En chile, desde hace mucho tiempo que el desierto avanza, pero más allá de lo tangible del desierto, que, desde el norte, Atacama, avanza sin control, convirtiendo poco a poco a la gran capital santiaguina en un desierto urbano, presencio que el desierto interior nos invade y es peligroso, tal como dijo Federico Nietzsche en el año 1888 “El desierto avanza; ¡ay del que en su alma alberga desiertos!” Esta frase tan cierta, porque el desierto trae angustia, desespero, un descampado en el alma, uno no sabe donde mirar, donde fijar los ojos, a quien o a que observar, solo queda la soledad, que, en ciertos seres, es una especie de tortura.
Pero tal como nos pario esta tierra, somos dicotómicos, somos hijos de esta nación al sur del mundo, la finis terrae que vive en constante incertidumbre: si un terremoto golperará, en qué momento y hora del día, si el mar sube para inundarnos y llevarse a las fosas más profundas todo lo construido, lo bueno y malo realizado por el hombre chilensis. Pendientes de que, si explotará un volcán, o si habrá derrumbes de cerros, o si habrán crecidas de ríos, o si llovió mucho, poco, nada. Si tenemos crisis social, si existen dos tipos de clases o más. Así se teje la vida aquí en este mundo aparte, la isla de América del Sur.
El alma chilena es dura, impenetrable, llora, ríe, grita, desespera, pero saca lo mejor de sí para los demás. Si bien estamos casi escondidos acá viviendo como en un balcón mirando hacia el precipicio oceánico, en donde tenemos un gigante como lo es la cordillera de los andes presionándonos casi para caer, lo aguerrido no se extingue jamás, porque realizamos bifurcaciones que nos llevan a la meta final siempre.
Soy hijo de esta finis terrae, bienvenido el que quiera arriesgarse a vivir en dos mundos paralelos.