Tenía el techo de cristal y yo piedras rebosando en los bolsillos que me había ido metiendo ella mientras me besaba desde lo lejos.
Como se hace por la ventanilla abierta de un tren en marcha. Y, a su partida, yo no podía hacer otra cosa que observar su techo de cristal al tiempo que deseaba que las malditas piedras desaparecieran de mis bolsillos y así yo poder irme también en paz por la dirección contraria al desgraciado sur.
Sin embargo, el dolor era demasiado grande y hacía nacer la rabia. Y a ésta la controlaba con gran esfuerzo.
Me sentía montado en un caballo salvaje: Estaba siendo un fin de semana donde, agarrado a la crin de la decencia (que yo ni siquiera sabía que existía) viajaba adosado a los lomos de un alazán que se llamaba ira y provocaba lágrimas de frustración.
Cada hora fue como meses enteros de angustia; temía que todo acabara siendo maldad y los cristales volaran en mil pedazos. Presumía que entonces ya no sería importante el origen ni la culpa, ni siquiera las consecuencias. Por demás, galopaba completamente solo por un paisaje que otrora fuera compartido y lleno de sonrisas.
Tan solo el desepero ahora...
Josep. Agosto 2014 
Imagen: Mark Ryden