Narciso el feo
Publicado en Aug 13, 2019
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El cambio se media en el tiempo o era viceversa como un racimo de intenciones últimas y verdades a medias lo suficientemente coherentes para pararse enfrente del espejo y hurgarse la nariz hasta que solo queden ideas y tópicos gastados en cuanto a la belleza, por supuesto, estas cuestiones inefables son las que Narciso analizaba con una mano en el bolsillo y la otra acicalando el cabello. Le gustaba tomarse el cabello y acomodarlo de un lado, del otro, para atrás o dejándolo caer sobre la frente como aguacero crispándose en una loma verdosa, era como un rito, un misticismo sagrado donde era sacerdote y feligrés de la admiración. Aunque era innegable el concepto que se tenia de si mismo alentado y multiplicado por el afecto y calor de un hogar cálido la contradicción entraba en escena al llegar al colegio, Narciso aborrecía el colegio, aborrecía el olor pueril de las paredes blanquecinas, los cristales enmohecidos por halo estudiantil, la megalomanía de los profesores, en suma, aborrecía todo. No quedaba otra, era aguantar las burlas, vejaciones, privaciones y lastimosas elocuencias que proferían contra él, en concreto con su fealdad. No se hacia una idea del canon de la belleza hasta que un día en el patio escolar a la edad de siete años cuando las emociones son lúdicas y el carácter se dibuja sobre un óleo manchado de caramelo, saliva e inocencia pretendía jugar en un sistema gregario fue rechazado, miraba indolente las miradas colmadas de desdén y aversión hacia su persona, no entendía esta antipatía de sus congéneres hacía su persona, su ignorante precepto de sí mismo. Poco a poco se acostumbro como se acostumbra el pasto a ser pisado al trato despectivo, empero no se dejaba amedrentar, reconocía que algo estaba invertido, como cuando se ponía el zapato derecho en el pie izquierdo y el izquierdo en el derecho, pero le gustaba caminar así, sentirse así. Pasaba las tardes dibujando y haciendo monigotes de miga de pan y plastilina, creando formas, dibujando detalles, coloreando la incipiente blancura de trazos imperfectos, inacabados perecederos, diseñando su propio Nirvana, su éxtasis asociativo de imágenes especulativas y espejismos rosicleres de buen gusto a los ojos. Helena Eco era una vecina suya sabedora de su persona que disfrutaba su compañía, disfrutaba sus anteojos para su miopía, disfrutaba su frente amplia, su nariz chata, sus labios gruesos como fruta magullada, lo único que no le era tan agraciado de Narciso era su pelo. Frecuentemente cuando Narciso no quería dibujar más o cuando la orfebrería de muñecos sin nombre ni rostro lo hastiaba ella le jalaba el pelo, le picaba las costillas, lo tiraba al suelo y era un explosión de risa, un alarido ululante y febril que terminaba con lágrimas en los ojos y dolor en la barriga de tanto reír, la risa era lo que realmente los unía, no se sentían distantes, no había diferencia entre su piel, sus cabellos rubios o negros, eran el día y la noche, los preceptos estéticos huían atemorizados por esa risa que anegaba todo, inseguridades, miedos, prejuicios. Helena hurtaba los monigotes que Narciso hacía, los guardaba en un cajón, junto con los dibujos que pintaban y a un lado ponía el corazón hecho trizas untado de pegamento, ella veía en Narciso algo más que unos dientes chuecos y encimados, escuchaba unas palabras abrasadoras descifradas hábilmente de su discurso tartamudo, de su hermetismo social, se maravillaba con su risa, el tiempo mutuo tumbados sobre racimos de flores silvestres mirando el ocaso y ver aparecer las estrellas que podían contar con sus dedos, frágiles y esbeltos. Narciso era indiferente, distraído, inconsciente sobre lo que Helena sentía, disfrutaba de su compañía y de lo que hacían juntos, pero nada más, no sentía la magia, la virtud de sus manos cosquilleantes ni el fragor de su pelo picándole el rostro anhelado. Cierto ambicioso día en que un anuncio luminoso anunciaba un concurso de dibujo Narciso vio la oportunidad de sublevarse, de arrancar y hacer bolita de papel lo que por dentro llevaba, de convertir esa hoja de papel en un avió que volaba como sus sueños, su cicatriz en la frente parecía que desparecía. Mamá y Papá lo ayudaron a elegir el mejor a su parecer. Un paisaje sosegado donde una montaña gris era decorada por un gorro de nieve, las nubes opacas merodeaban la montaña como amantes ansiosas de robarle un beso a la inapelable y decidida edificación natural; a los pies de la montaña un lago que difuminaba la montaña como símbolo trastocado o mito tergiversado. Sus padres se prestaron a acompañarlo, ya en la sala de recepción se percibía un formalismo austero, una clarividencia sorda y sucia. Los participes llevaban sus dibujos en folders pulcros, se entregaban con una señorita de piernas blancas, cintura sobrehumana y ojos materialmente soñadores, al mirar a Narciso lanzó la misma mirada furtiva y amarga a la que estaba acostumbrado, le temblaba la mano y el alma. Al salir de la recepción se dio cuenta que uno de sus monigotes se había quedado en la silla donde se sentó, pidió permiso a sus padres y echo a correr; lo que encontró lo desorbito de su estéril universo, el dibujo en el cesto de la basura al lado de unas envolturas de frituras y un envase de Coca-Cola. Echo a correr al auto de sus padres, olvidando el monigote, se sentó en la parte trasera y con lluvia en sus parpados se dirigió a su hogar. Tribulado por lo que momentos atrás paso, oía sin oír, miraba sin mirar perdido en pensamientos ofuscados; un coche silbó tan fuerte que Narciso despertó de su ensueño y mirando el cristal del auto de enfrente vio su rostro, pero ahora no solo lo miro sino que lo observo, lo percibió tal cual era, los surcos de las orejas, los labios oscuros y gruesos, la frente amplia contrastada con un rostro pequeño, con un alma pequeña y empobrecida, la mejillas que asomaban un futuro sobrecogedor y lúgubre, los ojos tristes y vacíos y el pelo lo vio cenizo como atardecer, volcánico, helado mirándolo sin fetichismo, tal como él era como mito antropológico. Llegó a casa, entro en el corazón delator de su habitación y ahí acompañado de su soledad y sus dibujos quebró el espejo que tenía frente a él, lo maldijo, lo escupió y lloro triste y largamente. En los trozos que quedan miro su rostro, un rostro amargo que maldijo hasta que el llanto lo dejo dormir.  
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Foto del autor Julio Beltrn
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Descripción

Una nueva valoracin al mito de Narciso presentando su antagnico; la fealdad.

Palabras Clave: Narcico Fealdad

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficcin



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