera, aquella frase que dice: “Quién persevera alcanza”. Y sabía yo que era de Dios de quien me venía tal consuelo, e inmediatamente me sentía renovada, impulsada por una gran fuerza interior.
Tal presencia y respuesta de Dios fortalecían mi confianza en que algún día, con gozo indescriptible, formaría un hogar, una familia; que amaría y sería amada con el sello del verdadero amor que solo puede nacer de Dios y tender hacia Él. Amor que no admitiría ni orgullo, ni soberbia, ni hipocresía: amor sincero, fiel, paciente, sin egoísmos; amor del alma, amor perfecto y, por lo tanto, eterno. Para ello, sentía que solo debía tener una fe y una esperanza inquebrantable de que así sería, pasase lo que pasase, y demorase lo que demorase. Porque si yo, con todas mis limitaciones e imperfecciones humanas cumplía mis promesas, ¿cuánto más lo haría Dios, que era Infalible y siempre Fiel a Su Palabra?
Pero cada vez que me sumergía en esta escabrosa secuencia de pensamientos vinculados con la llegada del amor tan anhelado y postergado, simultáneamente me veía asaltada por otra idea. La idea de que el amor estaba en mi destino, pero que antes, o después, o bien al mismo tiempo, existía algo superior y relacionado con él que también lo estaba, que debía hacer. ¿Qué era?, no alcanzaba a comprenderlo. La respuesta “una misión muy especial” iba gradualmente adquiriendo fuerza y claridad en mi rudimentario entendimiento.
Yo sentía que esa misión era la razón principal de mi existencia, y que de alguna manera estaba relacionada con la parroquia San Antonio de Padua de Plottier; porque cuando todos estos pensamientos salían a la luz de mi mente, inmediatamente evocaba mi parroquia. Patentemente recuerdo que cuando esta loca idea me sobrevenía, sacudía la cabeza de un lado hacia el otro intentando espantarla. En realidad, además de parecerme una locura, tal pensamiento me inquietaba, perturbaba, y atemorizaba tanto que me producía cierto escalofrío, porque era sinónimo de renuncias, sacrificios, martirio... En aquella época, yo no tenía más de 20 años y, no me pesa reconocerlo porque Dios sabe que es la verdad, para ese entonces ya comenzaba a sentirme cansada de tantas postergaciones, renuncias y sacrificios en mi vida en bien de los demás. De todos modos, no era tan sencillo sacarme esa idea de la cabeza.
Había en mi historia una presencia muy fuerte, íntima y certera de Jesús y de María que la fortalecía, aunque me era difícil precisar exactamente cuándo había entrado en mi vida. Iba hacia atrás en el tiempo y siempre los veía ahí, parados o caminando junto a mí, con mis pequeñas manitas entrelazadas entre las suyas cálidas y poderosas. Aunque con tristeza reconocía que durante el tiempo de estas remembranzas de mi infancia, mi relación y proximidad a Ellos ya no era la misma que cuando niña. En mi infancia todo era diferente: Mamá María y Jesús habían llegado a convertirse en mis mejores y, quizá, únicos amigos. Es sabido que una amistad nace del primer encuentro entre dos personas, y luego se nutre del mutuo conocimiento obrado mediante el frecuente trato a través del tiempo. En verdad puedo decir que entre ellos y yo no existió un primer encuentro preciso. Creo que los conozco desde siempre, desde que fui concebida en el vientre materno e incluso desde mucho antes: desde toda la eternidad.
Solía ser muy observadora, y a la luz de tales observaciones, meditaba detenidamente sobre mi vida en función de lo que veía y oía. Recuerdo que me gustaba observar con mucho detenimiento y fascinación la manera y la dulzura con que mamá y papá acariciaban el vientre materno cuando ella estaba embarazada de mis hermanos menores. Y al hacerlo, mamá solía repetir: “¡Oh, Jesús, oh, María, que mi bebé nazca sanito y normal! ¡Cuídalo! ¡Protégelo de todo mal!”. Por ello sé que de igual manera que lo hicieron con mis hermanos menores, lo habían hecho también con mis hermanos mayores y conmigo. Esa fue una de las tantas razones por las que amé siempre a mis padres, porque nos amaron desde siempre; y porque con el mismo amor nos enseñaron a amar a Dios Trino y a Mamá María conforme íbamos creciendo.
Pero si me enternecía ver la grandeza del amor de mis padres para conmigo, ¡cuánto más el meditar y sentir la delicadeza del infinito amor de Dios al irme creando, al irme formando en el cálido vientre materno!, sentir su Ser Divino transformando la diminuta semilla de mi ser en un ser único e irrepetible, primorosamente modelado por Él con dedicación exclusiva, haciéndome tan humana como cualquier otro ser humano al infundirme su mismo Espíritu. Por ser así hija suya y coheredera de Cristo, Dios en sí mismo, quien por su Muerte y Resurrección nos ganó la vida eterna.
Dios formándome. Dios instruyéndome. Dios llenando de sentido y de contenido mis capacidades latentes, para que cuando se desarrollasen fuesen plenamente utilizadas y multiplicadas en abundancia de frutos producidos.
Durante los primeros días de la infancia hubo un hecho nefasto que gracias a Dios concluiría felizmente. Tenía 4 años y jugaba a la casita con mis hermanas Silvia y Susana de 5 y 2 años respectivamente. Jugábamos en un sitio que nuestros padres nos tenían prohibido por ser muy peligroso. Entre otros productos de cemento, papá fabricaba pesadas compuertas de hormigón armado para canales de riego y era allí, donde nosotras jugábamos en ese momento, que él las apilaba para su venta. De pronto, una de las compuertas que estaba mal ubicada cayó encima de Susana, aplastándola. Éramos tan pequeñas que nos era casi imposible comprender la gravedad del hecho. Pero pese a nuestra corta edad entendimos que aquello era muy malo. Susana, mi hermana menor, no se movía ni hablaba. No podíamos levantar la compuerta ni sacar a mi hermana de abajo. Sabíamos que debíamos decirle a mamá. Pero ninguna quería ir por temor al reto que recibiríamos por jugar en ese lugar. Lo recuerdo claramente, como si estuviese sucediendo ahora mismo: nuestro temor nacía por tener conciencia de estar haciendo algo incorrecto, por haber desobedecido una prohibición. Pese a ello, superando el temor y afrontando las consecuencias, como impelida por una fuerza superior, corrí hacia casa para decirle a mamá que Susana estaba durmiendo debajo de una compuerta.
Creo que aquel, junto con el siguiente, fue el día más largo de mi vida. Ya era de noche y las horas se me habían hecho interminables esperando el regreso de mis padres del hospital. No sabíamos nada desde que la ambulancia se llevó a mi hermana junto con ellos. ¿Por qué demoraban tanto? ¿Por qué no volvían? Eso era muy malo. Lo sabía, aunque no entendía cuán malo era. Hasta que por fin el almita me volvió al cuerpo al sentir los ansiados pasos de mis padres. Cuando se abrió la puerta, yo esperaba verlos aparecer con Susana en los brazos. Pero mi hermana no venía con ellos ¡y los rostros de mis padres se veían tan mal! Mamá se sentó, nos reunió a los cuatro hijos (de los cinco que éramos en ese entonces) y nos dijo que nuestra hermana estaba muy mal, que los doctores habían dicho que solo Dios podía salvarla, y que teníamos que rezar pidiéndole a Jesús que la sanase, porque Él escuchaba a todos, pero más a los niños porque tenían el almita pura.
De más está decir que aquella noche no paré de rezar hasta que Jesús me durmió en sus brazos junto con mis intensas oraciones. Recuerdo que oraba así: “Jesusito, hacé que mi hermanita se ponga bien y vuelva a casa. Que no se muera. Si se muere, papá y mamá sufrirán mucho. Y yo no quiero que ella se muera y ellos sufran. Que muera yo, y no ella...”.
 Me sentía culpable por lo sucedido porque siendo mayor debería haberla cuidado mejor. Y no era que mis padres me impusieran tal cosa, sino que yo sentía que era así. Por eso si alguna debía morir, yo le pedía a Jesús en mis oraciones ocupar ese lugar.
Sabe Dios que todo lo que digo sucedió como lo cuento, pues pese a mi corta edad, de alguna manera o por alguna razón muy especial, Él hizo que jamás olvidara como sucedieron los hechos para poder hoy relatarlos y dar testimonio de su temprana presencia en mi vida.
El día siguiente también fue de interminable espera, aunque felizmente recompensada por el Señor. Cuando mis padres regresaron aquella noche tampoco traían a mi hermana con ellos, pero nos dijeron contentísimos que ya estaba bien. Nos contaron que cuando llegaron al hospital por la mañana, Susana estaba despierta, llorando paradita en la cama cuna. Los médicos dijeron que había sido un milagro, considerando la extrema gravedad en que se encontraba el día anterior: había estado en coma profundo en terapia intensiva. Me bastó enterarme tal noticia para tener la certeza de que había sido Jesús que, al escuchar mis oraciones, la había sanado. Y a partir de entonces, y durante toda mi infancia, se constituyó en mi amigo inseparable.
Esta amistad se intensificó cuando a los 7 años de edad comencé la escuela primaria que, realmente, no era algo que me atraía mucho. Prefería seguir haciendo lo que acostumbraba hacer hasta ese momento: acompañar y ayudar a mamá en los quehaceres domésticos y en la atención de mis hermanos menores, cambiarlos, acunarlos, prepararles y darles la mamadera. Me encantaba “hacer de mamá”, y soñaba con el día en que tuviera mis propios hijos y me preguntaba, al mismo tiempo si algún día llegaría ese momento.
La escuela primaria no fue para mí un período muy gratificante como para recordarlo hoy con cariño. En esta descubrí con dolor que no todos los niños tenían el almita pura como mamá decía. Mientras algunos sí la tenían, otros parecían disfrutar con herir y hacer sufrir a los demás. Sin entender por qué esos niños tenían tales actitudes, yo me constituí en blanco principal de sus burlas, malas intenciones y marginación por haber sido siempre físicamente más desarrollada que el común de mis pares. Era apocada, introvertida, torpe, con dificultades de dicción y tartamudeo cuando me ponía nerviosa. Definitivamente tener que ir a la escuela era para mí un gran tormento. Pero no eran solamente los niños, sino también un maestro que tuviera en uno de los primeros grados que solía ridiculizarme delante de los demás alumnos. Realmente no entendía cómo podía ser que fuera un maestro. Todo esto, sumado a mi mala memoria y lentitud en el aprendizaje, convertía a la escuela y al estudio en algo indeseable para mí. Y sabe Dios que no exagero.
Cuando estaba en la escuela, sólo ansiaba una cosa: que se hicieran las dos de la tarde para refugiarme en la intimidad de mi cuarto, donde podía por fin dar rienda suelta a mi llanto y, en el silencio, llamaba a Jesús. Entonces Él, divino, amoroso, dulcísimo, no se hacía esperar. De pronto, era como si toda su presencia inundara la habitación y mi interior. No lo veía, pero me bastaba sentirlo como para saber que efectivamente estaba allí: acariciándome, tranquilizándome, consolándome. Él y la Virgen María.
En esas situaciones, sentía que diciéndome: Yo te amo” me cargaba en Sus poderosos brazos, o me tomaba de la mano, para llevarme con Él a un mundo de ensueño donde no existía la maldad, ni la injusticia, ni el dolor, ni el llanto. Un mundo donde todo era paz, amor, encanto, donde todo era perfecto. Un mundo donde Él era el Soberano, pero donde todos vivían en libertad y unidad. A veces, me quedaba profundamente dormida, dormida en Su amor, tras liberarme de todo lo que oprimía mi pequeña alma dolida.
Al principio estos encuentros duraban unos minutos, pero con el tiempo se hicieron más prolongados. Cuanto más estaba con Él, más quería estarlo; cuanto más lo conocía, más quería conocerlo; y cuanto más lo amaba, más quería amarlo. Lo difícil era volver, regresar a lo mundano, aunque sabía que debía hacerlo. Primero, porque aquí tenía una familia que me necesitaba, principalmente mis padres que sufrirían mucho si no lo hacía. Segundo, porque sentía que debía y quería contar a todo el mundo sobre ese lugar maravilloso al que trascendía junto con Jesús y María. Yo pensaba que si ellos sabían de ese maravilloso lugar, todos, pero principalmente mi familia, también se esforzarían por descubrirlo y llegar a él, incluso quienes en la escuela me hacían tanto daño, aunque ya Jesús me había alertado sobre lo difícil que eso sería. Difícil sí, pero no imposible: porque para Él no existía nada que lo fuese.
A medida que estos encuentros se incrementaban en frecuencia e intensidad, fui dándome cuenta de la comunión cada vez mayor que comenzaba a existir entre su ser y el mío. Por ejemplo, cada vez que me sobrevenía un interrogante o se me presentaba un problema difícil de resolver, se lo planteaba en la intimidad de nuestros diarios encuentros e inmediatamente me surgía una respuesta o solución.
Entendía así, que era Él quien me daba esa respuesta. Él, quien iba inundando con su luz la densidad de mis tinieblas como un destello en medio de la oscuridad de mi mente infantil. Él, quien día y noche no dejaba jamás de acompañarme y asistirme.
Estos descubrimientos secuenciales fueron dándome la certeza de que Él siempre estaba ahí, siempre junto a mí. No importaba si lo llamaba o no, si iba hacia adelante o hacia atrás, hacia la derecha o hacia la izquierda, si estaba dormida o en estado de vigilia. Él nunca me dejaba sola. Así, aprendí a andar segura, sintiendo que nada malo podía sucederme porque me encontraba al amparo de su poderosa protección.
Entonces, siendo tan pequeña, no sabía que esto era tener fe. Para mí, esto era tan natural como saber con plena seguridad que Jesús nunca desoiría ni dejaría de cumplir cualquier cosa que le pidiese, e incluso antes de que se lo pidiese. ¿Por qué lo sabía o tenía esta certeza? Porque no le pedía cosas materiales ni triviales ni por mí o para mí. Sino espirituales, vitales, por los demás y para los demás. Nunca para mí, jamás para mí. Y sabe Dios que digo la verdad.
Pensaba que si mi intención era buena y nacía del amor que sentía por aquellos por quienes pedía, entonces, ¿cómo podía Él decirme que no? Generalmente, solía pedirle que siempre protegiera a mis padres y mis hermanos, amigos y conocidos, que no permitiera que les pasara nada malo. Y cuando uno de ellos enfermaba, con las manos entrelazadas, de rodilla junto a mi cama, le rogaba que lo sanara ofreciéndole siempre a cambio mi vida. A mí no me importaba morir pues sentía que si lo hacía, Jesús vendría a buscarme para llevarme con Él a aquel lugar maravilloso donde siempre solía llevarme cada tarde que nos encontrábamos en aquellos momentos mágicos. Pero me espantaba la idea de que los demás murieran, por temor a que no supieran encontrar el camino que conducía a aquel sitio. Por el que veía y sentía que debía conducirlos para que no se perdieran. Esto, lejos de ser jactancia, sabe Dios, era lo que sentía y entendía que debía hacer.
Cierto es que no temía morir porque creía que todo lo que mi madre me contaba sobre la vida eterna era verdad, ya que coincidía con lo que solía experimentar cuando entraba en la presencia renovadora de Jesús y de la Virgen María. De todos modos, me producía pánico pensar en el paso previo que debía dar antes de ascender a ella, pues en lo más recóndito de mi alma sentía que no sería sin dolor, sin sufrimiento, sin martirio.
Mamá, descendiente de una familia de arraigada fe católica y educada en un colegio de hermanas religiosas, ejerció gran incidencia en el nacimiento y crecimiento de este inmenso amor que, desde los albores de mi gestación, fue uniéndome y consubstanciándome con el mismo amor que Dios se anonadó en su condición de tal por amor a la humanidad.
No era solo lo que mamá me contaba, sino la devoción con que lo hacía, y al amor con que veía a ella y a mi padre sacrificarse y gastar sus vidas para darnos vida y formación a sus ocho hijos. Recuerdo que me fascinaba oír los relatos de mamá sobre la vida de Jesús, los personajes bíblicos, y el íntegro amor con que los primeros cristianos entregaban sus vidas por ser fieles a las enseñanzas del Maestro anunciadas por los apóstoles. De esta forma, mamá nos enseñaba lo que era tener fe, esperanza y amor. Nos inculcaba que nunca debíamos dejar de creer, pasara lo que pasara. Que no debíamos tenerle miedo a la muerte porque solo pasando por ella podríamos llegar a una vida que no tenía fin.
Ella nos decía que esta vida era solo un paso, en el que éramos puestos transitoriamente; pero nuestra vista debía estar constantemente centrada en aquella otra, como el más valioso de los tesoros al que podríamos acceder o no, según lo que hiciéramos o dejáramos de hacer en esta.
Que así como existía el cielo existía también el infierno: vida eterna y muerte eterna, que dependía únicamente de nosotros, y por ello debíamos esforzarnos y hacer méritos en esta vida, porque Dios todo lo tenía en cuenta. Cada buena acción que hiciéramos por los demás era como una moneda, un diamante, una perla, que íbamos acumulando como en un cofre celestial, cuyo contenido disfrutaríamos plenamente una vez que estuviéramos allí, en un banquete exquisito junto a Jesús, a la Virgen María, a los santos y a los ángeles. Y también mamá nos contaba que existía un Libro de la Vida en el que se escribían nuestras buenas y malas acciones, que sería abierto por Dios el último día: el Día del Juicio Final.
De todo cuanto mamá nos contaba a mis hermanos y a mí, nada me maravillaba más que la sublime oblación de amor de nuestro amado Señor Jesucristo y de los primeros cristianos. Era inconcebible para mi corta edad un amor tan grande. Y me preguntaba, y le preguntaba, cada vez que me detenía a meditar sobre ello, si llegado el momento, o encontrándome expuesta ante una situación similar de martirio, tendría el valor de serle fiel hasta la muerte o, por el contrario, no claudicaría en el intento o renegaría de Él por miedo a perder la vida.
Sentía entonces, porque Él me lo trasmitía, que Él me daría la fuerza y el valor suficiente para resistir hasta el final, ya que solo matarían mi cuerpo pero no mi espíritu. De esta manera, obtendría por fin, la libertad e iría a vivir con Él por toda la eternidad. Y este solo pensamiento me llenaba de gozo.
Pero, luego me surgía otro interrogante que no recibía respuesta, y que me ponía por demás inquieta, porque me hacía dudar poder mantener tal fidelidad hacia Dios ante la siguiente situación.
Aquellos primeros cristianos, generalmente, constituían familias enteras que eran arrojadas a los leones por simple diversión de los romanos. Yo sentía que mi cuerpo podría resistir cualquier martirio. Pero ¿sería capaz de soportar ver martirizar a mi familia, a mis seres amados, sin decir nada, sin claudicar, sin decirle no a Dios para salvar sus vidas? Esta era una pregunta que siempre quedaba dando vueltas y vueltas, sin encontrar respuesta, pero Dios me hacía sentir que algún día lo sabría. Y esto era lo que me inquietaba porque entendía que habríamos de experimentarlo.
Así, toda mi infancia estuvo llena de Dios. Por Dios pensaba; por Dios sentía; por Dios vivía. Mi vida toda, en ese entonces, era oración. Pues desde que me levantaba hasta que me acostaba, y aun dormida, permanecía minuto a minuto en diálogo con Dios: en mis pensamientos, en la contemplación de su bellísima creación, en anteponer el bienestar y la felicidad de los demás a la mía. Esto último no me molestaba ni implicaba un sacrificio personal, pues solo si ellos estaban bien y eran felices, entonces también yo lo estaba. El amor que sentía al hacer todo esto era tan grande que por momentos me desbordaba y me sobreelevaba, como si mi cuerpo estuviera aquí en la Tierra y mi espíritu allí, en lo alto. Era como si estuviera constantemente viviendo entre el Cielo y la Tierra, anhelando el ansiado momento en que se me permitiese dejar este mundo, para permanecer por siempre allí.
Pero durante las noches las cosas cambiaban. La oscuridad lo cubría todo con su aterrador manto de muerte, sumiéndome en un profundo estado de agitación. Sin alcanzar a comprender por qué me impresionaba tanto la noche, hasta provocarme aversión, sentía que la seguridad y fortaleza interior que me acompañaba durante el día, sabiéndome amparada por Dios, de pronto parecía esfumarse, y mi espíritu se debilitaba. Era como si Él me abandonara en esas interminables e insoportables horas, dejándome expuesta a las asechanzas de las siniestras garras de la oscuridad. Por eso, si durante el día experimentaba la reconfortante Presencia Divina, no con menos intensidad, durante la noche experimentaba la escalofriante presencia del Mal, del enemigo. Si permanecía despierta, me entraba un miedo mortal: me sentía sola e indefensa en medio de la noche mientras todos dormían. Si lograba conciliar el sueño, era víctima de frecuentes y horrendas pesadillas en las que me veía permanentemente asediada, atormentada y perseguida por el Maligno. Entonces huía despavorida de su incesante persecución, corría en todas direcciones implorando a Dios que me librase de sus fauces. Finalmente, nuestro Padre Celestial siempre se presentaba y lograba espantarlo, refugiándome en su seno y preservándome de todo mal, incluso cuando en más de una ocasión parecía no manifestarse.
Cuando no podía quedarme dormida, oraba hasta lograr hacerlo. De todos modos, jamás me acostaba sin rezar antes mis oraciones de rodillas junto a la cama. Y a fin de evitar caer en aquellas pesadillas espantosas, dejaba encendida la luz y, mirando fijamente el foco, me quedaba dormida repitiendo incesantemente el nombre de Jesús y de María. Entraba así en su luz, en su amor y en su paz; y dormía profunda y tranquilamente. Entonces, soñaba cosas muy bellas y fuertes, era como si mi ser permaneciese en vigilia dentro del sueño, como si mi espíritu saliese de mi cuerpo y se trasladase de la mano de Ellos al lugar y al momento en que lo soñado acontecía o acontecería. Finalmente, me despertaba sobresaltada, sobreexcitada y con el cuerpo sudoroso, como si hubiese estado allí, como si realmente hubiera vivenciado cada instante del sueño. Al despertarme podía recordar íntegramente lo soñado, paso por paso, secuencia por secuencia. De modo tal que al levantarme se lo contaba a los demás varias veces, y así me quedaba profundamente gravado, no porque me lo propusiese sino porque simplemente así sucedía.
De entre los incontables sueños que tuve en ese período de mi vida (entre los 8 y 13 años), solo tres conservo casi nítidamente. Nunca pude olvidarlos, aunque lo intentara, pues me inquietaban demasiado cuando los rememoraba. Y esto último sucedía con frecuencia cada vez que mis pensamientos ingresaban en el túnel de aquellos interminables cuestionamientos sobre el fin último de mi vida. En el primero de ellos, me veía salir corriendo asustada de mi casa con planta baja y un piso, aunque mi casa en ese entonces, solo tenía planta baja, para observar cómo por detrás de ella aparecían unas naves espaciales lanzando bolas de fuego contra la ciudad. Presa de un estado de miedo y angustia, corría hacia la parroquia de San Antonio de Padua, mientras veía la ciudad en ruinas y aquella también a punto de derrumbarse. Al entrar en la parroquia veía a innumerables personas suplicando angustiadas de rodillas. Y caminando entre ellas exclamaba: “Tarde se arrepienten. Entonces, yo permanecía de pie entre esas personas, pidiendo por su salvación, levantando la vista para ver de cerca, pero más elevada, la amorosa imagen de Mamá María intercesora en su oración como entre el Cielo y la Tierra. Y mirando hacia el cielo, en la dirección contraria en que aparecían las naves, por el frente, veía a Jesús que venía entre las nubes. Por momentos su rostro era dulcísimo, y, por momentos, severo.
En el segundo sueño que recuerdo, solo me encontraba extasiada, contemplando el rostro amado de Jesús. ¿Cómo describir la perfección, si para la perfección no existen palabras? Sólo puedo decir que era enternecedor, dulce, y que me trasmitía un estado de paz y gozo inexplicable, un estado de total embelesamiento. En ese instante, todo se hizo nada en su Todo incomparable.
No deseaba nada más que quedarme así para siempre, mirando a Jesús, contemplándolo. De pronto, algo me llamaba fuertemente a despertar. Pero yo me resistía, no queriendo hacerlo. No quería dejar de mirarlo, pero aquella misteriosa y poderosa fuerza finalmente logró despertarme. Tomé conciencia de estar despierta, pero aun manteniendo los ojos férreamente cerrados, podía contemplarlo. Entonces abrí los ojos, y contrariamente a lo que pensaba, su rostro amado no se desvaneció, sino que inundó todo el techo de la habitación. Intenté prolongar lo más posible aquella sublime visión, manteniendo la vista fija en su rostro, procurando no pestañear, hasta que me fue imposible evitarlo. Y finalmente su imagen se esfumó.
Y en el último de los sueños que recuerdo de aquel período de mi preadolescencia, me veía golpeando a la puerta de un convento. Una religiosa salía a recibirme y, mirando las valijas, me preguntaba si ese era todo mi equipaje. Yo le respondía que sí, y que era lo único que poseía en la vida. Me veía vistiendo un atuendo negro y largo, dirigiéndome hacia el interior del convento tras la hermana, mientras veía que todo el mundo se destruía a mi alrededor... Tenía tan solo 13 años cuando este sueño me fue dado.
En ese entonces, por fin finalizaba la escuela primaria, pero sería faltar a la verdad no reconocer que no todo fue negativo durante aquella etapa de mi vida: la mayoría de las maestras que tuve fueron muy buenas, demostraban una auténtica vocación por la docencia. Conservo en mi memoria haber vivido gratificantes momentos de clases junto a ellas, y las recuerdo con profundo cariño.
Asimismo, agradezco a Dios haber tenido sinceras y verdaderas amigas, aunque contadas con los dedos de una mano. Había una en especial, a la que después de la primaria jamás volví a ver, llamada Ángela. Me ganaba en tamaño, por lo que siempre estaba defendiéndome y protegiéndome de un grupito de varones, que eran quienes más me molestaban, zaherían y trataban de hacerme daño. Me complacía pensar que ella era como un ángel que Dios había querido poner junto a mí para consolarme y protegerme de la maldad de mis compañeros. Hoy creo que realmente fue así.
Finalizaba un ciclo de mi vida, había llegado el momento de decidir a qué colegio secundario iría. Temía pensar que, en el que eligiera, pudiera repetirse la misma historia de la primaria. Recuerdo que solía preguntarle a Dios por qué para mí tenía que ser todo tan difícil y doloroso. ¿Por qué mi vida no podía ser normal y sencilla, como la del resto de los niños? Pero, lamentablemente, para estas preguntas nunca recibía respuestas.
III 
Supe entonces, no recuerdo por qué medio, sobre la existencia del colegio María Auxiliadora de Neuquén, que estaba a cargo de religiosas. Y sentí que era a allí adonde debía ir, pues me atraía enormemente la idea de ser monja. Todo mi ser estaba predispuesto para serlo y mi espíritu saltaba de gozo con solo pensarlo.
Mamá solía decir, desde que tengo uso de razón, que nada le “agradaría más que uno de sus hijos fuera sacerdote o una de sus hijas, religiosa”. Una de mis tías decía que seguramente sería monjita porque siempre me veía orando con profunda oración y amor. Personalmente, me llenaban de gozo tales comentarios porque era lo que sentía ardientemente y deseaba ser.
Pero las cosas no resultaron como pensaba y quería. Tal vez, porque no lo quería tanto como creía. O simplemente porque, en definitiva, no era eso lo que Dios tenía especialmente preparado para mí. El hecho es que mis padres me explicaron que no podían costearme tales estudios por tratarse de un colegio muy caro que, además, estaba lejos de casa, lo que implicaba permanecer como internada o viajar todos los días hasta allí. Ninguna de estas dos posibilidades les agradaban a mis padres. Yo ni siquiera repliqué, solo me limité a comprender y aceptar. Era consciente del gran sacrificio que mis padres tenían que hacer para criarnos, formarnos y educarnos. Pues no era hija única, sino una de ocho, de los cuales, excepto Arturo el menor y más pequeño, todos estábamos estudiando.
En ese entonces, la situación económica y financiera de mi familia no era la que teníamos diez años atrás, aunque la conservábamos parcialmente. Mis padres recién estaban comenzando, por lo que nuestra situación económica era muy modesta. Yo no podía hacerles incurrir en mayores gastos o exigirles más de lo que se estaban esforzando y sacrificando para darnos el mejor de los futuros.
Podría haberme rebelado contra su decisión, pero ser rebelde no estaba en mi esencia. Mucho menos lo estaba a esa edad. Acababa de recibir el sacramento de la confirmación, y los Diez Mandamientos (pese a no recordar el orden ni las palabras exactas con que estaban expresados en la Biblia) habían sido una de las incontables enseñanzas recibidas durante el catecismo que me quedaron grabadas a fuego en el corazón. Principalmente aquel que manda “respetar padre y madre”.
Entendía que si Dios me ordenaba tal cosa, no podía ir contra su voluntad, sino que debía ser dócil y obediente a lo que ellos determinaban para mí. Yo confiaba en que si me amaban tanto, como sabía me amaban, no podrían querer o decidir nada malo para mí, sino únicamente lo que creían, pensaban, sentían o entendían que me iba a hacer más feliz.
¿Pues cómo podía saber, siendo tan niña, qué era lo mejor? En cambio, ellos sí, porque eran mayores y los padres que Dios me había dado para guiarme. Finalmente, entendí que si me limitaba a confiar y hacer lo que me indicaban, no solo les agradaría a ellos, sino también a Dios que así lo disponía.
Pero no se trataba solo de obediencia sino también, y sobre todo, de amor. Amaba a mis padres más que nada en el mundo, incluso por encima de Dios. A esa edad, entendía que esto, sin dejar de ser muy bueno, no estaba del todo bien; teniendo en cuenta el primer mandamiento: “Amarás a Dios por sobre todas las cosas”, esta inversión de orden en mi amor, con el tiempo, se convirtió en una inquietud permanente.
Por más que me esforzaba por cambiarlo no podía, aunque sentía que debía hacerlo. Entonces, dirigiéndome a Dios le decía. “Dios mío, tú me mandas que debo amarte a ti más que a nada en el mundo. Pero, ¡no puedo! Primero amo a mis padres, luego a mis hermanos, y recién finalmente a vos. Por favor, no te enojes conmigo... Yo te amo... Sabes que te amo inmensamente”. Sentía que Él, amorosamente, me respondía: “Esta bien, Gladys. No te preocupes tanto. Sé que me amas. Y algún día, invertirás el orden, llegando a ser como debe ser”, y yo creía que así sería.
El amor que sentía por mis padres era tan grande que hasta el máximo esfuerzo o sacrificio que hacía para agradarles, me parecía pequeño. Sólo quería hacerlos felices con mis actos, para que les reconfortara saber y ver que su lucha no había sido en vano. Así, a esta edad, pasé a anhelar únicamente su felicidad. Sabía que la felicidad no era algo que Jesús nos prometía para esta vida, sino para la verdadera. Pero pensaba que si fuese posible comprar felicidad para ellos, aquí en la Tierra, estaba dispuesta a hacer hasta lo imposible por hacerlo. Mientras que, a la vez, le pedía a Dios que jamás permitiese que lloraran por mi culpa o causa, y que tampoco me faltaran. Tenía edad suficiente para comprender que ningún ser humano es perfecto, y yo sabía que tampoco ellos lo eran. Los amaba no tanto por como eran, sino por cuanto los veía hacer por nosotros.
Cuando mis padres se casaron no poseían absolutamente nada, alquilaban una pequeña casa en Cipolletti. Recuerdo que también nos contaban que cuando nos mudamos a Plottier, durante los primeros años, vivíamos en dos piezas. Y para resguardarnos del sol nos sentábamos a la sombra de una enramada que había fuera de la casa.
Papá recorría diariamente 40 kilómetros (ida y vuelta) para ir a trabajar. Él nos contaba que al principio lo hacía en bicicleta y luego en moto; salía muy de madrugada y regresaba al atardecer. Cuando volvía seguía trabajando en casa hasta medianoche. Sin importar las condiciones del tiempo, jamás faltaba a trabajar.
Mamá también hacía su parte para ser prósperos: limpiaba, cocinaba, lavaba, planchaba, cultivaba la huerta y criaba animales de corral para hacer rendir el dinero. Ayudaba (incluso embarazada) a papá a levantar las paredes de la casa. Además, hay que sumar a todo ello la constante dedicación a cada uno de nosotros: cuidarnos, alimentarnos, formarnos, educarnos, inculcarnos la fe. En todo momento y actividad obraba con infinito amor y paciencia entonando a veces cantos religiosos, no escuchándole decir jamás una mala palabra, ni aún cuando se lastimaba..
Conocía el anhelo de papá de tener un hijo universitario. Entendía que ello era muy importante para él porque, como había nacido y crecido en el campo, no había podido completar sus estudios primarios. Él quiso para nosotros lo que la vida no le supo dar y que tanto había deseado.
Aunque de los dos, sin duda siempre fue mamá la que insistía en nuestra educación, manteniéndose firme en la determinación de que antes de permitir que saliéramos a trabajar teníamos que estudiar hasta completar el nivel primario y secundario. Ella nos repetía constantemente parte de la letra de una canción que decía que el saber era la antorcha encendida que mañana nos iba a ayudar.
Quería que también nosotras, las mujeres, fuéramos educadas al igual que los varones para tener nuestra propia carrera y salida laboral, y por ende, nuestro propio ingreso y sustento económico, para no tener que depender de nadie. Siempre nos trató de inculcar, en todo tiempo y por sobre todas las cosas, el amor, la armonía, la paz, la total igualdad y justicia. Por ello trabajaban de sol a sombra, exigiéndose al máximo, para asegurarnos que nada nos faltara. Simplemente querían lo mejor para sus hijos, a fin de evitarnos una vida tan dura y sacrificada como la que ellos tuvieron que llevar.
Todo tiene que ver con todo. Porque según el árbol se ven los frutos. Y según los frutos se conoce el árbol del que proceden. Cuando uno es adolescente desea hacer lo que quiere y siente, sin detenerse a pensar que esto no siempre puede ser lo mejor para uno. Y no pensamos que con nuestra obstinación podemos en realidad malograr el precioso proyecto que Dios tiene para nuestra vida.
Aunque en aquel entonces ni remotamente hubiera llegado a pensar que Él podría querer algo mejor para mí que el ser religiosa, recién en este preciso instante comprendo que solo por mi docilidad y obediencia, aceptando la voluntad de mis padres terrenales, pude llegar a cumplir la voluntad de nuestro Padre Celestial. ¡Bendito sea Dios por saber inspirarme, y bendita mi humanidad por dejarse doblegar!
De esta forma, tras detenerme a considerar los distintos aspectos que acabo de relatarles, a los 13 años me impuse una única meta: terminar los estudios hasta concluir la universidad, deseando galardonar con el título que obtuviese todos los esfuerzos hechos por mis padres. Le prometí a Dios que así lo haría, sin permitir que nada me detuviese. Y también me lo prometí a mí misma, pues siguiendo las enseñanzas de Jesucristo recordaba estas palabras: “Se cosecha lo que se siembra”, “el árbol se conoce por sus frutos”.
Entonces pensaba que si me mantenía firme poniendo todo mi corazón y mi mente en el logro de tal objetivo, podría ofrendarles ese título como el más dulce de los frutos cosechados por su sacrificada siembra. Así me nacía hacerlo, y así lo hice, a través de la gracia de Dios, aunque casi llegara a perder la fe, la esperanza y el amor, tratando de conseguirlo.
IV 
Pero esa no fue la única promesa que hice en aquel momento. No recuerdo si esto fue consecuencia de aquel tercer sueño que tuve, o si el sueño fue consecuencia de esta promesa, a fin de que no la olvidase con el tiempo.
Lo importante es que, si bien por un lado, accedí a hacer la voluntad de mis padres siguiendo la escuela común, por el otro, esto le prometí simultáneamente, en aquellos días pueriles, a Jesús: “No importa, Jesús. Cuando sea grande voy a ingresar a un convento”. Con el paso de los años olvidé esta promesa, pero Dios me la recordó a su debido tiempo, y me llevó a cumplirla . Yo había centrado toda mi atención en el cumplimiento de la primera promesa, y había dejado relegada la segunda, que había quedado como sepultada en lo más recóndito de mi ser. Y Él me la hizo recordar sólo pocos meses antes de que el tercer sueño y, por ende, promesa habría igualmente de cumplirse.
Gracias a Dios, mi paso por la escuela secundaria no fue como temía que podía llegar a ser. Por el contrario, fue un tiempo muy positivo y yo la recuerdo como la etapa más gratificante de mi extensa vida estudiantil. Traté de exigirme y dar el máximo de mí pensando que, por cada hora que dedicaba al estudio, mis padres, por su parte, se desgastaban trabajando una hora más para pagarme esa hora que pasaba estudiando. Si solo iba a calentar un banco en la escuela sin hacer lo que me correspondía hacer en contrapartida, sentía que ellos se estarían esforzando en vano por mí, y viceversa. Bien podría no haberme preocupado, pensando que era su obligación educarme. Pero prefería no verlo tanto como su obligación, sino como el amor que ponían para hacerlo. Y entonces entendí que no podía existir nada más bello que responder al amor con amor.
Además, era consciente de que existían muchos jóvenes que no podían estudiar por falta de recursos, o bien porque tenían que trabajar al mismo tiempo para poder hacerlo. Esto nos lo hacían ver sabiamente nuestros padres. Entonces, ¿cómo desperdiciar neciamente lo que a otros les costaba tanto?
Finalmente, entendí que, como mamá nos decía, cuanto más conociese y aprendiese sobre los más variados aspectos de la vida, mayor sería el conocimiento y sabiduría adquiridos como para que nadie se creyese con derecho a venirme a decir en qué debía creer o por quién debía votar. Y así podría defender mis convicciones ante quienes quisieran imponerme las suyas.
¡Qué acierto me diste, Cristo mío, de saber escuchar y creer lo que mamá nos inculcaba constantemente respecto a la vital necesidad del estudio, aprendizaje y conocimiento en la vida, la dignidad y la plena realización de la persona, para no depender ni ser esclavo de nadie, llegando a ser dueña de mi propio destino, dueño o dueña de nuestra propia vida en Vos!
¡Qué acierto me diste de saber escucharla y creerle, de pensarlo y entenderlo de esa manera, cuando medito sobre los acontecimientos vividos en los últimos días con la toma de las escuelas! Jóvenes luchando por un correcto propósito, pero haciendo uso de incorrectos medios. Confundidos por una ideología que, sin duda, no es la Tuya. Porque nada que coarte la libertad de trabajar y estudiar de los demás, o cause el más mínimo signo de destrucción contra cualquier hermano y cualquiera de las escuelas que son de uso público, es decir, de todos, puede provenir de Vos.
En casa, al tiempo que estudiábamos junto con mis hermanas, ayudábamos a mamá en las tareas domésticas. Los varones, a papá en el galpón. Los fines de semana, con Silvia y Susana, los dedicábamos a realizar actividades en la parroquia. Tan pronto como recibí la confirmación, comencé a dar catequesis. Lo hice desde los 13 a los 16 años, como no podía ser de otra manera en la entonces capilla de San Antonio de Padua. Aunque para mí, desde ya era considerada y llamada “parroquia”. También formábamos parte del grupo de jóvenes e integrábamos el grupo de canto de las misas.
La parroquia de San Antonio de Padua, como la Divina Trinidad y la Virgen María, formó parte de mi existencia desde mi primer año de vida, más precisamente, desde los 3 meses, cuando mis padres se trasladaron desde Cipolletti -ciudad donde nací- a Plottier en 1962, donde vivimos el primer tiempo por gentileza y amistad de su parte, en la casa de quien fue mi padrino.
En San Antonio de Padua recibí todos los Sacramentos iniciales: el bautismo, el 7 de diciembre de 1963, y luego la primera comunión y la confirmación. Asimismo, siempre sentí, apoyada en una constante visión que tenía y una profunda convicción recibida de parte del Señor, que sería igualmente en San Antonio de Padua de Plottier, donde realizaría mis votos de consagración, ya fuese a la vida religiosa o al sagrado matrimonio. Entendía de esta manera que, pese a no ver con nitidez cuál de las dos alternativas se concretaría, tanto una como la otra se realizarían en un clima perfecto y gozoso de bendición divina.
Dar catequesis en nuestra parroquia a tan tierna edad fue el primer compromiso contraído con Jesús en función de los demás trabajando en su viña. Hasta ese momento siempre había estado ofrendando y dando mi vida. Pero lo hacia solo por aquellos a quienes más amaba: mi familia. Ahora sentía que Jesús me pedía un poco más: hacerlo por la comunidad. Era como si me dijera: “Bueno, Gladys, has recibido mucho. Ahora ve y compártelo todo con estos pequeños que te encomiendo. ¡No tengas miedo, porque Yo estoy contigo!”. Sólo tenía 13 años, y mis hermanas 12 y 15. Las tres comenzamos a dar catecismo juntas, aunque a grupos separados. Los niños a los que tenía que catequizar tenían 9 años.
Un factor a mi favor, que hasta ese momento tuve siempre por desventaja, era representar más edad de la que tenía por ser físicamente más desarrollada de lo normal. Así, lo que durante toda la escuela primaria fue una desgracia para mí, se constituía ahora en una bendita gracia. Pues al aparentar tener 15 o 16 años, los niños me respetaban.
Muchas cosas gratificantes sentí en aquel momento. Sentí como si asignándome tal responsabilidad, Jesús quisiera elevarme sobre el resto de los niños de mi edad. Como si quisiera gratificarme poniéndome como guía de un grupo de pequeños. Sentí que, a pesar de sentirme siempre motivo de burla, de ser tratada con inferioridad y dejada de lado por la mayoría de mis compañeros de grado, Él me había elegido para algo tan importante y especial como era dar catequesis. ¿Cómo entonces poder decirle que no?
Ahora entiendo que a esa edad le di mi primer sí para hacer lo que me encomendaba realizar en su Nombre. Esto es, darlo a conocer para que esos niños lo amaran tanto o más de lo que yo lo amaba. Aunque el miedo que sentía antes de iniciar cada encuentro de catequesis me aterraba, pero encomendándome a Él todo lo superaba, porque Él era quien hablaba por mí.
Aquellos tres años como catequista fueron muy intensos, fuertes y decisivos en la búsqueda y reencuentro con Cristo que viviría diez años después en Ushuaia. Fue un tiempo maravilloso que, gracias a Dios, jamás pude olvidar.
Cuando el buen tiempo nos acompañaba, con los demás catequistas sacábamos a los niños a la plaza. O bien, nos íbamos con el grupo de jóvenes a reunirnos en ese mismo lugar. Era tan gratificante el compartir, sentir las voces, los cantos y las risas de los niños y de los jóvenes y el vernos congregados en ella, que el alma se me llenaba de gozo y pensaba: “¡Dios está aquí!”, y realmente estaba.
Y eso no era todo. Veía también cómo la parroquia desbordaba de vida. No eran solo los grupos de catequesis de niños y jóvenes, sino también la participación de adultos y ancianos, lo que en su conjunto le daba plena vida.
De vez en cuando, se organizaban peñas folclóricas para reunir fondos para el mantenimiento de las instalaciones parroquiales. Todos eran invitados a participar de esas reuniones y cuando asistía toda la comunidad el salón se llenaba.
En ese entonces papá era parte de la comisión a cargo del mantenimiento parroquial y referente del grupo “De Colores de nuestra parroquia. Recuerdo lo feliz que se lo veía organizando y colaborando, siempre tan comprometido, tras haber realizado el cursillo de Cristiandad.
Recuerdo un día en que al regresar del cursillo, mi padre me confió su gran disyuntiva de dejarlo todo para dedicarse por completo al “Flaco”, como llamaban y llaman a Jesús con cariño los cursillistas. Pero como tenía su gran familia, mi padre entendía que debía continuar haciendo lo que estaba haciendo y que lo importante era que se había sentido muy tocado por Jesús.
Es evidente que San Antonio de Padua de Plottier era para quienes trabajábamos en ella una verdadera manifestación de vida y alegría, por más que después se hubiese intentado hacer ver y creer lo contrario. Sus puertas estaban permanentemente abiertas porque el sacerdote junto con su familia residía en ella. Claro que no era una comunidad perfecta, porque los hombres y las mujeres que la integramos somos imperfectos. En consecuencia, ¿qué comunidad y qué hombre lo era y lo es?
Un nefasto día todo comenzó a cambiar. No fue de la noche a la mañana aunque más o menos sí. Esto sucedió a partir de un inesperado cambio de sacerdotes. De pronto parecía que todo lo que se estaba haciendo en la parroquia hasta ese momento había estado mal. Y no solo mal, sino que según indirectamente se nos predicaba en las misas, toda obra de nuestras manos parecía ser engendro del Mal. Nosotros parecíamos ser hipócritas y sepulcros blanqueados.
Probablemente se pretenda argumentar que nada era así. Mas el Señor sabe que no miento ni exagero. Porque pese a la juventud que aún tenía, me permitía descubrir lo que no estaba dicho directamente, lo que estaba oculto y se escondía detrás de las palabras, de los gestos y de los hechos. Además no había que ser demasiado inteligente para comprender lo que sucedía. Pues si bien yo no hablaba mucho, razonaba y meditaba mucho más de lo que cualquiera hubiera podido imaginarse. Sentía que el Señor me había querido dar el don de percibir las cosas en su verdadera dimensión. De modo de que nada me pasaba por desapercibido. Parecía no entender nada, no obstante todo en Él lo entendía perfectamente. Entendía las intenciones de las personas, aunque no podía entender por qué Dios permitía esas cosas, esos cambios funestos.
En el segundo sueño tenido durante la infancia, como relaté anteriormente, el Señor me había querido demostrar cuál era su verdadero Rostro para que jamás lo olvidara, y jamás pude hacerlo. Ahora, Él me estaba dando a entender que esa fue su finalidad. Por esto, porque intentarían ponerle un Rostro que no tenía, entiendo que por gracia infinita se me quiso manifestar con tanta intensidad.
Por ello, cuando quisieron ponerle otro rostro, me alejé de ese lugar, de la parroquia de San Antonio de Padua y de la Iglesia en general. Esto, en consecuencia, me llevó a alejarme durante un largo tiempo de Él.
Pero, su rostro seguía estando en lo más hondo de mi ser, desde donde no dejaba de inquietarme e interpelarme. De tal forma que, llegada la hora determinada, me lanzaría tras su incesante búsqueda en la que no pararía hasta reencontrarlo.
En estas palabras se sintetiza el trasfondo de este extenso testimonio porque no menos extensa fue mi búsqueda en este reencuentro con las verdaderas huellas de Cristo, y el Rostro que en aquel sueño mi Señor y mi Dios me revelara era el Rostro del Amor. Conocía perfectamente bien cuál era su rostro, de modo que nadie lograría engañarme. Por lo que, comparándolo, difícilmente podía reconocer ese rostro tan amado en la nueva situación parroquial generada, en la que se lo trataba de encerrar dentro de juicios, esquemas mentales y de corazón tan estrechos.
Porque no se trataba de hacer una religión o imaginar el rostro de Cristo a mi medida, sino en la medida sin medida en la que Él me había demostrado que era y tenía. Nunca a mi medida, de ahí mi total incomprensión de todo cuanto sucedía.
Porque su rostro divino, con el que deliciosamente me deleitaba en su contemplación, era el rostro del amor perfecto. Rostro Amor que encierra y reúne la totalidad de los rostros de la humanidad, sin excluir a un solo ser humano, cualquiera sea su raza o religión: varón, mujer, niño, joven, adulto, anciano, rico, pobre, comunista, capitalista, negro, amarillo, rojo, blanco, analfabetos y cultos.
El rostro de Cristo es tan universal e incontenible que escapa a toda concepción humana, a toda ideología y a toda teología. Y, aquí, en San Antonio de Padua, durante aquellos años de oscurantismo, pude vivenciar aquel período de tinieblas que pareciera cernirse sobre ella, y entendí que se pretendía parcializarlo. Incluyendo a solo un sector de la humanidad, excluyendo a todo el resto que no encajaba dentro de los limitados patrones fijados por la Iglesia o autoridades que estaban a su cargo: los pecadores. Porque si como se nos quería hacer ver, no éramos justos ni agradables a los ojos de Dios, debería habérsenos incluido entonces por ser pecadores, ya que Jesús no había venido por los sanos, sino por los enfermos porque los sanos no necesitan médico como Él mismo dijera.
Yo veía y entendía que se pasaba de ser católico (universal) para pasar a ser sectario, ya que si no se pensaba o sentía como se nos pretendía hacer pensar y sentir que era el pensar y sentir de Jesucristo, de Dios, no tendríamos cabida para practicar nuestra fe dentro de la nueva y pequeña comunidad que se estableció por aquellos penosos años; comunidad que pretendía ser la de los orígenes de la Iglesia, pero distaba demasiado de serlo.
Como era lógico y previsible que aconteciera ante una realidad semejante, los antiguos miembros comenzáramos progresivamente a retirarnos al no reconocer en el pastor la verdadera voz del Buen Pastor, al no encontrar ya allí a Jesús. Y era porque efectivamente no estaba; no se nos permitía, al menos, verlo y entenderlo con el auténtico e íntegro Rostro que tenía, tiene y tendrá.
Con el tiempo la capilla terminó casi por vaciarse, y la comunidad quedó reducida a un pequeño grupo de personas. Cuando el techo acabó de caerse, se cerraron sus puertas y quedó en el abandono, convirtiéndose durante años en morada de palomas, avispas, arañas, ratas y toda clase de insectos. Por su parte, el sacerdote se fue a vivir en forma definitiva a la capilla de San Sebastián, ruta de por medio, aunque no recuerdo si esto fue antes o después de que se cayera el techo.
Los yuyos crecieron tanto que cubrían la mayor parte del patio trasero. Por donde se la mirase, todo era desolación, ni siquiera daban ganas de mirarla. Porque verla así en ruinas, era como tener una espina clavada en el corazón sin poder hacer nada para poder quitarla.
El reducido grupo de personas que compartían esa ideología, más que teología, se reunían en el salón para que pareciera que en verdad no estaba cerrada, y que si la gente no quería ir era porque no quería pertenecer a la comunidad. Es decir, pensar y sentir que algo era negro, cuando uno veía, entendía y sabía por el Espíritu Santo que se nos había comunicado que era, en la mayoría de las cosas, todo lo contrario. Y Dios era quien nos lo daba a entender de la manera en que lo hacíamos.
Al igual que la gran mayoría de los restantes miembros comunitarios que concurrían a la parroquia de San Antonio de Padua hasta el cambio de sacerdotes, no entendía por qué Dios parecía hacernos eso. Pero ¡lo hacía! Aunque algo dentro de mí me decía que no era Él quien lo causaba. Y, no obstante ello, lo permitía, y si lo permitía debía ser por una razón muy importante con un fin trascendental. Pues bien sabía ya que Dios no daba puntada sin hilo, como mamá solía decir.
Sin embargo, fuese lo que fuese que estuviera en su Ser, en sus proyectos para con nuestra parroquia en tal permisión, por más que yo le inquiría el porqué de tal suceso tratando de obtener una respuesta de su parte, como cuando era pequeña, dicha respuesta jamás llegó a mi ser por esos días. Eso era lo que más me inquietaba y perturbaba: su aparente, inmutable y prolongado silencio, cuando en realidad jamás dejaba de responderme, siendo yo quien no lo escuchaba, no obstante escuchar fuerte y claro, qué era lo que me decía. Y lo que me pedía era ir a hablar con el sacerdote y el obispo al respecto.
Por la inmadura juventud e ignorancia tenida de todas las cosas de Dios y de la Iglesia en comparación con ellos, más aún dada mi condición de mujer, me parecía una locura que pudiera ser verdad que Dios me estuviera diciendo y pidiendo hacer tal cosa. Como todos los demás, yo estaba tan desalentada ante la incomprensión, y por no compartir la ideología que se predicaba, que fui gradualmente dejando todas las actividades parroquiales, no sin mucha desazón. Me aboqué de lleno a estudiar y a soñar con el Amor Ideal, intentando evadirme de esa irreversible situación parroquial. ¡Que Dios hiciese lo que quisiese hacer o permitir sucediera con la Iglesia!
VCuando niña, sentía una fascinación especial por los cuentos de hadas: Blancanieves, Cenicienta... Ante las continuas ofensas y el menosprecio de mis compañeros de grado, además de refugiarme en los brazos amorosos de Jesús y de María, me esperanzaba pensar que el final de mi vida sería como un maravilloso y dichoso final de cuento de hadas. Solo que en el cuento de mi vida no era un hada, sino Jesús mismo, quien lo llenaba de magia, de proezas, de maravillas, que alentaban mi alicaída esperanza.
Entonces creía que si estaba Él de por medio, todo se cumpliría como lo soñaba. Pero para que así fuera entendía que debía permanecer firme en lo que Jesús me inspiraba ser, esforzándome por no perder nunca la inocencia, la bondad, la paciencia y haciendo todo lo que me indicaba hacer; aceptando padecer hasta dar mi vida por amor a los demás, mansa y silenciosamente como Él lo hiciera.
Parece locura, y sin duda lo es. Pero es la más preciosa y divina de las locuras, por ser la misma locura de Cristo. Siendo pequeña para una visión tan aguda, presentir todo esto me asustaba, pero habiéndolo ya padecido hasta el máximo extremo, mi alma salta de gozo al manifestarlo.
Así, el amor ideal con el que permanentemente soñaba siendo adolescente, y después una joven, se inspiraba en aquella ilusión infantil nacida de los cuentos de hadas y fortalecida en la esperanza que Jesucristo me daba. A raíz de la errónea y prejuiciosa concepción que con palabras hirientes aquellos niños y gran parte de los adultos me hacían sentir por la grandeza y desgarbo de mi cuerpo, lentamente fui encerrándome en un mundo ideal donde sólo Dios daba sentido a toda mi vida. Él me hacía comprender todas las cosas y amar infinitamente pese a sentirme y saberme constantemente no amada y rechazada.
Consciente o inconscientemente, minuto a minuto, hora a hora, día a día, año a año, fui levantando entorno a mí una sólida muralla constituida por múltiples paredes tan gruesas que nadie pudiese destruir. Sin pretenderlo siquiera, me convertí en una experta arquitecta en la construcción de barreras.
Mas de todo esto no logré darme cuenta sino hasta que estuve en Ushuaia, muchísimos años después, cuando me detuve a pensar por qué me costaba tanto relacionarme efectivamente con los demás.
Allí, en el interior de ese mundo ideal construido entre esas murallas, sentía que nadie ni nada podía lastimarme. De esta forma, me sentía plenamente segura acompañada siempre de Dios, salvo durante las noches en que me veía permanentemente asediada por el Mal. Sin embargo, no perdí jamás la seguridad de que, aún entonces, Él permanecía conmigo.
En mi mundo, sin alcanzar nunca la perfección, intentaba que todo tendiese a ser espiritualmente perfecto, mirando en todo momento al único Ser que sí lo es: Dios. Sentía que para encontrar el secreto de la verdadera y definitiva felicidad debía tratar de parecerme en todo a Él pero sin llegar nunca a confundirme con Él.
Y además: ¡feliz el que me encuentra y no se confunde conmigo! (Lc. 7, 23).b
                                                                                                                     
En ese mundo Ideal no existían los imposibles. Sentía que todo era y sería posible mientras me mantuviese aferrada a Jesús, cimentada como la casa sobre la roca. Roca a la que, entendía, jamás debía dejar de aferrarme, pasara lo que pasara. Y así intenté siempre que fuese. Principalmente, en aquellos violentísimos períodos de profunda crisis y desierto en que me parecía que estaba abandonada.
Y era en el refugio de ese mundo idealizado donde entretejía y daba alas a mis fantasías de un amor perfecto. Trataba de imaginarme cómo sería el encuentro. Le daba infinitos rostros e infinitos nombres. Sintiéndome horrenda, me lo imaginaba a él muy bello, alto, fornido. Generalmente de cabellos dorados y ojos claros. Pero a la vez, dotado de un corazón y espíritu noble, humilde, sencillo, amoroso, dulce y paciente como el de Jesús.
Consciente de ser físicamente poco agraciada, cada vez que pensaba en el amor y en él, me sentía muy infeliz porque creía que difícilmente alguien así se enamoraría de mí. Pensaba que lo primero que a un hombre le atraía de una mujer era su belleza física, y, considerando que yo no la poseía, me resultaba prácticamente imposible creer que alguien como quien me imaginaba pudiera enamorarse de mí.
Por otro lado, había establecidos en Dios para este amor valores y principios muy altos que debía mantener a como diese lugar. El más importante de ellos consistía en no consentir en tener relaciones sexuales prematrimoniales. Entendía que, carente de atributos físicos, la virginidad era el más precioso de los tesoros que Dios me había dado como para entregárselo a cualquier otro hombre que no fuera el que Él me tenía predestinado.
Me esperanzaba pensar que, sin ser bella, la virginidad era la única virtud que poseía para cautivar el alma del hombre que en Jesucristo me había fijado como Ideal. Por ello, la defendía con uñas y dientes guardándola celosamente para entregársela solo en la noche de bodas.
Pero me inquietaba saber, al escuchar las opiniones contrarias de quienes me rodeaban, que esta virtud se había vuelto un valor tan poco apreciado. Me decían que eso ya no importaba, que tenía que dejar de ser tan anticuada o de lo contrario nunca me casaría porque ningún hombre accedería a casarse conmigo si antes no se lo probaba. Y estos desalentadores comentarios me desesperanzaban enormemente. Pues si realmente era así, si todos los hombres pensaban igual, si ya no les importaba la castidad de la mujer, entonces que nunca me iba a casar, pues sentía que este principio y valor estaba incrustado en mí como una Ley Divina que no podía ni debía transgredir, y de hecho no lo haría.
Dios me daba esta certeza y, mirando siempre a la Virgen María, mi máximo ideal de mujer, sentía que así debía ser y así sería solo si me mantenía inquebrantable e inclaudicable en tal convicción Dios me reconfortaría concediéndome el amor en la medida en que lo soñaba, buscaba y esperaba.
Y la forma en que me imaginaba el encuentro del amor era siempre la misma. Un día lo conocía. Al principio, él no me veía porque sólo me miraba con los ojos físicos. Y físicamente no le atraía o llamaba la atención. Hasta que un día Dios cruzaba nuestros caminos y, a medida que iba tratándome, empezaba a descubrirme conforme le iba compartiendo mi forma de ser y de pensar, y así nos enamorábamos.
Pero a él le costaba reconocer este amor. Porque era mucho lo que le exigía y poco o nada lo que le daba a cambio: matrimonio sin relaciones prematrimoniales. Por miedo a perder su libertad, por timidez, por temor, por orgullo o por cualquier razón, él se iba sin llegar a reconocer ni manifestar su verdadero sentimiento hacia mí. Pasado cierto tiempo, tras lograr finalmente reconocer y aceptar ese sentimiento, regresaba. Pero ya no me encontraba. Comenzaba entonces a buscarme incansablemente por cielo y Tierra. Y ya fuese que me hubiera retirado al Himalaya, al medio de la selva amazónica o al pleno desierto del Sahara, lograba llegar hasta allí para declararme su amor y pedirme casamiento. A lo que, por supuesto, maravillada y plena de gozo, accedía. De esta forma, veía que Dios nos terminaba premiando con una felicidad inimaginable.
Pero, más acá del encantamiento de este sueño, estaba la realidad, que me llamaba a abrir los ojos,  a la que inevitablemente debía enfrentar. Y esta realidad no era otra que el saberme sola, sin poder enamorarme y con una meta que cumplir: terminar la universidad.
No obstante ello, entre los 15 y 21 años salí con algunos chicos pero por muy breve tiempo. A lo sumo un mes, en uno de los casos. Estos chicos, a excepción de solo uno, terminaban siempre dándome indicios de andar tras el bien tan preciado que poseía y que, obviamente, no estaba dispuesta a entregar al que no fuese el que Dios me tenía predestinado. Por esto, cuando se volvían obsesivos sobre el asunto, optaba cortar por lo sano y cada cual por su camino.
La excepción fue alguien que, no obstante no coincidir con el ideal físico que me formara del hombre soñado, buscado y esperado, poseía nobles intenciones. Este hombre, sin proponerme tener relaciones sexuales, me propuso casamiento. Yo tenía 17 ó 18 años y me sentía muy lejos aún de poder llegar a pensar en casarme, pues veía y entendía que aún me faltaba recorrer mucho camino para llegar a la meta fijada. De hecho, ni siquiera comenzaba aún la universidad. Por lo que, manifestándole sentirme honrada por su proposición, opté por finalizar también esta relación en ese preciso momento. Pero ¿dónde quedaba Cristo en todo esto?
Él seguía estando siempre conmigo. Sin embargo, nuestro trato de amor y amistad ya no era el mismo que había sido desde la infancia hasta el momento en que dejé las actividades parroquiales.
Creo que a lo largo de mi vida no hubo día en que me durmiera sin haber rezado previamente, pero la oración permanente la había perdido.
Él estaba siempre en mi mente, pero ya no dialogaba con Él. Tal vez, en el fondo me sentía decepcionada por lo acontecido en la parroquia de San Antonio de Padua. El hecho es que gradual y conscientemente lo fui apartando de mi vida, pues me inquietaba mucho sintiendo que podía convertirse en un obstáculo en el feliz término del objetivo propuesto.
Así estaba constantemente rehuyéndole. Pero Él parecía no darse por aludido, pues no dejaba de buscarme insistentemente, como si intentara decirme: No te olvides de mí. No te olvides de nuestro profundo y primer amor y amistad. Cuando me necesitaste y me buscabas Yo estuve. Persevera en tu Ideal. Porque llegará el día en que seré Yo quien te necesite”.
Me salía al encuentro en distintas circunstancias, principalmente cuando iba o venía de camino a la universidad. O, de vez en cuando, durante las noches, cuando buscaba la intimidad de mi habitación para entretejer mis sueños de amor humano. Y estos efímeros encuentros con Él se producían, generalmente, cuando en forma involuntaria era inducida a pensar sobre la entonces preocupante situación de mi antigua parroquia.
Con estos repentinos pensamientos, por demás fugaces, sentía como si fuera llamada a hacer algo para revertir dicha situación. “¡No! ¡Puras imaginaciones mías nada más!”, ¿qué podría hacer yo? “¿Yo?... ¡No! Nada”, me decía y, procurando apartar mi mente de todo ello, volvía a sumergirme en mis románticas fantasías de amor.
Pero de tanto en tanto Él, persistente, seguía y seguía llamando a mi conciencia. Recuerdo que su persecución por momentos se volvía muy apremiante, generándome situaciones confusas y significativamente reveladoras. Así, por ejemplo, solía sucederme algo con cierta frecuencia que me desconcertaba al no entender por qué ocurría.
El hecho consistía en que por aquel tiempo conscientemente trataba de evitar la Biblia, lo intentaba con toda la fuerza de mi ser. Había un Nuevo Testamento que teníamos en casa, de cuando mis padres hicieron la catequesis familiar con Arturo, mi hermano menor. Dos por tres aparecía sobre mi mesita de noche, pero el sólo verlo me alteraba. Por lo que, intentando no verlo, lo tomaba y lo guardaba, más bien, lo ocultaba de mi vista, sin embargo, cuando menos lo esperaba, volvía a encontrarlo siempre allí sobre ese mismo lugar.
Lo que realmente me perturbaba de este hecho era sentir como si una fuerza desde su interior me llamara a abrirlo para comunicarme algo. Y yo me resistía porque tenía la certeza de que el día en que finalmente lo abriese jamás podría volver a cerrarlo, llevándome a asumir un compromiso tan grande que marcaría el resto de mi vida. Y, sinceramente, lo que menos quería por esos días era asumir un compromiso mayor del que ya tenía con Él y con los demás.
Por eso, lo escondía, aunque simultáneamente decía: Espera, Jesús, espera. Cuando termine la universidad”. Sólo así lograba que dejara de inquietarme.
Los años siguieron transcurriendo en medio de esta mezcolanza de estudio, sentimientos y pensamientos. A medida que el tiempo iba pasando, experimentaba un creciente grado de satisfacción y alegría al ver cómo la meta estaba cada día más próxima.
Como se marcan los días en un almanaque cuando se espera ansiosamente la fecha de un acontecimiento muy importante, así contaba cada año que pasaba. Hasta que llegó el momento en que solo me faltaba uno. “¡Un año, Dios mío, un año!”, me alentaba casi sin poder creerlo.
Mirando hacia atrás en el largo y, por momentos, interminable camino recorrido, doce años habían transcurrido desde el día en que había formulado aquella promesa. Doce años de postergaciones, renuncias, sacrificios e incontables lágrimas, pero también muy llenos de profundas alegrías familiares. ¿Cuántas veces me desalentaba pensando que no lo lograría? ¡Cómo me costaba aprender los conocimientos! ¡Qué difícil me había sido retener los conceptos! ¡Cómo llegaba a desear muchas veces haber concluido mis estudios cuando terminé el secundario! Pero... estaba la promesa que entendía debía cumplir a como diera lugar.
Mamá solía alentarme, pero papá a veces me desalentaba cuando tocábamos el tema y me hacía sentir su falta de fe. “Papi, yo voy a terminar. ¡Va a ver!”, le repetía. Quizá más que para convencerlo a él, lo decía para estimularme a mí misma; en realidad, sentía un pánico atroz de que algo siniestro se interpusiese en mi camino y me impidiera lograrlo.
Tal vez, más que un sentir era un presentir, pues en los últimos años había tenido tres veces un mismo sueño. Soñaba que estaba embarazada, hecho que tanto en el sueño como en la realidad me resultaba indeseable y me espantaba. Me despertaba entumecida y enormemente perturbada. Por eso, cada vez que papá me manifestaba su falta de fe, me ponía extremadamente mal. Y sus palabras eran: No sé, hija, yo nada deseo más que sea así. Pero será, no será. Ya veo que te enamoras, te casas y adiós estudio. ¡Dios dirá!”.
A veces me sentía muy molesta con sus comentarios que ponían de manifiesto la poca fe que me tenía, porque yo necesitaba su apoyo y no su incertidumbre. Pero finalmente lo comprendía, ya que muchas cosas lo habían ya desilusionado en la vida como para volver a creer y volverse a decepcionar. Sentía que no le podía fallar. Y este sentimiento y pensamiento aumentaba considerablemente mi confianza. En consecuencia, en lugar de perjudicarme, indirectamente me alentaba con su duda, llamándome a estar más atenta y a tener mayor cuidado.
VICuando uno es adolescente, joven, tiende a rebelarse contra todos aquellos valores y principios morales y religiosos que Dios mismo establece a través de nuestros padres terrenales o de los adultos a cuyo cargo deja nuestra crianza para guiar nuestra vida hacia la verdadera felicidad; aquella que solo da la vida eterna.
Es propio de la naturaleza humana rebelarse. Y en última instancia, es contra Dios mismo que nos rebelamos. Y nos rebelamos porque nos incomoda, nos molesta, porque nos exige o trata de comprometernos demasiado, llevándonos a renunciar, privándonos o limitándonos a reprimir muchas cosas en nuestro ser, como por ejemplo los instintos naturales.
Nos rebelamos porque, ante la realidad que no cambia, creemos y nos hacen creer que tales valores y principios no son las armas adecuadas para revolucionar el mundo. Como si el mundo pudiera cambiarse con el uso de otras erróneas armas, tales como lo son los disturbios, revueltas y la generación de conflictos.
Nos rebelamos porque el mundo con sus engañosos encantos (el sexo, el dinero, el alcohol, el cigarrillo, las drogas, el consumo, la ambición y el poder desmedido en todas sus manifestaciones) nos seduce y nos confunde ofreciéndonos una liberación aparente y sin límites en todos los aspectos de nuestra vida y de nuestro ser.
Es una liberación mal entendida que tarde descubrimos, a veces, cuando no nos mantiene enceguecidos toda la vida, ya que ese no es el camino hacia la verdadera libertad sino hacia el libertinaje que sólo nos esclaviza y lleva a la autodestrucción.
Nos rebelamos contra nuestras raíces y esencia, confundidos por lo que nos quieren hacer creer las distintas ideologías que nos llaman soberbiamente a “no ser ingenuos” y a sublevarnos, hasta en nombre de la justicia cristiana, contra todo lo establecido (incluso la religión), por considerarlo un sistema perverso. Y seguramente lo sea, y mucho. Pero ese nunca fue ni será el camino en Dios para buscar y alcanzar la verdadera liberación, la verdad, la justicia. Pues el único camino es el Camino del Amor como nos enseñó Cristo con su propio ejemplo y entrega en Cruz.
El Camino que sólo Él nos indicó, y no el que siguieron los celotes clamando por Barrabás. ¿Cuántos, como los celotes, se dejaron confundir aquel penoso día?, ¿cuántos abandonamos y volvemos a crucificar a Jesús, idealizando a cualquier líder político, militar, guerrillero o revolucionario como en su momento se prefirió a Barrabás como modelo de liberación de la humanidad, cuando no es ese el tipo de liberación que ella busca y necesita para llegar a ser totalmente libre de toda opresión o esclavitud a la que el gobierno de las tinieblas la llevara a caer y quedar sometida bajo su poder en este lugar del Abismo y de la Muerte? Si no perdemos de vista a Jesús, fácilmente podremos ver que el único camino para llegar a la verdadera liberación es el Camino del Amor. ¡Aunque nos crucifique!
Así, cualquiera sea la razón, de una manera u otra, consciente o inconscientemente, voluntaria o involuntariamente, lo queramos reconocer o no, todos alguna vez siendo adolescentes o jóvenes contra algo nos rebelamos.
En páginas anteriores escribí que no estaba en mi esencia el rebelarme y que mucho menos lo estaba cuando tenía 13 años. Ahora, en este preciso instante en que vuelvo a meditar sobre todos estos años y acontecimientos de mi vida, Dios me hace descubrir que no fue tan así como lo pensaba.
De hecho, me rebelé cuando creía que no lo hacía. De pronto, me siento como el hijo mayor de la parábola del hijo pródigo. Aquel que creía que siempre había obrado bien y nunca había dejado de ser fiel o de servir a los demás por amor al padre, a diferencia del hijo menor que sabía que sí se había rebelado y lo había abandonado. El primero no podía comprender y alegrarse por la conversión del hermano menor, porque también su amor era interesado y ambos necesitaban una sincera conversión de corazón: sacar afuera todo lo malo que había y dominaba su interior, aunque no quisiera reconocerlo.
Comprendí así que mi rebelión existió cuando decidí abocarme de lleno al estudio, por más noble que fuese mi intención. Siempre creí, y firmemente lo sostuve, que la única razón por la que estudiaba consistía en darles a mis padres la satisfacción de tener un hijo universitario como galardón por todos sus esfuerzos, renuncias y sacrificios que les había visto realizar por mis hermanos y por mí.
Pero... ¿fue realmente así? ¿O aquel no fue más que un pretexto, una justificación, para hacer lo que yo realmente quería? ¿No sería que, en el fondo, sin proponérmelo, o tal vez inconscientemente, subyacía otra razón tanto o más poderosa que esa, que tenía que ver con hacer mi voluntad en lugar de la de Dios e incluso la de mis padres terrenales?
Sin duda alguna, mi infancia fue un período fuertísimo y pleno, gracias a Dios Padre, Hijo, Espíritu Santo y Mamá María. Pero hacia el final me aconteció “algo” tan sublime, que en mi memoria jamás alcanzara a terminar de definir y precisar si es que se había tratado de un sueño, una visión, un encontrarme al borde de la muerte o simplemente una sensación.
Fue algo así como haber trascendido la materia y este mundo para encontrarme “allí”, en la existencia de un tiempo primero de estar junto y de la mano de Dios y tener la posibilidad de permanecer “allí” por siempre, desde ese mismo instante. Un mirar hacia lo que en la Tierra había: mi familia humana, el amor, la humanidad, el mundo y todas sus cosas. Un encontrarme ante una gran disyuntiva, por sentirme atraída con igual intensidad por ambas alternativas: permanecer “allí” con Él o volver aquí con ellos, mirando hacia el Padre para pedirle que me deje regresar aquí junto a ellos a fin de asegurarme de que ni uno solo de mis seres queridos extraviara el camino hacia “allí”, soltándome de su amada mano para volver y quedarme en el mundo.
 Finalmente veo y entiendo que dicho momento se trató realmente de un acontecimiento, tanto en mi propia historia personal como en la misma historia de toda la humanidad. Un tiempo previo en Dios, de estadía plena en Dios, de estar desde el principio en la constante presencia y amor de nuestro Padre Celestial. Un tiempo de la historia de vida de la humanidad que corresponde al tiempo de su infancia, del principio al fin, durante el cual estuvo y permaneció en Dios, en el Paraíso de Su Amor, en el Reino de los Cielos, aunque luego haya salido de Él.
Un tiempo en mi historia de vida previo al momento de mi concepción en el vientre materno. Tiempo directamente relacionado también con la venida al mundo de nuestro Señor Jesucristo hace 2000 años, y con su regreso prometido en el amor en busca de Su Pueblo en la humanidad entera, para llevarla de regreso Consigo a ese lugar original, al Reino de los Cielos, del que fuera sacada bajo engaño en estado de gran inconsciencia en el principio por el Reino –Gobierno-   de las tinieblas que entrara a dominar y dejar sometido desde entonces su corazón y vida en este lugar.
 
Esta sensación sabe Dios que me acompañará toda la vida. Sensación a la que hasta ahora no había podido darle un sentido o entender su significado. Fue como si el velo de mi entendimiento se hubiese ido descorriendo lentamente para profundizar aún más allá de todo lo que hasta aquí la Divina Trinidad me había permitido comprender.
La parábola del hijo pródigo adquiere con ello gran trascendencia en mi vida, algo que hasta ayer no alcanzaba a ver. Entiendo así que en mi historia personal con Dios, con nuestro Padre amoroso, existe tanto del hijo mayor cuanto del menor. Creo que durante la infancia, Dios Padre, Abba, “Papito”, me colmó con toda clase de riquezas espirituales –así como lo hizo con toda la humanidad– superando incluso la capacidad de mi envase, llegando a tal extremo que mi esencia se compenetraba con la Suya.
Yo –como la humanidad toda en el principio de su origen en Él ardía en el fuego de su desbordante amor. Pero si la plenitud de mi espíritu estaba en Él y con Él, mi cuerpo permanecía en el mundo. Por eso me sentía constantemente presionada por ambas poderosas fuerzas.
Durante todo el tiempo de mi infancia, consideré la posibilidad de quedarme a vivir “allí” con Él para siempre en lugar de quedarme aquí. Sabe Dios que yo quería quedarme “allí” con Él porque aquello era deslumbrante, alucinantemente maravilloso. Pero me sentía como atada por un amor hacia mis padres y mis hermanos, un amor superior al que experimentaba por Él. Amor en virtud del cual me había sentido llamada a quedarme a su humano y terrenal lado por así ser necesario que fuera.
No obstante ello, aunque ya no podía estar ni estaba “allí” con Dios, Él seguía estando en mí y conmigo aquí. Pero conforme iba creciendo y desarrollándome en lo humano y mundano, fui gradualmente dejando las cosas de niña para adoptar las propias de la edad adolescente. Con lo cual, sin dejar de pensar y sentir como entendía que nuestro Padre Celestial y Jesús querían, comencé a obrar según los pensamientos y sentimientos más humanos y mundanos que Divinos y Celestiales que predominaron en mí durante toda mi infancia. Ambos modos de pensar y de sentir (por lo general, totalmente contrapuestos) se fueron entremezclando en mi ser, causándome en ciertos momentos grandes conflictos y crisis interior.
El Amor Ideal que en la infancia sentía íntegramente por Jesús, y que debía buscar y encontrar en un hombre hecho a semejanza Suya y que estaba predestinado para mí, como predestinada para él de igual manera me tenía, se fue replegando hacia lo más recóndito de mi ser. Y fue desplazado por la ilusión de un amor ideal humano que, según las descripciones hechas en los cuentos de hadas, iba modelando en mi mente y en mi corazón. Ya la inconsciente rebelión se había efectuado: relegaba el Amor Ideal en Cristo por un amor ideal humano.
Finalmente también vi y entendí durante estos últimos siete años que ambos ideales de amor no eran totalmente excluyentes ni distintos, sino dos que habrían de terminar conformando y constituyéndose en uno solo en Él, en Jesucristo Resucitado, de lo Divino en lo humano en la persona del hombre y sacerdote que a tal fin Él tenía igualmente predestinado con Su mismo corazón y espíritu en el mismo designio de amor y procreación que a tal fin me llamara y enviara a asumir en el Espíritu Santo desde toda la eternidad en lo Divino y desde Ushuaia en lo humano.
Mismo Amor e historia de Amor de Dios con el varón y la mujer hecho a Su imagen y semejanza en el Amor en el principio de la creación de ambos en Él. Amor e Historia de Amor de la que la pareja humana, por ende, la Humanidad, restante creación y faz de la Tierra se saliera y quedara fuera de Él como consecuencia de la caída en el pecado original que les costara la pérdida del Reino de los Cielos y eternidad soñada, querida y predestinada en el Amor por Él para la amada pareja humana con cuya creación y amor quisiera coronar toda Su Obra Creadora. Amor e historia de Amor que constituye el epicentro de la tercera parte de este testimonio, de búsqueda y encuentro en la llamada y envío recibido y aceptado en Cristo Resucitado.
Los cambios en la situación de la parroquia de San Antonio de Padua por aquellos días de mi adolescencia acentuaron la rebelión en mí, dándome, si se quiere, un motivo más valedero para justificar mi alejamiento del amor ideal de Cristo.
Durante el transcurso de los últimos años, vi y entendí que no me había alejado nunca del ideal de Cristo al dejar la parroquia y tomar distancia de Él, sino que, por el contrario, era en búsqueda y encuentro de la total definición, precisión y consumación en lo humano, en el mundo, de dicho Amor Ideal de Cristo y en Cristo que había sido conveniente que me alejara y distanciara en su momento de Él, como en el principio lo había hecho la humanidad respecto a Dios y al Reino de los Cielos.
Por no ser en lo etéreo ni en el mismo Reino de los Cielos, sino en la inmersión y compenetración desde la que me había hecho totalmente una en cuerpo y alma en Cristo, con la más real de todas las realidades del mundo, en la que dicho Ideal de Amor en Cristo encontraría y alcanzaría su óptima plenitud y realización de lo Divino y Celestial en lo humano y terrenal. Ideal de amor en y de Cristo, que formando parte en un todo originalmente en Dios, en Jesucristo, fuera enviada en el Espíritu Santo a desentrañarlo desde el corazón de la humanidad desde mi propio corazón y corazón del hombre, familia, pueblo, humanidad, creación y tierra amada, para su total final consumación en los hechos con un hombre de carne y hueso con Su mismo espíritu y corazón que igualmente a tal fin tenía sacerdotalmente predestinado en Él, en Cristo.
Y por tal razón fue necesario y conveniente que en el momento de la adolescencia me rebelara, obligada por los cambios contrarios que ocurrieron en la parroquia hacia el término de mi infancia y comienzo de mi juventud, y me alejara de Él, alejándome de ese Amor Ideal primero en Cristo, para asumir toda la historia y realidad de la humanidad en mi propia historia, en nuestra propia historia de vida, para solo así y entonces terminar de hacerlo carne, encarnarlo, por consiguiente, hacerlo posible de lo Divino en lo humano…
Al comenzar la universidad, fui dejándome influenciar cada vez con mayor fuerza por los numerosos atractivos que me ofrecía la actividad turística y profesional.
Empecé a soñar con recorrer el mundo siguiendo la ruta de costosos circuitos turísticos y embarcándome en lujosos cruceros trasatlánticos. Empecé a soñar con casarme con alguien de excelente posición económica y con convertirme en toda una erudita de trascendencia mundial. Trataba de adquirir el máximo conocimiento y sabiduría que suscitase la admiración y el reconocimiento de cuantos me oyesen hablar.
Empecé a soñar con irme cuanto antes de Plottier para volver un día como una triunfadora y una brillante profesional. En definitiva, quería sobresalir en todos los aspectos para demostrar a quienes me menospreciaran y ofendieran tanto a nivel escolar en la infancia que al final lo había podido lograr.
Y en medio de todos estos pensamientos y sentimientos, propios de mi condición humana, no había lugar para Cristo. Él no podía entrar en tales proyectos. Pues Él me hablaba en un sentido contrapuesto que alteraba mi tranquilidad y proyectos. Por ello, no quería escucharlo ya más. Me resistía tenazmente a hacerlo. ¡Si Él lo sabrá!
Si lo escuchaba, conociéndolo y conociéndome en la profundidad de nuestro viejo amor y amistad, sabía que Su querer iba a ser el mío sin que lo pudiese evitar, más allá de lo que me dictaba el mundo y mi egoísta humanidad.
De ser así, no podría llevar a la práctica todo cuanto me proponía y soñaba realizar. Él me hablaba de pobreza, de humildad, de sencillez, de anteponerlo a Él sobre el dinero y todo tipo de posesión y poder. De no buscar ni pretender admiración o reconocimiento humano sino solo celestial, de no tratar de demostrar nada a nadie, sino buscar en todo sólo Su agrado, el agrado de Dios. De perdonar y olvidar siempre. De saber perdonar y pedir perdón sin importar la grandeza del daño que me causasen. Porque en la medida en que perdonara y olvidara el mal realizado, Él lo haría conmigo. Me hablaba de amar sin límites y jamás odiar. De cumplir en un todo sus sagradas enseñanzas y hacer su santa voluntad. De entregarme incondicionalmente. De dar mi vida, de morir por los demás... ¿Morir? ¡Cuando yo, con todas las fuerzas de mi ser, solo deseaba vivir...!Él no me podía pedir todo eso cuando mi naturaleza humana clamaba por todo lo contrario.
Como si el enemigo me dijera: “No lo escuches, Gladys. Él sólo pretende tu mal. ¿No lo ves? Quiere quitarte la libertad de poder hacer todo lo que sueñas y deseas hacer. Y eso no puede ser malo si te da la felicidad. No lo escuches. No te dejes engañar. ¿Morir? ¿Te parece que sea bueno? El vivir sí lo es. Si lo escuchas vas a terminar como Él, clavado en una cruz. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Por amor a los demás? ¿Amor? ¿Crees que permitir tu aniquilación es amar? ¿Y por quién? ¿Por los demás? ¿Realmente puedes pensar que eso le va a importar a alguien? Si cada uno hace la suya, ¿por qué habrías de hacer algo por los demás? ¿Y dar tu vida? ¿Es que tan poco te amas? ¡Vamos, mujer, sé libre! ¡No te dejes esclavizar! En fin, haz lo que quieras, pero después no digas que no te lo advertí...”.
Así, la presencia y persistencia de Cristo se me fue tornando enormemente incómoda y molesta. Por lo que, finalmente, a como diera a lugar, traté de evitarlo a Él y a su Evangelio. ¡Yo quería desesperadamente amar y ser amada, vivir y no morir como Él! Porque en lo más recóndito de mi ser presentía que así debía ser. Y si lo dejaba ser, sería.
¡Sí! Definitivamente. Si bien no me rebelé contra mis padres terrenales, me rebelé obstinadamente contra todo lo que Él significaba y contra todo lo que sentía que me quería imponer, como si ese fuese mi fin último y razón de ser en este mundo, algo que no podría evitar hiciera lo que hiciese, pues todo parecía decirme y alertarme de que sucedería. De ahí, ¡tan vehemente rebelión!
Tras lograr en gran medida neutralizar la fuerte influencia de Dios en mi vida y en mi ser, comencé a replantearme todo lo que me habían inculcado durante la infancia y los primeros años de la adolescencia. ¿Dónde estaba la verdad? Confrontaba constantemente las dos caras de una misma moneda: bien / mal; correcto / incorrecto; permitido / prohibido. La verdad, ¿existía? Sí, sabía que, según las Sagradas Escrituras, la Verdad estaba en Dios, en Jesús. Pero ¿cómo descubrir la verdad en las cosas de cada día? ¿Cómo saber quién decía la verdad y quién mentía ante un hecho determinado? ¿En quién confiar? ¿Los seres humanos eran confiables? ¿Por qué existían tantas diferencias entre los hombres? ¿Por qué no eran todos iguales? ¿Por qué existía el hambre, las enfermedades, la miseria, la guerra y Dios lo permitía? ¿Tuvo sentido la muerte de Jesús Crucificado? ¿Para qué sufrir tanto si aunque lo miren día a día ahí en la cruz los hombres siguen siendo iguales? ¿Por qué siguen odiándose y envidiándose? ¿Por qué siguen siendo orgullosos, soberbios, egoístas, mentirosos, calculadores, ambiciosos? ¿Tenía sentido seguir siendo honesto cuando había tanta deshonestidad? ¿Ser prudente, decoroso, tenía sentido? ¡Si parecía que todo daba igual!...
Y yo, ¿cómo debía ser? ¿Por qué me costaba tanto entender este mundo y todas sus cosas? ¿Por qué me parecía que iba siempre en sentido contrario? ¿Por qué me costaba tanto sentir, pensar y actuar como el resto de los seres humanos? ¿Sería humana? ¿Por qué ese constante sentir que mi cuerpo estaba en este mundo, se alimentaba, se movía, estudiaba... pero todo mi ser interior estaba en otra parte, no pertenecía aquí?
¿Por qué no era como el resto de los hombres? ¿Por qué vivir en este mundo era para mí tan complejo, tan difícil, y para los demás era todo tan sencillo? ¿Por qué me costaba tanto relacionarme con las personas? ¿Por qué me daba tanto miedo hablar? ¿Por qué cada vez que decía algo parecía tan tonto, tan absurdo, tan ridículo, tan desubicado? ¿Cómo saber qué decir? ¿Por qué cuando hablaba debía repetir tantas veces las cosas para que me entendieran? ¿Por qué?... ¿Por qué?... ¿Por qué?
Todo se me hizo muy confuso y entré en un largo y profundo período de crisis interior. Fue así que comencé a dudar sobre el sentido de conservar todos los valores y principios que me habían inculcado, principalmente los religiosos.
Sobre todo me cuestionaba a mí misma, conforme trataba de entender las cosas de este mundo del que me costaba sentirme parte integrante y adaptarme a él, hecho que me resultaba por demás difícil.
Recuerdo que, generalmente, me preguntaba si en realidad yo era de este mundo, que en su conjunto me era prácticamente incomprensible, o si en realidad había sido enviada aquí especialmente por Dios para cumplir una misión bien definida. Ahora que lo medito me viene este recuerdo a la mente. Dios no deja de asombrarme al encender tantas luces de golpe en mi memoria, iluminando con su luz pensamientos, sentimientos, sensaciones y sucesos que habían quedado sepultados en las sombras de mi mente con el transcurso del tiempo, y que afloraban de este modo ahora para dar o revelar el sentido de los hechos.
Ya no dialogaba con Dios por temor a que me confundiera más aún de lo que ya estaba. Esto era un gran obstáculo en el tremendo esfuerzo que estaba haciendo al intentar desentrañar la verdad y adecuar mi comportamiento a los criterios del mundo, pues entendía que si no lo hacía, el mundo me pasaría por encima.
Así fui sumergiéndome cada vez más en las densas tinieblas de la confusión y del error con las que nos va esclavizando el mundo sin que nos demos cuenta. Entré en pleno desierto sola, sin guía, sin alimento, sin agua, es decir, sin Dios Padre, sin Dios Hijo y sin Dios Espíritu Santo.
Más bien, cuando ingresé en el desierto llevaba una buena ración de provisiones y de reservas de Él adquiridas durante la infancia, como lo hizo la humanidad al salir de Él en el origen y entrar en el gran desierto de este mundo. Fui consumiendo y perdiendo gradualmente por el camino estas provisiones y reservas de Dios en mi espíritu, con cada paso en dirección errada que iba dando a medida que comenzaba a alejarme de Él, adentrándome en el gran desierto de mi vida sin Dios. Y encontrándome ya en pleno desierto y sin Dios, fui blanco perfecto y presa fácil para la tentación del Mal.
Tentación que nació cuando en medio de tanta confusión brotó la duda. Y ante la duda, la seducción y el engaño, me hicieron caer en las propias manos del enemigo de Dios, de aquel que por las noches, durante mi niñez, me perseguía incansablemente en mis pesadillas, logrando a veces alcanzarme y atraparme. Padecía la misma desesperación mortal del conductor de un vehículo que corre sin frenos cuesta abajo por un desfiladero, presintiendo el inminente desastre y la inevitable muerte.
VI 
A medida que voy recordando y poniendo por escrito cuanto va fluyendo en mi ser, me pregunto si tiene sentido dar detallada cuenta también de todo esto; si es lo correcto. “¡Sí!”, entiendo, y entonces sigo.
Hay cosas muy desagradables que a veces nos suceden en la vida. Cosas que preferimos guardar y ocultar que contarlas. Cosas que son como una herida abierta que sangra y sangra. Cosas que nos causan dolor, rabia, vergüenza, humillación con solo recordarlas. Cosas que parecen marcarnos para toda la vida. Cosas que pueden encender un enfermizo, mortal y eterno odio si permitimos que se encienda, o no. Cosas que llevamos como pesadas cruces que por momentos nos ahogan, nos deprimen, nos aplastan. Cosas que no deben decirse o de las que no se habla, porque sin ser culpables nos hacen vernos y sentirnos como tales.
Y fue precisamente una de esas cosas la que casi me partió por el medio, cuando me encontraba a tan solo un paso, a un año, de concluir la carrera. Sólo Dios sabe lo que viví y lo que padecí a causa de ello. Por supuesto que preferiría un millón de veces no contarlo a hacerlo pero por mucho que me pese contarlo, entiendo que es necesario compartirlo.
Una vez un sacerdote me dijo que debía callarlo, ocultarlo y no contárselo a ningún hombre. Me desconcertó su consejo pues ¿por qué ocultarlo si yo no había sido culpable de ello? Y ¿por qué callarlo si procediendo así sólo estaba faltando a la verdad cuando entendía que siempre debía ir con la verdad por delante? Después pensé que sería porque no a todos los hombres les gusta saber o aceptar ciertas cosas de la mujer que desea sea su esposa. Pero, al mismo tiempo, pensé que quien tuviese una mentalidad tan obtusa definitivamente no sería el hombre de mi vida, si en realidad existía uno, en mi vida, quiero decir.
Por otro lado, entiendo que es conveniente en Dios que a los fines de este testimonio, así como para su mayor comprensión, lo comparta. No en busca de justicia, ni para mandar al frente a quien lo ha perpetrado, sino porque tal suceso llegó a convertirse en el escollo trascendental que he cargado sobre mis hombros durante todos estos años en mi constante peregrinar por este mundo en busca y encuentro del verdadero amor, del hombre predestinado. Porque pese a ser una experiencia extremadamente negativa para mí, el darla a conocer puede ayudar a muchos otros a quitarse la cruz o a sobrellevar situaciones similares. Y es, por este medio, Cristo mismo quien desea acercarse a ellos para alivianar tal peso. Entonces, por más que quiera, no puedo ni debo callarlo.
Ocurrió el 28 de enero de 1986. Recuerdo patentemente la fecha por ser la del día de cumpleaños de una de mis hermanas. Además, ¿cómo olvidarlo si me ha dejado tan marcada? Si, por más que lo intentaba, cada vez que pensaba en el sueño de Amor Ideal truncado debía forzosamente recordarlo.
Principalmente, porque a causa de ello, como si se me hubieran cortado las alas, ya no volvería a soñar con encontrar algún día el amor tan anhelado en Jesucristo, de la manera en que desde la infancia me había sentido llamada y llevada a buscarlo y esperarlo en virginidad, sino hasta hace poco más de dos años, cuando sentí que pese a todo ese amor tan ansiado existía verdaderamente en Dios para mí, y había llegado el tiempo finalmente de hacerse realidad.
Por aquellos días de enero de 1986 estaba tan feliz pensando que en menos de un año concluiría, Dios mediante, la meta que sin darme personalmente la más mínima tregua había comenzado y llevado hasta el final diez años atrás, que no se me ocurrió pensar que a esa altura del recorrido podría hacer su aparición el enemigo para hacerme añicos tal felicidad antes de llegar a alcanzarla. ¡Y de qué manera tan absurda lo hizo!
Había conocido, un par de días atrás en un boliche bailable, a un hombre quien llevándome a su casa bajo engaño, me terminó violando. Al principio, sin querer verlo ni creer lo sucedido, me resistía llamar el hecho por su nombre. Pero debía hacerlo porque ya nada sería igual para mí. Durante mucho tiempo sentí que tenía la culpa de lo sucedido por haber confiado y dejarme engañar, por ser tan ingenua. Pero ¿quién puede creer que una mujer a los 23 años puede serlo?
Sin embargo, sabe Dios que lo era al intentar seguir siempre fiel a aquel mandato dado desde la infancia que me pedía no perder la inocencia. Y para mí no perder la inocencia consistía en no ver películas ni revistas pornográficas, mucho menos hablar de sexo. Con 23 años no había dejado de ser en tal sentido la niña de 8, 13, 15, 18 años que una vez fui, si acaso aún no he dejado de serlo pese a tener 35.
Si hasta aquel día pensaba que los hombres eran poco confiables por ser obsesivos en solo pretender una cosa, después de ese día pasaron a ser no fiables, considerándolos a todos como falsos y mentirosos.
Si hasta entonces me resultaba difícil pensar y, casi imposible, creer que podía encontrar un hombre con las cualidades de Jesucristo, a partir de entonces creí que definitivamente no existía. Recuerdo que hasta llegué a cuestionarme que si todos los hombres eran iguales, ¿cómo entonces Jesús y los apóstoles fueran hombres? Pensé que si existían hombres ideales, solo ellos lo eran.
El mundo se me vino abajo, se me hizo añicos. Tantos sacrificios y renuncias, ¿para qué? ¡Qué en vano sentía todo! ¡Qué frustración! ¡Qué abandono! ¿Qué me importaba terminar la universidad si a su término ya no había nada? No había cumplimiento del sueño Ideal, se me había roto en mil pedazos. Sabía que indiscutiblemente no accedería nunca, nunca, (me decía) a tener relaciones prematrimoniales sin antes haberme casado. ¿Y cómo pretender no tenerlas cuando ya no era virgen? ¿Cuando esa garra siniestra de la oscuridad que incansablemente me perseguía tratando de darme alcance, y alcanzándome a veces en mis pesadillas de la infancia, me había hurtado despiadadamente el único y más preciado bien que poseía para entregar, como máximo tesoro recibido de Dios, únicamente al hombre que me tenía predestinado bajo unión matrimonial bendita y santificada por Él: la virginidad? No, ya no podría pretender tal cosa. Sentía que todo lo había perdido con la perpetración de aquel hecho.
Y, como si eso fuera poco, durante los tres meses siguientes creí morir. Y realmente me sentía muerta ante el tormento de la incertidumbre que me causaba el pensar que podía estar embarazada. No era que sólo lo pensara, sino que había muchas razones que me hacían temer esa posibilidad.
Primero, porque era consciente de haber hecho algo no querido por Dios. Pues, inmediatamente después del hecho acepté seguir una sugerencia de abortar, colocándome una inyección anticonceptiva. Y así lo hice, sabiendo y sintiendo en mi interior y conciencia que eso no había estado bien en lo más mínimo. Por eso temí que Dios no me escuchara para salvarme de esa situación. Incluso me había hecho unos análisis que me dieron negativo, pero ni aún así podía dejar de creer que en verdad no lo estuviese. Segundo, porque no habiendo sido nunca regular en mis períodos menstruales (aspecto que nunca me interesó tratar de normalizar porque no pensaba en tener relaciones prematrimoniales), habían transcurrido ya más de dos meses sin tener novedades.
Y, tercero, porque no podía dejar de recordar aquel reincidente sueño que tuve los años previos donde me veía embarazada, enormemente perturbada. Entonces pensaba que la razón de aquel sueño era adelantarme algo que en realidad sucedería. Y de ser así, el sólo pensarlo me espantaba.
En ese período de angustiante espera no podía dejar de llorar, implorando a Dios que apareciera para rescatarme de todo aquello. Cerrando los ojos con toda la fuerza de mi desconsolado ser, trataba de pensar que todo no era más que una horrenda pesadilla, que finalmente despertaría y, al despertar, todo sería bello y esperanzador como lo había sido antes. Pero abría los ojos y no dejaba de ser la más perversa de las realidades. ¿Dónde se había ido Dios? ¿Dónde estaba? ¿Por qué había permitido que me sucediera semejante cosa, cuando yo confiaba que Él estaría siempre conmigo? ¿Por qué, entonces, me había abandonado cuando más lo necesitaba?
Si siempre había hecho todo lo que se me decía, sacrificándome al máximo por los demás, ¿por qué ahora me hacía eso? Si nadie más que Él sabía cuánto significaba para mí conservar la virginidad como de Él creía que me venía ordenando, ¿por qué había permitido que la perdiera tan absurdamente? ¿Dónde estaba Él que no había podido o querido evitarlo, si en su omnipotencia Divina sabía que iba a suceder tal cosa? ¿Por qué había permitido que la fuerza del Mal venciera a su fuerza suprema en mí? ¿La había vencido realmente, o había sido yo quien lo había permitido? Pero si Él, que todo lo veía antes de que las cosas sucediesen, sabía que me iba a pasar eso, ¿por qué no me alertó o dio una señal para prevenirme? ¿O acaso me la había dado y había sido yo quien no supo o quiso verla?...
Yo inquiría todo esto a Dios Padre, no a Jesús, porque sentía que a Él hacía mucho tiempo que lo había perdido, que lo había dejado en el camino. Pensaba en cuántas veces me había buscado en los últimos años para seguir conservando nuestro amor y amistad y yo lo había evitado, sintiendo que no tenía derecho a buscarlo. Pues entendía que de hacerlo así, ese sería un amor, una amistad cómoda e interesada de mi parte, porque la verdadera amistad era de mutua entrega y constante acompañamiento.
 Con el tiempo pude entender que lo que Dios permitió que me sucediera en aquel momento de mi vida, dejándome llevar por mi voluntad y no por la suya, permitiendo que fuera no ese hombre sino el Enemigo quien pasara a hacer su perversa voluntad conmigo, llegando a tomar finalmente posesión sobre mí, llevándome a caer y quedar como consecuencia de tal hecho sometida bajo su atormentador y mortal poder, bajo el peso de dicha cruz caída ese día sobre mis espaldas, era lo mismo que había sucedido con la humanidad en el principio, cuando estando en el Paraíso se salió de la voluntad del Padre para caer presa de su propia voluntad en la voluntad del Maligno, dominador y gobernante en este abismo y lugar de tinieblas y de muerte, de crucifixión, haciendo caer desde entonces sobre toda ella un descomunal peso por momentos casi imposible de poder llevar y verse libre del mismo si Él no venía y hubiera venido a liberarla de él, llamándola y proponiéndole cargar nuevamente en Él un yugo mucho más liviano: el de la cruz del auténtico amor; de Su amor en su mutuo amor.
 
Tampoco busqué a la Virgen María pues sentía que también a ella la había decepcionado ya que había perdido la virginidad. Y, con ésta, la única posibilidad de poder imitarla tratando de llegar al menos al ruedo de su vestido, como mi madre terrenal nos inculcara debíamos hacer desde pequeñas.
Sin Ellos, mis únicos y verdaderos amigos de la infancia, y sin respuesta de Dios Padre para tantos interrogantes, sentí que me encontraba al borde de un abismo, al que terminaría cayendo.
Sentía por aquellos días que por propia decisión me había quedado sola, sin Dios, y sola me las debía arreglar, al igual que la humanidad que quedó prisionera, cautiva aquí, salida de su estado original en Dios, de su amor y amistad, como consecuencia de su propia inconsciente caída. Así lo veía y entendía, no con resentimiento, sino con resignación, con aceptación.
Sabía que si Dios me había abandonado, había sido porque yo lo había dejado primero. Y porque cuando quiso mantenerse cerca hice hasta lo imposible por alejarlo. En consecuencia, sentía que tenía merecida mi soledad, al igual que la humanidad en este lugar del Abismo y de la Muerte, lejos de Él y de su amor. Porque sin importar cuán nobles fuesen mis propósitos de cumplir aquella promesa de estudiar, había sido solo yo quien me había empeñado en resguardarme en la soledad, llegando incluso a cometer la tremenda insensatez de tratar de apartarme de Él, y apartarlo de mí, con todo el amor que en todo tiempo me había manifestado y sabía que me tenía. Entonces, me decía, no me quedaba otra que afrontarlo.
Había dejado de pensar en la universidad y en aquel título tan añorado que casi logré acariciar. De pronto, todo se había convertido en algo pasado y perdido para mí. Concentré todos mis pensamientos en saber qué haría si estaba embarazada, y en qué les iba a decir a mis padres. Cómo se los iba a explicar sin causarles pena ni dolor y cómo habría de enfrentar el hecho de llegar a ser una madre soltera en un mundo y sociedad religiosa en la que, aún por aquellos días, tal hecho era visto como la peor de las deshonras y vergüenzas para una mujer y su familia.
Pensaba que el solo hecho de ser madre era una bendición, sin importar si uno estaba casado o no, ya que había muchas mujeres ante situaciones similares o que habían sido abandonadas y no podían casarse. Pero una cosa era segura y tenía muy firme en ese último momento de incertidumbre y decisión: si llegaba a estar realmente embarazada iba a tener a mi niño, sin importarme bajo que condiciones había sido engendrado. Pues si había alguien que no tenía culpa de nada era él. Y si formaba parte de mi ser, ¿cómo arrancarlo entonces de mis entrañas?
Entendía que si era de Dios, si era Él quien decidía darle la vida, hecho ante el cual pasaba a ser hijo Suyo antes que mío, como todo ser humano lo era y lo es, yo no era quien para arrebatársela. Simplemente, lo tendría y amaría tanto como si lo hubiera deseado. Por último, decidí que en caso de estar embarazada abandonaría en secreto mi casa para perderme en la distancia. Prefería que mis padres sufrieran menos sin conocer la verdadera razón de mi repentina partida, considerándome una hija ingrata, a tener que hacerles pasar por todo lo otro si me quedaba en casa; esa fue mi última disposición.
Mientras disponía así mi ánimo, aceptando dócilmente en un todo la que fuera su voluntad, comencé a experimentar suavemente la presencia de Dios conmigo, como sucedía en aquellas pesadillas infantiles, en las que me veía perseguida y atrapada por el Mal, y en las que finalmente Dios siempre aparecía para librarme de él refugiándome en su seno paternal.
Y esta vez lo hizo a través de otro reconfortante sueño que me diera por esos áridos días en tres oportunidades. Soñaba que en estado de embarazo caminaba a la deriva por un frío y desolador valle de sombras buscando angustiosamente consuelo. De pronto, veía venir por lo alto sobre la planicie de la meseta que me circundaba el más bellísimo caballo blanco, de porte majestuoso que mente humana pueda imaginarse. Y cabalgando, sobre este animal, el más magnífico de los jinetes. Su sola presencia inundó de luz y de paz mi alma quebrada, a tal extremo que al despertar me sentí en igual intensidad inundada.
Las dos primeras veces que se me dio este sueño, no alcancé a comprender su significado. En cambio, la tercera sí. Entendí que era Dios quien venía a disipar las tinieblas en que me encontraba en las que finalmente entendí igualmente cayera y se encontraba la humanidad bajo el poder del enemigo en este lugar del Abismo y de la Muerte– para rescatarme de ellas.
Supe que era Dios porque nadie más que de Él podría provenir una visión tan bella y renovadora. Por otro lado, la blancura del caballo me hablaba de pureza. Y entendí que con ese sueño Dios quería confirmarme las palabras de aliento que por esos días , una muy querida amiga, me había manifestado. Y estas palabras fueron: “Gladys, vos no perdiste tu virginidad voluntariamente. Y aunque la hubieras perdido así, continúas siendo virgen si te conservas pura de mente y alma. Pues eso es mucho más importante que si sólo lo fueras de cuerpo.” “¡Sí, sí, sí, Dios mío, gracias!”, exclamé llorando entre una mezcla de profunda tristeza y de profunda alegría.
Un día volví a tener la regla, y me retornó el alma al cuerpo. Me sentí, en cierta forma, revivida después de haber estado tres meses muerta. Supongo que algo así sintió Jonás después de haber estado tres días en el vientre de la ballena, es decir, en las tinieblas, en la oscuridad, en el desierto de la vida. Después de todo, aún seguía en carrera aunque mi estado de ánimo no volvería a ser tan elevado como antes; ni yo volvería a ser la misma ni a tener la misma alegría en el alma; ni el mismo brillo soñador y esperanzador de antes en la mirada y en el corazón. ¡Estaba destruida! ¡Pero nunca vencida! ¡Abatida! ¡Pero no aniquilada!
E igual que como se reconstruye una casa en ruinas, así fui lentamente levantándome. No porque yo lo hiciera, sino porque algo muy superior a mis replegadas fuerzas me impulsaba a hacerlo. Suponía que en ese preciso instante Dios me daba la certeza de que esa fuerza no era otra que la de su poderosa diestra. Su Espíritu, en mi restablecido espíritu, en el suyo, en el Espíritu Santo.
Así, reafirmada sobre la Tierra, sintiendo que era solo Él quien me sostenía (aunque entonces no lo supiera con certeza) volví a empezar. Más bien, gracias a Dios, retomé las cosas donde las había dejado, si era que las había dejado. Pues, pese a la incertidumbre, con la mente y el alma en otro lado, seguía caminando. Jamás antes aquella antigua meta me resultó tan cercana y tan distante al mismo tiempo así como también casi indiferente. No obstante ello, todavía tenía una promesa que cumplir a como diera a lugar, sin importar cómo me sintiese. Si era que sentía algo.
VI
Me resisto a hacer referencia al hecho y por ello, doy tantas vueltas. Mas sé que es necesario hacerlo también, por más que me avergüence y duela contarlo, para que nada ni nadie intente quitar credibilidad a este testimonio. Pues esta es la única manera de lograr que se comprenda por qué Dios me dio la certeza de que no fue aquel hombre, que en la carne lo hiciera, sino que fue su eterno Enemigo el que me arrebató la virginidad mediante la sutileza del engaño.
 
 El hombre que perpetró mi violación fue sólo el medio utilizado por el Enemigo, para que odiando por tal hecho al hombre en general por lo realizado por este hombre en particular, el día en que finalmente me encontrase con el hombre que Dios me tenía predestinado y para el que desde la más tierna edad tratara de preservarme en virginidad, no pudiera amarlo, confiar en él y así permitirle a nuestro Padre Celestial llevar a cabo en nosotros, a partir de nuestro encuentro, entendimiento y unión en uno solo en Él, este designio de amor que nos tenía predestinado en la consumación del Amor Ideal soñado, querido y concedido por Él a la pareja humana querida hacer y que llegara a ser a Su imagen y semejanza invisible en el amor que se tuviera.
Por aquel tiempo, confundida como estaba, comencé también a interrogarme sobre algo que hasta aquel momento era máximo tabú para mí: el sexo. Si bien no leía revistas ni veía películas pornográficas, así como trataba de no hablar sobre dicho tema jamás, mis sentidos estaban alerta tratando de ver cualquier escena sexual en uno u otro medio, y estaba dispuesta a escuchar cualquier comentario al respecto.
 
A decir verdad, entiendo que al igual que la inmensa mayoría de los hombres y mujeres, desde los últimos años de la infancia, cuando aún era una niña, empecé igualmente a despertar y sentir una creciente curiosidad y atracción por el gran misterio que mi cuerpo y todo lo sexual ocultaba en su esencia. Entonces me sentía más que nunca entre lo Divino y lo humano, entre el Cielo y la tierra. Porque la fuerza de la carne combatía constantemente dentro de mí también contra la fuerza del espíritu, de Dios.  Combate entre lo Divino y lo humano en medio del cual Él, Jesús, respondía a las súplicas que le elevaba cada vez que me sentía fuertemente dominada, atraída y vencida por la debilidad que el descubrir y experimentar placer sexual en mi cuerpo me producía, sintiéndome llamada a probarlo todo sin privarme de nada, cuando en Dios me veía, entendía y sentía llamada y quería por ende hacer todo lo contrario.
He tenido y tengo que terminar de vencer desde el 2001 a la fecha en Cristo, muchos tabúes, pudores, vergüenza y temores para compartir testimonialmente también esto ante todos. Algo tan normal en lo natural del sentir y razón biológica de nuestra condición humana, por ende comprensible en Dios, no condenable en Él, vi y entendí, pero cargado de prejuicio, juicio, condenación y castigo en lo religioso, que nos hace vernos y sentirnos como si estuviéramos haciendo algo abominable a los ojos de Dios, haciéndonos temer de Él el peor de los males y castigos.
Cuando Él lo entiende y lo perdona, no obstante no ser propio de Él, de Dios en nosotros y con nosotros, porque sabe que forma parte del sentir de nuestra naturaleza humana. Siendo nosotros, los seres humanos, quienes no lo entendemos y no lo perdonamos. Si es que algo hay que perdonar cuando es natural, cuando forma parte de nuestra igualmente constitutiva naturaleza humana y terrenal con la que al decidir crearnos nuestro Padre Celestial quisiera crearnos y nos creara.
 
En esos momentos difíciles yo le solicitaba  que me diera las fuerzas necesarias para vencer  ese  espíritu contrario suscitado en la carne, que estaba buscándome, llamándome y queriéndome llevar permanentemente en sentido totalmente opuesto al que Él me había señalado. El de mantenerme virgen en Él a semejanza de la Virgen María, Su Madre, mi Madre, para poder entregarme, en el más grandioso, dichoso y glorioso de los amores, al hombre que Él, con Su mismo corazón y espíritu, me tenía predestinado en este mundo.
Debilidad que al final Él terminó venciendo en mí, durante la adolescencia y juventud, dándome la gracia de mantenerme en Su espíritu para no volver a caer en dicha debilidad otra vez, sino hasta fines de de 1998, y después en el 2001. Fecha a partir de la que me dejé caer y dominar casi por completo en forma totalmente conciente por la misma. Por así ver y entender ser necesario hacerlo en Cristo Jesús, dentro de la misión y del designio en el que me enviara y confiara, para ayudarlo a terminar de liberar, rescatar y levantar de ese modo, con mi voluntaria caída, a Su amada humanidad de debajo del poder de las tinieblas. Poder en el que al apartarse de Su amado lado en el principio, cayera y se encontraba sometida junto con toda la restante creación y faz de la tierra fuera de Su gracia original.
Desde el asumir en mi propia carne en Cristo la extrema condición de caída y de pecado en la que la humanidad en general, y la mujer en particular, cayera y quedara sometida en el juicio y consideración de los hombres en relación con el varón en este mundo. Y dentro de la condición de caída de la mujer en general, desde el hacerme una en Cristo con la vista, tenida y tratada como la peor de todas y todos: la prostituta. Sin llegar a convertirme en un todo en Cristo en una prostituta en toda la extensión de la palabra y de los hechos.
Asunción de dicha condición de extrema caída y pecado en la que la humanidad en general, y la mujer en particular, cayera y se encontraba sometida bajo el poder de las tinieblas como la peor de todas en el juicio y condenación humana,   por medio de la cual, al llamarme y llevarme a volver a poner nuevamente en pie, levantar y purificar al final de dicha voluntaria caída necesaria en Él hasta lo más profundo del Abismo, del pecado y de la muerte, ayudarlo  a terminar de volver a poner en pie, levantar, purificar y restaurar en esta última hora en Jesucristo Resucitado, a la humanidad en general, y a la mujer en particular a la par, conjuntamente con el varón, en santidad y perfección espiritual. Desde el volver a colocar a la mujer en Él, en Cristo, a la par del varón en Él, en Cristo. Nuevamente como su igual, compañera y amada, y no así como su esclava. Como en el principio de la creación de ambos Él soñara llegara a ser y fuera entre ambos sexos, y dejara de serlo a raíz de la caída de Adán y Eva afuera del maravilloso y extraordinario Plan Original de Amor pensado por Él, en Su amor en el amor, en el principio para ambos. Amén.
 
No obstante ello, aunque confusa en la mayoría de las cosas, existía un valor y principio que eran inmutables en mi ser: la virginidad y el no tener relaciones prematrimoniales. No importaba lo conflictuada que estuviese. Eso era indiscutible, no importándome en lo más mínimo las opiniones de los demás respecto a ello. A excepción únicamente de la de mi madre que me la inculcara y ayudara a sostenerla inmutable hasta aquel momento.
Quien  en su deber y amor de madre, queriendo que fuera feliz, que me enamorara y me casara, y no que no llegara a casarme jamás por haberme llamado desde niña a guardarme en virginidad como la Virgen María para un hombre que Dios me tenía predestinado, sin acceder a tener relaciones prematrimoniales hasta la noche de bodas, me dijo algo en total contrasentido a lo exhortado desde pequeña que terminó por confundirme y desestabilizarme por completo. Me dijo: “Sé que siempre te dije que trataras de llegar virgen al matrimonio. Pero hoy en día eso es ¡tan difícil! Actualmente, eso se ha perdido. Porque todos los hombres antes de llegar al matrimonio te piden una prueba de amor. Por lo que se ha vuelto común, aunque no debería ser así, tener relaciones prematrimoniales.”
Ella nunca supo el efecto demoledor que sus palabras causaron sobre mí en aquel momento. Me dieron vuelta. Pues, a esa altura de los acontecimientos, me encontraba ya en pleno desierto y sin la más mínima provisión de alimento ni de agua. Sin Dios.
De modo que lo que experimenté en ese momento fue algo así como cuando uno construye su casa sobre un terreno que superficialmente parece ser de roca sólida, pero que cuando termina de construirla y se introduce en su interior para habitarla, comienza a darse cuenta, entre desconcierto y miedo, que con el peso de su ser en su interior la casa empieza a hundirse porque en el subsuelo la roca estaba asentada sobre arena movediza, lo cual no pudo ver ni saber hasta allí.
No obstante ello, con el tiempo Dios me dio a comprender que, sin que haya mala sino buena intención en ellos, de igual manera que Él a veces nos habla a través de otras personas, el enemigo hace lo mismo. Y me dio a entender también que, por lo general, Él se manifiesta por medio de quien menos lo esperamos o de desconocidos, mientras que el enemigo lo hace por medio de quien más confiamos o conocemos. Y es de esta forma que nos hace caer. Porque, ¿cuándo vamos a desconfiar o que el enemigo, la voz del enemigo, puede estar hablándonos a través de quienes más conocemos y nos aman?
 
Actualmente, si bien sigo creyendo que la virginidad, junto con la sexualidad, es el tesoro más preciado que nuestro Padre Celestial quiso darnos, hay muchos puntos expresados en este testimonio escrito y presentado a la Iglesia Católica en 1998 respecto a los que, en todo o en parte, ya no sigo pensando lo mismo. Ya que entendí, en estos últimos diez años, que había estado equivocada sobre diferentes aspectos, y más particularmente respecto a mi concepción del sexo y el mandato de nuestro Padre Celestial respecto a este tema, ya que llegué a tener aún por aquellos días una visión, entendimiento y creencia muy acotadas y equivocadas.
Si bien sigo creyendo que la pureza y virginidad corporal es algo sumamente agradable a los ojos de Dios, he visto y entendido durante los últimos siete años que la que más le importa que tengamos, conservemos y recuperemos, si la hemos perdido, es la interior, la del corazón. Y no así tanto la externa, física o material, que es la que cuenta en este mundo y para los hombres. Pureza y virginidad estas últimas que de nada sirven si se tiene el alma enferma de malos pensamientos, sentimientos y deseos respecto a las demás personas. Si somos, como Él dijo, “sepulcros blanqueados”.
Entendí que cuando mamá me dijo en su momento lo que me dijo, no fue impulsada por el enemigo sino por Dios quien también de ese modo me terminó diciendo lo que ese día me dijo. Había sido el enemigo el que había usado tal manifestación de su parte para confundirme. Todo esto lo explicaré en la tercera parte de este testimonio, conforme a la definitiva visión, entendimiento y creencia que en tal sentido llegué a alcanzar en Dios durante los últimos años.
También puede ser Dios, o bien el tentador, quien hable según la fe o creencia de cada uno. Y está en cada uno saber ver y escuchar todo el conjunto del mensaje, hacerlo pasar por un propio colador interior, colando a su vez su propia visión y audición interior, a fin de determinar qué es de Dios, qué del tentador, qué de nuestra propia humanidad.
Era yo quien no me encontraba aún preparada en ese momento para recibir manifestación semejante de parte de Dios. Y esto terminó de desestabilizarme por completo porque en ese momento, de propia búsqueda interior, me encontraba totalmente perturbada. Veía y entendía, incluso durante el tiempo de comenzar a dar este testimonio, tal manifestación como proveniente no de Dios sino del Enemigo.
Ojalá que este testimonio pueda servir a alguien, echando más luz, y no así mayores tinieblas, sobre su propia existencia. Amén.
Viendo y entendiendo que ha sido así como el Señor ha querido permitir que desde los postreros años de mi niñez llegara a tomar justa conciencia y dimensión de la dirección en que se movían y trataban de llevarme, en total contrasentido, esas dos poderosísimas fuerzas existentes no solo en mi ser sino en todo hombre y mujer existente sobre la faz de la Tierra: la Suya, la Divina, y la del espíritu enemigo, aunada y camuflada en mucho con la humana. Permitiéndome tener conciencia no solo de la extrema fortaleza que he podido llegar a tener en Él por acción de Su gracia, sino también de la extrema debilidad en la que podía llegar a caer al punto de poder convertirme en la más grande pecadora de la Tierra si así terminaba permitiéndolo en absoluta oposición a Su manifiesta voluntad para conmigo.
El enemigo consiguió confundirme, ¡bien que lo consiguió! Me generó la duda y, al dudar, bajé todas mis defensas y depuse mis armas.
De esta forma, y a partir de ese comentario materno, el Enemigo logró activar el maquiavélico plan que me tenía preparado desde siempre para arrebatarme de las manos de Dios, y conducirme astutamente hacia lo que él creía que sería la trampa mortal que me destruiría para siempre, impidiéndome así llegar a hacer en un todo cuanto en Dios viniera a hacer, si renegaba de Él. ¡Si hasta la fosa me tenía preparada!
Comencé a abrirme a la posibilidad de tener relaciones prematrimoniales. Lo que era incuestionable se volvió cuestionable. El gran enemigo, el sexo, se transformó en seducción. Siendo así también como conocí en la confitería a ese hombre que a pesar  de estar en lo humano totalmente consciente de lo que hacía, sé en Dios que si no hubiera estado espiritualmente ciego y sordo no lo hubiera hecho, y no hubiera estado sumergido en la peor de las miserias. Miserias que lo tenían esclavizado al Mal mediante cadenas tan gruesas que lo llevaban a pecar por él, perpetrando sus perversos planes. Visión en función de la cual sabe Dios que, dándome Él la gracia de recibir su divina luz para entender claramente todo esto, le pedí que lo perdonara por lo que había hecho ya que no sabía en realidad lo que estaba haciendo. Y por esta razón, por la misma razón que jamás pude despertar o encender sentimientos de odio hacia ninguna persona, por más letal que fuera el mal que me causara –ni aún cuando creyera sentirlo- , lo perdoné en el acto, no guardándole rencor.
Ahora que Dios me permite recordarlo y meditarlo, todo a la luz de su divino entendimiento, creo que con el último cambio permitido ver se produjera en su comportamiento tras la consumación del hecho, Él quiso demostrarme que aquel hombre tomando conciencia del mal que me había hecho, manifestándome compunción por ello, estaba arrepentido. ¿Cómo no perdonarlo entonces? Porque cuando no perdonamos, una herida nunca termina de cerrarse. Y mientras sangra y no se cierra, nuestra alma no puede liberarse de esa cruz que la causó y que nos aplasta cada vez más, hundiéndonos en el abismo autodestructivo del odio, la amargura, la angustia, la decepción, el fracaso, el resentimiento, la depresión.
¿A quién perjudica más todo esto? ¿A quién causa daño? Dios me permitió entender que la única forma de liberarnos de estas cruces es pidiéndole a Él que nos enseñe a perdonar con la grandeza y pureza de su mismo corazón compasivo. Con ese mismo amor y grandeza que Él tuvo hacia los soldados romanos que lo estaban crucificando, por entender que no eran ellos quienes lo estaban haciendo sino el mismo Diablo quien, por medio de ellos, buscaba su destrucción mediante todo el peso de la cruz, y hacerlo claudicar al sentirse abandonado por la mano redentora del Padre. Y así, en definitiva, lograr truncar el Plan de Salvación que, mediante el sacrificio de Su único y tan amado Hijo el Padre tenía preparado para toda la humanidad, desde toda la eternidad. Amor y perdón. Perdón y amor. El misterio redentor de la Cruz.
De igual manera, a imitación del mayor de los ejemplos de amor y perdón que nos puso nuestro Señor Jesucristo, también nosotros debemos entender que no es un hombre o una mujer específico el que nos causa un daño o nos carga una cruz, sino el Maligno mismo quien busca en todo tiempo destruirnos y generar odio contra ese hombre o mujer en particular, para impedir y malograr el proyecto personal, familiar y comunitario de Salvación que Dios tiene y desea cumplir por medio de cada uno de nosotros. Porque sin duda alguna, después del largo camino de vida recorrido en estos treinta y cinco años, Él me hizo comprender que para todos y cada uno de nosotros –cualquiera haya sido y sea nuestra condición de pecado y pecadores- tiene preparado un proyecto muy especial. Una misión específica que cumplir en nuestra vida y en la historia de la humanidad.
Un proyecto tan grande como el del Maestro Amado, ya que Él dijo que quien creía en Su palabra podía llegar a hacer las mismas cosas que Él hiciera e incluso cosas mayores. Proyecto acorde con las capacidades y talentos con los que en Su mismo Espíritu en el Espíritu Santo nos creó y dotó. Para que una vez descubierto cuál es dicho proyecto importantísimo en la sumatoria total de los proyectos parciales de cada ser humano dentro de Su Plan de Salvación para la humanidad, activado por nuestro Señor Jesucristo-, nos dispongamos a asumir el compromiso de llevarlo a cabo hasta sus últimas consecuencias. Y, de esta manera, cumplir la voluntad del Padre, sabiendo que en todo tiempo el Mal estará también ahí, detrás de nosotros luchando constantemente con Dios en nosotros como desde todo y todos en este mundo, poniéndonos todo tipo de obstáculos y escollos en el camino para desalentarnos y hacernos fracasar, con el único fin de impedir su cabal cumplimiento.
Dios necesita de cada uno de nosotros, Sus hijos e hijas amados, que habiendo recibido ya la gracia de haber sido rescatados del poder de las tinieblas le ayudemos a rescatar y llevar a Su luz junto con a nosotros mismos al mayor número posible de pecadores; de hombres y mujeres pecadores al igual que nosotros que de una u otra manera se encuentren también en sí mismos bajo el poder de las tinieblas. En definitiva, como nos hizo seres libres para optar y decidir qué hacer, depende de nosotros hacer posible o no la concreción de tal proyecto en nuestras vidas y, a través nuestro, de nuestra primera y previa necesaria total conversión a Su imagen y semejanza, en la de los demás.
Por aquel entonces, lejos me encontraba de poder entender todo esto que solo hoy lo entiendo por única gracia de Dios, a la luz de los acontecimientos. No obstante ello, me maravilla descubrir y ver que lo que en aquel momento por mí misma aún no podía hacer por falta de conocimiento y comprensión del obrar de Dios –por ser todavía una niña de pecho en las cosas del Señor-, Él lo había hecho por mí. Me había ayudado a perdonar desde el principio a ese hombre, sin tener ni conservar el más mínimo sentimiento de odio hacia él.
Así, Dios Padre me libró por propia iniciativa Suya de quedar atada y atrapada por el odio –de haberlo sentido- en las profundidades del abismo en el que el enemigo quería hacerme caer y perder de la gracia divina para encadenarme a una vida gris y horrenda.
Dios Padre quien rescatándome de la fosa que el enemigo me tenía preparada para sepultarme, como sucedía también en mis pesadillas infantiles, me refugió nuevamente en su seno paternal y me puso de pie para seguir caminando hacia la concreción de algo extraordinariamente maravilloso que me tenía preparado. Todo aún era posible.
Tantas cosas quiso el Señor hacerme aprender a partir de esta desagradable experiencia que, más que una desgracia y pérdida, la consideré como una grandísima gracia y ganancia, debido a la riqueza de las enseñanzas que me dejó más allá del dolor, de la humillación, de la amargura, de la angustia, de la desesperanza, de la frustración. En fin, más allá de todo lo hiriente que confluía entorno a la cruz que en aquel momento me echara sobre la espalda.
Una de esas enseñanzas fue el revalorar la importancia que para Él tiene la conservación de nuestra virginidad. Y cuando esta se ha perdido, cualquiera haya sido la razón, conservar igualmente la pureza y la castidad, y buscar la santidad y perfección espiritual a semejanza Suya.
Un día, durante los meses previos a mi partida hacia la Congregación en 1997, el obispo Agustín me preguntó si estuviese ante un grupo de jóvenes qué le diría. En ese instante no supe responderle. Pero cuando me encontraba realizando la experiencia religiosa en Tandil, en un momento dado, mientras compartía una conversación con las pupilas, su pregunta me vino a la mente, y entonces brotó la respuesta. Así, de parte de Jesús y de Mamá María, les diría a todos los jóvenes del mundo lo mismo que aquella noche el Espíritu Santo me dictó decirles a las pupilas. Esto es, que la virginidad es el tesoro más precioso y cotizado que Dios nos dio. Por lo que deben tratar de conservarlo y defenderlo con uñas y dientes hasta el matrimonio, ya que no existe nada más agradable a Sus ojos.
El tiempo siguió su curso y la vida continuó. Sólo Dios sabía de dónde me venían las fuerzas y las ganas para seguir en batalla. Hoy sé que sólo de Él, porque yo me sentía tan destruida y desolada como por ese mismo tiempo se encontraba la parroquia y comunidad de San Antonio de Padua.
Mi único consuelo era saber que, pese a todo, Él estaba conmigo. Pues cada vez que el llanto y el desánimo me abrumaban, me venían a la memoria las imágenes del sueño del majestuoso caballo blanco con su magnifico jinete. Entonces sabía que era Dios tratando de animarme, haciéndome recordar que conservaba la pureza. Y sin importar lo que pasara, Él siempre estaría conmigo. Y esto me reanimaba porque alentaba y renovaba mi esperanza.
Esta experiencia y relato compartido sirve para ayudar a comprender lo que fue, lo que es y lo que será la historia de la humanidad en su conjunto desde su creación, salida, caída y existencia en cruz en este valle de sombras bajo los dominios de un espíritu Enemigo al Espíritu de Dios en nosotros y con nosotros.
Humanidad y creación que dejándose tentar cayeran y están actualmente en esta dimensión o lugar del abismo y de la muerte al que se autocondenaran y quedaran confinadas. Porque habiendo vivido y existido en el principio, al igual que yo durante mi infancia en este mundo, en la plenitud de la gracia, de la gloria y del amor de Dios, terminaran perdiéndose y saliéndose del estado de gracia, gloria y amor que habían tenido originalmente en Él -siendo partícipes ya de la misma vida de los seres celestiales en el Reino de los Cielos-, bajo  la suscitación del mismo espíritu de seducción y rebeldía en ella.
Espíritu de seducción, tentación y rebeldía, propio de nuestra edad adolescente, que  terminó cegando y llevando a guiar a la humanidad por su propio y humano querer, por sobre los dictados y mandatos originales dados por su Padre Dios, por su Madre también en Él, en el Espíritu Santo, para resultar igualmente engañada y violada en su ingenuidad e ignorancia espiritual, aún infantil, quedando desde entonces extraviada del estado de gracia, gloria y amor original en Dios que existía en ella en el principio.
Estado de gracia, gloria y amor original que, no obstante tal caída en desgracia, miseria y desamor final como consecuencia de sus propios actos de desobediencia, soberbia y rebeldía, quisiera volver a darle nuestro Padre Celestial, en Su Hijo Amado,  una nueva y definitiva oportunidad de restauración y exaltación hacia un estado y condición de santidad y perfección espiritual incluso mucho mayor del que y con la que en el principio la creara y se encontraba en Su amor.
Oportunidad querida darle por la cual el Hijo, nuestro Señor Jesucristo, vino a enseñarle el Camino para volverla hacer entrar junto con la restante Creación y faz de la Tierra en total correspondencia de amor, en pureza, obediencia, docilidad, humildad, perseverancia y paciencia en la Voluntad y Plan trazado por el Padre para toda ella en su más vasto y disímil conjunto por toda la eternidad en el Cielo
IX 
Finalmente, entre todas estas idas y venidas, concluí la universidad. Había llegado a la meta, al final de la carrera. Siempre había pensado que ese día sería un día glorioso. Creo que esperaba ser recibida con bombos y platillos. Pero eran demasiadas expectativas las que me había formado.
Ni el último examen fue como lo esperaba. Había estudiado y me había esforzado tanto en la preparación del proyecto turístico que debíamos defender, que suponía sería un largo y brillante examen. Pero el profesor nos dejó exponer por breves cinco minutos, para luego hacernos dos o tres preguntas y decirnos de pronto: “¡Felicitaciones, licenciadas!”. Todo me dejó un sabor tan amargo que no sabía si reír o llorar. Y como ya estaba harta de llorar, creo que preferí reír.
Al llegar a casa, mi madre saltó de alegría, lo que me reconfortó enormemente. Salí en busca de mi padre para contárselo y decirle: “¡Papi, lo logré, lo hice! ¿Vio que sí terminé?”. Pero él estaba con un cliente y sólo pudo decirme: “¡Qué bien hijita, te felicito!”, dándome un fuerte beso y abrazo.
Yo siempre había pensado que aquel día tan ansiado durante trece largos años, se pondría tan dichoso que me harían una gran fiesta y hasta lo publicarían en el diario. Sí, sé que la culpa de la profunda decepción y tristeza que sentí no fue culpa suya sino mía por haber esperado tanto, después de todo por lo que había pasado y todo lo que había depuesto para conseguir ese título.
Recuerdo que aquel día me tumbé sobre la cama y lloré, lloré, lloré... Con mamá siempre allí tratándome de consolar, aunque ella no podía saber que mi dolor no era sólo por eso, sino por todo lo que ya era irrecuperable. Por la noche toda mi familia ser reunió para agasajarme por el logro, fue muy gratificante y dichoso. Así comprendí, por propia experiencia, aquello que solía escuchar sobre que se debe dar y hacer sin esperar recibir nada a cambio, porque si uno espera recibir algo y no lo recibe, se decepciona. En cambio, si uno no espera recibir nada y lo recibe, se siente fuertemente reconfortado y, además, obtiene una alegría inmensa.
Lástima que tuve que andar tanto camino para entender algo tan simple. Pero en el camino del Señor todo es por algo. En este caso, puede ser que el compartir esta experiencia pueda servir a otros de ejemplo para no esperar nada cada vez que hagan algo, y sí esperarlo todo en la vida eterna. Esta debe ser nuestra única e imperdible esperanza. Esperar sólo en el Señor. Amén.
Cuando terminé la universidad, la pregunta era: ¿y ahora qué hago? No sabía hacer otra cosa que estudiar. Pensar en casarme y ser ama de casa de pronto se había vuelto algo indeseable. Al menos por el momento. Además, ni siquiera tenía novio. ¿Quería tenerlo? ¡No! Definitivamente no, por el momento. ¿Por qué no? Porque implicaba asumir un compromiso. Casarme y tener hijos, sentirme atada. También de pronto experimentaba una inusitada necesidad de sentirme libre. De volar. De ser libre como el viento y como las aves del cielo. Sentí el fortísimo deseo de ir por el mundo. De viajar y conocer otros lugares. Tal vez porque pensaba que solo de esa manera podría encontrar y conocer al hombre de mi vida. Un hombre que se adaptase al Ideal que me había forjado durante tantos años. Porque sentía que ese hombre no estaba aquí. No aquí en Plottier. Aquí a todos los conocía. O creía conocerlos. Y por ninguno me nacía algo especial como sentía que sucedería el día en que el amor y hombre verdadero esperado en Dios llegara. Ya que, pese a haber perdido, el año anterior, la ilusión de este amor, a raíz de lo sucedido, Dios había sabido y querido mantener firme la esperanza de que existía y algún día lo encontraría, si conservaba la pureza y no perdía el Ideal. No podía dejar de seguir escuchando, cada vez que meditaba sobre el amor, la misma voz interior que, desde la infancia, me decía que si obraba siempre de acuerdo a las enseñanzas Divinas, Él me tenía predestinado especialmente un hombre que se enamoraría profundamente de mí por mi manera de ser y mi gran pureza de espíritu y mente. Y yo entendía que un sentimiento y pensamiento como ese no podía provenir de nadie más que de Dios.
Entonces, ¿qué pasos seguiría? Permanecer en Plottier no me era en ínfimo grado alentador. Deseaba continuar estudiando porque había aprendido a tomarle gran cariño a mis estudios y, por otro lado, también necesitaba trabajar. Nada anhelaba más por aquellos días que lograr mi independencia económica.
Pero pensar en trabajar era algo que me atemorizaba. Tenía cierta experiencia laboral al haberme desempeñado en algún momento como profesora suplente de Contabilidad en el nivel medio y como administrativa en la oficina de la fábrica familiar.
Sentía una imperiosa necesidad de cortar el cordón umbilical. Y sabía que mientras permaneciese aquí junto a ellos, no lo podría conseguir. Pero me esperaba salir al mundo y tener que arreglármelas sola. Por otro lado, experimentaba una fuerza interior que me impelía a hacerlo, a no ser cobarde, a aceptar el desafío. ¿Y mis miedos, que eran tantos? Sentía que sabría vencerlos en la medida en que los fuese enfrentando. ¡Pero era mujer! Y el mundo estaba lleno de peligros para una mujer. De cualquier forma, ni eso ni nada me impediría hacerlo si me proponía lograrlo. Después de todo, si de algo me había servido el logro de la meta anterior y el haber pasado por el devastador fuego de aquella desagradable experiencia, había sido para comprobar que cuando uno se propone algo, con la gracia de Dios, si realmente lo quería, creía y luchaba por su consecución hasta las últimas consecuencias, no había ni habría nada ni nadie en este mundo que pueda detenernos hasta lograrlo.
Máxime sabiendo que Dios, como ya entonces sabía, siempre iría de camino conmigo, protegiéndome de los peligros mientras me mantuviese firme en mis convicciones y fiel a las enseñanzas que me habían inculcado durante la infancia. Ante todo esto, entonces, ser mujer no era una debilidad ni un impedimento, sino una fortaleza y un desafío de convertir lo imposible en posible.
No obstante ello, detrás de toda esta maraña de pensamientos y sentimientos, había algo más que estaba en efervescencia, tanto entorno a mí como muy dentro mío. Algo que no alcanzaba a precisar. Algo que empezó a gestarse desde antes de nacer y que comenzaba a hacer fermento en la desasosegada vorágine de mi ser. Algo de lo que me encontraba infinitamente lejos de comprender en ese entonces. Algo que ya intuía y que tenía que ver con la parroquia de San Antonio de Padua de Plottier. Algo que no dejaba de inquietarme y perturbarme. Porque en comparación con los años precedentes, la situación de San Antonio de Padua se mantenía inmutable, y era eso lo que más me angustiaba, desagradaba y deprimía. Verla sin poder mirarla por lo arruinada que lucía y, aunque lo dudo, quizá a los demás no les importaba o no les sucedía lo mismo, e incluso para algunos todo estuviese bien. A mí, esa situación me aniquilaba. Era un sentimiento que, por más que lo intentara acallar, me superaba con creces. Me sensibilizaba a tal extremo que no dejaba de sentir que Dios me llamaba a hacer algo por ella. Pero nuevamente surgía aquella vieja pregunta que me estaba dando vueltas durante tantos años: ¿qué podría hacer, siendo tan joven y además mujer, que tantos otros adultos, entre ellos mi padre, no hubieran intentado infructuosamente? Era como intentar romper una barrera infranqueable e indestructible o demoler una montaña.
Tuve, una vez más, este pensamiento que comenzó a gestarse desde mi alejamiento de la parroquia, ocho años atrás: ir y hablar con el sacerdote y con el obispo a cargo. ¡Pero no! Eso había sido precisamente lo que tantos intentaron años anteriores, sin ningún resultado favorable. Además, me atemorizaba la idea a tal punto que casi me espantaba el sólo pensarlo. Era absolutamente consciente de las grandes limitaciones y dificultades que tenía para hablar correctamente y, más aún, para pararme delante de un sacerdote y un obispo para decirles, sin que se rieran de mí, que iba de parte de Dios a hablar con ellos. Me conocía perfectamente y sabía que cada vez que me veía en la obligación de hablar con otra persona (ya fuese mayor, igual o menor que yo) que no fuese familiar, me ponía nerviosa, comenzaba a tartamudear y, finalmente, las palabras morían en mi garganta, y entonces me sentía tremendamente torpe y ridícula al intentar expresar mis pensamientos y sentimientos.
Recuerdo que, generalmente, le preguntaba a Dios por qué teníamos que hablar. ¿Por qué mejor no nos había hecho telépatas? De haber sido así, para mí todo hubiera sido mucho más fácil porque creía que si se trataba de pensar, nadie me ganaba. Pero, desafortunadamente para mí, la comunicación se daba de la otra forma y no de esta, como prefería. ¿Y Dios justamente me pedía hablar con el sacerdote y el obispo? ¿Con toda su sabiduría, formación y respaldo por parte de la Iglesia? ¿Quién era yo ante ellos para creer que Dios podía pedirme cosa tan absurda? ¿Y qué podría decirles que los llevara a cambiar de postura con respecto a la parroquia de San Antonio de Padua y la comunidad del centro de Plottier?
Definitivamente terminaba por creer que Dios no me podía pedir algo tan irrisorio. Porque tales pensamientos no podían provenir de Dios, sino de mi propia imaginación, y no dejaba de ser más que una tremenda locura en mi gran desesperación por ver llegar el día en que las cosas cambiaran para nuestra vieja y querida parroquia del centro.
Finalmente, descartando tal posibilidad al igual que en veces anteriores, opté por seguir dejando todo en manos de Dios, pensando que nadie más que Él sabría qué hacer. Y me dediqué a continuar buscando mi lugar en la vida, que era sobre lo que sí podía incidir y decidir. Pero en definitiva, ¿qué haría?
Durante los meses previos a la finalización de la carrera universitaria ya había pensado en la posibilidad de irme a vivir y estudiar a La Plata. Había deseado hacer tal cosa desde que concluí el secundario. Entonces había pensado en seguir la carrera de Derecho, atraída por la idea de impartir justicia, o al menos procurarla, a quienes, encontrándose en desigualdad de condiciones, no tuvieran voz ni medios para poder defenderse justamente. Sentía que tal fin era algo que estaba en mi esencia y para lo que había nacido: defender e imponer el derecho entre los hombres, principalmente los de la mujer.
Pero estos planes se frustraron desde el comienzo al pensar en la gran distancia que me separaría de mis seres queridos y la pena que mi lejanía les causaría a mis padres. Todo ello sumado al temor que me producía sentirme tan sola en un lugar tan extraño. Entonces, decidí estudiar algo en la Universidad del Comahue que no fuese tan difícil y además me gustase. Y como nada me gustaba más que poder viajar y conocer el mundo, me incliné por la Licenciatura en Turismo, porque en esa época la carrera de Derecho aún no se dictaba allí.
Sin embargo, nunca me pude sacar de la cabeza la idea de estudiar en La Plata. Sobre todo porque tenía una amiga que, al contrario de lo que yo había decidido, había tomado la determinación de irse a estudiar Derecho a allí. Ella no dejaba de contarme lo maravillosa que era la vida universitaria en ese lugar, que distaba mucho de parecerse a la común que yo llevaba aquí. Mi sueño era algún día poder estudiar allí.
Y tanto era así que cuando Lucía, la menor de todas mis hermanas, pidió mi opinión sobre dónde seguir sus estudios universitarios, le sugerí que no hiciera lo que había hecho yo, sino que si su deseo era estudiar Medicina, ningún lugar sería mejor que La Plata. Y así lo hizo.
Recuerdo que entonces me preguntó por qué no dejaba esa carrera y nos íbamos juntas a La Plata. Le respondí que la idea me encantaba pero que ya había comenzado esta y debía terminarla, pese a que a partir del tercer año ya no me gustaba mucho por su marcado carácter materialista, pues no compartía la idea de dejar las cosas inconclusas. Además, mi impedimento tenía principalmente que ver con la meta que me había impuesto y con aquella promesa que debía cumplir lo antes posible. Esto nadie lo sabía , excepto Dios y yo misma. En consecuencia, cuando estaba por terminar la carrera de Turismo, recordé aquella proposición de mi hermana y decidí irme a La Plata. Pensaba dar los últimos tres exámenes en diciembre de 1986, inscribirme en la carrera de Computación de la Universidad de La Plata e irme en febrero para realizar el curso de ingreso. Pero Dios quiso cambiarme todos los planes sobre la marcha, lo que en su momento me molestó enormemente porque no entendía el motivo por el que se me impedía hacer las cosas como tenía pensado.
Mas hoy, gracias a Dios, entiendo que si hubiera acontecido todo como yo imaginaba y quería que fuese, nunca me hubiera ido a Ushuaia, ni mucho menos hubiera podido concretar el único, verdadero y excelso proyecto de vida que Él tenía pensado para mí, que era incomparablemente mejor al que yo humanamente me hubiera podido trazar. Pero los planes que personalmente había hecho durante 1986 se interrumpieron a raíz de un paro, por tiempo indeterminado, de docentes de la universidad del Comahue, durante el mes de octubre. Tal contrariedad me rompió todos los esquemas. Y debido a ello, no pude dar los últimos exámenes en diciembre, y recién pude hacerlo entre marzo y abril del año siguiente. De esta forma, me fue imposible comenzar la carrera de Computación en febrero, y después tampoco lo haría. Al menos, no lo haría en La Plata. De todos modos, este circunstancial hecho (que hoy entiendo fue providencial) no cambiaría mi decisión de irme a vivir a allí para comenzar a ejercer mi profesión. Y estaba tan decidida que nada ni nadie lo cambiaría, me decía. Ni aún Jesús, quien después de tanto tiempo de silencio, volvía a buscarme y llamarme a entrar en Su amor pues sentía que me decía: “¿Y Yo? ¿Para cuándo, Gladys? ¿Te acuerdas que me decías que cuando terminaras la carrera...?”. Sí, ¿cómo no acordarme? Deseaba no hacerlo, pero nunca había podido dejar de pensar en aquel sueño en el que me veía ingresando en un convento. Inevitablemente, esto me llevaba a no dejar de plantearme, también, el llamado a la vida religiosa. No obstante, sentía que aún no estaba preparada para encarar decididamente tal cosa. ¡Aún me faltaba tanto por ver! ¡Tanto por conocer!... Y, por ello, intentaba no acordarme de aquella promesa, a fin de que Jesús no se acordase, pese a que muy dentro de mí sentía que la concreción de aquel sueño sería inevitable.
Pero estaba visto que, aunque procurase hacerme la sorda o ser de memoria frágil, Jesús no se olvidaba. Y una vez más le decía: “No lo he olvidado, Jesús, pero todavía no. Te pido que esperes un poco más, por favor. Pues siento que hay muchas cosas que debo hacer antes y me gustaría realizarlas. Acabo de terminar esta carrera que tanto esfuerzo me costó y desearía poder ejercerla primero, así como viajar por el mundo. Por favor, te lo suplico, te lo imploro, no vayas a enojarte conmigo por hacerte esperar tanto. Te doy mi palabra de que después voy a cumplir todo lo que te dije y hacer todo cuanto me pidas, sea lo que sea, te prometo que lo haré”.
Así lograba apartar a Jesús una vez más de mi vida. Pero esta sería la última vez que lo haría y la última vez que Él me buscaría. Porque después permaneció callado por casi dos años hasta que, con el agua llegándome al cuello, debí ser yo quien angustiadamente lo buscara implorándole que se me manifestara. Entonces Él, Divino, amoroso, dulcísimo, no se hizo rogar para volver a hacerme sentir su gozosa Presencia, y jamás volvimos a separarnos.
XMe fui a La Plata. Una vez allí, descubrí con decepción que nada era como me lo habían contado, ni como yo me lo había imaginado. Fui en busca de vida universitaria, pero debido a que no había podido comenzar Computación por no haber estado a tiempo para iniciar en febrero el curso de ingreso, vida universitaria no tenía. Salvo la poca que me podían compartir mi hermana y sus amigos. Sentía que había llegado a destiempo a ese lugar. Porque mis años de estudiante universitaria ya habían pasado, me gustara o no como los había tenido que vivir.
Busqué trabajo, pero al principio tampoco esto se me daba. Después de un par de meses de intensa búsqueda, encontré algo en una inmobiliaria cuyos dueños tenían la intención de anexar la actividad turística. Era un empleo ad honórem y al término de un mes, no tuve ninguna novedad con respecto a la retribución económica, entonces decidí buscar otra cosa. Finalmente conseguí la representación técnica de una agencia de viajes que se encontraba en proceso de instalación.
Podría decir que con ello me llegué a sentir profesionalmente realizada, pero la verdad es que volví a sentirme decepcionada y frustrada. Presté servicio en la agencia durante dos meses, realizando todos los trámites en Capital Federal para su habilitación y, además, planificando todas sus actividades iniciales pero sin ver un centavo en ningún momento. Los dueños tenían buenas intenciones pues me aseguraron que cuando la agencia comenzase a producir utilidades me iban a pagar todos los meses que me adeudaban. Yo entendía su posición porque sabía que una empresa que recién comienza debe esperar cierto tiempo antes de obtener ganancias. Pero también entendía que debía satisfacer mis necesidades básicas (alimentarme, vestirme, pagar un alquiler, etc.), y con las buenas intenciones no hacía nada, máxime siendo plenamente consciente de que tenía otros hermanos que estaban aún estudiando y a los que no podía privar del mismo derecho que yo había tenido, como así tampoco podía obligar a mis padres a seguir manteniéndome con el dinero que debía ser íntegramente destinado para sus estudios. Por lo que, sin estudiar y sin generar ingresos por mi cuenta, mi estadía en La Plata ya no se justificaba. Además, fuera lo que fuese que había ido a buscar a ese lugar, nada había encontrado. O tal vez sí, pero ¿qué, concretamente? Me resistía a pensar que no había sido otra cosa que un tiempo muerto o totalmente negativo en mi vida.
¿El amor? Brilló por su ausencia. Es más, ni siquiera lo busqué porque sentía de buenas a primeras que difícilmente lo pudiera encontrar allí. ¿Por qué? No lo sabía. Pero así lo sentía. Con decir que ni siquiera pensé en la posibilidad de salir a tomar un café con alguien. Porque tampoco llegué a conocer a nadie allí. Y lejos de mí estaba hacerlo, después de lo que aconteció la última vez que acepté una invitación similar.
No. Definitivamente, no era el amor lo que había ido a buscar o encontrar allí. Pero ¿qué buscaba entonces? Algo indefinido aún estaba buscando. Comencé a sentir una gran sensación de vacío. ¿La soledad? No. No era la soledad. De haber sido así, hubiera buscado el amor. Quizá sí era soledad lo que buscaba, pero una soledad muy especial que no alcanzaba a precisar.
Amén de los gratos e inolvidables momentos que compartí con mi querida hermana y sus amigas, quizá lo único que puedo rescatar como muy significativo de aquel período de vivencias es el haber podido asistir asiduamente a misa, debido la gran cantidad de capillas y parroquias que había en la ciudad. Y eran tantas que hasta podía elegir ir a una diferente todas las semanas.
Ahora que lo medito, descubro maravillada que fue entonces cuando, sin darme cuenta, Dios comenzó a reencaminar mis pasos hacia su reencuentro definitivo. Sí, gracias a Él, hoy puedo entender por qué todo me salió mal en La Plata. Sencillamente, porque si todo hubiera salido como tenía pensado o como lo deseaba, no me hubiera sentido tan incompetente, frustrada y fracasada como me sentí a raíz de las desfavorables experiencias laborales. Y de no haberme sentido así, tan vacía, nunca hubiese experimentado la extrema necesidad de buscar el reencuentro del tesoro más valioso que una vez había poseído y que por mi obstinación por seguir los dictados del mundo había perdido: Jesucristo y todo lo que su sola Presencia encerraba.
Pero aún debía pasar cierto tiempo para que esto sucediera. Creo que en ese entonces, sin ser aún consciente de ello, empezaba a transitar la etapa en la que el hijo pródigo, habiendo gastado hasta el último centavo de la riqueza que su padre le diera, se veía ante la necesidad de procurarse su propio sustento. Pero sin haber llegado aún al momento culminante en el que Dios le permitiera tomar plena conciencia de la extrema miseria en que se encontraba.
En cierto modo, al igual que el hijo pródigo de la parábola, mal usé (durante los diez años previos a mi estadía en La Plata) todos los dones y talentos con los que Dios me dotara y colmara durante la infancia, sin ponerlos a producir frutos ni multiplicarlos. Algunos se fueron, como por ejemplo el don de encontrar las cosas perdidas.
Cuando era niña, y aun siendo preadolescente, mamá primero, y casi toda mi familia después, solía decirme que tenía manos santas porque no había cosa que se perdiera que yo no encontrara. No importaba dónde estuviese, incluso en los lugares más insólitos, todo lo encontraba. Recuerdo que un día se había perdido la llave de la oficina, la buscamos por todos lados. Casi dimos vuelta la casa, como quien dice. Entonces, como siempre solía hacer, cerré los ojos, traté de concentrarme en la llave, le pedí a Dios encontrarla y, dejándome llevar, mis pasos me condujeron al lugar donde estaba la llave: el césped del jardín. ¿Quién hubiera pensado encontrarla allí? ¡Yo no! Sabía que era Dios quien me llevara a encontrarlas. Cosas como esas me maravillaban. Así, cuando algo se perdía, todos decían: “Digámosle a la manito milagrosa que la busque”. Y yo lo hacía con sumo placer. Este don o talento lo perdí. O al menos creí perderlo. No sé cuándo ni cómo. Solo sé que un triste día descubrí que ya no lo tenía. ¡Y cuánto lo añoré y lamenté! A la mayoría de los restantes dones simplemente los oculté. Los guardé, sin preocuparme por hacerlos producir y multiplicarlos.
Sin duda alguna, cuando vivía en La Plata comencé a tener gran avidez por las cosas espirituales que una vez poseyera en gran medida y entonces me faltaban. Por ello, ir a misa se me volvió una necesidad imperiosa. Iba casi todos los días o varias veces por semana durante los siete meses que permanecí allí, como para compensar lo que en los siete años previos no hice.
Durante el período universitario, cuando salía temprano y los horarios me lo permitían, solía ir a la misa de la Catedral. Y, como mucho, esto no sucedía más de diez veces al año. En Plottier, a San Sebastián prefería no ir porque sus misas, en lugar de levantarme el espíritu, me lo bajaban considerablemente más. Así, el escuchar la Palabra de Dios y recibir la sagrada comunión me llevaban a refugiarme en la primera capilla que encontraba. Sobre todo cuando volvía tan desalentada luego de buscar trabajo o de las adversas experiencias laborales. Era como revitalizar mi pobre, hambriento y abatido espíritu con tan sólido y bendito alimento. Y fue todo esto lo que más me costó dejar cuando finalmente debí asumir que no me quedaba otra alternativa que regresar a Plottier.
Cuando en octubre del mismo año volví a casa, sentí que regresaba vencida por lo desconocido. Vencida por el mundo al que definitivamente jamás lograría adaptarme. Mas hoy entiendo que no era el mundo sino yo misma la que me frustraba por resistirme a caminar en los pasos de Dios. Como cuando uno es adolescente y obstinado y quiere “hacer la suya”, rehusándose a escuchar la voz de la experiencia de sus padres y de los adultos. Y hasta que no se da de bruces contra la pared o contra el piso, no escarmienta. E incluso persiste hasta que todo se vuelve irreversible e irremediable. Aunque no en el caso de Dios. Y gracias a Dios, hoy puedo decir que ese no fue el término de mi caso.
De vuelta en Plottier, y en el transcurso de los meses, empecé a experimentar un estado de creciente ansiedad y angustia. El lugar, con su vida chata, me deprimía. Dar clases como profesora suplente de Contabilidad y Geografía en el secundario era algo que me terminaba pesando y alterando sobremanera. Se me volvió imperioso partir nuevamente. Comenzamos a planificar con mis padres un viaje a Canadá o Australia. Cuando estudiaba en La Plata visité sus respectivas embajadas en Capital Federal donde me asesoraron sobre los requisitos de admisión a dichos países. Creí que yo podía hacerlo, y ya de vuelta en Neuquén saqué el pasaporte. Con mi padre fuimos a una agencia de viajes a solicitar un plan de financiación del viaje con pasaje de vuelta abierta. Con mamá y algunas de mis hermanas fuimos a las tiendas a comprar la ropa que iba a necesitar para el viaje.
Finalmente, todo estuvo dispuesto para la partida. Solo faltaba fijar la fecha, comprar el billete e irme. Pero de pronto, algo sucedió y me eché atrás en la idea. Con el tiempo pensé que había sido temor. Pero en ese momento la excusa, el pretexto y justificación fue que de golpe sentí que no podía hacerles gastar a mis padres tanto dinero, y que antes de conocer el extranjero debía conocer mi país. Hoy creo que seguía siendo la mano de Dios la que me impedía hacer lo incorrecto o aquello que no encajase en el proyecto de vida que Él había deseado para mí. Y, como no podía ser de otra manera en mi vida, nuevamente estaba ahí la parroquia. Su vieja situación indeseable. Su abandono. Su silencio. Su muerte. No dejaba de estar ahí, cuestionándome. Atormentándome. ¿Cómo intentar no verla si cada vez que iba o venía de casa a la escuela secundaria a dar clases debía obligatoriamente atravesar la plaza?
Lo único que podía hacer (y a veces lo hacía) era realizar un rodeo y así evitarla.¡Cómo añoraba volver a ver aquellos ya tan lejanos días en que su interior, al igual que la plaza, se llenaba de las voces, risas, juegos y cantos de los niños y de los jóvenes! ¿ Nunca regresarían?
El sólo rememorar todo aquello, en los tiempos en que me catequizaba y después yo catequizaba, me sumía en tan profunda pena que desbordaba de llanto. Y junto con el llanto sobrevenían las interminables preguntas que nunca obtenían respuesta: “¿Por qué, Dios? ¿Por qué nos haces esto? ¿Tan grave es nuestra falta? ¿Tan grave nuestro pecado como para que nos tengas por tan largo tiempo castigados? Dicen que por ser ricos, y como Tú viniste sólo para los pobres, no merecemos tu agrado. ¿Es realmente así? Entonces, ¿por qué solo nosotros sufrimos esta condena? Porque no tengo conocimiento de que en toda la diócesis, ni en el país, ni incluso en el mundo entero exista otra parroquia y otra comunidad que haya sido sometida a tan severa sentencia. ¿Por qué nosotros? ¡Debe existir una explicación! ¿Cuál es? Pues me resisto a creer que sea solo así porque sí... ¡Oh, Dios, ven!... ¡Ayúdanos! ¿Hasta cuándo permanecerás callado? ¿Por qué nos haces esto? ¿Por qué no haces algo? ¿Es que no te importa? ¿No te importa ver a tantos niños, jóvenes y adultos sin ningún sacramento? No entiendo. Realmente, no lo comprendo. ¡Y mira que quiero entender! Porque estando sin sacramentos es más fácil ser tentados por el Maligno y entrar en situación de pecado. Y si Tú aborreces el pecado, entonces, ¿por qué no nos das una salida? Hablan de amor... ¿Esto es amor?... ¿Excluirnos por no dejarnos encerrar en esquemas mentales tan humanamente estrechos? Entonces, o ellos están errados o yo entendí mal todo lo que me enseñaste y mostraste sólo porque quisiste hacerlo. No lo comprendo. Dios, ¿dónde estás que te niegas a ver todo esto? ¿Por qué, viendo y sabiendo que está mal, no lo reviertes? ¿O es que en realidad no está mal? ¿Dónde tengo que buscarte para pedirte que me des una respuesta? ¿Hasta cuándo nos vas a tener abandonados de tu mano?”.
Definitivamente no comprendía. Si por lo visto, con su permanente hermetismo, Dios se rehusaba a que lo hiciera, no sabía por qué misteriosa causa me preguntaba qué sentido tenía seguir dándole vueltas y vueltas al asunto. Pese a ello, si había algo que Él me permitía entender o sentir era que si no me iba de Plottier cuanto antes iba a estallar. Porque esa insostenible e intolerable situación, sumada a muchas otras cosas que interiormente me sucedían, acabaría por hacerme perder la razón. Lo peor del hecho era no poder comprender tampoco por qué solo a mí parecía afectarme tanto. Es cierto que a los demás también los afectaba y preocupaba sobremanera, pero nunca en grado suficiente como para impedirles o alterar el ritmo normal de sus vidas. En cambio, a mí me trastornaba, me producía tal estado de agitación y ansiedad que me hacía devorar cuanto alimento encontraba al alcance de la mano. Por las noches no dormía de tanto pensar. Hasta perdí todo control sobre mí misma. Estaba constantemente alterada, malhumorada e irritable con todo el mundo, incluso con quienes más amaba. O me iba, o explotaba. Y solo Dios sabía cuáles podrían llegar a ser las consecuencias de tal vehemencia.
No podía dejar de recordar unas de las palabras de Jesús, que en las misas solía repetirse con mucha frecuencia, y que me producían gran tormento Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja a que un rico entre en el Reino de los Cielos” (Mt. 19, 16-30).
Y ese tormento me nacía al pensar que si se nos excluía de la parroquia de Plottier por ser considerados ricos “materialmente”, sin tener en cuenta el “espíritu de pobre” que, pese a ello, podíamos tener (ya que por ese entonces mi familia tenía una de las mejores condiciones económicas de Plottier), difícilmente podríamos entrar en el Reino de Dios y alcanzar la vida eterna.
¡El sólo pensar en esa posibilidad me aterraba! Entonces, le imploraba a Dios con toda la fuerza de mi ser que no permitiese tal cosa. Que si era necesario ser pobres para ganarnos la entrada a la vida eterna, que nos hiciera pobres entonces por más que eso pudiese desagradar al resto de los miembros de mi familia. Pues entendía que cualquier riqueza aquí en la Tierra era nada ante el peligro de perder la única que lo valía y lo era todo: la vida eterna. Y en todos estos pensamientos meditaba ya desde muy niña. Nunca temí más que a la posibilidad de que todos mis seres amados y yo pudiéramos quedar excluidos de la gracia Divina que desde muy temprana edad sólo Él, en su bondad infinita, había querido llevarme a conocer por medio de las enseñanzas y el testimonio de mi madre, y por las manifestaciones interiores que sentía tener constantemente en Él durante toda la infancia.
Al mismo tiempo, sentía que Dios me daba a entender que, tratándose de tanta gente (pues ya mi familia era muy numerosa), no sería tarea muy fácil. Puesto que no todos estarían dispuestos a apartarse por las buenas de las cosas materiales. En consecuencia, saber y entender esto me apenaba mucho más aún.
No obstante ello, volvía a alentarme tras recordar sus últimas palabras de esa cita bíblica: “Para los hombres era imposible, pero para Dios todo es posible” (Mt. 19, 26).
Y la posibilidad solo estaría dada a través del sufrimiento. Pues todo desapego implica, inevitablemente, una alta cuota de sufrimiento y sacrificio. Por lo que, llegando a entender todo esto, pese a mi corta edad, el escalofrío y el tormento que esta visión y entendimiento me producía se incrementaba considerablemente. Razón por la cual trataba de rehuirle a este pensamiento en la medida en que me fuese posible.
La gota que rebalsó el vaso en 1988, impeliéndome a escapar de Plottier cuanto antes, fue algo que sucedió semanas previas al casamiento de Manolo, uno de mis hermanos menores. Pero no fue únicamente porque le aconteciera a él, sino porque comúnmente solía escuchar por esos años que le sucedía lo mismo a cientos de parejas que se veían enfrentadas a la misma situación y a la misma respuesta. Para casarse en Plottier se debía pertenecer a su comunidad eclesial, esto implicaba aceptar cuanto se predicaba en ella. Aunque dicha predica distaba mucho de ser la auténtica predica que viniera a hacernos nuestro Señor Jesucristo.
A raíz de tal hecho, en lugar de casarse en la Iglesia de Plottier, las parejas buscaban hacerlo en otra localidad. Claro está, mientras se pudo hacerlo. Porque en el último tiempo se había dispuesto que solo se podían recibir los sacramentos en la comunidad a la que se pertenecía según la jurisdicción eclesial y sacerdotal de los fieles. Cuando tomé conocimiento de esta disposición me sentí seriamente contrariada. Pues me resultaba algo inconcebible que iba contra la libertad de elección que Dios nos daba al crearnos como seres libres, lo que en ningún sentido podía entenderse como libertinaje. Si uno no podía pertenecer o sentirse parte de la comunidad a la que según dicha jurisdicción debía pertenecer por no compartir su ideología, ¿debía aceptarse ingenuamente o por la fuerza que algo era negro o gris cuando uno sabía a través de Dios, en el Espíritu Santo comunicado en el bautismo, que no podía ser de otro color más que blanco? ¿Para qué Dios nos había provisto no sólo de la capacidad de pensar sino de Su mismo Espíritu en Jesucristo nuestro Señor, si no era para saber discernir por nuestra propia cuenta entre lo que era acertado y lo que no lo era? ¿Qué cosa procedía enteramente de Él y qué no, estando contagiado en algo por el pensamiento humano y personal igualmente en los pastores?
En definitiva, si ante tal situación no podíamos sentirnos parte integrante de la comunidad a la que por jurisdicción debíamos pertenecer, ¿no cabía preguntarse si en lugar de hacer lo que Jesús nos enviara a hacer (“Por eso, vayan y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos. Bautícenlos, en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enséñenles a cumplir todo lo que yo les he encomendado...” Mt. 28, 19-20) no se estaba haciendo lo contrario, empujándonos o condenándonos a llevar una vida sin sacramentos?
Porque sin duda alguna, entiendo que eso fue exactamente lo que sucedió en Plottier. No por nada en los últimos años se ha venido observando en la parroquia de San Antonio de Padua, desde que se abrieron hace siete años nuevamente sus puertas, un elevado y creciente número de jóvenes y adultos buscando recibir los sacramentos del bautismo, la primera comunión y la confirmación, así como parejas unidas desde hace muchos años en busca del sacramento matrimonial.
Ello sin considerar las cientos de personas que aún no se animan a regresar, o bien simplemente decidieron adoptar otra fe buscando estar cerca de Dios. No por nada, entre 1978 y 1991, se observó un incremento tan notable en la proliferación de otros cultos en nuestra ciudad.
De todo esto doy fe por lo visto y por lo oído a través de la gente que se ha acercado a nuestra parroquia y tras largas caminatas por los barrios a los que el Señor me guiara, yendo siempre Él conmigo y en mí. He oído que, como si todo por lo que se tuvo que pasar sin Dios fuera poco, en otras comunidades se ve a nuestra parroquia como demasiado “sacramentalista”, cuando existe en su historia dolorosa y gozosa, a la vez, una muy buena justificación para serlo. Y tal justificación no es otra que la que acabo de explicar.
Pero ¿cuál fue la gota que rebalsó el vaso? Lo que sucedió fue que mi hermano decidió casarse en una parroquia de Neuquén en la que, gracias a Dios, no le pusieron ningún reparo. Pero, como no podía ser de otra manera, cuando fue a solicitar la extensión del certificado de bautismo que allí le habían pedido, en nuestra cerrada parroquia se negaron extendérselo, y le manifestaron que era en Plottier en donde tenía que casarse y no así en Neuquén. De más está decir lo indignados que, con justa razón, él y todos estábamos...
Más allá de la indignación, el hecho me había dejado perpleja. Entonces me dirigí a Dios con estas palabras: “Dios mío, ayúdame a entender. Si Tú permites este estado de cosas que a mí me parecen incoherencias, ¿será que, después de todo, ellos tienen razón? ¿Será que ellos están en la verdad y somos nosotros los equivocados, como nos han querido hacer creer todos estos años? Te suplico que si es así, me lo hagas saber. Hazme ver dónde está realmente la verdad. No vaya a ser cosa que después de tanto predicar a los demás sea yo quien me pierda y quede perdida eternamente (casi como le pasó a San Pablo quien, antes de que Tú lo tocaras y convirtieras, estaba convencido de que hacía tu voluntad persiguiendo y matando a los cristianos). Si soy yo la que está equivocada y ellos están en la verdad, en lo correcto, solo dímelo e inmediatamente iré a integrarme a su comunidad. Por favor, te lo suplico. No permitas que me pierda, y perdiéndome haga perder también a los demás, a los que me hayas encomendado o encomiendes”.
Por toda respuesta sentí con mayor fuerza que debía irme de aquí. Era como si una fuerza superior a mí, que hubiera ido creciendo en mi interior con el nutriente de la sumatoria de todas esas contrariedades, me impulsara a dejar Plottier para dirigirme hacia un lugar donde me fuese posible practicar mi fe y ejercer mi profesión. Pues entendía que no por nada había estudiado tantos años como para dejar que el título se empolvara allí donde se encontraba guardado y olvidado, en un rincón de mi habitación.
Por otro lado, si algo había comprendido tras mi paso por La Plata, y durante este último año en Plottier, era que ir asiduamente a misa constituía en mi existencia un alimento infaltable e irremplazable. De la misma manera, sentía la gran necesidad de volver a dar catequesis. De pronto, sentía como si luego de deambular moribunda durante larguísimos e interminables años por el desierto, Dios me hubiera permitido llegar a un oasis, la ciudad de La Plata, donde hambrienta y sedienta de Él (sin ser consciente de ello) me habían dado de comer y beber hasta saciarme (o casi, mediante las misas), para arrojarme nuevamente en las ardientes arenas del desierto, sin mayores reservas de alimento y de agua que las que aún conservaba en mí entonces raquítico espíritu como resabio Divino de la substanciosa ración recibida allí.
Fue así como en noviembre de 1988, sentí llegar al límite de toda resistencia y tolerancia humana. Tenía la sensación que por todo mi cuerpo caminaban innumerables hormigas, provenientes de un gigantesco hormiguero instalado y construido durante todos aquellos años en mis entrañas, y que un fuego abrasador me quemaba los pies. Supe que no podía soportar vivir un día más en Plottier si no encontraba, al instante, una vía de escape. Y como no podría haberlo hecho de otra manera, le pregunté a Dios: “Dime, Dios mío, ¿adónde puedo ir?”. Espontáneamente surgieron dos nombres en mi mente: Bariloche y Ushuaia. Pensé: “¡Bariloche no! Es demasiado cerca como para no estar al tanto de todas las cosas que siguen sucediendo aquí en la iglesia. Necesito poner agua de por medio entre esto y yo. Además, está también muy cerca de casa como para no volver corriendo a buscar refugio y la seguridad de mis padres ante el primer desaliento. Ushuaia. ¡Sí! Allí iré. Pues sin dejar de salir de Argentina, está lo suficientemente lejos de todo. Y agua de por medio hay. Ya que está en una isla. Sí. ¡Ushuaia!”, me dije.
Tomar esta resolución fue como haberme quitado un peso muy grande de encima y volver a respirar ilusionada. Después, todo se hizo Ushuaia. Cuando fui dando a conocer tal determinación entre mis seres queridos y amigos, todos se sorprendían por mi elección. Recibí todo tipo de respuestas: “¡Pero no, Gladys! ¿Por qué te vas a ir al fin del mundo? ¿Si te vas a ir tan lejos por qué mejor no te vas a otro país, Canadá o Australia, como pensabas?”; “¿Con los pingüinos y el hielo? ¡Estás loca! ¿Qué vas a hacer allá tan sola? ¿Lo pensaste bien? ¿Por qué no lo pensás un poco más?”; “Yo creo que está bien, si es lo que vos querés; aunque yo no lo haría”; “Esta bien, hijita, haga lo que usted considere mejor, nosotros la vamos a apoyar...”.
Recuerdo que hasta un querido amigo de la facultad vino a verme desde Neuquén en bicicleta para preguntarme si era cierto lo que acababa de enterarse. Realmente nunca antes se me hubiera ocurrido pensar que una decisión tan simple y pequeña pudiera llegar a suscitar un revuelo tan grande.
“¿Por qué Ushuaia?”, era el germen de toda pregunta. “¡No lo sé! Sólo siento que debo ir a allí”, respondía tan desconcertada e intrigada como quienes me preguntaban. Existen cosas que en un primer momento escapan a nuestro entendimiento, por lo que menos aún puedo explicarlas.
Con el tiempo pensé que Ushuaia había estado siempre en mi mente. Desde que en la escuela primaria, secundaria y en la universidad tuve que estudiar historia y geografía de Tierra del Fuego. Oportunidades en las que recuerdo me sentía fuertemente atraída por el halo de misterio que encerraba su historia en el descubrimiento del mundo, y de sus prodigios naturales que por poco generan un conflicto bélico.
Sabía que pocos años atrás la Universidad de la Patagonia San Juan Bosco había abierto la carrera de Licenciatura en Turismo con sede en ese lugar, ocasión en la que se pedían docentes a la Facultad de Neuquén para dictar clases en Ushuaia. Y yo pensé que, como los graduados de turismo de la UNC estaban considerados a nivel nacional como los profesionales en Turismo de más alto nivel del país, fácilmente podría obtener allí una ayudantía de cátedra. Sinceramente, me tenía mucha fe en este sentido, pese a las decepciones que había tenido en La Plata.
La mayor parte de los miembros de mi familia me fueron a despedir al aeropuerto. Eran más de veinte personas: mis padres, algunos de mis hermanos y hermanas, cuñados y cuñadas, sobrinos y sobrinas. “¡Ni que me fuera al fin del mundo!”, podía decírse. Y en realidad comprendí después que era exactamente adónde me iba: al fin del mundo geográfico y al fin del mundo espiritual.
Recordarlos así todos juntos y felices en ese momento se constituyó, durante el tiempo que permanecí en Ushuaia, en el más efectivo de los alicientes para volver a comenzar cada vez que los obstáculos me desalentaban. Pues me hacía sentir que no podía desilusionarlos. Y si no los desilusionaba a ellos no me desilusionaría yo. Si ellos en aquel momento, en el aeropuerto, hubieran sabido que después regresaría para destrozarlos, pero para su mayor gracia y para gloria de Dios, no sé cuántos habrían sido los que me hubieran ido a despedir aquel día tan especial en el destino de mi vida, de las suyas y de la de tantas otras personas más en el mundo entero.
XI 
Me enamoré de Ushuaia desde el primer momento en que la vi desde la ventanilla del avión. Llovía. Pero todo mi ser saltaba regocijado. Finalmente, estaba allí. ¿Qué me tendría preparado Dios en ese lugar? Sólo Él lo sabía en ese entonces. Mas yo me sentía plenamente segura en Él, aunque ansiosa y temerosa, confiando en que mientras obrase rectamente, sin apartarme jamás de Su lado y de sus preceptos, Él no volvería a permitir que nada malo me sucediese al punto de poner en peligro la salvación de mi alma. Pues, si Él estaba conmigo, ¿quién estaría en contra mía?
Sobre estos sólidos cimientos se asentaría el armazón de todo lo que construiría Él en mí a partir de ese dichoso instante en el proceso que iniciaría en la búsqueda y encuentro definitivo de Jesucristo. En Él mismo y en el hombre amado y predestinado venido y enviada a buscar y encontrar en Él en este mundo entre todos los restantes hombres de la tierra, con Su mismo amor, por ende, corazón y espíritu.
Un nuevo mundo se abría ante mis ojos. Todo me era desconocido. Porque así sentía que debía ser para enfrentar el desafío que acepté asumir a fin de poder vencer todos los miedos que hasta la fecha me paralizaban, impidiéndome hacer lo que desde siempre presentí que había venido a hacer en Dios en este mundo, y le rehuía.
Antes de mi partida de Plottier, papá, mi padre terrenal, me había sugerido efectuar algunos contactos con gente conocida que tenía familiares o amigos allí para que me recibieran en sus casas. Agradeciéndole por ello, le pedí que no lo hiciera porque entendía que en esto debía estar completamente sola en lo humano. Era algo que tenía que hacer sola. Pero con Dios íntegramente, por supuesto. Esta vez sentía que debía soltarme de la mano protectora de mis padres terrenales para empezar a caminar por mi cuenta sin mayor seguridad que la que Dios me daba. Entendía que únicamente así, aunque me golpease, podría crecer asumiendo una actitud madura y responsable acorde con las exigencias del mundo y de mi vida, esa vida que nuestro Padre Celestial, en nuestro Señor Jesucristo en el Espíritu Santo, había pensado para mí.
En este sentido, desde que volví de La Plata, nunca dejé de recordar dos sabios consejos que en cierta ocasión me diera la dueña de la inmobiliaria en que trabajaba. Entonces pensé que todo es por algo en la vida, cuando se sabe y se quiere ver. Pues era cierto que por mi trabajo no percibía ni un centavo tangible como retribución, pero no es menos cierto que al darme estos dos consejos la retribución intangible que percibí fue invaluable e incomparable en relación con la que materialmente hubiera podido obtener de haberme llegado a pagar un sueldo. Porque estos dos consejos se convirtieron en parte de las luces con las que Dios fue iluminando y guiando mi camino hacia la concreción del proyecto que me tenía preparado desde toda la eternidad. El primer consejo me lo dio un día en que me veía muy ansiosa fue el siguiente: “Antes de querer correr, debes aprender a caminar. Pues la caída y el golpe pueden ser tan fuertes y dolorosos que después te dé miedo volver a intentarlo”. El segundo, tan importante como el primero, me lo dio un día en que me notó muy preocupada y contrariada por haber hecho mal algo que especialmente me había encomendado realizar: “No importa que te hayas equivocado. Pues solo del error se aprende algo. Se aprende lo que no hay que volver a hacer para no volver a equivocarse. El éxito no te deja ninguna enseñanza. Sólo te permite comprobar que pudiste lograr lo que te habías propuesto. Por eso no temas equivocarte, si vas a ser lo suficientemente inteligente y prudente como para evitar o tratar de no caer en lo mismo”.
Y solo Dios sabe cuánto me sirvieron estos consejos durante el tiempo que permanecí en Ushuaia. De hecho, siempre pensé que no había sido ella sino Dios mismo a través de esa mujer quien me los había dado, para dar mayor firmeza a cada paso que de allí en más quisiera llevarme a dar.
Si bien los dos años que pasé en Ushuaia fueron de intensa crisis interior, los primeros meses fueron los más conflictivos y decisivos en la opción definitiva que haría por Jesucristo y en la misión que Él tenía para mí, llegando Dios a violentarme de tal manera que toda mi existencia se conmovió, llevándome al confín de la Tierra en el espíritu. Confín que muchos traspasan sin conseguir volver. Sabiendo que tampoco yo lo hubiese hecho, si en su amor infinito Él no me hubiera querido rescatar. Porque por mí misma jamás hubiera sabido cómo hacerlo. Por eso, solo a Él todo el honor y la Gloria de cuanto obrara en mí por los siglos eternos. Amén.
El mismo día en que llegué, Dios cruzó en mi camino a otra mujer, una enfermera que trabajaba en la clínica San Jorge y no hacía más de un mes que había arribado también a la ciudad. Tenía 37 años, era viuda por tercera vez y madre de tres o cuatro hijos, y estaba también sola allí.
Aquel día, 9 de febrero de 1989, busqué alojamiento en una casa de familia para pasar la primera noche. Mi intención era pasarla en un hotel o pensión, pero la de Dios fue otra. De lo contrario, dudo que hubiera podido conocer a esta mujer y que tuvieran lugar todos los acontecimientos que a partir de ese encuentro se produjeron en el camino de la búsqueda que estaba realizando.
Definitivamente hoy entiendo que todo es por algo en la vida. Y que detrás de toda la mía estuvo siempre la mano de Dios.
Tras mi arribo al aeropuerto lo primero que hice fue ir a la delegación turística a pedir información sobre disponibilidad hotelera. Me dijeron que no existía disponibilidad en ningún alojamiento porque debido al mal tiempo los vuelos se habían retrasado y todo estaba sobreocupado. Se lo comenté al taxista que me condujo desde el aeropuerto hasta allí y había quedado esperándome. Me manifestó que él tenía una familia amiga que solía alquilar habitaciones a los turistas y, por lo que él sabía, el día anterior se había desocupado una. Sabe Dios que lo dudé, pero también sabe que, al mismo tiempo, sentí de Él que esa vez sí me dejara llevar confiadamente. Así lo hice. Efectivamente, la habitación estaba disponible y la familia era muy confiable. Luego de instalarme salí a comer algo porque estaba famélica; así como a buscar algo más económico porque realmente aquello era muy caro.
Cuando regresé a la casa por la noche, la dueña me comentó que en mi ausencia se había presentado una señora que también andaba buscando un departamento para alquilar. Y al enterarse de mi situación, similar a la suya, me dejó sus datos para que la contactara, en la clínica donde trabajaba, al día siguiente, a fin de salir a buscar y encontrar juntas un lugar para alquilar para economizar costos. Fue así como al día siguiente la conocí, y compartí con ella los primeros siete meses de mi estadía en Ushuaia.
A excepción de encontrarnos solas allí, haber llegado casi al mismo tiempo, tener ambas la familia muy lejos en el continente (ella en el Chaco), y buscar ambas la superación en la vida, en nuestra forma de ser y pensar éramos totalmente contrapuestas.           Como el día y la noche. O más bien, la noche y el día, viéndolo desde la óptica de Dios. Ella era rubia y de ojos claros, yo morocha y de ojos oscuros. Ella, totalmente extrovertida y sin prejuicios; yo, absolutamente introvertida y prejuiciosa. Ella, alegre y sentimental; yo, muy seria y racional. Ella, más bien atea; yo, religiosa... De modo tal que, aunque nos llevábamos y complementábamos bastante bien, en muchos puntos disentíamos...
Compartir con ella aquellos meses me cambió en diversos aspectos. Con ella comencé a sentir que adaptarme al mundo era posible, sin necesidad de seguir plenamente sus dictados. Supo contagiarme su alegría de vivir, me ayudó a ser menos prejuiciosa e introvertida, y también a confiar en las personas, principalmente en las del sexo opuesto, que era en las que menos confiaba. Creo que Dios quiso ponerla en mi camino tras la búsqueda y encuentro de sus preciosísimas huellas, para que a partir de su experiencia de vida, me ayudara a salir lentamente del caparazón que había construido entorno a mí para protegerme de la maldad del mundo y de los hombres, y que se había fortalecido considerablemente, a partir de aquella desagradable experiencia vivida tres años atrás.
Y entiendo que Dios hizo tal cosa para que, de esta forma, conociendo todas las flaquezas y debilidades humanas, conviviendo permanentemente e incluso bajo el mismo techo con los peligros ocultos y asechanzas del enemigo, aprendiera a saber desechar lo malo y conservar sólo lo bueno.
No obstante nuestra marcada contraposición en pensamientos y sentimientos, aprendí muchas cosas positivas de ella. Cosas por las que le agradezco infinitamente a Dios el haberla puesto en mi camino en el lugar y en el momento en el que Él lo creyó oportuno.
Antes de Ushuaia, si acostumbraba salir a bailar dos o tres veces por año era mucho, aunque me complacía y me complace muchísimo bailar. Si no salía era porque nunca me sentía bien conmigo misma. Cada vez que me miraba al espejo me veía horrenda. Cuando decidía hacerlo, volvía a casa tan amargada y deprimida por haber tenido que pasar la noche entera sentada, esperando que alguien se dignase a sacarme a bailar, que ya no quería volver a salir si iba a pasar otra noche igual.
Entonces, prefería siempre no salir, encerrarme en mi cuarto y bailar a solas. La música ejercía, y aún ejerce, un fortísimo influjo sobre todo mi ser. Así, vibrando íntegramente a su ritmo, me trasladaba a una dimensión donde absolutamente todo era maravilloso y muy real, en la que lucía hermosa y era admirada por cuantos me veían.
En Ushuaia, de pronto fui descubriendo asombrada cómo dicha fantasía se tornaba realidad. Al tomar conciencia de ello, me regocijaba pensar que ese era un regalo que Dios me daba para compensar todas las ofensas, burlas, desprecios y menosprecios que había recibido, desde la infancia, de parte del sexo opuesto.
En compañía de esta amiga, y de otras que fui conociendo después, al formar parte del Grupo de Jóvenes de la Iglesia, el salir a bailar casi todos los sábados terminó convirtiéndose en un hábito y en una necesidad cada vez más imperiosa. Sin intentarlo casi, me fui estilizando gradualmente hasta que, al mirarme al espejo, ya no me veía horrenda sino todo lo contrario.
En ese sentido, esta primera amiga que tuve en Ushuaia me alentaba constantemente diciéndome que era muy hermosa y que si me lo proponía podía tener a más de un hombre rendido a mis pies. Sus palabras me producían un efecto contrapuesto, como si me fuera enroscando una serpiente, alimentando con sus comentarios la vanidad. Palabras, por lo tanto, que por un lado me era sumamente placentero escuchar. Pero, por el otro, me causaban malestar. No obstante ello, dejándome guiar por sus consejos, dejé la seriedad y sobriedad colgadas en el perchero y me revestí de simpatía y alegría. Dejé la seriedad y sobriedad. Pero no la inteligencia ni la prudencia.
Los resultados observados fueron sorprendentes. A partir del momento en que decidí hacer tal cosa, cada vez que salía a bailar solo me quedaba sentada en el boliche cuando necesitaba descansar. Bailaba hasta extenuarme, desde que llegaba hasta que me iba del lugar. Y me daba incluso hasta el lujo de rechazar algunas invitaciones para salir a bailar.
Me convertí y me gustó sentirme muy seductora y atractiva, por más que me dé apuro y vergüenza reconocerlo en este testimonio. Y entiendo que tengo que hacerlo así, para que lleguen a tomar y tener perfecto conocimiento de cómo he sido, y que soy en un todo igual a todos los hombres y mujeres de la Tierra, sin diferencias de ninguna índole.
Bailaba con todos. Pero siempre regresaba a casa en compañía de esta amiga, o con las amigas con las que después de ella acostumbraba a salir a bailar... Me sentía realmente plena.
En cuanto al amor, tampoco lo encontré allí. Creí encontrarlo en distintas oportunidades. Pero Dios siempre me permitió darme cuenta de que no era él, aunque a veces me llevara a darme cuenta de ello con dolor y decepción.
Geográfica y económicamente, Ushuaia tiene determinadas peculiaridades que la convierten en una zona cuya población es predominantemente masculina. Por ser zona fronteriza cuenta con asentamientos de las distintas fuerzas de seguridad nacional de aire, tierra y mar. Y por aquel tiempo, en que aún era territorio nacional, tenía una zona franca con un importante parque industrial en el que se habían instalado un gran número de las más famosas fábricas internacionales de electrodomésticos, que atraía mano de obra predominantemente masculina de todos los rincones de Argentina y países limítrofes por los excelentes sueldos que se pagaban. Esto se sumaba a su condición de centro turístico de jerarquía internacional visitado por un elevado número de extranjeros provenientes de distintas partes del mundo. A la luz de tal situación, era fácil comprender la importancia que tenía una mujer sola, soltera, profesional, joven y pudorosa en un lugar como ese. Yo tenía plena conciencia de que esto era así por lo que escuchaba decir, y hasta llegué a tener varios pretendientes simultáneamente, algo que nunca antes había pasado en mi vida y que hacía respetar mi valía. Tuve pretendientes de distintas edades, profesiones u ocupaciones laborales, formas de pensar y sentir, aspectos físicos, condiciones sociales, grado de instrucción y nacionalidad.
 
Hago mención a este hecho, no por vanidad, sino para que se vea y entienda que por terriblemente poderosa y diversa que fuera la tentación a la que en su momento el Señor haya querido someterme, contraria a Su manifiesta voluntad y plan de vida trazado en este mundo para mí, mucho más poderoso demostró ser, por sobre todo, Él, y fue enteramente Suya en todo tiempo la victoria en mí. ¡Gloria a Dios!
Eran pretendientes que, a excepción de tres o cuatro, estaban siempre detrás de lo mismo, del sexo. Como si esa única cosa fuese lo más importante que existiese en la vida y que yo les pudiera dar. No podía entender. Quería entender pero no podía. No podía entender por qué el sexo era tan importante para los hombres. Por qué, dominados por el sexo, terminaban convirtiéndose en seres tan vacíos, superfluos, triviales, mundanos y lujuriosos. Carentes de los verdaderos ideales que habrían de permitirles salvar sus vidas, llevándolos a alcanzar la eterna. Las manifestaciones y propuestas que recibía de ellos acababan obteniendo siempre la misma negativa respuesta de mi parte. Negativa que, en lugar de desalentarlos, aumentaba mucho más aún su persistencia.
Me preguntaba por qué solo podían ver a la mujer como un objeto sexual, por qué no les importaba cómo pensaba y sentía, en lugar de mirar solo el aspecto físico, o el placer que podría llegar a producirles. Por qué, el que defendiera ante ellos mis valores y principios religiosos y morales parecía ser algo anticuado o intrascendente. ¿Existiría realmente un hombre en este mundo para quien los valores y principios que regían mi existencia en este mundo fuesen todo lo contrario? ¿O era que en verdad estaba fuera de época y lugar, y eran ellos quienes estaban en lo cierto, y yo equivocada? ¿Por qué toda la humanidad parecía ir en un mismo sentido y yo era la única que iba en sentido contrario?
Buscaba un amor lleno de diálogo, de amistad, de pequeños y dulces gestos de amor, de sinceridad y espiritualidad. Con rosas, melodía y romanticismo... ¿Eran ellos los triviales o yo, que sentía y pensaba así? ¡Era tan difícil que alguien comprendiera y compartiera lo que sentía! Entonces le rogaba a Dios que me diese una respuesta, una señal que me hiciese comprender dónde estaba la verdad para aferrarme a ella a como diese lugar. Porque me negaba a creer que todos los hombres fuesen iguales. Pues pensaba que así como no todas las mujeres éramos iguales, de seguro tampoco todos los hombres lo serían. Pero ¿dónde estaba la excepción que, aunque no fuese el hombre de mi vida, me permitiese al menos seguir creyendo y esperando en Él sólo a aquel que en algún lugar del mundo existía para mí, así como yo para él en Él existía, y me buscaba y esperaba con la misma intensidad y perseverancia con la que yo lo buscaba y esperaba?
Sentía que únicamente de esta forma, con una confirmación de tal tipo, tendría la fortaleza suficiente como para resistir toda tentación, conservando y defendiendo la pureza y la castidad. Aunque ya no conservara la virginidad perdida en aquel único acto sexual que hubo en mi vida, en aquella lacerante experiencia. Necesitaba que Él me diera tal confirmación una vez más, a fin de seguir conservando y defendiendo la pureza y castidad sólo para él, si era que realmente él existía.
Y finalmente Dios, amoroso como siempre, me dio esta señal de confirmación que le pedía, a través de un hombre de 29 años, buzo profesional, contratado por la Armada para realizar el salvamento del buque crucero Bahía Paraíso, que se había hundido un mes atrás en las heladas aguas de la Antártida.
Lo conocí hacia fines de febrero, principio de marzo, a poco menos de un mes de haber arribado a Ushuaia, en Alexander’s, único lugar bailable en ese entonces. Él me quiso invitar a bailar en dos oportunidades, y recibió dos negativas de mi parte, pero perseveró de tal forma en su propósito que terminó sacándome un “sí” en la tercera vez al pedirme encarecidamente que aceptara, pues hacía una semana que estaba en Ushuaia y al otro día partiría hacia la Antártida, queriendo llevarse el recuerdo de haber bailado conmigo cuando la soledad y el frío allí lo desesperaran.
¿Cómo seguirme rehusando entonces, cuando la intensidad y sinceridad que veía en su mirada confirmaban y reforzaban sus palabras? Bailamos, nos sentamos, hablamos largamente. En sus palabras y en la expresión de su rostro, percibí la profunda decepción, el cansancio, el escepticismo y la carencia de afecto que caracteriza la búsqueda de una noble alma. Entonces supe que en ese hombre sí podía confiar.
Me contó que hacía una semana que estaba varado en Ushuaia a causa del mal tiempo imperante en alta mar. Hecho que impedía al Cabo de Hornos, lanzarse con rumbo a la Antártida. Esa espera le había generado gran malestar y contrariedad porque no entendía qué significado tenía en su vida esa pérdida de tiempo en un lugar que le resultaba por demás adverso. Dijo que le había preguntado a Dios tratando de entender la razón de por qué aún seguía allí. Que había caminado “cientos” de veces la ciudad de un extremo al otro, pero nada. Todo le parecía inútil y enfermante.
Había mencionado la palabra mágica “Dios” acompañada de “entender”. Me pareció precioso... Me invitó a caminar por la costanera, que estaba a escasas tres cuadras. Lloviznaba. Y compartiendo lo que nos agradaba hacer, descubrimos el gusto por caminar bajo la lluvia. El tema central de nuestra conversación fue “la amistad”. Me preguntó si creía en la amistad entre un hombre y una mujer. Le contesté que no. Porque, lamentablemente, siempre uno de los dos terminaba enamorándose del otro y es muy doloroso no sentirse correspondido. Le compartí también que para mí las únicas relaciones que pueden existir entre un hombre y una mujer son el compañerismo, el noviazgo y el matrimonio, sin medias tintas. Y que en mi diccionario no existían las palabras “amigovios”, “amantes”, o cosas que se le parecieran. Por su parte, me expresó que sí creía en la amistad entre un hombre y una mujer, que tenía muchas verdaderas amigas, y por eso creía.
Mientras regresábamos a Alexander´s comenzó a llover copiosamente. La lluvia nos obligó a refugiarnos bajo el alero de un colegio. Mientras esperábamos a que cesara de llover, me dijo como al pasar: “¿Sabés, Gladys, que sos muy deseable?”. Me paré como impelida por un resorte, y sumamente molesta y encrespada por lo que acababa de escuchar, poniendo suficiente distancia entre los dos, le inquirí: “¿Cómo podés decir eso? ¿Entonces todo lo que dijiste sobre la amistad es mentira?”. “Pero, no, Gladys. ¿Qué entendiste?”, me preguntó consternado y asombrado, tratando de calmarme. “¡Y... lo único que se puede entender cuando un hombre le dice a una mujer que la desea! ¿Cómo podés pedirme algo así después de todo lo que conversamos?”, le contesté mucho más indignada aún. “Pero no, disculpame, jamás pensé en ofenderte. Simplemente quise decir que sos muy linda y que me gustaría besarte”, me aclaró compungido. Sus palabras y la aflicción de su rostro me devolvieron la serenidad: “¡Ah! ¿Era solo eso? Lo siento… pero no me nace hacerlo”, le respondí. La expresión de su rostro pasó inesperadamente de la honda congoja a una admiración inexpresable.
Sabe Dios que jamás pude, ni podré, ni quiero olvidar la insondable belleza espiritual que vi reflejada en el rostro de ese hombre en aquel momento. Porque fue precisamente el recordar ese rostro, junto con las más bellas palabras que hasta hoy escuchara en mi vida, porque fue precisamente el recordar ese rostro, junto con las más bellas palabras que hasta hoy escuchara en mi vida que me dijera a continuación, lo que encontrándome nuevamente al borde del abismo de la mayor tentación que enfrentaría durante el mes siguiente me salvó de la caída. Caída que me hubiera llevado a perder mi ser para la realización de la plenitud del designio que nuestro Padre Celestial, en nuestro Señor Jesucristo por la Inmaculada Concepción de María en el Espíritu Santo tenía soñado y predestinado para mí, con miras al hombre igualmente soñado y predestinado por Él, enviado y venido a buscar y encontrar en Su mismo espíritu en el amor en este mundo.
De este modo, Dios me estaba dando la certeza de que no todos los hombres son iguales, porque existen algunos que son capaces de captar la belleza del alma de una mujer, hombres que van más allá de lo visible, que los atrae su riqueza espiritual. Y, en definitiva, entendí que Dios quería decirme que aquel hombre, que siempre había buscado y esperado, existía realmente y debía seguir preservándome para él, a como diese a lugar, a fin de que fuera Su voluntad y no otra la que se cumpliera en un todo en mí. Las palabras que aquel bendito hombre pronunciaría acto seguido fueron la más dulce de todas las melodías que escuchara y sobrecogiera mi alma jamás, realimentando la esperanza de dar algún día en Dios con el hombre soñado, buscado y esperado en Él toda la vida. No recuerdo precisamente cuáles fueron las palabras exactas con que lo expresara pero sí la esencia del mensaje, que es lo único que cuenta y vale. Al comenzar a hablar, su mirada se encendió, brilló y se humedeció al mismo tiempo en la penumbra, encontrándose por momentos al borde de las lágrimas. “¿Cómo decís? ¿Qué no me besás porque no te nace hacerlo? ¡Sos maravillosa! Ahora entiendo. Entiendo por qué Dios me trajo a Ushuaia y por qué, contra mi voluntad, me mantuvo aquí una semana, cuando no le encontraba sentido estar tanto tiempo sin hacer nada: fue para conocerte. Por mi profesión, en la Armada, he andado por muchos países europeos, por Estados Unidos, y he vivido un año en Canadá. En cada uno de ellos he conocido a tantas mujeres como no te podés imaginar... Pero nunca había conocido una como vos. ¡Sos bellísima! El conocerte fue lo mejor que me pudo haber pasado en la vida. Pero ¿por qué te conozco recién ahora, cuando ya debo partir? ¿Por qué Dios no me permitió conocerte hace una semana atrás? Pero no importa. Esto me basta para saber que mujeres como vos existen. Y sentir que mi paso por Ushuaia no fue en vano. Sólo le pido a Dios que aquel a quien le des lo que a mí no te nace darme sepa valorar todo lo que valés. Que realmente valga la pena. Solamente eso le pido. Y entonces saber tal cosa me hará sentir feliz”.
Con sus palabras sentí que Dios me trasladaba al paraíso de la perfección del amor, entre una mezcla de gozo y pena por no poder corresponder a un hombre tan excepcional que en ese momento tenía ante mí. ¡Pero estaba visto que no era él! Que él era como un ángel mensajero de Dios anunciándome que el hombre de mi vida existía y que supiera esperarlo. Así, al cesar esa lluvia tan providencial, regresamos a Alexander´s.
Horas después me enteré que el Cabo de Hornos partía rumbo a la Antártida tras un cambio imprevisto en las condiciones climáticas, ya que soplaban vientos favorables para navegar en mar abierto. No volvería a saber de él sino hasta poco más de un mes después, cuando Dios volvió a ponerlo en mi camino en otro momento crucial.
A los pocos días de su partida, conocí en el mismo boliche bailable a otro hombre, varios años menor que yo. Este hecho, sumado a otro orden de cosas que se agitaban violentamente en mi interior, me llevó a encontrarme, cierta tarde, al borde del peor de los abismos de la tentación y la desesperación. Abismo del que, definitivamente, nuestro amado Jesucristo habría de rescatarme por toda la eternidad, al permitirme reencontrarme y consubstanciarme con Él en un solo Ser, en el más grandioso y glorioso de los amores y amistad, como cuando era niña. Y así fue como el sábado siguiente al encuentro con aquel otro maravilloso hombre, en Alexander’s, esta apreciada amiga circunstancial de viaje, con la que compartía el departamento desde que llegué a Ushuaia, conoció a un hombre quien a su vez tenía un amigo de 19 años, con el que, pocos días atrás, había llegado de Córdoba y que mostró su interés hacia mí desde el primer contacto que tuvimos.
Esto sucedió a mediados de la semana siguiente, cuando él llegó a la puerta de mi departamento buscando a mi amiga, y al enterarse que ella estaba trabajando, me pidió que lo dejara pasar para esperarla. Yo accedí y estuvimos compartiendo unos mates hasta que ella regresó. Vino otras dos veces de visita durante la semana, a la misma hora, lo cual ya no me gustaba mucho, pero, al mismo tiempo, me gustaba bastante. Esto me generaba un gran temor porque él tenía tan sólo 19 años y yo 26. Hasta que un día se me declaró, pero yo le contesté que lo nuestro era imposible. Ese temor se fue incrementando en forma constante desde que el domingo de la semana siguiente fueron a cenar con su amigo al departamento. En determinado momento, mi amiga se me acercó para decirme que a ellos se les había vencido el tiempo de estadía en el lugar en donde estaban parando, que era muy caro, y no tenían dinero para seguir pagándolo. Me preguntó, entonces, si tenía inconveniente de que fueran a vivir unos días con nosotras, hasta que les llegara un dinero que estaban esperando. Sintiendo el peligro cada vez más cerca, le contenté que no estaba de acuerdo, que buscaran otro lugar, porque el monoambiente era muy reducido y solo teníamos dos camas. Pero mi amiga insistía en que no tenían otro lugar, y que iban a tener que dormir a la intemperie en la plaza con el frío que hacía, y me reprochó que mi respuesta no se condijera con la hospitalidad que conforme al amor cristiano se nos llamaba a dar a los demás.
Una vez más, supo el enemigo por dónde tratar de agarrarme: por el lado de mis valores y principios religiosos que en asiduas conversaciones mantenidas yo le había manifestado a esta amiga. Hecho ante el cual terminé contrariadamente aceptando pero solo por unos días, mientras buscaran y encontraran otro lugar.
Solo Dios sabe lo molesta y preocupada que estaba. Porque una cosa era luchar contra la tentación cuando esta no traspasaba la puerta de la casa en cuyo interior me sentía y sabía segura en Dios, y otra muy distinta era ser plenamente consciente de permitirle entrar, instalarse y seguir buscándome, mientras yo trataba de vencerla y ganarle conviviendo bajo el mismo techo. Yo puse como condición que durmieran en el piso, tratando de conservar la distancia y frialdad ante la cercanía de la tentación.
Al término de una semana, continuaban viviendo en el departamento. Al principio, los dos dormían en el piso. Después, mi amiga y su pareja comenzaron a dormir juntos, y siguió durmiendo solo en el piso, sobre unas frazadas, quien se constituiría en mi mayor tentación en Ushuaia, una tentación casi irresistible. De cabellos castaños, enormes ojos café, dulce rostro angelical, de un metro ochenta de estatura, fornido, tierno, terriblemente atractivo. Como no trabajaba se pasaba la mayor parte del tiempo en el departamento. Razón por la cual yo trataba de pasar la mayor parte del día fuera de allí.
Cuando coincidíamos y estábamos solos, no hacía otra cosa que acosarme, y yo le rehuía, tratando de sacar fuerzas de lo más hondo de Dios en mi ser. A pesar de ser tan humana como todos.
Hasta que un día nos dimos el primer beso, y luego otro y otro más. Y tal situación llegó a convertirse en algo cada vez más difícil e imposible de seguir sobrellevando y conteniendo. Sólo Dios sabe cuánto me costaba poner un límite a los impulsos naturales. Una tarde, cuando las cosas parecían estar a punto de escapárseme de las manos, poniéndoseme muy complicadas, fue la campana de Dios la que una vez más me salvó y me preservó para el hombre venido a buscar y encontrar solo en Él en este mundo. Campana que no fue otra cosa que Su Divina mano, pues tocaron a la puerta y al abrir apareció aquel hombre, que más que hombre sentía que era un ángel enviado por Dios en el momento justo, que hacía un mes atrás había conocido en Alexander´s, y que había regresado ya de la Antártida. No pude olvidar tampoco jamás la expresión de desconcierto de su rostro aquella tarde, al encontrarme a solas con otro hombre en el departamento. Sentí vergüenza, aunque con este otro hombre no estuviéramos más que dándonos besos. Ni más ni menos que lo que a él le había negado. Entonces recordé sus palabras de aquella noche, principalmente las últimas: “Espero que él valga la pena”. Lo que inevitablemente llevó a cuestionarme “¿Lo vale?”.
Después de haberlos presentado, mi ángel de la guarda se quedó un par de horas más hasta asegurarse de que mi amiga regresara del trabajo; de manera tal que no me quedara a solas con aquel otro hombre. Me manifestó que no tenía ganas ni intenciones de irse, pero debía hacerlo ya que su barco zarpaba esa misma tarde rumbo a Buenos Aires. Mate de por medio, nos compartió toda su experiencia en la Antártida. Me dejó su dirección en Mar del Plata, pidiéndome que le escribiera y que si andaba algún día por allí no dejara de ir a visitarlo...
Él nunca lo supo y tal vez nunca lo sabrá, pero tanto la primera como la segunda vez que lo vi estuvo en el lugar y en el momento justo. La primera vez, para darme un mensaje de fe y de esperanza en el amor, el cual me ayudara a superar las pruebas, perseverar y resistir hasta el final. La segunda vez, pese a lo breve de su permanencia, su sola presencia y mirada inquisidora bastó para hacerme un profundo llamado a la conciencia y principalmente a la inteligencia y prudencia. Indudablemente era Dios en él quien en ambas oportunidades se me manifestara para librarme de la tentación y caída, preservándome solo para la plena consumación del amor con el hombre que me tenía predestinado, conforme en un todo a Su voluntad para con ambos. En aquel entonces todo esto lo intuí.
Pero la tentación, aunque siempre respetara mi voluntad, no cejaba en sus humanas intenciones. Sobre todo durante las noches, y más aún cuando el frío comenzaba a intensificarse.
Los días de estadía de ambos amigos en el departamento se convirtieron en semanas con miras de prolongarse en meses. Estaba constantemente diciéndole a mi amiga y a su pareja, pues me faltaba el coraje decírselo directamente a quien constituía mi tentación, que debían buscar otro lugar dado que el compromiso había sido solo por unos días, que ya no podían permanecer más tiempo allí porque la situación se me había tornado en casi insostenible.
Había comenzado a caer las primeras nevadas. Las temperaturas eran cada vez más bajas. Por las noches, sentía a quien era mi tentación tiritar durmiendo sobre el helado piso. Todo parecía confabularse en contra de mí para vencer mi resistencia. Solo atinaba a pedir insistentemente a Dios que me diera fuerzas para no claudicar, para no ceder a los deseos de la carne. Libraba una violentísima batalla interior entre dos voces que me aconsejaban en sentido contrario.
Una me decía: “Vamos, Gladys, ¿qué importa? Ya no sos virgen. ¿Qué podés perder, sino ganar, sintiéndote feliz? ¿Por qué te negás a disfrutar de la vida? ¿Por qué te negás a ser plenamente feliz? Los tiempos han cambiado. A los hombres ya no les interesa ni la virginidad ni la castidad de la mujer. Todo es igual. Además, ¿sos tan ingenua o ilusa como para pensar que alguien te va a creer que no te entregaste voluntariamente? Y aunque lo creyese, ¿pensás que algún hombre puede querer a una mujer que ha sido violada? más te vale no decirlo, callarlo. ¿Para qué mantenerte casta, si el que lo hayas hecho una o cien veces es lo mismo?”. La otra voz me gritaba: “¡No! ¡No lo dudes! Mantenete así. Resistí, Gladys, resistí. Conservá por siempre tu pureza mental y espiritual y la castidad física, conservala para él. Solo para él. Él existe y algún día llegará. Y cuando lo haga, tené la plena seguridad de que él sabrá valorar todo tu ser, tus postergaciones, tus luchas, tus sacrificios, tus renuncias, tu fe, tu esperanza, tu amor, enamorándose de vos con toda la fuerza de su ser por la gran riqueza espiritual y agudeza mental que vea en vos. Entonces sí serás plenamente feliz. Ambos lo serán. Porque será la felicidad de un amor predestinado, bendito y santificado por Dios para toda la eternidad. ¡Resistí!”.
Sabe Dios que en nada de cuanto he expresado he faltado a la verdad. Y sólo así, sintiendo la fortaleza en la seguridad que Dios me daba y con la que me alentaba, lograba resistir.
Pero, la tentación seguía estando ahí, respirándome en la oreja, susurrándome al oído. Dios, ¡qué lucha! Me pedía que le permitiera acostarse conmigo porque se moría de frío, prometiéndome que no intentaría siquiera tocarme, como si fuese posible evitar el contacto. Sin embargo, no podía verlo y sentirlo así. Nuevamente, aquella voz interior me decía que ni a un perro se trataba de esa manera, ¿dónde estaba el amor cristiano, cuando incluso uno debe ceder su cama para mejorar la situación del huésped?”. Pero este hombre hacía tiempo que había dejado de ser un huésped para convertirse en la mayor de mis preocupaciones. Finalmente, accedí pero con la condición de que se acostase sobre la sábana para evitar el más mínimo roce, como si se pudiese… Pero Dios me daba fuerzas para poder.
Cuando se ponía demasiado insistente, me encerraba en el baño del que no salía hasta que lo veía dormir. Sólo entonces volvía a la cama, congelada, tras pasar una o dos horas en aquella “heladera” sin mayor abrigo que el camisón. Únicamente Dios puede saber el martirio que toda aquella situación significó para mí y que, pese a todo, sólo con Su Divina fuerza obrando en mi ser en el Espíriu Santo, pude resistir tentación tan grande y tan cercana, y a través del recuerdo permanente de mi familia y de aquel otro hombre que el Señor había querido enviarme por esos días como el ángel de mi guarda. A través también de mis ideales, principalmente del sueño de ver llegar el día en que encontrase por fin al hombre para el que en ese momento más que nunca sentía y creía Dios me tenía predestinada.
Pero esto no era lo único que me quitaba el sosiego interior. Sólo este hombre, que era mi tentación, y yo sabíamos que entre ambos no existía más que besos, caricias y abrazos. Pero viviendo durante tanto tiempo juntos bajo el mismo techo, ¿cómo pretender siquiera que los demás creyeran que no manteníamos relaciones sexuales, cuando ni siquiera mi amiga, que me conocía más que cualquier otra persona, parecía muy convencida?
Me consolaba saber que al menos Dios lo sabía, que Él conocía la verdad. Y así, aunque quien me tentaba hubiera podido llegar a decir lo contrario, para jactarse y defender su hombría, mi conciencia se tranquilizaba porque me bastaba con que sólo Dios y yo lo supiésemos. Sentía como si el Mal se empeñase en tratar de cubrirme de impureza a los ojos de los demás, lo que me resultaba casi imposible de revertir porque los hechos, la apariencia, hablaban claramente en mi contra, pese a conservarme totalmente pura desde aquella experiencia de los 23. Porque aun cuando me sentía fuertemente tentada a dejarme llevar por los sentimientos, no había ya en mis pensamientos e intenciones de morbosidad ni lujuria, sino simplemente algo parecido al amor.
En medio de mis tormentos me preguntaba qué pensarían mis padres, mi familia toda, si por alguna razón llegaban a enterarse de la aparentemente pecaminosa situación que estaba viviendo. ¿Al menos ellos podrían creer en mí si les contaba que no era lo que aparentaba ser? No podía dejar de recordarlos allí en el aeropuerto, esperando lo mejor para mí, compartiendo mis sueños, mis ilusiones, mis expectativas, el llegar a ser una verdadera triunfadora en la vida. Ellos solían decirme muchas cosas en sus buenas intenciones de alentarme cuando me veían deprimida por la larga espera en soledad. Solían decir que siempre lograría obtener todo lo que me propusiese en la vida, porque me veían poner y empeñar el corazón y la razón en conseguirlo; que por ser como era seguramente Dios me tenía deparado un gran futuro, maravilloso, y me retribuiría inmensamente por todas mis postergaciones y mi amor hacia los demás. Que seguro Él tenía preparado algo muy especial y grandioso para mí. Que me tenía reservada para alguien también muy especial. Que todo lo podría por la fe que tenía. Que el éxito coronaría todas mis empresas y mis metas. Que merecía solo lo mejor... Y creía firmemente en todo lo que me decían. Porque a la vez Dios me daba interiormente la misma seguridad. Entonces, ¿cómo intentar siquiera decepcionarlos, aunque más no fuera a causa de una falsedad encubierta por el enemigo?
Ellos eran la razón de mi existencia, el motor de mi vida. Nada más anhelaba que estuvieran orgullosos de mí y que cuanto hiciese fuese de su entero agrado. Lo último que deseaba era ser para ellos motivo de lágrimas, sino de interminables alegrías. Pasara lo que pasase, sintiera lo que sintiese, jamás debería dejar de buscar la perfección en todos mis actos, me repetía a mí misma constantemente a fin de no olvidarlo y perderme tras un vano sentimiento.
Con esfuerzo y sacrificio a lo largo de todo lo vivido hasta esa fecha, había alentado en mis padres una confianza sin límites hacia mí que no debía defraudar. De tal manera, sabían que cuando les decía “blanco” era porque en realidad era “blanco”. Sabe Dios que me esforcé al máximo para no decirles la más mínima mentira, procurando llevar siempre la verdad por delante, pues sabía que con la más mínima mentira podía correr el riesgo de perder su confianza.
Y necesitaba de su plena confianza para tener mayor confianza y seguridad en mí misma y en el triunfo de mis objetivos. Por ello, me exigía a mí misma al extremo con tal de que nada opacase mis actitudes, ni manchase mi persona. Por eso sentía mucha impotencia, porque cuánto más luchaba conmigo misma para presentarme limpia, más se esforzaba el enemigo por ensuciar mi imagen ante los demás. Sabía que mis padres esperaban mucho de mí. Porque les había hecho confiar, con todas mis actitudes, que podían esperar todo de mí.
Por otro lado, estaban mis hermanos, principalmente los tres menores. Y de entre ellos los dos más pequeños, ya que el mayor de los tres, al igual que los demás mayores, ya se había casado. Siempre había amado a todos mis hermanos por igual. Pero hacia ellos tres me nacía y unía algo muy especial que tenía que ver con haber ayudado a mamá a cuidarlos y formarlos en el amor a Dios, a Jesús y a María.
En distintos momentos los tres me habían dicho que yo era como su segunda mamá y que tratarían de seguir todos mis consejos y mi ejemplo. El menor de todos me había dicho en una de sus cartas que era su “ídola”. ¡Dios! ¿Cómo decepcionarlos al seguir los dictados de un sentimiento que se parecía al amor pero también a la tentación?
 
Decepción que a fin de permitir única y enteramente la realización de la voluntad de Dios en mí y no la mía tuvo que terminar produciéndose necesaria e inevitablemente de la más inconcebible, incomprensible y terrible de las maneras durante los últimos cinco años. Porque para decir y hacer cuanto en Dios vivo y verdadero fuera enviada y viniera a manifestar y hacer era perentorio que tanto para ellos como para todos dejara de ser vista, considerada y muriera como la segunda mamá, la amada hermana, la amiga fiel, consejera o guía espiritual confiable como fuera vista, considerada y amada de una u otra manera por quienes hasta allí me conocieran y trataran,  por terriblemente doloroso y letal que tal separación, desprendimiento y muerte fuera tanto para ellos como para mí. Porque para consumación extrema de la voluntad de Dios vi y entendí que debía hundirme hasta lo más profundo del seno de la muerte, del pecado y del infierno, queriéndolos preservar a todos ellos para que no perecieran conmigo.
Decepción por ende que tuvo que producirse y tuve que entregarle al Señor como tantas otras cosas más, desde que en Ushuaia terminara aceptando ser ya no más yo sino permitir que fuera Él, Cristo Jesús quien viviese y viva en mí en el Espíritu Santo, por ver y entender que así convenía que fuera en Dios, a los únicos fines de permitir y anteponer la plena consumación del designio de amor y procreación que me confiara y asumiera como la sierva de Cristo. Para su plena consumación conforme a la voluntad de Dios tenida para con el mismo, no solo en mí y en la persona del hombre amado y predestinado por Él, sino igualmente junto con en la de ambos en la de todos ellos: mis seres queridos, mi amada familia, por incomprensible que les terminara resultando todo esto. Viendo y entendiendo que al final, cuando pudiera explicarles y comprendieran volveríamos a estar todos unidos, en un estado de luz, amor y paz en Dios incluso mayor y más auténtico hasta el que hasta aquel momento nos encontrábamos en Él.
 
Sentía –en Ushuaia- que a la distancia ellos seguían necesitando más que nunca mis consejos, mi apoyo, mi integridad. ¡No! No podía fallarles. Debía ser fuerte a como diese lugar.
Creía estar enamorada. Sin embargo, existían muchas cosas en esa relación que no me convencían de que, efectivamente, lo que sentía por ese hombre podía ser amor. Primero y principal, por nuestra gran diferencia de edad. Siempre dije que el hombre del que me enamorara habría de tener por lo menos cuatro o cinco años más que yo, porque creía que ello me aseguraría que poseería madurez y la suficiente experiencia de vida como para diferenciar entre un ser con riqueza espiritual o sin ella. Quien, entonces se enamoraría de mí, al reconocer en mí un espíritu de pobre semejante al de nuestro Señor Jesucristo, sin tener en cuenta mi aspecto físico.
Pero este joven de sólo 19 años, que creía seguramente tenía más experiencia de la que yo, siendo mayor que él , tenía, aún era totalmente inmaduro en cuanto a ser responsable y asumir compromisos de vida para consigo mismo y para con los demás.
No tenía que ver con la edad. Ya que había comprendido que, cuando existe amor verdadero, la diferencia de edad entre un hombre y una mujer no cuenta. Y lo había comprendido porque Dios había querido también poner en mi camino a una colega docente de la facultad, que estaba felizmente casada con un hombre cinco años menor que ella, y parecía tener un matrimonio perfecto. Entonces, eliminé el prejuicio que había tenido hasta ese momento respecto a la edad en la pareja. Por lo que, el problema entre los dos no era la diferencia de edad, sino todo lo otro.

XII 
Pero como si no fueran suficientes los interminables cuestionamientos que me hacía respecto a la viabilidad o no de este sentimiento, que iba día a día volviéndose más fuerte, existían muchas otras cosas que me atribulaban.
Antes de partir hacia Ushuaia, mis padres me proveyeron de una considerable suma de dinero a fin de que no pasara penurias ni privaciones de ningún tipo. Era tanto que nunca pensé que se me podría llegar a terminar tan rápidamente. Lo malgasté. Lo derroché sin grandes miramientos. En esto también me comporté como el hijo menor de la parábola del hijo pródigo con respecto a mis padres terrenales.
De pronto me di cuenta de que me había gastado todo el dinero sin haber podido encontrar aún trabajo. A pesar de haber presentado mi currículum vitae en distintas agencias de viajes, hoteles y empresas directamente relacionadas con la actividad turística, sin obtener resultados favorables por poseer demasiados estudios, terminé empleándome en una casa de familia para el cuidado de una niña de 2 años. La casa quedaba en las afueras de la ciudad, y yo debía caminar un buen trecho para llegar a ella. Debido a las intensas lluvias y a la nieve derretida, solía embarrarme hasta las canillas. Nada me molestaba más. Pensaba: “¡Si me vieran en mi casa!”. “La que iba a triunfar venciendo al mundo…”.
Para colmo de males, la nena que debía cuidar estaba muy mal criada. Siempre me habían gustado los niños pero a partir de ese momento dejaron de gustarme, me resultaban sumamente molestos. Terminé perdiendo la paciencia y el amor que tenía cuando había ayudado a mamá a criar a mis hermanos, porque esa nena me sacaba de las casillas. Paciencia y amor que hace muy poco tiempo, por gracia Divina, volví a recuperar.
A raíz de esa negativa experiencia, regresaba a casa sumamente irritada. Sin dinero, hubo días que la pasé “en blanco”, añorando la cocina de mamá: el aroma del pan recién horneado con manteca, una gran taza de café bien negro y caliente, las tortas fritas, sus exquisitas pastas caseras... Al recordar de estas delicias se me removían los intestinos sin tener nada que comer. Cuando pasaba junto al supermercado, por donde obligatoriamente debía pasar dos veces por día, parecía satisfacerme con solo ver todo lo que no podía comprar, recordando cuando con papá y mis hermanos íbamos al supermercado y salíamos con bolsas llenas. “Pensar que si estuviera en casa no estaría pasando ninguna de estas privaciones”, me decía constantemente. Sabía que con solo hacer una llamada a casa al día siguiente tendría el dinero suficiente como para dejar de padecerlas. ¡Qué fácil y qué sencillo! No podía hacer tal cosa. No por motivo de orgullo, sino porque entendía que todo formaba parte de mi superación. Le pedía a Dios que no me permitiera olvidar de esa incontenible sensación de vacío que produce el hambre. Pues solo así podría estar en constante e íntima comunión sufriendo con quienes de por vida padecían y hasta morían por causa de este flagelo, siempre y cuando no pudiese hacer nada materialmente por ellos.
Con respecto al trabajo, la historia de La Plata parecía repetirse. Caminando por las húmedas calles de Ushuaia, me preguntaba y le preguntaba a Dios qué sentido tenía mi permanencia allí si no lograba encontrar trabajo relacionado con mi profesión. ¿Para qué sirvió estudiar tanto si a la hora de la práctica nadie me daba trabajo por carecer de experiencia? ¿Cómo pretendían que tuviera experiencia si no me daban la oportunidad de poder llegar a adquirirla?
Descubría tardíamente que había habido una falacia en mi formación profesional. Me había abocado de lleno a la teoría sin mantener, simultáneamente, una actividad laboral que me permitiera adquirir la experiencia que en ese preciso momento tanto necesitaba.
Pensé más de una vez en regresar a casa. Pero no: sentía que había algo más por lo cual Dios había guiado mis pasos hacia ese lugar. Y estaba en mí el perseverar pese a todas las dificultades para descubrir qué era ello. O, más bien, hasta que Dios me lo revelara. Fue recién entonces, después de casi dos meses de permanencia en Ushuaia cuando se me comunicó mi designación como ayudante de cátedra de la carrera Licenciatura en Turismo de la Universidad de la Patagonia San Juan Bosco. El sueldo no era mucho, aunque era suficiente para cubrir mis necesidades básicas. Di gracias a Dios por habérmelo concedido después de tantas penurias. Lo entendí también como una forma de decirme “permanece aquí”.
Asimismo, por ese tiempo Dios puso en mi camino a un hermano evangélico. Como si no tuviera ya suficiente con toda la confusión que vivía, solo me faltaba la presencia de uno de estos hermanos en la fe para terminar de desestabilizarme. Y bien digo “hermano en la fe”, porque pese a no pertenecer a la misma Iglesia lo era, aunque con algunas diferencias. Y fueron precisamente estas diferencias las que me hicieron conservar la mía. Las únicas tres veces que lo vi, fue en el departamento. “Cuando Dios quiere dar, a la casa va a dejar”, aunque más no sea para hacernos volver al Camino, me decía a mí misma.
Realmente, los caminos, las sendas que utiliza Dios para salvarnos y llamarnos al compromiso son insondables. ¿Quién como Él para saber echar mano de todos los recursos disponibles e inimaginables a fin de despertarnos del profundísimo sueño en que nos sumimos por seguir los engañosos dictados del mundo? ¡Qué maravilloso, qué grandioso, y qué amoroso es nuestro Dios que nunca se olvida de nosotros, cuando en nuestra constante rebeldía nosotros, al contrario, no hacemos otra cosa que persistir en tratar de abandonarlo y olvidarlo!
Este hermano llegó una tarde al departamento con el pretexto de pedir a mi amiga, que estaba por viajar al Chaco, que le entregara una carta a su familia, pues también él era chaqueño. Compartimos unos mates y todo iba bien hasta que (como en un evangélico no podía ser de otra manera, y así deberíamos ser nosotros, los católicos) se puso a hablar de la Biblia. Yo le comenté que era católica (aunque en ese entonces solo el nombre de tal tenía). Citando determinados pasajes bíblicos, empezó a poner de manifiesto todas las falencias de la Iglesia Católica. A medida que hablaba, sus palabras iban generando en mi ser una creciente sensación de tensión y malestar, lo que me llevó a ponerme a defensiva. Pero ¿cómo podría defender mi fe, y menos aún rebatir lo que él decía, cuando carecía de fundamentos y de conocimiento bíblico y eclesial sobre los cuales afirmarme para hacerlo?
Él manejaba la Biblia de adelante para atrás y de atrás para adelante con total seguridad y pericia en la materia. Por mi parte, hacía tantos años que no agarraba una Biblia que poco o nada podía recordar de ella. Prácticamente su sabiduría me arrasó descomponiéndome en tan minúsculas partículas que, de haberlo permitido Dios, hasta casi una imperceptible brisa hubiera podido dispersar sin dejar el más mínimo rastro de mi paso por este mundo. De este modo vi y entendí que Él quiso llevarme a tomar plena conciencia de la absoluta ignorancia sobre las cosas Divinas en la que me encontraba. Y que en definitiva, son las únicas cosas que importan y verdaderamente salvan.
Este hermano volvió a ir dos veces a casa. Como resultado de su primera prédica había conseguido que mi amiga asistiera a su templo. Luego de la segunda, fue su pareja el allegado. En la tercera, supe que venía por mí. El tener esta certeza interior me ofuscó y perturbó extremadamente. Tanto que, conscientemente, me negué a recordar mi buena educación cristiana de dar buena acogida a nuestro visitante, y en esa oportunidad ni siquiera lo invité a tomar mate como solía hacer. Abiertamente, con una actitud tal, quería que se diera cuenta de que si sus intenciones era convertirme a su fe, por mi parte no era ni habría de ser bien recibido en ese departamento. Y evidentemente se dio cuenta porque jamás regresó ni volví a verlo. Pese a carecer de conocimientos para fundamentar mi postura, con firmeza le expresé que era católica., que no pensaba cambiar de fe, y que lo sería hasta la muerte. Tras mantener una constante confrontación de puntos de vista, me sentí victoriosa al verlo ponerse de pie, disponiéndose a irse, mostrándose muy contrariado.
Supongo que al salir habrá sacudido el polvo de sus pies como dice el Evangelio. Pero antes de cerrar la puerta me clavó directamente en el corazón y en la razón el más certero y fatídico aguijón, diciéndome: “Lo que pasa es que vos sos demasiado orgullosa y soberbia porque no querés ni podés reconocer que es Dios mismo quien te llama a convertirte al Evangelio. Estás perdida. Voy a orar por vos para que veas la Luz”. Sus palabras me envenenaron e indignaron, y le respondí: “¿Quién es el orgulloso y el soberbio que cree que su fe es la mejor e intenta imponérsela a los demás, cuando yo sé que no es correcto todo lo que se trata de imponer por la fuerza?”. Y sin más, se fue.
Esa fue la gota que logró rebalsar el contenido de mi quebradizo y miserable envase. La sumatoria de cuanto me perturbaba en los distintos aspectos de mi incomprensible existencia me llevó al borde del más negro y espeluznante abismo, que se iba abriendo ante mis pies tratando de tragarme. De esa manera, mis días terminaron por tornarse un verdadero caos interior sumiéndome en la densidad de las tinieblas del peor estado de crisis que hasta allí Dios me permitiera enfrentar. Empecé a preguntarme si el hermano evangélico no tendría razón, si en realidad no era yo la orgullosa y la soberbia intentando aferrarme a una idea que carecía de sólidos y creíbles fundamentos.
Era católica. Pero ¿qué era ser católica? Esta había sido una fe que me fuera impuesta. ¿Sería realmente la correcta? Si lo era, ¿por qué entonces las incoherencias a nivel eclesial que evidenciaba en Plottier, donde veía que trataba de encerrarse a Dios y a su amor infinito dentro de esquemas mentales tan estrechos? ¿Por qué Él permitía que nuestra parroquia permaneciese indefinidamente cerrada y abandonada de Su amorosa mano como parecía estarlo?
Porque en realidad veía que allí, en Plottier, Dios parecía haberse mudado a la Iglesia Evangélica, que iba creciendo rápidamente a medida que la nuestra se extinguía y agonizaba. Desconcertada, me preguntaba dónde estaba Dios realmente. ¿No sería que, en verdad, estaba en la Evangélica, como dijera aquel hermano que tratara tan mal y vergonzosamente?
Lo que el obispo hacía en Neuquén con los trabajadores y marginados de la sociedad me parecía loable. Pero ¿por qué no se daba cuenta de lo que sucedía en Plottier, ahí tan cerca, o era que se daba cuenta y no quería hacer nada para revertirlo? ¿Si él era el único que tenía el poder, la autoridad suficiente para cambiar las cosas, por qué no lo hacía? ¿Por qué la actitud orgullosa y soberbia de muchos sacerdotes llevaba al descreimiento de los fieles, obligándolos a alejarse cuando Dios sólo quería que se los acercaran? ¿Por qué...? ¿Por qué...? Alguien debía darme una respuesta para tantos interrogantes. ¿Dónde estaba la verdad? ¿Por qué debía pensar tanto? ¿No sería que aquel chico, con el que estuve saliendo casi un mes cuando tenía 16 años, tenía razón al decir que mi problema era que pensaba demasiado las cosas? ¿Por qué tenía que ser tan racional? ¿Por qué no podía ser como todas demás personas? ¿O como el común de las mujeres? Si al fin y al cabo todos los elegidos de Jesús habían sido varones (los apóstoles), ¿por qué, siendo mujer, tenía que ponerme a pensar y cuestionar tanto sobre cosas que no estaba a mi alcance poder modificar en lo más mínimo? ¿Por qué Dios me hacía eso: cuestionarme, aguijonearme y no dejar de aguijonearme? ¿Por qué no me permitía vivir en paz? ¿O era yo quien me preocupaba y exigía mucho más de lo que Él en realidad me pedía? ¿Por qué entonces no podía estar tranquila?
 XIII
De tanto pensar y cuestionarme había perdido el sueño, el apetito, la serenidad. Me sentía a punto de explotar. Me encontraba al borde de la locura. Quería escapar de allí. Pero ¿adónde iría? ¿Remediaría algo con escapar? ¡Si toda mi vida había parecido ser un constante escape sin solución eficaz!
Estando en Plottier, traté de escaparme a La Plata. Pero una vez allí, me vi llevada forzosamente de vuelta a Plottier, desde donde intenté escapar una vez más hacia Ushuaia. Y, desde ahí, ¿adónde iría para encontrar la paz? Entonces, ¿de qué escapaba en realidad? ¿Era del Maligno de quien escapaba? ¿O no sería más bien de Dios de quien estaba permanentemente tratando de huir, de Su voluntad para conmigo? Si era así, ¿por qué? ¿Qué pretendía Él de mí que le negaba tanto? ¿Era yo quien me negaba en la integridad de mi ser, o solo mi humanidad tratando de evitar lo que siempre me sintiera llamada y enviada a hacer, padeciendo miedo mortal de afrontar?
¿Por qué si no me había sentido siempre como en el ojo de un remolino, mediante el cual el mundo trataba de mantenerme aferrada por un extremo y por el otro Dios luchaba por intentar que me mantuviese desaferrada de las cosas pasajeras? “¿Por qué yo? ¿Por qué a mí?”, le gritaba a todo pulmón, cada vez que ascendía a la cima de la montaña. ¿Por qué se la tomaba conmigo? ¿O era que a todo el mundo le pasaba lo mismo y se lo callaban? Pero ¿cómo decir semejante cosa, de ser llamado y enviado por Dios a decir y hacer algo ante los hombres, sin que se lo tomara por loco? Sabe Dios que me encontraba al punto de perder la cordura. Y lo que más me desquiciaba era no tener ninguna respuesta de Su parte.
Una tarde de marzo de 1989, imbuida en toda esa maraña de pensamientos y sentimientos (tras deambular sin rumbo por la ciudad), al borde de la demencia y sintiéndome perdida, Dios guió mis pasos hasta la costanera. Era el sitio al que acostumbraba ir para sentarme sobre una roca a meditar.
Me gustaba pensar que esa era mi roca. Allí me sentía en armonía con el entorno, embelesada con la contemplación de la Portentosa Creación Divina. Pero esa tarde, a diferencia de las oportunidades anteriores, no existía armonía ni contemplación en mi ser. Llovía. Más bien, caía agua nieve. Involuntariamente, mi vista se fijó en el mar. Pensé qué habría sentido Alfonsina Storni cuando se adentró en él. Sin pretender justificarlo, encontrándome como me encontraba acorralada y sin salida, comprendí por qué tantas personas solían hacer cosas como esas cuando con ello no remediaban nada. Recién entonces lo comprendí, cuando me encontré ante una situación semejante. Cuando se acumulan y guardan tantas cosas sin poder encontrar a alguien con quien compartirlas, alguien capaz de entenderlas y ayudarnos a comprender y orientar, a fin de que el problema desaparezca en lugar de tornarse insuperable y sin solución, al punto de llevarnos a quitarnos la vida. Pero yo no podía hacer tal cosa. Por el gran amor que sentía hacia mi familia, y la profunda fe y amor a Dios que me alentaba, y así también la esperanza. Sin embargo, cuando no se tiene fe, ni esperanza, ni amor en Dios qué fácil e irremediable resulta el abismarse. Como un náufrago en alta mar, Él fue el único madero de salvación que logró salvarme. A Dios gracias, porque había llegado al confín de la Tierra en el espíritu. Pues tras dar el último paso, me hubiera dejado caer en el abismo. La vida había perdido todo sentido para mí, sólo me dejaba caer sin intentar hacer nada para impedirlo. La tormenta nívea no solo se había desatado por fuera sino también por dentro. Al extremo que sentía mi alma ya casi congelada e imposible de descongelar. El vacío insoslayable del abismo en el que me sumergía me hacía sentir un vacío total, imposible de llenar con nada ni con nadie.
De pronto, en las tinieblas inescrutables de mi mente se fue infiltrando un diminuto haz de luz, y de mis labios brotó un Nombre que hacía muchísimo, muchísimo tiempo no me animaba a invocar: Jesús. Lo llamé imperiosamente, sintiendo que solo Él podía rescatarme del abismo en que me encontraba. Si existía una salida, esa salida era Él. Con el rostro enrojecido por el llanto, lo llamé así: “Jesús, mi amado Jesús. Por favor, ayúdame. Ven pronto a socorrerme. Mira que estoy muriendo, y muero ya. ¿Por qué no me respondes? ¿Por qué no me hablas como cuando era una niña? ¿Por qué no te siento como entonces? ¡Te necesito tanto! Sin Vos no puedo caminar. Ven, por favor, ven, te lo suplico, te lo ruego, te lo imploro, ¡ven! ¡Jesús! ¿No me oyes? ¿Dónde estás? ¿Dónde te has ido? ¿Por qué me has abandonado? ¿Por qué callas y te ocultas? Sí, sé que no tengo derecho de esperar que me respondas y acudas a mi llamado como cuando era niña, después de tantas veces que me buscaste y me hice la sorda... Por favor, ¡te necesito tanto como el aire que respiro!... Sé que no lo merezco pero, por favor, ¡no estés enojado ya conmigo! Tú eres mi única y última esperanza... Perdóname, perdóname, perdóname. Ven. Ven. ¡Te necesito tanto, tanto...!”.
Humanamente estaba sola en ese sitio. Nevaba copiosamente pero no me importaba. Ni me hubiera importado que en ese instante se hubiera acabado el mundo. Porque mi mundo sí se había acabado. Había llegado interiormente al confín de la tierra del espíritu, encontrándome, a la vez físicamente, en el último confín de la Tierra, como se suele llamar a Tierra del Fuego.
Sentía el rostro enrojecido por el incontenible llanto y congelado por el níveo frío. Sola. No había nadie más que yo allí, sentada sobre la roca. Roca tan fría e inquebrantable como la que intentaba penetrar: Dios. Las gaviotas, el oleaje, la brisa polar, yo. Y sintiendo no tener ya más lágrimas para derramar ni más palabras para clamar, padeciendo todo el peso del vacío y del sepulcro, en medio del más absoluto silencio de Dios, me dispuse a desistir, pensando que todo era inútil ya. Que era demasiado tarde. De pronto comencé a experimentar como si una casi imperceptiblemente pequeña llamita fuera encendiéndose en el centro de mi ser, en el corazón de mi esencia, hasta llegar a convertirse, en una fracción de segundos, en una gigantesca y abrasadora hoguera expandiéndose por todo mi cuerpo. ¡Ardía! ¡Estaba ardiendo! Era el fuego de Dios. De Jesús en mi ser. Podía reconocerlo por reminiscencias de la infancia. Era el fuego consumante del Amor de Jesús.
Fuego que volvía a envolverme y consumirme. ¡Bendito fuego que me encendía volviéndome a despertar a la verdadera vida! Como si los ojos y oídos de Dios, en Dios, se reabrieran en mi interior, permitiéndome volver a ver y oír todo humanamente desde una sintonía superior. Sintonía que solo puede ser captada con los ojos y oídos del espíritu. Nuevamente todo me hablaba de Él: el mar, el cielo, la nieve, las gaviotas que revoloteaban entorno a mí, las montañas... Su mística y divina Presencia estaba en todo cuanto veía y oía, diciéndome “¡Aquí estoy, mi amada y pequeña Gladys! Yo jamás te abandoné, sino que fuiste vos la que te negabas a verme y encontrarme. Yo te llamaba constantemente. Pero con tristeza veía cuánto más te alejabas. Ya no llores. Ya no sufras. Porque Yo estaré siempre contigo. Aún si vuelves a dejarme”.
Mi alma estalló de gozo. ¡Imposible de explicar! Solo sé que en ese instante me sentí la mujer más dichosa de la Tierra, y atiné a responderle: “Amado de mi corazón, Jesús, mi amigo fiel. Ahora que por fin te he reencontrado jamás volveré a dejarte porque mi vida entera sin Vos se vuelve nada, no tiene ningún sentido. Sin Vos no puedo caminar. Ni respirar. Me muero y estoy muerta. Sólo Vos me das la vida, el vivir de vida eterna. Quiero estar siempre con Vos. ¡Siempre! Por favor, no permitas que nada ni nadie me aparte nuevamente de tu lado. ¡Haré todo lo que me pidas! ¡Porque había caído al abismo y me rescataste! Extendiste tu diestra victoriosa y de las fauces del Maligno me salvaste. ¿Quién como Vos, Señor y Dios mío? ¿Quién como Vos? Nadie. Soy tuya. Solo tuya. Que se haga en mí Tu voluntad. Ya sea que esta sea ser religiosa o que me case y tenga hijos. O que permanezca soltera y adopte algún niño. Que se cumpla tu voluntad y no la mía. Lo acepto todo. Sea lo que sea, si es tu voluntad, sin duda será lo mejor. Pues sé que de una u otra manera siempre estarás en mí y yo en Vos. Gracias, Jesús amado, por ser el principio y fin último de mi vida. Gracias. Gracias. Gracias. ¡¡¡Te amo!!!”.
Sentí que volvía a entrar en el Paraíso, en el mismo Reino de los Cielos. Y sin duda lo estaba. ¡Dios! ¡Cómo deseaba permanecer allí por siempre! Pero, nuevamente, sabía que debía volver al mundo. Pero esta vez ya no para dejarme seducir por él, sino para hacer en un todo la voluntad de Jesús y de Dios Padre.
Sabe Dios que ardía como una tea llameante, inextinguible, dispuesta a cumplir plenamente lo que deseara de mí. Que aún no lo sabía y no hace más de un mes que me lo terminó de definir. ¡Qué largo fue el camino! ¡Qué larga la espera! ¡Qué interminables las tribulaciones! Pero ¡qué dulce la victoria! ¡Bendito sea Dios por todas las generaciones! ¡Por siempre sea bendito! Amén.
Acostumbro decir que Ushuaia marcó un antes y un después en mi vida. Y así fue. Pero, sin duda alguna, el antes y el después quedaron determinados a partir de todo lo que sucedió esa maravillosa tarde de búsqueda y encuentro “... busquen y hallarán... y el que busca halla...” (Lc. 11, 9-10).
No solo me reencontré con Jesús, y a través de su manifestación con la Divina Trinidad, sino con el único e invaluable tesoro en el que desde entonces tengo íntegramente puesto mi corazón: la vida eterna. Comprendí que Dios Padre era el que siempre guiaba mis pasos, hablándome indirectamente a través de la historia de mi vida. Que Jesús era la Presencia Divina portadora de la respuesta, el Camino, la Verdad y la Vida que debía seguir, buscar y alcanzar. Y que el Divino Espíritu Santo era quien me encendía, agudizaba todos mis sentidos y me impulsaba a obrar.
Lo que viví aquella tarde fue una experiencia tan profunda en Dios que, siendo una neonata en las cosas del Señor, me fue imposible alcanzar a comprender su verdadera y total dimensión. Experiencia que, recién en este instante de iluminación, me permite comprender en toda su extensión. Y el comprenderlo me entrecorta la respiración.
¡Dios mío! ¡Por cuánto tiene uno que pasar antes de que el entendimiento le sea dado para ser capaz de descubrir el sentido global de tus designios y proyectos desde el comienzo hasta el fin! Y esto solo es posible cuando se puede mirar el conjunto. Pero todo inevitablemente a su debido tiempo. ¡Gracias mi Dios y mi Todo, mi Señor y mi Dios, Divino Espíritu Santo, por cuánto has querido obrar en mí y por permitirme entender, dando mayor sentido a mi vida! Gracias. Gracias. Gracias...
Pero entendiéndolo, ¿cómo ahora explicarlo? Sólo si me llenas con tu divina Sabiduría podré hacerlo. Por eso, Divino Espíritu Santo, dame tu Sabiduría para poder explicarlo. Amén.
XIVCuando partí de Ushuaia por última vez, en abril de 1991, pensaba que era ese día cuando moría a la mujer vieja para nacer a la mujer nueva en Cristo Resucitado. Es decir, cuando renacía del Espíritu del Padre y del Hijo por la Inmaculada Concepción de María para ser un nuevo ser espiritual en el Espíritu Santo.
 Entre los fariseos había un personaje judío llamado Nicodemo. Este fue de noche a ver a Jesús y le dijo: “Rabí, nosotros sabemos que has venido de parte de Dios como maestro, porque nadie puede hacer señales milagrosas como las que tú haces, a no ser que Dios esté con él.
Jesús le contestó: “En verdad te digo, nadie puede ver el Reino de Dios si no nace de nuevo, de arriba.” Nicodemo le dijo: “¿Cómo renacerá el hombre ya viejo? ¿Quién volverá al seno de su madre para nacer de nuevo?”.
Jesús le contestó: “En verdad te digo: El que no renace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo que nace de la carne es carne, y lo que nace del Espíritu es espíritu. Por eso no te extrañes de que te haya dicho: necesitan nacer de nuevo, de arriba.
El viento sopla donde quiere y tú oyes su silbido; pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así le sucede al que ha nacido del Espíritu”.
Nicodemo volvió a preguntarle: “¿Cómo puede ser esto?”. Respondió Jesús: “¿Tú eres maestro en Israel, y no entiendes esto?” (Jn. 3, 1-10).
 
Pero ahora entiendo que no fue entonces cuando nací de nuevo, sino aquella tarde junto al mar, cuando mi ser se debatía entre la vida y la muerte creyendo que estaba muriendo. Cuando en realidad ya estaba muerta desde hacía muchos años en el Espíritu, y seguía con vida solo según el nacimiento obrado en la carne, según los dictados de este mundo, pero sin Dios en mi conciencia y en mi ser.
A la luz de todo cuanto el Señor quiso llevarme a ver durante los últimos siete años entendí que aunque parezca que estamos vivos, en realidad, estamos y permanecemos muertos, dormidos, en cierto estado de dormición en este lugar del Abismo y de la Muerte con respecto a la verdadera vida, que es la eterna en el Reino de los Cielos. Vida de la que quiso venir a hacernos partícipes nuevamente, despertándonos, resucitándonos de este actual estado de muerte. Vida que en cierto modo, teníamos ya en Él en el principio. Causándonos la muerte a nosotros mismos respecto de aquel estado de vida original en el Espíritu, por haber caído en el pecado que nos llevara a apartarnos y quedar separados desde entonces del Reino de los Cielos.
Vida celestial, eterna, de la que quiso concedernos nuevamente la gracia de volver a tener en el Espíritu, viniendo Él mismo en la Persona del Hijo, nuestro Señor Jesucristo, como el Pan Vivo bajado del Cielo para restablecérnosla haciéndonos resucitar en Él a una vida nueva, para vivir una vida eterna desde aquí mismo, si creemos en Él y en ello. Amén. ¡Gloria a Dios!
Hasta los 16 años de edad sentí que vivía entre el cielo y la Tierra, experimentando en forma permanente la lucha interior entre el Espíritu de Dios y el espíritu del enemigo. Decidí dejar de dar catecismo ante la situación surgida en la Iglesia respecto a la parroquia y comunidad de San Antonio de Padua, al soltarme de la mano de Dios y comenzar a rehuirle a Jesús porque presentía algo que con solo pensarlo me quitaba el aliento, cuando entré en ese largo período de muerte en el Espíritu del que saliese aquella tarde de marzo de 1989, en que me sentí renacer, resucitar a una vida nueva, desde lo alto, desde el Espíritu, del mismo Espíritu de Dios Padre y Dios Hijo en Dios Espíritu Santo en mi ser.
Había entrado, en dicho período de muerte, a la auténtica vida en el Espíritu de la que en el principio quiso llevarme a ser partícipe, al rebelarme durante la adolescencia contra los dictados interiores de Su manifiesta voluntad para conmigo, dejándome seducir por los llamados del mundo, de la carne, excluyendo absolutamente a Dios de mis planes y de mi vida.
Mediante la transfiguración que se produjo en mi ser y en mi vida, aquella tarde junto a la bahía de Ushuaia pude ver el Reino de Dios en toda su dimensión. Porque con su manifestación, la Divina Trinidad me permitió ascender hacia Él en el Espíritu. Y lo que con los ojos del Espíritu vi fue tan maravilloso, portentoso y gozoso que le dije a Dios: “Quiero formar parte de tu Reino para siempre. No permitas que jamás nada ni nadie me aparte de él. Que mi mirada esté siempre apuntando a él, a fin de que no lo pierda de vista y vuelva a perderlo jamás. Mirá que soy débil de memoria y voluntad. Por lo que solo Vos podés hacer que no lo olvide y que desee siempre alcanzarlo. Pero no deseo la vida eterna solo para mí sino también para mis seres queridos y muchísimas personas más. Anhelo que todos ellos estén con nosotros Allí. No importa por lo que debamos pasar para alcanzarlo: dolor, penurias, sufrimiento y muerte. Porque si es para alcanzar tan incomparable gracia, bien valdrá la pena intentarlo.
Aunque esto será algo que ellos no sabrán, sino sólo Vos y yo, hasta que sea el tiempo. Ya que sin haberlo visto, de la manera en que me dieras la gracia de poder verlo, no lo comprenderán. Y habiéndolo visto, comparándolo con lo que nos ofrece temporalmente el mundo, sabiendo que es lo mejor, tomo en este momento esta decisión, no solo por mí sino también por ellos. Aunque me parta el alma tener que verlos sufrir. Si es para la salvación de sus almas junto con la mía, estoy dispuesta a soportarlo todo. No permitas que ninguno de ellos ni yo nos perdamos”.
Sentí aprensión y temor por lo que acaba de decir pensando en mi familia. Pero únicamente deseaba lo mejor para ellos, y lo mejor era asegurar su salvación junto con la mía. Porque habiendo llegado casi a perderme, no quería que ninguno de ellos corriera el riesgo de pasar por lo mismo.
También vi y entendí en aquel instante que, en el trasfondo del encuentro con Dios Vivo que acababa de tener, había algo mucho más significativo y trascendental en Dios que lo que en lo personal me tocaba. Algo que no alcanzaba a definir ni comprender. Un motivo muy especial para todo. Sentía que Dios, a lo largo de mi vida, siempre me había llevado y cuidado en forma preferencial por algo o para algo que trascendía su reconfortante y totalmente desinteresada manifestación de amor.
Lo incomprensible era la amarga sensación de que el presentir tal oculto misterio me producía en lugar de causarme alegría. Sentía que haber tenido esa experiencia de reencuentro y consubstanciación con Dios no había sido porque sí, y su fin único no era mi salvación, sino algo que estaba mucho más allá. No obstante saber que, por otro lado, Dios siendo Dios podía hacer lo que quisiera, cuando lo quisiera, como lo quisiera, donde lo quisiera, con quien lo quisiera y por quien lo quisiera, ya fuese para salvar a una multitud o simplemente a una única persona.
Por lo que era aceptable pensar que su simple intención al socorrerme, respondiendo al pedido de auxilio que le hiciera, había podido ser solo para rescatarme del abismo. Porque imperiosamente lo buscaba y Él amorosamente se dejó encontrar. Pero no. Intuía que en mi vida con Dios y por Dios existía un fin último que comenzaba a tomar sentido con el reencuentro de nuestro amadísimo Jesús ocurrido esa gloriosa tarde junto a la bahía de Ushuaia.
Puedo decir que, recién ahora, a siete años de ello, lo entiendo gracias a Dios, al considerar el conjunto de todo lo vivido antes de esa experiencia, durante ella, e incluso después, hasta el presente.
Pero para alcanzar entendimiento y comprensión tal, cuánto y qué árido camino tuve que recorrer a partir de ese momento. Sólo Dios sabe de mis tribulaciones y padecimientos sin fin, gozosamente aceptados para Gloria de su Nombre y expansión de su Reino de Amor con la salvación de una multitud de hombres y mujeres para la vida eterna.
Muchas cosas cambiaron en mi vida. En primer lugar, me sentí liberada por Dios de las cadenas que pretendían atarme a un amor que no era tal sino una fuerte tentación, por comprender solo entonces que nacía de la carne y no del espíritu, como debía serlo, si hubiese nacido de lo alto, de arriba. Esto me llevó a cortar inmediatamente todo vínculo con aquel joven que constituía en aquel momento mi peor tentación…
Luego de ello, esa misma tarde, del departamento me fui directamente a la biblioteca popular con la avidez de tomar contacto con la Biblia, que tan atrás en mi vida había quedado. No tenía dinero para comprarme una y no podía esperar a cobrar para hacerlo. Sentía una ardiente desesperación por abrirla cuanto antes, para compensar todo lo que no había hecho cuando durante los primeros años de mi distanciamiento de Él, Jesús me llamara a hacerlo.
“¿La Biblia?”, me preguntó extrañada la bibliotecaria, “No sé si tenemos una”. Me mandó al último rincón del último estante de la última estantería del último sector de la biblioteca. Me apenó y me entristeció tanto descubrir de esta manera la “gran” importancia que se le daba a Dios, a Jesucristo y sus enseñanzas en este mundo, que casi me enreda y deja mortalmente atrapada en su inmensa telaraña.
Con su cubierta empolvada y sus páginas amarillas por el tiempo, me pareció antiquísima su impresión cuanto más el olvido en que se la había dejado. La tomé entre mis trémulas manos con sumo cuidado y amor, hambrienta y sedienta de ser saciada por su contenido. La abrí para no querer volver a cerrarla jamás, y su Palabra se convirtió a partir de entonces en mi único sustento, haciéndose carne en mí.
Por la noche, nuevamente en el departamento, aún sintiéndome arder en el fuego del Espíritu, escribí a mi familia una carta que los conmocionó por lo breve, alocado e incomprensible de su contenido, el que lamentablemente no podré transcribirles por haber extraviado la carta luego de recuperarla de entre las que le escribiera desde allí a mi familia, guardadas por mi madre. Carta que, al despachar al día siguiente en el correo, presentí que habría de desconcertarlos y alterarlos. No obstante ello, sintiendo al mismo tiempo tenía que enviarla, lo hice.
Tenía la costumbre de escribirles extensas cartas, de entre 10 y 16 páginas. Mientras que esta, por el contrario, no ocupaba más que una carilla y media. Igualmente, solía llamar todas las semanas a casa. Pero en esa oportunidad, dejé pasar conscientemente casi tres semanas hasta contactarme telefónicamente con mi familia, luego del despacho de la carta.
Al término de la primera semana, me sentí inquieta, presintiendo que algo muy perturbador estaba sucediendo en casa a causa de mi carta. Una voz me decía: “Llama”. Otra, “Esperá”. Me dejé llevar por la segunda voz, sintiendo que era la de Jesús. Cuando lo consideré oportuno, y con el corazón en un puño, llamé. Había presentido que mi carta los inquietaría, pero nunca imaginé a qué extremo. Estaban casi todos en casa esperando mi llamada, sin saber cuándo lo haría. Todos estaban sumamente preocupados y desconcertados. Algunos lloraban mientras me hablaban. Me preguntaban qué cosa tan grave me había sucedido como para tomar la decisión de hacerme religiosa, cuando ni remotamente estaba en los proyectos personales que les había compartido antes y después de partir de Plottier. Me pidieron que no tomara ninguna decisión antes de hablar con ellos. Que necesitaban verme cuanto antes: o iba yo a casa o alguno de ellos iría a dedo, o como sea, a Ushuaia para hablar conmigo. Algunos me decían que regresara a Plottier. Mientras los escuchaba, pensaba con profunda tristeza por qué algo que para mí era maravilloso para ellos parecía ser tan malo.
¿Qué había escrito en la carta que provocara una reacción tal? Al tiempo de alegrarme por ver el gran amor que me tenían, no pude evitar sentirme profundamente entristecida, al mismo tiempo en Jesucristo, por sus respuestas. Sentí que estaba decepcionando y negando a Jesús, con todas y cada una de esas respuestas, pues desde ese encuentro con Dios Vivo, ya no era yo, sino Jesús en mí quien vivía.
Les contesté que en ningún momento yo había dicho que estaba ya decidida a hacerme religiosa, sino que lo había considerado como una de las tres alternativas que entendía podía ser la voluntad de Dios para conmigo. “No. No me pienso hacer religiosa, y nada malo me ha sucedido sino lo más maravilloso que a alguien le podría llegar a suceder: reencontrarse con Jesucristo”, les dije.
Pero con mi aseveración de que no me iba a hacer religiosa, sentí mayor pena porque entendí que entonces era yo quien lo estaba decepcionando, negando. Y volví a sentir miedo por mi familia y por mí.
Cuando volví a leer esa carta el año pasado, entendí más que nunca la reacción de mi familia. Era realmente una carta de locos. Jamás, antes de la experiencia en cuestión, hubiera podido llegar a escribir una carta de ese tenor. Ni aún después. Por lo que sé que, indudablemente, no fui yo quien la escribiera sino bajo inspiración Divina. Pues recuerdo mis manos velozmente escribiéndola, mientras mi espíritu estaba en ese instante íntegramente con Jesús en mente y en corazón.
Mis anteriores cartas desde Ushuaia estaban llenas de paz, de amor, de proyectos mundanos y normales. Del encantamiento que sentía por Ushuaia, que me subyugaba como si me tuviese bajo un fortísimo hechizo de sueños, de ilusiones... Mientras que el contenido de esta carta era frontal, cortante, frío, tajante, hasta despiadado y apocalíptico.
Tampoco les contaba lo maravilloso de toda la experiencia sino solo sus consecuencias, y en forma inusual y drástica. Por todo lo que es lógico y comprensible haber suscitado en ellos aquella reacción de desazón e incertidumbre, agudizada por el hecho de haber dejado pasar tantas semanas sin comunicarme con ellos, desesperándolos no saber dónde contactarme telefónicamente. Todo lo cual los llevó a temer que algo realmente malo me había sucedido como para ocasionar un cambio tan grande en mi proceder. Era lógico, entonces, que ansiaran verme cuanto antes para comprobar que verdaderamente estaba bien y comprender el porqué de mis últimas palabras y actos. En definitiva, estaban preocupados porque me amaban demasiado, y sus intenciones no eran otras que querer lo mejor para mí. Aunque yo sabía que ya no era ni sería lo mejor para mí jamás.
Por la gracia Divina recientemente devuelta, sabía que lo mejor para mí no podía ser nada que tuviese que ver únicamente con el pensamiento y los dictados del mundo si no se fundía, al mismo tiempo, con el designio Divino. Pero ¿cómo pretender que ellos comprendieran esto cuando ni quisiera yo lo podía llegar a comprender en toda su extensión como para poder explicarlo más allá de simplemente sentirlo? ¡Imposible!
Por ello, entendí que había muchas cosas que no podía decir ni contar a nadie. Ni siquiera a un sacerdote. ¡Cuánto menos a mi familia! Hasta que no se me diese el entendimiento Divino para comprenderlas y, por ende, poder explicarlas dándolas a conocer. Así, durante mucho tiempo callé todo esto sin dejar de meditarlo profundamente en mi mente y en mi corazón durante nueve años.
Finalmente, en esa llamada telefónica les di mi palabra de que sería yo la que iría a casa, para que de esta manera pudiera verlos y hablar con todos. Que también yo lo necesitaba, pues nunca había estado lejos de ellos por tanto tiempo. Y, a la vez, todos me verían, y podrían cerciorarse de que estaba bien. Tan bien como nunca antes lo había estado.
Tomé el compromiso de viajar, y los tranquilicé, aunque no podía hacerlo sino hasta el mes de julio, en que tendría vacaciones en el trabajo, a causa del receso universitario. Lo que implicaba la postergación del reencuentro familiar tres meses. Durante ese tiempo, sucedieron muchas otras cosas a mi alrededor que no dejaban de alterarme y preocuparme. Por un lado, mi amiga cambió de pareja cuando reapareció un viejo amor venido del Chaco. Este hombre vino con un hijo adolescente que se quedó a vivir con nosotras en nuestro monoambiente, se sumó luego en la vivienda el hijo menor de mi amiga, y llegamos a ser así demasiada gente ya para un departamento tan pequeño.
¿Qué podía decir? ¿Adónde irían sino los recién llegados? En Ushuaia, y supongo que en todo lugar con alta tasa de inmigración, el ofrecer un corazón y una puerta abierta al recién llegado constituía un gesto de solidaridad generalizado y natural. Supongo que aún debe ser así. Se trata de dar, ni más ni menos, lo que uno recibió. Una mano ayuda a la otra, y esta a la siguiente. Así, cuando yo llegué, esta amiga me permitió, sin dudarlo siquiera, pese a no conocerme, que me trasladara a vivir con ella a una casa que estaba cuidando, hasta que lográramos conseguir y alquilar algo juntas, para que no siguiera gastando dinero en la casa de familia donde estaba alojada. Entonces, ¿cómo podía negarme a que ellos vivieran con nosotros cuando no tenían ni dinero ni otro lugar adónde ir?
Pero después de la llegada de estos tres nuevos integrantes a nuestro departamento todas las cosas cambiaron en la amistad y en la convivencia con mi amiga. Todo se alteró considerablemente. Nada volvió a ser lo mismo.
Por otro lado, en esos meses recibí de casa un enorme sobre con cartas de todos y cada uno de mis seres queridos. Leerlas me reconfortó enormemente, por el profundo amor que a través de ellas me manifestaban. Hasta papá y mi hermano mayor Héctor me escribieron largas y conmovedoras cartas: era la primera carta que papá escribía en su vida, y Héctor, una de las pocas que escribiera.
De esa forma, me demostraban lo preocupados que estaban por mí. Sus palabras al igual que la de todos eran muy emotivas. Por un lado, me reconfortaban. Por el otro, me abatían. Y me abatían porque todos me pedían lo mismo: “¡Volvé a casa!”.
No sabían lo que me pedían. Volver a casa definitivamente significaba para mí “colgar los guantes” antes de comenzar la pelea. Sabía que estaban dadas todas las condiciones como para seguir hasta el final, y ganar. Aunque tal vez no la ganara. Pero sabe Dios que estaba dispuesta a luchar dándome el todo por el todo hasta que ganase o las fuerzas me abandonaran.
XVNo me quería ir de Ushuaia, al menos, no todavía. Sentía que aún tenía mucho que aprender o descubrir allí. Sobre todo porque aún no conocía el verdadero motivo por el que Dios me había guiado hasta ese lugar. ¿Por qué ese lugar y no otro? ¿Simple casualidad? No. Comenzaba a pensar que en mi vida nada era circunstancial, sino que detrás de todo, indiscutiblemente, estaba la mano de Dios. Podía conformarme la idea de que Él no había tenido otro motivo para llevarme a Ushuaia que el generar toda aquella situación tan conflictiva de los primeros meses para hacerme volver a su rebaño mediante la puerta del corral: Jesús.
En verdad les digo, quien no entra por la puerta al corral de las ovejas, sino por cualquier otra parte, es un ladrón y un salteador. Pero el pastor de las ovejas entra por la puerta. El cuidador le abre, y las ovejas escuchan su voz: Llama por su nombre a cada una de sus ovejas y las saca fuera del corral. Cuando ha sacado a todas las que son suyas, va caminando al frente de ellas, y lo siguen porque conocen su voz. A otro no lo seguirán: más bien huirán de él porque desconocen la voz del extraño (Jn. 10, 1-5).
 
Otras voces me hablaban, las del mundo. Otra voz quería engañarme haciéndome creer que el dejarme llevar por la tentación de eso que consideraba amor era lo correcto. Pero, yo sentía que esa no era la voz de Dios. Esa voz me era extraña. Y había sido la misma que una vez me engañara arrojándome al abismo. No era esa la voz de Dios. No era la voz que recordaba de mi infancia, que me daba paz, seguridad y amor.
Después de tanto tiempo de andar como oveja sin pastor, extraviada por el mundo, dispuesto este a devorarme, y teniendo sobre mí su nauseabundo aliento, mi angustiado y desesperado balido, que llamaba a mi pastor, llegó hasta sus oídos. Él me escuchó y presuroso fue en mi auxilio. Me rescató del Maligno y me cargó sobre sus hombros para conducirme de regreso y para siempre a su rebaño. Jesús fue, es y será a partir de ese día mi único Pastor.
En verdad, les digo: Yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que se presentaron son ladrones y malhechores; pero las ovejas no les hicieron caso. Yo soy la Puerta: el que entra por mí está a salvo. Circula libremente y encuentra alimento. El ladrón entra solamente a robar, a matar y a destruir. Yo, en cambio, vine para que tengan vida y sean colmados. Yo soy el Buen Pastor.
El buen pastor da su vida por sus ovejas. El asalariado, o cualquier otro que el pastor, huye ante el lobo. No son suyas las ovejas y él las abandona. Y el lobo las agarra y las dispersa, porque no es más que un asalariado y no le importan las ovejas.
Yo soy el Buen Pastor: conozco las mías y las mías me conocen a mí, como el Padre me conoce y yo conozco al Padre. Por eso yo doy mi vida por mis ovejas.
Tengo otras ovejas que no son de este corral. A ellas también las llamaré y oirán mi voz: y habrá un solo rebaño como hay un solo pastor.
El Padre me ama porque yo mismo doy mi vida, y la volveré a tomar. Nadie me la quita, sino que yo mismo la voy a entregar. En mis manos está el entregarla, y también el recobrarla: éste es el mandato que recibí de mi Padre.
Una vez más se dividieron los judíos que oían a Jesús. Unos decían: “Es víctima de un espíritu malo y habla locuras. ¿Para qué escucharlo más?” Otros decían: “Un hombre endemoniado no habla de esta manera. ¿Puede un demonio abrir los ojos de los ciegos?”
Era invierno y, en Jerusalén, se celebraba la fiesta conmemorativa de la Dedicación del Templo. Jesús se paseaba en el Templo por el pórtico de Salomón cuando los judíos lo rodearon y le dijeron: “¿Hasta cuándo nos tienes en suspenso? Si eres el Cristo, dilo claramente”.
Jesús les respondió: “Ya se lo he dicho, pero ustedes no creen. Las obras que yo hago en el Nombre de mi Padre declaran quién soy yo. Pero ustedes no creen porque no son de mis ovejas.
Mis ovejas conocen mi voz y yo las conozco a ellas. Ellas me siguen y yo les doy vida eterna: nunca perecerán y nadie las sacará de mi mano. Nadie podría sacarlas de la mano de mi Padre, y él me ha dado poder sobre todos: Yo y mi Padre, somos una misma cosa”.
Entonces los judíos tomaron de nuevo piedras para tirárselas. Jesús dijo: “Hice delante de ustedes muchas obras buenas que procedían del Padre: ¿Por cuál de ellas me quieren apedrear?” Los judíos respondieron: “No te apedreamos por algún bien que hayas hecho, sino porque, siendo hombre, insultas a Dios, haciéndote pasar por Dios”.
Jesús les contestó: “¿No está escrito en la Ley de ustedes: ‘Yo lo digo: ustedes son dioses’? Se llama, pues, dioses, a éstos que reciben la palabra de Dios; y no se puede dudar de la Escritura. Entonces, si el Padre me ha consagrado y enviado al mundo, ¿no puedo decir que soy Hijo de Dios sin insultar a Dios?
Si yo no cumplo las obras del Padre, no me crean. Pero si las cumplo, aunque no me crean por mí, crean por las obras que hago y sepan de una vez que el Padre está en mí y yo estoy en el Padre”.
Entonces quisieron tomarlo preso, pero Jesús escapó de ellos. Se fue al lado oriente del Jordán, donde Juan bautizaba al principio, y permaneció allí. Mucha gente vino a verlo. Decían: “Juan no hizo ninguna señal milagrosa, pero habló de éste, y todo lo que dijo de él era verdad”. Y muchos allí creyeron en él (Jn. 10, 7-42).
 
El Señor, mi Dios, me dice: “Escribe”. Yo escribo. El que pueda entender que entienda. Amén.
Por eso digo: “Jesús fue, es y será mi único Pastor”. Porque ese día, esa tarde, junto al mar, lo reencontré después de muchos años de haberme extraviado. Él me llamaba, me buscaba, porque sabía que andaba perdida como oveja sin pastor. Pero, traviesa como toda ovejita joven, traté de no escucharlo. Traté de hacer “la mía” y no lo escuché. Más bien, escuchándolo traté de hacerme la sorda.
Él me decía: “Por ahí no, Gladys, por acá”. Pero yo, obstinada como obstinado es todo joven, quería ir por ahí y me le escapaba. Volvía a repetirme: “Por ahí no, que te va a agarrar el lobo y te va a devorar si no estoy cerca de ti". Varias veces trató de conducirme de vuelta al rebaño. Pero me le volvía a escapar, creyendo que podría bastarme a mí misma para evitar el peligro del que me prevenía. Hasta que una vez el lobo me atrapó, me destrozó y por casi me devora, si no fuera porque Él estaba ahí (sin yo saberlo) para rescatarme de sus fauces. Me cargó en sus cálidos brazos, curó mis heridas; y cuando me sentí nuevamente con fuerzas para mantenerme en pie, me volví a escapar. Él, cansado de mi testarudez por querer destruirme, Divino y amoroso, al verme partir ya no me detuvo. Permitió que me alejara. Aún lejos de Él, andaba confiada adentrándome en lo desconocido. Pues después de aquel primer encuentro con el lobo, cuando me di cuenta de que Él estaba cerca de mí sin haberlo visto, sentía que de igual manera siempre lo estaría cada vez que lo necesitara.
Sin duda, así fue. Pero esta vez, Él esperó que fuera yo quien lo llamara. Sin dejar de estar cerca, estaba demasiado lejos de mí como para llegar tan a tiempo como la primera vez. El lobo de la desesperanza, de la incredulidad, del cansancio, ya me estaba devorando. Mi vida pendía de un hilo finísimo que estaba a punto de cortarse.
Pero, Él, dueño de la vida y de la muerte, me hizo revivir. No sólo me hizo renacer sino que me colmó con todo tipo de gracias y bendiciones, infundiéndome un Espíritu nuevo: Su santo Espíritu Divino.
Por lo que desde ese momento mi vida dejó de pertenecerme para pertenecerle íntegramente a Él. Para hacer Su voluntad en todo lo que me inspirase. Porque después de demostrarme así su gran benevolencia y misericordia para conmigo, ya no quise otra cosa que vivir para Él y ejecutar todas las obras que me encomendara, fuera lo que fuese y me implicara lo que me implicara.
Así, entendí aquel día que al darme de nuevo la vida, vida nueva, comenzaba a vivir de vida eterna aún cuando permaneciese en la Tierra. Pues entendía que ya nunca volvería a perecer. Porque aunque matasen mi cuerpo, mi espíritu continuaría junto a Él, viviendo en Él.
Así entendí que nadie podría ya sacarme de sus manos, aunque lo intentasen, y físicamente pudieran llegar a matarme. Y al poder sacarme de Sus manos tampoco podría sacarme de las manos del Padre por ser ambos una misma cosa.
Y si entonces entendí todo esto sin haber vuelto a abrir la Biblia desde los 16 años, sólo fue porque en ese momento de ignorancia fue el Divino Espíritu Santo quien me lo hizo entender.
Sí. Definitivamente creía que si Dios había querido devolverme la vida, debía ser por un motivo muy especial. Y era precisamente ese motivo el que sentía debía encontrar. Por esta razón, sentía que no podía irme para siempre de Ushuaia hasta tanto lo conociera. Pues, si no tenía ninguna misión especial que cumplir en el mundo, me hubiera llevado con Él en aquel instante en que me permitió reencontrarme con Él junto a la bahía de Ushuaia. Por haber encontrado total agrado ante Sus ojos durante los últimos años, desde que a los 23 me sucedió lo que me sucedió, mandándome a saber mantenerme de allí en más casta y virgen a fin de que aún pudiera ser posible en mí lo que tenía pensado llevar a cabo por mi medio para toda la humanidad. Comprobando por Sí mismo haberme mantenido firme y fiel durante todos esos años, en la observancia y consumación de tal reiterado mandato recibido, luchando contra viento y marea contra toda nueva ocasión u oportunidad que me volviera a presentar el enemigo para llevarme a dudar y caer. Sobre todo durante las múltiples tentaciones, y más puntualmente en esa última gran tentación, a las que durante el tiempo que llevaba en Ushuaia, y más aún en ese último mes, me viera y sintiera poderosamente sometida. Buscando mantenerme adherida a Él e intentando no volver a hacer nada que no fuese de su agrado o cayera fuera del nuevo dictado recibido, en tal sentido.
Y fue así, porque entre las cosas que aquella tarde culminante le pedía, le suplicaba también me ayudase a ver si el sentimiento que me nacía por ese hombre era amor o tentación. Pues no quería hacer nada que me alejase de Él, y si era tentación le pedía que me diera la fuerza para arrancarlo de raíz. Y así lo hizo. Entonces pensaba que si me había devuelto su gracia, la vida, y además de ello me permitía conservar la vida terrenal, indiscutiblemente debía ser por algo. Lo que no sabía, ni mucho menos podía entender entonces, era que el hecho de tener su gracia, el hecho de vivir ya de vida eterna, no significaba que no tendría tentaciones o que no volvería a tenerlas. Sino que, por el contrario, seguiría estando constantemente sometida a tentaciones mientras estuviese en el mundo. Las que incluso serían cada vez más fuertes cuanto mayor esfuerzo pusiese en cumplir la voluntad del Padre. Porque con mayor ahínco el enemigo trataría de hacerme desistir para evitar llevar a buen término la obra que Él me encomendase. Esto lo entendí recién después de mi regreso de Ushuaia. Cuando me vi enfrentada a ellas.
Después de todas estas cavilaciones comprendí que mi vida debía estar íntegramente unida a Jesús, siguiendo todas sus enseñanzas. Pero, existía aún otra cosa que debía definir antes de seguir avanzando: si debía hacerlo dentro de la Iglesia Católica o de la Evangélica. Porque si en realidad la voz de aquel hermano evangélico era la de Dios, ello quería decir que debía hacerlo dentro de la Evangélica, por más que hubiera en mí una fuerte resistencia a no cambiar de Iglesia y que tampoco compartiese la Evangélica.
Al igual que nuestro Adorado Señor Jesucristo y que María Santísima, en todo quería hacer la voluntad del Padre y no la mía. Y si esa era realmente Su voluntad, debía aceptarla. Pero ¿cómo saberlo? Pues si por orgullo, soberbia u obstinación me aferraba a mis creencias o ideología, ¿no estaba limitando el accionar de Dios en mí? Si era cerrada, y asumía una actitud de no cambiar de idea por mantenerme firme en lo que otros me inculcaron como una ley que no admitía discusión, ¿no estaba demostrando tener una mente y un corazón estrecho? Y si eso que me inculcaron según Dios no fuese la voluntad de Dios, cuando sólo hacía lo que a mí me parecía y no lo que debía ser en Dios, estaría tratando de encerrar a Dios dentro de esquemas muy limitados. Dentro de esquemas humanos. Dentro de mis propios esquemas aprendidos a la vez de los aprendidos por otros, con todo lo acotado que estos podían ser. En definitiva, entendía que si no abría mi mente a la posibilidad del cambio, por más que quisiera, Dios no podría eliminar o modificar todas las concepciones erróneas que había aprendido o que me había formado sobre las cosas y las personas. Entendía que Dios necesitaba que tuviera una mente abierta y constantemente crítica para que fuese posible que Él obrara en mí todos los cambios que fuesen precisos a fin de desechar todo lo malo y dejar solo lo bueno. Rehaciéndome así íntegramente a Su justa medida. A Su justo molde. A Su justa medida y semejanza Divina como me quería.
Me imaginaba mi cuerpo como una casa donde moraba mi espíritu. ¿De qué me servía que exteriormente mi morada fuese atractiva, si por dentro no lo era? Y sabía que en mi interior podría haber muchas cosas que estuviesen mal, equivocadas, erróneas, sin poder yo darme cuenta de ello si Dios mismo u otros no me lo decían o me lo hacían ver.
Uno generalmente trata de arreglar el interior de su casa como a uno más le gusta. Y puede que nuestros gustos sean acertados. Pero ¿qué mejor ojo clínico que el de un especialista, un decorador profesional, para captar lo que está bien y lo que está mal a fin de crear del interior de nuestra casa un ambiente cálido, armonioso, acogedor, en el que no solo a uno sino a todo el mundo le dé gusto estar?
Entiendo que ese especialista, ese decorador profesional, no podía ser nadie mejor que la Divina Trinidad.
Por aquel entonces, solo pensaba que en un todo deseaba hacer la voluntad de Dios. Y que si me empecinaba en continuar dentro de la Iglesia Católica, simplemente por tradición, cuando en realidad Dios podría estar queriendo que me cambiase a la Evangélica, ¿no estaría tratando de hacer entrar la voluntad de Dios dentro de la mía en lugar de supeditar íntegramente esta a la Suya? En el primer caso, únicamente estaría contradiciendo en la práctica lo que en teoría decía la oración del Padrenuestro: “Hágase tu voluntad así en la Tierra como en el cielo”. ¿Y cómo podría Dios hacer Su voluntad si le coartaba la posibilidad de obrar con total libertad, haciendo y deshaciendo dentro de mí y a partir de mí? Imposible que pudiera hacerlo, porque al crearnos como seres libres Él respeta nuestra libertad. Obrando en la medida en que le permitimos hacerlo.
La pregunta era: ¿cómo saber con certeza dentro de qué Iglesia Jesús quería que lo siguiese? Pues tanto una como otra seguía Sus enseñanzas: la verdad del Evangelio. Tanto una como otra celebraba culto a un mismo Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. En consecuencia, yo podría formar parte de cualquiera de las dos. ¿Dónde estaba entonces la diferencia? Estaba en “el Papa, continuador del apóstol San Pedro, instituido como cabeza de la nueva Iglesia por el mismo Señor Jesucristo”. Esta Iglesia es la Iglesia del origen y la Iglesia de los primeros cristianos, de los primeros santos y mártires que dieron su vida por Él y por ella.
Aunque es cierto que hay muchas cosas de ella que no están bien, que no guardan total relación con la de su origen, como por ejemplo, las riquezas y el excesivo lujo del Vaticano, de muchas catedrales, parroquias y congregaciones, así como tanta mentira escondida y callada consciente o inconscientemente que siento hay en su interior.... Pero, no obstante ello, es la Iglesia de Cristo, de San Pedro y de San Pablo, la de los primeros apóstoles de Cristo...¡Sí!... Aunque no me basta. ¿Será así? Sí. Pero ¿qué más? Debe haber algo más que me dé plena certeza de que es en esta donde Cristo me quiere... La Virgen María y los santos... María... María... María... Mamá María. Sí. Sí. Sí. ¡No puede ser otra!
Sentí y entendí que de esta forma Jesús me respondía conduciéndome hacia Su madre, mi Madre, que tantos años atrás también dejara olvidada en el tiempo. ¿Cuándo había sido esto?
Recuerdo que mamá tenía una pequeñísima imagen de la Virgen del Luján. Era de plástico y fosforescente. Un día, sin mala intención obviamente, me la apropié. La llevaba constantemente conmigo durante las 24 horas del día, todos los días del año. Durante muchos años. Me agradaba tomarla entre mis palmas y, juntando las manos, verla fosforecer en medio de la oscuridad, a través de una pequeña abertura que dejaba entre ambos pulgares. Pensaba que ella brillaba así en medio de la oscuridad de este mundo. Y, aunque sabía que brillaba porque era fosforescente, me gustaba pensar que brillaba para mí. Este solo pensamiento me reanimaba cuando la buscaba así. Sentía que desde mis palmas, con su luz, me manifestaba su presencia y acompañamiento ante las dificultades e incomprensiones de mi niñez.
Cuando las cosas de niña quedaron atrás y comencé a soñar con el amor, al igual que toda jovencita, ella me siguió acompañando, fortaleciendo con su ejemplo y testimonio mi ardiente deseo de conservar la virginidad hasta la vida matrimonial. Sin confundirme tampoco con ella, pues sabía que no era digna siquiera de llegar al ruedo de su vestido, anhelaba ser como ella. Asemejar mi vida a la suya era mi máximo Ideal de Mujer. Así como mi amado Jesús lo era de Hombre.
Ser como ella en obediencia, docilidad, paciencia, espíritu incondicional de entrega para cumplir en un todo la voluntad Divina, sencillez, humildad, constancia, sabiduría, amor infinito... Como había sido durante toda su vida también mamá, mi madre terrenal. Cuando mamá me decía que debía esforzarme en la vida para tratar de llegar siempre al ruedo de su vestido, del vestido de la Virgen María, recuerdo que le decía: “¡Oh, María, madre mía! ¿Cómo podré siquiera llegar a tus talones cuando sabes y sé que hay tantas cosas malas en mí que me avergüenza hacer y sentir? Te pido que me ayudes, que me ayudes a eliminarlas para intentar al menos en algo parecerme a vos. ¡Ayúdame a conservar mi virginidad y mi pureza a como dé lugar! Por favor, te lo ruego”.
En verdad, era muy grande mi devoción por María. Pues ¿quién como ella, la Virgen por excelencia, para ayudarme a proteger mi virginidad?
Así, cuando siguiendo los dictados del corazón salía con algún chico, siempre llevaba conmigo aquella pequeña imagen suya, para que me diese fortaleza ante cualquier tentación que se me llegase a presentar, ante la insistencia de los chicos que pretendían el bien que yo más apreciaba y celosamente guardaba. Y la llevaba férreamente apretada en una de mis manos. De esta forma me daba valor, manteniéndome siempre firme en mis Ideales. Jamás me fallaba porque me hacía resistir y salir airosa de las tentaciones que, a veces, eran muy fuertes. Me armaba de coraje para responderle a los chicos con los que salía, cuando estos no se conformaban con los simples besos y caricias que les daba y permitía que me dieran, quienes me decían que si en realidad los quería se los debía demostrar accediendo a la relación sexual. Indignada y reciamente les respondía que, si en realidad ellos me querían, no podían pretender mi mal pidiéndome cosa semejante, y que la mejor manera de demostrarme su amor era sabiéndome respetar. Si no estaban de acuerdo con esto, fácilmente comprendía que no me querían y que ese “amor” no valía la gran pena, y le ponía punto final. Sí. Mamá María me daba la seguridad y la fortaleza en esos momentos para ser determinante al descubrir la verdad.
Definitivamente, aquella imagen de la Virgen María tuvo gran significado para mí. Con su compañía, ella me ayudaba a combatir y espantar al enemigo que sólo buscaba mi mal y, por ende, mi caída fatal al pretenderme robar la virginidad. Porque sabía que una vez que lo obtuviera, se iría satisfecho dejándome como un despojo y, vaya Dios a saber, quién otro tendría tanta nobleza para valorarme y quererme como esposa y madre de sus hijos, sin que alguna vez no me echase en cara el no haber sido virgen para él. Por eso, solía creer que los hombres eran mentirosos, seres en quienes no podía confiar. Conocía el caso de muchas mujeres que, creyendo en ellos, con ingenuo amor se entregaban, y después eran abandonadas. Y como si esto fuera poco como para desesperanzarlas, matando sus ideales, debían sobrellevar solas el nacimiento y la crianza de un hijo o eran inducidas a realizar un aborto. Por eso, me resultaba y me resulta tan difícil comprender cómo los mismos hombres responsables de tales caídas en la mujer, tenían y tienen el tupé de tratarlas luego de prostitutas por haber caído de esa forma. O de hablar de las prostitutas de manera tan despreciable cuando la mayoría de ellas han sido iniciadas en este tipo de vida, seducidas por sus patrañas e inmoralidad.
Pero, gracias a Dios, con el tiempo descubrí que no todos los hombres eran así. Que existían hombres maravillosos con profundos valores y principios. Nobles, benditos, que sí respetaban y valoraban a las mujeres fuesen vírgenes o no.
 
Como comprendí asimismo durante todo cuanto en nuestro Padre Celestial en nuestro Señor Jesucristo por la Inmaculada Concepción de María en el Espíritu Santo me sintiera llamada y enviada a asumir, padecer y pasar que la mayoría de las veces que cuando los hombres cometen la maldad que cometen en tal sentido respecto de las mujeres, lo hacen en un estado de total ignorancia e inconciencia de la verdad respecto de todas las cosas en Dios, por muy conscientes que se crean y se los juzgue estar o haber estado cuando hicieran lo que hicieran o hacen lo que hacen al respecto. Nos podemos constituir en corredentoras con Cristo Resucitado de quienes nos han causado o causan tales males pidiéndole a nuestro Padre Celestial: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen, porque están ciegos y sordos por mucho y más que crean ver y oír a la perfección”.
Aún persevero en el propósito de no mantener relaciones prematrimoniales, pese a lo que me sucedería años después. Pero sólo podía lograrlo porque nunca quitaba mi vista de la Virgen María, porque era ella la que me daba fuerzas para perseverar en este Ideal, pese a todo.
Hasta que un día, entre los 18 y 20 años, aquella imagen de la Virgen del Luján se me rompió, supongo que de tanto apretarla, con mucha fuerza a veces, entre mis manos. Pero cuando luego busqué las partes para pegarlas, ya no las encontré. Hecho que me causó gran angustia y contrariedad, por verlo y sentirlo como un mal presagio. Después de tanto tiempo llevándola conmigo, este hecho me hizo sentir como si me desnudaran, como si me quitaran una importantísima parte de mí.
Hoy veo y entiendo que fue Dios quien había permitido que esa imagen se rompiera y desapareciera de mi vida, a fin de llevarme a aprender a no someterme ni depender de ninguna cosa material hecha por mano humana en este mundo, sino solo por Su Espíritu en mi espíritu en el Espíritu Santo.
Me sentía muy molesta con María por haber permitido tal cosa, aunque antes de este acontecimiento ya había comenzado a distanciarme de ella, y de Jesús. Pensé que esa era una forma de manifestarme que, a partir de ese momento, quedaba sola, totalmente sola, para enfrentar al mundo, respetando mi intención de no permitirles tener ya cabida en mi vida. Tuve miedo. Pero sabiéndome sola y todo, seguí adelante en el camino venido a recorrer en Dios en este mundo.
No obstante ello, María permaneció en mi mente y en mis oraciones nocturnas. Infaliblemente, el orar todas las noches era algo superior a mi voluntad. Pues, una cosa era evitarlos, y otra que Ellos, Jesús y María, se olvidaran de mí. Idea que jamás dejó de producirme inmenso temor. Por eso, sentía que orando los tenía permanentemente conmigo, aunque no en mí. Y ello me daba relativa seguridad de que seguían estando.
Finalmente, cuando a los 23 años pasé por aquella experiencia, sentí hondo pesar y vergüenza, tanto hacia ella como hacia Jesús, por no haber sabido cuidar el tesoro más preciado que tenía y nos unía. Ahora sí que perdía toda esperanza de al menos intentar asemejarme a ella. ¿Cómo podría hacerlo cuando sentía que con ello todo lo había perdido?
Durante la infancia y adolescencia creía también que Mamá María me amaría y me miraría con amor infinito por el profundo amor que yo tenía y sentía por su Divino Hijo. Sentía que siempre sería así mientras supiese conservarme virgen y pura. Por ello, cuando padecí tal pérdida, sentí haberla decepcionado, defraudado por confiar en quien no debía confiar, así como por haberme dejado llevar sólo por mi propio parecer.
Me sentí miserable durante mucho tiempo, por no poder volver a estar a su altura jamás. Por no sentirme digna ni limpia para ser tratada por Dios, como durante la infancia y la adolescencia lo fuera. De esta manera, fui alejándome, distanciándome cada vez más de ella hasta haberla casi olvidado. Y su reencuentro circunstancial me producía apatía, frialdad, indiferencia.
Ahora, en Ushuaia, Jesús quería constituirla en la más poderosa razón para que permaneciese en la Iglesia Católica, queriendo con ello, a la vez, volver a acercarme a su Madre, que fuera espiritualmente también la mía, para que volviera a serlo. Pero ya no la sentía como tal. Creo que en el fondo también me sentía decepcionada de ella por haberme dejado sola cuando más la necesitaba, pese a haber sido yo la única responsable de mi caída. Debo reconocer que, a pesar de haber hecho mi máximo esfuerzo por acercármele (y Dios lo sabe), no he podido contrarrestar aún la frialdad que me causó su distancia.
A diferencia de lo sucedido con Jesús, no he podido llegar a tener hasta ahora un reencuentro vivo con ella, aunque haya deseado tenerlo, no pude obtenerlo jamás.
XVI 
Llegó el mes de julio y con ello el momento de ir de vacaciones a casa. Durante los últimos tres meses no había dejado de meditar respecto de lo que podía suceder cuando estuviese de nuevo en Plottier. Tenía mucho miedo de lo que podría pasar, conociéndome como me conocía, amando aún por aquellos días a mi familia y, principalmente a mis padres, por sobre todas las cosas en este mundo. Incluso por sobre Dios, sin lograr invertir todavía el orden en mi amor. No había nada que me doliese más que el verlos sufrir, no por querer retenerme egoístamente a su lado, sino por amarme también ellos demasiado. Y si al volver los viese muy mal, por mi causa y mi distanciamiento, sabía que no podría evitar dejarlos nuevamente.
Por otro lado, yo tampoco era muy valiente como para seguir desafiando sola al mundo. Ya que, pese a saber que no estaba sola sino que Dios Trino estaba conmigo, la lejanía de mi familia se me hacía por momentos muy penosa. Extrañaba, además, la comodidad, la seguridad y el buen pasar de mi familia, donde no tenía que preocuparme por nada. Añoraba sentirme cobijada por mis padres.
El hambre, el intenso frío, la soledad, la distancia, las obligaciones, las responsabilidades, el desaliento, el temor me llevaban continuamente a replantearme volver definitivamente a casa. Pero el tiempo había sido muy breve como para sentir que había encontrado todo lo que conscientemente, por un lado, y por voluntad de Dios, por el otro, había ido a buscar allí.
E indudablemente, inquieto como mi espíritu estaba, difícilmente podía llegar a creer que ya lo había encontrado todo. Pues sentía que aún me faltaba muchísimo por descubrir. ¿Exactamente qué? No lo sabía. Pero sentía que había un universo de cosas que esperaban ser desentrañadas por mí sobre el designio de Dios para conmigo.
Asimismo, aún no había logrado cumplir ninguno de los tres objetivos que conscientemente me había fijado al decidir irme a vivir a Ushuaia, lo cuales consistían en lograr mi realización como persona, como mujer y como profesional. Pues me sentía realmente lejos de haberlos alcanzado.
Veía que me encontraba todavía en el extremo inicial del ovillo con respecto a todo, en el comienzo del entretejido de mis pasos por Ushuaia. Necesitaba saber imperiosamente en qué terminaría todo eso, me agradase o no lo que me encontrara en el final del trayecto. Sentía que tal misterio encerraba un nuevo desafío que debía asumir. Mas allá del miedo paralizante que me producía la enorme incertidumbre ante lo desconocido y el lanzarme al abismo. Aunque, esta vez, era un abismo diferente al de las veces anteriores, que casi me habían destruido. Porque este nuevo abismo era el insondable abismo de Dios, del amor de Dios, al que consciente y voluntariamente sentía que debía terminar de decidir si me lanzaba o no. ¿Qué me aguardaría? ¿Cómo sería lo que debía aún descubrir? ¿Qué sería? ¿Me agradaría o más bien me espantaría? Y si me espantaba, ¿habría de ser horrendo por la grandeza de lo que me implicase hacer? En este último caso, ¿sería capaz, tendría el valor suficiente como para hacerlo? ¿Adónde me llevarían los pasos de aquella interminable e inquietante búsqueda, que en mi vida parecía no tener fin? ¿Qué buscaba? ¿Adónde, concretamente, quería conducirme Dios, si era que en realidad quería conducirme a algún lado? ¿Por qué Ushuaia?... ¿Por qué Ushuaia? Este se constituyó en un interrogante tan grande como el universo para mí.
Entendía que, necesariamente, debía existir una poderosa razón detrás de todo eso. De lo contrario, Dios no se empeñaría en que me lo cuestionara tanto, dándole interminables vueltas al asunto cada vez que las distintas y numerosas personas con las que en Él me cruzaba en el camino acababan preguntándome siempre lo mismo: “¿Por qué Ushuaia?”, “¿Por qué viniste a Ushuaia?”, “¿Por qué elegiste Ushuaia y no otro lugar?”. Mi respuesta era siempre la misma: “¡No lo sé! Solo sé que sentí como si una fuerza invisible e irresistible me impulsara a venir a aquí. ¿Por qué? No lo sé. Sabrá Dios”. La frecuente repetición de esta situación me llevó a creer que realmente existía una razón que desconocía y que debía descubrir. Por ello, me veía sumida constantemente en largas cavilaciones, tratando de encontrar una mejor explicación para poder dar respuesta a aquellos interrogantes. Tanto era así que entendía que, mientras no lograse dar con esa respuesta, debía permanecer en ese lugar. Razón por la cual, pensaba que no podía regresar a casa sin tener previamente la seguridad de que nada ni nadie allí me impediría regresar para continuar buscando dicha respuesta. Ya que de esto dependería la concreción o no del fin último determinado por Dios para mi existencia en este mundo.
Porque sentía que si de algo tenía certeza plena en esos días era que aquel fin último de mi vida, que tanto me sintiera llevada permanentemente a plantearme durante toda la adolescencia, efectivamente existía. Y era Dios quien me lo hacía sentir así. Pero, absorta en estas constantes meditaciones, veía y sentía que los días iban transcurriendo vertiginosamente, encontrándome cada vez más próxima del viaje a casa, sin tener aún la plena seguridad de que, en el acogedor ambiente de mi casa, en compañía de mis seres queridos, mi voluntad de volver a Ushuaia habría de mantenerse inquebrantable. La tarde previa a la partida en vuelo de Aerolíneas Argentinas, mi estado de ánimo y mi disposición interior eran los mismos que cuando estando en Plottier, hacia fines de 1988, decidiera irme a Ushuaia. Me sentía nerviosa, inquieta, angustiada, tensa, aprensiva. Mientras preparaba el equipaje, todos mis pensamientos se concentraron en una única súplica: “¡Dios mío, Jesús, Espíritu Santo, Mamá María, ayúdenme! Se los pido. Soy tan débil y tan temerosa que tengo miedo de volver a casa y ya no poder regresar a terminar de descubrir tus planes para conmigo. Necesito hacerlo... ¡Necesito volver!¡Siento que me falta tanto aún por vivir aquí! Por favor, no permitas que me vaya así nomás. Necesito tener la seguridad de que voy a volver, por favor, te lo pido, por favor, por favor... Dame, valor, Dios mío, para anteponer tu voluntad a la de mi familia y a la mía. Pues si no me das tu fuerza y tu certeza, sola no podré lograrlo”.
Repentinamente, me sentí llamada a dejar de hacer todo lo que estaba realizando. Me puse las botas de goma, dos pulóveres, la bufanda, el gorro, la campera, y salí, sintiéndome ahogada por el encierro del departamento. “Ya regreso”, le dije a mi amiga que me miraba desconcertada por mi imprevista partida.
Fue nuevamente aquella misteriosa fuerza, que me llevó de Plottier a Ushuaia, la que me impulsaba a hacerlo. Hoy bien sé que esa fuerza, que en ese entonces me resultaba aún extraña, incomprensible, que me impulsaba a hacer cosas impensadas e inesperadas, no era otra que la del Espíritu Santo. Imbuida en el torbellino de mis pensamientos y sentimientos, solo me dejé llevar adonde en mis pasos, impelidos por su soplo, quisiera llevarme. De pronto, me encontré frente a la pista de esquí. Recuerdo que uno de los sitios de Ushuaia que más me llamó la atención, desde el momento mismo en que sobrevolé por primera vez la ciudad, había sido la pendiente desnuda de la pista de esquí en medio del portentoso entorno boscoso. Y ese día, sin proponérmelo, me encontraba al pie de la pista. Recordar esto fue algo que me resultó muy significativo. Así entendí que había sido Jesús, Dios, quien me había conducido hasta ese lugar. Y entender esto me maravilló y me estimuló. La pista en cuestión era una pendiente en 45° aproximadamente. Pese a ser pleno invierno, la nieve que cubría su superficie era escasa debido a la baja intensidad y a la poca frecuencia de las nevadas registradas aquel año. De pronto, de pie frente a la pista, me nació un desafío: ascender hasta la cima. Me contrarió darme cuenta de que llevaba puestas las botas de goma para lluvia y no las otras de suela de crepé que habrían de permitirme agarrar más del terreno. Además, no sabía cuánto podría demandarme llegar a la cima y descender, teniendo en cuenta que no contaba más que con una hora y media para realizar el trayecto completo antes de que empezara a anochecer, ya que las noches de invierno en Ushuaia son completamente cerradas. Entonces, cerca de las 15:30, me tomé un breve tiempo para volver a meditarlo. ¿Valía realmente la pena el ascenso? ¿Con qué motivo? ¿Llegaría? ¿Resistiría, persistiendo hasta el fin? ¿Qué podía pasar? Vi y entendí que, ante tal pregunta, existían tres posibles respuestas.
La primera, la más fácil, más sencilla y menos comprometedora, era que diera media vuelta y regresara al departamento. La lógica me indicaba hacer esto, como así también la comodidad y el miedo. Pero necesitaba una respuesta. Y estaba decidida a no desistir hasta obtenerla, fuera la que fuere, me gustase o no. Pero era evidente que al menos tenía que intentarlo, o me quedaría toda la vida con la incertidumbre de si lo hubiera podido lograr o no. Moriría con esa incertidumbre y con el sinsabor que ella llegara a causarme.
La segunda alternativa era que lo intentase y no lo consiguiese. En este caso, no habría de quedarme con la duda, a sabiendas de cuál fuera el resultado por más que no me satisficiese o conformase, y tendría como consuelo el haberlo intentado al menos. Entonces, podría sentirme más que realizada, sabiendo que no fue por falta de empeño, o por miedo o pereza, que no lo lograra, sino porque evidentemente no estaba en Dios el que lo hiciera. Y bien sabría Él por qué. Finalmente, ¿y si lo intentaba y conseguía? Sentía que la del triunfo sería una experiencia maravillosa. De esta manera, cualquiera fuera el resultado del intento, en comparación con la primera posibilidad en la que me habría de privar de tener la satisfacción haberlo intentado al menos, podía perder muy poco. Y, por el contrario, podría ganarlo todo. Entonces, me dispuse a intentarlo y ver qué pasaba en el camino.
Mientras subía pensaba: “Debo lograrlo, tengo que lograrlo. Dios mío, ayúdame a lograrlo”. Sentía que allá arriba podía encontrar la respuesta que durante los tres meses previos tanto buscara y anhelara recibir de parte de Dios. Es decir, tener la seguridad de que si iba a casa, regresaría a Ushuaia. De igual manera, pensaba que si llegaba al final, sabría que podría alcanzar en la vida cualquier otra meta u objetivo que me propusiera alcanzar por imposible que pareciese, mientras me mantuviese aferrada a Dios y Él estuviese siempre en mi ser, yendo conmigo.
El terreno estaba muy resbaladizo, pues había comenzado a helar. Y cuando hiela en Ushuaia, como en cualquier otro lugar, la nieve ya compactada se torna tan resbaladiza como si fuese jabón mojado. Y todo se complicaba aún más con las botas que llevaba, lo cual me obligó a ascender tratando de agarrarme de cuanta piedra y rama encontraba en el camino. La mayoría de ellas estaba firmemente arraigada. Otras, en cambio, eran superficiales, entonces tropezaba con ellas y me caía, lo que me provocaba magullones. Por momentos me detenía a descansar para recuperar el aliento. Me parecía tan imposible lograrlo que constantemente me replanteaba seguir hacia adelante y arriba o bien volver atrás. Estaba muy dolorida por los sucesivos golpes. No dejaba de decir: “¡Debo conseguirlo! Dios mío, Jesús, María, ¡ayúdenme!”. Y entonces volvía a tener fuerzas para seguir adelante. Por momentos, por el cansancio que sentía, la cima me parecía tan distante que en lugar de aproximarse parecía alejarse. Entonces pensaba que, sin olvidarme y sin perder nunca de vista el objetivo final, debía fijarme objetivos mediatos, etapas de corta distancia.
Así, tomando como referencia las hileras de postes ubicadas a ambos lados de la pista, me propuse alcanzar el más próximo que tenía. Una vez alcanzado, me proponía hacer lo mismo con el siguiente y así sucesivamente, hasta llegar al último y, con ello, a la cima. En un momento dado, el terreno se volvió tan dificultoso que decidí dejar el camino principal, la pista en sí, para intentar seguir subiendo por uno de los costados. El terreno parecía firme allí y mucho más fácil. Así lo hice. Al principio todo iba muy bien, ascendía más rápido y sin mayores dificultades, hasta que, de pronto, confiándome demasiado de la solidez del suelo, lo sentí ceder bajo mis pies, y me entró un repentino pánico mortal por experimentar algo como si la tierra quisiera tragarme, pero rápidamente me tomé con todas mis fuerzas de la primera rama que encontré, y me libré de la trampa. Pasado el susto, ya fuera de peligro, constaté lo que había ocurrido: gruesos troncos de árboles derrumbados y podridos, recubiertos por la nieve, cedieron bajo el peso de mi cuerpo. Volví así al camino principal, del que nunca debía haber salido, comenzaron a caer las primeras sombras de la tarde, y me vi obligada a acelerar la marcha. Alcancé finalmente el último poste, tras el cual estaba la cima. Lo había logrado. No sin casi perder la vida en el intento, llegué sin fuerzas y con el cuerpo todo dolorido y magullado, como si me hubieran apaleado. Pero nada de eso importaba ya, sino el solo hecho de haberlo intentado y haberlo conseguido.
 
 Hoy veo y entiendo que hubo un total paralelismo entre lo que el Espíritu de Dios me llevara a realizar y experimentar en tal recorrido y ascenso aquella tarde con el camino que luego habría de enviarme a recorrer, discernir y vivenciar en la misión encomendada, sobre todo durante los últimos diez años en la búsqueda y encuentro del abrazo de Amor en Cristo Resucitado con el Hombre, Pueblo y Humanidad soñada.
Imposible describir cómo me sentía. Decir eufórica creo que es poco. Primero de pie, y luego de rodillas, miré hacia el infinito, emocionada, para dar gracias a nuestro Divino Hacedor: “¡Gracias, Dios mío, gracias! ¡Sí! ¡Sí! ¡Ahora sé que volveré! Nada ni nadie podrán detenerme o evitar que haga lo que siento que debo hacer. Gracias, mi Señor, gracias, Mamá María”. Me senté para contemplar por unos minutos la portentosa y encantadora belleza de Ushuaia y todo su entorno, desde aquel elevado punto panorámico. La ciudad, las montañas circundantes, la bahía con su puerto y embarcaciones, la península con su aeropuerto, el Canal de Beagle, las islas chilenas de Hoste y Navarino, y allá en el fondo, el ingreso al Océano Atlántico. ¡Qué maravilla! ¡Espectacular! ¡Soberbio!
Sin duda alguna, de no haber hecho el intento, no hubiera sabido cuánto me hubiera perdido. Todo aquello y aquella experiencia sobrepasaban con creces cualquier expectativa. Pero lo más importante era que solo allí y en ese momento Dios me dio la plena seguridad de que, indudablemente, volvería.
Y con solo saber tal cosa, podía sentirme más que realizada por todos los meses de incertidumbre y desconcierto que hasta el momento pasara en Ushuaia. Permitiéndoseme constatar al mismo tiempo, que efectivamente aún me aguardaba mucho para ver, descubrir y experimentar en ese lugar, antes de que llegase el día de mi definitiva partida. Si era que ese día existía. Porque comenzaba a gustarme la idea de quedarme a vivir en el último confín del mundo para siempre.
Aprovechando el receso universitario, permanecí en Plottier cerca de un mes. Tiempo suficiente para que todos mis seres queridos se convencieran de que no solo estaba bien, sino que nunca antes me había sentido mejor. Por otro lado, estar nuevamente en casa, rodeada de tanto afecto, me ayudó sobremanera a recargarme de todo el amor que tanto necesitaba cuando vivía en la isla.
Lamenté no haber estado presente en algunos acontecimientos familiares importantes, como fue el nacimiento de uno de mis sobrinitos. Pero bien sentía que lo que estaba haciendo y buscando en Ushuaia, bien valía la pena de cualquier otra pérdida, renuncia, privación o sacrificio. Porque sentía que allí, además de a Dios y su designio para conmigo, me estaba buscando a mí misma. ¿Quién era? ¿Por qué había nacido? ¿Por qué estaba en el mundo? En el año y medio restante que pasé allí pude comprobar que realmente era así.
Estando en casa de mi familia, Dios me dio la gracia de recibir a una de mis sobrinitas como ahijada. Y con este hecho sentía me seguía bendiciendo, y me confirmó, de este modo, estar haciendo lo correcto, lo querido, lo agradable a Sus ojos.
Compartí con mis seres queridos lo maravilloso de las experiencias que Dios me había permitido tener en Ushuaia y, al mismo tiempo, reafirmé la decisión que les manifestara en aquella carta de estar dispuesta a hacer lo que entendía era Su voluntad, aunque aún no sabía cuál era. No obstante sentirme plena de gozo y llena del Espíritu Santo por las vivencias que tuve en Ushuaia, no podía dejar de padecer gran contrariedad y malestar cada vez que volvía a pasar frente de la capilla de San Antonio de Padua y ver lo arruinada que seguía estando. Comparando la plenitud religiosa que se vivía en Ushuaia con aquel ardiente desierto de Plottier, no podía dejar de sentir pena y compadecerme por los que no podían irse para buscar y encontrar el alimento y agua de Dios, como personalmente se me había permitido hacer en aquella isla. Pensaba que, de cualquier modo, ya no pertenecía a Plottier. Correspondiéndole a quienes aún vivían allí el preocuparse por tratar de revertir de una vez por todas tal situación, no dejaba de pedirle a Dios que hiciera algo para cambiar, de una vez por todas, esa patética realidad.
Partí nuevamente de Plottier, sabiendo que podía contar con todo el apoyo y bendición de la hermosa y amada familia que tenía, y regresé a Ushuaia. Tan pronto como arribé, la tormenta de los meses anteriores, que permaneció durante el inicial tiempo de estadía en ese lugar cedió paso a un radiante día de sol. Porque las cosas comenzaron a cambiar repentinamente para bien. Sentí que, de esa manera, Dios volvía a darme la bienvenida a Ushuaia, como si me guiñara un ojo, mientras me alentaba diciéndome: “Vas en buen camino. ¡Seguí adelante!”.
A los tres días del regreso, al ir a hablar con el gerente del hotel Albatros, quien me recordaba a mi padre porque solía darme buenos consejos, providencialmente me encontré con el dueño de la agencia de viajes y turismo más importante de Ushuaia, por aquel entonces, la mayor operadora turística de casi toda la Patagonia. Y bien digo “providencialmente” porque, aunque yo había llegado sin previo aviso, el gerente del hotel me manifestó que había estado hablando justamente sobre mí con el dueño de esa agencia de viajes, que se encontraba sentado en su oficina con mi currículo entre sus manos. Él se mostró muy interesado en el alto nivel de formación y capacitación que mi currículo tenía, y me dijo que si deseaba trabajar en su agencia podía presentarme al día siguiente. No cabía en mí de la alegría. El cruce del gerente del hotel Albatros en mi camino había sido también providencial. Volví a dar gracias a Dios por el nuevo trabajo que me concedía, junto con el que ya había tenido en la universidad.
En otro orden de cosas, comencé a asistir casi diariamente a misa y a hablar con el padre Ismael, quien a partir de ese momento se convirtió en mi único guía espiritual. Él, por designio de Dios, había sido trasladado a Ushuaia ese mismo año, al igual que yo. Tenía 58 años, la misma edad que papá, era el párroco de Ushuaia y el padre director del colegio Don Bosco.
Simultáneamente, conocí a su secretaria, que era también la encargada de la librería del colegio, quien habría de terminar convirtiéndose en una de mis mejores y más queridas amigas por el tiempo restante que permanecí en Ushuaia. Cada vez que me era posible, me hacía una escapada a la librería para hablar con ella y echar un vistazo a los nuevos libros que habían llegado. Hacer tal cosa me reconfortaba enormemente.
Por ese mismo tiempo, conocí también a quien llegaría a ser en lo humano uno de los pocos amigos varones que tendría en esta vida. Era suboficial retirado de la Armada y sobreviviente del crucero General Belgrano, pero también catequista y personal de mantenimiento del colegio. Me conmovía escucharlo contar cómo con el rezo del rosario y la lectura de la palabra de Dios había conseguido mantener en alto no solo su espíritu, fe y esperanza, sino el de los restantes sobrevivientes que compartieron con él el bote salvavidas durante los insufribles e interminables días que debieron pasar en alta mar hasta que lograron rescatarlos. Pensaba: “Dios mío, ¡estos son católicos de alma!” Lo admiraba muchísimo. Me hice amiga de ambos.. De hecho, él junto con otro joven cordobés integrante del Grupo de Jóvenes me ayudaron a cambiar en mucho la negativa concepción que había tenido hasta el momento sobre el sexo opuesto, entendiendo que era posible poder llegar a creer y confiar en el hombre, en el varón. Y pude corroborar, a través de ellos, que no todos los hombres eran unos mentirosos, sino que muchos eran sinceros, fieles, leales.
Cuando la vida en el departamento comenzó a tornárseme en extremo irresistible ante la nueva situación de convivencia, empecé a sentir y a considerar la apremiante necesidad de mudarme. Pensar en la idea de volver a convivir con alguien que no conociese me resultaba aprensible. Pues debido al alto costo de la vida y de los alquileres, debía compartir necesariamente el pago del alquiler con otra persona. Pero ¿con quién?, era la pregunta. Le pedí a Jesús que pusiese en mi camino a una persona con la que congeniásemos, compartiendo en lo posible mi manera de ser y de pensar en cuanto a la importancia que la religión tenía en la vida. Y Él volvió a mostrase Grande conmigo. Ya que cuando volví por esos días a la librería del colegio, tras consultarle a su encargada si sabía sobre algún lugar para alquilar me dijo que estaba viviendo en una respetable pensión, en la que había un lugar libre, y que hablaría con la dueña…
Vi y entendí que había sido Jesús quien había propiciado todo de esa manera. Pues, quién otro si no Él, que iba siempre un paso delante de mí, allanándome el camino, facilitándome las cosas. De lo contrario, no me hubiera cruzado a esta nueva amiga en mi camino pocos días atrás, justo antes del acontecimiento de tal hecho. De esta manera, al término de esa semana ya estaba instalada en dicha pensión, y sentí que me quitaba un gran peso de encima.
Por aquel tiempo exclamó Jesús: “Yo te alabo, Padre, Señor del Cielos y de la Tierra, porque has mantenido ocultas estas cosas a los sabios y prudentes y las revelaste a la gente sencilla. Sí, Padre, así te pareció bien.
Mi Padre puso todas las cosas en mis manos. Nadie conoce al Hijo, sino el Padre, ni nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquellos a los que el Hijo quiere dárselo a conocer.
Vengan a mí los que se sienten cargados y agobiados, porque yo los aliviaré. Carguen con mi yugo y aprendan de mí que soy paciente de corazón y humilde, y sus almas encontrarán alivio... Pues mi yugo es bueno, y mi carga liviana” (Mt. 11, 25-30).
 
¡Bendito y santificado sea tu nombre por siempre, mi Señor y mi Dios! ¡Que por siempre sea bendito y santificado, porque solo en Vos está la Verdad, siendo infalible! Amén.
 XVII
 
Por esos mismos días, solucionado gracias a Dios el problema de la vivienda, volví a caer en otra profunda crisis interior tanto o más violenta que las anteriores. Creía que a partir de aquel momento todo comenzaría a ir de parabienes en mi vida, pero no fue así. Sentía que, por un lado, Dios me daba a manos llenas, mientras que, por el otro, me apretaba hasta casi asfixiarme. ¿De esa forma me manifestaba Su amor? “¿Esto es el amor, Señor? Si es así, perdóname, pero tu amor mata”, le decía. Claro que por ese entonces aún no podía comprender que, efectivamente, ese era el verdadero amor, el amor perfecto, que mataba pero para dar vida, y en abundancia, para la humanidad entera.
Porque aún existían en mí infinidad de cosas que estaban muy mal, que eran erróneas y que debían ser extirpadas de raíz como un cáncer maligno, a fin de evitar que se esparza por todo el resto del cuerpo, produciendo la muerte espiritual y carnal. Y si Dios hacía tal cosa, no era en forma avasalladora, obviando la libertad que nos había dado; sino porque yo ya se lo había permitido, al aceptarlo y reconocerlo como único Señor y Dios de mi vida. Pero cuando comenzaba a trabajar conmigo de esa manera, a fin de hacerme un vaso íntegramente nuevo, me dolía muchísimo y pegaba el grito en el cielo. Entonces me era imposible entender esto. Pero lo aceptaba y, pese a todo, me mantenía firme en mi elección de seguir a Jesucristo, pensando que si lo seguía, debía poner mis huellas en sus Divinas huellas y dejarme modelar por Dios a Su imagen y semejanza total, aceptando todo lo que Él dispusiese para mí.
Pero había ciertas cosas que me sucedían que bien sabía no provenían de Dios sino del mundo. Y que, no obstante ello, Dios las permitía para fortalecer mi fe, esperanza y amor. Cosas propias del enemigo a las que les permitía aún seguir sometiéndome, intentando abatirme por haber hecho mi opción por Jesús, por Cristo, y no por él. Cosas, por ejemplo, como las que me sucedieron cuando trabajaba en aquella agencia de viajes, y que fueron el desencadenante de la nueva tormenta que azotaría casi sin tregua mi existencia hacia fines de 1989, desestabilizándola al extremo de llegar a mover sus cimientos. No obstante ello, nuevamente, como siempre, Dios estaba ahí para evitar el desastre. Porque Él era el cimiento, la roca firme, sobre la que habría de terminar de construir toda mi casa, mi vida, mi ser.
No es el que me dice: ¡Señor!, ¡Señor!, el que entrará en el Reino de los Cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre del Cielo. En el día del Juicio muchos me dirán: Señor, Señor, profetizamos en tu Nombre, y en tu Nombre arrojamos los demonios, y en tu Nombre hicimos muchos milagros. Yo les diré entonces: No los reconozco. Aléjense de mí todos los malhechores.
El que escucha mis palabras y las practica es como un hombre inteligente que edificó su casa sobre la roca. Cayó la lluvia a torrentes, sopló el viento huracanado contra la casa, pero la casa no se derrumbó, porque tenía los cimientos sobre la roca. En cambio, el que oye estas palabras sin ponerlas en práctica, es como el que no piensa, y construye su casa sobre la arena. Cayó la lluvia a torrentes, soplaron los vientos contra la casa, y ésta se derrumbó con gran estrépito.
Cuando Jesús terminó estos discursos, lo que más había impresionado a la gente era su modo de enseñar, porque hablaba con autoridad y no como los maestros de la Ley que tenían ellos (Mt. 7, 21-29).
 
Así fue como a las dos de semanas de empezar a trabajar en la agencia de viajes, la dueña me informó que habrían de tenerme a prueba por una semana más, porque me tomaba demasiado tiempo para pensar las cosas, Me faltaba la rapidez que se requería para la realización de ese trabajo .
No estaba trabajando profesionalmente, con reconocimiento y pago del título, sino como cualquier otra empleada de escritorio, en el sector de programación de paquetes turísticos. Aunque el escuchar tan negativa evaluación y apreciación sobre mi persona me doliera en el alma, en verdad, comprendía y compartía su decisión. Sabía que tenía razón porque la rapidez era considerada uno de los requisitos básicos que debe reunir todo empleado de una agencia de viajes, a fin de asegurar su éxito en el vertiginoso y constantemente cambiante mundo turístico.
Era evidente que, efectivamente, no servía ni serviría para los negocios o cualquier otra actividad directamente relacionada con la generación de divisas. Y al mundo parecía complacerle el manifestármelo y recordármelo desgarradoramente, una vez más, como lo acababa de hacer. Era como si me dijera: “¿Elegiste a Dios? Bueno. ¡Quedate entonces con Él, a ver cómo te va! Si me hubieras preferido a mí, ya ves cuánto perdés. Trabajar en la operadora turística más grande de la Patagonia te hubiera abierto muchas puertas, y se te seguirán abriendo si renegando de Él, optas por mí y por todo lo que te ofrezco y te puedo ofrecer si querés. Aún estás a tiempo”.
Pero absolutamente nada ni nadie valía ni valdría jamás la gran pena, si implicaba renunciar a Dios y a Su voluntad para conmigo. ¡Eso nunca! Antes estaba dispuesta a morir.. Y así fue. Por lo que sin mayor reparo, ese mismo día, antes de que me despidieran, renuncié.
Ningún servidor puede quedarse con dos patrones, porque verá con malos ojos al primero y amará al otro, o bien preferirá al primero y no le gustará el segundo. Ustedes no pueden servir al mismo tiempo a Dios y al Dinero (Mt. 6, 24).
 
Sin embargo, no fue tan sencillo contrarrestar el lacerante dolor que me causaron las palabras de la agente de viajes, pues ¿a quién le gusta que le manifiesten o le hagan sentir que es un incompetente? Y más aún que lo es para la profesión que me llevó seis años adquirir con el mayor de los esfuerzos y sacrificios. Puesto que si no era competente para la actividad en que me formé y en la que tanto me preparé, cabía preguntarme, para qué otra cosa o actividad, de la que carecía de conocimiento en este mundo, podía llegar a serlo.
Sólo Dios sabe lo que el reconocimiento personal de tal incompetencia me produjo. Me partió por el medio. Me aniquiló. ¿Tanto estudiar para eso? Sentí que todos los años vividos hasta el momento se me iban por el retrete, viéndolos como un total desperdicio. Un vano desperdicio mis interminables afanes, la pérdida de tanto tiempo de casi total dedicación a la adquisición de tal formación, todas las luchas al límite que mantuve, todas las postergaciones personales y del amor efectuadas hasta allí, todos mis sacrificios, renuncias, las hartas lágrimas vertidas ante los reiterados desalientos, la lozanía de mi adolescencia y juventud desperdiciada, todo un sinsentido absoluto, una burla del destino. Un absurdo total.
No fue solo la evaluación hecha por aquella mujer la que me terminó desalentando de tal manera, sino que esa apreciación fue la gota que derramó el vaso. Pues mientras cursaba en la universidad había estado trabajando casi un mes en un estudio contable, en el que también su contador había estado llamándome constantemente la atención porque era muy lenta y hacía las cosas mal. No obstante, siempre me empeñé al máximo por lograr la perfección en cuanto hacía. Pero nada le venía a bien. Finalmente renuncié, sin llegar a percibir ni un peso por las semanas trabajadas. Lo mismo ocurrió en las experiencias laborales, en similares situaciones, que tuve en La Plata. Y, por último, una experiencia en un viaje organizado hacia San Martín de los Andes para unos banqueros argentinos, que fue algo muy desagradable. Yo ya me había recibido de Licenciada en Turismo y, en esa oportunidad, la persona que estaba a cargo de la organización y realización del viaje, ante una situación determinada que se presentara, no tuvo el más mínimo inconveniente de menoscabarme delante de todos los pasajeros, en forma altanera y soberbia diciéndome que era una incompetente, una inservible, una inútil.
En ese momento no atiné a responderle nada, pese a sentir toda la indignación e ira contenida por contestarle por dentro, como si con sus avasalladoras palabras lograra silenciarme, pasé el resto de la tarde llorando de bronca y dolor en la habitación del hotel. Malestar que el Señor quiso aliviar, llevando a otras dos personas en mi búsqueda y encuentro para decirme que no le diera tanta importancia al asunto, pues no valían la pena mis lágrimas. Palabras que, sin embargo, no lograron mitigar mi pesar, porque sabía que, luego de las frustrantes experiencias laborales anteriores, en La Plata y en aquel estudio contable, me gustase o no , tenía razón. De manera tal que la dueña de la agencia de Ushuaia no me había dicho nada nuevo que otros no me dijeran, sino que terminaba de confirmar que, en cuanto al aspecto laboral, jamás podría llegar a desempeñarme eficientemente. Más aún: este acontecimiento me confirmó que en el mundo del dinero y los negocios no habría de tener éxito.
Algo similar me sucedió en mi trabajo como docente universitaria. De niña quería ser maestra, pero me di cuenta durante la adolescencia de que no poseía el don de la palabra y, por ende, la capacidad de enseñar nada a nadie, y llegué a tomar justa conciencia en la universidad de lo exigente que era ser docente, en cuanto a la posesión de conocimientos, actualización, locuacidad y capacidad que se demandaba tener. Al concluir la carrera, estaba decidida a trabajar como profesional en turismo en cualquier otro sector de la actividad, menos en la docencia o agencias de viajes.
No obstante ello, de hecho hasta la fecha, fueron las únicas actividades en las que me pude desempeñar. Tanto era así que no quería trabajar en ninguno de esos dos campos turísticos que, pese a considerarlos una posible oportunidad al decidir irme a vivir a Ushuaia, porque sabía que se requerían en la Universidad del Comahue profesionales egresados para ejercer como docentes allí, una vez en el lugar, traté de emplearme en cualquier otra actividad del sector que no perteneciese a ninguno de esos dos rubros. Pero, lo único que me salió fue una ayudantía de cátedra en el departamento de Turismo de la universidad. Una ayudantía simple, en un única cátedra, de seis horas semanales. Nada. Durante la mayor parte de mi permanencia en Ushuaia, ese fue mi único sustento. Sentía que Dios me daba en lo que no quería y en mínimo grado. Sin el trabajo en la agencia, y sin otra fuente de ingresos, lo que cobraba en la universidad apenas si me alcanzaba para mantenerme. Pero me alcanzaba. Y por eso no dejaba de agradecerle a Dios por haberme dado al menos dicho empleo. Sin embargo, la incertidumbre ante la posibilidad de mejorar o no tal situación laboral, me dificultaba considerablemente las cosas, así como la continuidad de mi permanencia en Ushuaia. Trabajo en el cual me sentía también incompetente, lo hacía solo porque no me quedaba alternativa. La situación frente al aula me ponía muy mal, nerviosa, aprensiva. Cuando estaba con la titular de la cátedra, podía sobrellevarlo, pero, cuando debía hacerme cargo de la clase durante los trabajos prácticos y algunos parciales, el miedo y la duda solían jugarme muy malas pasadas.
Entre 2003 y 2004, cuando no me dejaba de preguntar constantemente sobre el porqué del extremo temor que me causaba hablar y levantar la voz ante los demás, así fueran mis pares, recordé una muy mala experiencia que había tenido en tercer grado en la escuela primaria en la que un maestro que teníamos, solía ridiculizarnos de la peor de las maneras cada vez que nos equivocábamos al hacernos pasar al frente a escribir en el pizarrón o a leer.
La sola idea me enfermaba de los nervios. Por lo que antes de cada clase, me encomendaba a Dios, pidiéndole que no me dejara sola y me diera la fluidez suficiente para disimular mi torpeza en la dicción. Teniendo la seguridad de saber que estaba conmigo, lograba tener seguridad y me sentía competente. Y como si eso fuera poco, estaban las reuniones de docentes a las que debía asistir obligatoriamente. Reuniones que constituían un martirio mayor que el estar frente al alumnado, porque allí primaba la competencia entre unos y otros, y me sentía evaluada en todo momento. Por lo general, me sentía totalmente fuera de contexto, pues todos tenían el don de la palabra, eran locuaces, estaban muy seguros de sí mismos y de lo que decían. Y constantemente daban muestras de saber de todo cuanto se les preguntase y de tener una respuesta u opinión ya formada sobre cualquier tema que se plantease relacionado o no con su profesión; el solo hecho de escucharlos me dejaba anonadada, me sentía insignificante. Pensaba que no podía llegar a ser nunca como ellos, por más que me lo propusiese. Me decía una y otra vez que ese mundo en el que ellos estaban, se movían, dominaban y disputaban por hacer valer el punto de vista u opinión no habría de ser nunca para mí. Y me preguntaba si realmente quería y si, además, valía la pena formar parte de él.
Los admiraba y en cierto modo envidiaba. Cuando debíamos hacer puesta en común sobre algún punto determinado, todos hablaban con tanto aplomo, conocimiento y fluidez, que temía abrir la boca y decir una incoherencia. En consecuencia, optaba por quedarme callada, limitándome a escuchar, asentir o disentir, sin posibilidad alguna de fundamentar mi postura, porque era consciente de mi carencia de una opinión formada o criterio propio sobre casi todo tema tratado.
Así, aunque estuviese en desacuerdo con lo que se estaba diciendo, porque la lógica y la observación meditada de los hechos me permitían comprender que lo que se estaba manifestando era erróneo o no era lo indicado según mi punto de vista, me resultaba prácticamente imposible contradecir a los demás.
Ante todo, sentía gran necesidad de saberme aceptada y querida, o apreciada, por todas las personas. Debido a lo cual pensaba que si me manifestaba en contra de alguien, este o esta iban a dejar de apreciarme. Y sinceramente, después de todo lo vivido en la escuela primaria y en la adolescencia después, no deseaba ganarme el rechazo, la enemistad, ni mucho menos el desprecio de nadie.
Nada me hirió nunca más que sentir el rechazo de los demás, sin importar de quién viniese. Aún hoy, esto me sigue hiriendo enormemente.
No entendía por qué las otras personas me imponían tanto. ¿Por qué la opinión que ellas tuvieran o se formaran de mí era más importante o tenía mayor peso que la mía? Ni por qué me afectaba tanto lo que los otros pensaran o dejaran de pensar, dijeran o dejaran de decir, al extremo de desasosegarme y desestabilizarme. ¿Por qué estaba tan llena de complejos? ¿Por qué sufría de un fortísimo complejo de inferioridad? ¿Por qué estaba constantemente menospreciándome o permitiendo que lo hicieran? ¿Por qué no podía hacer nada bien? ¿Por qué sentía que no servía para nada? ¿Por qué permitía siempre que los demás parecieran más importantes que yo? ¿Por qué les permitía continuamente que me ofendieran, insultaran, que me consideraran menos, sin abrir nunca la boca para defenderme?...
...¿Por qué tenía que estar siempre tratando de agradar a los demás para que me quisieran, aún cuando veía y entendía que tenía que impedir las injusticias? ¿Por qué me privaba de hacer lo que sentía o deseaba hacer por lo que los demás pudieran llegar a pensar? ¿Por qué debía aceptar todo a pie juntillas, como me venía dado o como me querían inculcar, sin ni siquiera chistar? ¿Por qué debía o trataba o sentía que tenía que hacer las cosas perfectas? ¿Acaso no tenía derecho a ser imperfecta como todos los demás lo eran? ¿Por qué me exigía tanto? ¿Era que Dios me lo exigía o era yo misma quien me excedía en sus exigencias para conmigo? ¿Por qué no pensaba primero en mí y después en todos los demás? ¿Por qué no podía vivir la vida como me pareciese mejor hacerlo? ¿Por qué mi vida no era tan simple, común y corriente como la de todos los demás? ¿Por qué me resultaba tan difícil relacionarme con los demás? ¿Por qué no podía o era tan torpe para iniciar y formar una pareja? ¿Por qué no podía pensar en casarme y tener hijos como todo el mundo?...
...¿Por qué las cosas me salían siempre en sentido contrario a como las imaginaba o deseaba? ¿Por qué el amor parecía ser para mí algo tan imposible o remoto? ¿Por qué me consideraba tan ineficiente, tan tonta, incompetente, inútil, inservible? ¿Por qué la gente parecía disfrutar siempre con herirme o hacerme sufrir? ¿Eran ellos o era yo la que les daba lugar para hacerlo, y me parecía que lo hacían cuando en realidad no lo hacían sino que me lo hacía yo misma? ¿Por qué debía ser tan sumisa, tan dócil, tan obediente, tolerante? ¿Por qué no podía evitar anteponer siempre la felicidad de los demás a la mía? ¿Por qué estaba tan patéticamente llena de miedos? ¿Por qué sentía tanto temor, pánico mortal para hablar? ¿Por qué el miedo me paralizaba o impedía actuar? ¿Por qué cada vez que pensaba decir o hacer “blanco”, hacía y decía “negro” o “gris”? ¿Por qué era como era, si siendo así me alienaba, lo que me producía sólo malestar y contrariedades? ¿Por qué me era tan difícil cambiar? ¿Por qué no podía dejar de sentir tanta aversión contra mí misma y amaba tanto a los demás? ¿Los amaba realmente? ¿Por qué a veces entonces me molestaban tanto, resultándome muy pesados? Si los amaba, ¿en qué medida lo hacía?
¿Cómo podría decir que amaba a los demás cuando no me amaba a mí misma? ¿Cómo decir que aceptaba a los demás como eran si primero no me aceptaba a mí misma? Pues si Jesús, mi amado y dulce Jesús, me predicaba que amara a mi prójimo como a mí misma, ¿en qué medida podía decir que los amaba y aceptaba, si a mí misma no me amaba y me aceptaba primero?
Por todo esto, finalmente entendía que debía empezar a amarme a mí misma, para recién entonces poder decir que amaba a los demás y poder realmente amarlos y aceptarlos tal como eran, con todas sus virtudes y sus defectos.
De esta forma, las tinieblas de la desesperación, de la angustia, del desánimo, de la desesperanza volvieron una vez más a cernirse sobre mí. Repentinamente, perdí todo el ardor espiritual que sentía hasta el momento desde aquel sublime reencuentro, aparentemente tan distante en el tiempo, con mi adorabilísimo Jesús del mes de marzo.
De pronto volví a sentirme tan helada, congelada, como la nieve a mi alrededor. Todo se tornó confuso e incomprensible. No entendía por qué Dios me hacía tal cosa. Ignorante como era aún en las cosas del Señor, creía que era Él quien me las causaba. Ahora entiendo que no había sido otra más que yo la que, sin darme cuenta aún, había dado mi consentimiento a Jesús para que se activaran todas esas contrariedades en mi vida, cuando tentada por el enemigo aquella tarde de marzo hiciera mi opción definitiva por Él, por Jesucristo, manifestándole decidida y categóricamente quería hiciera en mí Su voluntad. Y lo hice al manifestarle: “No permitas que nada ni nadie me aparte de ti. Haré todo lo que me pidas... Que se haga en mí tu voluntad... Lo acepto todo. Sea lo que sea, si es tu voluntad sin duda será lo mejor...”.
Pero nada de ello podía recordar o entender entonces, tan perturbada como me encontraba. Recién comenzaba a caminar con Jesús. Por lo que su forma de obrar para querer y sacar lo mejor de mí me resultaba totalmente incomprensible. Además, ¿cómo pensar siquiera que Dios, siendo todo amor, podía estar empezando a obrar así conmigo, o haciéndome un vaso nuevo, cuando padecerlo era sumamente desgarrante y hasta despiadado?
Gracias a su Espíritu Santo, hoy entiendo que si hubiera podido seguir trabajando exitosamente en aquella agencia de viajes y me hubiera sentido competente, jamás me hubiera replanteado así el sentido o fin último de mi vida, y, en consecuencia, nada de lo que ha sucedido en todos estos años hubiese podido suceder. Y, en este preciso instante más que nunca antes, comprendo que era realmente preciso que todo esto sucediera de ese modo para Gloria de nuestro amado Señor Jesucristo.
¡Bendito sea Él por cada espina que el mundo me clavara y cada lágrima que derramara a consecuencia de ello, porque sólo pasando por las espinas y por las lágrimas se puede llegar un día a obtener la rosa, que es Él, la plenitud de Su amor! Amén.
No obstante esto en aquel momento todo era caos para mí, en mí, y sobre mí. Sentía frustración, rabia, indiferencia... No entendía por qué, de pronto, mi ser parecía para Dios tan importante, dándome vivir intensas experiencias de su Presencia en mi ser, dentro de mí, sólo para mí y en mí, como las que en los meses previos a mi visita a Plottier me había llevado, si después iba a permitir que el mundo me destrozara, haciéndome ver y sentir una vez más como una inútil, una inservible, una incompetente.
¡Qué absurdo me resultaba el proceder de Dios! Por momentos, se mostraba Grande conmigo haciéndome elevar hasta las nubes, para después soltarme de golpe, dejándome caer sin paracaídas para estrellarme violentamente contra el suelo. ¿Quién podría sobrevivir a semejantes caídas desde alturas tan altas?
En circunstancias como estas, me parecía que Dios disfrutaba jugando conmigo, o tal vez el mal, o quien quiera que fuese. Pero ¿por qué se la tomaban precisamente conmigo? ¿Por qué no con otro? Porque, a decir verdad, mi cuerpo ya era un solo magullón después de tantos golpes y caídas. “¿Por qué yo?, ¿por qué a mí?”, no dejaba de cuestionarle, perpleja ante tan terrible incomprensión.
Nunca antes había bombardeado a Dios con tantas preguntas, con tantos planteamientos y cuestionamientos. Pues si Él no me los respondía, entonces ¿quién? ¡Él debía hacerse cargo de la parte que le correspondía! Pues, al fin y al cabo, yo no era más que un ser humano sumamente limitado, como persona, como profesional y como mujer. Le inquiría incesantemente por qué me había hecho así: tan poco agraciada, tan torpe, tan inútil, tan lenta para todo, tan ingenua, tan crédula, tan inadaptada, tan acomplejada, tan nada. Porque para hacerme así prefería que no me hubiera hecho nada, me atrevía a decirle, incluso a veces, insolentemente. ¡Si lo habrá tenido que escuchar desde que tengo uso de razón! Cuando era pequeña, y hasta la adolescencia, sentía que me decía que para Él era preciosa. Y que aunque nadie más me amara, Él me amaba tal como era.
Sin duda alguna, el saberme amada por Él me reconfortaba enormemente. Pero entonces, ¿por qué de una vez por todas no me llevaba con Él para siempre, en lugar de mantenerme aquí? ¿Con qué sentido? ¿Con qué finalidad? Sabiendo que mientras continuase aquí, obligatoriamente debía vivir de algo. Debía vivir del fruto de mi trabajo. Y si para ejercer mi profesión estaba visto que no servía, ¿para qué otra cosa podía llegar a servir entonces?
Si con todo lo vivido hasta ese momento no había hecho más que comprobar una y otra vez que, indudablemente, no estaba hecha para vivir, pensar, sentir, acorde con los dictados de este mundo, resultándome casi imposible adaptarme, volvía a caer irremediablemente en la eterna pregunta acerca de cuál era el fin último de mi existencia. Porque para vivir permanentemente rodeada de conflictos y a la deriva, prefería estar muerta aquí y viva allí, o directamente no haber nacido. Comenzaba a pensar, a creer y a entender así que ese fin último de mi existencia estaba directamente relacionado con un proyecto que Él tuviera realmente preparado para mí. Pero, ¿cuál sería? ¿Cómo saberlo?
Nada me atormentaba más que el constante martilleo en mi mente de las palabras de aliento que mis familiares y amigos me decían cuando estudiaba en la universidad y en las instancias previas a mi viaje a Ushuaia, como en sus cartas: “Gladys, vos siempre vas a obtener todo lo que te propongas en la vida, por poner el corazón y la razón en ello...”. Que seguramente Dios tenía preparado algo muy especial y grandioso para mí... Que me tendría reservada para alguien también muy especial... Que todo lo podría por la fe que tenía, y que el éxito coronaría todas mis empresas y mis metas”.
¿Dónde quedaban en ese momento todas esas palabras que, habiendo logrado en su momento alimentar mi esperanza y perseverancia en la consecución de mis ideales, comenzaban a sonarme tan vacías, tan huecas, tan sin sentido, tan contrarias a la realidad adversa que me tocaba vivir? ¿Éxito? ¿De qué éxito me hablaban? ¿Futuro brillante? Si eso era un futuro brillante no quería ni pensar cómo me considerarían si hubiera podido ser realmente competente y exitosa en mis empresas.
¿Que Dios me retribuiría por todas mis postergaciones y por mi amor a los demás? Sabe Dios que cuando obraba como obraba lo hacía íntegramente porque así me nacía hacerlo, sin esperar más retribución o recompensa que ver concretado el sueño de Amor Ideal que siempre tuve.
Pero ante aquellos acontecimientos, sin posibilidad de llegar a concretar aún aquel, y sintiéndome como un cero a la izquierda, cabía preguntarme si era esa su manera de recompensarme, si era que efectivamente estaba en Él querer recompensarme aquí en la Tierra de alguna manera.
Tras esta vorágine de pensamientos, sentimientos y frustraciones terminaba creyendo, más bien, pensando, que ser bueno o malo daba lo mismo. Que obrar correcta o incorrectamente daba lo mismo. Que intentar santificarme o llevar una vida totalmente pecaminosa daba lo mismo. Que incorrupto o corrupto daba lo mismo. En fin, que toda debilidad entre bien y mal parecía dar lo mismo para Dios. Porque a todos retribuía de igual manera. Peor incluso: a los que optaban por hacer lo contrario a Sus preceptos o lo malo a Sus ojos, parecía retribuirlos de mejor manera. Porque les iba bien, prosperaban y todo les salía como lo deseaban en la vida. No les faltaba nada y eran felices o al menos parecían serlo. Estaba tan decepcionada de todo que todo lo veía tan negro como el carbón.
Con el tiempo, el Espíritu Santo, obrando en mi interior, me hizo comprender que no era así, permitiéndome descubrir la Verdad. Comprendí que no era Dios sino el enemigo el que con sus engaños y artimañas de toda índole buscaba confundirme para perderme y apartarme del único y verdadero Camino que salva: Jesucristo.
Entendí que en aquel momento de mi vida, encontrándome nuevamente en el Camino, después de haber andado extraviada durante mucho tiempo por senderos secundarios que me conducían en sentido contrario a aquel, había llegado a una segunda bifurcación. A la primera la había encontrado los meses anteriores, después de la llamada telefónica realizada a casa, y la terminé de definir la tarde previa al viaje que hiciera a Plottier durante el receso del mes de julio, cuando me vi enfrentada a elegir entre volver definitivamente a casa o continuar en Ushuaia después de aquella visita a mi familia.
Fue Él quien me hizo llegar, en tal oportunidad, la respuesta y la seguridad interior que tanto andaba buscando para tomar la opción correcta, a través de lo que aquella tarde me llevara a experimentar durante el ascenso a la pista de esquí. De modo tal que, permitiéndome tomar por breve tiempo un desvío hacia casa para ir a visitar a mis seres amados y mostrarles que estaba bien, me dio el valor y la determinación para emprender el regreso, retornando nuevamente al Camino que por predestinado quiso comenzar a mostrarme y a definir ya.
La segunda bifurcación era mucho más tentadora que la primera, así como tanto más peligrosa.
Miraba adelante en el Camino (de seguir a Jesús) y lo veía como el de la pista de esquí: empinado, resbaladizo, lleno de obstáculos y dificultades, sinuoso, con interminables subidas y bajadas, con quebradas muy oscuras, con numerosos tramos de precipicios y desfiladeros, por demás difícil y sacrificado en extremo. Me resultaba plenamente desalentador y extenuante, tal como lo veía en toda su extensión, hasta poder llegar a su punto final: la vida eterna. Pues si me había extenuado al ascender a la cima de la pista de esquí, en este, que me sugería Jesús, seguramente iba a quedar rendida en los primeros tramos del recorrido, donde me encontraba tras haber caminado tan poco aún. En el principio.
El único aliciente que Jesús me daba para seguir en pos de Sus Divinas huellas era recordar lo sucedido y el sentimiento de gozo infinito que experimentara aquella tarde tras alcanzar la cima. ¿Cómo olvidar lo maravilloso que había sido aquello?
Entonces, si algo tan mundano e insignificante me había parecido maravilloso, ¿cuánto más inimaginablemente maravilloso sería llegar al final de este Camino que me proponía Jesús, para empezar a recorrer en Él en este mundo, y alcanzar en su cima, la vida eterna junto a Él, en Su Divina Trinidad y Mamá María, por intrincadamente difícil que seguir Sus mismas huellas pareciera ser?
Aún detenida frente a esta nueva bifurcación de caminos, miré en sentido contrario, hacia el camino alternativo que me invitaba a seguir el mundo. Este camino era completamente llano y con pequeñas curvas en todo su recorrido. Por demás fácil, sencillo y por ende, sumamente atractivo. Hasta donde podía llegar mi mirada, todos los que alcanzaba a ver se encontraban en el camino, parecían alegres, felices, satisfechos, sin preocupaciones, sin prejuicios o limitaciones, haciendo absolutamente todo lo que querían, deseaban, sentían, siguiendo plenamente los impulsos de sus instintos naturales y carnales, dejándose llevar por lo que su propia voluntad quería, sin contención de ninguna índole. Hasta llegar al total libertinaje, en su máxima expresión. Vivían tranquilos, sin que nadie los molestase, o les llamara la atención por la vida que llevaban. “¡Qué bueno si da lo mismos una cosa que la otra, un camino que el otro!”, pensé.
Pero se me permitió ver más allá de lo visible en el punto final de ese camino alternativo. Ver lo que ninguna de esas personas, que con anterioridad viera disfrutando y viviendo disipadamente a lo largo del camino, podían llegar a ver y oír porque la escamosa ceguera y serosa sordera se los impedía, y no se daban cuenta de ello, preocupados tan solo por vivir los placeres temporales de este mundo. Y lo que veía, hacia el término de ese camino alternativo, era la más desgarradora de las muertes y sufrimientos eternos, en medio de interminables ayes, lamentos, alaridos, gritos desaforados de dolor inconsolable, proveniente del eterno fuego eterno.
Mientras que, apartando la mirada de ese indeseable final para volver a fijarla en el camino que me proponía Jesús, veía que las pocas personas que seguían y mantenían su vida en él parecían apesadumbradas y atribuladas por las interminables dificultades y obstáculos encontrados permanentemente a lo largo de su sinuoso recorrido. Dificultades y obstáculos que no se los ponía Dios sino el enemigo en su constante intento por abatirlas, desalentarlas, apartarlas de Dios, llevándolas a caer en la alternativa contraria, de mayor facilismo, que les proponía. Dificultades y obstáculos, que eran considerados como facilidades, puentes y ganancias para alcanzar y consolidar con mayor y definitiva seguridad su paso hacia la vida eterna, que era la única que importaba, dando todo de sí para alcanzarla. Entonces estas personas permanecían y se veían alegres, porque soportaban, resistían y superaban todo lo que el enemigo iba oponiéndoles, sintiéndose victoriosos contra el mismo en Jesucristo, el Señor, por no apartar su mirada ni un solo instante del final del camino. Final hacia el que peregrinaban por este transitorio mundo, paciente y perseverantemente, siguiendo las amadas huellas del Buen Pastor y Divino Maestro que les demostraban que era posible también para todos ellos, viniendo a ser Él el Primero en alcanzarlo.
Vi y entendí que todas estas personas, a gran diferencia de las que iban por el camino contrario, sí podían ver y oír, con los ojos y oídos espirituales del alma, con los mismos ojos de Dios en ellas, hacia dónde eran guiadas por Él, en Él, con Él y para Él, y se dirigían, por ende, viendo desde aquí mismo el incomparable e invaluable tesoro que les aguardaba tras cortar la cinta indicadora de la llegada a la meta: la Vida y Felicidad Eterna. De modo tal que, estando aún en la Tierra por disposición Divina, vivían ya de vida eterna por sus testimonios y compromisos de vida. Paz, justicia, amor, dicha indescriptible, vida infinita era en lo que se extasiaban sus ojos y sus oídos al contemplar el final del camino, y lo que, asimismo, iban trasmitiendo a lo largo de su dificultoso recorrido previo por este mundo. Esto era, a la vez, lo que estaba renovando constantemente sus fuerzas en el Espíritu Santo, para no claudicar en el intento.
Debo reconocer que por aquel tiempo de fines de 1989 en Ushuaia, al verme y sentirme puesta ante esta segunda bifurcación en el inicio del mismo camino, trazado por nuestro Señor Jesucristo en este mundo, me era ciertamente imposible poder llegar a entender y comprender todo esto en su total extensión, tal y como la Divina Trinidad me lo permite hacer hoy. Y si hago memoria, Dios me permite recordar algo que también me sucedió durante esos atribuladores y decisivos días de mi caminar en este mundo.
En mi intención por aumentar los conocimientos y sabiduría humana, tratando de ponerme a la altura intelectual de mis colegas universitarios, había empezado a frecuentar la biblioteca popular. Pasaba largas horas allí, imbuida en la lectura. Todo libro que pasaba o caía en mis manos suscitaba mi interés. No quería que ya nadie me impusiese quedarme callada o silenciada por su mayor conocimiento y sabiduría, para lo cual necesitaba leer, leer y leer cuanto más pudiese, y en todo momento que pudiera hacerlo. ¡Sólo Dios sabe cuánto y cómo deseaba adquirir todo el saber que los libros encerraban y podían trasmitirme! El hambre y sed de saber que tenía era tal, que la integridad de mi ser no dejaba de pedir: más, más, más... Pensaba y creía que cuanto más supiese de todo, mayor asombro, admiración, respeto causaría en cuantos me escuchasen hablar, apabullándolos con el conocimiento y la sabiduría sin límites adquirida. Deliraba con poder lograr tal cosa. ¡Si lo sabrá Dios!
Hasta que uno de esos días cayó en mis manos (hoy sé que fue Dios quien me lo puso entre ellas) La Divina Comedia de Dante Alighieri. Demás está decir el efecto que la lectura de su apocalíptico contenido me produjo. Al principio me atrapó. Pero a medida que me fui adentrando en él, comencé a experimentar un estado de conmoción interior tan violento que, sumándolo a la profunda confusión que estaba ya viviendo en todos los órdenes de mi vida por esos días, me sentí al límite de la locura, lo cerré a la mitad de la lectura, para no volver a abrirlo otra vez.
Sin duda alguna, su lectura ejerció gran influencia en mi ser en aquel momento, en cuanto al rumbo que me sentía llamada a darle a mi vida a partir de entonces. Entendí que tenía que definirme entre seguir en pos de Jesucristo, o seguir haciendo tranquilamente mi vida como hasta allí lo había hecho. Por esto creo y entiendo que fue Dios mismo quien lo puso entre mis manos. Pues, como dije con anterioridad, los medios que Él utiliza para comunicarnos o hacernos saber sus designios son inimaginables, al echar mano de todo cuanto tiene a su alcance, para hacernos su invitación.
Por aquellos días, no había dado una respuesta a cuanto le preguntaba, lo que me hacía sentir que se estaba haciendo el sordo, que callaba, dejándome nuevamente sola, y a medio empezar de la nada.
No obstante ello, el solo recordar las fuertes experiencias vividas en Su Presencia Divina, de Su Espíritu en mi espíritu en el Espíritu Santo, a lo largo de ese inquietante año, me daba fuerzas y voluntad para que, pese a todo, optara por seguir en pos de Sus amadas huellas en el camino señalado, que comenzaba a abrir ante mí. Por lo que, aunque se mantuviese callado sentía que estaba ahí junto a mí, escuchando todo cuanto pensaba, sentía y decía. Pero sin hablar o sin querer responderme aunque le gritara o me encrespara, la Roca, mi roca, se mantenía inconmovible. Pero siempre estaba ahí, principalmente para impedir que me hundiera.
Sin tener respuestas concretas de parte Suya, llegué a un límite de desesperación y frustración tal que solo el amor de mi familia y el amor y la fe en Él lograron rescatarme una vez más de las garras de la muerte física y espiritual.
Con el tiempo, comprendí que si Él callaba, o a mí me parecía que lo hacía, no era por otro motivo que porque aún mis ojos y mis oídos espirituales no estaban preparados para ver o entender casi absolutamente nada más allá de lo visible. Por lo tanto, todo intento que Él hubiera realizado en ese sentido hubiera sido totalmente inútil. Mi humanidad, más bien, el espíritu enemigo de la voluntad de Dios, seguía siendo aún muy fuerte, porque trataba que siguiera dominando su rebelión contra Dios en mi ser, llevándome a imponer mi voluntad sobre la Suya.
Mi espiritualidad, por el contrario, continuaba siendo muy débil, porque todavía no había comenzado a alimentarme plenamente con el sólido alimento y la vivificante agua del Espíritu Santo. Aún conservaba la ceguera y la sordera propias de mi rudimentario espíritu.
De todos modos, continué avanzando. Adentrándome cada vez más en el camino que me iba mostrando y abriendo Cristo. Buscando la única Verdad que me permitiría encontrar y alcanzar la vida.
Gradual y sutilmente, el Divino Espíritu Santo fue abriendo la cerrazón de mi mente, permitiéndome vislumbrar muchas cosas que aún estaban ocultas para mí y en mí. Así, por ejemplo, se me dio a entender que, en realidad, sí tenía una opinión formada, pero no formada por mí, sino por los demás. Por quienes me la fueron inculcando a lo largo de mi paso por este mundo, pensada de tal manera que encajase perfectamente dentro de los proyectos del aparato social, político, económico, productivo y religioso de este.
Pero como Dios en mi ser se resistía a que me dejase llevar por los criterios del mundo, este intentaba desecharme si no actuaba de acuerdo a como estaba establecido, sumisa y obedientemente. En realidad, me importaba cada vez menos que el mundo me desechara de la organización de su esclavizante sistema, porque la posibilidad de volver a perder la Gracia de Dios me producía mayor temor.
Comprendiendo tener sin duda una opinión formada sobre la mayoría de las cosas y de los temas, pero escuchando la opinión de los demás, veía que la mía estaba en total oposición con las suyas. Hecho que me llevó a plantearme seriamente si era mi opinión la correcta, la acertada, o si era, más bien, la de los demás. Considerando sus argumentos que, en la mayoría de los casos eran válidos y aceptables en su confrontación con los hechos, terminaba viendo, entendiendo y aceptando que en muchos aspectos era efectivamente yo la que estaba equivocada. El admitir tal cosa implicaba deponer orgullo y soberbia para estar dispuesta a modificar mi concepción y mi postura, porque entendía que sólo podría hacer tal cosa, en la medida en que no opusiese resistencia al cambio.
Descubrí así que la mayoría de las opiniones las había aceptado como verdaderas sin someterlas a juicio o constatación de ninguna índole. De esta manera, gran parte de mis opiniones no eran propias, sino las de otros.
Entendía que, para que mis opiniones fuesen propias, debía ser sólo yo quien las procesara, elaborara y formara, sobre la base de la observación realizada y a la experiencia personal vivenciada en mi propia carne, de acuerdo a lo que personalmente me fuese posible ver, entender y comprender a lo largo de meticulosos e intensos procesos de inducción y deducción.
Entonces me propuse empezar a formar mis propias opiniones sobre todos los aspectos vinculados con la vida, el mundo, el universo, Dios, tomando y sometiendo a rigurosa verificación o refutación todas y cada una de las opiniones que me fueron impuestas de uno u otro modo, por uno u otro medio o fuente. Dejando sólo lo bueno, lo que considerara era correcto a la luz de mi propia visión, entendimiento, juicio y conciencia, y eliminando todo lo que considerara incorrecto, pernicioso, alienante, infundado. Comencé a experimentar que mi mente, tan estrecha y limitada hasta el momento, comenzaba a expandirse gradualmente en la medida en que Dios quisiera abrirla mediante la acción constante e intensa de Su Divino Espíritu.
En tal expansión llegué a un punto en el que el Señor me permitió comprender, por su bendita gracia, que la expansión que en lo humano podría llegar a darle seguiría siendo igualmente limitada, por la propia limitación existente en la naturaleza humana. Pero que, en cambio, mi mente y mi ser podrían llegar a abrirse plenamente, sin contención alguna, hasta lo infinito, si yo me anonadaba y permitía que fuese únicamente el Espíritu Santo quien trabajara día y noche en mí, conmigo, para lograr lo mejor de mí. No solo para mí, sino igualmente para los demás, para la humanidad entera.
Comprendí esto por entera gracia Divina, al hacérmelo ver, entender y querer de tan delicado y amoroso modo, porque le permití obrar dentro de mí de esa infinita manera sin restricciones de ninguna índole.
¡Bendito sea Él, solo Él, por esto y por todo lo que a partir de entonces quiso obrar plenamente en mi limitada y quebradiza vasija de barro!
Por otro lado, pude simultáneamente comprender que, antes de poder amar a los demás como Él me lo pedía, debía empezar por amarme y valorarme un poco más a mí misma. Lo cual había sido algo que le planteara no solo por aquellos días en Ushuaia, sino desde la misma infancia y adolescencia.
Recordé que después de recibir los primeros sacramentos y durante el tiempo que diera catequesis solía cuestionarle: “Jesús, Vos decís que debo amarte por sobre todas las cosas con toda mi mente, con todo mi corazón, con toda mi alma y todas mis fuerzas, y que debo amar al prójimo como a mí misma, entendiendo que no puedo amarte o decir que te amo, si no amo a mi prójimo. Y no puedo decir que amo a mi prójimo, si no me amo a mí misma. Ello quiere decir que, entonces, primero tengo que amarme a mí misma, para recién entonces decir que verdaderamente amo al prójimo como a mí misma, y amándolo te amo a Vos. Que te amo a Vos en el prójimo como a mí me ame... Siendo así, creo que nunca podré amar a mi prójimo ni amarte a Vos como querés que te ame y lo ame, porque siendo como soy, como me has hecho, no me amo ni me amaré jamás. Es que soy ¡tan horrible! ¡Me has hecho tan desproporcionada, tan deforme!...”.
Y por más que sentía que para Él era preciosa, siendo así como me amaba, no me bastaba. No me conformaba. Ni dejaba de atormentarme, como habría de atormentarme este pensamiento por el resto de mis años, hasta llegado ese momento en Ushuaia.
Sentía entonces, que debía aumentar mi autoestima. Pero ¿cómo podría hacerlo? ¿El hacer tal cosa no me envanecería? ¿Por qué la mayoría de los hombres que conocí hasta ese momento en Ushuaia me habían manifestado que era hermosa, linda, cuando después de los primeros meses en que comenzaba a pensar que en verdad lo era, volvía a sentir que realmente no lo era, sino todo lo contrario?
¿Por qué tenía pensamientos tan negativos y adversos sobre mi persona? Recordé de pronto que cuando cursé Psicología en la universidad, había estudiado que nuestros comportamientos y conductas eran consecuencias de las vivencias, experiencias y enseñanzas que habíamos tenido o recibido a lo largo de nuestra vida. Entonces, pensé que debía tratar de buscar las causas de las concepciones negativas que tenía sobre mí, ya que entendía que sólo conociendo dichas causas podría, si no eliminarlas, al menos tratar de contrarrestarlas. Así es que supuse que debía buscarlas y encontrarlas en mi pasado, a través de una regresión a ciertos años de mi vida. Llegué así hasta la etapa universitaria, en la cual encontré algunas de dichas causas que en parte ya compartiera. Seguí analizando minuciosamente a lo largo de mi adolescencia hasta que llegué a la infancia y a la escuela primaria. Fue como destapar una olla que contenía el 90% de los males que me aquejaban, las causas de la gran mayoría de mis problemas, de mis miedos, de mis dolores, de mi menosprecio... Causas que, identificando, individualizando y tratando de cerrar, sumida en inevitable y necesario llanto para su liberación, provocado por el doloroso recuerdo de estas, me permitieron ir sanando lenta y progresivamente las distintas heridas que en su acontecer me provocaran y dejaran hasta aquel momento abiertas con tanta profundidad que, pese al largo tiempo transcurrido, aún no había dejado de doler y de sangrar.
Luego de ello, experimenté una paz muy grande, y todo mi ser encontró sosiego. Ahora veo y entiendo que la Divina Trinidad y la Virgen María me acompañaron a lo largo de todo ese viaje de interiorización y regresión de mi vida, y fueron también quienes me ayudaron a curar dichas heridas.
Después, y haciéndome eco de los consejos proporcionados por otro libro retirado de la biblioteca, empecé a introducir cambios muy grandes en mis hábitos y pautas de conducta. El contenido de esta obra inducía a no permitir, o más bien neutralizar, la influencia de las otros individuos en la vida personal, exhortando a desprenderse de los prejuicios, con mensajes tales como “vive tu vida”, “toma y haz todo lo que desees”, “no te reprimas”, “todo es correcto, nada es prohibido”, “libérate, rebélate contra los valores y principios morales impuestos por la sociedad y la religión que tratan de prohibirte hacer cuanto deseas y sientes cuando lo quieres hacer, coartando tu libertad.”, “pruébalo, experiméntalo todo porque solo así te sentirás y serás libre, conociendo la felicidad que te otorga el placer”, “no te prives del placer, no te prives de ser feliz”, “piensa en ti solamente, y que cada cual haga su vida”, etcétera. A raíz de esta lectura, comencé a pensar que tenía todo el derecho del mundo, como cualquier otro ser humano, a vivir mi vida, a hacer lo que quisiera, lo que pensara, lo que deseara, lo que me viniese en ganas, cuándo y cómo lo quisiera, lo pensara y lo deseara sin importarme lo que los demás dijeran o pensaran al respecto. Que lo que no hiciera por mí nadie lo iba a hacer, porque cada cual pensaba en sí mismo sin importarle los demás. Que ya era tiempo de pensar en formar una familia, un hogar, en casarme, pues tenía 27 años y, si no lo hacía entonces, no lo iba a hacer nunca. Que nadie podía exigirme, ni yo misma, a ser perfecta o intentar serlo. Y mucho menos tratar de ser una santa o una mártir. Porque ya a nadie le importaba eso. Y que yo, al igual que todos, tenía derecho a equivocarme cuantas veces fuese necesario. Que no debía pensar en los demás para proyectar qué quería hacer con mi vida porque ninguno de ellos había pensado en mí cuando decidieron cómo querían vivir las suyas...
Llegado a este punto, sentí que Dios, en mi interior, desde Su Espíritu en mi espíritu en el Espíritu Santo, volvía a hacer escuchar Su voz, diciéndome“Cuidado, Gladys, con lo que estás pensando. Porque no todo eso es acertado”.
Y así como pasaba muchas horas en la biblioteca popular, no pasaba menos tiempo en la librería con mi nueva amiga. De esta forma, leía e iba alternando mi lectura entre los pensamientos puramente humanos, del mundo, por un lado, y los pensamientos de Dios, por el otro.
En la librería me complacía echar un vistazo a los distintos libros dispuestos para la venta, y leer uno u otro. Cierto día Dios quiso poner en mis manos un pequeño libro que fue crucial en esta búsqueda del equilibrio perfecto entre Dios y mi ser. El libro, titulado “Vivir es amar, amar es vivir”, me ayudó a elevar considerablemente la autoestima dentro del correcto y verdadero sentido que para Dios significa “amarse a uno mismo”. Me ayudó a superar todo lo negativo de mi pasado, a buscar la comunión conmigo misma, con el universo, con los demás seres humanos, con Dios, poniendo y tomando a Cristo como modelo de Comunión. Por esto entiendo que no fue nadie más que Dios quien lo puso entre mis manos, en aquellos ávidos días de búsqueda y encuentro de definición interior, en el lugar y momento oportuno. Esto es, cuando veía que corría el riesgo de equivocarme respecto a lo que significaba amarse a uno mismo, según Él lo expresara y mandara.
Como consecuencia de todos estos cambios, que iban obrando en mi persona, en mi manera de ser y de pensar, envié a mi familia extensas cartas de fuerte contenido, manifestándole indirectamente a mis seres amados, pero principalmente a mis padres, cómo era que realmente pensaba, y lo que, en Dios, quería que también ellos hicieran por mí. Que me permitieran hacer y vivir mi vida como personalmente creía, y como entendía que Dios me lo pedía, porque tenía derecho a ello. Lo cual estaba dispuesta ya a hacer sin mayor dilación, dejando de darle importancia a lo que los demás pensaran.
Al escribirlas, sabía que muchas de esas cartas habrían de ser muy dolorosas para ellos. Principalmente para mis padres, por la dureza de mis palabras y la crudeza con la que, indirectamente, les pedía me dejaran y ayudaran a cortar el cordón umbilical, ya que con su comprensión y total apoyo me facilitarían las cosas y no así, tratando de tenerme aferrada al inmenso amor que sabía que me tenían. Pues, de lo contrario, sabía que no iba a poder hacer lo que estaba llamada a hacer en Él, en Su mismo Espíritu, en mi espíritu, en el Espíritu Santo, en este mundo.
Cartas y manifestaciones a través de las que volvía a desconcertarlos, porque no alcanzaban a ver y a comprender qué “mal” (el cual no era un “mal”, sino el mayor de los bienes, no solo para mí sino igualmente para todos ellos y la humanidad entera), parecía estar apoderándose de mí en Ushuaia para hacerme cambiar de esa inexplicable manera. Volvían a preguntarse y preguntarme algunos de ellos qué me estaba sucediendo. Les respondía que por primera vez en mi vida me sentía plena y que nunca antes había estado mejor, que me encantaba Ushuaia, que estaba pensando seriamente en quedarme a vivir allí, y que ya no pensaba volver a Plottier sino solo de visita. Yo sabía que Dios quería darles a conocer todo esto que me estaba sucediendo en Él y con Él allí, pero pensaba que difícilmente pudieran llegar a comprenderlo, porque todo era tan loco que apenas yo lograba entonces poder comprenderlo, como para encima intentar explicarlo. ¡No! No podía decírselo, pese a desearlo con todo el alma. Acaso si lograba contarle algunas cosas al padre Ismael, porque pensaba que ni él podría entender todo lo que me estaba sucediendo o todo lo que Dios estaba obrando dentro de mí.
Sabía que para ellos, conociéndolos como los conocía, y conociéndome como me conocían, estas últimas cartas debían resultarles insólitas, y les causaban gran desconcierto. Esas cartas, quizá, serían como golpes cada vez más fuertes, como si yo quisiera golpearlos donde más les doliese. O como si quisiera o intentara decirles: “Por favor, no me amen tanto. Más bien ódienme. Porque los voy a destruir; los voy a hacer sufrir mucho con lo que en Dios veo y entiendo debo hacer. Y si me odian, me dolerá mucho menos verlos sufrir por hacer Su voluntad”.
Todo esto era conscientemente incomprensible también para mí: querer hacerlos sufrir cuando los amaba tanto; infinitamente más que a Dios y a mí misma. Por lo que escribir estas cartas, por un lado, me producía gozo y liberación al sentir y saber que iba cortando muchas cadenas y ataduras personales con ellas. Mientras que, por otro lado, me compungía enormemente herirlos de esa manera, a causa de mi liberación. Porque herirlos a ellos era como herirme a mí misma, como clavarme una daga en el corazón, clavándoselas a ellos también al mismo tiempo.
Pero por doloroso que para ellos y para mí tal corte y liberación de su amor y mi amor fuera, en Dios sentía ser totalmente necesario que así lo hiciera. Amándolos con toda el alma, pero requiriendo en Dios disminuir ese amor, a fin de que no se terminara constituyendo en el obstáculo que pudiera llegar a impedir hacer lo que en Dios había venido a hacer, por lo que había nacido y estaba aquí. Era un mal necesario a costas de un bien inmensamente mayor, tanto para ellos, como para mí, y sobre todo, para Gloria de la Divina Trinidad.
¿Mal necesario? ¿Pensar que Dios podría querer un mal para mi familia, siendo el Dios amor como lo conocía? Era algo que difícilmente podía creer, y mucho menos comprender. Pero Dios sabe que lo sentía así. Y así lo acepté y así lo hice, a fin de dejar todo sometido a Su querer para conmigo y, por ende, también para con ellos, en este mundo. Pero debía confiar, ante todo, en su infinita Sabiduría.
Porque si era en Dios que era preciso hiciera tal cosa, debía hacerlo pensando que Él no habría de permitirme hacer nada que no fuese con miras a un bien mayor para todos. Al punto de llegar a aceptar renunciar y permitir la destrucción de mi misma familia si de ese modo era necesario en Dios que lo hiciera, de manera similar a como Él, el Padre, había entendido que convenía entregar y permitir el sacrificio de Su Hijo Amado para salvación y restitución de la humanidad, creación y faz de la tierra entera a Su amado y celestial lado. Sabía y sabe Dios que mi familia había sido, y aún seguía siendo, por aquellos días, la razón de mi existencia, y la que se encontraba en mi amor aun por encima del amor que le tenía a Él.
Sabía Dios que sentía y padecía todo esto en mi mente y en mi corazón, y que la destrucción de mi amada familia me producía el peor y más terrible de los temores y horrores. Veía una demencia humanamente incomprensible de llegar esto a ser así. Por lo que sentía que ni siquiera con el padre Ismael podía compartir todos estos pensamientos y sentimientos que se iban agolpando en mi ser, como inspiración Divina. Y me preguntaba si realmente provendrían de Él, por lo humanamente perverso que en el juicio de los demás el llegar a conocer tales pensamientos y sentimientos podía llegar a resultar. Pero sentía, entonces, en lo más profundo de mi ser que Dios me decía: “Sí. Soy Yo”. Constatación en virtud de la cual continuaba adelante, cada vez más firme y segura en estas convicciones, aunque no pudiese existir ni una sola persona en el mundo entero que estuviese dispuesta a creer en tal vehemencia. Razón por la cual, callaba, sintiendo a la vez que un día podría llegar a explicarlo y compartirlo todo, luego de haberlo hecho.
Pero una cosa era sentirlo, y otra tratar de encontrar una explicación visible, audible, palpable, que me permitiese comprender tal sensación. Algo que me permitiese decir: “Entiendo”.
Había algo que venía con mucha frecuencia a mi mente y a mi espíritu inquieto. Reminiscencias de mi infancia y adolescencia, no tan lejanas. Mi infancia, plena de Jesús y Mamá María. Mi avidez de permanecer junto a Ellos Allí en el Reino de los Cielos por siempre y para siempre. Ardiendo en el fuego de su Amor que me inflamaba. El ferviente anhelo de la infancia de entrar a un convento. El colegio María Auxiliadora. Ser monja. Ser Suya en cuerpo y alma. El impedimento... el impedimento... el impedimento. Mi llanto. La angustia de mi alma. El tener tan poca edad. Mi docilidad. Mi obediencia. Mi respeto, que me impedía oponerme a lo que se me imponía, en lugar de gritar: “¡Es lo que quiero, Dios: ser religiosa!”.
Tan solo tenía 13 años y demasiado fuego interior como para poder apagarlo de golpe. Pero ¿cómo hubieran podido llegar ellos a saberlo si yo no se los decía? Y aun si lo hubiera llegado a decir, jamás hubieran podido llegar a saber o darse cabal idea de hasta qué punto se encontraba consubstanciado todo mi ser por aquellos años, con el de Cristo. Al punto de que no me bastaba solo vivir con Él, viviendo Él en mí, sino que anhelaba ardientemente poder padecer y hasta morir por Él, como Él lo había hecho, sacrificando su vida por amor a la humanidad. Poner mis huellas en Sus Divinas huellas, mis manos en Sus Divinas manos y fundirme en Su Ser, para ser una con Él, con el Padre, con el Espíritu Santo y con Mamá María. Morir. Desvanecerme en Su Divina esencia para vivir en Él, con Él, por Él y para Él, por toda la eternidad.
¿Cómo podrían ellos, mis padres, mi familia, comprender tal cosa, siendo una locura humanamente incomprensible? ¿Quién lo creería, entendería y aceptaría, sin perturbarse por miedo de que hubiese perdido el juicio, y por esto ser sometida a estudios psicológicos, cuando sabía que lo que me sucedía no era nada malo, sino lo mejor de lo mejor que pudiera llegar a sucederle a ser humano jamás? ¡Malo sí, para el mundo, para la concepción de lo que era y es “ser malo” y “ser bueno” para el mundo, pero preciosísimo para Dios! ¿Cómo contárselos para que lo comprendieran, siendo una niña de 13 años, introvertida, tan callada que hasta incluso hubo quienes pensaban que era muda? En contrapartida de las palabras que me faltaban, pensaba y sentía en demasía, hasta casi ser desbordada por los pensamientos y sentimientos. Pero, aún teniendo la capacidad física para hacerlo, me sentía incapacitada para pronunciar palabra: las palabras morían siempre en mi garganta. Y por eso enmudecía, sin poder ni aún de adulta defenderme u oponerme a algo, a tal punto que le preguntaba a Dios por qué no nos había hecho telépatas. Esta incapacidad para hablar, incluso pudiéndolo hacer, fue uno de los martirios más grandes que tuve que padecer en lo humano. Pues cada vez que quería pronunciar palabra, sentía como si una fuerza muy grande desde adentro me lo impidiese. Llegando incluso absurdamente, en muchas oportunidades, a enojarme con Dios por haber nacido con tal incapacidad. De manera tal que, aunque ellos hubieran podido comprenderlo, ¿cómo hubiera podido explicárselo con palabras comprensibles, siendo mi lenguaje y vocabulario tan pobre y limitado aún (siéndolo incluso actualmente en mucho) para describir ese misterio tan grande que había en mí, para formarse cabal idea de lo que experimentaba, y de esa manera comprenderme? Más aún cuando las experiencias de Dios eran y son inexplicables. ¿De modo que nadie puede saber perfectamente lo que se siente, si no lo ha vivido o no ha pasado por algo similar ? ¡Qué enredo!
Durante mucho tiempo pensé que ellos habían sido culpables de que le respondiera “no” a Jesús en aquella ocasión. Y me sentía igualmente culpable por mi falta de valor, por mi temor, por no oponerme a la voluntad de mis padres, para hacer solo Su voluntad, que yo ya sentía en mi corazón.
Estos fortísimos sentimientos de culpa me acompañaron hasta hace muy pocos meses. Y no dejé de sentirlos como tales ni antes ni después de cuando Él creyó conveniente. Cuando, desde Su Espíritu en mi espíritu en el Espíritu Santo, pude llegar a ver y entender por mí misma en Él que en mi vida todo era como debía ser. Sin que nadie sintiera culpa.
No fue esa la única oportunidad en que le había dicho “no” a Jesús, anteponiendo la voluntad y el amor de mis padres y mi familia a la Suya, sino que, a principios de ese año, había vuelto a hacer exactamente lo mismo. Sentía que el amor de mi familia me absorbía a tal punto que siempre terminaría haciendo lo que en su amor y voluntad viese y entendiese querían, necesitasen o me pidiesen, con tal de hacerlos felices y no hacerlos sufrir. Desmedido amor por mis padres y hermanos, al que se sumaba la extrema cobardía padecida en mi humanidad. Me sentía amedrentar por todo o era sumisa ante las imposiciones de los demás. Y, conociéndome como me conocía, si no luchaba con toda la fuerza de mi ser contra ambas cosas, jamás iba a hacer lo que debía y quería hacer en Dios, pensando en el dolor que, por hacer tal cosa, pudiese llegar a causarles a los demás, como veía y entendía les causaría si terminaba aceptando y asumiendo en un todo lo que Dios me enviase a hacer.
Viendo y entendiendo que debía de ser así sin duda, con gran dolor para ellos como para mí, lo que Dios me pidiese y me enviara a hacer, desde que aquella tarde de marzo de ese año llegara a experimentar la plenitud del gozo que implicaba ser colmada por Dios Padre y Dios Hijo en Dios Espíritu Santo. Esto es: no ser, ni poder volver a ser, ya la misma jamás. Porque era Dios quien, a partir, de allí entrara a vivir plenamente en mí desde Su mismo Espíritu Paternal y Filial en mi espíritu en el Espíritu Santo por toda la eternidad.
Me sentía tan llena de Él que casi no lo podía contener, irradiándose desde la integridad de mi ser, sintiéndome asfixiar, como si me faltara el aire por momentos con la infinitud de Su Esencia en tan limitado envase humano. Asimismo, por instantes, sentía que moriría quemada por Su inextinguible fuego dentro de mí. Fue entonces cuando escribí aquella desconcertante primera carta de tal tenor a casa, en la que les daba a conocer que, luego de lo que acababa de vivir en Dios, estaba dispuesta a hacer Su voluntad sea la que fuese, a como diese a lugar, sin importar ni tener en cuenta esa vez ninguna otra opinión u otro parecer en contrario. Porque sentía que había sido la plenitud del Espíritu Santo en mi ser quien me terminara dando el valor, la audacia y la decisión que me faltaban, para escribir y manifestarles tan determinante disposición. Fue, entonces, el Espíritu de Dios el que me permitió hacer lo que por mí misma, en mi humanidad, jamás hubiera podido llegar a hacer, Él me animó a dar el salto hacia la incertidumbre total en la plenitud de Su amor, así como llegar a ser plenamente consciente de que con dicha carta habría de partirlos por el medio. Necesitaba, sin embargo, hacerlo imperiosamente, a fin de terminar de ubicarlos, en mi amor y en mi vida, en el lugar en el que desde la más temprana edad tuvieron que haber estado: después de Dios y Su voluntad para conmigo y no antes .
De manera tal que, para cuando Dios me terminara de dar a conocer cuál era Su exacta voluntad para conmigo, ni yo, ni ellos ni nadie me impidiesen llegar a hacerlo en toda su plenitud. Me daba ya Él certeza absoluta mientras escribía tal carta de la existencia indiscutible e indudable de una misión en este mundo pensada para mí.
Y entendí que la constante aprensión que padecí luego, durante las tres semanas siguientes a aquella redacción, se debió a que la intensidad del fuego del Espíritu Santo había amainado en relación con la intensidad con la que se me permitió experimentarlo mediante la propiciación de Su reencuentro aquella tarde de mazo, junto a la bahía de Ushuaia.
Fue como si de pronto todo el arrojo, el valor, el celo, la osadía que sentí esa tarde, y que me impulsaran a hacer tantas cosas que humanamente no hubiera tenido el valor para hacer, hubieran ido desapareciendo. Como si las fuerzas –incluso la de Dios– me abandonaran, conservando sólo la humana, que era tan débil que parecía como si no tuviese ninguna.
Empecé a experimentar nuevamente miedo. Un miedo que se incrementaba cada vez más a medida que sabía que se acercaba el momento en que debía llamar a casa. Quería hacerlo y a la vez no porque, si bien no ansiaba otra cosa, e imperiosamente necesitaba escuchar sus amadas voces, pensaba que si no habían podido comprender nada de lo que trataba de decirles e intentaban hacerme desistir de la idea de seguir a Jesús, no estaba en mi humanidad el llegar a contrariarlos y, por el gran amor que les tenía, volvería a decirle “no” a Jesús.
¿Cómo explicarlo? Los amaba tanto, ¡tanto!, que prefería morir, antes de verlos sufrir en lo más mínimo. Pero, a la vez, amaba tanto a Jesús que también prefería matarme, antes de volver a decirle que no. ¡Qué tortura tener que decidir entre mi familia y Jesús, entre Jesús y mi familia! ¿Por qué debía ser así? ¿Por qué ese insoportable suplicio de encontrarme entre la espada y la pared? ¿Por qué una de las dos partes no cedía para hacer mi vida y mi entrega muchísimo más fácil? ¿Por qué tanto dolor? ¿Por qué tanta incomprensión? ¿Por qué tanta tozudez? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué sentía y sabía que unos me tiraban para un lado y Jesús para el otro? ¿Era que yo no le importaba realmente a ninguna de las dos partes? Si tanto me amaban como decían que me amaban, ¿por qué entonces ambas partes me hacían sufrir tanto, llevándome a tener que decidir y elegir entre una y la otra?
 
Claro que mi familia no tenía ni aún tiene la más mínima idea del debate personal e interior, por ende, agonía que en tal terminante definición y decisión formaban junto con Dios esencial parte, contraparte, llamada a combatir contra el amor que entre ella en todos sus miembros y yo había, para solo así y entonces invertir el orden en mi amor, poniendo mi amor en Dios, por Dios, en primer lugar, mi amor por el Reino de los Cielos y toda la humanidad, creación y faz de la Tierra en segundo lugar, mi amor por ellos como una parte más de este último y el amor por mí misma en tercer lugar. A fin de que solo así y entonces poder hacer lo que desde la más temprana edad Dios me permitiera ir viendo y entendiendo fuera enviada y estaba llamada y enviada a hacer en Él, con Él, en el Espíritu Santo, en el mundo.
Sabiendo como sabía que Dios era Dios, teniendo poder por lo tanto para hacer cualquier cosa, le preguntaba por qué no cambiaba la resistencia de mi familia por comprensión, apoyo incondicional y alegría ante el anuncio de mi entrega a Él ya que, a la luz de los hechos, por alguna razón que desconocía, era evidente que dicha entrega debía ser inevitable. De lo contrario, Él no sería tan insistente como toda la vida lo había sido.
Y finalmente, una vez más, fue Jesús quien cedió en su amor y comprensión infinita, a fin de hacerme padecer menos, reduciendo mis tribulaciones, para que no tuviera que ser yo la que fuera partida por la mitad.
Ya que, al hablar por teléfono a casa y comprobar que se había hecho efectivamente realidad lo que tanto temiera sucediera como consecuencia de la lectura de la carta, y, para no hacer sufrir más a mi familia , el Señor permitió que volviera a retractarme. En consecuencia, volví a decirle “no” a Jesús cuando, para devolverles la tranquilidad, le comuniqué a mis seres queridos que no iba a hacerme religiosa.
Solo Dios sabe lo que sentí al tomar conciencia de lo que acababa de hacer. Fue una pena tan grande, tan grande la que sintiera al negarlo me envargara, como la que creo sintió Pedro al escuchar cantar el gallo y darse cuenta de que habiéndole dicho durante la intimidad de la Última Cena que mantuviera con nuestro Señor Jesucristo junto a los demás apóstoles que él no habría de negarlo y que estaba dispuesto a dar su vida por Él, fuera precisamente ello lo que terminara haciendo.
Me sentí desolada, y temí que, a causa del nuevo “no”, se produjera un mal mayor para mi familia, como mayor fue el mal y el dolor (aunque en la óptica de Dios es “bien y gozo”) que padecieron Él y todos Sus amados amigos, los apóstoles, a causa de la negación de Su amado Pueblo de Israel.
Comprendí, que la tribulación de mi familia habría de ser inevitable. Compungiéndome sobremanera el ver, entender y saber que ellos, al igual que los apóstoles junto con Él en su momento, habrían de llegar a sufrir mucho junto a mí, sin poder llegar a saber o conocer los motivos por los que Dios parecería estar castigándonos, infligiéndonos dolores tan grandes, cuando en verdad habría de estar manifestándose en nosotros, Grande y Glorioso para toda la Iglesia y humanidad. Dándome a verlo, entenderlo y saberlo solo a mí por anticipado, como lo estaba haciendo sin que yo lo pudiera compartir, al ver, entender y saber que si no habían podido ver, entender y creer en lo que en aquella carta les decía, mucho menos habrían de poder llegar a ver, entender y creer lo que, en este otro sentido, pudiera llegar también a compartirles.
Entonces me sentí llamada a sellar mis labios, comprobando con la general reacción suscitada en mi familia, que no habrían de creerme; porque no podían dejar de verme como me habían conocido: como la hija, la hermana, la cuñada, la tía. Pero ya no era yo, sino Cristo quien vivía en mí. Pero ¡cómo creerlo! ¡Cómo esperar que lo creyeran, ya que si alguno de ellos me dijera lo mismo de ellos, habiendo estado en mi lugar y yo en el suyo, tampoco lo hubiera creído!
Entonces, si decírselo no podía, lo único que me quedaba por hacer era comenzar a cortar el cordón umbilical y disminuir el fortísimo vínculo de amor que nos unía, por más que tanto a ellos como a mí nos llevara a padecer y a sangrar profundamente. Para lo cual fue sumamente necesario escribirles las cartas más duras y de aparente filial rebelión, que con anterioridad en mi vida escribiera jamás, a fin de que sólo fuera Dios, Jesús, quien fuera tomando total posesión de la integridad de mi ser, de mi voluntad y de mi amor sin que nada ni nadie se interpusiera entre los dos, lo que me impediría llevar a cabo la misión que finalmente quisiera enviarme hacer desde Su mismo Ser, en mi ser, en el Espíritu Santo. Esas cartas, por un lado, me llenaban de gozo por el triunfo que significaba el haber podido supeditar todo amor o afecto tenía en este mundo al que tenía por Jesús; y por el otro, me ocasionaban malestar por el dolor que, por tal triunfo de Jesucristo en mi ser, les causaba a ellos. Era preciso que fuera así, a fin de terminar de invertir el orden de prioridades en mi amor, poniendo de una vez por todas y para siempre a Dios por encima de todo , como por mandamiento Divino primero debía ser y quería que fuera para terminar dándole a Él toda la victoria en mí.
XVIIIDespués de tantos años, ese día finalmente había llegado, como llegaba todo en mi vida siempre. Ese era el momento para ello. Era ahí y entonces cuando tenía que hacer tal inversión de prioridades en mi amor, aunque entendía que tal inversión era perentoria, para que cuando llegara el momento en que Dios me diese a conocer Su voluntad (que cada día sentía que estaba más cerca), nada ni nadie se interpusiera en el Camino y en mi firme propósito de hacer lo que me mandaría a hacer hasta el final.
Desde que regresé de mi viaje a Plottier y me mudé a la pensión con esta nueva amiga, mis días empezaron a llenarse cada vez más de Dios. Por las mañanas pasaba horas en la biblioteca popular o en la librería del colegio Don Bosco, leyendo todo libro que caía en mis manos. Todo me interesaba. Mientras la temática fuese enriquecedora para mi mente y espíritu, no descartaba nada. Anhelaba adquirir la plenitud del conocimiento y de la sabiduría. Y entendía que sólo podría encontrarlas en los libros.
A medida que los meses fueron pasando, comencé a preferir la librería a la biblioteca. Sentía que allí, en la parroquia Nuestra Señora de la Merced y en el colegio (que conformaban en un solo edificio) estaba mucho más cerca de Dios. E indudablemente era así. Acompañar a esta nueva amiga, y a veces ayudarla en la atención de la librería, así como compartir gratísimos momentos con ella, con otra querida amiga suya adolescente (que luego también pasaría a ser mía), con el padre Ismael, y el nuevo amigo catequista ya mencionado, era una alegría y se fue volviendo una necesidad imperiosa.
En medio de tan ameno y acogedor ambiente, sentía que por fin, después de tanto tiempo, había vuelto a la Casa del Padre, sintiéndome realmente en casa. ¡Veía y entendía que era precisamente allí donde Dios me quería y donde debía estar! ¡Qué maravilloso que era todo! ¡Qué bien me sentía por el trato de amistad en Jesús y en María que nos unía!
Cada vez eran más frecuentes los encuentros y mayor el tiempo que pasaba conversando con el padre Ismael. Por su intermedio, Dios quiso llevarme a cambiar la contraria concepción que me había comenzado a formar sobre los sacerdotes, desde la partida del padre Carlos de Plottier. Veía y entendía que el padre Ismael sabía escuchar, y sabía hacerse tiempo para cada persona que deseaba hablar con él. ¡Y eso que tenía tanto trabajo! Pese a sus deberes y obligaciones como párroco y como padre director del colegio, siempre estaba cuando se lo buscaba y necesitaba. No sé de dónde (de Dios seguro) sabía hacerse tiempo para todo y para todos. Hablar con el padre Ismael me daba la confianza de estar hablando con mi padre terrenal y con mi Padre Celestial. Por esto entiendo que el hecho de haber llegado a Ushuaia casi simultáneamente no fue casualidad, sino algo totalmente providencial. Porque si no lo hubiera conocido o hubiera podido compartir con él cuanto me había comenzado a pasar con Dios, jamás hubiera podido cambiar la concepción que, muy a mi pesar al igual que muchísima gente, empezaba a tener sobre los sacerdotes. Concepción que era muy negativa, por cierto.
Porque sin su guía espiritual nunca hubiera podido llegar a discernir sola el proyecto de Dios para mi vida. ¡Bendito sea Jesús por ir siempre un paso adelante mío y, especialmente en este caso, poniendo al padre Ismael en mi camino! Amén.
La necesidad de llegar a tener un encuentro más profundo con Dios llegó a ser tan acuciante que pasaba cada vez más tiempo orando en la parroquia, tanto por la mañana como por la tarde (después del trabajo en la universidad, los días que debía trabajar. ¡Cuánto más tiempo estaba, más tiempo ansiaba estar! Y la oración volvió a ser uno de los alimentos más substanciosos con los que Jesús iba nutriendo y robusteciendo mi espíritu con el Suyo, junto con Su Palabra y Sagrada Comunión, que día a día recibía en cada misa.
Al caer la noche, concluidas nuestras jornadas laborales, con mis nuevos amigos, y otras queridas nuevas amigas y amigos que Jesús fuera sumando de ahí en más a mi vida, salíamos a caminar o tomar algo. Los fines de semana asistía a las reuniones del grupo joven, en el que participaba desde la primera convocatoria que el padre Ismael hiciera para empezar a formarlo.
Lo peculiar de ese grupo de jóvenes, a diferencia de otros de los que antes había participado, era que absolutamente todos sus integrantes éramos de afuera: cordobeses en su gran mayoría, bonaerenses, santafecinos, neuquinos... Hecho que fortaleció estrechamente nuestra amistad, y que nos llevó a reunirnos también, fuera de nuestras actividades parroquiales, en la casa de uno u otro, supliendo en parte la falta y añoranza del afecto de nuestras familias. Llegamos a conformar un grupo de cerca de veinte amigos, a quienes recuerdo con gran cariño, llevándolos en lo más hondo del corazón.
Casi todos los sábados, salíamos a bailar con algunos de ellos. Me encantaba hacerlo. A veces me preguntaba si, por estar asistiendo a la Iglesia, eso estaría mal. Se lo preguntaba a Jesús, y entendía que no tenía nada de malo bailar, siempre y cuando no permitiese que se convirtiese en algo perjudicial para mi espíritu. Los domingos solía dormir hasta las 15 o hasta las17. Y a las 20 íbamos a misa con mis amigas.
 
 A la luz de todo cuanto desde entonces quisiera la gracia del Señor llevarme a ver y entender, hoy sé que no está mal bailar. Porque también bailar, poder bailar, sin estar incapacitados físicamente para hacerlo, en su sana manera de hacerlo, es sanación, bendición, gracia Divina. Como David bailara para Dios. ¡Qué densas y pavorosas eran las tinieblas en las que antes de comenzar a caminar nuevamente en las mismas huellas de Jesús y de María me encontraba! Agradeciendo a Dios por toda sanación y liberación obradas por Su luz. ¡Lástima, haber desperdiciado tanto tiempo sin bailar! Principalmente, sin bailar como David para Dios, entre cantos de alabanza y de victoria en Jesucristo, el Señor. Amén.
Cuando entre los integrantes del grupo joven el conocimiento y la amistad se intensificaron, comenzamos a reunirnos viernes o sábados por medio en casa de alguno de ellos. Principalmente nos reuníamos en la casa del hermano de uno de los integrantes más jóvenes del grupo; de ese modo se sumaban también sus dos hermanos, su esposa y otros amigos. Nos reuníamos a jugar a las cartas, tomar mate, ver películas, jugar a “dígalo con mímica”, cenar, comer asado. A veces, salíamos a tomar algo o a bailar todos juntos. Cuando íbamos a la casa del hermano de este joven miembro y amigo del grupo, que con gran cariño solía llamarme “hermanita”, por lo general nos quedábamos a dormir ahí, pues las reuniones solían durar hasta la madrugada, ya que la oscuridad y la nieve tornaban muy peligroso el descenso hasta el centro de la ciudad. Dormíamos donde podíamos y en la medida en que podíamos hacerlo: apoyados en la mesa, sobre alguna frazada en el piso, o en las camas, cuando la caballerosidad de los varones nos lo permitía.
Como la gran mayoría del Grupo de Jóvenes eran miembros de la parroquia, el padre Ismael estaba al tanto de cuanto hacíamos fuera de ella cuando nos reuníamos y salíamos a veces a bailar, apoyándonos sin decirnos nada porque sabía que no habríamos de hacer algo fuera de lo esperado en nuestra buena formación y principios cristianos. Confiaba en nosotros, los jóvenes, porque le dábamos buenos motivos también de nuestra parte para hacerlo.
¡Qué necesaria es la confianza de los adultos en los jóvenes y viceversa, sabiendo respetar qué es lo que cada una de las partes espera de la otra! Participé de otros grupos de jóvenes en los que, lamentablemente, algunos integrantes de los otros grupos parroquiales parecieran hacer, incomprensiblemente, hasta lo imposible por hacerlos desaparecer. ¿De qué manera? No dándole la importancia, ni la cabida, ni el reconocimiento, ni el apoyo, ni el estímulo, ni la confianza, ni respetando sus tiempos, ni reservándoles un lugar para reunirse; echándoles la culpa de cuanta cosa mala sucediera, exigiéndole estar presente en todo y después decir que no hacían nada...
Los jóvenes necesitan estar y sentirse permanentemente apoyados por los adultos de los otros grupos parroquiales. Necesitan su confianza para saber que son importantes, que su trabajo cuenta, y de esta forma aumentar su compromiso. Por otra parte, también es cierto que los jóvenes deber obrar rectamente en todo momento, tanto dentro como fuera de la parroquia, sin olvidar que, como cristianos, son embajadores de Cristo adonde vayan. O, de lo contrario, que no digan que son cristianos. Porque el único que se desacredita con palabras y acciones, contrarias a las enseñanzas de Cristo, es Él. ¡Qué importante es para Él que seamos nosotros, principalmente quienes trabajamos activamente dentro de una parroquia o capilla, los causantes de que otros crean y no dejen de creer en Él por nuestro “antitestimonio” cristiano! Pues si decimos y proclamamos que Cristo vive, y los demás no lo pueden ver vivo dentro de nosotros, en nosotros, de nada sirve que perdamos el tiempo diciéndolo o predicándolo, si no demostramos que está vivo en nosotros. Porque con decir y proclamar sin dar testimonio de vida a la par, no se lo puede dar a conocer. Y, por ende, no puede accederse a la vida eterna. De modo tal que, al encontrarnos con Él al pasar por este mundo, Jesús nos dirá: “¿Cuándo profetizaste por mí, cuando predicaste? No te conozco”.
El padre Ismael, además de toda su confianza, nos dio el espacio y la responsabilidad para hacernos cargo de actividades especiales. Así, nos consiguió un espacio en Radio Nacional para realizar un programa enteramente a cargo del Grupo de Jóvenes, todos los sábados por la mañana. Programa que seguía estando al aire el mismo día de mi definitiva partida de Ushuaia.
Asimismo, dentro de la parroquia supo asignarnos un lugar importante, diciéndonos que de los jóvenes dependía el futuro de nuestra fe católica. En las solemnidades especiales, siempre nos daba la responsabilidad de organizar una de las celebraciones más importantes. Por ejemplo, la de la misa de Navidad o la del Sábado de Gloria. Del mismo modo, nosotros tratábamos de responder con responsabilidad a fin de que él no se arrepintiera de haber confiado en nosotros. Claro que, como jóvenes que éramos, cometíamos algunos errores. Pero él bien sabía disimularlo para no desalentarnos. Y su proceder nos daba ánimo para tratar de hacerlo mucho mejor la siguiente vez que nos encomendara algo.
En cuanto a mí, conservo muchas enseñanzas de esta particular experiencia como integrante de ese grupo. Enseñanzas que después me fueran sumamente útiles, tras mi regreso de Ushuaia, al formar parte del grupo de jóvenes que se formó en San Antonio de Padua.
En todas esas idas y venidas, pensamientos y sentimientos que tuvieron lugar entre los meses de agosto y diciembre de 1989, como no podía ya ser de otra manera, Jesús iba siempre de camino conmigo, hiciese lo que hiciese o estuviese donde estuviese. Al principio, no me respondía a mi insistente pregunta sobre qué quería Él que yo haga, Al menos yo creía entonces que no lo hacía. Pero, ahora que lo pienso, no me lo manifestaba directamente, sin embargo me lo decía a través de cada una de las acciones que, en crecimiento espiritual, en compromiso parroquial, en desprendimiento familiar, me llevaba a realizar. Ya estaba haciendo lo que por ese momento quería y convenía que comenzara a hacer en despojo y preparación, para asumir totalmente Su voluntad cuando llegado el momento me la diera a conocer.
Definitivamente, así como iba siempre un paso adelante mío, iba al mismo tiempo conmigo, consumando en mí todos esos planteamientos y cambios que estaba obrando, llevándolos a su plenitud con mi total consentimiento.
Mi amiga tenía un cuadrito de Jesús Peregrino con la inscripción “Yo Soy el Camino”, colocado de tal manera en la habitación, que cada vez que uno abría la puerta de entrada lo primero que veía era esa inscripción. Los primeros meses sólo lo miraba y pasaba de largo. Hasta que un día comencé a sentir que me estaba cuestionando constantemente con su anhelante mirada de esperanza y confianza en mi entrega. Entonces le decía: “Sí, ya sé, Jesús, que vos sos el Camino. Pero, decime, ¿cuál es la senda que debo tomar o por la que debo seguirte? Porque tu Camino es muy ancho, y las sendas que has puesto en él, por lo que veo, son numerosas. En lo personal, dime, ¿qué es lo que has pensado para mí, qué necesitas de mí? ¿Qué sea religiosa, que me case y tenga hijos, o que me quede soltera y adopte?¿Cuál, Jesús? ¿Cuál de esas sendas es la que has trazado para mí?”
Él callaba. Callaba. Callaba. Día tras día volvía a preguntarle exactamente lo mismo. Él seguía callando. Al menos yo pensaba que lo hacía. “¿Por qué, digo, pensaba?”. Porque cada vez que le preguntaba tal cosa me venía a la mente la parroquia de San Antonio de Padua de Plottier. Entonces, le decía: “No, no, no”, porque pensaba que, viviendo en Ushuaia, ese era un problema que ya no me incumbía a mí sino a quienes seguían viviendo en Plottier.
Por otro lado, cada vez me fascinaba más vivir en Ushuaia. Empezaba a sentirme más plena que nunca. Tenía trabajo en mi profesión, no mucho, pero lo suficiente como para mantener mi independencia económica. Tenía un maravilloso grupo de amigos; una vida espiritual cada vez más intensa; un serio compromiso dentro de una parroquia; un acogedor lugar donde vivir; agradables y sanas actividades de esparcimiento, tal como lo era salir a bailar; numerosos pretendientes, aunque no saliese con nadie; todo dentro del más cautivador y subyugante escenario natural.
Definitivamente, no tenía ninguna intención de irme de ese lugar. Máxime después de todo lo que me había costado vencer allí tantos miedos, tentaciones y dificultades. ¡No! Lo que Dios me llamase a hacer, debería ser ahí, en Ushuaia.
Y de esta manera fueron pasando los días y los meses, en esta búsqueda constante e inquietante. Quería y, a la vez, no quería saberlo por temor a lo que pudiese llegar a pedirme, porque no quería me pidiera aquello que menos deseaba, y me producía espanto mortal el sólo pensarlo. Era como entrar en agonía antes de iniciar la batalla. Pero ¿cómo negarme? ¿Cómo resistirme a lo que toda la vida, más aún hacia los últimos años de mi adolescencia, había presentido: que el haberlo de asumir en Cristo hacia el final de mi existencia en este mundo sería inevitable? ¡No, no, no! Por favor, ¡eso no!
No quería y no deseaba saber nada más sobre la parroquia de San Antonio de Padua. Y al mismo tiempo ansiaba saberlo. Necesitaba saberlo. ¿Por qué todo en mi vida siempre había tenido que ser así, tan contradictorio? ¿Por qué no podía tener una existencia sencilla y tranquila como la de cualquier otro ser humano? ¿Por qué Dios no me dejaba tranquila? ¿Quería realmente que lo hiciera? Si sin Él me moría, y con Él me quemaba, me asfixiaba.
¿Por qué esa dicotomía sin fin? ¿Por qué mi vida tenía que estar siempre oscilando entre un extremo y el otro como un péndulo imparable? ¿Por qué no podía encontrar el equilibrio perfecto? ¿Por qué tenía que ser hielo o calor? ¿Por qué frío o caliente? Y más que caliente, ¿ardiente? ¿Por qué tenía que estar siempre en el campo de batalla observando, más bien padeciendo en mi propio ser, en mis entrañas, cómo contendían esas dos fuerzas sobrehumanas? ¿Por qué no podía quedarme así, solamente observando? ¿Por qué inexorablemente, y sin importar lo que yo quisiera hacer con mi propia vida, ambas fuerzas me presionaban al extremo de la demencia, exigiéndome, y no así proponiéndome, dejándome en total libertad de decisión personal como veía que hacían con los demás, a de una vez por todas y para siempre tomar parte directa en el combate, e integrar las filas de uno u otro Ejército (el del Bien o el del Mal), y así librar feroz batalla contra el adversario hasta agotar mis últimas fuerzas hasta la muerte?
“¡No! ¡No podía ser verdad! ¡No podía ser real! ¡Solo figuraciones, imaginaciones de una mujer insignificante, que ambiciona semejante estado de grandeza! ¡Imaginaciones de una mente trastornada!”, me decía sumamente aprensiva y molesta.
Pero las cartas de casa seguían llegando. Amorosas como siempre, pero apenadas por la incomprensión de mi cambio total y por la crueldad de las mías. En ellas, de cuando en cuando, sin preguntar o pedir información, algo me decían sobre lo que seguía sucediendo a nivel eclesial en Plottier y saber tales cosas continuaban perturbándome enormemente.
Si yo estaba bien allí, emocionalmente estabilizada, espiritualmente renovada y plena, ¿por qué San Antonio de Padua me seguía persiguiendo aun en la distancia? Pensé que si me fuese a otro lugar... Al otro confín de la Tierra... Porque ese no había sido suficiente según parecía. Si estuviera en a la China o en el Polo Norte, entonces, tal vez, probablemente, a lo mejor, dejara de hostigarme. Porque ya estaba harta de su persecución sin fin...
Pero ¡no! Nada podía asegurarme que así lograría liberarme,.escapar, ¿seguir escapando? Ya estaba cansada de hacerlo... Y los años se me iban, y por lo visto el amor tan esperado jamás llegaría si primero no me detenía, si no lo enfrentaba, para ver qué era lo que Dios quería que asumiera y lo aceptase. Quizá, solo entonces...
Así un día, cansada, airada, molesta, volví a encresparme con Dios preguntándole “¿Dónde estás Dios en Plottier? ¿Por qué no haces nada por revertir esa situación que ya para tanta gente se ha vuelto insostenible? ¿No te das cuenta de que están sedientos y hambrientos de ti? ¡Yo sé qué es estar así! Yo lo padecí en carne propia. Y era como ir muriendo de a poco sin que uno se diese cuenta. No deseo para ninguno de ellos lo mismo. ¿Cuántos se habrán perdido ya? ¿Cuántos han muerto sin recibir tu consuelo, sin escuchar tu Palabra, sin alimentarse con tu Cuerpo, sin sacramentos, sin fe, sin amor, sin esperanza, sin nada de nada?, porque sin ti nada es importante, sin ti todo se hace nada... Mira los niños sin bautizar... Los jóvenes sin sacramentos, sin formar grupos juveniles... Los adultos, los ancianos, los novios que no se casan porque les ponen impedimentos para hacerlo. ¿No te importan? ¿Por qué los has abandonado? ¿Por qué los has destruido? ¿O es que no fuiste Tú, porque no puede ser que tu amor destruya sino para volver a edificar; que arranque sino es para volver a plantar algo mucho mejor? ¡Y ahí se destruyó, se arrancó, y por lo visto sin intenciones de volver a construir ni plantar!¡Y eso no puede provenir de ti! ¿Por qué entonces lo permites y no mueves un dedo para hacer nada? ¿Por qué? ¡Respóndeme! ¿Por qué?”.
Y hubiera preferido que no lo hubiera hecho. Porque después de diez años de estar escuchando el mismo o casi el mismo planteamiento de mi parte, finalmente dejó de callar. Lo hizo para devolverme la pregunta: “¿Y vos... qué estás dispuesta a hacer para que eso cambie?”, sentí que me contestaba interiormente. Solo Él sabe el respingo que pegué en ese momento. Pese a que toda la vida lo supe intuyendo lo inevitable, sobre todo cada vez que recordaba aquel sueño de mi infancia en el que veía descender fuego del cielo que destruía toda la ciudad, excepto mi casa y parroquia en cuyo interior veía la gente de rodillas implorándole a Dios por la salvación de su alma... Pero una cosa era intuirlo y descartarlo, pensando que eran imaginaciones mías, locura, fantasía, algo psicológico; y otra muy distinta era tener la directa confirmación de Dios de que no era nada de eso, sino verdad.
Verdad que estaba implicada, efectiva y directamente, en cualquier cambio que Él quisiera obrar en la situación de aquella parroquia.
Tras lograr salir de la perplejidad, el desconcierto, el breve estado de atontamiento inicial que su cuestionamiento me produjera, le contesté en una confusa mezcla de grito, lamento y súplica: “¿Yo? ¡No! ¡Yo no! ¿Por qué habría yo de hacer algo? Yo ahora estoy aquí, no allá. Ya no vivo en Plottier, ¡Tú lo sabes bien! Ya que fuiste Tú mismo quien me sacó de ese lugar para traerme aquí, porque sabías que allí ya no podía resistir un segundo más. Allí moría. Estaba muriendo, agonizando. Te pedí que me ayudaras, que me rescataras y Tú lo hiciste solo porque así te pareció bien. Te pregunté adónde ir. Me dijiste ‘Ushuaia’. Yo vine, pasé situaciones al límite de todo, de mi perdición, de la muerte. Volví a pedirte socorro, me rescataste nuevamente de las perversas garras del enemigo. Me hiciste revivir, solo porque así lo quisiste en Tu amor infinito. El enemigo volvió a intentar sacarme de aquí para llevarme a allá, queriendo que con ello contradijera Tu voluntad de estar aquí. Nuevamente recurrí a Ti para que me dieras fuerza y me iluminaras. Lo hiciste, dándome la determinación y el valor para dejar mi familia y regresar. Por enésima vez, por seguirte y optar por Ti, el mundo con sus exigencias y sus cosas me quiso destruir. Como siempre, te pedí auxilio y me lo diste con la fuerza de Tu amor dentro de mí. Con la fuerza de Tu Santo Espíritu logré cortar todas las ataduras, incluso las que me ataban con Plottier. Porque entendí que eso era de tu agrado. Por fin me hiciste sentir la libertad plena de un espíritu sin condicionantes de ningún tipo. Para poder hacer así Tu voluntad sin que nada ni nadie se interpusiera ya. Me hiciste amar mi vida en Ushuaia y sentir que era aquí donde pertenecía y en donde debía estar. ¿Y ahora, me pides esto? ¿Volver a Plottier para hacer algo para que su situación parroquial cambie? No lo entiendo. ¿Me sacas de allí, me pones aquí, me haces cortar todo lo que me ataba a allí, llevándome a verme y sentirme totalmente libre por primera vez en mi vida, para querer llevarme nuevamente a encadenar y a apresar allí, como a un ave a la que se le corta las alas y luego se encierra para siempre en una jaula? Dios mío, ¡no lo entiendo!...
....Perdóname, pero no comprendo. Si yo estoy bien aquí, por primera vez en mi vida puedo decir que vivo, que me siento viva y soy feliz, que me siento plena y tengo todo lo que siempre soñé, o casi todo, porque aún me falta el amor... el amor. Siempre me diste motivos para confiar y creer que algún día lo traerías a mi vida, si sabía mantenerme firme y perseverante en mis ideales y convicciones, pero nunca lo trajiste, y yo esperé, esperé y esperé... Porque así me lo indicabas y, como yo confiaba en ti, solo en ti, confiaba en que llegaría... ¿Y?... ¡Mírame! Ya tengo 28 años y aún no lo he conocido, ni lo he encontrado. Y si no es ahora, entonces, ¿cuándo? Un hombre a los 28 años recién comienza a vivir. En cambio, para una mujer su vida comienza a languidecer, su posibilidad de ser madre empieza a disminuir cada vez más a partir de esa edad. ¿Y Tú me pides ahora que deje todo esto que tantas luchas, lágrimas, padecimientos y superaciones me ha implicado, para hacer lo que entiendo me pides? ¿Y yo? ¿Cuándo? Porque si no me caso y tengo hijos ahora, entonces, ¿cuándo lo haré? ¿A los 30, a los 33, a los 35? ¿Y quién se fijará en mí a esa edad, habiendo ya dejado de ser joven para cualquier cosa?”.
En medio del más desconsolado de los llantos, le sentí decir , como siempre lo hacía: “Si haces lo que te pido, para todo habrá un tiempo en tu vida. Porque este para ti no pasará. Ahora solo preocúpate por responderme a lo que te pido. Antes es preciso que hagas esto. No solo por vos, por tu familia y tu comunidad sino por muchísima gente más”.
Nuevamente esperanzada le respondí: “Pero, ¿por qué yo? Hay tantas personas más en Plottier, que viven allí, a quienes les interesa directamente que aquello pueda cambiar, y además están mucho más preparadas y son más capaces que yo”.
Mi Señor me dio a entender que preguntaba: “¿Quién? Dime quién y yo iré a buscarla. ¿Quién como tú, que esté dispuesto a dejarlo todo por amor a los demás? ¿Que esté dispuesto a sacrificarse el todo por el todo sin condiciones ni reparos? ¿Que tenga un espíritu libre y mente amplia como para no dejarse influenciar por el querer de los demás? ¿Que se fije una meta y vaya hasta el final sin permitir que nada ni nadie se interponga en su camino? ¿Que sea obediente, dócil, firme y perseverante en sus propósitos? ¿Que tantas veces estuvo al borde del abismo y supiera únicamente recurrir a Mí para que la rescatara? ¿Que esté dispuesto a dar la vida en el intento? ¿Que aún tenga ideales y esperanza? ¿Que tenga fe y un amor inquebrantables? ¿Que tenga el valor de mirar al más fiero enemigo a la cara y no se espante, sin dejarse amedrentar y abatir por él? ¿Que me ame por sobre todas las cosas, incluso por sobre su familia, como tú supieras invertir tus prioridades en el amor? ¿Que no haya dejado un solo día de pensar, llorar y rogarme porque cambiara la suerte y levantara la sentencia de esa parroquia?... ¿Quién? Dime dónde está e inmediatamente saldré en su búsqueda”.
¿Qué podría yo saber tal cosa? La respuesta que en ese momento le di, y que mantuve durante los restantes diecisiete meses que pasara en Ushuaia, fue: “No sé, Señor. Solo sé que yo, no. ¡Me ha costado tanto conseguir todo esto! Sabes que toda mi vida deseé poder vivir como por fin hoy puedo vivir: libre, sin ataduras de ningún tipo... Y si vuelvo a Plottier será como volver a morir y sentirme nuevamente como en una jaula. Y quiero ser como papá me llama: una golondrinita que está constantemente migrando. Quiero ir por el mundo, volar, libre, libre, sin ataduras de ningún tipo. Lo siento, Señor, pero yo no”.
Él calló; o parecía que lo hacía porque, sin comprenderlo, durante los primeros meses siguientes, entendí que Él persistía en su intento manifestándose de otras maneras, mucho más dolorosas y determinantes.
Recién en este momento entiendo que aquel día volví a decirle “no” por tercera vez. Mi tercer no. Pero, lo diferente en este nuevo no era que ya no fue ni algo o alguien externo a mí quien condicionara la total libertad de mi respuesta. Sino que era yo misma quien me rehusaba a hacerlo por anteponer ya no la voluntad de otros, sino la mía por sobre la Suya.
Y eso que, tanto al salir de la universidad como en el tiempo que llevaba en Ushuaia hasta ese momento, no había dicho que haría otra cosa, una y otra vez, a Él y a los demás (principalmente a mi familia) que no sea cuanto Él me pidiese. Que haría Su manifiesta voluntad en un todo, sin que ya nada ni nadie se interpusiesen en el camino de su realización final. Y estaba siendo ni más ni menos yo quien le acababa por oponer tenaz resistencia. Pero había que estar en mi lugar como para poder comprender qué me estaba pidiendo exactamente y, en consecuencia, a cuánto me estaba pidiendo renunciar para hacerlo: ni más ni menos que la recientemente conquistada libertad con respecto al querer de todos los demás en este mundo.
En la medida de lo posible, sin dejar de pensar en ningún momento en todo ello, meditándolo a la luz de toda mi vida, continué tratando de llevar el mismo ritmo de vida normal disfrutando de la vida y de todos los encantos que Ushuaia me ofrecía. Decidí pasar las fiestas de Navidad y Año Nuevo en Ushuaia e ir de vacaciones a Plottier recién para mediados del siguiente año, si me era posible. Estas serían las primeras (y únicas) Fiestas que pasaría sin mi familia. La justificación que les había dado por tal ausencia fue que quería trabajar durante el verano en alguna empresa del sector turístico, porque era el período de alta temporada en el que podía llegar a hacer una diferencia en mis ingresos mensuales del resto del año.
Pero, en verdad, ni siquiera hice el intento de buscar nada en tal sentido. Lo que consciente o inconscientemente trataba de hacer con ello fue seguir aumentando la distancia entre mi familia, Plottier y yo. Sobre todo, después de conocer finalmente cuál era la voluntad de Dios para conmigo. En verdad, sentía un miedo letal de ir a Plottier y quedar aprisionada nuevamente entre sus redes para siempre. Como un ave que, habiendo estado toda su vida encerrada en una jaula, acaba de conquistar por primera vez su total libertad, para volar y poder ir por fin más allá de esos barrotes en busca de todo tipo de nuevas, inusitadas, y reconfortantes sensaciones, preservando su integridad física y espiritual en todo momento, lo que menos deseaba yo era que me volvieran a encerrar. Porque yo sentía que era eso lo que intentaban volver a hacer.
Veía y sentía que las alas habían llegado a crecerme tanto, tanto, en ese año transcurrido en Ushuaia, que no quería y no estaba dispuesta a permitir que nada ni nadie volviera a cortármelas otra vez. “Ni siquiera Dios”, me decía rebelde e insensatamente. Aunque para impedirlo tuviese que mantener una batalla campal no sólo con todos ellos, sino también con Él. Y estaba dispuesta a derramar mi sangre, y hasta morir en el intento, si era preciso; con tal de defender y preservar, a como diera a lugar, la tan anhelada, preciada y amada libertad que acababa de conquistar al costo de tantos padecimientos y tribulaciones, diciéndome a mí misma que no me la iban a arrebatar tan fácilmente.
Mi amada familia, que no tenía idea respecto de cuánto estaba comenzando a vivir y padecer en Cristo Jesús, aunque con cierto pesar, entendió y aceptó como verdadero el pretexto que les diera en justificación de mi ausencia para esas fiestas de Fin de Año. De más está decir que aquella Navidad que pasé en Ushuaia fue la peor de toda mi vida, hasta ese momento. Distaba enormemente de ser como pensé que sería. Una cosa era lo que le había dicho a mi familia, y otra muy distinta lo que, además de comenzar a poner mayor distancia entre ellos y yo para seguir fortaleciendo y conservando mi libertad, buscaba experimentar sin tener que hacer en esas Fiestas siempre lo mismo año tras año. Quería innovar, romper con lo tradicional y acostumbrado.
Búsqueda de nuevas experiencias en la que no dejara de existir, como una barrera bien definida, a la que me había propuesto conscientemente no traspasar jamás, entre las experiencias puramente carnales, que atentan contra la integridad del cuerpo y del espíritu, y las experiencias igualmente propias de este mundo asumidas por la condición humana, en búsqueda constante de la verdad en medio de tanta mentira , contando con la permanente guía de la razón y del corazón tratando de asegurar el enriquecimiento y reedificación del cuerpo y del espíritu con la consecuente salvación de nuestra alma.
Existía en mí, consciente o inconscientemente, dicha invisible barrera entre “lo malo” y “lo bueno” para mi cuerpo y espíritu; entre “libertinaje” y “libertad”, al verme y sentirme llamada a ir en la constante búsqueda y experimentación de cosas nuevas. En estos últimos términos se sustentaba la libertad que tanto defendía. Porque sin atentar contra mi propia perdición y la de los demás solo buscaba el constante enriquecimiento y reedificación de mi cuerpo y de mi espíritu, para poder llegar a la total perfección y planificación en Él.
La Navidad la pasé con esta querida amiga de la librería y con una familia amiga suya. ¡Fue lindo! ¿Qué más puedo decir? Sólo Dios sabe cuánto extrañé a la mía, a todos mis seres amados, aquella noche. ¡Y cómo me arrepentí de no haber estado con ellos! Cuando uno está lejos de los que ama, comienza a valorar realmente todo aquello que sin darse cuenta posee. Más allá de tener también sus cosas como todas las demás familias de la Tierra y, por ende, su parte luminosa y su parte oscura, pensaba que mi familia era maravillosa, eso me llenaba de sano orgullo. Y no era que no la amara, sino que, justamente por amarla tanto, incluso por sobre Dios, veía, entendía y sentía que el amor que me tenía y le tenía atentaba contra mi libertad y posibilidad de poder encontrar un día la verdadera felicidad si seguía estando pendiente de todos y cada uno de sus miembros, de lo que a cada uno le pasaba y dejaba de pasar por encima de lo que a mí me pasaba, demandando mi total atención y preocupación para terminar de definir qué era lo que iba a hacer con mi vida, qué rumbo le daría.
De modo tal que, antes de irme a Ushuaia, sabía el invaluable tesoro que me había querido dar en todos y cada uno de mis seres queridos. ¡Vaya si lo sabía! Sin embargo, el estar lejos me permitió comprender que sin Dios y sin mis raíces humanas y terrenales conformadas por ellos yo no era nada. Nada valía, nada poseía y nada tenía ya que, una planta sin profundas raíces y sin la savia de la vida de la que se nutre, terminaba siendo arrasada y llevada fácilmente por cualquier ráfaga de viento.
Acostumbrábamos festejar Año Nuevo también en familia, como Navidad, pero con una trascendencia diferente. Ya que, si bien cristianamente es el recordatorio de un año más del tiempo transcurrido desde el Nacimiento de nuestro Señor Jesucristo, es una fiesta celebrada tanto por cristianos como por no cristianos: se festeja, por lo general, más por el año que termina y por el año que comienza (ya que todo comienzo de algo renueva las esperanzas) que por el verdadero significado de su origen. Navidad en cambio, es diferente. Es cierto que también muchísima gente la celebra sin siquiera saber por qué lo hace, dejándose contagiar por el clima de las festividades, desconociendo el acontecimiento mismo que se conmemora, el que da su origen a la fiesta.
Para otros, sin dejar de ser algo también profundamente significativo y valioso, encierra solo la importancia de ser la única reunión anual que congrega a toda la familia, generalmente, entorno a la mesa del hogar paterno materno. Esta celebración es vivida solo así: como una emotiva fiesta de encuentro familiar en la que es posible que algunos de sus integrantes hayan asistido al oficio religioso antes de la cena, si es que alguno lo hace.
La pregunta es: ¿dónde queda Jesús detrás de todo eso? Por lo general, se convierte en el invitado olvidado cuando, en realidad, debe ser el centro de la fiesta, el invitado especial, principal, infaltable, sin cuya presencia pierde verdadero sentido la celebración, por ser Él quien le diera origen. De hecho, es la fecha de Su cumpleaños, el cumpleaños de su venida al mundo en nuestra búsqueda, encuentro y, por ende, rescate, salvación del pecado y de la muerte, lo que se celebra.
Probablemente esto esté en la mente, en la conciencia de algunos o de todos los adultos. Pero los niños, ¿cómo hacen para conocerlo e incrementar su amor por Jesús cuando ni siquiera se bendicen los alimentos, o se lo menciona en la mesa, creyendo y creciendo en el error de que la Navidad pasa y consiste solo en comer como nunca en el año y en encender y tirar fuegos artificiales? Cuando la médula de lo tradicional se pierde, lo tradicional con el tiempo se debilita y muere.
Leía en la explicación de la Biblia Latinoamericana que “para Pascua, cada familia judía debía comer el cordero asado, con lechugas y pan sin levadura, alternando el canto de los salmos con la bendición de varias copas, según el ritual muy antiguo y muy detallado. El padre de familia contaba los acontecimientos de la salida de Egipto y, al recordar el pasado, cada uno pedía al Señor que liberara de una vez a su pueblo humillado”. Asimismo leía que “en muchas comunidades cristianas falta vida por haber olvidado el primer punto, que es base de todo. El Espíritu de Jesús se comunica a los hombres por la Palabra y por la Eucaristía. Éstas serán la fuente del dinamismo de la Iglesia”.
 
 Aunque también es muy cierto que asistir al oficio religioso, escuchar la Palabra y recibir la Eucaristía, simplemente por hacerlo, por formalidad, por cumplir, como un precepto que nos viene mandado en Dios por la Iglesia, sin sentirlo ni compartirlo con todo el corazón, no sirve de nada. Tiene mucho más valor el no hacerlo por no compartir la fe de la Presencia viva y verdadera de Jesús en la Eucaristía y ritos eclesiales, comulgando igualmente con Él y la humanidad entera a través de Su presencia viva en nuestros corazones y en nuestra vida, en espíritu y en verdad.
Muchas veces se escucha hablar del espíritu navideño, pero no se hace referencia expresa al Espíritu de Jesús, el que sin duda se pondría por manifiesto si antes de la cena navideña toda la familia –si es cristiana– asiste al oficio religioso con el corazón ardiendo para alimentar su espíritu en Su mismo Espíritu con la Palabra y la Eucaristía, y asimismo, si antes de iniciar la cena se bendicen los alimentos que solo por gracia Divina se tienen sobre la mesa agradeciendo el Nacimiento de Jesús por venirnos a liberar de las esclavitudes de este mundo, cumpliendo con la promesa del Padre, para llevarnos de Su mano y amor a la Tierra Prometida que junto a Él nos aguarda en el Reino de los Cielos. Pidiendo al mismo tiempo la bendición de nuestras familias, de nuestros hogares, de nuestra comunidad, de nuestro Pueblo, de nuestra Iglesia, de todos los hombres, hogares, pueblos y credos existentes en Dios en el mundo entero.
Para mantener el Espíritu de Jesús presente en la reunión familiar en todo momento, se podrían contar o leer, todos los años, luego de la cena de Navidad, los pasajes bíblicos que relatan los acontecimientos de la promesa de Dios, del Nacimiento y Resurrección de nuestro Señor Jesucristo. Nacimiento y Resurrección con los que nuevamente nos abriera las puertas de acceso al Cielo que habían quedado cerradas tras nuestra pérdida, caída y salida original de Allí. Si hacer esto se volviera más que una tradición, el más puro y vivo espíritu de Dios presente en todos y cada uno de los miembros de nuestras familias, sentiríamos renovar año a año nuestra fe y nuestro espíritu para enfrentar y vivir santamente el nuevo año, y podríamos resistir todas las pruebas y adversidades con el mismo Espíritu de Dios, de Jesucristo Resucitado en nosotros. ¡Qué reconfortante y auténticamente renovador sería para todos si comenzáramos a vivir cada Navidad de esta manera!
Aquel año, en Ushuaia, habíamos asistido a misa de Nochebuena . Se bendijo los alimentos, como generalmente lo hacía papá en casa, y sentí que el Espíritu de Jesús estaba verdaderamente ahí, con nosotros, durante toda la velada. Y a mí me agradó haberme permitido compartir esa cena con mi amiga y aquella familia. Pero, para concluir la noche, a total diferencia de lo que venía manifestando que consideraba y considero como la mejor manera de vivir realmente la Navidad en Jesucristo de principio a fin, luego de compartir unas horas con esa familia, después del brindis nos fuimos a bailar. Reconozco que no fue la mejor forma cristiana de finalizar Navidad, jamás antes lo había hecho de esta manera, ni lo volvería a hacer después. Obviamente que al salir a bailar sanamente toda la noche no había hecho nada malo. Pero no me sentía para nada feliz, porque sentía en Dios, en mi conciencia, que en esa noche tan especial en Él para con toda la humanidad yo no debería haber estado ahí, sino insumida plenamente en Su mismo Ser, en Su mismo Espíritu.
Al día siguiente, en la Navidad propiamente dicha, nos levantamos tardísimo, y los dueños de la pensión nos invitaron a almorzar. Entonces, pese a no dejar de añorar y extrañar las navidades pasadas con mi familia, esta no dejó de ser una nueva y buena experiencia por vernos y sentirnos invitadas y bien acogidas por nuestro Señor Jesucristo en el seno de otras familias. Sin embargo, de ser posible, no hay nada mejor que compartirla con la propia familia.
Luego terminé pasando Año Nuevo completamente sola, porque tanto mi amiga como los otros miembros del Grupo de Jóvenes se habían ido a pasar Año Nuevo a sus lugares de procedencia, con sus respectivas familias. Mi amiga se fue a Punta Arenas, Chile, y yo la reemplacé, durante su ausencia, en la atención de la librería del colegio Don Bosco.
Meditando sobre todos estos acontecimientos, y mientras voy escribiendo, no dejo de maravillarme y asombrarme constantemente al ir descubriendo cómo detrás de todo cuanto me sucedió en esta vida, y más aún durante el tiempo de estadía en Ushuaia, siempre estuvo la mano de Jesús coordinando todos los hechos, para continuar orientando mis pasos hacia la misma y única dirección hacia la que menos quería dirigirme: Plottier.
Porque de la forma en que fueron sucediendo las cosas, permitiéndoseme experimentar todo el peso de la soledad y lo desagradable que puede resultar aquello hacia lo que uno se obstina en querer seguir orientando y planificando su vida, fue como si, sin decírmelo, a través de ese permiso, de permitírmelo hacer como yo quería, me dijera: “¿Querés que te vuelva a ceder el timón de tu vida? Bueno. ¡Tomalo! Veremos cómo te va”. Pero no me fue realmente muy bien. Y me obstiné en querer seguir llevando ese timón de la manera en que creía y que mejor me convenía para conservar mi libertad, durante otros quince meses más. Y Jesús estuvo en todo tiempo ahí en mi barca, parado junto a mí, como el amigo infalible que persiste en acompañarnos a todos lados, en las buenas y en las malas. Saber que estaba de esa forma a mi lado, me permitió seguir timoneando con confianza. Aunque hubieron varias tormentas que casi me hicieron desistir antes de que arribara el instante en que voluntaria, consciente y gozosamente, decidiera, en forma definitiva, cedérselo para siempre a Él.
Así fue como el 2 de enero, mientras me encontraba atendiendo la librería, entró una señora. Durante mucho tiempo me pregunté si lo que a continuación sucedió tendría un significado especial o sería una de las causas de lo que a los dos días acontecería.
Fue Jesús en aquella señora quien me interpeló de la manera en que lo hizo aquella mañana. Aparentando carecer de todo, la mujer se veía muy mal, abrumada por el peso de numerosas cruces que llevaba sobre sus espaldas, las cruces de sus seres queridos. Me pidió dinero. Le di lo poco que tenía. Hablando y hablando, se puso a llorar.
Cerré la librería, y sentándonos en la galería del colegio, me dispuse a escucharla. Me contó que su esposo o su hijo mayor, (no recuerdo bien, pero uno de ellos era) había muerto y el otro estaba en silla de ruedas, tras caérsele un tronco encima, y que otro de sus hijos acababa de tener un accidente. Estaba destrozada, y no era para menos. Todo le había sucedido en un muy breve período de tiempo. Pensé: “Dios mío, ¿por qué tanto para una sola persona?”. Intenté consolarla, porque sentía que algo debía decirle, y preguntándole interiormente a Jesús qué le decía, me sorprendí a mí misma escuchándome expresarle algo que muchas veces había escuchado, pero que me costaba creer que fuera cierto. Entonces, tomándola de las manos le dije: “Dicen que a quien más ama Dios más prueba”. Me miró desconcertada, con sus grandes ojos llorosos, preguntándome: “¿En verdad cree que es así?”.
Me partió por la mitad. Pensé que en mi familia jamás hubo graves enfermedades o muertes porque, junto con mamá, y suponía también con mi papá, mis demás hermanos y hermanas, siempre les había pedido a Jesús y a María que la protegiera y la librara de todo mal. Siendo esa la razón por la cuál yo creía que Él no había permitido que nunca nos pasara nada malo. Y Él, de esa manera, nos demostraba el gran amor que nos tenía. Pero si lo que acababa de expresarle a esa mujer era cierto, cabía preguntarme si Dios realmente nos amaba, al no habernos sometido nunca a pruebas semejantes como las que ella estaba pasando. O más bien, que, si nosotros lo seguiríamos amando a Él si en nuestro seno familiar llegaba a suceder igual o mayor mal que el que esta señora me acababa de contar que acontecía en el suyo. Me sobrevino un espanto mortal con solo pensarlo. Le pedí entonces al Señor: “¡Oh, no, Dios mío, Jesús, te lo pido, que no nos pase nada malo! Sé que no es así. Sé que nos amas”.
A los dos días me avisaron que papá había tenido un accidente cerebrovascular, y estaba en terapia intensiva, había perdido el habla y la memoria. Demás está decir lo que sentí, sobre todo al recordar lo que le había dicho dos días atrás a aquella mujer. Pensé que había sido mi culpa por haberle dicho a ella lo que le dije, tratándola de consolar en Dios. Más aún, por haber pensado lo que pensé , poniendo en duda el amor que nos tenía y que nos demostraba.
Me aliviaba el consuelo que le di a aquella sufrida y doliente hermana en Jesucristo, pensaba que esa era una prueba para llevarnos a ver y entender hasta qué grado realmente nos amaba y lo amábamos, aunque de todos modos creía que no era necesario habérnoslo y habérselo demostrado a través del sufrimiento de papá o de cualquier otro de mis seres queridos, que siendo necesario que fuera así, mejor lo hubiera hecho conmigo.
Ante esta situación, viajé urgentemente porque ansiaba estar con él. Y porque, pese a su estado, había sabido sacar fuerzas de donde no tenía, en medio de su incapacidad de hablar, para llamarme. Mi familia me comentó que había logrado expresar dificultosamente en forma entrecortada: “Allá…Venga”. A lo que entendieron que se refería a mí. Por ser la única que en ese momento se encontraba ausente y “allá”. ¿Cómo no ir entonces por el gran amor que le tenía, más aún con todo el sentimiento de culpa que en aquel momento tenía por no haber ido para las Fiestas a casa, por haberles mentido y tratar de apartarme del lado de todos ellos de la manera en que me había propuesto hacerlo, obstinándome en querer hacer y vivir mi vida conforme a mi parecer, en lugar de haber aceptado la voluntad revelada de Dios?
Había entendido que Dios había sabido cómo llevarme de vuelta al lugar en el que me quería: Plottier, Me demostró así que cuando Él quiere y necesita que algo ocurra y sea en Su Persona Trinitaria, así debe ser, a fin de poder seguir llevando a cabo de ese modo sus proyectos de salvación para la humanidad entera. Lo cual, únicamente ahora me ha dado comprenderlo.
No obstante ello, tras permanecer un mes en casa, regresé a Ushuaia, sin dejar de tener en ningún momento remordimientos de conciencia. Pues sabía que toda la familia, y principalmente papá en ese momento, me necesitaba allí junto a ellos. Pero, ya tenía una vida hecha, o casi hecha en Ushuaia. Al fin y al cabo, yo no era hija única, casi todos mis demás hermanos y hermanas vivían en Plottier y podían ayudar. Sin embargo, sabía que, a excepción de mi hermana menor que estaba estudiando en La Plata, y mi hermano menor que todavía estaba en el secundario, era la única de las mayores que no estaba casada y disponía de mayor tiempo para ayudarlos, sobre todo a mamá, con la atención de papá y la realización de los quehaceres de la casa ya que, si bien solíamos tener personal de servicio, desde la hiperinflación del año anterior, que fue también decisiva en el accidente de presión sufrido por mi padre, las cosas habían ido cambiando considerablemente en el hogar familiar.
Por tal razón, sabía que mamá se encontraba sola para realizar todos los quehaceres domésticos, y además la casa era demasiado grande. Esto, sumado a muchas otras cosas que me seguían sucediendo en lo personal y allí en Ushuaia, no dejaba de atormentarme y hostigarme pese a la gran distancia que había decidido tomar para que nada de lo acontecido en Plottier pudiera ya preocuparme o tener directa incidencia sobre lo que hiciera o dejara de hacer con mi vida.
No podía dejar de pensar en ningún momento que era una mala hija y que, al mismo tiempo, estaba faltando al cuarto mandamiento, aquel que tanto y celosamente traté de cumplir siendo niña y luego adolescente: amar a nuestros padres y por ende a cuidarlos, así como ellos en su momento nos habían cuidado y habían llegado a sacrificar sus vidas por nosotros. Consideraba que todo lo que estaba sucediendo no era justo: “No es justo, Jesús, ¡no lo es! Toda mi vida me sacrifiqué por los demás, me di entera hasta las últimas consecuencias, me privé de vivir, me privé del amor y, mírame, ya tengo 28 años y aún sin poder casarme! No, no es justo. Yo tengo derecho a vivir mi vida. ¡No es justo, que me hagas sentir culpable!”, le decía constantemente.
Sin dejar de padecer en ningún momento de estos remordimientos de conciencia y diálogo con Jesús, los meses siguieron transcurriendo, en medio de mi frenética lucha por mantenerme firme en mi autodeterminación de seguir siendo totalmente libre sin que nada ni nadie volviera a coartarme la posibilidad de serlo. Para evadirme de tales pensamientos, sentimientos y remordimientos, buscaba estar siempre haciendo algo. Salir a bailar todos los sábados me ayudaba a levantar el ánimo, encontraba una momentánea vía de escape.
XIXEl trabajo en la universidad se me había vuelto más agradable, al conocer mejor el ambiente y mejorar considerablemente la efectiva relación con los restantes docentes. Tras tanto leer durante mis horas libres en la biblioteca, fui adquiriendo confianza, sustentándome en mis nuevos y mayores conocimientos respecto a todas las cosas. Y llegué a sentirme así finalmente realizada, no solo como persona sino también profesionalmente. Sobre todo cuando al realizar un curso de Docencia Universitaria, conformé un grupo de estudio con tres colegas varones, de distintas profesiones, con quienes llegué a sentirme a su altura y nivel de conocimientos y profesionalidad, aporte de opiniones y debates. Sabe Dios lo dichosa que el descubrir tal igualdad y capacidad profesional me hiciera sentir. Esos pequeños y, a la vez, grandes logros que eran para mí muy significativos me daban fuerzas y me estimulaban para seguir intentándolo.
Por otro lado, mi situación económica comenzó a complicarse debido a la hiperinflación del año anterior ya que, al igual que en el resto del país, el costo de vida se incrementó considerablemente en Ushuaia, mientras los sueldos se mantenían congelados. Apenas si me alcanzaba para pagar el alquiler. A casa no podía pedir, porque sabía lo mal que ya estaban, por el contrario, sentía que necesitaban que yo les enviara dinero a ellos. Hablé entonces con el padre Ismael. Infalible como lo fue siempre, al menos conmigo, me ofreció trabajar en la biblioteca del colegio que en pocos días comenzaría a funcionar. Todo, todo de Dios. ¡Más Infalible Él aún! Volviéndome a sacar de ese modo del pozo de la desesperación que empezaba ya a quebrarme.
Contando entonces con dos sueldos todo se me hizo muchísimo más llevadero, tanto que un mes pude girar dinero a casa, hecho que me hizo sentir mucho más que realizada. Esto sucedió a mediados de año.
Un hecho importantísimo de ese año 1990 fue que después de once años volví a dar catequesis. Cuando mi amiga me lo sugirió a principios de año (aunque sé que no fue ella exactamente, sino Jesús en ella), tuve temor y lo dudé porque mi conocimiento bíblico era pobrísimo, y no me sentía capacitada para hacerlo. Pero Dios en ella insistió y finalmente acepté. Fue otro reencuentro muy fuerte con Jesús y sus enseñanzas.
Era animadora de primer año de un grupo de niños de catequesis familiar, junto con otros dos catequistas varones, con quienes en lugar de separar nuestros grupos, decidimos unirlos dándoles catequesis en conjunto, conformando un solo grupo. Ninguno de los tres tenía mucha experiencia, y juntos nos sentíamos más seguros y nos complementábamos en los conocimientos y realización de las distintas actividades.
El asumir este nuevo compromiso religioso terminó por darme plenitud espiritual. Solo me faltaba ser misionera, era algo que no sabía muy bien en qué consistía, pero que sonaba muy lindo.
Un obispo retirado que vivía también en la Casa Salesiana de Ushuaia solía ir todos los sábados a misionar con un grupo de catequistas a Tolhuin, un pequeño pueblito de montaña, ubicado a más de 100 kilómetros de Ushuaia.
Verlos salir en la Trafic los días sábados, despertó mi entusiasmo por sumarme al grupo. Esto fue hacia fines de 1990. Hablé en su momento con el obispo y me dijo que con gusto podría ir el año siguiente si quería. Ya empezaba a soñar con ello: ser misionera.
Hacia septiembre u octubre, Jesús volvió a interpelarme frontalmente. Esta vez lo hizo a través de un adolescente de 17 años, integrante del Grupo de Jóvenes, muchacho con un espíritu muy inquieto que lo tenía sumido en un proceso de profunda búsqueda de la Verdad. Yo lo veía, igualmente, pasar largas horas en la biblioteca, leyendo sobre los pensamientos de los más grandes filósofos.
Cierto día, encontrándonos en la casa de unas amigas en común, empezó con sus grandes planteamientos filosóficos que, a veces, me dejaban dando vueltas, como sucedió ese día en particular. Me preguntó, lisa, llana y directamente: “¿Qué es la fe?” Yo pensé, muy segura de mis propios conocimientos: “Ah, religión. A mi juego me llamaron”. Durante muchos días, me arrepentí de haberlo pensado y de haberme introducido en sus desquiciantes e interminables cuestionamientos.
Así Jesús me seguía preparando y modelando, cuestionándome para que a la vez me cuestionara tratando de ir más allá de lo visible y comprensible, sobre aspectos trascendentales que, a posteriori, habrían de convertirse en las únicas armas con las que contaría para defenderme de los mortíferos ataques del enemigo, cuando me encontrase ya en pleno campo de batalla.
¡Oh, Bendito seas por siempre, mi adorado Jesucristo, por haber querido obrar en mí, y a partir de mí de parte de todos, tan grandes maravillas! ¡Bendito y Alabado seas, por siempre, mi único Dios y Señor Trinitario! Amén.
Recuerdo que me senté cómodamente con la intención de darle una clase magistral al joven. Como él era jovencito, yo pensé, ¿qué podía saber él del tema? “Bueno, la fe es… ¿cómo te lo puedo explicar? Bueno, la fe es… Más bien fue la que llevó a Abraham, siendo ya muy viejo, a dejar su tierra natal para ir adonde Dios se lo indicaba, sin tener miedo ante la incertidumbre de lo desconocido, dejando todas sus seguridades en manos de Dios para cumplir en un todo su voluntad”, me escuché diciéndole.
Me sentí sumamente desconcertada de mí misma al escuchar mis propias palabras, a medida que iba tratando de responderle y explicarle, sin poder evitarlo, iba relacionándolo, y comparándolo con lo que en lo personal me había pasado en la vida y con lo que me estaba sucediendo con Dios en ese tiempo.
“Por esa misma fe –continué diciéndole–, le creyó a Dios cuando le dijo que, pese a la avanzada edad de su esposa Sara, tendría un hijo del que nacería una innumerable descendencia, por haber creído y cumplido con lo que Él le indicara. Y así fue. Y por esa misma fe, cuando su hijo tenía ya algunos años, se dispuso a sacrificarlo, porque de igual manera Dios se lo pedía”.
“Pero aún no me dijiste lo que es la fe”, me replicó. “Y bueno, que cada cosa que Dios le pidió, Abraham la cumplió porque sabía que Dios cumplía siempre sus promesas, y no le iba a fallar. Abraham estaba decidido a sacrificar a su hijo porque sabía que Dios no iba a dejar que muriese”, le respondí. “¡Ah, qué vivo, entonces! Porque si es como decís, que él ya sabía que Dios no lo iba a dejar morir, entonces quiere decir que no pensaba matarlo. ¿Y si lo sacrificaba y su hijo moría, y era así defraudado por Dios en el cumplimiento final de la promesa que le hiciera? Entonces, ¿dónde estaba su fe? Lo que nos lleva a volver a preguntarnos, ¿qué es la fe?”, concluyó, sonriente y muy satisfecho al ver que me había dejado sin argumentos. Y finalmente, mareada y confundida por tantos planteamientos, di por terminado el asunto, diciéndole: “Bueno, no sé, ¡qué se yo!”.
¿Cómo explicar con palabras exactas lo que esa palabrita tan corta e inconmensurable a la vez, “fe”, me produjo? Me desequilibró. De pronto yo creía tener todo resuelto, y poseer explicaciones para todo, y el todo se hizo nada. Siempre me había bastado con tener fe, con sentirla, y saber que cada vez que le pidiese algo a Jesús, Él me iba a escuchar y me lo iba a conceder, sin importar de qué se tratase. Sabía que era así, porque de esa manera me había resultado siempre todo con Él. No tenía ninguna necesidad de cuestionármelo siquiera. Era algo tan sencillo como saber que 2 más 2 es 4, sabiendo de partida, incluso antes de hacer mentalmente tal operación, que era imposible obtener otro resultado. Si de esa manera toda la vida había estado bien, dándome perfecto resultado ¿por qué ahora Dios quería que me lo cuestionase, si Él sabía que no sabría cómo explicarlo más allá de saber que resultaba así? ¿Cómo iba a saber explicarlo, si nunca antes me lo había cuestionado de esa manera? ¿Por qué ahora la necesidad de encontrar una respuesta me aguijoneaba tanto, haciéndome perder la paz y hasta el sueño? Si yo sabía lo que era la fe, ¿por qué tenía que importarme el tener que definirla, si sabía que cada vez que le pidiera algo a Jesús, Él sí o sí me lo iba a conceder? Pero ¿y si no me lo concedía iba a seguir teniendo fe, como había querido llevar a preguntarme la respuesta final de dicho joven?
Finalmente caí donde inevitablemente debía caer. Pensaba: “Si regreso a Plottier, como Dios me dio entender (¿será que me lo habrá dado a entender realmente, o sólo lo imaginé?), no sé qué sucederá allí, me produce espanto pensarlo, ¿pero si realmente es necesario que vaya y no voy, y sigue todo como está?, ¿y si voy y todo cambia? ¿Y mi vida? ¿Y el amor? ¿Será que como Dios me lo dio a entender, si hago lo que me pide, también habrá tiempo y lugar para él? ¿Y si voy porque creo esto y finalmente no es así, y no siendo así, dejaría de creer al final en Dios, ante la no realización final de su promesa de amor?”.
En tan ya vehemente intento por encontrar pronto una respuesta al respecto, tras muchos días de llevar meditándolo, cavilando, comencé a preguntarle a toda persona conocida con la que me cruzaba, y supiese era católica practicante: “¿Qué es la fe para vos?”. No lograba que nadie me diera una respuesta que me dejara completamente satisfecha al punto de restituirme la paz que había perdido desde el encuentro con dicho joven filósofo. Le pregunté, antes que a nadie, al padre Ismael (mi guía espiritual, pues, ¿quién mejor que él para poder decírmelo?), pero la respuesta que me dio no me conformó. Le pregunté a mi amiga. Tampoco me bastó. A mi amigo catequista del colegio. Lo mismo. A otra querida amiga del Grupo de Jóvenes. Igual… Pensé en ir a la biblioteca. Lo descarté de raíz. Porque ¿qué libro que hubiera allí, a excepción de la Biblia (que ya en casa tenía), podría darme la respuesta exacta que buscaba? ¡Qué vana me pareció la sabiduría humana! ¡Qué inútil todas las horas que hasta ese momento desperdiciara sentada en la biblioteca, si en ese instante no me servían para encontrar esa respuesta!
Sí. Definitivamente comprendí que los libros del mundo entero jamás podrían responder a los interrogantes que se formulaban en mi interior. Porque sus respuestas solo se limitaban a lo limitado que es el conocimiento humano, A lo simplemente mundano, No trascendiendo la materia, lo palpable, lo audible, lo visible, lo gustable, lo posible de percibir por cualquiera de los sentidos con los que el Divino Hacedor dotara al hombre.
Así, mis interrogantes tenían que ver con todo aquello… Sí. Trascendían la materia para tratar de captar lo abstracto. ¡Como si fuese esto posible de capturar! ¿Sería posible hacerlo? De ser posible, sabía en mi ser que solo tenía que ver con Dios. La pregunta era: ¿cómo buscar a Dios para encontrar esa respuesta? Búsqueda y encuentro: principio y fin de mi vida. ¿Cómo? ¿Dónde? Por supuesto. En la Biblia.
Me remití a la Biblia. Y hasta el contenido de la Biblia no me alcanzó. Así, finalmente, llegué a Jesús. Y esto fue lo que le dije: “Jesús, Tú dices que si uno tiene fe y no vacila, no solamente puede hacer que se seque una higuera, sino que también puede ordenarle a una planta que se quite de donde está y se eche al mar, y que así sucederá, y que todo lo que pida con una oración llena de fe, lo conseguirá. Perdóname, pero yo soy muy dura de entendimiento, y me cuesta creer que porque le ordene algo así a una planta este pueda hacer lo que yo le diga. Imposible. ¡Ayúdame a creer! Porque sé que si Tú lo dices, realmente es así. Sé que Tú puedes hacerlo, porque eres Tú, pero yo no podría, porque ni siquiera puedo definir lo que es la fe. Te pido, te ruego, te lo suplico… De alguna manera respóndeme, como siempre sabes hacerlo, para que yo entienda, que tan dura de entendimiento soy. Sólo así mi espíritu recobrará la paz. Por favor, mi amado Jesús… Porque si Tú no lo haces, ¿quién podrá? Nada ni nadie en este mundo… Nadie más que Tú… Solo Tú, Maestro amado”.
Amoroso e infalible como siempre es en su auxilio, esa noche me respondió a través de un sueño. El primer sueño de ese tipo, después de muchos años y el primero de una secuencia que tendría a partir de él. Desde que este sueño me fue dado, hasta este preciso momento en que escribo, junio de 1989, pensé que la única intención de Jesús había sido responder a mi pregunta, dándome una certeza sobre el significado profundo de la fe. Mas hoy entiendo que, en este sueño, Jesús me anticipaba y trataba de ponerme sobre aviso respecto a cosas sucedidas y a otras que iban a suceder, y a cómo sería mi entrega, y que ella se concretaría. Como asimismo, me llevaba a ver y a entender la predisposición y la actitud que estaba llamada a asumir, y que asumiría de ahí en más, ante la muerte y el resultado final obtenido por haber creído sin ver, haciendo únicamente en fe lo que me pedía.
Soñé que una hermana por un gran mal causado contra ella se había convertido en un temeroso conejito blanco que corría desesperadamente, asustadísimo, sintiéndose acorralado, de un lugar a otro tratando de encontrar a alguien que lo ayudara a liberarse de dicho mal. Tenía que ser liberada cuanto antes para no terminar muriendo víctima de ese mal. Yo corría detrás de ella, llamándola e intentando alcanzarla. Pero, en su gran tribulación y desesperación, ella corría más rápido. La veía entrar en una capilla, cuyas puertas estaban abiertas, mas estaba vacía y no halló a nadie en su interior que la ayudara.
Meditando a la luz de tal hecho, veo que hay demasiadas puertas cerradas en nuestra Iglesia. Y aun estando abiertas, en muchas capillas o parroquias las personas que llegan hasta ellas con el alma atribulada por el mal en busca de alguien que las ayude terminan yéndose por no encontrar a nadie que esté dispuesto a escucharlas, por estar cada uno demasiado absorto en sus propias cosas, en sus propios problemas, en sus propios grupos, como para atender los de los demás. No me refiero exclusivamente a los sacerdotes (a algunos sí) que son tan pocos –lamentablemente para Jesús y toda la humanidad–, sino sobre todo a nosotros los laicos.
Volviendo al sueño, luego de esa infructífera búsqueda de ayuda dentro de la Iglesia, veía a esta hermana salir más atribulada de lo que estaba antes de entrar, para seguir corriendo en busca de ayuda en otras direcciones. La seguía hasta verla detenerse en un punto, al borde de un insoslayable agujero negro, donde me paraba junto a ella.
Jamás nada en la vida me había producido mayor pánico de muerte que verme y estar al borde de un profundo pozo abierto en la tierra. Porque de pequeña y adolescente solía soñar que caía en un maloliente pozo ciego, del que luchaba desesperadamente por salir, sin poder hacerlo a veces.
Entonces, en el sueño, miraba hacia lo profundo del pozo, luego hacia la pequeña y atormentada hermana, viéndola muy abatida. Se me daba a ver y entender que no le quedaba más de un minuto de vida. Un minuto para ser liberada de ese mal de una vez y para siempre, o morir víctima de él. Así es que le pedía a Jesús que la ayudara, que no permitiera que quedara allí y muriera. Sentía, entonces, junto a mí una voz como de Dios Hombre (dulce, firme, segura, poderosa) que me decía: “La única solución es que se arroje al abismo, solo así podrá liberarse para siempre de ese mal que la aqueja”.
Hasta este momento, creía que el abismo era la muerte. Mas hoy, el Señor me da a entender que no era en el abismo de la muerte en el que debía arrojarse, sino abandonar en el abismo de su Ser, de Su restaurador Amor. Es decir, que dejase cualquier otra seguridad mundana y sus temores ante la incertidumbre de lo que podría aguardarle, para confiar toda su vida sólo en Él poniéndose, de ahí en más, enteramente en sus poderosas y salvadoras manos. Y yo le decía tal cosa a esta querida hermana, por ver y entender que ella no podía escuchar la voz que se me permitía escuchar a mí. Pero ella, ya desesperada y sin saber qué hacer, se negaba a arrojarse al abismo porque no quería morir. Faltaban solo unos segundos. Me volví hacia la dirección desde la que sentí que provenía la voz, sin lograr ver a nadie, implorándole: “Por favor, te pido que hagas algo. Ella no quiere hacer lo que le dices, y el tiempo se acaba. Por favor, no te quedes así, haz algo, ¡sálvala!”.
Entonces, escuché que me respondió: “Lo único que queda por hacer es que alguien, por amor a ella, se lance al abismo en su lugar” Miré entorno a las dos y no vi a nadie junto al abismo más que a nosotras. Nadie más que ella y yo. Nadie más que yo, fuera de ella. El tomar conciencia de ello, y de lo inevitable de lo que se me pedía hacer por amor a ella en ese segundo, me partió por la mitad. “No, yo no. No quiero morir. Yo no, por favor”, le supliqué llorando. “Entonces, morirá.”, fue su respuesta. Y en la última fracción de segundo que quedaba, sintiendo que me llenaba de valor, esperanza y amor por sobre el espantoso temor que la muerte en ese instante me producía, cerré los ojos, abrí los brazos en cruz, y lanzándome y dejándome caer dócilmente en el espeluznante interior del abismo, me dispuse a aguardar e ir al encuentro de la muerte. Mientras sentía que descendía más y más, casi interminablemente, pensé: “De cualquier modo, no moriré. Porque si lo único que Dios quiere es que le muestre mi amor por ella, por mi hermana, habiéndoselo demostrado ya, en el momento justo Él me rescatará, impidiendo que muera físicamente, restituyéndome la vida en este mundo, para seguir viviendo ya la vida eterna, aunque igualmente tuviera que pasar por la muerte como todo ser humano, cuando Él lo disponga.
Pero si, además de efectuarle tal demostración de amor con mi total sacrificio por su sanación, su voluntad es que muera físicamente, ni aún entonces moriré. Porque si mi cuerpo muere, por fin mi espíritu quedará libre para ir a vivir con Él la vida eterna en el Reino de los Cielos para siempre. ¡Sí! ¡De cualquier modo no moriré!”.
Visión, entendimiento, reflexión y plena aceptación a partir de la cual sentí desaparecer todo temor, duda y resistencia en mí, para terminar de aceptarlo sonriente llena de gozo, de paz y de fe, todo con amor infinito, esperando cualquier final que Él dispusiese.
Entonces, mientras sentía que por un breve tiempo más seguía cayendo, comencé a sentir de pronto como que ya no caía sino que flotaba. Abriendo los ojos, constaté que efectivamente estaba flotando en medio de la más cristalina de las aguas, que parecían fluir e ir llenando todo el interior del pozo desde abajo, y me levantaban, y me llevaban a ascender nuevamente hacia la superficie, hasta alcanzar el borde superior, llenándome de mayor gozo aún el ver a esta pequeña hermana feliz, liberada para siempre del mal que la agobiaba, sin lucir ya como un conejito acorralado y temeroso, sino otra vez como ella misma. De más está decir la incomparable dicha que sentí al comprobar que la confianza puesta totalmente en el Señor no se había visto defraudada.
Más allá de sentirme renovada con este sueño, permitiéndole el Señor recuperar también la paz a mi atribulado espíritu, el único significado que tuvo para mí en aquel momento –llevándome a comprender con el tiempo muchas otras cosas-, fue que a través del mismo Jesús quiso llevarme a entender lo que era la fe. Lo que era y es tener fe: aceptar y disponernos hacer todo lo que el Señor nos pide, indica e inspira, aunque estemos muertos de temor, con la única seguridad de que, confiando y poniéndonos plenamente en sus manos, nunca habremos de vernos defraudados. Porque ya sea que muramos físicamente o no en el intento, de cualquier modo viviremos de vida eterna por el hecho de confiar y haberlo intentado todo cuanto nos mostrara y mandara hacer conforme a Su querer para con nosotros.
No obstante ello, pese a la revelación de este sueño, aún no me encontraba preparada espiritualmente como para aceptar y hacer lo que entendía que el Señor me estaba pidiendo por mandato Suyo. Debieron pasar unos pocos meses más antes de que ese día llegara.
Intentando escapar de lo que ya comenzaba a entender que habría de ser inevitable, traté de buscar otras sendas para seguir en el Camino de Jesús, sin necesidad de tener que dejar de lado toda la vida que en Ushuaia tenía. Por ejemplo, mi profesión y aquella reciente conquista de sentirme profesionalmente realizada, que también tantos esfuerzos me había costado.
Tanto fue así que, encontrándome cierto día en la librería del colegio, cayó en mis manos un pequeño librito que trataba sobre la dimensión espiritual del turismo, escrito por un obispo, y me dije: “Esto es”. Ya que desde el tercer año de la carrera universitaria, no dejé de preguntarme si no existiría alguna forma de poder complementar lo espiritual (que tanto me importaba) con la profesión turística cada vez más próxima de obtener.
Comencé varias cartas (creo que aún las tengo por ahí, en un cuaderno borrador) con la intención de poder comunicarme con dicho obispo y plantearle mi situación. Pero al no lograr redondear la idea, y sintiéndome sumamente molesta por no poder hacerlo, pensando no haber de ser en Dios sin duda la senda correcta, terminé por desecharlo.
Hasta que un día, escuché en un informativo radial, una noticia relacionada con la Iglesia Católica, por medio de la cual el Señor, atrayendo toda mi atención, me conmoviera hasta tal punto que ya no podía seguir haciéndome la sorda. Por lo general, tenía la costumbre de encender la radio sólo para escuchar música. Me resultaban sumamente tediosos y densos los partes informativos y, a fin de evitarlos, acostumbraba sintonizar una FM en la que sabía que el 95% del tiempo pasaban música y, muy de vez en cuando, una noticia. Prefería y me agradaba más vivir encerrada en mi mundo. En mi mundo de romances, sueños e ilusiones. Lo que no significaba que no me importara lo que acontecía en el resto del mundo, sino que como sabía que yo no podría ni podía hacer nada para cambiar la caótica situación del mundo (sus guerras, sus pestes, su hambre, su falta de fe, amor, esperanza, su desnudez, sus problemas laborales, necesidades espirituales, etc.), y sólo intentar cambiar y tratar de mejorar mi ya complicada existencia, pensaba que no tenía sentido ponerme mal o amargarme por algo que sabía que yo no podía cambiar o mejorar. Entonces, cuando la música de pronto se cortaba para dar paso a un boletín informativo, inmediatamente me sumergía más profundamente en mis propias meditaciones hasta el momento en que volvía a sentir vibrar la música a través de todos mis sentidos.
Por tales razones entendí aquel día que nuevamente era Jesús quien volvía a interpelarme, llamándome a través de la noticia que escuchaba, para que saliera de mi mundo, me cuestionara una vez más su voluntad, y me aprestara a llevarla a cabo hasta sus últimas consecuencias, hasta la muerte y muerte en cruz por amor a Él y a toda la humanidad.
Porque, como habitualmente hacía, y a diferencia al mismo tiempo de lo que habitualmente hacía, aquella mañana en particular al encerrarme nuevamente en mi mundo mientras preparaba mi desayuno durante la tanda informativa, inesperadamente me sentí impelida a detener lo que estaba haciendo al escuchar las palabras “Iglesia Católica”. Y dejando de hacer en el acto cuanto estaba realizando, me apresté a escuchar con atención. El locutor decía que la Iglesia Católica estaba muy alarmada y preocupada por el constante incremento de las sectas satánicas que estaban proliferando en Europa, donde era cada vez mayor el número de capillas, parroquias y catedrales que se cerraban por la falta de consagrados y, más precisamente de sacerdotes, durante la última década. Hecho ante el cual, el Papa Juan Pablo II exhortaba a los laicos de todo el mundo a que, de una vez por todas, nos pusiéramos de pie para ayudar a contrarrestar esa apremiante situación que incumbía a toda la Iglesia, ya que en nosotros se encontraba la esperanza de una renovación de nuestra fe. Exhortando principalmente a la joven Iglesia de América Latina, que naciera y se nutriera con el espíritu ardiente y la sangre derramada por los primeros misioneros de la Evangelización realizada desde Europa, a iniciar un proceso de Nueva Evangelización en el Viejo Continente que languidecía en su fe.
De este modo, el impacto, la impresión, la forma especial en que me sentí tocada e interpelada por nuestro Amado Señor Jesucristo fue tal que, a partir de ese instante, me fue imposible seguir quedándome tranquila. Seguir pensando o diciendo “esto a mí no me incumbe”, o “está tan lejos de mí que no tiene por qué preocuparme”, o “yo soy tan poca cosa que nada de lo que pueda llegar a hacer ayudará a contrarrestar las fuerzas del enemigo” que, según acababa de escuchar, estaban tratando de destruir nuestra fe y nuestra Iglesia.
Sentí que era imperiosa y directamente a mí a quien, por ese medio, Jesús llamaba, y me enviaba a ponerme definitivamente de pie para pasar a engrosar las filas de su Glorioso Ejército Espiritual para ayudar a combatir contra las Fuerzas Malignas del enemigo, de las tinieblas que pretendían terminar de cubrir y adueñarse por completo de las mentes y corazones de todos los hombres y mujeres, no solo de Europa, sino de toda la Tierra, con su mortífero manto del error, confusión, ceguera y sordera. Porque era contra Jesús mismo y la expansión de su Reino de Amor, Paz, Justicia y Perdón, que el mismo enemigo combatía.
¿Cómo entonces quedarme de brazos cruzados cuando Jesús, mi Señor, mi Dios, mi amigo, mi amor, mi vida, la esencia de mi ser, me necesitaba para luchar junto a Él, en este combate sin cuartel, a fin de ayudarle a rescatar a miles de otros hermanos y hermanas de las garras del enemigo? ¿Cómo tratar de seguir haciéndome la ciega y la sorda, cuando Él mismo, sólo porque así lo había querido agradable a Sus amados ojos, quisiera compadecerse de mí quitándome la venda de los ojos y el tapón de cera de los oídos, que hasta allí tratara de mantenerme en la más absoluta oscuridad e ignorancia respecto de todas las cosas, no para que siguiera haciéndome la ciega y sorda, sino para poder ver y oír todo cuanto había querido seguirme haciendo ver, oír y entender de Su parte, no para que me lo guardara, sino para que se lo hiciera ver y oír a los demás? ¿Mi vida? ¿Qué importaba mi insignificante y miserable vida ante una causa tan grande y tan loable?
Pues entendía que yo ya no era yo, sino Él en mí en el Espíritu Santo, desde aquella tarde de marzo del año anterior en que quiso concederme la gracia infinita de volver a reencontrarlo y hacerme una con Él en todo, siendo suya, enteramente suya para lo que me quisiera mandar.
Y con esa seguridad en mí, ¿podía seguir quedándome tranquila, cuidando mi pequeña huerta, conformándome con regarla cada día para solo poder comer yo de sus frutos, mientras el resto de la vida me pasaba por al lado? Y, peor aún, ¿mientras el resto de la humanidad se moría de hambre de ese alimento sustancioso de eternidad que por pura dádiva Divina me había querido dar para que lo compartiera con todos? ¿Realmente podía?
Mi conciencia no me dejaba tranquila. Hoy doy gracias a Dios Trino por no permitir que lo hiciera. Pues ¿cómo quedarme tranquila, al pensar cuántos cientos y miles de hombres y mujeres más hubieran podido llegar a perderse y morir de inanición del alimento Divino, de recibir Su mismo Espíritu en su espíritu en el Espíritu Santo, por dejar de hacer lo que entendía que Jesucristo Resucitado, mi Amado, me pedía y me mandaba hacer por la restante amada humanidad en representación Suya? ¿Podría vivir el resto de mi vida con ese sentimiento de culpa? ¡Sí, culpa! Porque bien sabe Jesús que si se trataba de morir, morir yo no quería. Sólo quería vivir, y seguir aguardando el amor que sólo en Él, de igual manera, habría de traer conforme a su promesa. ¡No! Definitivamente, morir yo no quería, y era a lo que más me resistía. Porque más que nunca, y como nunca, sentí entonces que en la entrega que Él me pedía estaba implicada inevitablemente la muerte.. En un camino tortuoso pleno de sacrificios, renuncias e incontables lágrimas hasta derramar mi sangre en el total seguimiento de ese camino hasta el fin, si así me lo demandaba y era preciso que por Él, en Él, con Él y para Él por toda la tierra lo terminara haciendo.
Y entender todo esto me llevaba a la más vehemente de las locuras. Y fue mi peor martirio el vivirlo a pleno, sin poder llegar a compartirlo con nadie, pues ¿quién lo creería? ¿Quién me creería sin que terminara encerrada en un manicomio por los desvaríos de semejante locura? ¿Y cómo creerme, cuando todos me conocían? ¿Por qué podría querer Dios hacer algo semejante conmigo? ¿Por qué conmigo? Y eso era lo que más le cuestionaba a Dios hasta hace muy pocos días. ¿Por qué yo? ¿Por qué a mí? ¿Por qué no otro? Pero ¿por qué no yo? ¿Por qué no a mí?
Las vocaciones religiosas disminuían. Entonces, ¿qué era exactamente lo que debía hacer? Jamás había dejado de pensar en aquel otro sueño tenido en la preadolescencia en el que me veía ingresando a un convento. Pero si por un lado entendía que Dios me pedía regresar a Plottier y colaborar en la reconstrucción de la parroquia de San Antonio de Padua, ¿cómo podría hacer ambas cosas a la vez, cuando en Plottier no había convento ni congregación alguna? En la ciudad de Neuquén sí, pero no era en Neuquén en donde veía y entendía que Él me pedía ir y estar, sino en Plottier. Permanecer en Plottier. Vivir en Plottier. Estar día a día trabajando en su parroquia. Por su comunidad. Y por mi familia.
Si ingresaba en un convento, entendía que obligatoriamente debía vivir en él. Era cierto que viviendo en él podría pedir y orar constantemente por Plottier. Pero, indiscutiblemente, sentía y entendía que no era solo oración lo que Dios me pedía. Al menos, no a mí. Entonces, ¿qué debía hacer exactamente?
Por esos días, recibí una carta de casa. Entre tantas otras cosas, como algo dicho al pasar me contaban que dos de mis sobrinas, hijas de María, mi hermana mayor, que habían recibido su primera comunión en la Escuela de Colonia Inglesa (de manos del padre Daniel Flores, el año anterior, por estar la parroquia de San Antonio de Padua aún como estaba), habían ido un domingo a misa a San Sebastián y les habían negado la comunión por no formar parte de esa comunidad ni haber recibido la primera comunión en ella. Sólo Dios sabe el grado de indignación que tal hecho me produjo.
No podía entender, y le preguntaba a Jesús cómo era posible que siguieran sucediendo esas cosas, ¿cómo era posible que se negara a una persona la comunión, sin importar quién era o dejara de ser? ¿Cómo se podía impedir a alguien recibir su Bendito Cuerpo, cuando por más mala, pecadora o indigna que una persona fuera, el simple hecho de recibir su cuerpo podía obrar un milagro de transfiguración interior llevándola a convertirse? ¿Qué puede uno saber (sin importar la investidura que lleve) de todos los cambios que Jesús puede obrar en quien lo recibe? Si no se produce ningún cambio, quiénes somos nosotros para juzgarla, si en el Juicio Final ya Él se encargará de juzgar a cada uno por lo bueno o malo que hayamos hecho o dejado de hacer en este mundo.
Pero en este caso en particular se trataba de dos niñas, de dos ángeles bellos, porque conocía y conozco la profundidad de sus almas, que hoy están totalmente comprometidas trabajando por nuestra parroquia, con un amor infinito por Nuestro Señor Jesucristo. “¿Y bueno, Gladys?”, sentía que me respondía Jesús, inquiriéndome, desde Su Espíritu en mi ser en el Espíritu Santo. Con lo que entendía que me seguía interpelando y llamando a hacer lo que ya me dijera y, por ende, sabía que tenía que hacer si quería que realmente que las cosas cambiaran no solo para mí en Él, sino para todos, como desde aquella tarde de marzo del año anterior habían empezado a cambiar definitivamente cuando murió el viejo ser con el que nací según la carne, para comenzar a vivir en un nuevo nacimiento en Él según el Espíritu.
Pero ¿sería realmente así? ¿No sería todo obra de mi propia imaginación o de mi espíritu tan inquieto y confundido? Fui a hablarlo con el padre Ismael. Le conté la mayor parte de lo que me pasaba pero no todo, pues entendía que aún había muchas cosas de las que no podía hablar ni con él ni con ningún otro sacerdote, a riesgo de poder ser tomada por loca. Le conté sobre lo que había escuchado por la radio, sobre mi inquietud de hacer la voluntad de Dios, sin alcanzar a comprender si esta era regresar a Plottier o bien hacerme religiosa. Me contestó que eso era algo que solo yo podía tratar de discernir, que si mi intención era hacer la voluntad de Dios, Él sabría hacerme dar cuenta de cuál era realmente.
Pero me dijo también que podía pensar en que las opciones para hacerlo eran muchas. Si pensaba en la consagración religiosa, existían un sinnúmero de congregaciones dentro de las cuales podía llegar a hacerlo y que él podía darme algunas direcciones, como por ejemplo la de María Auxiliadora. Asimismo, me comentó que dentro de la Orden Salesiana existían los laicos consagrados. Finalmente, me recomendó que, si me interesaba el compromiso como laico, podía leer las Líneas Pastorales para la Nueva Evangelización, un pequeño librito que hacía poco había entrado en la librería, y podía ayudarme mucho en el discernimiento. Así lo hice. Lo compré. Lo leí íntegramente, aunque ya no me acuerdo mucho de su contenido. Lo que más me llamó la atención fue que parecía ser otra respuesta de Jesús a muchos de mis interrogantes ; era de la Conferencia Episcopal Argentina.
Lo que me produjo mayor impacto, y que incluso remarqué en el mismo libro, fue lo que a continuación, para mayor comprensión, trascribo:
Para que el anuncio de Jesucristo y la promoción de la dignidad humana sean ofrecidos a toda la sociedad argentina, convocamos a cada uno de los bautizados a ser protagonista activo de esta gesta evangelizadora nueva en los sectores y ambientes que le son propios: en la vida familiar, las instituciones civiles; el solidario y fraterno compromiso con los pobres y los jóvenes; el mundo de los que sufren: asistiendo a los enfermos, los ancianos y los encarcelados.
También en los esfuerzos políticos que busquen construir una patria de hermanos: laboriosa, justa y solidaria; en las extensas zonas rurales y en los cinturones pobres de nuestras ciudades, donde urge la presencia de numerosos catequistas y evangelizadores laicos; en el ámbito de las fábricas, los servicios, las oficinas y las organizaciones sindicales, barriales, deportivas y cooperativas; en el mundo empresario y financiero; en el vasto campo de la educación y de la cultura; en la pluralidad de las artes y de las actividades de los medios de comunicación social.
 Los laicos hacen presente la Iglesia en todo lugar, al dar testimonio mediante la vida y al anunciar explícitamente la Palabra que es Jesucristo, Señor y Salvador de todos. Este es el modo más auténtico de vivir el amor de caridad, que dignifica al que lo comunica y al que lo recibe; amor de caridad que es el corazón de todo el Evangelio.
Al efectuar esta convocatoria damos gracias a Dios por todo cuanto los laicos han realizado y realizan. Sin embargo, es mucho lo que nos queda por hacer. Son muchos, también, los que han de decidirse a colaborar en la evangelización sin aguardar recompensa, salvo la que les dará el Padre que está en los cielos y ve en lo secreto la generosidad solidaria de cada corazón. Ha llegado la hora en que los fieles laicos se pongan de pie en nuestra Iglesia... (40, 41)
Mi respuesta espontánea y con toda la fuerza de mi ser, ante la lectura del último segmento subrayado fue: “¡¡¡Sí!!!”. Tal como lo dejara expresado al costado del libro ese mismo día.
Finalmente terminaba de tener una respuesta absolutamente convincente y certera respecto a cómo entendía Jesús me llamaba a seguirlo: como laica comprometida. Así se lo comuniqué a mi familia en una carta, diciéndoles que después de mucho meditarlo por fin había entendido que Él me pedía hacer su voluntad como laica comprometida. Y que estaba totalmente dispuesta a hacerlo, sin considerar lo que nadie en este mundo me dijese. Les comenté lo que sucedía en Europa, y los críticos momentos por los que estaba atravesando nuestra fe y nuestra Iglesia.
XXRealmente lo había meditado bastante. Por las razones que anteriormente indiqué no podía ser religiosa en Plottier. Y en verdad tampoco deseaba ser religiosa en mi visión, anhelo y esperanza de encontrar algún día el amor ideal de un hombre que Dios me tenía predestinado y para el que me tenía predestinada. Sobre todo porque cada día que transcurría Jesús me daba mayor certeza de que él existía en algún lugar de la Tierra y esperaba, al igual que yo, el momento en el que Él quisiera llevarnos a conocernos, a encontrarnos y a enamorarnos.
Así siempre lo entendí. Por lo que ser laica consagrada tampoco estaba en mí. O era religiosa o era laica. Para mí no había puntos medios, porque sentía que estaba también en mi ser el poder llegar algún día a casarme y tener hijos. O, de lo contrario, consagrarme en virginidad en cuerpo y alma a Jesús.
Y sentía que era así porque creía que ya había llegado a mi vida ese hombre tan especial, pero todo no se trató de otra cosa más que de una confusión de sentimientos de mi parte. Tal vez sería que en verdad ese no era el amor, sino solo la necesidad de seguir asiéndome aún a algo en este mundo para evitar hacer lo que ya era un hecho.
Conocía a este hombre desde el año anterior, ya que solía ir con mucha frecuencia a la librería y, una que otra vez, pasaba por la biblioteca a conversar conmigo y a tomar unos mates, y trabajaba también, enseñando, en el colegio Don Bosco.
Comencé a sentirme cautivada por él al ir descubriendo la profunda belleza de su espíritu. Tenía 25 años. Yo, 28. Cuando lo conocí, me contó que hacía poco tiempo se había bautizado. Luego, por ese entonces, lo vi tomar la primera comunión y la confirmación. Todo ello me maravilló. Porque, en realidad, era la primera vez que conocía a un hombre que, de grande, no sólo descubría sino que también se enamoraba tan intensamente de Jesús y de María como yo los amaba. Tenía una devoción tan grande por la Virgen María que, junto con otras personas, solíamos compartir el rezo del Santo Rosario. Otras veces, mientras trabajaba en la biblioteca, lo veía entrar a la parroquia por la puerta interior, frente a la ventana de la biblioteca, y meditar y rezar el rosario.
Un día me contó que después de haberse bautizado, cumpliendo una promesa que le había hecho a Mamá María: le había construido una ermita en lo alto de un cerro, en un lugar bastante inaccesible, de modo que le exigiese esfuerzo y sacrificio poder llegar hasta ella.
Cuando lo escuchaba contarme todas estas cosas, me sentía conmovedoramente fascinada, mientras pensaba: “Es él. Dime, Jesús, que es él”, deseando con toda la fuerza de mi corazón que realmente lo fuese. También, me sentí profundamente identificada con él cuando me compartía que le gustaba salir de mochilero, irse de campamento y hacer largas caminatas los fines de semana a la montaña y por el bosque, para meditar y orar. ¡Dios! ¡Era maravilloso! ¡Cuánto más lo conocía, más enamorada me sentía de él! Absolutamente todo en él me llamaba y me llenaba. Era casi tal cual como siempre había imaginado que sería el hombre del que me enamoraría. Y bien digo “casi”, porque conforme a como humanamente me imaginara que quería fuese en apariencia física ese hombre predestinado en Jesucristo del que me enamorara, este hombre real tenía barba, sin que me hayan gustado jamás los hombres con barba, lo que de por sí vería era una gran contrariedad en mí ya que Jesucristo, el Hombre Amado por sobre todo otro hombre, tenía barba. Y así, en un todo como Jesús era lo había adorado y adoraba con toda la fuerza de mi ser.
Por lo que tal hecho y apreciación, me llevó a cambiar la visión y la concepción que había tenido hasta allí respecto a la apariencia física del amor humano buscado y esperado ya no conforme al ideal meramente humano, sino conforme al Ideal de Jesucristo. Viendo y entendiendo que, cuando el amor es amor verdadero, amor del alma, amor nacido de lo alto, bendito y santo, no mira ni se prenda de la apariencia física y externa del ser amado, sino que se deja sólo cautivar por la belleza del alma.
Un amor que mira sólo lo físico, o que mira primero lo físico y después todo lo demás, no deja de ser sólo amor mundano. En cambio, un amor nacido de Dios, de lo alto, y unido por Él verdaderamente en el Cielo no mira lo visible sino lo invisible, aquello que nadie puede o sabe captar en la primera mirada, sino solo quien comparte la misma belleza de espíritu en Cristo Jesús y en María Santísima.
Así comprendí que, después de haber conocido y haberme enamorado en Ushuaia de este hombre, para mí el amor verdadero, nacido de Dios, podría llegar a tener la más variada de las apariencias: alto, bajo, gordo, flaco, rico, pobre, con cualquier color de ojos, color de cabello, tez, de mayor o menor edad... Mientras compartiese el mismo espíritu de Jesús y de María, nada más importaba.
De esta manera, y hace muy pocos meses de esto, también comprendí que, el día en que finalmente Dios me permitiese encontrarme con mi amor del alma, me daría cuenta de que era él a quien tanto esperé por toda la vida, cuando él, pese a mi apariencia física, llegara a enamorarse de mí por mi manera de ser, de pensar y por la riqueza de mi espíritu prendado en Jesús y en María. Porque, para poder llegar a hacer tal cosa, tendría que estar dotado también, por la Divina Trinidad, de la capacidad de poder ver más allá de lo visible. Lo cual solo se obtiene cuando se ha logrado trascender la vanidad de la materia, tras un largo proceso de búsqueda y encuentro en Jesucristo.
Me enamoraría y maravillaría, de igual manera, en sincronía de amor perfecto con aquel que, en Dios, fuese realmente ese hombre esperado y buscado toda la vida, al comprobar que los dos compartiésemos un mismo espíritu en Él y en María Santísima.
Hoy sé que esto es así porque finalmente, por entera gracia Divina, tal y como nuestro Padre Celestial en nuestro Señor Jesucristo por la Inmaculada Concepción de María en el Espíritu Santo me prometiera su final venida en Él, en Su mismo espíritu y corazón, a mi vida, ese hombre ya ha venido en Dios, está aquí, lo he encontrado, y es un sacerdote. Aunque todavía en este tiempo, marzo de 2002, tengo que conformarme y aguardar los exactos tiempos y criterios Divinos para la consumación final, porque veo y entiendo que, por disposición Divina, aún no puede serlo.
El Señor me hace entender que debo mantenerme fiel, firme e inquebrantablemente en la convicción de que absolutamente todo se cumplirá respecto a este amor, por ser el amor que desde niña me llamara a guardarme y esperar en Él con la venida y encuentro final del hombre que en Su amor en el amor me tenía predestinado, para quien me tenía así mismo predestinada, como el amado es para la amada y la amada para el amado del Cantar de los Cantares. ¡Amén!
Sí, Señor, ¡creo! Aumenta mi Fe. ¡Bendito y alabado sea Dios! ¡Que por siempre sea bendito y alabado! Este amor por él, en relación con el amor que sentía por aquel otro hombre, en su momento, en Ushuaia, por más puro y bello que también aquel otro haya sido, está a años luz de punto de comparación alguno, y me eleva hasta la misma gloria, felicidad y eternidad de Dios en el Cielo. Pero, por aquellos días en Ushuaia, estaba convencida de que ese era el amor tan largamente buscado y esperado en Jesucristo toda la vida, para cuya llegada llevara a preservarme como un huerto cerrado para todo otro hombre que no fuera él.
El fin de año estaba próximo y sabía que para las Fiestas debía ir a casa, a Plottier. No se trataba solo de que “debiera ir”, sino de que también quería y necesitaba mucho poder ir a casa, pues durante todo el año no lo había hecho. Además, el recordar las Fiestas del año anterior, y haber pasado todo el año sin haber visto a mis seres amados me hacía anhelarlo impacientemente.
Algunas de mis amigas me decían que no esperara que él me dijera nada, sino que fuera yo quien me le declarara. ¿Que fuera yo quien me le declarara?, la sola idea me espantaba. Con el tiempo, sería lo que terminaría haciendo cada vez que un nuevo y posible “él” aparecía en el horizonte, llevándome a creer que era aquel que el Señor me llevara a esperar toda la vida, inspirándome que, sin duda, algún día llegaría.
Pero por aquel entonces hacer tal cosa era algo que me resultaba prácticamente inconcebible, pues educada en medio de una cultura, un entorno y una mentalidad predominantemente machista, siempre había tenido la idea de que debía ser el hombre quien se declarase, nunca así la mujer... Pero, ¿quién había impuesto esa regla? ¿Acaso Dios mismo como para tener que respetarla a pie juntillas? ¿O no fueron más bien los hombres, en tanto varones, no por un precepto Divino sino por hacer uso de su hegemonía machista por sobre la mujer, cuya fuerza y voluntad es muy débil como para hacer oír su parecer al respecto?
Es cierto que está escrito en las Sagradas Escrituras que a raíz de la caída en el pecado original, la mujer quedó sometida a la voluntad del varón. Pero entiendo que, en muchos casos, se utilizó y se abusó de esa atribución conferida en total desmedro de la propia dignidad y derecho de la mujer, imponiéndosele reglas que la llevarían a estar permanentemente sometida, callada y pasiva. Pero, el Señor es Grande y Justo, porque por tal razón quiso venir Él mismo, en nuestro Señor Jesucristo, encarnándose en el Espíritu Santo a través de una mujer, la mujer por excelencia, la Santísima Virgen María, para volver a igualar las condiciones, restituyéndolas a la forma original en que igualitariamente fueran concebidas por nuestro Padre Celestial en el primer momento de la Creación. Antes de que, por la caída en pecado, todas las cosas en este mundo quedaran trastocadas y desniveladas a favor del varón y en perjuicio de la mujer. ¡Bendito y alabado seas por siempre, Señor, por tu incomparable Misericordia y criterio de Justicia!
Por aquel entonces, acostumbrada aún a creer, aceptar y respetar a pie juntillas absolutamente todo del pensamiento humano y religioso como me había venido impuesto, sin someter ninguna disposición o precepto al más mínimo juicio, en concordancia con dicho pensamiento y cultura machista imperante aún en la mayoría de las cosas, entendía que las mujeres que eran capaces de hacer tal cosa eran consideradas y tratadas como “muy fáciles” por los hombres y, también, por las demás mujeres.
Mujeres tenidas y tratadas como fáciles que han tenido que atenerse a todas las negativas y condenatorias consecuencias resultantes de proceder semejante de parte de los restantes miembros de la familia y de la sociedad, recibiendo el mismo trato y consideración dado a las pecadoras, a las prostitutas.
Ahora entiendo que también este era un pensamiento machista que fui incorporando “porque así debía ser o pensar”, como si ello fuera una verdad incuestionable, porque sabía muy bien el trato o la importancia que daban los hombres a las mujeres muy fáciles o liberales. No. El sólo pensarlo me llenaba de vergüenza. Entonces, una de las nuevas amigas que acababa de hacer durante esos últimos meses de 1990 me decía que las cosas habían cambiado, que los tiempos habían cambiado, y una mujer que obraba de tal manera ya no daba la impresión de ser fácil, ya que a veces los hombres eran muy tímidos y había que ayudarlos. Máxime si llegaban a ser menor que uno, como este hombre en particular, del que por aquellos días estaba enamorada, lo era. Porque en el caso de ser menores, me decía, era muy grande el temor a ser rechazados si se animaban a declarársele a una mujer mayor.
Sus consejos y palabras me llevaron a recordar mis tiempos universitarios en que había estado enamorada de un muchacho que estudiaba Ingeniería, y durante tres años estuve esperando que algún día se animase a decirme algo. Sabía que estaba enamorado de mí ya que si me había fijado en él, había sido porque lo había visto seguirme constantemente por todos lados. Cuando pasaba a mi lado se sonrojaba. Cuando estando con su grupo de amigos yo pasaba a su lado, todos se volvían exageradamente para mirarme. Las pocas veces que salía a bailar, solía encontrármelo allí, sentado durante toda la noche junto a la barra, sin quitarme la vista de encima un solo instante, sin animarse a acercarse para sacarme a bailar.
Mis amigas de entonces solían decir que yo era extremadamente seria, por lo que de ese modo nunca nadie se me acercaría y se me declararía. Me decían igualmente que debía ser yo quien diera el primer paso. “¡Eso nunca!”, les respondía terminantemente a mis amigas de universidad, y nunca lo llegué a hacer.
Un día, la última vez que lo encontrara en el boliche, vi que una chica se le acercó para sacarlo a bailar y él, sin más ni menos, aceptó. Esto me causó gran consternación y desconsuelo durante mucho tiempo, y un día me enteré que eran novios y, más tarde, que se habían casado. Con el tiempo, vi y entendí que él difícilmente hubiera podido llegar a ser el hombre que esperaba encontrar un día en Jesucristo. Porque llegué a tomar conocimiento, a través de una amiga, de que era muy rico y extremadamente materialista, escasamente espiritual. Por lo que, finalmente, terminé agradeciéndole a Dios por apartarlo de mi camino, por ver y entender que no era el que buscaba y esperaba encontrar en Él, pese al inmenso mar de lágrimas que derramara, durante esos tres años, por ese enésimo amor imposible de mis últimos años de adolescencia.
Después de él, me dije que jamás volvería a dejarme llevar por las miradas, los gestos o las apariencias si no existía nada en concreto en la palabra y los hechos. Pero, nuevamente en Ushuaia, volvió a sucederme lo mismo, luego de vencer por gracia Divina la fuerte tentación a la que me llevara a verme sometida aquel joven cordobés durante los primeros meses de mi llegada.
Comencé a sentirme permanentemente observada durante toda la noche, cada vez que iba al boliche, por otro hombre de unos 30 años de edad muy misterioso, con quien sentí que podría llegar a repetirse lo que me pasara con aquel otro estudiante de la universidad. Lo observaba mirarme casi toda la noche desde la barra o costados de la pista de baile, aunque no bailaba por lo general con nadie, y tampoco se animaba a acercarse para sacarme a bailar. Otro amor de puras ilusiones. Por lo que, recordando y reflexionando sobre todo ello, me decía que con este otro hombre de la Iglesia del que estaba enamorada no quería ni iba a permitir que me sucediera lo mismo por ser tan corta, introvertida y seria. Pensaba que, tal vez, aquella amiga que me había dado ese consejo tenía razón, y que tenía que ser yo quien me le declarase. Pues a él no quería perderlo ya que sería como perder un tesoro: creyente, como Dios quisiera darme a conocer que era, con tanto amor y devoción en Jesús y a María, y amante de la vida de aventura al contacto y contemplación de la naturaleza...
Partí de vacaciones a Neuquén, con la esperanza de que debía volver a Ushuaia porque había alguien allí que me amaba y esperaba mi regreso. Y Dios sabía que nada quería más que tener la certeza de poder volver . Razón por la cual, antes de irme a casa, le compré una tarjeta de Navidad con la imagen de Jesús y la inscripción del Salmo del Buen Pastor, se la dediqué y se la regalé. Nunca olvidaré el día en que se la entregué, porque me sentí morir de vergüenza por el solo hecho de hacer un gesto tan común. Sólo Jesús sabe los pudores y temores que, durante más de un mes de oración, meditación y decisión, tuve que vencer para poder llegar a hacer tan sencillo gesto. Al recibirla, sonrió y, sorprendiéndose mucho y dándome las gracias, me preguntó si volvería. Y, diciéndole la verdad, le contesté que no sabía, anhelando escuchar que me dijera que no me fuera, que me quedara con él porque me amaba, palabras que, en definitiva, nunca escuché, ni de él ni de ninguno de los otros hombres de los que, durante toda mi vida, de igual manera, me enamorara y amara.
Comprendo que es difícil de explicar cómo podía ser que, estando tan enamorada de un hombre, pudiera llegar a salir con otro, viendo y entendiendo en el Señor que tengo que dar testimonio de toda la verdad, debo decir también que por ese mismo tiempo, una semana antes de ir a casa, salí con un alférez de Gendarmería que conocí también en Alexander’s, a las pocas semanas de haber llegado a Ushuaia el año anterior. Fue la forma en que estuvo tratando de acercarse, lo que terminó conmoviéndome. Había demostrado un interés real en mí desde el día en que nos conocimos. Recuerdo que, en aquella oportunidad, todas las veces que me sacó a bailar le contesté que no porque, midiéndolo a ojo, estaba segura de que si me paraba lo iba a hacer sentir mal por ser mucho más alta que él, y seguramente se hubiera arrepentido de haberme invitado. En el tercer intento, le pedí que se sentara junto a mí para explicarle por qué le había dicho que no. Al enterarse del motivo, riéndose, me invitó a tomar un trago a la barra para constatar si era cierto lo que yo suponía. Convenimos en que si eso era cierto nos quedaríamos charlando allí, y si la diferencia de altura no era mucha, iríamos a bailar.
Mientras charlábamos en la barra, le conté que acababa de llegar, que era profesional en turismo, pero que pese a haber recorrido todas las agencias de viajes, aún no había conseguido trabajo. Me dijo que él conocía al dueño de la agencia de viajes más grande e importante del lugar, a quien podría hablarle de mí. Cuando nos despedimos constatamos que yo, que tenía tacos altos, era bastante más alta que él.
Casi un mes después, me vi sorprendida al abrir la puerta de mi departamento y encontrarme con él. Me dijo que había hablado con el dueño de la agencia de viajes, quien le había dicho que fuera a verlo porque existía la posibilidad de que me tomaran, de lo cual no estaba ya muy seguro pues había pasado ya una semana y no podía garantizarme que el trabajo estuviera aún vacante.
Le di las gracias y le pregunté cómo me había ubicado, dado que no le había dado mi dirección aquella noche en el boliche, y él me contestó algo que me dejó perpleja y maravillada, porque aún me consideraba por esos días todavía fea y sin gracia para los hombres. Me dijo: “¡Si supieras todo lo que tuve que hacer para encontrarte! Pero cuando a un hombre le interesa una mujer, mueve cielo y Tierra hasta encontrarla”. Realmente, me impactó. Luego, se despidió, yéndose inmediatamente porque andaba muy apurado.
Después de unos cuantos meses, cierto día comenzó a ir al Grupo de Jóvenes. El hecho de verlo aparecer así, de pronto, fue muy fuerte y me dejó momentáneamente perpleja. A partir de entonces, nos veíamos y hablábamos de vez en cuando en el grupo o cuando nos encontrábamos casualmente en Alexander’s. Cierto día, al año siguiente, mediados de diciembre de 1990, y mientras hablábamos, se me declaró y yo acepté, porque aunque estaba enamorada del profesor que enseñaba en el colegio, él también me había gustado y atraído desde el principio por la forma en que me buscaba y que siempre me terminaba encontrando. Pero, sobre todo, me atraían su amistad y respetuosidad.
La escasa semana durante la cual salimos fue muy especial y dulce. Me comentó que le había salido el traslado a Capital Federal, pero no sabía qué hacer. Me preguntó qué pensaba hacer yo, si no consideraba la posibilidad de irme a vivir a Buenos Aires, le respondí que no porque ya había estado en Capital cuando vivía en La Plata, y que no me había gustado su ritmo de vida tan acelerado, por lo que ese era el último lugar de la Tierra al que me gustaría ir a vivir, que estaba pensando en quedarme en Ushuaia o regresar a Plottier.
Él partió, entonces, hacia el término de esa semana, y yo me fui de vacaciones a Neuquén. Ambos nos escribimos cartas de despedida, y no volví a saber nada más de él pero conservo un grato recuerdo de su persona. Pienso que si se hubiera quedado en Ushuaia, tal vez hoy estaríamos casados, con hijos, y yo jamás hubiera hecho todo lo que en Cristo Jesús me viera y sintiera llamada a hacer desde entonces.
Por lo que entiendo que todo fue como tenía que ser en Dios en mí, conmigo y para mí, para que cuando el amor en mi vida llegara a ser finalmente posible en Él, lo fuera sólo con aquel que a tal fin me estaba realmente predestinado, por ende, esperando en Jesucristo y para quien, de igual manera, estaba predestinada y esperando en Él. Amén.
XXI
Y llegó así el impostergable momento de ir a casa. No le dije a mi familia que iría, quería darles una sorpresa. Antes de ello, pasé unos días, con mi amiga de la librería y con su familia, en Punta Arenas. En la zona franca compré regalos para todos mis seres queridos, principalmente para mis sobrinitos que ya en ese entonces eran once.
El reencuentro con mis seres amados fue fortísimo. Me pregunté cómo había podido pasar once meses sin verlos. Sobre todo a papá, que me extrañaba tanto y aún no había logrado salir, sino parcialmente, de las severas consecuencias que le causara en el habla y en la memoria aquel accidente cerebrovascular. Pensé que había sido muy desconsiderada con él por no haber tratado de venir antes a verlo y pasar otro tiempo con él, mamá y el resto de mi familia.
El pasar nuevamente las Fiestas en casa fue extraordinariamente maravilloso, emotivo y memorable, pero las cosas en la fábrica de premoldeados de cemento de mis padres no andaban nada bien... existían serios problemas de la más diversa índole... Todo se veía muy mal, principalmente para mí.
Ya comenzaba a darme cuenta de que todo eso era obra de Dios que le permitía al enemigo suscitar todo tipo de malestares, problemas y conflictos en la fábrica y en casa para obligarme a volver. Y no sabía qué podría hacer yo para evitarlo. Mis padres me pedían que me quedara para hacerme cargo de la administración de la empresa... ¿Administrar la fábrica? ¡Dios, ellos no me podían pedir tal cosa! Él sabía que si había algo que odiaba y me enfermaba de solo pensarlo era el administrar una empresa, dirigir personal, manejar dinero... Odiaba el dinero, sabía que era necesario para vivir, pero no por eso podía dejar de sentir aversión hacia él por todo el mal y lo malo que sabía suscitaba entre los hombres y mujeres, dividiéndolos, enfrentándolos en sangrientas y dolorosas peleas y guerras de dominación, poder y riquezas, llevándolos de una u otra manera a su destrucción. ¿Cómo era posible entonces que, a través de mis padres, Dios llegara a pedirme semejante cosa?
Entonces, me cuestionaba que el hacer tal cosa pudiese no provenir precisamente de Él, sino del tentador y adversario, quien quería tentarme y engañarme de esa manera para volverme a encarcelar, a aprisionar. Y tal era mi determinación de no querer saber absolutamente nada con la sola idea de llegar a administrar una empresa o cualquier otra cosa que se relacionara con ello en este mundo, que cuando estaba estudiando la carrera de Turismo al enterarme que tenía que cursar Administración de Empresas en el tercer año, pensé seriamente en abandonarla.
¿Por qué todo en mi vida siempre había sido y, por lo visto, seguiría siendo así? ¿Por qué Dios me pedía que hiciera justamente lo que más me desagradaba? Por ejemplo, esto me había pasado también con la docencia y con el trabajo únicamente en agencias de viajes.
Lo obvio era que, por lo desesperadamente mal que había visto a mis padres y lo apremiante de toda la situación en su conjunto, no tenía alternativa. No me quedaba otra salida. De lo contrario, pensaba ¿qué clase de hija sería? De modo que si no lo hacía, ¿dónde quedaba o quedaría el cuarto mandamiento? ¡Por Dios! ¡Qué martirio insoportable me resultaba aquel al que Dios me estaba queriendo someter! ¿Sería realmente todo ello querer y obra de Dios o del enemigo? Porque no podía ser que fuera de Dios algo que me estaba desangrando y desgarrando por dentro, llevándome a estacarme en el más terrible de los patíbulos. Pero por más que fuese del enemigo y no de Dios, porque no podía ser que todo ese malestar, que se estaba generalizando, no sólo en el seno de mi familia, sino en el país y mundo entero por esa época, fuese algo que proviniese de Dios, quien sólo es, hace y quiere el bien, la felicidad y lo mejor para todos los hombres y mujeres de la Tierra.
Sin embargo, por más que fuese del enemigo, veía y entendía que Él lo permitía, y yo sentía que me estaba queriendo forzar con ello para verme obligada a aceptar volver a Plottier en su manifiesta voluntad que ya me revelara; y si era su voluntad la que realmente le había manifestado en nuestro reencuentro de marzo de 1989 junto a la bahía de Ushuaia quería hacer y no la mía, tenía que terminar diciendo que sí. Porque viendo y entendiendo que todo estaba como estaba, ¿tenía acaso la libertad de poder llegar a decir que “no”? ¿Dónde quedaba entonces la condición de seres libres con la que nos había creado, y que yo predicaba a los niños de catequesis, allá en Ushuaia? Pues, de ser así, ¿por qué entonces ese pesado cargo de conciencia que entendía llevaría el resto de mi vida si me negaba? ¿Dónde quedaba para mí esa libertad? Porque entendía que provenía de Dios que para los demás sí era posible la libertad y vivir su propia vida, a su manera. Pero no para mí. Y, al final, un glorioso y doloroso día me daría la certeza de comprender por qué.
Por otro lado, en la parroquia San Antonio de Padua, las cosas comenzaban, por un lado, a arder y, por el otro, a evidenciar ciertos cambios. A arder, porque un día algunas personas, en total desacuerdo con lo que se estaba viviendo a nivel eclesial en la localidad, habían convocado a los católicos frente a la parroquia. Al enterarme, asistí para ver de qué se trataba.
Pensaba que si veía gente luchando o comprometiéndose a fin de procurar un cambio en aquella situación, que durante años me había atormentado, podría sentirme liberada de lo que, en tal sentido, en el tiempo de su ruinoso abandono, y más aún durante esos últimos meses, entendía que Dios me pedía hacer.
Sin embargo, no fue como lo esperaba. Por el contrario, con lo que vi y oí me sentí aún mucho más presionada por Dios para terminar aceptando lo que me pedía y quería de mí. Hubiera preferido no ir, ni ver, ni oír.
Las personas que se habían dado cita allí se mostraban muy exaltadas y cansadas de tanta espera sin que la realidad cambiara. Alguien propuso “exigir la reapertura de la parroquia y declarar al sacerdote que estuvo a cargo de ella durante todos esos años de abandono y ruina como persona no grata”. Lo cual me pareció algo tan descabellado y errado como el mismo mal que durante todos esos oscuros años se cerniera sobre dicha parroquia y, principalmente, sobre todos los habitantes del centro de Plottier, quienes en ese momento se estaban manifestando.
Entendía que se quería combatir el mismo mal con un mal semejante o mayor. Y lo entendía así al ver y escuchar la ira con que se pronunciaban tales palabras. Y la ira en sí misma es una aberración del mal.
Recordando las palabras pronunciadas muchas veces por mi madre, llevada por tales pensamientos y entendimiento me sentí levantando la voz de entre todos en Cristo, superando todo el temor que por años me había paralizado hasta ese momento, para decir: “¡Eso es absurdo! ¿Quiénes nos creemos nosotros para hacer tal cosa? No somos nada. Nada más que polvo y barro, ¿quiénes nos creemos entonces para pretender hacer algo así? Más allá de lo equivocado que nos pueda resultar su proceder, ese sacerdote lleva la investidura de hombre de Dios, y le debemos respeto. ¡O estaremos yendo contra Dios mismo!”.
Vi que algunos me escucharon (los que estaban más próximos), pero, en general, sentí que no se me había dado mucha importancia. Algunos me miraron como diciendo, “¿y esta de dónde salió?”. Realmente, no sé cuántos pudieron oír lo que dije, ni qué resultó de todo aquello, porque estaban demasiado contrariados y molestos como para querer escuchar.
Mi madre siempre nos había dicho que, cuando ciertas cosas que sucedían en la Iglesia nos ofuscaban y molestaban, ante todo, no debíamos olvidar que los sacerdotes eran hombres de Dios, por lo que más allá de lo que hicieran o dejaran de hacer, debíamos respetar siempre la investidura sacerdotal que llevaban puesta. De modo tal que, aunque me resultaran incomprensibles muchas cosas que ellos hacían, entendía que debía de ser así y por tal hecho la respetaba. Además, pese a compartir el malestar de toda esa gente y de otras cientos y miles en todo el ámbito de Plottier, cuyas voces tras tan larga espera ya se habían acallado o creían un sinsentido intentar cambiar algo que en tantos años no había cambiado, sabe Dios que no podía dejar de sentir aprecio por el cuestionado sacerdote, entendiendo que estaba acertado en el fin, pero no en los medios. De la misma manera entendía que el fin no podía justificar los medios. Ni ante Dios lo justificaría si con ellos, en lugar de juntar, se desparramaba. Que en lugar de construir, se destruía; salvo que fuera para reconstruir algo muchísimo mejor, sin dejar a nadie excluido. Que en lugar de apacentar con la misma firmeza pero, a la vez, con el mismo amor, perdón, dulzura, ternura y comprensión del Maestro Amado, del Buen Pastor, se espantara y dispersara al rebaño, a las ovejas encomendadas, dejándolas libradas a su propia suerte para verse libres de caer en las voraces fauces del enemigo que las acechaba.
Sí, entendía. Pero no comprendía cómo no era posible ver algo tan visible. Entendía que los sacerdotes, más acá de su investidura sacerdotal, en el mundo, seguían siendo hombres y, como tales, también tenían muchos defectos y yerros; por lo tanto, tenían derecho a que la gente, los laicos, entendieran que no estaban exentos de equivocarse.
Pues una cosa era tratar de procurar su santidad, y otra muy distinta poder desprenderse íntegramente de toda su humanidad (pensamientos, sentimientos carnales, humanos, mundanos), al extremo de humanamente anonadarse, para convertirse en uno con y en la Divina Trinidad con el Maestro Amado; transfigurados por el fuego del Espíritu, para tratar de ser en un todo como Él, a excepción, claro está, de su Divinidad, pero a su vez, con la condición Divina de ser Hijos en el Hijo único de Dios, de modo que quien los viese, reconociese en ellos al mismo Señor Jesucristo vivo.
Pero, así como entendía una cosa, no dejaba de entender la otra. Entendía que así como tenían derecho a equivocarse, al mismo tiempo tenían la obligación de ser lo suficientemente humildes y sencillos para reconocer, aceptar y disculparse cuando se equivocaban; tan humildes como para perdonar y pedir perdón como todos los demás hombres. Entendiendo que debía ser así pues, el no ser capaces de poder hacer tal cosa por sentirse protegidos por su investidura religiosa, era señal evidente de soberbia y orgullo. Y bien sabía ya que la soberbia y el orgullo eran pecados capitales, máxime porque atentaban y atentan contra la propagación del mismo amor cristiano. Del mismo amor de Aquel que en su condición de Hijo de Dios se anonadara en ella para soportar todos los flagelos y la humillación de la condición humana. Y si Él, Rey de reyes, se humillara de tal manera sin condicionamiento alguno pisoteando hasta el más mínimo vestigio de orgullo que podría nacerle de su condición humana (por ser Dios y hombre, a la vez), ¿quién, en la Tierra entera, cualquiera fuese su investidura, puede considerarse exento de no rebajarse, cuando es esta la única forma de ser por Dios elevado?
Al contrario, cuando te inviten, ponte en el último lugar, y cuando llegue el que te invitó, te dirá: Amigo, acércate más. Y será un honor para ti en presencia de todos los que estén contigo a la mesa. Porque el que se eleva será humillado y el que se humilla será elevado (Lc. 14, 10-11).
 
Muchos otros planteamientos le realizaba a mi buen Jesús por esos días de vacaciones en Plottier, planteamientos que, por su misma naturaleza, me producían temor llegar a compartir con cualquier hombre, dada mi condición de mujer, por la condición de ciudadana de segunda que la mujer seguía teniendo no solo dentro de nuestra Iglesia, sino en tantas otras religiones, pueblos y naciones de la Tierra, y mucho más si ese hombre era integrante del clero. En consecuencia, sabía que el único que podía darme una respuesta en ese sentido era solamente Él, Nuestro Señor Jesucristo. Si es que quería dármela. Y así dispuse mi entendimiento para recibirla y meditarla largamente en mi corazón, a semejanza de María, de Su Espíritu en mi espíritu en el Espíritu Santo. Pero, como en ese entonces, mi capacidad de comprensión era ínfima, aunque actualmente no sea mucho mayor, en la mayoría de los casos mis planteamientos no pasaban de ser solo eso. Solo planteamientos. Hasta que brotaba finalmente de Dios Trino la tan buscada y esperada respuesta como una repentina luz encendida por el Espíritu Santo, en medio de la densidad de mis tinieblas. Y lo hizo en el transcurso del tiempo, a través de la meditada observación de los acontecimientos, con la sumisión en fuertes e intensos períodos de oración, con la por demás también meditada y concienzuda lectura e interpretación de la Palabra, junto con el substancioso alimento de la Eucaristía, dentro de la cada vez superior ilación que había logrado establecer en la gracia de Dios en mi mente y corazón.
Y lo que por aquel momento me planteaba, más bien le planteaba a mi Amigo y Señor del Alma era, ¿por qué los apóstoles elegidos por Él habían sido hombres? ¿Por qué ninguna mujer? ¿Era que acaso los hombres eran realmente por mucho superiores a la mujer? ¿O, más bien, porque difícilmente dentro de una cultura y una sociedad tradicionalmente machista como lo era la de aquella época (no solo en el pueblo hebreo, sino en toda civilización existente), podría haber elegido a una mujer (tan marginada como en ese entonces estaba) sin poner en peligro todo el Plan Divino de Salvación? ¿Sería por la aún limitada comprensión y estrechez del mismo pensamiento humano de aquel entonces, y no porque, desde Él, la mujer a diferencia del varón no pudiera tener la misma capacidad racional y espiritual del hombre? De no haber sido por esto último, ¿por qué entonces había querido Dios Padre dar a la mujer un papel preponderante por encima de cualquier otro hombre, que antes o después de ella haya existido, consagrando a la Santísima Virgen María como Madre de su Divino Hijo y Esposa y Templo del Divino Espíritu Santo?
¿Por qué sino para rescatar, redimir y volver a levantar a la mujer de la concepción imperante desde el origen de la caída de la humanidad, de haber sido y ser la causa y motivo de la caída del hombre en la situación de tentación y pecado original, como en toda situación posterior de tentación y pecado presentada entre ambos sexos? ¿Por qué sino para, de esta forma, levantarla y querer ponerla nuevamente a la par del hombre, no así en fortaleza física, pero sí en capacidad racional y espiritual, en gracia Divina? ¿Por qué sino para, además de las portentosas maravillas que con ella en particular había querido obrar, para comenzar a abrir la puerta de la marginación tras la cual, hasta su época, la mujer quedara y se encontraba, para ir incorporándola gradualmente, conforme evolucionaba y se expandía el pensamiento humano, dentro de la grandeza de Su Plan Divino de Salvación, a la par, en la misma condición de igual en Él, que el varón?
Y todo esto, porque se me hacía imposible entender que Dios no tuviese en Sí mismo la doble identidad: de hombre y de mujer. Puesto que a cuya imagen y semejanza nos había concebido y creado a ambos géneros. Y porque de igual manera, una vez trascendido este mundo, ya no existirían en la Casa Celestial sexos sino solo espíritus, sin diferenciación de ninguna índole salvo aquella que sólo por sus obras terrenales se acreditara cada uno de ellos.
Pero, como ya dije, estos no dejaban de ser sino solo planteamientos, sin respuestas concretas y visibles por parte de mi Dios y mi Señor, sobre los que volvía una y otra vez, al considerar lo que en el resto del mundo pasaba. Por ejemplo, el caso de la mujer anglicana que había llegado a ser ordenada sacerdote; el papel importante de la mujer como pastora en la Iglesia Evangélica, y el de la mujer en la religión hebrea en la cual, según lo comentado recientemente por un sacerdote amigo de la casa, ahora se le permitía leer públicamente el Tora en la sinagoga, lo que según él, equivaldría a la mujer sacerdote dentro de la Iglesia Católica.
Volviendo a la convocatoria de aquel grupo de católicos frente a las puertas de la parroquia de San Antonio de Padua, por ese entonces aún cerradas, entendía y compartía en un cien por cien su malestar y desesperación. Porque sólo quien lo ha vivido y padecido en carne propia – y no así desde la vereda de enfrente– podría entenderlo y comprenderlo a la luz de las circunstancias.
Sin embargo, definitivamente entendí también que ese no era ni el medio ni la forma adecuada para encarar el problema. Un proceder así difícilmente podría ser el querer de Dios. No obstante, era evidente que para evitar males mayores se hacía imperioso que Dios nos levantara finalmente la sentencia. ¿Qué fue lo que Dios me permitió ver ese día por medio del haberme llevado a participar de esa convocatoria, que terminaría produciéndome tan profunda consternación? ¿Qué vi? Vi un pueblo oprimido por el prolongado abandono y silencio de Dios. Un pueblo que no se limitaba al reducido número de personas que aquella noche estaban reunidas allí, sino que a través de ellas veía y entendía que Dios quería viera y oyera la congregación y manifestación de todas los brazos y voces, que desde los cuatro extremos de la Tierra eran levantados en un gesto implorante hacia Él, clamando ser liberadas de la esclavitud, tanto material como espiritual, de la desnudez, del hambre, del desamparo, de la cárcel, del olvido, del rechazo, de la marginación, de la oscuridad, de la indiferencia, de la excomunión. En fin, de todo tipo de injusticias. Un pueblo desfallecido y, a la vez, embravecido por el ya insoportable flagelo de las ardientes y fustigantes arenas del implacable desierto hacia el que fueran arrojados, como peregrinos errantes por años, a la espera del socorro Divino.
Viendo y oyendo todo esto, pensé, ¡qué fácil era para mí decir lo que decía porque, al fin y al cabo, pronto partiría hacia Ushuaia, adonde Dios me había conducido, para permitirme vivir en el más frondoso, prodigioso y vivificante de los oasis, cuando también al igual que todos ellos en su momento me encontrara agonizante en medio del mismo desierto en el que todos ellos aún padecían!
¡Los entendí! ¡Claro que los entendí! ¿Cómo poder no entenderlos? Si yo estaba tan ávida de liberación como ellos, antes de mi partida hacia Tierra del Fuego, para verme y sentirme libre en Dios, justamente, de todo ello. Fue entonces cuando Dios, en su amor infinito, había querido rescatarme, sacarme de aquí para llevarme y ponerme totalmente en libertad de todo ese estado de opresión, malestar, sed y hambre de Él, allí en Ushuaia.
¿Y ahora quería traerme de vuelta para arrojarme al mismo desierto? ¿Tenía sentido tal contradicción? No, absolutamente no lo tenía. Pero, para Dios parecía tenerlo. Finalmente, sintiendo no poder hacer nada por ellos (¿o podría?), me compadecí de sus grandes carencias espirituales. Yo podía saber por lo que estaban pasando, porque sus carencias espirituales de entonces eran las mismas que en su momento había tenido, y solo Él pudo llegar a saciar.
No obstante ello, así como, por un lado, las cosas parecían arder, por el otro, parecía que comenzaban a soplar vientos de cambios en la parroquia San Antonio de Padua. Ya que se me permitió tomar conocimiento de que, entre 1990 y 1991, en Plottier, durante la mayor parte del tiempo, el sacerdote que estaba siendo cuestionado de tan dura manera siguió dando misa en el salón parroquial y también catequesis familiar, a la que asistía un reducido número de personas, y se integraban algunas otras durante los últimos meses.
Durante el tiempo que permanecí aquel verano en Plottier, el nuevo sacerdote que habría de ser designado para la parroquia durante 1991 ya había comenzado a venir a dar misa en alternación con aquel otro. Fue así como en la última misa a la que asistí antes de volver a Ushuaia estuvo presidida por aquel sacerdote, quien nos manifestó que existía la posibilidad de que fuese designado para hacerse cargo de la parroquia el año entrante, pero que no existía ninguna seguridad al respecto. Al escucharle decir esto, pensé que después de todo, si su designación se confirmaba, entonces yo también podría aún tener la posibilidad de verme liberada de hacer la voluntad de Dios, la que entendía pasaba por regresar definitivamente a Plottier. Pues si este nuevo sacerdote venía y se quedaba a cargo de la parroquia, era señal de Dios de que las cosas realmente estaban cambiando y cambiarían para esa comunidad que, durante tanto tiempo, me consternara. De ser así, pensaba que mi presencia en Plottier no debía ser estrictamente necesaria. Pero ¿sería así? ¿Sería posible que aún tuviese una oportunidad de verme liberada de lo que hasta allí, durante los últimos meses, había sentido que sería ya inevitable? Pero si las cosas en la parroquia parecían tomar nuevo rumbo, no así las cosas en casa. La presión que sentía allí era cada vez mayor. No estaban para nada bien porque sentía que demandaban mi urgente regreso y mi permanencia en el seno de la familia, amenazando con terminar de socavar, de esa manera, mi firme voluntad y determinación que había logrado a duras penas hasta el momento. Voluntad personal que no era otra que la de continuar en Ushuaia para vivir mi vida libremente, según como quisiera hacerlo y me viniese en gana.
De pronto, todo lo que en los dos años anteriores tantas luchas en el límite me había costado conquistar y conseguir parecía empezar a tambalearse y derrumbarse irremediablemente. Sentía que no lo podía permitir. Al fin y al cabo, se trataba de mi vida, y si no la vivía cuando tenía 28 años, entonces ¿cuándo? ¿Con esa avanzada edad, que como mujer ya tenía, podría llegar a tener más adelante una nueva oportunidad para hacerlo? ¿Dónde? ¿Aquí en Plottier? “¡Si aquí nunca pasaba ni pasaría nada en tal sentido!”, me decía. Todo seguía siendo tan chato y deprimente como antes de irme a Ushuaia. Como lo había sido siempre desde que tengo uso de razón. Hasta hubo quien me llegó a manifestar estar celosa de Ushuaia, porque parecía ser como una gran telaraña que me atrapaba y me envolvía, llevándome y tratándome de mantener lejos de quienes me amaban. Yo pensaba que quien me decía tal cosa estaba equivocada, porque la telaraña y la jaula, para mí, estaban acá. Temiendo la posibilidad de no poder regresar jamás a Ushuaia, de pronto, sentí la imperiosa necesidad de poder encontrar una urgente vía de escape. Dejándome llevar por esa necesidad de contar con una razón poderosa para volver a Ushuaia, de manera tal que ya nada ni nadie pudiera retenerme nuevamente en Plottier, escribí una carta al hombre del que estaba enamorada en Ushuaia, en la cual le manifestaba mis sentimientos hacia él. Pensaba que si él sentía lo mismo que yo, si ese gran amor que sentía era compartido, tendría una razón para poder finalmente desprenderme de aquí, y volver a volar hacia allí, donde quería permanecer para siempre. Pero las cosas no salieron como ansiosamente esperaba resultasen. Jamás recibí una respuesta suya, pero sí una carta de mi amiga en la que me comunicaba que él se había puesto de novio con una misionera cordobesa que formaba parte de un grupo de misioneros que todos los años iba a Ushuaia durante el mes de enero. Él era mi última esperanza de tener el más valedero de los motivos para volver a Ushuaia, por lo que me sentí morir al enterarme. Sumida en absoluto desconsuelo, no me cansaba de preguntarle a Jesús por qué me había hecho tal cosa. El desgarrante frío de la incomprensión y de su silencio fue aún peor que todo lo que ya sentía. Esto me quitó todo sentido de regresar a Ushuaia, no obstante lo cual, aún anhelaba hacerlo.
Conversando un día con mi madre y una de mis hermanas al respecto, mientras estábamos en el balneario, siendo mi desolación inmensa, ellas me decían que me quedara en Plottier. Les contesté que si tenía que hacerlo, lo haría, pero que si me faltaba la parte espiritual yo moriría. Me recordaron que con la probable designación del nuevo sacerdote, que ya estaba viniendo a dar misa en el salón parroquial, las cosas podrían cambiar y eso no me faltaría. Pero ¿y si no cambiaban? Porque recordaba muy bien sus palabras. Había dicho “probablemente” y que “no existía ninguna seguridad” de su designación como cura párroco; era muy grande el riesgo como para aceptar perder tanto de un solo saque. Pero, con aquel golpe, ya me sentía casi entregada, volvía a sentirme como en los meses previos a mi primer viaje hacia Ushuaia durante el año 1988. ¡No! Aquí, y así, sabía que no podría resistir mucho. Necesitaba volver. Ya estaba decidido. Pero sabía que si les comunicaba tal decisión a mis seres queridos se pondrían tan mal que finalmente no tendría el coraje de irme, y podría desistir. Entonces, busqué un pretexto. No se los prometí, pero les di mi palabra (que era como si lo hubiese prometido) que solamente volvería a Ushuaia para recoger las cosas que había dejado, y en menos de un mes regresaría. Pero, la verdad era que bajo ningún punto de vista pensaba regresar. Pues bien sabía que una vez en Ushuaia, me llenaría de tal fortaleza y determinación que nada ni nadie me podría hacer regresar. Claro que me había olvidado de considerar, en ese “nada” y “nadie”, a Dios. Al fin y al cabo, Él no era ni “nada” ni “nadie”, sino “todo” en todos. Y así fue.
XXIINuevamente en Ushuaia, pensaba que si por el hombre del que estaba enamorada en un amor no correspondido no podría seguir quedándome ya más tiempo allí, tendría entonces que decidir a qué otro lugar ir a vivir. Pero no era tan sencillo como cuando, estando en Plottier, me parecía que sería.
Porque ¿cómo podría olvidar todo lo que Dios había querido hacerme ver y oír, en el mes y medio de vacaciones que acababa de pasar allí? ¿Cómo poder hacerlo cuando me era prácticamente imposible olvidar cuanto el Señor me hiciera vivir desde el momento de mi más tierna edad hasta ese momento presente? ¿Cómo tratar de no tener memoria? ¿Cómo tratar de neutralizar aquel sueño de la infancia, en el que me veía corriendo hacia la parroquia de San Antonio de Padua, que estaba a punto de ser destruida por el fuego enviado del cielo, y de los dos sueños restantes en los que me extasiaba en la contemplación de mi amorosísimo Jesús y me veía ingresando a una congregación religiosa?
Más aún, ¿cómo pretender extinguir el consumidor fuego de la inmensa hoguera que sentía arder en mi interior al vivenciar la fortísima presencia de la Divina Trinidad en las distintas experiencias espirituales que tuve en Ushuaia, en el sueño sobre el significado y la trascendencia de la fe y tras el mensaje radial del Papa exhortando a los laicos a ponernos de pie, siendo todo ello todavía tan reciente, que no terminaba de arder, de digerirlo y de asentarse en mi fondo? No. No podría, por más que mil veces intentase hacerlo.
Cada vez que entraba en la habitación de la pensión y era recibida por el expectante y anhelante rostro de Jesús Peregrino le decía: “Sí, Sí. Sí, ya sé que Vos sos el Camino. Pero ¿y la senda? ¿Estás seguro de que es la que lleva a Plottier? ¿No puede ser otra, que me lleve a otro lugar? ¿Estás realmente seguro?”. ¡Sabía que Él lo estaba! La única que no estaba segura era yo.
Así, sentía que inevitablemente iba llegando al término de mi camino en Ushuaia. Al hombre del que estaba enamorada, mi enésimo amor imposible, me lo crucé una vez. Pero fue como si no me lo hubiera cruzado. Me moría de vergüenza de solo pensar en mirarlo a la cara, al recordar la carta que le escribiera. Mientras que el alférez de Gendarmería, con el que estuve saliendo una semana, también se había ido a Buenos Aires. ¡Si al menos él hubiera estado! Muchas cosas de pronto, entre diciembre y febrero, habrían cambiado. Por un lado, la más importante para mí, fue ver y comprender que no sería allí donde encontraría al amor, al hombre que en Jesucristo estaba buscando.. Por otro lado, con la repentina y violentísima noticia de la accidental muerte de uno de los queridos amigos del grupo , todos los integrantes lentamente nos fuimos distanciando, pues sin él nunca nada volvería a ser lo mismo en nuestras reuniones. Su definitiva partida me terminó por aniquilar.
De pronto, era como si Dios quisiera quitarme todos los motivos por los que deseaba vivir en Ushuaia, como si de esa forma me quisiese hacer entender que mi tiempo en Ushuaia había definitivamente terminado, como si absolutamente todo en el término de esos últimos tres meses se hubiera confabulado contra mí., hasta incluso la bellísima amistad que me unía con mi mejor amiga casi se había quebrado. Ella se había sentido profundamente defraudada por mí a causa de un hecho acontecido; nadie mejor que Jesús conocía la entereza y rectitud de mi intención en aquella situación; más allá del errado juicio que se hiciera respeto a la postura que adoptara.
Con mi familia trataba de comunicarme lo menos posible, pues no quería enterarme de lo que en casa y en Plottier pasaba. Pues cada vez que me comunicaba, me preguntaban cuándo regresaría. Les contestaba que aún me faltaba terminar de preparar algunas cosas... Intenté escribir más de cinco cartas a casa, tratando de reunir valor para decirles la verdad, que no pensaba regresar. Pero me era imposible dar con las palabras adecuadas. Pues sabía con cuánto anhelo esperaban mi regreso y cuánto mayor dolor les causaría al manifestarles tal decisión. Pero, Dios parecía rehusarse a darme las palabras apropiadas, por lo que sumamente contrariada terminaba rompiendo toda carta que empezaba.
No importaba lo que hiciera, ni adónde iba, ni con quien estaba: las veinticuatro horas del día, aún mientras dormía, la conciencia no me dejaba tranquila. Me hostigaba, implacable, hasta hacerme desbordar de llanto, que como un río incontenible fluía de mi atribulada alma. Lloraba, lloraba, lloraba, hasta que las cuencas de mis ojos se vaciaban y, extenuada por el llanto, me quedaba destrozada.
¿Por qué Dios me hacía tal cosa? ¡Pues bien entendía ya que era Él quien me la hacía! ¿Por qué? ¿Por qué? Si era Dios amor, como la Biblia lo decía, y en catecismo lo predicaba, ¿por qué tenía que ser únicamente para mí tan exigente y celoso? ¿Por qué me acorralaba de esa desquiciante manera, persiguiéndome todo el día, hasta dejarme sin aliento, indefensa, pobre y desvalida como me encontraba? ¿Por qué era tan grande su empeño en que regresara a Plottier? ¿Por qué me pedía, y hasta casi me exigía, mediante la obsesiva persecución que me hacía padecer, morir en la plenitud de mi edad cuando todo mi ser no ansiaba otra cosa más que vivir? Porque regresar a Plottier, bien sabía Dios mejor que nadie, era símbolo para mí de la peor y más espeluznante de las muertes.
¿Para eso me había sacado del abismo, para hacerme gustar, acariciar, besar y enamorarme de la vida y de la libertad, y cuando me sentía a punto de consumar los sueños y proyectos respecto a qué hacer con mi vida, volver a arrancármela en forma tan despiadada, para arrojarme nuevamente a otro abismo, mucho peor aún del que me había sacado? ¿Por qué a mí? ¿Por qué no a otro? Imposible poder entender tal proceder y, mucho menos, compartirlo o contarlo. Pero entendía que no estaba en mí el entender nada, sino solo aceptar o no aceptarlo. Todos mis amigos y los colegas de la universidad me preguntaban qué pensaba hacer. Desde diciembre, cuando había estado en Punta Arenas conociendo y visitando a los padres de mi amiga, al igual que ellos, algunos habían comenzado a preguntarme cuándo iba a volver a Plottier con la misma insistencia que, cuando recién llegara a Ushuaia, me preguntaran: “¿Por qué viniste a Ushuaia?”.
Jesús me seguía apurando al formularme tales preguntas . Yo respondía en forma determinante y enfática que no iba a volver nunca más a Plottier sino exclusivamente para visitar a mi familia, sintiéndome sumamente molesta porque me preguntaban tal cosa justo en el momento en que intentaba apartar esa idea de mi mente. Sobre todo porque sentía, muy a mi pesar, que dicho “no” carecía de fundamento, ya que sólo lo decía para aumentar mi convencimiento y determinación humana, porque desde lo más hondo de mi ser y de mi espíritu iba ya naciendo y creciendo un “sí” inquebrantable e incondicional cada vez con mayor fuerza.
Trataba de explicarles a mis amigos la tribulación y la gran disyuntiva en que me encontraba. Los consejos que al respecto me daban eran muy similares. Me decían: “No te vayas. ¡Quedate! Vos tenés derecho a vivir tu vida. Siempre estuviste viviendo para los demás. Pensá en vos, ahora. Yo no creo que Dios te pida ser mártir”. Entonces, quería pensar que tenían razón, porque siendo en su gran mayoría catequistas, no podía ser que pretendieran para mí un mal al aconsejarme de tal manera, sino que lo hacían porque me querían. Por lo que terminaba aceptando, diciéndome que, siendo catequistas los que así me aconsejaban, es decir, personas dedicadas a Dios, a la predicación de sus enseñanzas, entonces esa tenía que ser, sin duda, la voz de Dios y su manifiesta voluntad final para conmigo.
Finalmente, viéndolo, entendiéndolo y queriéndolo creer de esa manera con todo mi ser, comencé a decirle a todo el mundo que me quedaba. Demás estaba decir la alegría que mi decisión les producía. Pero no por eso podía terminar de acallar mi conciencia. Estando en misa lloraba y lloraba, desde el principio hasta el final, presintiendo y sabiendo la proximidad de las más inevitables de todas las fatalidades de mi razón de ser en Cristo en este mundo. En una de esas misas, tocó la lectura de Jonás 3, 1-10.
Por segunda vez, la palabra de Yavé llegó a Jonás. Y le dijo: “Levántate, vete a Nínive, la gran ciudad, y anuncia lo que yo te diga”. Se levantó Jonás y fue a Nínive, como se lo había ordenado Yavé. Nínive era una ciudad muy grande. Se necesitaban tres días para atravesarla. Jonás entró en la ciudad e hizo un día de camino pregonando: “Dentro de cuarenta días Nínive será destruida”.
 
Los ninivitas creyeron en la advertencia de Dios y ordenaron un ayuno, y se vistieron de saco, desde el mayor al menor. La noticia llegó hasta el rey de Nínive, el que se levantó de su trono, se quitó el manto, se vistió de saco y se sentó sobre cenizas. Luego hizo publicar esta orden en Nínive: “Hombres y bestias no comerán ni beberán nada. Que cada uno se corrija de su mala conducta y de sus malas obras. ¿Quién sabe si Dios se arrepentirá y cambiará su orden de destrucción, de manera que no nos haga morir?”.
 
Al ver Dios lo que hacían y cómo se habían arrepentido de su mala conducta, se arrepintió él también de sus amenazas y no los castigó como los había amenazado.
Tras escuchar esta lectura, entendía que a través de ella misma Dios se estaba dirigiendo directamente a mí de igual manera que con Jonás lo hiciera, haciéndome recordar una vez más, a través de ese paralelismo, Su voluntad para conmigo. Y más aún luego, cuando el padre Ismael explicó esta lectura e hizo alusión al pasaje previo en el que Dios, Yavé, mandaba a Jonás por primera vez, y lo que había sucedido en alta mar, por haber desobedecido su orden, en donde casi todos estuvieron a punto de perder la vida por culpa de su desobediencia. ¿Cómo no sentirme entonces especialmente tocada más aún con la sentencia de este pasaje bíblico?
Sentí un miedo de muerte. Recordé la enfermedad de mi padre, su accidente cerebrovascular, las instancias previas a este en mi búsqueda de conocer la voluntad de Dios, la respuesta que le diera al dármela a entender. Y temí que por mi culpa, por mi desobediencia y obstinación de querer hacer mi propia voluntad, pudiera acarrearles males mayores a papá, a mi familia y a mi comunidad, a todo Plottier. Entonces, me volví a doblar bajo el peso de mi cruz.
Pero no era solo esa lectura bíblica. Eran las lecturas de todas las misas. Cada Palabra de Dios la sentía directamente dirigida hacia mí. A veces pensaba que era masoquista. Porque si sabía que ir a misa me producía un estado de padecimiento sin fin, no entendía por qué seguía yendo todos los días, y no podía evitarlo. Era algo superior a mi querer, un mal necesario, un alimento indispensable. Cuaresma. Tiempo de Cuaresma.
La Cuaresma del año anterior también me había resultado muy fuerte y especial porque había sido precisamente cuando me viera al límite de la muerte, de la desesperación, del abismo: el 21 de marzo de 1989, llevándome a volver a nacer ya no de la carne sino del espíritu, de lo alto, como en la palabra expresada a Nicodemo le expresara estábamos llamados a nacer de nuevo.
Siendo así y entonces cuando me permitiera llegar a tomar plena conciencia de la verdadera dimensión de todos y cada uno de los insufribles e inhumanos padecimientos que Él, nuestro Señor Jesucristo, aceptara venir a asumir voluntariamente por amor y obediencia infinita al Padre, como por amor a toda la humanidad, aceptando pasar y soportar tanto mal siendo inocente, víctima inocente, sin mancha, sin pecado alguno .
Pude tomar conciencia de todo ello solo porque así en la Divina Trinidad quiso permitirme llegar a hacerlo, por medio de la gracia de sentir y padecer en mi propia carne sus padecimientos, a lo largo de la vivencia de ese abrumador período de tinieblas, tentaciones y tribulaciones interiores que me llevara a estar y a sentirme al borde del abismo aquel 21 de marzo, en el que ya casi sin fe, sin esperanza y sin amor por su ausencia y silencio demasiado prolongado me encontraba, viéndome y sintiéndome morir y estar espiritualmente muerta. Me sentía a un paso de la muerte física si Él no me respondía, haciéndome volver a experimentar la gracia de Su Divina Presencia en el ardor del mismo Espíritu sentido cuando era una niña.
Solo por su amor infinito, sin desoír mis súplicas y pedidos de socorro, quiso volver a manifestárseme Glorioso aquella nívea tarde, extendiéndome Su brazo para asirme firmemente de la mano con su diestra victoriosa, rescatándome del siniestro abismo espiritual y físico que me estaba tragando, para volverme a restituir a la plenitud de la vida en el espíritu en su Espíritu en el Espíritu Santo, haciéndome resucitar a un estado de vida muy superior al tenido hasta allí, de vida eterna, siendo imposible volver a separarme de Él de ese modo ya nunca más.
Ese día murió la mujer carnal, humana que hasta allí fuera y nació la mujer en Cristo, en Jesucristo Resucitado. Es decir, viendo y entendiendo haber sido en Su mismo Ser Divino y Humano Resucitado, sentado en su trono de Gloria nuevamente a la derecha del Padre, que en el Espíritu Santo aquella tarde quisiera llevarme a renacer, a tener nueva y definitivamente vida en Él, en Su mismo Espíritu Paternal y Filial, y ya no más en lo humano, aun cuando para llevar a su total plenitud la misión para la que en Él quisiera soñarme, quererme y predestinarme, viniera a llevar a cabo en Su mismo Espíritu, Espíritu de Cristo Resucitado, tuviese que seguir estando en este cuerpo humano destinado al igual que el Suyo al sacrificio por amor al Reino de los Cielos y toda la humanidad.
Dándome a ver, entender, saber y sentir, por ende, que habiendo de ser así, haciéndome una en un todo con Él, Él conmigo, ya no habría fuerza, poder o espíritu contrario en este mundo capaz de apartarme de Él. ¿Cómo podía ser posible, siendo ya no dos, Él y yo, sino uno? Ni aún cuando, luego de gracia tan infinita, en mi necedad y debilidad humana, me siguiera aún resistiendo y luchando contra Él un poco más aún con todas mis fuerzas para que me liberara.
Pero, Bendito Él porque no lo hizo. Bendito porque sabía que dejarme, aunque se lo pidiese y me doliera, no iba a ser lo mejor para mí ni para nadie. Bendito Él porque no se olvidó de lo que mi fragilidad mental humana, tan confundida como estaba sumida en este discernimiento momentáneamente olvidara le había pedido aquella tarde de marzo de 1989. Por no olvidarse que aquella tarde junto al mar le pidiera, que no permitiera que nada ni nadie me apartara de Él.
Yo lo ignoraba. Pero Él no ignoraba que también entre ese “nada y nadie” me encontraba yo. Que sería yo misma quien trataría de oponerle tenaz resistencia para cumplir en un todo su Santa Voluntad y no la mía. Porque aquella tarde le había dicho, asimismo, que de ahí en más iba a ser en un todo Su voluntad. Fuese la que fuese, y costase lo que me costase, estando dispuesta a ir hasta las últimas consecuencias, si era preciso, con tal de no dejar de cumplirla.
Bendito Él porque no se compadeció de mi dolor, de mis sufrimientos, de mis lágrimas, de nada, para que el enemigo no lograra su objetivo de que dejara de cumplir lo que aquella tarde le había prometido, y donde me había comprometido con Él de esa manera.
Sí. En Cuaresma del año anterior, por primera vez en mi vida, había llegado a tener justa conciencia gracias a Dios en mi misma carne, de cuánto había tenido que padecer nuestro Señor Jesucristo en su bendita y Divina carne para salvarnos, para redimirnos a todos los hombres y mujeres del dominio eterno de las garras de la muerte dando su vida por todos y por mí muy particularmente, como por cada hombre y mujer sobre la faz de la Tierra quisiera hacerlo y lo hiciera.
En esa primer vivida Cuaresma sentida, padecida y compartida plenamente con Él en mi propia humanidad, que quedó grabada a fuego en la plenitud de mi ser, comprendí por primera vez el significado y la total trascendencia de la agonía, Pasión, Crucifixión, Muerte y gloriosa Resurrección de nuestro Señor Jesucristo.
Y lo comprendí todo de esa manera, solo porque desde Su mismo Espíritu Paternal y Filial en mi espíritu y carne por la Inmaculada Concepción de María en el Espíritu Santo así me lo quisiera hacer comprender.
Intuía que mucho más se ocultaba detrás de su intención, porque era mucha transformación, comprensión y revelación como para que me sirviera o me la guardara únicamente para mí. Pues, ya había dicho también Él mismo que “no se enciende una lámpara para ocultarla debajo de una cama...”. Pero, por aquel entonces, todo esto sólo lo sentía, no podía aún por esos días entender gran cosa de todo ello.
Solo hoy puedo comprender cómo Dios me fue lentamente preparando, con cada señal que me diera, con cada gesto que me producía, con cada persona que cruzaba en mi camino, con cada Palabra, con cada experiencia, con cada vivencia, con cada observación, con todo cuanto quisiera y permitiera que me sucediera en la ya consciente búsqueda y encuentro de Su voluntad para conmigo.
Era estrictamente necesaria mi muerte para aumentar la vida en abundancia de muchas otras personas más.
En el mismo sentido y en la creciente concientización del hondo significado que encerraba este tiempo tan particular de nuestra historia cristiana, Cuaresma de 1990 fue similar. Y la de 1991 muchísimo más intensa y decisiva en el aceptar hacer la voluntad Divina.
Pero en ese nuevo tiempo de Cuaresma, iba viendo y entendiendo cada vez con mayor claridad y certeza que para permitirle que lo terminara de hacer posible en mí, llevándolo a la plenitud e incondicional apertura y amplitud requerida conforme al Reino de los Cielos, tenía que saber entregarle voluntariamente mi antigua vasija de barro, que era mi vida y mi ser, llena de imperfecciones, para que Él la remodelase a su Voluntad como más y mejor la quisiese y necesitase, a total imagen y semejanza Suya, Divina en lo humano en el Espíritu Santo; sin dejar de ser humanamente imperfecta como sabía que era, para que Él, en la Divina Trinidad, pudiera venir a vivir en mi ser en toda Su omnipotencia Divina. Y desde mi ser, contando con la total disponibilidad de mi cuerpo, permitirle trasladarse adonde creyera preciso ir, para poder obrar todas las maravillas que le pareciera a bien realizar para mayor bien de los demás.
Pero para que mi morada fuese digna para venir a habitarla Él, fue imperiosamente preciso que, durante esos dos años y meses en Ushuaia, me transformara. Me transfigurara en la medida y dimensión, sin medida y dimensión, en que Él entendiera, juzgara y necesitara preciso hacerlo a Sus fines Divinos de Salvación. Para lo cual tuve que luchar tenazmente en todo tiempo contra el enemigo que, desde mi interior, quería sublevar mi humanidad para que Él no pudiese poseerme en cuerpo y alma, como era preciso que lo hiciera. Durante todo el tiempo que viví en Ushuaia, sentía así como si dos leones embravecidos lucharan noche y día en mi interior, tratando imponer cada uno su voluntad en mí. Quizá, debido a mi corta comprensión y entendimiento de aquel entonces, no era como lo pensaba. No era que Dios tratara de poseerme a la fuerza. No. Aunque aún no alcanzaba a comprenderlo, enojándome con Él a veces porque hacía brotar tanta violencia en mi interior, Él sólo obraba de esa manera porque ya le había dado mi consentimiento para hacer tal cosa aquella tarde del 21 de marzo de 1989, junto al mar, sentada sobre aquella firme e inmutable roca sobre la cual en Él quiso reedificarme, rehacerme. Y estos dos leones que sentía batallar sin tregua, día a día, mes a mes, año a año, me destrozaban interiormente al punto de teñir de rojo permanentemente mis entrañas. Y, aún, a fines de marzo de 1991, seguían batallando, no con menos fuerza después de tanta lucha, sino por el contrario, con una fuerza inquebrantable y obsesiva de ganar o morir el uno u el otro sobre mí.
Mis amigos me decían que Dios no me pedía ser mártir. Eso me daba mucha bronca, porque ¿cómo podían saber lo que Dios me pedía o me dejaba de pedir si no estaban en mi interior para saberlo? Sólo la Divina Trinidad y Mamá María sabían que era precisamente eso lo que sentía que me pedía: ser mártir. Porque así como había ya entendido todo lo anterior, también había entendido que el fin último de Dios para mi vida era que volviera a Plottier, por más descabellado y loco que me pareciera . Después de todo, ¿quién era yo para cuestionar un designio de Dios? ¡Pero lo hacía! Y, en su amor y paciencia infinita, ¡Él me lo permitía! Y si me lo permitía era porque Él, tanto como yo, sabía la grandeza de cuánto me pedía y tenía predestinado hacer por medio de mi total docilidad e incondicionalidad absoluta a semejanza de María Santísima en el Espíritu Santo.
No se trataba de cambiar un hábito o una costumbre contraria a sus preceptos o enseñanzas. Se trataba, ni más ni menos, de morir en un todo, absolutamente todo, a mí misma. A mi propio querer o voluntad. Renunciar a mi vida, a mis sueños, a mi ideal de amor. A la idea o experiencia de casarme y tener hijos. A mi profesión. A todo, todo, todo. Y hasta a mi familia. Pues si regresaba a Plottier, entendía que aún ella debía de ser sacrificada porque también a través de ella, y sobre todo por medio del gran amor que tenía por ella, el enemigo iba a intentar, por todos los medios, debilitarme a fin de evitar que Él pudiese llevar a la plenitud y a buen término todo el proyecto de salvación que tenía para Plottier y toda la humanidad, a partir de este pequeño lugar.
No iba a ir a Plottier para estar con mi familia, aunque en apariencia pareciera así. Iba a Plottier a ayudar, a colaborar en la reconstrucción de la parroquia y comunidad de San Antonio de Padua. Ese era el único fin con el que entendía que Dios me enviaba de regreso a Plottier. También debía renunciar a mi propia identidad. Debía dejar de pensar y sentir como Gladys Ruth Vidal, absolutamente en todo. Neutralizar totalmente mi humanidad. Buscar permanentemente la santidad en todo cuanto hiciese o dijese, no dar jamás motivos de escándalo, no defenderme, no dar a conocer nada de todo esto a nadie que no fuese puesto por Dios en mi camino para que se lo revelara. Sino hasta el tiempo en que Él me daría a conocer que debía hacerlo. Y en un todo tratar de pensar y sentir con el pensamiento y sentimiento de Dios. Morir, cuando con toda la fuerza de mi ser sólo quería y ansiaba vivir. Sí, entendía perfectamente que Dios me pedía ser mártir. Pero no por qué me pedía tal cosa, cuando los mártires no eran de este siglo ni de esta época. Al menos, así lo pensaba yo y todo el mundo a mi alrededor.
Entonces Jesús me hizo recordar, refrescó mi memoria, me trasladó a los tiempos de mi infancia, cuando mamá nos relataba los pasajes bíblicos para hacernos conocer el poder de la fe para la salvación de las almas, principalmente los de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. Los de los primeros cristianos. Los de las primeras familias cristianas que eran perseguidas y arrojadas a los leones por declararse cristianas. Los del Antiguo Testamento. Principalmente aquel que hablaba de una madre que tenía siete u ocho hijos a los que veía morir uno por uno, hasta que, finalmente, moría ella. Pero ninguno renegaba de su fe, pensando en la otra vida que les esperaría por su perseverancia y amor infinito. Y el de aquellos tres hombres que eran arrojados al fuego de un horno para hacerlos renegar de Dios, sin embargo, los tres hombres salían luego como si nada les hubiera ocurrido.
En aquel entonces de mi infancia, ardientemente deseaba tener una fuerza, una fe, un amor y una esperanza por Jesús a prueba de todo. Entonces, recordé que por aquel tiempo, siendo aún una niña, le preguntaba a Jesús si llegado el momento tendría una fe así de grande, de modo que de ser probada nada ni nadie me llevase a renegar de Él o apartarme de su Camino. Como respuesta, me hacía entender que la tendría y que, sin importar las torturas a las que sometieran mi cuerpo, las resistiría hasta el fin. Hasta que las fuerzas enemigas desistieran al comprobar la grandeza de mi fe, y muchos serían llevados a la conversión por medio de tal constatación. O hasta que me matasen físicamente, sabiendo que de esta forma no me harían tampoco ningún mal, aunque eso fuera lo que pareciera, según lo que la concepción humana considera como bueno o malo, sino que, por el contrario, me harían el mayor de los bienes porque por fin mi espíritu se vería liberado de mi cuerpo para partir definitivamente a morar por toda la eternidad con Jesucristo. Él me daba a entender, entonces, que sería capaz de resistirlo hasta las últimas consecuencias. Pero lo que jamás me respondía era que si dado el caso en que viese torturar, sacrificar y morir a mis seres queridos, no me echaría atrás en esa fe por Él a fin de poder salvarlos a ellos. Sólo me hacía sentir que algún día podría encontrar la respuesta pasando por ello en carne propia.
De esta forma entendía, en aquel momento en Ushuaia, que ese tiempo preanunciado por Él en mi infancia había llegado, estaba ahí, y ese instante decisorio era en Ushuaia. Comprendí todo esto en la plenitud de su extensión, en ese preciso momento. Comprensión ante la que le decía que había cambiado, que ahora sí tenía miedo a los sufrimientos, a la tortura en mi propio cuerpo y a morir. Y mucho más temía la muerte de mis padres, de mis hermanos y de mis hermanas, porque si los veía sufrir entendía que quizá no tendría el suficiente valor como para no retractarme. Si alguno de ellos moría, sentiría que mi vida no tendría sentido, por amarlos tanto como los amaba.
Entonces, le decía a Jesús, con el corazón en la mano y el rostro desfigurado por el llanto y el dolor, que no quería morir ni que, mucho menos, ninguno de ellos lo hiciese. Yo quería vivir, poder casarme y tener hijos como cualquier otro ser humano. Le decía que si alguna vez había deseado llegar al martirio y a la santidad a semejanza Suya y de los primeros cristianos, por favor, lo olvidara porque ya no quería ser ni santa ni mártir. Deseaba ser tan común y llevar una vida tan corriente como cualquier otro ser humano.
Esto me hizo plantearme y cuestionarme, en forma permanente, dos alternativas: morir y obtener la vida eterna, mediante la entrega y el sacrificio tanto de ellos como mío y tanto para ellos como para mí, o vivir una vida común y corriente sin ninguna seguridad de poder tener ya ganada aquí, en la Tierra, la vida eterna para ellos y para mí.
Pero me hizo entender que de lo que hiciese o dejase de hacer en ese momento dependería no solo mi salvación, y la salvación de la totalidad de mi familia, sino la de todos los integrantes de mi comunidad, de la comunidad de San Antonio de Padua, de todo Plottier, así como de muchísima gente más. Entender todo esto me aniquiló aún más.
Ya ni siquiera decir o poder decir o responderle “no” era una opción para mí, ante todo ello. Pero ¿cómo superar ese miedo paralizante, que de pronto me naciera, ante la muerte?
Recordé que siempre le había ofrendado mi vida a Jesús a cambio de la de un ser querido enfermo. Entonces no me importaba morir porque sabía que, si moría, podría irme a vivir por siempre y para siempre con Jesús y Mamá María a ese Paraíso, a ese lugar donde Él era el Rey. Al lugar donde cada tarde me llevaran cuando, siendo niña, la incomprensión, el rechazo, las ofensas y las burlas de los demás me destrozaban el alma. Tanto era así que a los 18 años escribía en un diario mi despedida de papá y mamá y de cada uno de mis hermanos y cuñados. Me despedía de ellos, no porque pensara en quitarme la vida, sino porque sabía que como siempre se la tuviese ofrendada, no sabía en qué momento preciso me la reclamaría para salvar la vida de otro u otros Y que si tal hecho sucedía mientras estaba durmiendo, de modo que no pudiera decirles por qué razón exactamente moría, ellos no se enojasen con Dios por mi pérdida. Porque no habría sido Él quien por maldad (que Él no era así) me la quitara, sino porque yo se la había ofrendado voluntariamente y contaba con mi pleno consentimiento para hacerlo.
Incluso, cuando surgió el litigio de límites entre Argentina y Chile por las Islas Lenox, Picton y Nueva, pensando en todos los hermanos de ambos países que morirían si se declaraba la guerra y, además, por una razón tan vana (porque morir por Dios y por amor es lo único que vale la pena, pero morir por cualquier otra cosa que implique la ambición de poseer algo, más allá de quien tenga la razón o no, me parece un sinsentido), le ofrendé nuevamente mi vida para que ese litigio se superara y se llegara a la paz sin el más mínimo derramamiento de sangre.
Sí. Siempre había sabido que mi vida no me pertenecía, por las incontables veces que se la había ofrendado. Y a los 18 años tenía plena certeza en mi interior de que algún día Él vendría y me diría: “Gladys, ¡necesito tu vida! ¡Tu cuerpo y alma!”. Lo sabía, y sólo pensar en morir así por Él y porque Él me lo pidiese me llenaba de un gozo inexplicable.
Pero en ese momento en Ushuaia, de pronto, esa falta de miedo a la muerte se transformó en un miedo letal, porque ya no era solo una posibilidad, sino el más inevitable, inminente y cercano de los hechos, y se había convertido en la más patética de las realidades.
Entonces quiso el Señor darme un nuevo sueño, porque yo nada sobre ello le había pedido. Hacía varios días que la amiga con la que compartía la habitación en la pensión había preparado un melón con vino. Era la primera vez que lo comía. Le hizo una pequeña perforación en su parte superior, extrajo las semillas, y le vació en su interior un litro de vino. Lo puso en la heladera y nos olvidamos de él. Después de unos cuantos días, nos acordamos. Con el paso de los días toda la pulpa había quedado impregnada con el vino, absorbiéndolo en su gran mayoría. Estaba tan sedienta ese día, y tan rico el melón, que comí hasta que ya no pude más. A causa del vino (un sorbo me produce decaimiento) me dio un fortísimo dolor de cabeza. Para aliviarlo, tomé dos aspirinas e inmediatamente me quedé dormida.
Cuando ocurrió la disputa entre Chile y Argentina, Héctor, mi hermano mayor, estaba haciendo el Servicio militar, por lo que estaba directamente implicado en la posible guerra. En mi sueño, estaba con mi hermano, que vestía su uniforme de soldado, que se encontraba haciendo guardia en un punto limítrofe entre los dos países. En realidad, él nunca llegó a estar en la frontera como soldado, ni antes, ni durante, ni después de ese litigio, ya que siempre estaba en el cuartel.
En el sueño, me despedía de él y, comenzando a caminar, me introducía en una zona boscosa. Al principio caminaba tranquila, porque aún era media tarde. Tenía paz y alegría...Pero, de pronto, noté que había comenzado a oscurecer, y los ruidos del bosque, que lentamente se iban incrementando, fueron llevándome a perder la paz y la seguridad que sentía. Asustada, comencé a correr por miedo a no poder llegar a la ciudad antes de que anocheciera y me extraviara en medio de la oscuridad del bosque. En un momento determinado de mi alocada carrera, sentí que la tierra cedía bajo mis pasos, cayendo en un profundo pozo dentro del cual perdiendo el conocimiento quedaba íntegramente cubierta de hojas y de ramas…
…Cuando volví en mí, escuché que la Policía me estaba buscando. Pensaba que allí, y así como me encontraba, sin poder moverme ni gritar auxilio, nunca me iban a encontrar y moriría irremediablemente. Por lo que haciendo un esfuerzo sobrehumano lograba finalmente salir del pozo y encaminarme hacia la ciudad, a la que veía llegaba de noche. El viento ululaba fuertemente, y toda la ciudad estaba completamente desierta. Veía una larga y ancha calle y, a ambos lados, había sucesivas casas con sus luces encendidas y gente en su interior, cuya atención tratara de atraer intentado gritar desesperadamente pero el grito moría en mi garganta. Era imperioso que pronto alguien me viese o terminaría muriendo…
…Cuando, por fin, pude gritar, el aullido de un perro apagó el sonido del grito impidiendo que alguien lo oyera. En ese instante, vi a una niña enteramente vestida de blanco, que iba en sentido contrario, por la vereda de enfrente, acompañada de un enorme perro siberiano también inmaculadamente blanco. Mirándome sonriente y dulcemente, saludándome con una de sus manitos, la veía seguir su camino. Al observarlos bien, vi que ambos se trasladaban sin tocar el suelo, como flotando en el aire. Me miré a mí misma, y comprobé, presa de un pánico mortal, que también yo vestía de blanco y flotaba en el aire. Miré hacía atrás en la dirección del pozo y veía allí mi cuerpo aún tirado. Había muerto. Era mi espíritu...
…Volvía a escuchar detrás de mí en ese momento la misma dulce, Divina, gloriosa voz como de Hombre del sueño que se me diera sobre la fe, que esta vez me decía: “No temas. Comienza a ascender hasta el infinito”. Y haciendo lo que esa voz me indicaba, comencé a ascender más y más, sintiendo una paz y una felicidad infinita. Cuanto más ascendía, más quería ascender. Lo que veía, sin ver nada visible, a la vez, humanamente, era maravilloso. Quería permanecer así por siempre y para siempre. ¡Era la gloria! Repentinamente, me sentía detenida y jalada hacia abajo, viéndome caer y entrar nuevamente en mi cuerpo, el que entonces yacía sobre una cama, junto a la cual había otra cama en la que descansaba otra persona…
… Por momentos, me parecía que esa persona era mi hermano mayor, por momentos otra persona, y por momentos mi hermana menor. Luego, mirando hacia la puerta ventana sin cortinas que había enfrente, en determinado momento, en medio de la oscuridad de la noche, veía que un ladrón descendía por el paredón del vecino de la izquierda y cruzando el patio de mi casa comenzaba a ascender por el paredón del vecino de la derecha. Sin poder evitarlo, gritaba: “¡Ladrón!”. Entonces, llena de espanto al verlo volverse sobre sus pasos para venir hacia mí, cerraba los ojos temiendo que me matara; lo sentía que abría la puerta, introduciéndose en la habitación, que caminaba hacia ambas camas…
… Lo podía sentir caminando de un lado hacia el otro, junto a mi cama, mirando de vez en cuando la cama vecina. Sin verlo, podía sentir que vestía todo de negro y empuñaba un arma. Merodeaba y merodeaba entorno a ambas camas. Temí que mi hermano se despertara y entonces el ladrón lo matara, creyendo que había sido él quien lo había delatado. Aún con los ojos entornados, a fin de intentar engañarlo, pensé en simular tener una pesadilla en la que gritara: “¡Ladrón, ladrón!”, haciéndole creer que en realidad nadie lo había visto, sino que solo se trataba de un grito en medio de una pesadilla y, de esta forma, sin sentirse en peligro de ser descubierto, finalmente, desistiera y se fuera. Así lo hice, y así sucedió. Entonces, volví a sentir sus pasos en dirección a la puerta, escuché que la abría y salía de la habitación. Habiéndolo burlado, logré salvar la vida de mis hermanos y la mía, y así volví a recobrar la paz.
Me desperté enormemente alterada, sudorosa y sedienta, con el ritmo cardíaco acelerado, teniendo la fuerte sensación de no haber soñado sino vivido todo eso. Tanto fue así que, tan pronto me desperté, me senté en la cama, mirando en todas direcciones de la habitación por miedo a encontrarlo allí. Incluso levanté la cortina de la ventana para mirar hacia fuera. Me levanté, tomé un vaso de agua, y solo después de cierto rato, tras recobrar la calma y convencerme de que no había sido más que una pesadilla, volví a acostarme, no sin antes haber recordado cada instante y secuencia del sueño.
Al otro día, me levanté totalmente renovada. Asombrosamente, ya no tenía miedo a morir. Volví a recordar el sueño. Supe que la que estuvo rondando mi cama toda la noche mientras soñaba no había sido otra más que la muerte. Con el correr de los años, en Plottier, este sueño cobró total significado y realidad. Pues todos los años que permanecí aquí, en Plottier, haciendo solo e íntegramente la voluntad del Señor, tuve que lidiar conscientemente cara a cara con la muerte y, a través de ella, directamente con el enemigo, con el Mal, que a diestra y siniestra intentaba hacerme claudicar en mi firme determinación de ser totalmente fiel a mi Dios y mi Señor, aún a costa de la vida de tres seres amados. Y aunque hayan muerto físicamente, sé en Jesucristo que ellos, por ser víctimas sacrificadas al igual que yo y que los restantes miembros de esta familia, predestinados para la plena consumación de este designio de Dios, viven ya de vida eterna. Y nada me llena de mayor gozo que saberlos ya allí con nuestro amado Señor Jesucristo y Mamá María, donde también sé que algún día ascenderé con el resto de mi gran familia, por todos los padecimientos a los que en nombre y voluntad de Dios nos viésemos sometidos a pasar en Él, con Él, por Él y para Él. Siendo solo con su fortaleza, fe, amor, y esperanza en nosotros que pudiéramos soportarlos y pasarlos con redención para mayor bien de todos. ¡Amén!
Este premonitorio sueño me permitió también tener la certeza de que el Señor estaría siempre conmigo y con nosotros mientras no dejase de ir siempre “hacia delante y hacia arriba” en el seguimiento y consumación plena de Su voluntad, como deben caminar e ir quienes se han propuesto seguir sus huellas tan amadas. Por ello, para darme esta seguridad, al igual que en el sueño anterior de la fe, sentí que me decía una vez más: “No temas... Yo estoy contigo”. En estos siete años, el recuerdo de estas firmes y reconfortantes palabras de aliento recibidas de Su parte antes de iniciar el viaje hacia el destino final de mi misión en Dios en esta vida me ayudó a ponerme nuevamente de pie ante el desconcierto, la duda, el desierto, las interminables e implacables pruebas y tentaciones a las que quisiera que nos viéramos y que me viera particularmente sometida todos estos años de misión en Cristo Resucitado, intentando entorpecer e impedir sus planes para mí. .
Asimismo, me permitió volver a superar el temor a la muerte permitiéndome saber lo que nos aguardaba en el Cielo, si pasara lo que pasara de allí en más me mantenía inquebrantable en la fe hasta el final. ¡Bendito y amoroso mi amado Señor y Amigo por siempre Señor Jesucristo! ¡Que por siempre sea Bendito y Alabado tanto en la Tierra como en el cielo! ¡Amén!
No obstante haber superado el miedo a la muerte y sentirme renovada por el Señor con este sueño, aún debían pasar ciertas cosas antes de que le diera el más firme e inquebrantable de los sí.
Entiendo que era necesario que fuera así, porque aún no terminaba de estar preparada que lo estuviese a los fines del Plan de Salvación que el Maestro Bendito tenía no solo para mí sino para toda nuestra familia, de acuerdo a la totalidad de los hechos que necesitaba ocurrieran en el camino de la llamada y envío que me estaba realizando, dentro del Plan de Salvación… .. ¡Bendito y Alabado sea por querer elegirnos especialmente para hacer tanto con nosotros y entre nosotros, siendo tan nada y pecadores como lo éramos y lo somos, a semejanza de los restantes hombres y de la tierra. Amén.
Y llegó Semana Santa de 1991. Mi amiga me invitó, junto con nuestro común amigo catequista y compañero de trabajo en el colegio y un matrimonio conocido también dentro de este, a pasar Semana Santa en Punta Arenas con su familia. Al principio, lo dudé. Luego pensé que si no se perdía el clima y la meditación de los acontecimientos vividos por el Amado, no importaba si pasaba Semana Santa en Ushuaia o Punta Arenas. Lo que importaba era saber vivirla espiritual y cristianamente. Fue una experiencia maravillosa. Sobre todo porque pude compartirla con amigos tan queridos. Todo era en mi vida, ni más ni menos, como debía ser.
Fuimos a Misa el Jueves Santo, hicimos el Vía Crucis el Viernes Santo, y el sábado fuimos a la Misa de Gloria. ¡Qué gloriosa y vivificante fue aquella celebración no solo para mi espíritu, sino para todo mi ser! Realmente, me sentí resucitar íntegramente con nuestro Amadísimo Jesús.
¡Dios! ¡Qué momento, qué sensación tan gozosa y edificante! ¡Cómo deseé que toda la humanidad, en algún momento de la vida, pudiera experimentar tal sensación y resurrección! Claro que para poder vivirla en toda su plenitud, primero era indispensable haber compartido también en parte con Él sus mismas pruebas, sacrificio y padecimientos en cruz y cruz de muerte en sus vidas o durante Semana Santa, aunque más no fuera en ínfimo grado, a la medida y capacidad de exigencia y resistencia que Dios quisiera darle a cada uno. Haber sentido alguna vez el peso de la propia cruz como de las cruces de nuestros seres queridos, amigos o enemigos. La agonía de la Pasión y Muerte en esa cruz. Muerte a los deseos, a las intenciones y a la voluntad de uno para sacrificarnos por quienes amamos, antes que por nosotros.
Nuevamente de regreso a Ushuaia, me reintegré, el lunes 1º de marzo a las actividades de la universidad y el trabajo en la biblioteca. Muchas cosas habían cambiado en el ínterin de las dos últimas semanas, principalmente, a partir del segundo sueño que tuve. De pronto, el sol parecía volver a salir para mí, pensando que, como bien dice ese viejo dicho popular, después de la tormenta siempre sale el sol. Parecía que Dios volvía a darme una oportunidad para quedarme allí. Motivos, razones, como para hacerme creer que, después de todo, su verdadera voluntad podía ser conservar mi libertad y vivir mi vida.
Así, en lo económico, mi situación repentinamente se tornó muy favorable. En la universidad no solo me confirmaron, por tercer año consecutivo, la ayudantía de cátedra de Servicios Turísticos: Transporte, sino que además me designaron como ayudante en la cátedra de Introducción al Turismo, lo que duplicó mi sueldo. . Las largas luchas que los docentes habíamos mantenido el año anterior para obtener un aumento de sueldo. Habían dado sus frutos. Como si todo ello fuera poco, también tenía los ingresos del trabajo en la biblioteca del colegio., Los que se incrementaron gracias a un aumento de sueldo que me otorgó el padre Ismael, a causa también del mencionado logro obtenido por los docentes en su lucha salarial.
Demás está decir lo eufórica que me sentía ante estos imprevistos y tan gratificantes cambios. Pensé que con el nuevo nivel de ingresos, si permanecía en Ushuaia pronto podría adquirir un terreno, construirme una casa, equiparla con todo lo necesario y comprarme un auto. Máxime considerando que, por la situación de zona franca de Tierra del Fuego en ese tiempo, los autos y los electrodomésticos estaban muy baratos: a menos de la mitad de precio que en el resto del país.
Por otro lado, en el verano se habían ido de la isla dos maestras que vivían en un cómodo departamentito dentro de las dependencias del Don Bosco. Departamento que estaba ubicado sobre la calle costanera y tenía una espectacular vista de toda la Bahía, el puerto y el Canal de Beagle. Esto era fascinante para mí. Realmente alucinante.
El padre Ismael nos dijo a mi amiga y a mí que, por ser personal del colegio, si lo deseábamos podíamos trasladarnos a vivir allí, y así no tendríamos que pagar alquiler, ¡que bien alto era!
Demás está decir que aceptamos desde el “vamos”. Pero estábamos decididas a pagar o a darle aunque sea la mitad de lo que ambas pagábamos en la pensión. Por otro lado, este hecho implicaba la comodidad de tener el trabajo cerca, sin tener que caminar tanto, como hasta el momento debíamos hacerlo.
Junto con el equipaje material que llevaba cuando descendiera por primera vez del avión en Ushuaia, también llevaba conmigo otro abultado equipaje lleno de sueños, expectativas y proyectos que se relacionaban con todo lo que esperaba y pensaba hacer y encontrar en ese paradisíaco lugar. Entre esos sueños, expectativas y proyectos, estaba poder alcanzar un nivel de vida como en el que me encontraba en ese preciso momento.
Todo, de pronto, era perfectamente como lo soñara. Pues aunque me faltara el amor, personal y profesionalmente, en esas tres últimas semanas de mi estadía en Ushuaia, creí que nunca habría de sentirme mejor. Estaba tan feliz por todos los logros que Dios me había permitido alcanzar, que me sentía por fin y más que nunca, íntegramente plena. Porque entendía que, después de todo aquello, el amor tal como lo soñara y esperara toda la vida también algún día llegaría, como premio a la perseverancia, paciencia, fidelidad, obediencia, fe, amor y esperanza inquebrantables que en todo tiempo me llamara tener y tuviera, más allá de todas las pruebas y temores que había tenido que soportar para lograrlo. Por lo que pensando y entendiendo todo ello, me dije: “¡Aquí me quedo!”. Así, se lo di a conocer al padre Ismael y a todos mis amigos, como una reconfirmación de lo que ya con anterioridad les dijera.
De esta forma, con mi amiga pusimos manos a la obra para reacondicionar a nuestro agrado el nuevo lugar en que viviríamos: nuestro departamento, contando con la invaluable ayuda de dos de nuestros queridísimos amigos de corazón. Desinfectamos, pintamos, rasqueteamos, empapelamos... Todo, todo debería verse como nuevo, pues bastante deteriorado se encontraba. Pero era imposible dejar de seguir meditando, segundo a segundo, en mi mente y en mi corazón, todas las cosas que con Dios me pasaban. Tampoco dejaba de pensar en lo que el padre Ismael me dijera cuando le comentara el último sueño que había tenido. En ese momento, al terminar de contárselo, tan bromista como siempre era y, gracias a Dios, sé que continúa siéndolo, me miró, se sonrió y me dijo: “Hay sueños que son resultado de nuestra psiquis, mientras que existen otros que son premonitorios, a través de los cuales Dios nos quiere manifestar algo. Lo importante es tratar de descubrir qué es lo que nos quiere decir”,Concluyendo: “Cuando en tu sueño comenzabas a ascender, es porque te tomarás el avión de regreso a Neuquén”. Cuando me expresó esto último me descolocó. “Ay, no padre, si yo me voy a quedar aquí”, le contesté quedamente pero sin mucho convencimiento.
Todos mis amigos me pedían que me quedara... Y sabe Dios que nada más deseaba que hacer tal cosa. Más aún cuando de pronto todo comenzaba a ser como lo había soñado.


XXIII
El 2 de marzo fui a la casa de la titular de las cátedras en las que ese nuevo año habría de desempeñarme como ayudante en la universidad, a fin de comenzar a organizar el trabajo para el tiempo lectivo que se iniciaba. En un momento dado, mientras nos encontrábamos abocadas a dicha tarea, me preguntó qué pensaba hacer con respecto a irme o quedarme en Ushuaia. Necesitaba tener cuanto antes una confirmación para saber si era necesario o no llamar nuevamente a inscripción para cubrir los cargos, en el supuesto caso de que me fuese.
Le respondí que había decidido quedarme, lo que era definitivo para mí. Ya que el motivo principal que me llevara a tomar tal decisión había sido la importancia que la parte espiritual tenía para mí; sentido en el que tanto el trabajo en el colegio como en la parroquia me llenaba; sobre todo por el compromiso como catequista asumida en la misma; actividad que continuaría realizando durante el año que se iniciaba, con la posibilidad de comenzar a ir a misionar también a Tolhuin todos los sábados. Algo que, por demás, me alucinaba.
Le conté que en Plottier, a diferencia de todo esto que Ushuaia me ofrecía a manos llenas hasta saciarme en el sentido espiritual, la situación parroquial no había variado mucho. Que había un nuevo sacerdote pero que aún era incierto si se quedaba o no. Por lo que, si me iba, no podría hacer nada espiritualmente en Plottier, situación que me amargaría en sumo grado. Estaba tan segura de la justificación que le acaba de dar que jamás pensé que de quien menos lo esperaba, o a través de quien menos lo esperaba, quería Dios, Jesús, darme a conocer su respuesta, rompiendo con ella todos los esquemas que acababa de hacerme.
La respuesta que Jesús me dio, a través de esta docente universitaria, me partió por el eje, y echó abajo todo el andamiaje de la estructura de la nueva vida que estaba comenzando a armar para el resto de mi existencia en Ushuaia. Lo que me dijo me dejó sin palabras: “Mira, Gladys, no me considero la persona más indicada como para darte un consejo en este sentido porque, como sabés, soy católica, pero muy de vez en cuando voy a misa en situaciones o fechas muy importantes, o cuando tengo que bautizar a uno de mis hijos. Sin embargo, pienso, creo, que es fácil decirse y llamarse ‘cristiano’ y ‘católico’ cuando tenés todo servido en bandeja. Lo difícil es serlo y demostrar que se es cuando la situación que se vive es totalmente adversa o cuando hacer algo te implica un desafío, un esfuerzo mayor. Máxime cuando se debe empezar de cero”. ¡Sin palabras!
Comprendí, de golpe, que esa era la voz de Dios y no la de los catequistas amigos que, por muy noble que fuese su intención, me aconsejaban que me quedara para hacer y vivir mi vida porque Dios no me podía pedir que fuese mártir. Cuando en realidad, a la altura de las circunstancias en el discernimiento de la voluntad de Dios en que me encontraba, bien había entendido que era eso lo que siempre me había pedido, y en ese momento, más que nunca, me lo pedía indicándome regresar a Plottier: “Ser mártir, y vivir y morir como tal”. Entonces, ¿cómo se puede decir por ahí, como escuché decir a más de una persona, cuando Dios me diera participar de la reunión camino hacia la Asamblea Diocesana realizada en la Casa de Encuentros de Plottier, que la encuesta popular no debía realizarse a toda la sociedad, sino exclusivamente a quienes estaban efectivamente trabajando dentro de las comunidades?
Entiendo que con ambas respuestas tan contrapuestas, que recibiera de personas tan distintas en cuanto a su compromiso comunitario, Dios quiso manifestarnos, y de hecho manifiesta a través de este testimonio, que podemos llegar a cometer los más garrafales de los errores si nos dejamos guiar, no por Él y solo por Él, sino por los limitados criterios humanos que poseemos. Porque unas respuestas procedían de unas personas aparente y teóricamente muy comprometidas con el Evangelio por encontrarse “efectivamente trabajando dentro de la comunidad eclesial”, mientras que esta última  provenía de una persona que reconocía sincera y humildemente su falta de compromiso casi total a nivel comunitario.
Vale preguntarnos a la luz de lo presente, ¿dónde está realmente la voz de Dios? ¿Dentro o fuera de las comunidades eclesiales? ¡Atención! Porque con nuestro humano orgullo y soberbia de asumir la actitud propia del hijo mayor de la parábola del hijo pródigo, ¡muchas veces hacemos lo más equivocado y desagradable a los ojos de Dios!
Creemos y estamos convencidos que nosotros, por estar dentro de la Iglesia y trabajar en ella, somos los buenitos, los perfectos, los santos, los “sin manchas”, los “sin pecados”, los preferidos a los ojos de Dios, por el solo hecho de estar asumiendo (la mayoría de las veces en apariencia) un compromiso dentro de una comunidad, de una capilla, de una parroquia, de una catedral...
¡Cuidado! ¡No vaya a ser cosa que de tanto predicar a los demás nos vayamos a perder nosotros mismos y a todos los que tenemos a nuestro alrededor! Y que cuando por fin lleguemos ante Nuestro Señor Jesucristo, golpeando a su puerta y diciéndole: “¡Señor, Señor, ábrenos! Estamos fatigados por trabajar toda la vida en tu viña, y ahora venimos por el premio que nos prometieras: la vida eterna”. Porque puede suceder que, sin tener ya alternativa o posibilidad para enmendar lo equivocado de nuestros comportamientos y actitudes para con los demás (hayan sido quienes hayan sido), el Señor, sin abrirnos la puerta, nos responda:
“Aléjense de mí, ¡no los conozco! Porque ustedes solo trabajaron, y en vano se cansaron, en todo tiempo, con un amor interesado, excluyendo, juzgando y prejuzgando a quienes veían no trabajar junto a ustedes, no según los criterios que les fijara, sino de acuerdo a los limitados criterios que ustedes mismos se fijaron siguiendo los mismos dictados del mundo contra los cuales creían que luchaban, pero desde la vereda de enfrente...
Porque han encontrado más agrado ante mis ojos, la mayor parte de aquellos otros hijos y hermanos míos a los que ustedes descartaban o excluían que, ya sea porque con ese incorrecto obrar suyo no se lo permitieran, o porque voluntariamente no quisieran hacerlo, o simplemente porque no alcanzaron a conocerme, no trabajaron ni se fatigaron tanto como ustedes en mi Viña...
Pero que no obstante ello han obrado en todo tiempo mejor y más rectamente de lo que muchos de ustedes lo hicieran. Teniendo la sabiduría (dentro de su limitado conocimiento de la Biblia o su ignorancia total de los documentos de la Iglesia o de la historia de la misma) suficiente como para saber aconsejar, consolar y ayudar a cualquier otro hermano sin importar su edad, su raza, su condición social, su color, su nacionalidad, su aspecto físico, su ideología, su credo... En fin, sin acepción de persona de ningún tipo (el buen samaritano), como he visto a muchos de ustedes no saber hacerlo o no querer hacerlo, por mirar de quien se trataba...
Tienen más agrado ante mis ojos, quienes se reconocen y asumen su condición de pecadores (no existiendo ni un solo ser humano que no lo sea), por no encerrarse en estrechos esquemas mentales y reducidos corazones, no obstante lo cual tratan o simplemente (sin llegar a reconocerme como su Dios) obran (por nacerles hacerlo así) rectamente de acuerdo a mis enseñanzas Divinas, que quienes considerándose justos y santos, obran solo como a ellos les parece o crean que debe ser, excluyendo a todo el resto que no encaja dentro de las limitadas concepciones y juicios humanos que se han fijado...
... Porque más allá de tener opción preferencial por los pobres (los preferidos de mi corazón por ser los más despojados, marginados y dolientes) hasta un rico con toda su opulencia (por más inconcebible que les resulte) puede encontrar agrado ante mis ojos por su rectitud de corazón, y si tiene un espíritu de pobre (en cuanto a sencillez, humildad, modestia, solidaridad –el buen samaritano- paciencia, perseverancia, sabiduría divina...), respetando los mandamientos y enseñanzas evangélicas, puede solo por ello entrar en el Reino de Dios (...)
(...) antes que muchos otros de condiciones sociales más carentes materialmente de todo, pero con una mente y corazón esclavizada y enferma por el odio, el resentimiento, la mezquindad, el egoísmo, el orgullo, la soberbia, la vanagloria, el egocentrismo, el sarcasmo, la ironía, la burla, la mentira (todo lo cual me enferma, por que es lo que verdaderamente pierde al hombre) que es lo que hace impuro y no sus muchas o pocas posesiones materiales. Siempre y cuando éstas no pasen de ser solo una necesidad meramente secundaria y dispensable (añadida) en caso de perderlas. Mientras se tenga por único Dios y Señor a la Divina Trinidad.”
Cuidado con llegar a creernos más por el poder, el saber, el tener, el valer que poseemos o creemos poseer, por más pobres materialmente que seamos. Cuando en realidad no somos absolutamente nada. Nada más que un puñado de barro. Lo importante es la calidad Divina de lo que dentro de ese barro atesoramos. Nada somos, nada valemos, nada tenemos, nada sabemos de nosotros mismos, pudiendo serlo, valerlo, tenerlo, saberlo todo sólo en Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo.
Muchas veces queremos o creemos tener el monopolio de Dios, tanto como persona así como Iglesia. La religión hebrea quería y creía tener el monopolio de Dios por saberse el pueblo elegido.
¡Cuidado! No vaya a ser cosa que cometamos el mismo error. Quienes después de esperar por novecientos interminables años la venida del Mesías, del Señor, cuando finalmente vino no lo supieron o no lo quisieron reconocer por no haber venido bajo la forma, la apariencia, el medio y la condición social bajo la que lo esperaban, por ser la que ellos mismos, y a su entender, se habían formado. Cuando Dios, siendo Dios, adopta la que mejor le parece, rompiendo los más inverosímiles esquemas que el ser humano, por más consagrado a Dios que sea, pueda llegar a crearse.
Dios es así: totalmente imprevisible, impredecible, impensable, inesperado, incontenible, ilimitado... Tanto en el Cielo como en la Tierra: Él ejecuta lo que quiere, de la manera en que mejor lo cree conveniente y necesario, a los fines de seguir llevando a cabo su Plan de Salvación, su proyecto. Porque el plan es uno solo, y ya fue activado con la venida de Nuestro Señor Jesucristo. Dentro de él adquieren forma todos sus demás proyectos universales y personales que a cada uno quiere encomendarnos y nos encomienda, si aceptamos asumirlo en nosotros poniéndolo por total obra.
Todo monopolio es pernicioso. Muchísimo más, cualquiera que quiera o pretenda hacerse de Dios. Ya sea una persona, un grupo, una comunidad o una iglesia quien pretenda hacerlo. Porque Él es todo en todos, encerrando a toda la humanidad, en la íntegra variedad de las más disímiles razas, religiones, nacionalidades, ideologías, condiciones sociales y económicas, de géneros, edades... Porque así Él juzgó y creyó a bien crearlas.
Así, en Su rostro encierra a todos los rostros de la humanidad. Todos. Los de los que hayan existido, los que existen y los que existirán. De manera tal que, ¿quiénes somos los hombres como para considerarnos con derecho a decidir quién sí y quién no? Si Él mismo dijo que eso lo determinaría Él cuando fuese el Juicio Final.
Les propuso otro ejemplo: “El Reino de los Cielos es como un hombre que sembró buena semilla en su campo. Pero, cuando todos estaban durmiendo, vino su enemigo y sembró maleza en medio del trigo. Cuando el trigo estaba echando espigas, apareció la maleza. Entonces los trabajadores fueron a decirle al patrón: “Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde, pues, viene esta maleza?”.
Respondió el patrón: “Eso es obra de un enemigo”. Los obreros le preguntaron: “¿Quieres que la arranquemos?”.
“No, dijo el patrón, no sea que al arrancar la maleza arranquen también el trigo. Dejen crecer juntos el trigo y la maleza. Cuando llegue el momento de la cosecha, yo diré a los segadores: corten primero la maleza y en atados échenla al fuego, y después guarden el trigo en las bodegas” (Mt. 13, 24-30).
Tenemos un solo Dios y un solo Señor, pero eso no significa que Dios en Su mismo Espíritu no esté presente, al mismo tiempo, en las otras religiones bajo la forma que mejor le parezca, hablándole a cada uno de la manera que mejor lo considere conveniente.
En el Plan de Salvación querido trazar para restauración de toda la humanidad a Su amado lado, existe un primer pueblo (hebreo) y una primera Iglesia (católica) especialmente elegidos y formados por Él para llevarlo a cabo de la palabra en los hechos. Pero ello no implica que todos los demás queden excluidos. Por el contrario, la forma es distinta, la esencia es la misma. Y llegado el momento, Dios guardará el trigo en las bodegas, desechando y arrojando al fuego la maleza, teniendo en cuenta la esencia no la forma. A gran diferencia de lo que nosotros, los seres humanos, acostumbramos a hacer.
Menos mal que Dios es Dios, de lo contrario ¿cuántos de nosotros no podríamos salvarnos si nos dejáramos guiar sólo por los criterios humanos de este mundo para nuestra salvación y la de los demás? ¡Bendito y Alabado sea Dios por todas las generaciones, por ser todo en todos! Amén.
Así, las palabras que Dios me dirigiera aquella tarde, por medio de quien menos se me hubiera ocurrido pensar que Él me hablaría, una profesora de la universidad sin concreto compromiso comunitario, me dieron vuelta.
Con el espíritu sumamente inquieto, los pasos me llevaron otra vez hasta la oficina del padre Ismael. Pese a estar tan ocupado como siempre, cubierto por tantos papeles, por la conjunción de los dones del Espíritu Santo que habitaba en él, supo darme el tiempo necesario para reconfortarme con la escucha atenta, con el entendimiento de mi aflicción, con el consejo oportuno, con la entereza de su vocación sacerdotal, conduciéndome a realizar el más recto discernimiento a fin de que en un todo se hiciera la perfecta voluntad de Dios y no la mía. Sintiéndome profundamente compungida, desconcertada, abatida y cansada de tanta búsqueda interminable y, a la vez, de tanto intentar escaparme (aunque ya bien sabía que era de Dios mismo de quien, en todo tiempo, con tanta obstinación y resistencia, me escapaba), me dejé caer sobre la acostumbrada silla ubicada frente a su escritorio casi perdido debajo de tantos papeles.
“¡Ay, padre!”, siempre lo llamaba así, por más que él, sonriendo, me cargaba diciéndome: “¿Si hija?... Padre hay uno solo”. Era cierto, pero yo lo seguía llamando así, porque lo llamaba “padre” y no “Padre”. Dado que de esa manera lo sentía, más teniendo a mi papá tan distante y con la imperiosa necesidad de sentir la proximidad de la misericordia del Padre, Abba, mediante la cercanía de su guía espiritual. “¡Ya no sé qué hacer! No sé para dónde disparar... Unos dicen que Dios no me puede pedir ser mártir, que los mártires eran personas de otro siglo. Entonces, yo le digo lo mismo a Dios. Pero Él no hace otra cosa que confirmarme una y otra vez lo mismo. Que es exactamente eso lo que Él quiere de mí... Decidí quedarme en Ushuaia. Todo parecía ir muy bien hasta que, esta tarde, la titular de la cátedra de la universidad me dijo algo que, ¡imagínese! me rompió todos los esquemas, porque sentí que esa, y no la de mis amigos y catequistas, era la voz de Dios... Yo sé que ellos me dijeron tal cosa porque me quieren pero, ¿y si está mal?... Ya no sé qué hacer, porque si sigo así me voy a volver loca, y no quiero”. Y le conté aquello.
Ante este cuestionamiento, el padre Ismael me dijo: “Eso sólo lo podés decidir vos. Porque nadie mejor que vos conoce lo que Dios te inspira, te habla en el corazón y en la mente. Los demás te podemos decir muchas cosas y con muy buenas intenciones, porque desconocemos cómo Dios te habla. Por lo que sólo vos, haciendo un recto discernimiento, podés tomar la decisión correcta. Si querés puedo prepararte algún material para ayudarte a hacer un pequeño retiro espiritual, para que estando sola y sólo con Él, en el silencio y la intimidad de tu mente y de tu corazón, veas qué es lo que exactamente quiere de vos... Si estás realmente dispuesta a querer escuchar Su voz y hacer lo que Él te inspire e indique, ya no te vas a volver loca. Porque sino, te vamos a tener que encerrar en un manicomio”, concluyó riéndose y haciéndome reír, devolviéndome así en parte la alegría, y levantándome el ánimo que tenía por el suelo. Y continuó diciéndome: “Si querés hacerlo, podemos prepararlo para el jueves o el viernes. Podrías realizarlo en el departamentito, ya que todavía no se mudaron, ¿te parece bien?”. “¡Sí! Lo necesito, pero no podría esperar hasta el jueves o el viernes. Necesito que sea esta misma noche”, le respondí. Mi determinación tan repentina lo tomó por sorpresa, porque tenía que preparar el material. No obstante ello, acordó conmigo. Y así fue.
Aún no nos habíamos trasladado al departamento con mi amiga. Teníamos todo preparado para instalarnos pero, por “h” o por “b” (Dios) lo habíamos ido postergando, pero no creo que hubiera podido encontrar un sitio más cómodo, privado, íntimo, especial y acogedor para el recogimiento, como ese departamento. Con todo a cuestas, me trasladé hacia allí cerca de las 20.
Ya era de noche. Nunca antes había estado completamente sola, de noche y en un lugar que aún me era desconocido, extraño. En consecuencia, el primer sentimiento que tuve fue el miedo. Miedo a la soledad. Miedo al silencio. Sólo pude superarlo al sentir que (como en los dos últimos sueños que había tenido) Jesús me decía: “No temas, Gladys, Yo estoy contigo”. Y saber que estaba allí conmigo desde el primer instante espantó al espíritu del miedo que me acosaba y asustaba, queriéndome hacer pensar que estaba sola en ese departamento, en ese lugar, y en el fin del mundo.
Además del material que el padre Ismael me había dado llevé conmigo la Biblia, como no podía ser de otra manera, que se constituyó para mí en el único libro que guiaría de allí en más mi Camino, descartando todos los demás, y un pequeño librito que siempre llevaba el hombre del que estaba enamorada, y sobre el que le escuché decir que su contenido era muy fuerte y especialmente para hombres. El libro se llamaba “Imitación de Cristo”, y estaba escrito por Tomás de Kempis, y lo había comprado en la librería por propia iniciativa. Más bien, por iniciativa Divina, porque casi todos me decían que no debía leerlo, razón justamente por la que me sentí fuertemente llevada a querer leerlo.
Perdí ese libro hace cuatro años... A partir de entonces, lamenté mucho su pérdida, mas en este instante comprendo que debía ser así. Que también su pérdida fue propiciada por Dios. Pues de haber continuado leyéndolo y meditando acerca de su contenido todo este tiempo, hubiera ingresado definitivamente a un monasterio, lo que, por ilógico que parezca, no hubiera sido lo correcto dentro del verdadero proyecto de vida como laica comprometida que Dios tenía para mí, a la luz de este testimonio.
Esa noche de vigilia llevé asimismo algunos casetes del padre Zezinho (“Estoy pensando en Dios”, “Peregrino de la paz”, “Riesgo de profetizar”), que no dejaba de escuchar desde septiembre de 1989, pues estaban para la venta en la librería, donde pasaba largas horas escuchándolos como si fuera música ambiental de la librería.
Me fascinaba el contenido de sus letras, que no dejaban de interpelarme asiduamente de parte de Jesús. Los temas preferidos, principalmente en esta gloriosa noche con el Señor, fueron “La llamada”, “El profeta”, “Estoy penando en Dios”, “Ciudadano del Infinito”. Transcribiré una parte de una de ellas porque tuvieron especial significación en la respuesta definitiva e irrevocable que en esa gozosa noche le terminaría dando a Nuestro Amado Señor Jesucristo por toda la eternidad. Amén.
Si escuchas la voz de Dios llamando sin cesar,
si escuchas la voz del mundo mandándote a esperar.
La decisión es tuya, la decisión es tuya, la decisión es tuya.
El trigo ya se secó, se perdió, de nada sirvió,
y el mundo pasando hambre, pasando hambre de Dios.
La decisión es tuya, la decisión es tuya...
Estoy penando en Dios, estoy pensando en su amor.
Olvida el hombre a su Señor, y poco a poco se desvía;
y entre angustia y cobardía, va perdiéndose al amor.
Dios le habla como amigo, huye el hombre de su voz.
Yo siento angustia cuando veo que después de dos mil años,
y entre tantos desengaños, pocos viven con amor;
muchos hablan de esperanza, más se alejan del Señor.
Pero el hombre no hace suyos los senderos del amor.
Todo podría ir mejor si en fervor y en alegría,
fuesen las madres María y los padres San José
y sus hijos imitasen a Jesús de Nazareth.
De esta forma, mi Señor y mi Dios me hizo crear el clima apropiado para disponer mi mente, mi corazón, todo mi ser, en la mayor de las intimidades de nuestra profundísima amistad, al punto y al momento transformador en que, finalmente, después de tan interminable búsqueda, mis labios se abrieran para pronunciar, en un fervoroso grito, silencioso el más consciente sí que en mi vida le haya dado.
XXIVLas primeras horas fueron de intensa meditación y cavilación, Jesús me ayudó a traer a la memoria y a mi corazón toda mi vida: mi infancia, mi adolescencia, mi juventud, todo lo bueno, todo lo malo que me había sucedido: nuestra intensa y ardiente amistad de la infancia, mis ansias de estar y permanecer siempre junto a Él y a Mamá María cuando me trasladaba a su mundo en mi mundo interior...
Los sueños que en ese entonces me diera y que me acompañaron en su recuerdo toda la vida. El de su Rostro tan amado. El de verme corriendo hacia la parroquia de San Antonio de Padua ante el temor de que fuese destruida por el fuego arrojado del cielo, tanta gente arrodillada allí orando, caminando y luego la única de pie en medio de todos ellos, la imagen de la Virgen María, y el Señor Jesús viniendo entre las nubes enojado y dulcísimo. El de verme golpeando e ingresando a una congregación religiosa...
Las terribles y angustiantes pesadillas de la infancia en las que, en más de una oportunidad, mirara al adversario directamente a su espantosa cara, viendo cómo quería devorarme. La etapa de catequesis, los primeros sacramentos. Las ofensas, el menosprecio, las burlas, la marginación de algunos de mis compañeritos de la primaria. Los tres años como catequista. Todo el amor y las experiencias vividas con mis amados padres y con mi familia. Los cambios en la parroquia, mi alejamiento de ella y de Jesús y de Mamá María. El secundario y las hermosas amistades. La persecución incesante de la constante idea del martirio, de estar llamada a dar siempre la vida por los demás a imitación Suya. La universidad, las interminables horas de estudio, las lágrimas ante los desalientos...
El constante sueño de encontrar un día al hombre amado tan esperado, el amor ideal, la inquebrantable fe y la esperanza de que algún día Dios lo trajera a mi vida, o me llevara hasta él. La paciencia y la perseverancia en esta espera. Los primeros amores de mi adolescencia. El permanente celo por preservar mi bien más preciado: la virginidad; más tarde la pureza y la castidad. Mis descuidos. La suciedad. El miedo. Nuevamente Dios a través del sueño del caballo blanco, reafirmándome su amistad y compañía en todo tiempo. Mi graduación, la alegría, las lágrimas; mis padres, mi familia...
La Plata, las misas. Nuevamente Plottier, el hastío, la incomprensión, el tormento ante el abandono de Dios de nuestra querida parroquia y comunidad. Jesús siempre buscándome, siempre llamándome. Yo haciéndolo esperar. El hacerme sentir que un día Él necesitaría de mí al igual que yo necesitara de Él en la infancia y siempre me respondiera y supiera estar cuando lo necesitara. La situación insoportable de vivir un día más en Plottier. La opción Ushuaia. La decisión. La partida. Mi familia en el aeropuerto... Su recuerdo, su amor, su alegría, sus risas, sus esperanzas; su felicidad y su orgullo por mí...
Ushuaia, un mundo y una vida nueva, la independencia, los cambios, las nuevas personas que fue poniendo Dios en mi camino... Aquel joven cordobés por quien me sintiera fuertemente atraída... La tentación... El salir a bailar... El verme y sentirme por primera vez hermosa y seductora... Los numerosos pretendientes, la tentación, el mal al asecho permanente, el hambre, la soledad, la falta de trabajo, la irritación, la decepción, la crisis interior...
La búsqueda de Dios, el reencuentro sublime con Jesús, el ardor del fuego del Espíritu Santo en mi interior, quemándome con la intensidad del amor Divino, Abba, el vencimiento de la tentación, la carta a casa, mi deseo ferviente de obtener la vida eterna no solo para mí, sino para toda mi familia y muchos más... La palabra empeñada de querer en un todo hacer la Voluntad Trinitaria, la respuesta de mi familia...
Mi segundo no a Jesús... El temor por lo que a causa de ello podía suceder, mi necesario e inevitable viaje a Plottier, la necesidad de tener la seguridad de volver para seguir buscando las respuestas a por qué Ushuaia, la experiencia en la pista de esquí, el desafío, los obstáculos, las dificultades, mi empeño determinante de no detenerme hasta llegar a la cima, a la meta, el triunfo, el éxito, el regocijo por haberlo logrado, el saber que después de ello nada me sería ya imposible mientras caminase en, con y por Dios, Dios de los imposibles, mi casa, Plottier, mi familia, nuevamente la desalentadora situación de la parroquia, la voluntad de Dios...
El regreso a Ushuaia, la nueva crisis interior, mi búsqueda y encuentro personal y profesional, los cambios, mis nuevos amigos de la Iglesia, la asistencia a misa, los intensos períodos de oración, mi desmedido afán por adquirir la sabiduría, el conocimiento por sobre todo conocimiento y por sobre toda sabiduría, mis amigos, el Grupo de Jóvenes, volver a dar catequesis, el padre Ismael, su acertada guía espiritual, la voluntad de Dios...
Mi resistencia, mi vida, mi libertad, mi independencia, la enfermedad de mi papá, las complicaciones en la fábrica... La exigida vida de mi madre luchando contra todo, la gente reunida ante la parroquia de Plottier, su cansancio, su espera de liberación, el hambre y sed de Dios en el mundo entero, el hombre con el espíritu y corazón de Jesús y María de quien me enamorara, su rechazo, su amor no correspondido... Ushuaia, Plottier, Plottier, Ushuaia...
La voluntad de Dios: regresar a Plottier, ser mártir, morir, morir, cuando solo quería vivir, la respuesta de los catequistas, la respuesta de docente a cargo de la cátedra en que era ayudante, la universidad, los aumentos de sueldo, la posibilidad de tener pronto mi casa y todo cuanto quisiera comprarme, mi libertad...
El permanente deseo de formar una familia propia, casarme, tener hijos, el amor tan esperado en Dios, solo en Dios, el sueño sobre la vida y la muerte, mi constante lucha contra la muerte tratando de defender no solo mi vida sino también las de mis hermanos que en el sueño yacían junto a mí, la voluntad de Dios, el retiro, la voluntad de Dios, mi voluntad, la voluntad de Dios... La Voluntad De Dios.
Todo ello entre los cantos del padre Zezinho como fondo. Por momentos en penumbras, por momentos a la luz, leyendo la Biblia y el resto del material que me había llevado. Gradualmente, de esta manera, fui permitiéndole a Dios ir venciendo en mí toda resistencia mantenida aún hasta allí... Con el rostro enrojecido por tantas lágrimas que podría haberse llenado un mar entero... La sanación... La paz.
Después de medianoche, comencé a dialogar directamente con el Señor como hasta allí lo hiciera, y más aún durante la infancia y esos dos últimos años en Ushuaia, desde su Espíritu en mi espíritu en el Espíritu Santo. Este diálogo fue, al comienzo, más bien un monólogo: “Dime, Jesús, ¿por qué es necesario que vaya a Plottier? ¿Qué podría hacer allí? En casa, mis padres me pidieron que volviera para hacerme cargo de la administración de la fábrica. Nunca quise, ni quiero, tener que ver con tal cosa. Sé que si bien la fábrica es el fruto del trabajo de toda la vida de mis padres, siento que a raíz de su enfermedad se ha convertido en motivo de contrariedades... Es cierto que tengo conocimientos de administración, pero para administrar empresas de turismo, que son muy diferentes a una empresa del sector industrial. Además, ¿qué puedo saber sobre hierro, cemento, construcciones? No. Definitivamente, creo que como administradora sería un desastre. Si apenas puedo administrar mis escasísimos ingresos, ¿cómo entonces podría administrar con éxito una empresa, y tener al personal siempre satisfecho? No, no creo poder llegar a hacer tal cosa. Sería un desastre, y terminaría llevando a mi familia a la ruina. No creo que Tú desees eso, ¿no?...
… ¿Y en la parroquia? ¿Qué podría hacer allí? ¿Si ni siquiera existe aún ninguna seguridad de que se designe al padre Rubén para hacerse cargo de ella? Pero, si fuera así, ¿qué podría hacer? Sí, tienes razón. Podría hablar con el padre Rubén para ser catequista. Ya que después de haber enseñado catequesis durante tres años en mi adolescencia, y el año pasado aquí, me siento más preparada y segura para hacer tal cosa. Pero, ¿y si el padre Rubén me dice que no, por no conocerme? También podría hablar con él sobre la posibilidad de formar un grupo de jóvenes. Sí, después del último año y medio, también me siento preparada y capacitada para hacer tal cosa tras la experiencia con este grupo de jóvenes.
Pero... Y si no hay jóvenes que estén interesados en formarlo, ¿de qué sirve que tenga la mejor predisposición si a ellos no les interesa? Aunque cuando estuve este verano en casa, Arturo, mi hermano menor y su novia me comentaron que si el padre Rubén se quedaba, a ellos les gustaría hacer algo en la parroquia, al igual que a algunos de los integrantes de sus grupos de amigos. Sí, ¡podría ser!...
… ¿Y los niños? ¡Hay tantos niños aburridos en Plottier, entre ellos mis sobrinitos, sin que desde la Iglesia se les ofrezca una actividad cristiana y formativa para conocer mejor a Jesús! ¡Qué bueno sería organizar algún tipo de grupo de boys scouts, como los exploradores del colegio Don Bosco. Pero ¿cómo podría hacer tal cosa, si no tengo el más mínimo conocimiento sobre el tema? Sí, podría pedirle al guía de exploradores de aquí que me asesore o que me dé algún material informativo. Aunque ni así creo que podría llegar a los niños actualmente. No, creo que no podría hacer algo así... Bueno, en definitiva, no podría llegar a hacer nada de todo esto si el padre Rubén no es designado... Entonces, no veo qué podría hacer allí, Jesús, en caso de que ello no fuese posible... Dime, Jesús, ¿qué quieres de mí? ¿Qué quieres que haga? ¿Para qué me quieres allí? ¿Para qué me necesitas?”.
Largas horas, interminable silencio de Jesús, pese a que ahora entiendo que, a través de todo ese monólogo, hubo realmente un diálogo, pues era Él quien me iba sugiriendo las posibilidades y me iba dando un sí a todo como respuesta. Entonces, sentí como si me dijera: “Es sumamente importante que vayas a Plottier, para que muchas cosas cambien. No solo ahí, sino desde ahí a_ toda la Iglesia. Hay mucha gente con hambre y sed de mí, mucha gente que pide pan y agua, pero no le dan. No solo pan y agua material sino también espiritual; mucha gente que necesita ser consolada por mí, pero ¿cómo podría llegar a ellos si no es por medio de alguien que me entregue, sin reserva alguna, su mente, su corazón, sus ojos, sus oídos, sus pies, sus manos, sus labios, todos sus sentidos, su voluntad, su ánimo, su ser y su vida toda, de modo que pudiendo Yo vivir plenamente en vos, sin condicionamientos ni resistencias de ningún tipo, sea posible continuar llevando a cabo mi Plan de Salvación para toda la humanidad? Para esto es precisamente que te he preparado todo este tiempo y te necesito en cuerpo y alma consagrada a mí”…
…Aún, le dije: “Pero, Señor, si este sacerdote no es designado, tendría que, necesaria e inevitablemente, hablar con el obispo y con el sacerdote que actualmente está a cargo de ella. Y sinceramente, no creo que ninguno de los dos esté dispuesto a escucharme y a creer que no quiero hablar con ellos por cuenta propia, sino por ser Vos quien me envías a hacerlo. Me muero de temor con solo pensar en hablar con ellos, porque sé que no me darían importancia. Y hasta podrían llegar a reírse o burlarse de mí, por ser tan insignificante pretendiendo tanto y, encima, mujer.
¿Cómo me verían? Joven y sin ningún conocimiento de la Iglesia... Si Tú sabes que apenas he comenzado a leer la Biblia, algunos pasajes sueltos. Que ni siquiera sé muy bien cómo explicar la diferencia entre Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. Entonces, ¿cómo podría ir y decirles: ‘Yo estaba en Ushuaia y Jesús me pidió que viniera para decirles que cambien la situación de la parroquia San Antonio de Padua (cuando ni siquiera sabía en ese entonces que no era ‘parroquia’ sino ‘capilla’)? Perdóname, Señor, pero no creo que puedan llegar a creerlo. Porque a decir verdad, si a mí me viniera alguien con ese planteo, ni yo se lo creería sin pensar que está demente. Además...”.
Estos cuestionamientos sin fin se cortaron de repente, porque sentí como si Él me dijera: “¡Basta, Gladys! ¡Dejá de preocuparte tanto sobre cosas que aún no han sucedido, y sobre las que no te corresponde a vos decidir! ¡Escuchá bien! Lo único que te pido es que me digas “‘sí’ o ‘no’, todo lo demás, ¡dejalo absolutamente en mis manos!
¿Cómo decirle “no” cuando todo mi ser estallaba en exuberante gozo y alegría infinita por sentirme tan especialmente llamada por Él, por mi Amor, mi Amigo, mi Señor, mi todo, mi vida, mi Dios Trino? “¡Sí! ¡Sí! ¡Sí, Jesús! ¡Sí!”, le respondí llorando, pero por primera vez, en muchos años, llorando plena por la felicidad y su desmesurada Gracia en mí, sabiéndome tan insignificante y pequeña.
Finalmente lo sentí advertirme, como para hacerme tomar cabal conciencia de lo que acababa de aceptar: “Pero mirá que no va a ser fácil. Porque no solo te estás echando sobre tus espadas tu propia cruz, sino la de toda tu familia y la de toda tu comunidad”.
Lo pensé un instante, para luego decirle: “No importa, Jesús, ¡lo acepto todo! ¡Voy! ¡Que se haga tu voluntad y no la mía!”.
Tras meditarlo todo un rato más, me dispuse a descansar al ver que aclaraba, escuchando en la proximidad y en la distancia el canto de los primeros gallos.
Me desperté cerca de las 15, me sentía totalmente gozosa y renovada. Sentía como si con el sí que en esa vigilia le diera a Jesús me hubiera quitado un colosal peso de encima. Al salir del departamento y encontrarme con una de las vistas más cautivantes de Ushuaia (la bahía, las islas chilenas, el puerto, el Canal de Beagle, las gaviotas), todo me pareció más luminoso, más puro, más bello. Ushuaia, Tierra del Fuego, el último confín de la Tierra, como la llamara en su libro Lucas Bridge. En ese momento supe que en ningún lugar de la Tierra podría haber vivido y encontrado todo lo que allí Dios me permitiera vivir y encontrar. Entonces, más que nunca, comprendí que ese había sido el fin último que me condujera a Ushuaia: para revelarme allí, en medio de ese paradisíaco entorno natural que conforta el espíritu con sólo contemplarlo, Su Santa voluntad para conmigo, el fin último de mi vida, único fin para el que me formara y diera vida en abundancia.
A medida que me iba encontrando con los conocidos en el colegio y los amigos en la librería, todos quedaban sorprendidos por el enorme cambio obrado en mi ánimo, en mi semblante y en toda mi persona de un día para el otro. Sí, hoy entiendo que fue así porque durante la noche, con el obrar de su Divina gracia en todo mi ser, Él me había transfigurado con su Presencia y con su Gloria, con su abrumador triunfo sobre el espíritu adversario, que había tratado de imponerse sobre el Suyo, aún en mí, durante esos últimos días. Entonces, sólo lo sentía; hoy, el Señor me da la certeza de que en verdad fue así como aconteció.
Estando en la librería con María, entró el padre Ismael, quien dirigiéndose directamente hacia mí me preguntó: “¿Y? ¿Qué pasó?”. Le contesté, plena de felicidad: “¡Ay, padre, no sabe! ¡Fue maravilloso!”. Me dijo: “Vení”. Y siguiéndolo, hablamos en privado en su oficina. Le conté todo con lujo de detalles. Él sólo me escuchaba, sin interrumpirme, mostrándose reconfortado.
Por toda respuesta, al terminar el relato, se levantó y me dijo: “Vení, ayúdame a preparar las cosas para la misa”. Su inesperada reacción me desconcertó y me descolocó. Lo seguí, mientras pensaba: “Qué raro, ¿ya, la misa? Si recién son las seis de la tarde, y la misa siempre es a las siete. ¿Habrá cambiado a partir de hoy el horario?”. Más allá de mi desconcierto e incomprensión, hice lo que me indicaba. Al terminar de disponer todo para la celebración, esperando el ingreso del padre Ismael, me senté en el primer banco. “Qué raro, no viene nadie”, seguí pensando. El sacerdote entró y comenzó el oficio. En un momento dado, me llamó para que me ubicara junto a Él, frente al altar. Le pregunté si no iba a venir más gente, a lo que me respondió: “Esta misa es solo para vos”. Eso era mucho más de lo que, a esa altura de las circunstancias, podía contener en mi interior. Creo que era como una antorcha ardiendo, con todo lo que el Espíritu Santo, Dios Padre y Dios Hijo estaban obrando en mi humanidad. Entonces, el sacerdote me pidió que leyera la primera lectura que, según recordara después en Plottier, mientras llevaba a cabo Su voluntad y necesitaba tener certezas de que todo cuanto me seguía pasando era también de Dios y no así del espíritu enemigo o de mí misma, era la de Isaías 41, 8-20:
Pero tú Israel, eres mi siervo. Yo te elegí, pueblo de Jacob, raza de Abraham, mi amigo.
Yo te traje de los confines de la tierra y te llamé de las regiones más lejanas, diciéndote: “Tú eres mi servidor, yo te elegí y no te rechacé”.
No temas, pues yo estoy contigo, no mires con desconfianza, pues yo soy tu Dios, y yo te doy fuerzas, yo soy tu auxilio y con mi diestra victoriosa te sostendré.
Todos los que se lanzan contra ti serán avergonzados y humillados, serán reducidos a la nada los que te hacían la guerra.
Porque yo, Yahvé, tu Dios, te tomo de la mano y te digo: No temas, que yo vengo a ayudarte. No temas razas de Jacob, más indefensa que un gusano. Yo vengo en tu ayuda, dice Yahvé, El Santo de Israel te va a liberar.
Mira que te convierto en un rastrillo nuevo y con doble hilera de dientes. Molerás los cerros y los harás polvo, y dejarás las lomas como paja. Las echarás al viento, que se las llevará, el temporal las dispersará; pero tú te alegrarás en Yahvé, y te sentirás orgulloso con el Santo de Israel.
Los pobres y los humildes buscan agua pero no encuentran, y se les seca la lengua de sed. Pero yo, Dios de Israel, no los abandonaré. Yo, Yahvé, los escucharé. Haré brotar ríos en los cerros pelados y vertientes en medio de los valles. Convertiré el desierto en lagunas y la tierra seca en manantiales.
Plantaré en el desierto cedros, acacias, arrayanes y olivares. En la estepa plantaré cipreses, olmos y alerces.
Para que todos vean y sepan, miren y comprendan que esto lo ha hecho la mano de Yahvé y lo ha creado el Dios Santo de Israel.
Amén. ¡Bendito y alabado sea por siempre nuestro Dios y Señor! ¡Que por siempre sea bendito y alabado tanto en la Tierra como en el cielo por todas sus maravillas! ¿Quién como él para hacer tantos prodigios? Porque a su pueblo, aquí en Plottier, se le secaba la lengua de sed, pero clamó por Su auxilio y Él no lo abandonó. Lo escuchó. Hizo brotar ríos en los cerros pelados y vertientes en medio de los valles. Convirtió el desierto en lagunas y la tierra seca en manantiales. Para que todos vean y sepan, miren y comprendan que esto lo ha hecho la mano de Yavé y lo ha creado el Dios Santo de Israel. Palabra de Dios. Amén.
Luego, después de la lectura del Santo Evangelio, siguiendo con el ritual de la misa, tomó el pan y el vino, los que se convirtieron en el Cuerpo y en la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo. Me dio a comer y beber de Él, para fuerza, luz y guía en el tortuoso y, a la vez, glorioso Camino que, en pos de sus amadas Huellas y por mandato Divino, iniciaba. Finalmente, me ungió y me bendijo. De esa manera, me consagraba para el cumplimiento obediente y fiel de la misión a la que especialmente Él, y sólo Él, el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo me enviaba.
Pero sabe Dios que nada de todo esto podía aún entender por ese tiempo. Me sentía como en el aire, como si flotara, tan llena del Espíritu como estaba. Solo me dejaba llevar, aunque no pudiese comprender nada más allá de la certeza interior que Dios me daba de que lo que me estaba sucediendo era muy especial, muy único, muy exclusivo, dentro de la historia de la humanidad y de la culminación de su Plan de Salvación. Sentir tal incuestionable certeza me bastaba para dejarme llevar de un lado a otro, sin cuestionar ya nada más. Haciéndome entender que todo lo que me estaba sucediendo, lo que me había sucedido a lo largo de la vida, hasta ese momento, y lo que a partir de entonces me sucedería había sido y sería todo de Él.
En aquel tiempo, más allá de la intensidad con que viviera cada segundo de dicha misa, permitiéndoseme vislumbrar en el Espíritu Santo la grandeza de lo que Dios comenzaba a obrar de esa manera en los hechos conmigo, y hasta 1996, en que terminara conduciendo mis pasos hasta el CeFAM (Centro de Formación y Animación Misionera) –en donde por primera vez llegué a tomar justo conocimiento de lo que era ser misionera y escuchara hablar de lo que era una misa de envío, encontrándome aún en la total ignorancia de las cosas de Dios–, no sabía que aquella era la misa de mi envío que, realizada en la Tierra por medio de la persona sacerdotal del padre Ismael, estaba siendo realizada por el mismo Señor Jesucristo en el Cielo, desde el Cielo, por el Padre y Él, el Hijo, en el Espíritu Santo, dándome así Su unción Celestial y Divina por ese medio, tras aceptar venir y ser enviada a hacer, de ahí en más, solo Su voluntad y ninguna otra en la Tierra, en medio del Pueblo del que quisiera llamarme y llevarme desde Ushuaia a Plottier a formar parte en la Iglesia, como en medio de toda la humanidad.
Pues, más allá de haberme dicho que aquella misa era solo para mí, el padre Ismael no me dio ninguna otra explicación, ni yo se la pedí. Porque entendía que las palabras no eran necesarias, ni mucho menos las explicaciones, y que solo bastaba el trascendental significado de los hechos. A la vez, sentía que si algo más debía entender en su momento habría de ser también Él mismo quien me abriría al entendimiento y me daría todas las explicaciones necesarias que solo Él así considerara conveniente darme y tuviera. Entendí que ya no estaba en mí el seguir cuestionando nada, sino aceptar y hacer todo cuanto Él, desde Su mismo Ser Espiritual en mi ser en el Espíritu Santo, me inspirara.
Misa tras la cual, con el correr de los años vi y entendí, mi familia y yo habríamos de ser sumergidos y sometidos conjuntamente en Él, con Él, por Él, en Cristo, con Cristo, por Cristo, en todos y cada uno de nosotros, al paso por el mismo Infierno durante los siguientes años, destrozados una y otra vez por los sucesivos e interminables padecimientos que durante dicha noche de vigilia me llevara asì mismo a ver, entender, tomar y tener justa conciencia por anticipado, Èl, por un lado, y el Maligno, por el otro, habrían de someternos si aceptaba permitirle hacer e hiciera de ahí en más no solo en mí sino en nosotros, con nosotros y entre nosotros Suvoluntad –la de Dios- y no la nuestra. Menos aún la del Enemigo. Padecimientos e Infierno necesitados enfrentar y pasar así mismo en nuestro conjunto -me dio a ver y a entender-, para nuestra mayor personal y conjunta purificación, perfección espiritual y santificación; como para la de muchos hombres, mujeres y familias más junto con la nuestra. Para nuestra mayor gracia y Su Gloria en todos y cada uno de nosotros. De ahí en más se me fue dando gradualmente entendimiento y sabiduría Divina mediante la permanente infusión del Espíritu Santo.
De manera tal que pude ir comprendiéndolo todo a la luz de Su permanente inspiración, Palabra, Eucaristía, oración y meditación constante de cada acontecimiento o situación vivida.
Progresivo entendimiento y sabiduría en virtud de los cuales quiso llevarme a ver y entender que lo que Él había querido, necesitado y le permitiera obrar por medio de la aceptación final del llamado y envío que me realizara y asumiera en Èl, en Cristo Jesús, fue lo siguiente.
Que de la misma manera en que Él, una vez que terminara de comprender el fin último de su Misión en la Tierra, venciendo en el desierto las distintas tentaciones presentadas por el espíritu enemigo, llamó un día a sus apóstoles, a quienes ya Dios Padre tenía predestinados desde toda la eternidad, desde ya antes de llevarme a Ushuaia, me llamó y eligió con la misma misión y envío...
Que de la misma manera en que luego los preparó e instruyó durante todo el tiempo que, bajo la condición humana y Divina a la vez, permaneció con ellos antes de Su Pasión, Muerte y Gloriosa Resurrección, me preparó e instruyó durante todo el tiempo que estuvo conmigo durante esos dos años en Ushuaia...
Que de la misma manera en que un día, entristecido, al ver el efecto que ocasionaba en la gente las exigencias de sus enseñanzas, le preguntó a sus apóstoles: “¿Ustedes también quieren dejarme?”, en más de una ocasión también me interpeló si también yo quería dejarlo...
Que de la misma manera en que otro día les preguntó: “¿Quién dice la gente que soy yo?”, también más de una vez en la vida me cuestionó, cuando me sentía al borde del abismo, dudando de que todo no hubiera sido más que fantasías o imaginaciones de mi parte, le sintiera manifestárseme interiormente para volver a fortalecer mi fe diciéndome: “¡Yo Soy! ¿Crees esto?”...
Que de la misma manera en que durante el tiempo previo a su partida le dio a conocer a cada uno la misión que en su Nombre le encomendaba, quiso igualmente dármela a conocer, incluso antes de irme a vivir a Ushuaia. Principalmente, desde que en la niñez me dio aquel sueño en el que viendo la destrucción de la ciudad y de la parroquia a punto de ser arrasada, veía que mi casa se mantenía intacta como la casa de su parábola construida sobre la roca. Que en ese sueño, me quiso llevar a ver y entender que lo que estaba a punto de ser destruida era la fe de todo este pueblo, así como también su templo, si no se lo renovaba y fortalecía después de tantos años de abandono; siendo esa la misión que me confío, confirmó y reveló durante aquella noche de vigilia en la que me retirara a orar, a hablar a solas con Él en la intimidad de aquel departamento. Aunque por aquel entonces, no aún en la forma totalmente detallada y acabada que solo con el correr de los años en cabal ejecución ya de la misma me habría de revelar y revelara. Para que, aceptando dejar de ser íntegramente yo, muriendo en un todo a los dictados de mi propia humanidad, le permitiera pasara a ser íntegramente Él en todas y cada una de mis palabras y de mis acciones quien hablara y pusiera por obra igualmente hoy en el Espíritu Santo, de lo Divino y Celestial en lo humano y terrenal, a semejanza de como al venir hacía dos mil años lo hiciera
Que de la misma manera, en que antes de su partida de este mundo, para dar término a su redentora y gloriosa misión en la Última Cena (donde instituyó la Sagrada Eucaristía), les dio de comer y de beber de su propio Cuerpo y de su propia Sangre (que ya sacrificaba y derramaba por amor y obediencia al Padre, y amor a toda la humanidad para redención de nuestros pecados), los ungió con su Divina Presencia y les bendijera, lo hizo también conmigo mediante la celebración de aquella misa. Fortaleciéndome también con su Santa Palabra, Cuerpo y Sangre, de igual manera que les fortaleció a ellos compartiendo el canto de los Salmos antes de partir para el cerro de los Olivos…
Y finalmente… que de la misma manera en que haciendo todo lo anteriormente mencionado consagró a sus apóstoles aquella otra noche, durante la Última Cena, para enviarlos de ahí en más a hacer Su voluntad en la misión en la que habría de enviarlos: “Vayan por todo el mundo y anuncien la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y se bautice se salvará. El que se resista a creer se condenará”, me consagró y envió también a mí, para que cumpliera en un todo su Santa Voluntad dando testimonio de Él, por medio de las palabras y de los hechos en medio de su pueblo y humanidad. Enviándome, al igual que ellos, como un apóstol. Amén.
Aquel miércoles 3 de abril, ninguno de mis amigos podía creer verme tan feliz cuando el día anterior me habían visto atribulada por la gran disyuntiva en la que me encontraba al tener que tomar una definitiva decisión respecto a si volvía a Plottier o me quedaba. Todos me preguntaban qué me había sucedido. Yo intentaba explicarles, pero difícilmente podía hacerles entender la grandeza de lo que el amado Señor Jesucristo obrara en mí. Y, ni aún pudiéndolo hacer, hubieran podido comprender su dimensión. Creo que el único que tal vez logró ver mucho más allá de lo visible, porque así el Espíritu de Jesús igualmente se lo permitiera entender, fue uno de los catequistas de la pastoral carcelaria, quien al enterarse que en un par de días más me iría, fue a visitarme al departamento.
Luego de relatarle cuanto me había sucedido con Jesús durante esos días, me dijo: “Por la decisión que has tomado, Gladys, Dios te va a dar todo cuanto hayas querido y te haga falta en la vida”. Entonces, le contesté: “Es que, fuera de Él, nada me interesa y nada quiero. Sólo poder alcanzar la vida eterna para mí, para mi familia y para mi comunidad. Sólo por eso hago todo esto”, aunque desde lo más hondo de mi ser, algo me decía “No te olvides del amor, nunca te olvides del Amor Ideal que tanto soñaras y tanto esperaras encontrar en Jesucristo”. Temí que esta voz fuese la del enemigo, intentando apartarme nuevamente de la voluntad de Dios. Pero este catequista amigo insistió, diciéndome: “No te olvides de lo que te digo, Gladys. Por hacer su Voluntad, Dios te va a conceder todo, todo cuanto deseas, todo lo que hoy dejes por seguirlo a Él, y mucho más todavía de lo que te puedas llegar a imaginar, no solo en el Cielo, sino a partir de aquí mismo en la Tierra. No te olvides de lo que te digo”.
Y, tan seguro, firme y convencido estaba de lo que me decía, que le creí. Pensando que era Dios mismo en él quien de esa manera me lo estaba manifestando, prometiendo, asegurando. No obstante ello, durante muchos años, eché al olvido estas promesas, interesándome nada y nadie más que Él, Jesucristo, y hacer siempre Su voluntad, anhelando el dichoso día en que pudiera irme con Él, de una vez y para siempre, a vivir la vida eterna en el Reino de los Cielos.
El jueves por la mañana, cuando le pregunté al padre Ismael si era necesario enviar un telegrama al colegio para presentar mi renuncia al trabajo de la biblioteca, me preguntó si no me convenía pedir licencia sin goce de haberes por el término de un año, tanto ahí como en la universidad. Sin pensarlo siquiera, le respondí que no, porque veía que lo que iba a hacer en Plottier me llevaría mucho más de un año, tal vez dos o tres, si era que no me llevaba toda la vida. Puesto que el sí que aquella noche le diera a Dios sabía que era para siempre. Para estar a Su servicio para siempre. Por toda la eternidad. No obstante vislumbrar asimismo que habrían determinados períodos de tiempo, con principio y fin en la plena realización del servicio, que de mi persona requiriese.
Además, ¿qué podía saber yo, por aquellos días, de los tiempos del Señor, cuando ni siquiera sabía qué era exactamente lo que quería que hiciera en Plottier? Lo único que sabía era que me decía que debía ir y estar en Plottier para lo que fuese que Él tuviese planificado llevar a cabo por medio de mi total disponibilidad y servicio. Porque ni en lo más mínimo sabía en qué consistía y cómo tenía pensado llevar a cabo su plan; que lo terminaría de descubrir una vez que ya estuviera inserta en la misión encomendada allí. Por eso mandé el telegrama con la renuncia definitiva.
Durante esa misma mañana, cuando iba caminando por Maipú, la calle costanera, hacia la univerdad para presentar también mi renuncia, meditaba sobre todo cuanto sucediera, estaba haciendo y las consecuencias definitivas que habrían de tener mis actos, vacilando por un momento respecto a si estaría haciendo o no lo correcto al ir a presentar mi renuncia a la universidad, pues sentía y sabía que se me iba toda la vida con lo que hiciera o dejara de hacer en ese momento. Y una vez hecho, sabía que ya no habría vuelta atrás. ¿Qué sucedería si todo lo que me estaba pasando con Dios no fuesen más que figuraciones mías? ¿Si todo no hubiera sido más que obra de mi imaginación? ¿Podría regresar y recuperar esos trabajos si no pedía licencia sin goce de haberes? ¿Y si una vez en Plottier descubría que nada era como lo esperaba? Si era que esperaba algo, porque a decir verdad ni siquiera sabía lo que debía esperar una vez allí…
¿Qué sucedería si en Plottier Dios desaparecía de mi vida y quedaba para siempre atrapada en la misma situación parroquial de la que había escapado al irme a Ushuaia, sintiéndome profundamente desgraciada por el resto de mi vida? Y el amor, ¿sería que debería descartarlo para siempre de mi vida? Pero, sin embargo, estaban las palabras de aquel catequista carcelario amigo, según las cuales hasta esto podría llegar a ser posible para mí, si me dejaba llevar por Dios como hasta ese momento diera muestras de finalmente hacerlo...
Pero ¿podría llegar a encontrar el amor en Plottier? ¿En Plottier? ¡Si allí nunca pasaba nada! Sin embargo, también recordaba que una vez alguien me contó sobre cierta persona que había andado por muchos caminos buscando el amor durante muchísimos años, y cuando, desesperanzada, decidió regresar a su pueblo natal lo encontró ahí, de la manera en que jamás se lo hubiera imaginado: en un hombre que conocía de toda la vida y vivía cerca de su casa paterna. Pero, ¿en Plottier?, me parecía imposible...
¿Estaría realmente haciendo lo correcto? Si no fuera así, tendría que volver a empezar de cero y, con 29 años encima, ya me sentía bastante cansada de dar tantas vueltas por la vida, como para tener fuerzas y ganas de volver a empezar. ¿Y si el padre Rubén no llegaba a ser designado para Plottier? ¿Debería necesariamente hablar con el padre José Luis o con Monseñor De Nevares? ¿Por qué ello me producía tanto temor, tanto miedo, si eran hombres consagrados a Dios? ¿Qué era lo que debía hacer en Plottier a nivel eclesial? ¿Cuál sería el primer paso que debería dar? ¿Qué? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Con quién?...
Miraba las gaviotas que sobrevolaban junto a mí o comían tranquilamente el alimento que, sin ningún esfuerzo de su parte, Dios les proveía a través del mar. De esta forma, el Señor comenzaba a responderme a todos esos interrogantes que bullían en mi interior. Me hizo recordar con tan simple observación, aquella enseñanza suya sobre las aves del cielo que no siembran, ni cosechan, ni guardan en bodegas, y el Padre celestial, Padre nuestro, las alimentaba. “¿Y vos, Gladys, no valés mucho más que estas gaviotas, como para que el Padre no se ocupe de darte todo lo que necesites para vivir satisfecha y contenta, sin tener que preocuparte más que por tratar de hacer en un todo su Voluntad, buscar sólo el Reino de Dios porque lo demás lo obtendrás por añadidura?”, le sentía a mi Buen Jesús preguntarme. “¡Sí, Señor, sí!”, le respondía, permitiéndome recobrar de esa manera toda seguridad. Luego, llevando mi vista hacia un barco pesquero que estaba anclado en mitad del Canal de Beagle, recordé también aquel otro pasaje bíblico que relata Lucas en el capítulo 5 versículos del 1-11:
Cierto día era mucha la gente que se apretaba junto a él para escuchar la palabra de Dios, y él estaba de pie a la orilla del lago de Genesaret. Vio dos barcas amarradas al borde del lago. Los pescadores habían bajado y lavaban las redes. Subió a una de las barcas, que era la de Simón, y le pidió a éste que se apartara un poco de la orilla; luego se sentó en la barca y empezó a enseñar a la multitud.
Cuando terminó de hablar, dijo a Simón: “Lleva la barca a la parte más honda y echa las redes para pescar.” Simón respondió: “Maestro, hemos trabajado toda la noche sin pescar nada, pero, si Tú lo mandas, echaré las redes”. Así lo hicieron, y pescaron tantos peces que las redes estaban por romperse.
Pidieron por señas a sus compañeros que estaban en la otra barca que vinieran a ayudarlos; llegaron, pues, y llenaron tanto las dos barcas, que por poco se hundían. Al ver esto, Simón Pedro, se arrodilló ante Jesús, diciendo: “Señor, apártate de mí, porque soy un pecador”. Pues tanto él como sus ayudantes estaban muy asustados por la pesca que acababan de hacer. Lo mismo le pasaba a Santiago y a Juan, hijos de Zebedeo, compañeros de Simón.
Pero Jesús dijo a Simón: “No temas, de hoy en adelante serás pescador de hombres”. Entonces llevaron sus barcas a tierra, lo dejaron todo, y siguieron a Jesús. Palabra de Dios.
 
Esta había sido una de las enseñanzas del Evangelio que más me impactaron desde que me preparara para recibir la primera comunión y la confirmación, y durante los tres años en que diera catequesis en la parroquia San Antonio de Padua, al igual que la de las aves del Cielo y los lirios del campo, y la del hijo pródigo, entre tantas otras. Pero esta, la de la llamada de Pedro y su disposición sin condicionamientos para dejarlo todo y seguir a Jesús, fue la que siempre me llevó a preguntarme si habiendo estado en el lugar de Pedro, hubiera tenido la fe, la integridad, el valor de dejarlo todo para seguirlo a Él, sólo a Él, adonde fuera.
Por lo que, en ese momento, sentí que me decía con todo ello: “¡Abandónate, Gladys! ¡Abandónate íntegramente en mis manos! ¡Abandónate íntegramente en mi Amor! No te preocupes en querer saber de antemano lo que harás o dejarás de hacer en Plottier, en la parroquia, sino preocúpate sólo por tirar las redes cuándo y dónde Yo te lo indique. Te aseguro que con solo hacer tal cosa, Yo haré que tus redes salgan tan llenas de peces que tendrás que pedir ayuda para poder sacarlas del mar. Olvídate, de una vez por todas, de las cosas del mundo, porque al igual que a Pedro y al resto de mis apóstoles, a partir de este momento, te hago pescadora de hombres y mujeres para la Gloria del Cielo”.
De esta forma, mi Señor apartó todos los nubarrones que amenazaban nuevamente con descargar una tormenta. Me sentí embargada por la felicidad de las confirmaciones y seguridades que Él siempre me daba cada vez que comenzaba a vacilar. Estaba allí, estaba en mí. ¡Estaba en todo! Siempre conmigo, ¡siempre conmigo!, en mí, librándome de todo mal. ¿Cómo temer, entonces, sabiendo que caminaba, incondicionalmente, junto a mí? Y si Él estaba conmigo, entonces ¿quién podría osar estar contra mí? ¿Quién podría atreverse? ¿Quién podría intentarlo siquiera? Por esos días, Jesús me había dado esta otra Palabra:
No estén apegados al dinero; más bien confórmense con lo que tienen en el presente; Dios es el que dice: “Nunca te dejaré ni te abandonaré”, y nosotros hemos de responder confiados: “El Señor es mi socorro, no temeré. ¿Qué pueden contra mí los hombres? (Heb. 13, 5-6).
Y eso fue lo que a partir de entonces no dejé de repetirme una y otra vez, para aumentar en todo tiempo mi confianza: “El Señor es mi socorro, no temeré. ¿Qué pueden contra mí los hombres, el mundo, el Maligno? Porque si Dios está conmigo, ¿quién puede estar en contra mía? Podrán a lo sumo matar mi cuerpo, y tal vez con ello crean que me han vencido al saberme muerta. No obstante ello, no sabrán que el triunfo habrá sido todo del Señor por haberme mantenido firme en la fe hasta la muerte. De modo que matándome no me harán ningún mal, sino el mayor de los bienes. Porque matándome me habrán permitido liberarme de este cuerpo, de esta condición humana, que me mantiene aprisionada en este mundo, para poder ir por fin y para siempre a reunirme con mi amigo y amado Señor Jesucristo”. Espantaba, con este firme y ardiente pensamiento y sentimiento, cualquier mal o espíritu contrario que el enemigo estuviese preparando contra Cristo Jesús en mí.
Obviamente, que después de esas certezas que volviera a darme el Señor, no lo dudé más. Llegué a la universidad y presenté la renuncia a los dos cargos que tenía, dejando a todo el mundo desconcertado por el repentino cambio en mis decisiones: ni el mundo ni quien vive apegado totalmente a él pueden llegar a entender las cosas de Dios.
Finalmente, anuncié a mis amigos que el próximo sábado me iba en el primer vuelo de Aerolíneas Argentinas a las 8 de la mañana. Ellos decidieron hacerme la despedida y se hicieron cargo de su organización. A tal fin, nos reunimos en la casa de un matrimonio catequista amigo, el viernes por la noche, para compartir la última cena y los últimos momentos de mi vida en Ushuaia con los amigos que Dios quiso que consiguiera y atesorara allí.
A pesar de tratar de estar contentos, una despedida siempre produce tristeza, tanto al que se va como a los que se quedan, máxime cuando se tiene plena conciencia de que se trata de despedirnos físicamente, tal vez para siempre, pero no espiritualmente, porque sabía que ellos tenían un lugar preferencial en lo más hondo de mi corazón y de mi mente, por todo lo que supieron darme y por todo lo que compartimos mientras Dios nos mantuvo juntos. Además, sabía que al compartir un mismo espíritu en Cristo Jesús, seguiríamos siempre unidos en perfecta comunión, pese a la distancia y a la falta de comunicación. Compartimos esa cena llenos de alegría, pero acompañados de profunda tristeza y lágrimas.
Y, a pesar de sentir la gran pena de tener que dejar a esos queridos amigos que en Ushuaia fueron toda la familia que Dios quiso darme durante ese tiempo de preparación para llevar a cabo el fin último de mi misión aquí en la Tierra, no lloré. Pues aún me sentía muy feliz, llena de la abundante gracia derramada plenamente sobre mí por la Divina Trinidad escasos días atrás. ¡Sabe Dios cómo y cuánto los amaba! Pero muchísimo más lo amaba a Él, en la Divina Trinidad y Su voluntad para conmigo, y me sentía ansiosa por ejecutar, cuanto antes, lo que acababa de encomendarme.
La querida y entrañable amiga de la librería y el querido, y también entrañable, amigo catequista y compañero de trabajo, fueron quienes me acompañaron hasta el final. De entre todos mis amigos, fueron ellos por quienes llegué a tener mayor amor, como sabía igualmente me tenían, porque habíamos compartido momentos, confesiones y muchas cosas más, y fueron ellos quienes, por ende, sintieron mayor dolor por mi partida. Llevé su dolor conmigo, sobre todo el de mi amiga, pero no podía hacer nada por evitarlo. Ni aún así dejé de sentirme feliz por la partida, pese a ver su tristeza y sentir su dolor, aquella mañana en el aeropuerto.
Mientras esperábamos la llamada de ascenso al avión, me preguntaban cómo podía estar tan contenta por regresar a Plottier cuando, hasta hacía pocos días atrás, era lo que menos deseaba en la vida. Quise explicarles, pero no pude. Dios me hacía saber que todo era demasiado loco como para que, si se los explicaba, lograran entender y compartir mi alegría. ¿Cómo humanamente comprender que me llenaba de gozo la idea de poder morir íntegramente a mí misma, para que Jesús pudiera nacer y vivir totalmente en mi ser, y desde mi ser nacer y vivir en la comunicación de Su mismo Espíritu, desde el testimonio que llegara a dar de Él en mí, en todos los demás en quienes así quisiera hacerlo y le dejaran entrar a morar en su ser, muriendo por completo a sí mismos? ¿Cómo explicarles que sólo así habría de permitirle dar vida, y vida en abundancia, a cientos de hombres y mujeres, rescatándolos para siempre de las tinieblas?
Recién cuando el avión sobrevoló por última vez la ciudad, tomé conciencia de lo que estaba sucediendo y de lo que estaba haciendo. Comprendí que esa sería, al menos en mucho tiempo sino para siempre, la última vez que mis ojos contemplarían la ciudad de Ushuaia y su portentoso entorno natural. Comprendí que allí quedaba para siempre la mujer vieja, con todos sus sueños, ilusiones, expectativas mundanas, para ser la mujer nueva que, a los fines de su Plan de Salvación, Dios hiciera nacer modelando a la medida humana de la sin medida Divina que quería, necesitaba y convenía fuera en Su mismo Espíritu. En Cristo Jesús. En Jesucristo Resucitado.
Comprendí con todo ello que finalmente, había dejada anclada allí, en el puerto de Ushuaia, la libertad de poder volar como una gaviota, como un ave, por el mundo para dejarme encerrar en una jaula, dócil y obedientemente, y por propia voluntad en la voluntad de Dios sobre la que mi humanidad y el mundo me dictaban, extendiendo mis manos para ser engrilletadas y encadenadas a partir de ese momento, sólo por amor a Cristo, al Reino de los Cielos y toda la humanidad. ¿Podría alguien creerlo si lo decía? ¡No, no podría!
Pero me bastaba con que la Divina Trinidad, Mamá María, todos los santos, ángeles y quienes ya partieran de este mundo y yo supiésemos que era así. Llegado el momento, si los demás debían saberlo, Dios se los daría a conocer y le haría creer en el Espíritu Santo. Allí quedaba muerta y sepultada mi vieja humanidad, la mujer que un día llegara a esa isla con todo un mundo de sueños, proyectos e ilusiones, para dar paso al nacimiento de una mujer enteramente nueva en Jesucristo Resucitado en el Espíritu Santo, y encontrándome ya en pleno vuelo hacia su concreción final, pude hacer el duelo por ella convirtiéndome en un mar de lágrimas, sintiendo como si la más siniestra de las garras desgarrara mi alma en ese momento, triturándola en mil pedazos. Y no pude dejar de llorar durante los 45 minutos que duró el viaje de Ushuaia a Río Gallegos, sin importarme lo que los restantes pasajeros pensaran al verme llorar tan apenada y desconsoladamente.


XXV 
Pero luego de la tormenta vino la calma. Porque al descender del avión, en Río Gallegos, fue como hacer borrón y cuenta nueva. Me sentí nuevamente embargada por la felicidad de lo que, en Jesucristo Resucitado, conforme a la voluntad del Padre en el Espíritu Santo para conmigo, iba ya de camino a realizar en Plottier. Tuve que pasar el día en Río Gallegos, porque el resto del camino debía hacerlo en colectivo. En un primer momento, me sentí contrariada e impaciente por tan larga espera, pero terminé viendo y entendiendo que, así como ningún tiempo en mi vida lo fuera, este no habría de ser un tiempo muerto en el comenzar a caminar ya en pos de Sus mismas huellas, sino también todo de Él. Fue un día muy confuso. Anduve todo el día con los oídos tapados, como consecuencia del vuelo realizado, y sentía como si aún estuviera volando y entre las nubes. Como si estuviera ahí, con los pies sobre la Tierra, pero con todo mi ser, con mi espíritu, en las alturas, sobreelevado. Veía a la gente andar junto a mí, pero la escuchaba muy lejana, distante.
Por la tarde, fui a orar un rato a la catedral, buscando el recogimiento interior. Allí, a raíz de determinado suceso que el Señor había permitido que aconteciera en su interior, vi y entendí en Dios que tenía que andar con suma precaución y cuidado en todo momento, lugar y circunstancia, incluso dentro de la iglesia, por inconcebible que me pareciera, porque el enemigo andaría en todo tiempo rondándome como león, al decir de Pedro, buscando por donde tratar de engañarme, llevándome a dudar, a confundirme, tendiéndome todo tipo de trampas y realizando todo clase de maquinaciones para apartarme del camino y mandato que Dios me fijara.
Entendí que tenía que estar siempre alerta, siempre despierta ya que el mal muchas veces se disfraza de gracia para engañarnos y, apoderándose nuevamente de nuestro ser, nos impide llevar a su total consumación Su voluntad para con nosotros. Ya que no todo es como parece. Ni fuera ni dentro de la Iglesia y del Templo. Porque junto con el trigo estaba también la cizaña, pero no sería sino hasta llegada la última hora de Su prometida venida, cuando habría de enviar a Sus servidores para separarlos. De allí que la Iglesia era santa y pecadora: santa por ser el cuerpo de Cristo, y pecadora porque sus miembros somos los hombres, con todas las debilidades y los vicios propios de nuestra condición humana, de nuestra naturaleza, de nuestra carne.
Horas más tarde, ya de camino a casa, a bordo del colectivo, meditaba muchas otras cosas. Haciendo una comparación entre el primer viaje que hiciera de Plottier a Ushuaia y ese último que estaba realizando en sentido contrario, vi y entendí lo siguiente. El primero lo había realizado, en todo su trayecto, cómoda y rápidamente en avión, dentro de todo lo cómodo y rápido que se podía volar por LADE, considerada como la “vaca lechera” de las líneas aéreas, por hacer escalas en todos lados, Por eso, en aquella oportunidad, había demorado ocho horas para llegar a Río Grande en Tierra del Fuego. Mientras que este otro, el de regreso de Ushuaia a Plottier, no fue un viaje tan cómodo y tardé más de treinta horas en llegar.
Conclusión: cuando uno vive según los dictados del mundo, el camino para alcanzar lo que uno se propone es más fácil, cómodo y corto. En cambio, cuando se vive completamente según los dictados de Dios, descartando todo el modernismo y el facilismo tecnológico del mundo, el camino es más agotador y desalentador. La espera es también mayor, y el andar, más lento, porque los obstáculos que deben evitarse son mayores, razón por la cual muchos quedan en el camino o retroceden extenuados por sus dificultades. Y pocos son los frutos que después de tanto trabajo llegan a obtener cuando, por lo general, suelen ser otros los que terminan levantando y beneficiándose con su cosecha. Entonces renunciamos cuando dejamos de tener nuestra mirada fija en el único fruto verdadero que debemos esperar cosechar al final por nuestro trabajo: la vida eterna. Cuando uno se detiene a mirar, se da cuenta de que los frutos mundanos se obtienen más fácilmente, sin demasiado esfuerzo y son más placenteros a corto plazo, aunque a la larga resulten tediosos, porque han sido ganados por el cansancio, el hastío, la esterilidad y el desaliento. Asimismo, recordé que cuando me dirigí desde Plottier hacia Ushuaia llevaba conmigo una considerable suma de dinero y la anhelante expectativa de forjarme un buen futuro allí para volver un día a Plottier como una triunfadora en la vida, rodeada de gloria y admiración. Mientras que, en ese momento, en mi definitivo regreso, volvía sin un centavo y como una fracasada total. Mas ya me había dado el Señor entender que, a sus ojos, en nada era así. Pues, en lo general, lo que a los ojos del mundo era bueno a los Suyos era malo y viceversa. Lo que para el mundo era una desgracia, para Él, era gracia infinita.
Viendo y entendiendo así que cuando, según el pensamiento del mundo, para todos volviese como la más fracasada (considerando lo contrapuesto que es el tener éxito para el mundo, y el tener éxito para Dios aunque nadie más que Él y yo lo supiésemos), en verdad volvía a los ojos de Dios (que es lo único que verdaderamente nos tiene que importar y lo que nos va a salvar) revestida de las mayores de las gracias del Padre, con todo el poder en el Santo Espíritu de Dios, y toda la gloria en Nuestro Señor Jesucristo, más el amor infinito de la Madre y siempre Virgen María, aunque de eso nadie pudiera darse cuenta.
¿Cómo pensar siquiera en sentirme frustrada, cuando pudiendo haber tenido todo lo que este mundo me ofrecía y con lo que también me tentaba, por propia decisión y gracia Divina terminara aceptando dejarlo, deponerlo y entregar todo ello, para hacerme nada? ¿A fin de que sólo así, de la nada, según el mundo, Él pudiera hacerse Todo en mí, llevándome a obtenerlo todo de Él, en Él, con Él, por Él y para Él? Y con la sola gracia de poder ya entender todo esto, me sentía y me daba por satisfecha.
Cuando llegué a Plottier, nuevamente instalada en la casa de mis padres, además de la alegría por el reencuentro con mis seres más amados en la Tierra (en el Ser que está sobre todos los seres más amados en el Cielo y en la Tierra), quiso el Señor recibirme con una confirmatoria noticia: hacía unos pocos días, finalmente, el padre Rubén había sido designado por el obispo Jaime De Nevares para hacerse cargo de la parroquia de San Antonio de Padua. Me maravillé por la grandeza de Dios. “¡Qué Grande que Eres, Dios mío! ¡Qué Grandioso que Eres! ¡Gracias, gracias, gracias!”, le decía para mis adentros mientras escuchaba de parte de mis familiares esta bienaventurada noticia con la que el Señor quiso recibirme en Plottier, para comenzar a llevar a total consumación Su voluntad para conmigo. ¡Y yo que, sin sentido, me había preocupado y atormentado tanto sobre lo que debería o no hacer al llegar a Plottier, sobre con quién tenía que hablar o no para interceder por la situación de la parroquia...! ¡Qué inútiles, qué vanas resultan nuestras preocupaciones, cuando decidimos ponernos totalmente en manos de Dios para hacer su Santa Voluntad y no la nuestra! ¡Qué desperdicio de tiempo y de tranquilidad!¡Qué orgullosos y soberbios somos los hombres, sin Dios, o con Él pero a la medida de nuestras humanas intenciones e intereses, al pensar que algunos sucesos son obra de nuestras manos o deben serlo!
Sin duda, podemos ser artífices de nuestro propio destino, mientras vivimos totalmente entregados a los dictados del mundo, y en tal sentido somos también artífices de nuestra propia destrucción y únicos responsables de la perdición de nuestra propia alma, junto con la de todos aquellos que, en nuestra familia o comunidades, Dios nos ha encomendado para ayudarlo a guiarlas hacia la fuente de Su salvación eterna.
En cambio, si en nuestro desprendimiento de las cosas mundanas para tratar de seguir los dictados de Dios llegamos al punto de desprendernos no solo de las cosas materiales y sus preocupaciones, de las obligaciones de este mundo, de todos los afectos que nos atan a este, sino también de todas nuestras seguridades internas, propias del adulto, (sobre las que se fundamentan nuestros modos de ser y de pensar) …en fin, de absolutamente todo lo adquirido desde que dejamos de ser bebés de pecho hasta que llegamos a ser adultos al punto de asumir nuestra condición de ser nada, nada más que un puñado de arcilla, de barro, y ponernos entonces íntegramente en las manos de Dios, para que nos vuelva a modelar de la forma en la que Él lo juzgue mejor, permitiéndole obrar a partir de nosotros como más conveniente sea para su Plan de Salvación, podemos descubrir maravillados que lo único que depende de nosotros es decir “sí” o “no”, porque todo lo demás le corresponde a Dios. Depende únicamente de Dios.
Pero, para llegar a este punto que parece tan sencillo, primero es preciso recorrer con suma paciencia y, cada vez, con mayor deposición y entrega a Dios, un largo, sinuoso, oscuro y quebradizo camino, así como estar dispuestos a afrontar todos los miedos que ese cambio implica, a fin de poder llegar a convertirnos a Su imagen y semejanza Divina en lo humano. Porque son tales miedos los que, dentro nuestro, juegan en nosotros en contra de Dios y de Su excelso designio de amor.
Vencer los miedos. De eso se trata. No de ser temerarios, sino de poner todos nuestros miedos y temores en manos de Dios, animándonos a dar el salto sorprendente hacia lo que Él nos propone, y confiar que todo saldrá de la manera que Dios considere mejor. Porque si Él, que es omnipotente, omnisciente y omnipresente, así lo quiere (aunque a nosotros no nos parezca que tenga que ser así, o no nos agrade en lo más mínimo lo que nos proponga), sin duda alguna habrá de ser siempre lo mejor, y superará, con creces, todas nuestras expectativas. Para dejar de pensar y sentir como adulto, para volver a pensar y sentir como niño. Y como niños, pese a nuestra apariencia de adultos, volver a dejarnos llevar por la mano de Dios. Sólo por Su mano, adonde Él nos quiera llevar. Por su Espíritu. Como hoja suelta (no seca, sino muy verde, viva, llena de la savia nueva que es Él) llevada por el soplo de Su Espíritu hasta donde quiera, necesita y mejor convenga ser llevados en Él. Amén.
¡GLORIA A DIOS PADRE, HIJO Y ESPÍRITU SANTO POR LA IMACULADA CONCEPCIÓN DE MARÍA, POR LOS SIGLOS ETERNOS! AMÉN.
Yo, por mi parte, era como un canal salido de un río, como un arroyo que se pierde en un jardín del Paraíso. Yo pensé: “Voy a regar mi huerta, voy a regar mis flores”. Pero el canal se convirtió en río, y el río en mar. Entonces dije: “Haré brillar como la aurora la instrucción, llevaré a lo lejos su luz. Derramaré la instrucción como una profecía y la dejaré a las generaciones venideras”. Comprueben ahora que no he trabajado para mí solo, sino para todos los que buscan la Sabiduría. (Sir. 24, 30-34) Palabra de Dios.
 
¡VEN, SEÑOR JESÚS!
¡VEN!
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Descripción

Primera parte de testimonio de vida en Cristo Jesús, de la misión a la que me sentí llamada y enviada en el soplo del Espíritu Santo desde la más temprana edad, asumida a partir de 1991 encontrándome en los confines de la tierra, en Ushuaia, Tierra del Fuego. Primera parte publicada por Editoriales Libros en Red y Ed. Dunken.

Palabras Clave: testimonio Ushuaia amor vida universidad misión asumir discernimiento asunción consumación Jesús María Virgen Dios Padre Espíritu Santo laicos sacerdotes enamorados Cantar de los Cantares

Categoría: Ensayos

Subcategoría: Pensamientos



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Mauro

ya te hicieron la pregunta ¿puede dios crear una piedra que no puede levantar?
Responder
November 30, 2016
 

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busy