Captulo 29. Los ataques sorpresas, no lo olvides
Publicado en Aug 17, 2018
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EXTRACTO DE LA NOVELA: La probabilidad, el albedrío o las barajas.
http://www.megustaescribir.com/obra/64381/la-probabilidad-el-albedrio-o-las-barajas 
 
29.     Los ataques sorpresas, no lo olvides  
Los rumores de la mañana hacían fondo a la imagen del Camello pisando la cabeza de Ajito. Entreabrí mis párpados y en el empuje de la luz inundándolo todo terminó por arrancarme del sueño. Por fin llegaba el día, fue lo primero que pensé. Me dolían las articulaciones, como si despertara luego de una tremenda paliza. Cerré los ojos para relajarme por entero. Ese día mi venganza disfrazada de justicia se consumaría. Por la noche, seguro, disfrutaría de mi triunfo sentado en mi butaca con la brisa dándome en la cara. O, mejor, haciendo el amor con Jimena. Jimena, De un solo esfuerzo ya estaba sentado al filo de la cama. Jimena. Llevé mis manos a mi cara. Estará enojada, pensé. Respiré hondo y ya estaba de pie. Ya habría tiempo de disculparme con ella, se lo explicaría y me entendería, como siempre. Solo debía de pensar en los hechos de esa tarde. Miré la hora en el búho, aun sabiendo que era tarde para ir al colegio, pero había decidido no dar los exámenes finales de Matemáticas e Historia Universal, que se tomaban ese viernes. Estaría aprobado después de todo. Tenía que ir como fuere: quería verle la cara al Camello antes y después de mi venganza. Venganza. Algún incomodo seguía produciéndome ese vocablo muy en el fondo. El pobre desgraciado seguro me pediría los dos soles, quería verle al rostro cuando lo hiciese.
No tenía libros ni cuadernos que llevar, pero cogí la mochila y me la colgué al hombro, por algo sería. Bajé las escaleras como un rayo. Martita, en la cocina, preparaba los desayunos. Supuse que me preguntaría por como vine la noche anterior. Sentía vergüenza. No hablaría con ella en absoluto lo sucedido en el Pez Espada. Ese sería un tema entre papá y yo. Por cierto. ¿Dónde estaba papá?
—Buenos días Martita. ¿No iban al hospital por la mañana?
—¡Hasta ahola espelando la ambulancia!
—Ya vendrá. ¡Bueno!, me voy al colegio.
—No tan lápido. ¿Qué le pasó ayel cuando vino de cenal con su padle?
—Estoy mejor Martita, Bebí demasiado. Eso es todo.
—Sí, ahola soy una tonta, ¿cuándo ha bebido alcohol usted?
Eran las nueve de la mañana y mi padre se había marchado media hora antes, y ya no regresaba hasta el sábado por la tarde, así me lo hizo saber Martita. Me invitó a sentarme a la mesa para desayunar, pero le dije que ya iba tarde y tenía que salir volando.
Salí de la cocina -Martita ya despotricaba- y entré a la habitación de mi abuela para darle un beso en la frente. Ella, tendida en la cama boca arriba, tenía la mirada perdida con un rictus de sonrisa. La bese. Seguía con su gesto inalterable. Estaba un poquito fría. Por alguna razón, que yo solo entiendo, me ayudó a entender que hay venganzas dulces. Sonreí con su sonrisa y salí de la habitación. Martita seguía.
—… el niño no quiele desayunal. Cualquiel día se desmaya en el colegio y yo no tendlé la culpa. 
—Ya para, negrita linda. Yo también te quiero.
A punto de salir y me acordé de algo. Di la vuelta, sin cerrar la puerta principal de la casa, y bajé al sótano. Volví a subir mientras cerraba mi mochila. El Pitbull no pinta nada allí, hablaba en mis adentros. Pero ya todo estaba decidido. Martita seguía su monólogo.
—De vieja no pintamos pala nada.
—Martita, me voy.
Cerré la puerta y al colegio. De camino seguía pensando en el Camello, los muchachos, El Pitbull no pinta ni un carajo. Llegué a puertas del colegio. Estaban abiertas y desde abajo no se veía a nadie fuera de mi salón de clases. Supuse que aún estarían dando el examen de matemáticas de primera hora. Al asomarme lo encontré repleto y sin el peso del examen. El profesor se habría acogido a la huelga. Lo que me resultó curioso fue ver toda una concentración monástica hacia unos libros y cuadernos de Historia Universal, que se daría dentro de una hora. Si con tres asignaturas desaprobadas se repetía el año, seguro procurarían que una de ellas no fuera Historia Universal. El profesor Machuca era una enciclopedia con patas. Su forma de contar la historia hechizaba. Hasta el Camello se quedaba boquiabierto e incluso intervino por su cuenta, en una ocasión, cuando se explicaba el poblamiento del Continente Americano. «También pienso que nos han plantado en la tierra los extraterrestres», comentó. Jimena fue la única que soltó una carcajada en esa ocasión.
Miré a Jimena sentada en el fondo. No levantaba la vista, aunque de reojo ella sabía que yo ya estaba allí. Está molesta conmigo. El Camello, mirándome, estiró una palma arriba, frotó las yemas de sus dedos y movió sus labios. Lo entendí clarito: «dame mis dos soles». Lo miré más de dos segundos, para luego girar despectivo hacia otro lado sabiendo que mi gesto le molestaría. Me quité la mochila del hombro, que pesaba un poco, para colgarla en el espaldar de mi pupitre y me senté, instantes en que hizo su entrada al salón una figura no esperada.
¿Don Sebastián? Qué sorpresa, dije hacia dentro. Me dio la impresión de serle hostil, desde el primer momento, porque tan apenas apareció por la puerta del salón de clases me miró por el rabillo del ojo. Habría que ver de qué forma. Me rasqué la nariz sin picarme. Algunas veces lo hago cuando algo me inquieta en extremo. No lo esperaba.  Todo el alumnado se puso de pie y quedaron petrificados como los Guerreros de Terracota. Reverencia a su alcurnia. Soltó un libro con una tapa gruesa negra sobre su púlpito. Sería la Biblia. Tenía en frente al enemigo de antaño de Amanda. Mi expresión debía de ser neutra. Que no se dé cuenta de mi repulsión en aumento. Emplea tu arte para disimular tu desagrado con frialdad, cavilé. Jimena decía que en ello yo era un experto. Amanda, en sus tiempos, engordaba su boca para llamarlo «tremendo cojudo» y en dos ocasiones la frase tabú se me deslizó por los labios, sin que mis compañeros más cercanos se dieran por enterados, a pesar del silencio sepulcral.
—Siéntense.
Habló bailando sus pupilas de este a oeste sin mover su fino cuello. Todos obedecimos, mudos. Estornudó y su bisoñé cenizo se le ladeó imprimiéndole un aire burlesco.  Las risas fueron tímidas. El cura ordenó silencio y de nuevo volvimos al sepulcro. Los que no querían recibir clases de religión por pertenecer a otro credo podrían salir de clases si así lo habían solicitado al inicio del curso académico. Ese año sería el único en que mi abuela no pudo presentar la solicitud a causa de su enfermedad. Ya no tenía fuerzas para caminar. Aun así, las clases de religión se daban los lunes con la señorita Nilda y ese día aún estábamos en la hora de matemáticas. ¿Qué pintaba la presencia de Don Sebastián? Me dispuse a marcharme sin decirle nada.
—A dónde va Gabriel.
Me habló Don Sebastián. Pronunció mi nombre.
—Me marcho de clases.
—¿Presentó su solicitud a inicio del curso?
—No, pero religión se dan los lunes. Estamos en horas de matemáticas y no voy a escuchar más nada —expuse muy seguro y tranquilo.
—El profesor se ha acogido a la huelga. ¿No cree que debe aprovechar el tiempo?
—Sí, pienso aprovecharlo, pero fuera.
Una parte de mi conciencia recordaba la conversación que tuvo Don Sebastián con mi abuela en la salita de espera. En aquella ocasión el curita perdió la batalla. Quizá, sin Amanda, no solo quería equilibrar la balanza, sino ganar la guerra. 
—No se vaya, siéntese, Gabriel. Esta clase no tiene desperdicios. Por favor, siéntese.
Se dirigió con respeto y por ni nombre, en tono conciliador. Dudé de pie sobre mi escritorio. A ver qué es lo que vale la pena escuchar, rumié. Giré lo suficiente solo para ver a Jimena, ¿qué opinaría ella? Ella siempre en la última fila. Jugaba con un lápiz en su boca mientras su mentón reposaba en su palma. Ni me cruzó mirada. Su gesto me conmovió. ¡Claro!, me comporté mal con ella anoche, en la playa, pensé. Jamás imaginaría de ella un aborrecimiento manifiesto a Don Sebastián como el que yo sentía muy discreto. Siempre se refería a él con admiración. Nos distrajimos todos porque fuera del salón se oyó un alarido: Tía Pancha, la concha de tu madre, maricona. Luego, pasos en estampida que volaban por el pasillo. Las risas fueron descomunales y solo bastó la mirada subterránea del cura para volver luego al silencio. El cura me miró sonriendo. Acaso con su aptitud quería que hiciéramos las paces. A demás me lo había pedido por favor ¿Por qué no?, cavilé.
—Está bien —volví a sentarme.
—Gracias, muchas gracias, muchachito inteligente.
Don Sebastián rebuscó en el libro, giró hacia la pizarra, cogió una tiza roja y habló en voz alta lo que escribía: «Génesis, uno, uno: En el principio creo Dios los cielos y la tierra». Volví a rascarme la nariz. Me arrepentí de haberme quedado. Qué tonto fui. Soltó la tiza y se volvió a nosotros. Agregó que, en efecto, todo lo que hay en la tierra fue creado por Dios. Por la tierra se entendía el universo visible, lo material, esté en la Tierra o fuera de nuestro planeta. El cielo no se refería al espacio donde van las naves espaciales o los astronautas. Era otra realidad que existe, pero que no podíamos ver con ojos humanos. Pero cuando comenzaron las preguntas, «¿Tú qué opinas, Vega? Póngase de pie», supe que en cualquier momento me tocaría. Vega respondía y a mí me estrangulaba con su mirada. Ya no podía salir. Demasiado tarde, pensé. Mientras escuchaba respuestas enseñaba los dientes y le alumbraban los ojos. Era lo que quería escuchar.
Tuve que dominar mis escrúpulos del tamaño del mar en calma que se avizoraba desde el gran ventanal. Muchas aves en vuelo asemejaban un fantasma gigante moviéndose al ritmo de la brisa sobre el agua. El oeste estaba despejado y en el fondo un barco mercante desaparecía allí donde terminaba la línea verde. Armonía, dije por dentro. Ofuscación, pensé al volver los ojos a Don Sebastián, que decía con una sonrisa esmerada, «muy bien, Cortez». El Camello había intervenido sin darme cuenta.  Le preguntó luego a Jimena quien respondió con un rotundo, no sé. Pero, ¿Qué le pasa a Jimena? Otro detalle llamó mi curiosidad. El cura no le insistió. ¿Cuándo me toca?, susurré. Me producía asombro la naturalidad con la que esperaba que me preguntase. Porque sin duda me lo preguntaría. Lo advertían los rabillos de los ojos del cura. ¿Querría avergonzarme? ¿Tal vez vengarse?  No hubo tiempo para pensar más.
—Y tú, Gabriel, ¿qué piensas? ¿Quién creó los cielos y la tierra?
—¿yo?
Desde su altar me observaba con morbo. En otros tiempos con gusto sería mi inquisidor. Pero vivíamos en tiempos de la democracia y la razón. Al menos eso creía. El cura cogió una larga regla de madera y la agitó muy suave sobre su palma.
—Sí, tú. De pie, Gabriel…, te estoy hablando. Dígame, ¿Quién creó los cielos y la tierra?
—Ha escuchado algo del big bang o de la teoría de la gran explosión y del multiverso —no lo pensé; hablé rápido—. Es un modelo científico que expone el origen del Universo y su proceso posterior a partir de una singularidad espaciotemporal y…
—Blasfemias —lo dijo con estruendo.
Me quedé sordomudo y paralizado. El cura, sin dudarlo, despotricaba magullado en su orgullo religioso. Yo solo lo veía gesticular. Pero poco a poco el efecto sonoro de su primera palabra me resultó desfasada y recuperé conciencia y fuerza. Volví a sentir mi cuerpo. Volví a escucharlo.
—Que te calles muchacho del demonio. Retráctate de lo que has dicho, di que todo es una broma y no te castigaré en público.
No se oyó ningún murmullo. Todos estaban al acecho de la actitud del cura y de la mía. Una silla se movió detrás. Volteo y Jimena estaba de pie, en estado de tutela. Hablé.
—No voy a hacerlo, es lo que pienso —tragué saliva.
El clérigo infló sus ojos. Echó hacia atrás el dorso, dejó la regla sobre la tribuna y habló irónico golpeando mi sobriedad.
—¡Vaya, vaya! A que tiene huevos este muchacho. Como su abuela.
—Con ella no se meta. ¿Qué pinta aquí ella? Es usted un cobarde. Usted sabe que está …
No pude seguir hablando. Se escucharon cuchicheos. Una lágrima impotente se deslizó por mi rostro. Jimena seguía de pie hasta que no se aguantó.
—¡Por tu puta madre! Déjalo en paz.
—¡Hostias! esto es el colmo. Miren cómo ha saltado la niñita.
—¿Niñita? No eres más que un hijo de puta, asolapado y falso. Déjalo ya.
Jimena dio unos pasos desafiantes. El cura, por instinto, dio otro hacia atrás y me dirigió su mirada.
—¿Es esto lo que le enseñas a esta niña?
—Que no me llames niña, carajo.
En muchas ocasiones permitía que Jimena se ponga en mi defensa. En algunas podía haberle dicho no te metas, en el mismo acto, para restar yo mismo mis ofensas, pero consentía su protección. ¿Me gustaba su amparo? ¡Qué sé yo! En ese instante no atinaba a detenerla estaba anulado de indignación. ¿Cómo se atrevía a meterse con una enferma que no puede ni defenderse, ni menos hablar? Mi abuela tenía toda la razón, don Sebastián era un tremendo cojudo y un cobarde. Valerse de un golpe moral para herir es un acto infame.
—Mañana mismo hablaré con tu madre.
Expresó el cura a Jimena, cuando me volvió el juicio y creí oportuno actuar. Cogí mi mochila dispuesto a marcharme.
—Jimena, para ya. No te metas. Yo me voy, no tengo porqué escuchar estupideces.
Don Sebastián llegó a mí como un resorte.
—He dicho que no te muevas de tu sitio.
Forcejeaba conmigo cogiéndome de los hombros e intentando sentarme. Solté mi mochila para tener más dominio de mis movimientos. Había traspasado toda mi calma. Estiré mis brazos para sacármelo de encima. No fui consciente de mi fuerza hasta ese día. Don Sebastián calló dos metros hacia delante tendido en posición de parto. Lo miraba rabioso desde mi lugar, momentos en que el Camello se levantó de su escritorio y avanzó hacia el mío. 
—Tú no te vas sin darme mis dos soles.
Estando a metro y medio reaccioné de impulso. Cogí con mi derecha la mochila, dibujé un arco en el aire y le impactó de lleno en su cara. Un alarido de asombro se escuchó en el salón. Inexplicable mi fuerza con la mochila en la cara del Camello.  El Camello cayó como un tronco seco, con la cara ensangrentada. Los dos tendidos en el suelo. El cura intentó levantarse, pero Jimena ya estaba allí para empujarlo con un pie en el hombro y volverlo a su sitio. El Camello levantó su espalda del suelo y quedose sentado. Se llevó las manos a su cara como intentando encontrar el orificio de donde le salía tanta sangre. «Los ataques sorpresa, no lo olvides», me acordé de Currito. No lo dudé ni un segundo. Di dos pasos con mochila en mano:
—Ya tienes uno y estos son tus dos soles.
Le volví a dar a placer en la cara y volvió a desparramar su cuerpo en el pavimento. Otro murmullo de asombro en el salón. Lo observé unos tres interminables segundos e intuí que no se levantaría. Me llevé la mochila al hombro y me dispuse a salir con calma del salón. Jimena me siguió detrás. Desde el habitáculo que dejábamos escuchamos al cura decir, esta me la pagarás, en singular. Y sin mirar atrás alcé mi derecha y dejé erecto solo el dedo anular. No recuerdo haberlo hecho nunca más, con seguridad. Jimena le decía de todo, menos bonito.
—Hijo de puta. Inquisidor. Mentiroso. Te vas a podrir en el infierno…
—Ya calla. No hables así. Yo puedo solo con este tiparraco. Miles de veces te he dicho que no te metas.
Jimena empezó a llorar. Y a qué viene esto ahora, me preguntaba. Detesto hacer llorar a la gente o que alguien llore por mí. Aun así, le planté una mirada de hartazgo por su llanto sin sentido, por la situación inesperada y por andar metiéndose en mis asuntos. Bajamos las escaleras y salimos del colegio, sin hablar, hasta llegar y sentarnos en el malecón. Había dejado de llorar, pero observé su barbilla compungida y temblorosa. Tenía que cambiar mi expresión.
—Jimena, ya está bien. Discúlpame. Ayer en la playa hablaba con mi padre; no era contigo. No me entiendes.
—Eso no tiene importancia. Tú no me entiendes —su mirada fija.
¡Claro que la entendía!, decía en silencio mirándola. Discerní que me diría que lo hacía porque me veía indefenso y le gustaba protegerme o porque se había enamorado de mí. ¡Claro, eso debe ser!  Era un proceso. Gabriel Montesco le causaba ternura y compasión. Y donde hay ternura, hay un poco de pasión. Y en la pasión y el sexo hay enamoramiento. Conclusión, estaba enamoradita, sufría por mí. Debía de ser más sutil con ella.
—¿Entonces...?
Tapó mis labios con un índice. 
—Ayer de madrugada cuando volví a casa, luego de la playa, encontré a mi madre enredada con un hombre.
La acerqué y le limpié los resquicios de lágrimas con mis pulgares. Dime que me quieres, dije en mis adentros.
—Pero, eso no es novedad para ti.
—Ni te imaginas quién era.
—¿Quién?
—El borracho del padre del Camello.
Por nada del mundo suponía esa respuesta.
—¿Qué? Entonces tu madre es…, es…
No encontraba la palabra exacta.
—Dilo, anda. Es una tremenda puta.
—Eso no quería decir.
—Pero, lo has pensado.
—No es eso, pero continúa.
—Discutimos y largue al mamarracho de hombre y le obligué a que me dijera por todas quién era mi padre o me iba de la casa esa misma madrugada y jamás me vería. Y me lo contó. Es el maldito cura.
Esto superó cualquier asombro. 
—¿Quién?
—Don Sebastián. Él es mi padre.
—¿Qué? —respondí muy torpe.
—El puto cura es mi padre.
Gritó afirmándolo, para que no haya más dudas.
—Tu progenitor. Será tu progenitor, ¿no? Tu misma me dijiste un día que padre no se puede decir, sino progenitor…
—Pero…, ¡qué imbécil!. Que te calles, Gabriel, ¡da igual!
Hablé muy estúpido. Ambas noticias me cogieron por sorpresa. No atinaba a decir nada. ¡Bueno!, nada lógico. Tardé en sentir el significado de sus mensajes y de su aflicción. Ni siquiera me incomodo que me llamara imbécil, a boca llena. Ella siempre preocupándose de mí. ¿Y yo qué hacía por ella? Qué impotencia sentía.
—¿Y ahora qué, Jimena? ¿Qué vas a hacer? 
—Por ahora volver al colegio a dar el examen de universal. Tengo dos desaprobados y no puedo permitirme suspender otro más.
—Te acompaño, pero cuídate del Camello o de Don Sebastián.
Volvíamos por la misma senda, mientras hablábamos. Unas gaviotas iban en vuelo hasta el campanario de la iglesia.
—Esas mierdas ni me preocupan. Yo solo voy a dar mi examen y al carajo. A ver si tienen huevos para acercárseme y hacerme algo. Eso te lo diría yo a ti.
—No voy a entrar. Te acompaño y me voy al muelle, para hacer tiempo y esperar a los muchachos, por lo del Camello. 
—Como le ha quedado la cara no creo que tenga ganas ni de pedir dinero, ni de fumarse unos tronchos con sus amigos.
—Voy de todos modos. Mis amigos me esperan.  
—Has lo que quieras, yo voy a dar el examen y luego voy a mi casa a recoger mis cosas.
—¿Estás loca? ¿A dónde vas a ir?
—Gabriel. Te lo juró. No duermo ni un día más bajo el mismo techo con esa puta. Tengo mi bolsa de dormir. No me importaría dormir en la playa.
—Eso me preocupa. Si veo a Currito le pediré ayuda.
—No me importaría vivir con el viejo. ¿No dicen que en el mar la vida es más sabrosa?
No me gustó lo que dijo. Llegamos a puertas del colegio. Bongo, el perro del auxiliar, estaba tendido en una columna. Tiburón, el ambulante, aún no se había instalado.
—Jimena, ¿después de lo del Camello a dónde puedo pasar a buscarte?
—Ve a tu casa, que seguro te busco y hablaremos de todo lo mío y cómo salió lo tuyo.
La acerqué para darle un beso en la frente. Ni siquiera podría imaginar lo que ella sentía por dentro: su padre, don Sebastián; su madre, una … La aparición del auxiliar Pancho distrajo mis pensamientos.
—¡Qué hace aquí el niño malo! ¿No sabes que Don Sebastián te ha acusado en la dirección? Y el Camello te anda buscando con cinco de sus colegas —bajó el tono de su voz—. Vete hijo.
Jimena y yo nos miramos atónitos.
—Gracias, Pancho.
—De nada. Te debo una. No me olvido —se dirigió luego a Jimena—. Si vas a entrar hazlo ya. Historia Universal sí ha venido y en diez minutos tomará el examen final.
—Gracias, Pancho —dijo Jimena.
Examen final, examen final: esas últimas palabras de Pancho removieron mi pensar. «No te olvides. Por favor. Es para mi final», repetía mi gordo en mi conciencia.  
Jimena ya entraba, pero la llamé.
—Jimena, un momento. Hazme un favor.
—¿Qué? Dime rápido.
Quité la mochila de mi hombro, abrí el cierre y saqué una inmensa llave inglesa. Era lo único que llevaba dentro.
—Es para el gordo. Me lo pidió ayer. Dáselo que es para su examen final, por favor.
—¡Claro! Tanta fuerza no podría ser tuya.
—Te lo prometo que no lo recordaba.
—¡Claro!, conociéndote te creo.
Pancho nos miraba extrañado sin entender ni un carajo nuestro diálogo.
—Tú —dirigiéndose a Jimena—, entra ya; y tú, vete de una puta vez antes que te vean o me enoje.
—Me voy, me voy.
Salí directo al muelle para ganar tiempo. Sabía que papá no vendría ese día. Quizá me encontraría con Currito y le pediría ayuda para Jimena. Además, le contaría lo sucedido con Don Sebastián y el Camello. Sentía el morbo escénico de contárselo a alguien, hasta a Martita y a mi padre, como si fuese una hazaña. Las venganzas resultan más dulces cuando se han vivido las injusticias. Don Sebastián, era un asolapado inquisidor; y el Camello, un desgraciado renegado que se vengaba de su vida con los más débiles. En pocas horas y sin planificarlo había solucionado algunos temas cruciales: el seguir viviendo en Paita luego de que falleciese mi abuela; la aprobación de mi año escolar; el haber puesto en su sitio a Don Sebastián y el haber machacado al Camello en pleno salón. Qué equilibrio emocional sentía. Pero aún quería coronar el pastel con la guinda, con esa monumental paliza que le daríamos al Camello. Solo había que esperar lo inminente, estaba servido y lo disfrutaría por doble. 
 
 
 
 
 
  
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Descripción

Captulo 29 del manuscrito, La probabilidad, el albedro o las barajas.

Palabras Clave: samont sandro montes la probabilidad el albedro o las barajas.

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficcin


Creditos: Sandro Montes

Derechos de Autor: Sandro Montes

Enlace: http://www.megustaescribir.com/obra/64381/la-proba


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