Ignoro el color de sus ojos,
el tono de su voz,
su forma de caminar por la vía.
Pero confieso que conozco
el fondo de su alma
y su pasión contenida;
esquiva
a cualquier acercamiento,
de esa manera, ella imagina,
que se salva de mí;
nada menos cierto.
Resguardada se cree,
se siente;
sus labios no perciben
la sombra de mis labios
bajo este silencio voluptuoso
y paciente.
No puedo hacer nada más al respecto
si ella no  imagina mis manos
ceñidas como enredaderas
a la madera fina
de su cuerpo,
si no se da cuenta ni se inmuta
bajo este cielo azul que nos envuelve,
que en la distancia casi infinita
pervive su mirada en la mía.  
Qué puedo hacer yo
si permanece estática
como una pieza de mármol
única y singular;
nada le perturba,
apenas una expresión
blanca y lívida
se nota en su rostro.
Qué puedo hacer
si sus pensamientos viajan lejos
y no logro detenerlos
y aunque regresen al momento
no dicen nada,
su voz ha quedado velada
en la oquedad de las palabras.
Pero eso sí,
he probado su vida
como un racimo de lágrimas
dulces y ácidas
que maduraron
en los minutos aprehendidos,
en el devenir del tiempo;
en el nido de sus ojos de infinito.
Y así, finalmente,
desarmados de todo
y de la vida;
sin decirnos nada,
nos abrazamos
y dejamos a la tarde
perderse para siempre,
entre las aguas azules y apacibles
del Río de la Plata.