En Paz
Publicado en Jul 27, 2011
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Cuando Faustino sintió el reloj dudó en levantarse como de costumbre, aquel día se cumplía el quinto aniversario desde que su hijo se fuera de la casa. Aún en su memoria repercutían las palabras de aquella tarde en que Simón le insultara tratándolo como un pobre campesino.
 
Tres años después de aquel día, le llegaban por encomienda dos libros publicados por su hijo, con una nota donde le refregaba su éxito y los países visitados con motivo de la presentación de los mismos. Sin duda, había triunfado tal como se lo prometió. Le dolía reconocer que tenía razón, él sólo conocía del campo, de la tierra, del arado, la siembra y la cosecha, de la cría de animales, del tiempo, de esas cosas simples que había aprendido junto a su padre. No había concluido el colegio, por esa razón lo terminó abandonando su mujer. Siempre aceptó con sumisión los insultos de aquellos que amaba, porque no sabía que decir, ni como actuar ante las cosas que le decían, aún cuando le hicieran daño. Si bien era un hombre de contextura gruesa y altura imponente, en el fondo era manso como un cordero. Fue su estampa la que cautivó a Elisa su mujer, ese hombre grande y rudo parecía ser la protección que necesitaba. Sin embargo fue la madre de Elisa, quien siempre se opuso a su noviazgo y luego a su matrimonio, la que terminó por separarlos resaltando su ignorancia. No contenta con ello, luego instó a su hija a quitarle a Simón que en principio se quedó con él. Más cuando no lo consiguiera, se encargó (los días que las visitaba) en ir sembrando en su mente virgen la semilla de su odio hasta conseguir su objetivo pasados los veinte años, en que éste terminara por sublevarse de su padre.
 
Los libros de su hijo permanecieron durante mucho tiempo sin abrir sobre su velador. Tenía sentimientos encontrados, por una parte el orgullo de saber que Simón se había convertido en un escritor famoso, y por otra la refriega de su ofensa, ya que él apenas sabía leer. Pese a esto, cada noche leía lo que más podía. Quería sorprender a su hijo, pero no estaba seguro de que debía opinar, si bien no tenía intenciones de ofenderle, tenía la sensación de que le bastó sólo el primer libro para conocer como escribía. Llevaba varias madrugadas medio desvelado empuñando la lapicera y observando la hoja en blanco donde sólo había colocado “Querido hijo:”.
 
Aquella mañana la rutina terminó por vencerle y se entregó a las labores campestres. Sus botas embarradas, el azadón en el hombro, su sombrero vestían la figura ahora acabada de quien fuera por entonces un hombre rudo. La tos estuvo presente todo el día, como la niebla que no abandonó el campo, fue entonces que al regresar por la tarde, sintió que la fiebre lo envolvía. Dos semanas más tarde, no escucharía más el canto del gallo. Los vecinos descubrieron el cuerpo sin vida en su cama. Simón fue el último en enterarse y no alcanzó a acudir al entierro.
 
Días después visitaba la casa de su padre donde se crió con un dejo de nostalgia y culpa. Encontró sus libros en el velador de su padre y en su última novela, la carta a medio escribir que decía:
“Querido hijo:
 
Mi ignorancia no me permite darte una opinión de tus libros, por lo que sólo te voy a hablar de lo que sé. Cuando el gallo canta con voz firme será un bonito día. Por más que quieras, el día tiene 24 horas y no ganas nada madrugando más temprano. Después de la cosecha, debes dejar descansar la tierra, no sale buena cosecha si vuelves a sembrar de inmediato. También se debe alternar las siembras. Las aves no sólo te avisan si va a llover, también te sirven de compañía. El regadío debe ser moderado, y se debe ordeñar siempre las vacas. Al ganado le hace bien comer forraje, pero necesitan que se los lleven al cerro de vez en cuando…” Cuando Simón terminó de leer la carta, exclamó – pobre viejo estúpido y la arrugó, aún más decepcionado.
 
Necesitaba unos días de descanso, se quedó el fin de semana. Del fundo vecino, vinieron a ayudarle en las labores del campo, mientras los observaba se acordaba de su padre. Cuando una de las mujeres le llamó a comer, comenzó a darse cuenta que fue también él quien suplió las labores de su madre, cuando los dejó para irse a la ciudad. Sin quererlo, el campo lo fue atrapando y con él la figura de Faustino fue renaciendo en todas partes. Cuando montaba a caballo, al escuchar el canto del gallo, a la hora de la siesta, viendo los peones arar la tierra, sembrando o cosechando, pero sobretodo fueron las noches las que terminaron por apresarlo. Sentía que su padre se le aparecía y le conversaba. Por primera vez, se tomó el tiempo para escucharle y cada noche un nudo se le atravesaba en la garganta, a medida que iba descubriendo la simpleza de aquel hombre que fue su progenitor.
 
Fueron los sueños de poder, y la fama que lo llevaron a tomar la decisión de dejarlo para irse a vivir con su madre. En la tranquilidad de la tarde, recordó la escena, su padre volvía del campo con las botas enlodadas, mientras él le esperaba con la mochila lista. La figura potente de su padre se desestabilizó en un segundo, y su silencio ante lo inminente provocó tal furia en él, que terminó por insultarle como nunca lo había hecho. Su padre, dio media vuelta y se dirigió nuevamente a sus tareas, mientras él le gritaba ¡Que no quería ser sólo un simple campesino! A pesar que esas palabras luego le dolieron más a él, fueron su abuela y su madre quienes terminaron por convencerlo que había hecho lo correcto. Ahora, ya era demasiado tarde para el arrepentimiento, su padre no estaba para pedir perdón.
 
Los días siguientes, trató de ejecutar las labores que él hacía. Se calzó las botas, el sombrero y cargó el azadón dispuesto a trabajar el campo. Los peones se reían de su ineficacia. No reconocía una planta de una hierba, no sabía cuanta agua necesitaba para el riego, no podía ordeñar las vacas, en fin, toda su vida, se había dedicado sólo a ver y ahora que su padre no estaba sentía en demasía su falta. Quiso enmendar su error, escribiendo sobre su vida. Tomó una libreta de apuntes y empezó a entrevistar a la gente que le conocía. Al principio no le dijeron nada nuevo de lo que ya sabía, pero con el correr de los días se fue asombrando ante las cosas que le fueron confesando. Se enteró lo que había sufrido por la pérdida de su madre a quien nunca dejó de amar, y se enteró que muchas madrugadas terminó llorando en el establo. Nadie quiso confesarle lo que sus propias palabras le causaron, pero podía suponerlo.
 
Por aquellos días, su agente le pedía volver a la actividad literaria, no era conveniente ausentarse por tanto tiempo. Aceptó el consejo de su agente, empacó y volvió a la ciudad.
 
Escribió, escribió con el único propósito de consolidar la posición alcanzada. Los años pasaron, se casó, tuvo hijos, y después de casi veinte años terminó sólo como su padre. Fue en ese momento que decidió volver a la casa donde había crecido. El paso de los años se notaba en las paredes llenas de grietas, el estado de la techumbre y en el deterioro de las puertas pisos y galerías. Los primeros meses se dedicó a efectuar reparaciones, gozaba de una situación acomodada, por lo cual no fue difícil contratar maestros y hacer todas las modificaciones que se le vinieron en gana. Durante ese proceso, encontró en el viejo velador de su padre, la carta que le escribiera aún arrugada. La estiró con nostalgia, observando el trazo inseguro de su escritura y se le llenaron los ojos de lágrimas. Mi viejo dijo casi susurrando mientras guardaba como un tesoro la nota.
 
Una tarde de otoño dos años después de haber llegado, en compañía de su fiel amigo Fausto (un labrador que lo acompañaba a todos lados) que se hallaba echado junto a la chimenea encendida, se disponía a leer un libro, cuando apareció la nota escrita por su padre entre sus páginas. Se sentó a leerla, cerró los ojos y pensó en él, lo imaginó leyendo sus libros con dificultad, y hubiese querido tenerlo cerca en ese instante para tomarlo entre sus brazos y llorar en su pecho, por haber sido tan injusto como hijo. De pronto, la nota se le fue develando como el mapa de un tesoro y entendió lo que su padre quiso decirle a su manera. Entendió que había sembrado una y otra vez sobre la misma tierra literaria, sin dejarla respirar, había encontrado un modo de escribir comercial y se olvidó de la magia de escribir. No escuchó los pájaros de la sabiduría, no contempló los mañanas del alma y se perdió en el bosque de la fama.
 
Al amanecer buscó las botas y el sombrero de su padre y salió en busca de su pasado al campo. Con el tiempo aprendió a distinguir el canto de los pájaros, a reconocer el lenguaje de los cielos, a cuidar el ganado, a arar la tierra, a convertirse en un simple campesino.
 
Meses más tarde, su agente no encontraba palabras para referirse a su último libro que hablaba de la vida de su padre, comentándole que sería sin duda un éxito de ventas, pero a Simón ya no le importaba, de algún modo estaba en paz con su viejo.   
 
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Foto del autor Esteban Valenzuela Harrington
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3 Comentarios 682 Lecturas Favorito 0 veces
Descripción

La tierra tiene un lenguaje que se aprende en contacto con ella...

Palabras Clave: campesino

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficcin



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Fairy

Esteban, me gusta como se van hilando tus relatos, son entretenidos te embargan de emoción, me gusta mucho como escribes, la sencillez como lo haces, te felicito sinceramente,
Eh!!! y sin duda me he emocionado, sabes llegar al corazón.
Un gran abrazo
Sachy
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July 28, 2011
 

Edward Van Helsing

encontrar la paz con un padre cuando vives toda la vida tu proceso de enseñanza es algo muy difìcil, pero pronto uno se da cuenta de la real falta que hace aprender, no para terminar como de tal palo tal astilla, si no para poder crecer màs como personas y para tener un vìnculo cercano con tu viejo, y no solo con el, si no que tambièn con tu vieja y tus herman@s.

Bonito texto, me encantò, hace reflexionar toda la situaciòn
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July 28, 2011
 

Emme

Me encantó!
Besos, Emme.
Responder
July 27, 2011
 

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