Genoma y feromonas: El casern
Publicado en Jan 06, 2010
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(viene de bon voyage)

Habíamos sorteado un laberinto de calles desde que abandonamos el asfaltado del pueblo y logrado dar con la casa, a pesar de las escuetas instrucciones recibidas por mensaje de texto; casi accidentalmente, y gracias a una Isabel con todos sus sentidos puestos, encontramos al Peugeot semi escondido en un garaje.
Desde el lado de afuera del portón de rejas de la entrada a las cocheras, Isabel (siempre abrazando al cachorro) y yo, sentados sobre el capot de la Fiorino, con algo de miedo a un siberiano que en sus completos cabales ya aullaba como un desaforado encerrado en el interior de la furgoneta, esperábamos a que los anfitriones volviesen de la playa devolviéndoles los buenos días a unas doñas deslucidas y silenciosas con sus bolsas de hule atiborradas, a paisanos de alpargatas y sombreros gauchescos que montaban a caballo, o a vecinos que pedaleando sus pobres bicicletas esquivaban charcos en el barro arenoso de aquella callecita que terminaba a unas escasas decenas de metros, dando contra el matorral que la separaba de la playa y del río; desde el capot aún no lográbamos ver el balcón con el que, construido sobre un breve acantilado, se asomaba al río el viejo caserón; dicho caserón era como un casco de estancia injertado en aquel lugar después de haber llegado a bordo de ferrocarriles ingleses en épocas patricias y era, esencialmente, una construcción típica de comienzos del Siglo XX; tenía, entre rasgos italianizantes, algún oportuno detalle art noveau pincelado con otros toques neoclásicos que se fusionaban con el barroco típicamente colonial. Recuerdo haber observado, con algo de los resabios de mi adolescente y siniestra ingenuidad, cómo las sucesivas generaciones de propietarios habían metido mano a aquella romántica construcción y así, so pretexto de "modernizarla", habían logrado mellar algo de su encanto y mucho de su elegancia original; fue así que, después de pasar por alto ciertos detalles vergonzosos, noté, en el flanco de un ala de la mansión, un cuadrilátero de cristales espejados que refractaba el plomizo cielo de aquel húmedo mediodía; dicho ventanal, iniciaba su caída desde una cornisa hasta toparse con el abovedado techo del una galería cuyo estilo "art-deco", coloreado en pastel, hacía gala del mal gusto sincrético propio de la infame década de los noventa y brindaba el toque "Miami" que tanto gustaba al argentino medio abrazado con voracidad salvaje a un posmodernismo del que no había escapatoria. Puede que deba corregirme y confesar que tal observación fuese más diestra que siniestra: mi malhumor, en aquel momento y lugar en el que esperábamos, ya muertos de calor y sedientos al rayo de un sol que caprichosamente había decidido bañarlo todo en aquel momento y lugar, que los anfitriones se dignaran a recibirnos, puede que haya exacerbado la malicia al recordar la descripción de la mansión de los padres de Celia.
Isabel, mucho más despierta, e incluso contenta por hallarse a las puertas de aquel caserón en el que pasaríamos el fin de semana largo, se decidió a recorrer los cincuenta metros hasta la playa; y así fue que gracias a ese rapto suyo, en unos pocos minutos ya estábamos instalando nuestros bártulos en la enorme habitación de techos altos, salpicadas con Mandovés originales y alguna que otra copia de Van Gogh, y con unas puertas-ventanales por las que se accedía al enorme balcón que daba al río; consideré que atravesar dichas puertas y, ya fuera, caminar por las cerámicas dispuestas a modo de un tablero de ajedrez que terminaba en una exquisita balaustrada de piedra, era un premio con el que se me recompensaba por todo lo terrible que había sido el viaje de la mañana; recuerdo haber aspirado una breve brisa antes de agradecer la generosidad con la que nuestros anfitriones nos habían cedido esa, su mejor habitación. Pero fue al calor de esa misma y húmeda noche ceñida por cargadísimos cumulus nimbus, mientras unos mosquitos que parecían haber sido diseñados para la mismísima Luftwaffe hacían sus rasantes sobrevuelos a pesar de nuestra pobre defensa antiaérea constante de un único, tóxico y humeante espiral, y se lanzaban a la manera de malditos y zumbantes escuadrones para ametrallarnos las manos, tobillos y cuellos embadurnados de ungüentos insecticidas, al momento de darme un furibundo cachetazo, recapitulé para entender el verdadero motivo del desinterés de las otras parejas por aquella habitación: ellos habían llegado antes y, oportunamente, habían elegido las dos habitaciones equipadas con aire acondicionado; Isabel completó mi versión, sentada en medio loto en el piso, a mi lado y exhalando una bocanada de humo (estaba tan disgustada por el calvario de los mosquitos, que ya estaba fumando a mi par), y con esas pinceladas el verdadero cuadro se completó: Fernanda y Mirto, inicialmente, habrían querido nuestra habitación, pero el contador Uriel y Celia habrían advertido todo lo infernal que podía llegar a ser aquella pieza en ciertas noches de verano, era por eso que todo ese balcón ahora era nuestro; le di la razón, le quité el cigarrillo de la boca y, en silencio, envidié la placidez que ellos habrían de estar gozando, envueltos por suaves cubrecamas, quizás haciendo el amor sin que gomosos ungüentos e ignominiosos raudales de transpiración salaran sus besos ni empaparan sus sábanas.
Pero quizás también deba ser más riguroso y decirte, chismoso lector, que aquella observación no sirve más que para demostrar hasta qué grado estaban compinchadas las dos parejas a costa de una sola, la nuestra, la misma pareja que empezó a darse cuenta de todo aquello recién después del almuerzo, en el momento en que los pareos ya cubrían las bikinis y la alarma del Peugeot se desactivaba en un quejido doble: fuimos informados que, debido a los severos ataques de agorafobia padecidos por el contador Javier, no iríamos al popular balneario de la Soró, sino a otro misterioso lugar que, según ellos, prometía ser una gema aún no descubierta por la civilización; una tentativa de negociación se me quedó atorada entre los dientes en tanto Mirto aplaudía la decisión con fingido entusiasmo y Celia, mirando a Isabel y a Marianito con los ojos sumergidos bajo los efectos de los mismos ansiolíticos que calmaban al contador, se excusaba aduciendo que en aquel balneario, en la Soró, no se nos permitiría la entrada con los canes.
 

Una fila de eucaliptos bordeaba un camino que fundía sus arenas a orillas del río y servía de cortina a las cientos de cruces que conformaban el remedo de bosque en el que dormían los buenos muertos del pueblo; la brisa, levísimo vaho a limo y a podredumbre de sueños eternos, se suavizaba con el perfume de esos árboles que frescos murmuraban a la vera de la calle; el canto de las aves, que en cualquier otro lugar sonaría contento y repleto de vida, en la tétrica playa en la que ya enterraba mis hojotas a cada paso, era, para mí, sólo un piar más que agorero; recuerdan mis cuencos que al mismo momento en el que se me helaba la espina dorsal oyendo aquellos tristes trinos, la intuitiva Isabel me miraba a los ojos con una expresión afín con la que parecía preguntar: ¿cómo cuernos habíamos terminado en esa playa, acaso la más lúgubre en toda la longitud del bendito Paraná?
Entre unos resecos mogotes, que con hidalguía soportaban la resolana, desplegamos las mantas y clavamos el mástil de la sombrilla en la platinada arena. Cuando unté el bronceador en la espalda de Isabel, los pájaros recuperaron su alegría natural de volar y cantar; esperé a que nadie nos mirara y mordí un cachete del terso y rozagante culito al que la mínima tanga permitía asolearse; entonces, volví a ilusionarme con la vana idea de la Felicidad.

La calma de charlas intrascendentes y de tererés que decaían en sabor y frescor, de ocasionales retos a los perros que jugueteaban bajo las radiaciones cancerígenas de un cielo plomizo, fue suspendida por una primera y violenta ráfaga que remontó la colorida sombrilla en los aires para alojarla, luego de varias piruetas, sobre unas aguas que cansinas rumbeaban al Estuario del Plata. Mirto se zambulló e hizo un amague de heroico nado, pero debió volverse a la orilla: el río estaba muy picado y Mirto no era el mejor nadador que había entre nosotros; sintiendo en el fallido rescate una derrota vergonzosa, Mirto no paraba de excusarse ante la sordera de un campamento más preocupado por el plan de fuga, con Fernet ladrándole a la tormenta, con pareos sostenidos y capelinas atajadas entre los polvorientos torbellinos.
 

Las otras parejas ya habían encendido los acondicionadores.
Isabel y yo nos acostamos en una de las camas individuales de la enorme habitación que nos había sido asignada y nos pusimos a juguetear de manos, muy risueñamente y abrazados, entre carcajadas, hicimos la primer observación acerca de cómo las otras parejas se habían complotado: yo comentaba la manera en que Mirto secundaba al contador, con una rastrera lealtad propia de pastores alemanes, en cada una de sus estupideces, e Isabel, entre risas, detallaba cómo Fernanda hacía lo mismo con "la tarada de Celia". Suspiré con una exhalación liberadora antes de besarla, creyendo que habíamos superado la tensión de los malos momentos del viaje, pero Ella volvió a ofrecerme un bocado de su distante frialdad. Con tristeza volví a lo sucedido en aquella mañana y comprendí que no era injusto que Isabel estuviese disgustada; si era por mi culpa que habíamos pasado momentos muy feos, verdaderamente tensos. Recién en aquel momento y lugar yo entendía que Ella tenía razón, mientras la miraba y la veía tan hermosa así, radiante aún con sus ojos de avellana cubiertos por sus párpados cerrados.
Cuando Isabel se durmió (con Marianito enroscado en su misma almohada), salí a fumar al balcón; el sol, el maldito y caprichoso sol que en todo aquel fin de semana haría esporádicas pero triunfales apariciones, me obligó a bajar a la playa.
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Palabras Clave: genoma y feromonas casern

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Relatos


Creditos: inocencio rex

Derechos de Autor: inocencio rex


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inocencio rex

entiendo la analogía de la sinfonía y creo que es exacta, mil gracias.. lo de los vertigos.. jajajjaja!!!
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January 08, 2010
 

Roberto Langella de Reyes Pea

Amigo, Rex, no te preocupes por mis vértigos, es que de chico me caía de la cuna.
En la novela no hay capítulos buenos y malos; los hay más humildes y los hay más pomposos, pero son todos necesarios; la novela tiene el desarrollo de una sinfonía, la orquesta no está al palo todo el tiempo. No voy a dejar de leer el Genoma hasta que vos no lo des por terminado. Un abrazo, amigo.
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January 08, 2010
 

inocencio rex

gracias, mi amigo roberto.. tus vertigos intelecuales son un verdadero desafío (si es que entendí lo que quisiste decir); gracias por seguir esta historia (y por ser casi el único).. no se si es un buen capítulo, pero se me hace que es uno de esos necesarios para reubicar y ambientar la historia.. decime si me equivoco, por favor..
gran abrazo
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January 08, 2010
 

Roberto Langella de Reyes Pea

Excelente, my friend, ya qué puedo decirte que no te haya dicho. Que mis vértigos interlecturales no te amilanen; seguí subiendo que seguiré leyendo. Compro, ya sabés que compro. Abrazos.
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January 06, 2010
 

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