CONDICIONES NORMALES DE PRESIN Y TEMPERATURA
Publicado en Nov 22, 2009
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Condiciones normales de presión y temperatura.
Rosario Collico Savio

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–¿Te van los tríos? – me dijo Roberto con cara de yo no fui.
–¡¿Los tríos?! –repetí, atragantándome casi con el café y en un intento por ganar tiempo, pues había entendido perfectamente.
–Sí, los tríos, ¿te van?– insistió mientras se recostaba sobre el respaldo de la silla, exhalaba una bocanada de humo y los rayos de sol del atardecer se colaban por la ventana del bar dibujando figuras alargadas sobre la mesa.
 
Traté de armar la respuesta a toda velocidad evaluando cuál sería la intención de Roberto al hacerme semejante pregunta: si me estaba testeando, si me estaba jodiendo, o si en realidad me lo proponía solapadamente. Quería contestar lo correcto porque hubiera hecho cualquier cosa por ese hombre que sabía hacerme feliz y no era mi intención defraudarlo siendo o muy bizarra o muy angelota. Con la misma velocidad determiné que lo mejor era contestar con  lo primero que tuviera a la mano, con la verdad.
 
–¿Sabés que nunca fantaseé con eso? –le dije, eligiendo con cuidado las palabras–,  tal vez por mi educación, por mis represiones morales, o por no mostrar  un costado ambiguo, pero ahora que lo decís, creo que podría probar.
 
–Y, ¿a quién preferirías además de mí, a un hombre o a una mujer?
–Bueno, en tren de suponer, y como no soy tan moderna, creo que elegiría otro hombre, pero con una condición: que yo no lo conozca.
 
Me di por contenta con mi desempeño porque Roberto sonrió complacido  y porque me dio un beso raro, como de diez felicitado. Después cambió de tema.
 
El jueves pasado cenamos en su departamento. Ni bien llegué descubrí  que las cosas eran sutilmente diferentes. Una medialuz sostenida por velas teñía el ambiente de naranja y amarillo, un dejo leve de sándalo bisbiseaba en el aire, la mesa estaba tendida para dos y un vino rojo acababa de ser descorchado. Roberto, entre distendido y achispado, me besó en el cuello, un vórtice de púas erizadas se enroscó en mi espalda.
 
“Sentate Helena,  relajate”, me dijo mientras los vaivenes de un vino de terciopelo cambiaba el color de mi copa. “Tengo una sorpresa, un cocinero, te lo quiero presentar. ¡Caleb!”, llamó.
 
Un moreno alto y fibroso, ataviado solamente con un delantal negro y largo anudado a la cintura se presentó de inmediato. Estaba descalzo y era completamente calvo; su cabeza, una bocha lisa y redonda, tan así, que sentí el impulso de acomodar mi mano sobre ella, pero lo refrené. Tenía la nariz ancha y los labios llenos. Cuando habló, con cierto acento que no pude descifrar, se inclinó como en una reverencia revelando sus dientes parejos y blancos.
 
“Encantado”, susurró Caleb besando mi mano, “espero que le guste lo que hago”, y con un pase mágico hizo volar una servilleta para  descubrir unos panes pequeños y unas mezclas de quesos que prometían hierbas. Las llamas de las velas se reflejaban en su piel y  me atrevo a asegurar que el aroma del sándalo provenía de su persona.
 
Roberto le sirvió una copa de vino y le pidió que nos acompañara.
 
“Sólo un momento”, dijo, “debo volver a la cocina, los sabores tienen sus tiempos,  las cosas deben ocurrir en el momento preciso, nada puede forzarse en la cocina, ¿no cree?”, me preguntó.
 
“Con seguridad tiene razón”, respondí respetando su formalismo, “pero no soy experta.” Caleb bebió un sorbo de vino y me pareció que apresaba los sabores aplastándolos entre la lengua y el paladar. Cerró los ojos y respiró profundamente. Yo no podía sacarle los ojos de encima;  su andar, sus modos y su voz eran irresistibles, como si encerraran un enigma de imperiosa resolución. Se movía poco, con ademanes leves y se comunicaba a través de oscuros ronroneos. Desprendía una fuerza vital,  magnética que me obligaba a  mirarlo. Roberto, a su vez, medio repatingado en su silla y con un codo sobre el respaldo, disfrutaba morosamente de la situación. Creo que se sentía un espectador privilegiado o, ahora que lo pienso, como el director de una película satisfecho con sus actores.
 
La cena transcurrió en ese tono y en ese entorno ambivalente de fulgores suaves y sabores violentos: vinos de cuerpo espeso y notas sedosas, carnes asadas, delicadamente especiadas y vegetales frescos con aderezos dramáticos. Caleb servía cada plato en porciones pequeñas como para dejar con las ganas de un poco más, pero enseguida nos regalaba otro manjar más apetecible que el anterior. No descuidaba detalle y se afanaba para que tanto a Roberto como a mí no nos faltara nada. En sus idas y vueltas no se privaba de rozarme con su mano al retirarme un plato, o de acercarse más de lo necesario para llenar la copa e, incluso, casi a medianoche, me besó fugazmente los labios cuando me preguntó si estaba satisfecha o quería un poco más.
 
La atmósfera se tornaba lúbrica, se iba cargando de sensualidad a cada minuto, como cuando se gesta una tormenta. Un irremediable deseo en estado puro era la sazón de la comida. Tal vez era ese el ingrediente secreto del  cocinero.
 
Roberto y yo hablábamos sobre nosotros, sobre un viaje que haríamos a Marruecos, sobre unos monjes que ofrecían un seminario sobre sexo tántrico. Fluía el erotismo,  nos cruzaba con corrientes tan corpóreas que podía verlas, ellas animaban sus ojos  y la forma en la que, de a ratos, me acariciaba. Pero no nos movíamos de la mesa, ambos pretendíamos dilatar ese momento irreal, suspendido en el tiempo. Todo era  oportuno, medido, justo. Habrá sido por eso que  me pareció natural que Caleb me retirara la silla y me condujera al dormitorio seguidos por Roberto quien, detrás de mí, me desarmaba la trenza que apaciguaba mi pelo.
 
Entre los dos me desvistieron. Nadie dijo nada, no era necesario, pienso que cualquier palabra hubiera roto el delicioso silencio que se había instalado entre nosotros tres. Se estableció una comunión que no había experimentado antes con nadie, ni siquiera a solas con Roberto.
 
No sé, la verdad es que no sé si podré tener  una noche igual. Lo dudo, porque hubo algo mágico, aportado por mi curiosidad, mi  asombro y mi dejar hacer o por el plan meticuloso de los hombres. Se notaba la preparación previa, el cálculo de los detalles y, sin embargo, percibí que ambos se sorprendieron por mis reacciones y disfrutaron más de lo que suponían. Hay cosas que no se pueden fingir. No sé porqué me acordé de la química y de sus condiciones normales de presión y temperatura. Tal vez porque concurrimos en el momento indicado  al lugar preciso, una cita armada entre los tres, un  mutuo acuerdo que fue más allá de una idea loca de Roberto solo para ver qué pasaba. Creo que él vio más allá de mí y venció mis propios temores.
 
Ha pasado poco tiempo desde esa noche, apenas unos días, pero todo vuelve a mi cabeza con la fidelidad de una cinta de video. Me debato, a veces sumisa y otras tantas dueña y señora de la escena, entre la fiereza de Caleb y el amor sabido de Roberto. Disfruto del recuerdo del intercambio de pieles y sabores, de las manos, de las bocas, de los sonidos animales y de los sentimientos nuevos que me vi obligada a abrigar. Renové mi pasión por Roberto, avivada por esta faceta lúdica y experimental pero ahora sólo me martiriza la pregunta: ¿cómo hago para vivir sin Caleb?
 
 

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Foto del autor Rosario Collico Savio
Textos Publicados: 2
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Descripción

Cuento

Palabras Clave: erotismo tro

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficcin



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Marcos Reaper

Me encantó... simple y sencillamente fulgurante. Que imagen tan bella.
Te dejo una estrella (la de mi corazon de humilde poeta).
Bravo
Marcos Reaper
Responder
July 22, 2011
 

Rosario Collico Savio

muchas gracias, Marcos, gracias por leer y comentar-
Responder
July 23, 2011

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