Enkidu
Publicado en May 16, 2022
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 ¿Qué es más irónico al reírse de los dioses, sino es percatarse uno mismo de su mortalidad que envidia a su eternidad?
 
Fue durante el cálido y bochornoso verano que invadía la cuenca del Éufrates, donde en su cercanía asomaba el Tigris formando una tierra repleta de humedad, plantas y vida en toda su expresión.
El verdor que emergía entre lo puramente cristalino de las tempestuosas aguas, solo era equiparable al cielo azul que nos gobernaba y nos vigilaba eternamente, inmóvil y pétreo. Sin importar que tanto mirase, pues tú lo mirabas todo el tiempo, lanzando preguntas que creías, el mismo viento se las llevaba, pero en realidad siempre estuve ahí para escucharlas y darte respuestas, desde el fondo de mi propia mente.
Vagábamos errantes, descubriéndonos y perdiéndonos tantas veces que era una rutina, una cargada de golpes contra las piedras, golpes hacia las bestias, golpes entre nosotros. Una eterna competencia sabiendo que ninguno lograría sobreponerse al otro. Un estrafalario desfile continuo y eterno, cual serpiente devorando su propia cola, nos volvimos adictos al hábito y este se volvió la mejor y más sagrada constante.
Todas las ciudades, desde Uruk hasta Lagash, todos los pueblos, desde los montañosos hasta los costeros, todos los súbditos, desde los ricos hasta los pobres, todas las fieras, desde las solitarias hasta sus grandes manadas, todas las estrellas, desde el ardiente sol hasta la indiferente luna, todos se ponían de rodillas ante nosotros.
Ante mí.
Ante ti.
¿Y quiénes éramos para merecer tanto y hacer tan poco?
Son las cosas que ahora preguntó, a las que incesantemente les intento maquinar un sentido, otorgarles un beneplácito que me pueda satisfacer, pero siempre se ha tratado de eso, ¿No es así?
Porque si no tengo esa certeza, sino obtengo respuestas, me hace falta algo, y eso francamente nunca ha sido permitido, no lo ha tolerado nunca, a mí no me puede faltar nada, porque tú me lo darías.
Ahora entiendo que eras tú quien me brindaba no solo de lo que yo quería o necesitaba, sino que en su sentido más simple pero profundo, tú eras quien me daba ese sentido.
Eras mí sentido.
Que a través de los años, de las adversidades, en las celebraciones, en todo momento, me acompañó. A través de montañas, lagos, planicies, adentradnos en cavernas, riscos y cañadas, descansando sobre la hierba para poder contemplar la oscuridad completa de la noche, sin más sonido que él de nuestros propios seres.
Sin estar nunca satisfechos, ávidos de más, siempre buscando la manera de obtenerlo todo, ese se volvió parte de nuestra constante.
Más del dulce vino. Más de las deliciosas frutas. Más de las apetitosas carnes. Más amigos a quienes saludar. Más enemigos a quienes destrozar. Más paz que dar al mundo. Más caos que cargar sobre nuestros hombros. Más de nosotros mismos, como un regalo que sin pensar intercambiábamos.
Ahora que puedo voltear al pasado y verlo con añoranza puedo sentir no solo la nostalgia completa del recuerdo, sino también los arrepentimientos de aquello que fue pero no volverá a ser, pues ya solo vive en ese lejano tiempo, que con cada minuto hacia el inhóspito futuro queda sepultado de manera inevitable, bajo las arenas del inexorable y cruel tiempo.
Pocos llegamos a tener esta fortuna, una bastante desafortunada, como lo es ser conscientes de nuestra mortalidad. Del inevitable final que nos arrincona con cada minuto.
Yo estoy con esos desfavorecidos pero afortunados seres.
Rio un poco de pensar a cuantos no pusimos en el mismo predicamento en verdad. Nuestros nombres se estamparon como leyendas de una promesa hacia el mundo. Esperanza y regocijo para algunos, devastación y muerte para la mayoría.
Verdugos, pacificadores, asesinos, justicieros, salvadores, exterminadores, amigos, enemigos, reyes, sirvientes, hemos tenidos tantos nombres que solo sabemos quiénes somos gracias a nosotros mismos. Es un poco triste si lo pensamos un poco. Nos entregamos tanto al mundo, al exterior, que nuestro interior al final se volvió un solitario refugio, que solo podíamos compartir con el otro.
Pero, pese a lo lastimero que pueda ser eso, no creo arrepentirme.
Eso sería un acto cobarde, y nosotros nunca fuimos eso. Nunca dimos nuestro brazo a torcer, nuestras bocas a ser cerradas y nuestros pasos a detenerse. Si algo compartimos fue una voluntad inquebrantable, un ardiente y atroz deseo por superar a cualquier oponente, no importase que tan poderoso o temible fuera.
En nuestra propia grandeza, no fuimos capaces de entender nuestras limitantes, nos parecía algo estorboso, inútil e incluso cobarde, por eso nos hicimos invulnerables ante los demás, aun incluso en nuestra soledad compartida lo fingíamos, si ni siquiera entre nosotros éramos mortales, ¿Cómo no serlo ante el resto del mundo? 
Fuimos un par de aves que intentaron tocar el sol, llegar a lo más alto del cosmos olvidándose de aquello que era.
Un simple par de inocentes y muy tontos pajarillos.
Fue en el otoño, con sus eternas puestas de sol y largos atardeceres que tuvimos un recordatorio, uno cruel pero justo, era algo que habíamos olvidado y ahora no podemos dejar de pensar en ello, nuestras mentes no cesan, incluso nuestros ojos parecen estar vigilando el paso de nuestras vidas, constante y tortuoso, nos ha vuelto lamentables, o quizás solo ha dejado en flote lo que en realidad hemos sido durante todo este tiempo.
Parecía buena idea en su momento, no solo por lo que significaba lograr para nosotros aquel triunfo, sino porque era una afrenta que los mismos dioses nos mandaban. En su capricho por que fuésemos más humildes, que dedicáramos todo de nosotros hacia ellos, un sacrificio para los únicos que podían reírse de nosotros y salir indemnes.
Aquella bestia, tan legendaria y magnifica, una epopeya por sí sola, algo que escapaba incluso de nuestra imaginación, pero no logró escapar de nuestra fuerza. El caos, la destrucción, todo lo que significó y fue, una síntesis de nuestro propio significado, el clímax que estábamos buscando o una ascendente que nos llevaba directo hacia él.
Un sueño que se acercaba peligrosamente a la realidad.
Una realidad que al final no logramos acercar.
Nuestro contacto con los dioses fue maldecido. Un sacrilegio era la palabra que entronizaba aquello que habíamos hecho. Las reglas de los cielos y de los infiernos, todas las leyes hechas por esos seres venidos de las estrellas, nos encargamos de romper todas y cada una, algunas de manera accidental, pero la gran mayoría con total alevosía.
Éramos dos grandes pecadores que colmaron la copa de ira de Dios.
Y tal, como la gloria y el triunfo se nos había vertido, así recibimos toda la podredumbre de aquellos magníficos eternos. Aunque la verdad, habíamos tenido mucha suerte. Sabíamos que los dioses podían ser crueles, ya habían asesinado a toda la vida con las tempestades, volviendo al mar mismo una gran tumba para aquella generación perdida.
Lo teníamos en nuestra memoria, pero el presente nos consumía en todo momento, no quisimos detenernos a reflexionar, y eso quizás fue lo que nos costó el futuro.
 El castigo del cielo fue severo.
Como las hojas que caían en montones, inertes al suelo, así habíamos derribado ejércitos.
Como el viento golpeaba el suelo sin clemencia, habíamos abatido muros y torres frente a nosotros.
Como el frio escaldaba cada vez un poco más, nosotros habíamos calentado nuestras almas, exacerbado nuestras pasiones.
Como el tiempo que día con día consumía el otoño, habíamos dado todo de nosotros en nuestro camino a la eternidad, vueltos dioses de carne.
Erramos tanto que el castigo no fue menos que justo. Pecamos tanto que la condena no fue menos que necesaria. Fue tanto grave el crimen, que la vida que nos quedaba no bastaba para pagarlo.
Pero siempre teníamos eso en mente. Como una voz pequeña e incómoda al fondo de nuestros pensamientos, tirando agua a nuestro sol interno, haciéndonos dudar ante la gran certeza de nuestros seres, molestándonos y sin darnos clemencia, porque al final era como nosotros. No cejaba en su deber, en su deseo, en su designio, igual que nosotros.
Siempre te vi igual. Una sonrisa, una fiereza, una figura tan imponente, que aquella cadena llamada culpa, parecía no ser capaz de darle la vuelta a tu cuello, los mismo que al mío. Eso pensábamos, o creíamos, finalmente solo sé que fingíamos como los grandes bufones de nuestra tragedia personal.
Quisimos ser todo lo bueno, todo lo necesario, todo lo deseado, todo lo que queríamos. En realidad, solo se nos permitió ser todo lo contrario. Una falacia tras otra a través de los días, de nuestra existencia. Pero no nos engañamos solos, siempre fue algo mutuo. Yo creyendo en ti. Tú creyendo en mí. Así era como hacíamos las cosas funcionar.
Así es como logramos llegar al infinito.
Y solo así es como pudimos probar la amarga derrota.
Las remembranzas no solo me hacen pensar, me causan todas las emociones que solo la vida puede otorgar
He reído a carcajadas, me he enojado a mares, volví a sentir la satisfacción de nuestros logros, he llorado por los caídos, pero ahora al final de cada recuerdo, me invade un miedo constante, uno que nunca antes había sentido.
Porque sé que los recuerdos viven en nuestro pasado, siempre estarán ahí, incluso quienes solo lo hayan visto de lejos, también quienes solo lo hayan escuchado e incluso quienes, sin vivir en estos años, recuerden o sepan de nosotros. Ahora mi temor viene porque estoy en la certeza de que el futuro no es más que breve.
¿Cómo pensábamos en el futuro?
Quizás solo veíamos ese delicioso ciclo rutinario, una y otra vez, luchando contra más y más adversarios, riendo cada vez más fuerte, festejando nuestros triunfos en grandes banquetes, una vida repleta de placeres, que nunca debía terminar. Porque yo solo sé, tú ansiabas alcanzar la inmortalidad.
No como una mera ensoñación infantil o una fantasía de juventud en espera de volverse una imposible realidad, tú y yo, éramos conscientes de que los dioses no solo eran inmortales, sino que también, después del cruel diluvio, bendijeron a un hombre con aquel don.
Pese a saber su nombre e incluso donde podíamos darle encuentro, nunca fuimos tras él, pues su mito era ser inmortal, el nuestro era el encontrarnos de cara con los mismos dioses y exigirles que merecíamos aquel regalo, que era nuestro destino, recibir la eternidad como premio por nuestros logros.
He de repetirlo, que equivocados estábamos.
Ahora es invierno, no solo en la tierra, sino también en nuestro camino juntos.
El verdor de la vida ha oscurecido, la nieve y el frio le arrebatan su vida para dar paso al vacío de la muerte, la inexistencia, que en una futura primavera dará vida nuevamente a las flores y la vida misma.
Yo estoy consciente que no viviré más allá del invierno que ahora contemplo.
Al igual que las plantas, mi vida se irá con el frio, pero no habrá primavera que me de aliento nuevamente, no habrá sol que caliente mis cabellos como si fuesen hojas para permitirme estar de pie nuevamente. Y no podremos seguir juntos en este camino que hemos decidido construir en comunión de nuestros deseos y existencias.
Todos mis recuerdos se agolpan, como la nieve lo hace a mi alrededor, se tornan en montañas, torres, casi incluso zigurats como los que mandaste levantar por montones para que tú gloria no fuese algo que se pusiera en tela de juicio por los demás, desde el hombre rico hasta el esclavo que caía agotado por empujar las piedras de tu imperio.
Así mismo he de caer yo, como otro mortal más, sin que importen mis logros, mis riquezas, mi propio poder, pues la mortalidad es algo que todos compartimos, menos los dioses ingratos que se deleitan con nuestros sueños y ríen con los truenos de las tormentas al sabernos desesperados por vivir incluso más que ellos.
Engañándonos a nosotros, hemos llegado lejos, quizás sea algo para admirar por otros mortales, para los eternos no es más que una comedia mucho más atractiva y deliciosa. Pues al tenernos postrados y convalecientes, como lo estoy yo ahora, es lo que más anhelan y disfrutan, pues todo lo que he dicho ya y lo poco que queda para exclamar, no son más que recuerdos que veo con nostalgia infinita, donde me gusta vagar, aun cuando mi pecho duele cada vez más que lo hago.
Beben mis lágrimas, después de que ruedan por mis mejillas pálidas y caen a la tierra, degustan pedazos pequeños de alma, que siento cada vez más ligera, porque la devoran y cada vez toman partes más grandes. Mi sangre es su platillo favorito, y esperan gustosos mis entrañas.
Los dioses son crueles no lo dudó, pero nosotros hemos sido necios y al final solo obtendremos lo mismo que nos hemos buscado.
Y en nuestra búsqueda de eternidad, yo he encontrado mi final, y tú ahora buscas desesperado la manera de evitarlo.
No puedo evitar sonreír cuando pienso en ello.
Estar cada vez más cerca de la muerte, me hace más consciente de la vida, él que tú estés tan empecinado en alejarla, puede que solo acelere la tuya misma.
Quizás lo que más disfrutan los dioses no es mi sufrimiento por perder la vida, sino el tuyo por perderme a mí, porque, aunque siempre fuimos dos grandes seres en un mundo tan caótico, siempre intentamos mostrarnos como una alianza de egos, una cumbre de voluntades encontradas donde uno era más capaz que el otro. Capaces de levantar montañas para superarnos entre nosotros.
En realidad, solo construimos todo porque estuvimos juntos, aunque lo llegásemos a negar en solitario, la fortaleza siempre radico en nuestra unión, y ahora somos en verdad conscientes de ello.
¿Ese es nuestro castigo?
La verdad, es que por mucho que lo pienso, no sé en verdad que es aquello que los dioses aguardan para nuestros seres mortales, quizás es lo que más me atemoriza, porque morir solo lo haré una vez, pero el castigo que me pueda aguardar después, quizás ahí es donde encuentre mi propia eternidad.
Y tú eternidad, es algo que me preocupa.
No porque temo que sufras un castigo junto a mí, no porque seamos al final dos víctimas y prisioneros de las profundidades por igual. Sino porque me apartarán de ti. Y no sé si tú podrás estar bien sin mí, porque con certeza sé, que no podré estar bien in ti. Ahí quizás es donde está realmente nuestro castigo.
Quizás encuentres la ansiada eternidad, probablemente los mismos dioses que me tienen agónico, te den a ti toda la vida que desees, pero solo para que no llegues a estar en el mismo lugar que yo, o eso es algo que pienso.
Quizás te den la manera de salvarme, solo para perderla de tus propias manos por un error tuyo, que gracioso sería, incluso yo no puedo evitar sonreír un poco fantaseando en ese escenario. Un pequeño vistazo al futuro que sé, no podré ver o vivir.
Pero todavía tengo algo de certeza. Aún puedo pensar en que sin importar lo que suceda, hemos de vivir más allá de lo que nosotros mismos esperamos, aún más incluso de lo que los mismos dioses permitan o toleren.
Yaceremos en nuestras propias mentes, nuestros propios recuerdos, nuestras almas carentes de mentes o sentires, seremos eternos no porque se nos dé la oportunidad, sino porque tú y yo siempre lo hemos sido con el otro. Nuestra eternidad estará en nosotros siempre, como todo lo que hemos hecho antes, siempre ha sido por nosotros y para nosotros.
La propia pertenencia de nuestros seres, todo aquello que nos dijimos, que nos juramos, que nos odiamos, que nos amamos. Solo con eso, con todo eso bastará para que siempre podamos existir en un mismo lugar y en un mismo tiempo. Así podremos reírnos de los dioses una vez más, porque mientras ellos vivan eternamente guardando sus secretos de la humanidad y de ellos mismos.
Tú y yo nos hemos sincerado con la existencia misma, para que nunca quede duda de quienes fuimos, de lo que hicimos, de lo que sentimos.
La inmortalidad no será nada.
Nada junto a nosotros.  
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Descripción

Las reflexiones finales de un antiguo ser. Primer obra del ciclo de los hroes.

Palabras Clave: Amor. Inmortalidad. Dioses. Tragedia

Categoría: Poesa

Subcategoría: Gtica



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