"Las tragedias más grandes siempre precisan de dos..." -Tuomas Holopainen
Él estaba convencido de que, después de un tiempo, uno se acostumbraba a esa especie de neblina que parecía teñir cada rincón donde posaba la vista. En algún momento, se repetía en ese eterno mantra basado en hundirlo más y más en su miseria.
Ahora buscaba refugio constante bajo las sábanas, sus sábanas, aunque éstas casi ya habían perdido la exquisitamente dulce fragancia que lo mantenía allí. Esa era la única forma de que el dolor se sosegara y se volviera solo una ligera presión en el pecho, a diferencia de cuando recorría de forma solitaria las habitaciones. Una a una, mientras sentía como se derrumbaba un poco más a cada paso.
Él buscaba desesperadamente escapar de la cordura y memoria que escasamente le quedaban.
Siempre le pasaba lo mismo cada vez que habría la vitrina de los licores en su mini-bar. El primer trago de cualquier botella le sabía a una melancolía que le embadurnaba el alma con pesadez y recuerdos viejos pero difíciles de olvidar, pero luego de algunos cuantos tragos más se entregaba sin tapujos a aquel oscuro abismo donde nada es lógico ni razonable, ni siquiera coherente. Por su mente no pasaban ni pensamientos o ideas concretas; su corazón estaba limpio de cualquier sentimiento, impulso o necesidad. Por ese momento, disfrutaba de sentirse muerto en vida.
La inconciencia, ya una vieja y querida amiga, yace a su lado acompañándolo como todos los días mientras las manos resbalan toscamente sobre el frío cuerpo de una botella vacía. Sus párpados se cierras suavemente, su cuerpo se siente pesado y el duro suelo parece amoldarse a su figura.
Quizás uno pueda aprender a vivir con las sombras señidas sobre su alrededor, pero con el desprecio y la culpa, no.