TOMO Y OBLIGO
Publicado en Sep 12, 2010
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El tipo estaba ahí, sentado en el bar pero con pinta de no querer estar, como con un desasosiego, yo qué sé, mucha bola no le di. El tipo tenía un cuaderno en la mesa y dale que va con la birome, con ese gesto de escribo no escribo.
Pensé que estaría escribiendo una carta para una mina, o, más probable, estaría por hacer las cuentas de algún negocio. Porque ya casi nadie le escribe una carta a una mujer.
Así que cero bola -a pesar de o justamente porque el tipo me miró con ojos ansiosos cuando entré- y me puse de espaldas en el mostrador para evitar que el loco me jodiera ese momento de soledad que disfruto tanto en los bares, una coca, una muzzarella con pimienta, una leidita por arriba al diario. Una soledad falsa, con gente y ruidos, la soledad que uno realmente busca para que la verdadera soledad no lo haga pelota. Pero no me gusta que me jodan. El gordo todavía no me había atendido. Y justo el pinta agarra, se levanta, se acerca al mostrador y yo, que lo veía reflejado en el espejo atrás de las botellas me la vi venir. La cosa era conmigo. Como siempre. Tengo un imán para los tipos que están al pedo en los bares o en la calle. Yo qué sé, inspiro confianza, tengo cara de idiota que escucha. Y me preparé para oír alguna pena de amor. “Tomo y obligo” me dije. El ambiente se prestaba para eso, mostrador, foto de Gardel amarillenta en la pared, Dogomar en un recorte de diario amenazando una piña, un poco más arriba. Bastante tanguera la escenografía y esa jodida debilidad mía de no querer herir a las personas.
 
Y el tipo va y me dice: ¿se tomaría una conmigo? Soy escritor y necesito su ayuda.
 
Ahí casi lo mando a cagar. No hay cosa que me joda más que los escritores de boliche. Me parecen falsos. Pero cierta expresión desesperada en los ojos del tipo me ablandó.
 
-¿En qué podría ayudarlo yo?-le dije-no estoy en el tema de la literatura o de editoriales.
 
-No, es que cualquiera me sirve, ¿usted cree que los escritores toman pastillas para dormir?
 
-Yo qué sé, los que conozco en general son medio borrachos y duermen bien.
 
-Bueno, entonces tengo razón en lo que pienso, seguro que los tipos no toman pastillas para dormir, por eso escriben como escriben, digo los escritores en serio, esos que siempre tienen tema, porque por ejemplo yo hace como diez años que no sueño cuando duermo, porque tomo pastillas y no sueño y entonces cuando escribo, escribo estupideces.
 
-¿Y eso qué tiene que ver?-le pregunté.
 
-Todo-me dice el tipo- porque nadie puede negar que la vida actual, por lo menos la de uno, clase más o menos media digo, que es la de la mayoría de los escritores, cuando uno está despierto, es bastante estúpida en general, la vida digo, aunque uno pueda tener un accidente o quedar varado en una zona roja a las tres de la mañana por idiota y perder el último ómnibus. En esos casos es mucho más interesante lo que uno se imagina que le puede pasar, que lo que le termina pasando. Y los miedos suelen ser más interesantes que las desgracias reales. Casi siempre las desgracias reales no tienen misterio; tienen dolor y tienen muerte y tienen mugre y tienen enfermedad o tienen hambre o tienen desesperación y son casi siempre en blanco y negro.
El miedo tiene misterio, la concreción del miedo no. Por eso soñar está bueno y es casi la única posibilidad de tener aventuras. Y muchas veces los sueños son en colores.
 
(al llegar a este punto la filosofía delirante del tipo ya me tenía un poco fastidiado)
 
-Bueno, debe tener razón usted, pero sigo sin entender en qué lo puedo ayudar-le dije.
 
-Es que el otro día soñé. Es mi oportunidad de escribir por fin algo. Soñé cuando logré dormir un poco sin whisky y sin pastillas pero no lo puedo escribir. Lo escribiría si me acordara bien, pero no me acuerdo bien. Por eso no lo escribo. Y ahí es cuando entra usted...
 
-¿Cómo yo? No pretenderá que yo se lo escriba.
 
-No, es que lo necesito a usted para contárselo, justamente porque no me acuerdo bien, necesito que suenen las palabras en el espacio y en su cabeza o en la de alguien antes que en la mía, ese es mi problema, no puedo escribir nada que no haya sonado antes, antes de escribir las palabras, intentarlas, inventarlas, porque al final de cuentas no hay forma de acordarse bien de nada. Es como dibujar en el aire. Porque un sueño, aunque inventado, siempre es un sueño. Al sueño se lo inventa siempre un poco al recordarlo e irlo armando en pedacitos, las pocas veces en que tomando el café en la mañana empieza a disiparse esa como bruma que siempre envuelve a los sueños y las partes empiezan a encajar como pueden, pero ese momento se me pasó y por eso lo necesito a usted. Así que escúcheme, solamente escúcheme...
 
    “...la mugrienta perra gorda se me acercó con el paso oscilante y distraído de las perras gordas. No me gustaron los ojos chicos de brillo apagado y llenos de lagañas, que no me miraban de frente. Perra redonda, de esas panzonas, el lomo plano de tan ancho, de patas cortas y pelo corto en el que la mugre se nota mucho más que en los perros peludos y yo les tengo miedo a los perros, miedo adquirido en mis tiempos de cartero en bicicleta por los barrios marginales, y la perra se me acercó y se echó a mi lado en la colchoneta rotosa esa en la que yo estaba acostado esa noche en ese corredor y no pude moverme ni salir de la situación a pesar de notar claramente la garrapata bastante grande que el inmundo animal tenía incrustada en una oreja pero yo estaba paralizado de asco y miedo. Miedo a no entender, a no saber que hacía yo en el corredor y en la colchoneta y además era como un corredor vereda, quiero decir que estaba adentro, pero daba también hacia afuera, y el afuera era tan oscuro y vacío que era preferible pensarlo como un muro negro, para no enloquecer, con piso de layota el corredor y del lado del adentro esas paredes de ladrillo sin revoque, asentados con barro, esos ladrillos libro grandotes, coloniales, que hoy no existen y la puerta podrida coronada por el mediopunto tan deteriorado y por caerse que pasaba una luz naranja por entre las fisuras de los ladrillos y el gordo ese ahí, recortado en el umbral, igualito a aquel armenio carpintero del barrio que siempre tenía aserrín en los pliegues de su gordura formando una pasta con el sudor y que exhalaba un olor diferente a todo, medio parecido al de la perra que ahora se apretaba a mi costado, pero más ácido, el olor del gordo digo, con unos gruñidos que no sé si eran de cariño o simplemente amenazadores, los de la perra.
 
Y a mí se me puso que el gordo era un hijo de puta y se me puso que detrás había alguien, detrás del gordo digo, pero el cuerpo del tipo tapaba toda la puerta y no me dejaba ver y yo no me atrevía a moverme para ver lo que había detrás porque tenía miedo que la perra me mordiera, esa perra color marfil que en realidad era blanca pero la mugre la volvía marfil viejo y esas tetas obscenas porque las tetas de las vacas nunca son obscenas pero las de las perras muchas veces sí, esa forma de alinearse, chatas y colgantes unas más grandes y otras más chicas como la loba de Rómulo y Remo que siempre me dio asco. Y el gordo así parado, recostado al marco de la puerta, que me miraba sin verme como si la perra estuviera recostada sola en la colchoneta mugrienta, y que tanto me miraba sin verme que llegué a pensar que quizá yo no estuviera allí.
 
Y ahí fue cuando la vi a la mujer detrás del gordo, la vi aunque yo no me había movido o la vi porque se movió la casa o se movió el marco de la puerta o no la vi con los ojos o el gordo era transparente y era delgada la mujer y tenía un pañuelo al cuello con lunares amarillos y era tan joven, que sentí algo punzante en el estómago cuando miré sus nalgas a pesar de estar ella de frente, las nalgas erizadas de pellizcones violetas, aleopardadas de hematomas, reflejadas en el espejo ovalado al fondo de la pieza de techo de chapa y sin cielorraso. Y lo peor sin embargo no era eso, lo peor era ese pelo corto marfil hediondo de la perra pegado a mi costado, porque acabo de recordar de que yo estaba desnudo, pero lo jodido era sentir eso, la picazón de la piel y la picazón del miedo, tenía miedo de transpirar y que la pestilencia de la perra se mezclara con mi sudor y me invadiera para siempre, pero ya estaba transpirando incontenible, mientras veía la camiseta igual de amarillenta y repugnante del gordo, pelirrojo, el de la cara rara de tan familiar, inaceptable familiaridad, con su sudor de sierra y pinotea en cada pliegue y cada poro y cada peca, y la cara esa cara. Pero lo jodido, lo más jodido, era el olor insoportable de mi cobardía mientras trataba de quedarme absolutamente inmóvil para que la perra que gruñía amenazadora o lasciva no oliera mi terror y el gordo no percibiera mi presencia, aunque seguro que ya la estaba notando y justamente por eso se dio vuelta con los ojos vacíos de sentido, se sacó el cinturón, entró en la pieza y porque sí, empezó a golpear a la mujer con la hebilla.
 
A la mujer violeta debajo de la luz naranja reflejada en el espejo ovalado que se proyectaba en el corredor de piso de layotas rojas a través del marco de la puerta coronada por el mediopunto de ladrillos biblia asentados con barro casi por desmoronarse que dejaban filtrar la luz.
 
A la mujer que mi cobardía no me permitía auxiliar y cuyas nalgas llenas de moretones que se me metieron por los ojos reflejadas en el espejo ovalado me produjeron una erección que me llenó de terror al pensar que la perra podría notarla, a la erección digo, y todo terminaría en una sangrienta, zoofílica y desgarradora fellatio y me llenó de terror haber quedado desnudo tan blanco ante mi vista y verme finalmente verme.
 
Mi cobardía me llenaba de un desprecio tan hondo por mí mismo que dolía.
Mi grotesca lujuria con vida propia que despreciaba mi miedo, mi espanto y mi vergüenza, me horrorizaba sin dejar de satisfacerme.
 
Y entonces la luz naranja se hizo más fuerte como si el espacio entre los ladrillos se agrandara, como si los muros estuvieran por caerse y rayos naranja cruzaron el corredor y se clavaron sobre la colchoneta y sobre la perra y sobre mi desnudez blancuzca y sobre las layotas gastadas y sobre el muro de oscuridad y el ruido de los golpes del cinturón resonó en el corredor y la silueta lila de la mujer se contorsionaba como una bailarina balinesa proyectada con un halo naranja sobre el rojo pardo viejo de las baldosas .
 
Y me dormí dentro del sueño y soñé que ya no era cobarde, que con mis dedos crispados y dueños de una inesperada y gozosa fuerza desgarraba la tráquea de la inmunda perra y la daba contra el piso aflojando las baldosas con el peso muerto de su redondo cuerpo repugnante, aplastándola, castigándola por mi perversa cobardía y que con una baldosa en la mano trasponía, traspuse ya sin miedo aquella puerta, destrocé el siniestro espejo ovalado y con un pedazo del mismo con forma de alfanje degollé al maloliente gordo, que ya sin su perra cancerbero había perdido toda energía, tomé a la mujer por la cintura con suavidad, para compensar la violencia y el dolor que segundos antes había sufrido, la cargué dulcemente sobre mi hombro sintiendo la tibieza de su carne lastimada y corrí y corrí por el corredor y traspasé y traspasé el muro blando y pegajoso de la oscuridad y después los pasajes de un confuso y miserable caserío hasta encontrar la luz blanca y protectora de la avenida, el amparo dudoso de las sombras que laten detrás de los focos de los autos.
 
Y ahí la deposité.
Lentamente.
Como en un ritual.
Y hablé.
Le pregunté su nombre.
Y ella habló.
 
Por primera vez oí su voz oscura hecha de moretones.
 
Habló desvaneciéndose en la leche de los focos, pasando del óleo a la acuarela, del violeta al color del papel, su mano aferrada hasta sangrar a un pedazo del espejo agudo como daga.
 
Y me dijo:
-No vuelvas más a soñar por acá.
No tengo nombre, ya no tengo quien me nombre.
Me cagaste la vida.
La próxima vez que sueñes andá a soñar a la concha de tu madre...”
 
 
-¿Y?-me dice el tipo-¿Qué opina?
 
Y ahí no me pude aguantar y le contesté:
 
-Opino que es usted un pelotudo.
 
Se sonrió, pagó las copas.
 
Cuando se iba, con el cuadernito todavía sin usar debajo del brazo, vi que del bolsillo trasero del pantalón le colgaba un pañuelo con lunares amarillos
 
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Foto del autor Santiago Bosco
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Palabras Clave: mujer sueo espejos

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficcin



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Eduardo Fabio Asis

Santiago Bosco: es uno de los mejores relatos que he leído en textale (y fuera de textale también) Me voy a dormir ahora. Trataré de soñar y no me digas que soy un pelotudo. jajjajaja... qué lástima que no tengo formación literaria para hacer algun aporte a este escrito ( pero no hace ninguna falta, ínfulas de fanfarrón nomás) Lo disfruté mucho, de principio a fin. Atrapante. Felicitaciones y salud! saludos. (Me lo llevo a favoritos)
Responder
September 14, 2010
 

Santiago Bosco

Eduardo Fabio:
Sos un pelotudo...
Habiendo tanta cosa buena para leer por ahí...
No. Estoy jodiendo.
Me alegro que te haya gustado. Espero no haberte provocado pesadillas.
Un abrazo
Responder
September 14, 2010

gabriel falconi

santiago
no te pongo mas de 5 estrellas porque no las hay
decis que jugas a escribir?? que dejas para los demas entonces!!!!
el relato del sueño es exepcional y el final tambien ..... redondea el cuento de forma maravillosa
saludos


Responder
September 14, 2010
 

Santiago Bosco

Je je. 5 estrellas. Es como si los textos fueran hoteles.
Y sí che. Uno juega a escribir. Si no hay juego no hay arte ¿no?
Ahora, releyéndolo, veo que está algo confuso por momentos. No, yo quería que fuera oscuro sí, pero me parece que en algunos momentos se me fue la mano en lo vertiginoso y caótico de las visiones. Le cambiaría alguna cosita.
Gracias por tus juicios.
Se aprecian especialmente por venir de alguien que escribe como vos.
Un abrazo
Responder
September 14, 2010

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