Los Ruralistas (captulo 03)
Publicado en Jul 09, 2009
- III
En la torre Ya era noche cerrada, fría, la crecida (ahora) relumbraba estacionada, como dormida en su propio desastre. Los pequeños Espiro y la chancha en la torre del ferrocarril, amontonados en la buhardilla, húmedos y hambrientos, embarrados, ojos blancos en la oscuridad del refugio. Todo bajo el agua. Todo. La monótona calma inundada. Silencio, hondo; los ruidos del monte apagados; el río llevándose la noche a otro lado. Silencio. En la oscuridad de la buhardilla. Y en el horizonte, todo negro, sin nada. Silencio. El pedo sonó como un grito... Asquiroso, se quejó Maurissio, puerco imúndo. Facundo no dijo nada. Callado tiritaba de frío. Ni la chancha tan puerca´pue, seguía el otro. En el monte el agua cada tanto zumbaba un oleaje fofo, lerdo. Ni la chancha éta tan puerca como uté, insistía el primo mayor. Hediondo, karaíché, protestó. Y afuera la inundación volvía a ser silencio. Po´qu´si la abuela s´enterara qu´uté tira pedo como zonzo en´u luga... ¡La´santorcha!, el pequeño Facundo se hizo inmenso en la oscuridad, y gritó atolondrado, ¡la´santorcha!, ¡la´santorcha! Peo qu´santorcha pue, rezongaba el otro. La chancha se arremolinó asustada, inquieta, como entendiendo que los primitos volvían a aceitar la maquinaria de su locura. La´santorcha de la abuela, explicó Facundo, la´santorcha´e Evita. Hablaba de la advertencia de la abuela Aurelia. La maldizión dice uté, comprendió Maurissio. La maldizión qu´endi va´a caé sino encendemo la´santrocha pa´la Siñora Evita. Sí. Esta noche. Sí. ¡Mierda! A´vísto Karaícho entonce, remató el menor. Y maldijo a la sudestada y a Dios y a la Virgen y a todos los Santos amontonados como le había enseñado su primo Florencio en las tardes de Villa Nueva. Y escupió a la chancha en el hocico, malo. Chancha puta, le dijo. Estaban en apuros, lo sabían, sabían hasta dónde estaban, feos, habían aprendido a no joder con las maldiciones de la abuela: las antorchas: la Señora Evita enferma. Y ellos en medio de la crecida, como parias, inútiles en el monte inundado. Estaban perdidos. Lo sabían. Hasta la chancha entendía. La abuela dijo qui un chancho iba a comeno la cabeza, lloró Facundo. Pue´i no sea maricona, carajo, la abuela ai´dicho un chancho, eh, no´una chancha como éta, eh, intonce un chancho no´e una chancha con teta y barriga como éta, eh. Eh, insistía Maurissio. Facundo lloraba, amargo, sonoro. La chancha se arrinconaba. Puta, dijo, chancha puta, maldita. El pequeño insultaba entre llantos. No´i le va´pasá na´ primo entiendaló, repetía el mayor a cada saña del pequeño. Y el otro lloraba y puteaba y suplicaba a la madre ausente y amenazaba a la chancha volcarla a la crecida. Te tiro po´ese aujero, amenazaba, chancha puta, te tiro a´el agua sucia. Maurissio el mayor tranquilizaba a su primo el loco sabiendo lo que era capaz de hacer la furia desatada en músculo y tendón contra la chancha indefensa: el pequeño estaba entrando en pánico: la maldición de la abuela lo enloquecía. Lloraba, se babeaba, se hinchaban sus venas, insultaba como un demonio, profería en aullidos el odio a la chancha assessina... Y entonces el fuego: ¡La´santorcha! ¡La´santorcha!, gritó Maurissio. Facundo calló en un instante, y quedó tieso, duro. Ai´yegan la´santorcha, primo, ai´yegan. Entre hipeos y gemidos Facundo alcanzó a decir: Mentira. Pero era bien cierto: una larga procesión de chalupas y piraguas trazaban la crecida, iluminando la noche, cruciales, solemnes, en hilera llevaban antorchas de fuego. Y oraban, los peregrinos, en un susurro rezaban el Ave María. El brillo del fuego estremeció a Facundo. Trepó a la claraboya y allí estaba el espectáculo anunciado: la peregrinación de antorchas encendidas en chalupas y piraguas. Es de´adevera, dijo, emocionado. A´visto pué, devolvió el otro. Ai´tiene la´santorcha pa´ la Siñora Evita. Facundo ya estaba trepado a lo alto de la torre y a los gritos llamaba la atención de la caravana reclamando una antorcha para velar a la salud de la Señora Evita enferma. Aquí arriba, indicaba, aquí arriba, amigo, aquí mismo. La chancha rezongaba, nerviosa, y Facundo y Maurissio a los manotazos en la noche iluminada. Una santorcha, compañero, aquí mismo, en la torre. Y la antorcha llegó, brava, inflamada; rebotó en la buhardilla y rodó estrecha sobre el alero: el calor se hizo sentir: los primos celebraron. Entonces llegó otra antorcha. Y después otra. Y otra: cinco seis siete antorchas para la Santa Evita. Los primos festejaron cada hachón como bálsamo en la peste, alucinados, extremos, enaltecían a los peregrinos en gloria y honor, gritaban ¡compañero, compañero!, gritaban. La gavilla náutica se fue perdiendo en la enormidad de la noche, como extravagante figuración bíblica, suspirando rezos y golpes de remo, obstinados, venerables, lamiendo el monte inundado. Los primos embutieron las siete antorchas en el perímetro del alero; y también rezaron el rosario a la salud de la Señora Evita. Se corregían entre ellos, discutían, porfiaban el orden a cada oración. La chancha los observaba alterada. El crepitar de las llamas calaba áspero y macizo: fulguraba la torre acordonada en antorchas. Y al fin se durmieron, los tres, entreverados en la buhardilla helada. En pocas horas amanecieron entumecidos y bruscos de hambre. El cielo preñado en más y más lluvia. La crecida casi no se movía: terca. El río dueño del monte y la barranca, todo quieto y sucio y frío y lleno de barro como oprimido en un descanso del viento, como un simulacro. El cielo funesto. Las antorchas hechas carbonilla recortadas contra el amanecer oscuro. Olor a inundación. Sudestada y dos tres pocos bolsones de niebla. Y los teros y los caranchos salidos en lamento, jilgueros nerviosos, cardenales, y el chajá; todos eminentes en la cresta del Ombú Viejo. Todo bajo el agua. Todo. En escarcha. La llovizna disipó nieblas y el coro de animales se perdió en el puf-puf de un motor asomando entre el rancherío inundado. Un buque pequeño, forzudo, surcando la crecida, a toda marcha; un antiguo carbonero del Paraná. Ese´l Bandeiro en qu´yo mesmo veo, dijo Maurissio. Ai´sí. Sí si´ese´l Bandeiro ´el Brasil Ai´sí. El mesmo, ché. Ai´sísí, confirmaba el otro. El carbonero se perdió más allá en los galpones, sigiloso, eludiendo techados y enramadas. Maurissio y Facundo quedaron mudos, mirándose a los ojos. La chancha entendía algo: el contrabandista andaba en serio suceso: llevaba carga urgente: el atracadero de Villa Nueva hundido en la crecida y El Bandeiro arrebatado como potro en celo. Qué llevaba... El puf-puf del motor ya apenas se oía, lejos. La lluvia (ahora) caía en gotas gordas.
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Verano Brisas