La divina indiferencia
Publicado en Oct 14, 2011
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El hombrecillo me miró saltando desde el papel. Vivía a la orilla de un colosal bosque en una encantadora casita de un inmenso reino y trabajaba de sol a sol para sostener a su único hijo; sin embargo, el dinero apenas le alcanzaba para pagar la renta. Se había casado hacía diez años con la mujer más bella y noble del mundo y cinco años después de su muerte, no había conocido aún esposa más trabajadora y honesta.
En cambio el Rey era un hombre arrogante y presuntuoso que desconocía los problemas de su pueblo, tenía como esposa a una mujer ignorante e infiel -casada por interés- quien no había cumplido con la función real e imprescindible de dar prole al monarca.
Fue así cómo un día del glacial Diciembre, con el fin de acallar la voz del pueblo y de refutar a los intelectuales del reino, que proclamaban dentro y fuera de él, las ineficiencias y el desdén de los gobernantes, decidió el Rey abrir las puertas del palacio y permitirle a las multitudes acercarse y manifestarle sus quejas y necesidades.
-Lo requerido, será hecho- solía responder parcamente el hombre.
La noticia corrió con rapidez y pronto el protagonista de esta historia se plantó religiosamente todos los días, desde la salida del sol hasta su ocaso, a la entrada del palacio, rodeado por miles de hombrecitos más que al igual que él esperaban ser escuchados por su Rey. Y así permanecieron semana tras  semana, sin q6ue las puertas de tan suntuosa residencia fueran abiertas.
Presenció el hombrecillo cómo cada vez creía más la multitud incontrolable y cómo los ánimos se exaltaban ante las  peticiones de algunos espontáneos que, aprovechando ventanas y balcones reales, exigían remedio a sus necesidades.
Cansados, uno a uno, esperaron con paciencia que la masa se deshiciera para retornar a sus hogares, con las manos vacías, esperanzados en que sus problemas, tarde o temprano, les serían solucionados.
Después de casi dos semanas sin probar bocado ni pegar el ojo, ingresó el individuo a su humilde hogar. Su amado hijo alucinaba de hambre, y aterrado observó que el pobrecito hasta había mordido pisos y paredes para entretener su estómago y  fue cuando comprendió que sólo le restaba una opción.
Me miró una vez más, con sus ojos húmedos, saltando desde el papel. Decidió entonces que debía matar al ser al que había dado vida hacía años y para evitar que el alarido, producto de tan insufrible dolor fuera escuchado, tomó aguja e hilo y le cosió los labios… Una vez más  sollozó desesperado, agitando sus manos hacia mí, saltando desde el papel. Silenciadas las protestas de su hijo, se asomó a la ventana y contempló a cientos de hombrecillos como él sufriendo, bramando desencajados, pidiendo ayuda, saltando desde el papel…
Dejo de escribir. Insatisfecho, arrugo y arrojo el texto a la papelera y junto a él al diminuto hombre, quien yacerá minutos más tarde sobre los cuerpos de cientos de personajes más, también desechados.
Me levanto del sillón y agito las manos al cielo, rogando a Dios por una historia decente y, entonces, lo entiendo todo. Toda mi vida no he sido más que un hombrecillo, saltando en obra divina.
                                                                                                                                 2011
                                                                       ***
 
 
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Foto del autor Ricardo diaz
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Descripción

Palabras Clave: dios; relato; cuento

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Relatos



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