La probabilidad, el albedro o las barajas: Captulo 27. El pez espada
Publicado en Aug 17, 2018
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EXTRACTO DE LA NOVELA: La probabilidad, el albedrío o las barajas.
http://www.megustaescribir.com/obra/64381/la-probabilidad-el-albedrio-o-las-barajas     
 
27.     El pez espada  
       Papá me esperaba con un taxi estacionado fuera de la casa, bajo el poste de luz amarilla.  ¿Y ahora qué le digo?, me decía a mí mismo. Debía de haber preparado lo que le iba a decir. No se podía dejar a la improvisación un tema tan crucial, pero con Martita y Darío la tarde se me fue volando. Martita pensó que mi padre se molestaría por no llegar a tiempo, pero apenas bajé de la mototaxi comenté a papá que habíamos salido a comprar medicinas para la abuela.
—¿Hace rato que esperas? —continué.
—Hola, don Enlique.
—Hola Marta, Hola hijo. Solo llevo cinco minutos. No hay problemas. Vamos. Entra y cámbiate de ropa que nos vamos a cenar. El taxi nos espera.
Papá destilaba un tufillo de alcohol y su mirada chispeaba. 
—¿Acaso no estoy bien cómo estoy?
—Sí. Al menos péinate.
No fue necesario entrar a casa: mis manos se hicieron un rastrillo en mi cabellera y ya estaba listo. Hice un guiño despidiéndome de Martita. Ella permaneció quieta, como esperando alguna orden del patrón o su permiso para largarse. La orden fue para el taxista. 
—Canelo —un hombre con gorra y piel de bronce—, directo al Pez Espada. 
Apenas terminó mi padre de ordenar la mandíbula de Martita caía abierta, a la vez que se le inflaron sus ojos. Interpreté su asombro en clave de suspicacia. Blandió su grueso cuello de izquierda a derecha, viceversa, mientras cerraba la puerta. ¿A qué lugar me llevaría?, pensaba mientras entraba al taxi junto al lado de mi padre y Canelo pisó la marcha. 
¡Casualidades de la vida! Ese día había escuchado dos veces el nombre del Pez Espada al que parecía ir asiduo Pancho, Chuleta y Jimena. Era lógico que Martita también sabía algo del lugar. Todos lo conocían, incluido mi padre, el taxista, y yo, nada. ¡Miren por donde lo conocería!
Papá me conocía tanto que no se molestó en hablarme durante el camino. Casi siempre sabía buscarme temas para robarme palabras y hacerme reír. Pero, en otras él prefería no iniciar el diálogo, entonces no se hablaba, solo caminábamos o cenábamos. Aun así, disfrutábamos la compañía. Quizá ese día me vería algo tímido y prefirió hablar con el taxista. ¿Cómo le convenzo para quedarme en Paita después de…? ¿A dónde me lleva?, me preguntaba en silencio. Canelo cogió la misma carretera que me trajo de casa de Martita, por lo que el espacio futuro de hacía pocos instantes pasó a ser mi pasado. Vi a Amanda joven y guapa en la sala de casa, con un mandil a la cintura. Me cogía bajo los brazos y me tenía allí en lo alto. Debía de tener unos cuatro años y desde ya adiestraba mi mente tierna.
—A ver, mi niño más lindo. ¿Paita limita por el norte, con…?
—La provincia de Talara y Sullana.
—¿Y por el sur?
—Con la provincia de Piura y Seyura.
—Sechura, es Sechura. ¿Y por el este, con…?
—La provincia de Talara.
—Bravo, bravo ¿Y por el oeste, con…?
—El Mar de Grau, abuelita.
Y terminaba ensalivado y estrujado a punto de reventar por algún orificio. Sin un orden cronológico vi imágenes fugases: mi globo de spiderman, Amanda cociendo, leyendo o escribiendo cartas a sus amigos camaradas; ella diciéndome que no quería verme con la cruz de oro que me regaló mamá de niño, en un cumpleaños de mi padre; Ella misma, indicándome que me dejaba la casa cuando muera, «todo esto será tuyo, hijo mío». Volví al presente de la carretera instantes en que mi padre y el taxista coincidían en que el chinito Fujimori era un buen presidente. Ya habíamos dejado atrás la casa de Martita. Ellos seguían hablando mientras concentré mi miraba en el espacio futuro, tras el cristal, indagando algunas probabilidades de mis horas posteriores: Amanda remendaba unos calcetines sentadita en una silla de ruedas, se había recuperado; el Camello me miraba ensangrentado; El Pez Espada era un restaurante anclado en la playa, como lo era la Rosa Náutica en Lima; Jimena tocaba detrás de mi hombro, me llamaba…
—Gabriel.
—¡Sí!
—Gabriel, hijo, bajemos, es aquí. 
—¡Ah!, sí.
No era Jimena, sino mi padre. Habíamos llegado al Pez Espada.    
La carretera se había agotado. ¿Dónde estamos?, me preguntaba. Al bajar del taxi sentí la sensación de levantar polvareda. La oscuridad era tal que apenas se veía las luces del taxi, los guiños de unas lucecitas de colores de una casa a unos cien metros de distancia y la vía láctea, tan nítida que desde arriba parecía señalarnos el camino hacia la morada. Papá despidió al taxista y empezamos a caminar por un camino en penumbra, angosto sin asfaltar.
—¿Dónde me has traído?
—La casa del fondo, es El Pez Espada.
—Sí, pero, ¿qué es…? ¿Un restaurante?
—Ya lo verás, vas a comer la mejor carne de todo Piura.
—¡Un restaurant…! —afirmé al aire.
—Camina.
No me habría imaginado un restaurante en medio de la nada. Pero si mi padre lo decía… ¡Que sí!, hablaba poco, pero cuando yo preguntaba prefería una respuesta directa, no con escapes como lo hacía mi padre en aquél sombrío camino. Encima trastabillé en un hoyo y casi beso el suelo. Ya no preguntaría nada. Nos hicimos para un lado al sonido inconfundible de una mototaxi que pasó a ritmo lento dando botes con cuatro marinos que cantaban en inglés i want to break free. Borrachos, al parecer. Al poco rato pasó otra, con dos brasileños o portugueses: …mas isto não impede que eu repita que a vida é bonita e é bonita…; Todavía pasaría una última mototaxi antes que llegáramos a destino, con dos marinos orientales mudos por completo, hasta que llegamos a la casa.
El Pez Espada era una vistosa casona de madera de dos plantas, quizá una antigua casa hacienda. Sus contornos externos rectos y sus ventanas decoradas con bombillas de luces rojas, azules o amarillas. Lo más llamativo era su emblema, la figura del Pez, justo encima de la inmensa puerta principal.  Era un pez, aunque grotesco, pero lo era. Vestía de marinerito con zapatitos negros, piernitas fornidas. Encima de su cintura un desproporcionado tronco enseñaba sus vigorosos y velludos pechos. Pero su cara… Sus mofletes caricaturaban unos testículos y su pico espada era un falo erecto en vertical. Los orientales fumaban afuera, aún no habían entrado. A la derecha de la casa estacionaban varias mototaxis y sus conductores bebían sentados alrededor de un pozo de agua con forma de seta.
—¿Qué es esto papá? —ya no podía seguir callado.
—¡Ya lo verás!
Papá tocó el timbre y salió a recibirnos un colosal negro calvo maquillado a lo basto, con unas grandes argollas. Vestía ceñido un atuendo como bailador de mambo. Un desmedido bulto en su entrepierna. Saludó a papá muy confianzudo, le llamó mi Capi con un vozarrón caribeño.
—Hace semanas que no lo veo, pase cariño.   En Sala Olimpo están sus amigos. ¿Y esta carnecita joven, tan guapa, quién es?
Se refería a mí.
—Es mi pequeño. Hijo te presentó a Babalú.
—Hola cariño —me saludó el ronco.
—Hola! —Yo, carnecita, ¡el colmo!, me dije a mi mismo.
Entramos a un pequeño recibidor con luz naranja. Una máquina vendía tabacos y otra, condones de colores. Un cuadro de madera tallado a mano contenía una leyenda “la mejor parte del valor es la discreción”, más abajo, su autor, Williams Shakespeare. Algún efecto inconsciente liberador producía el baño de esa luz porque sentí un cosquilleo físico allí abajo, entre mis entrepiernas. Era raro, pero una energía subía de mi espina al cerebro y deseaba tener a Jimena conmigo en aquél lugar. ¿A Qué vendrían Jimena o Pancho a este puterío? Otro sitio no podría ser, decía en silencio.  «No te retraigas; sé indiferente, tú sabes hacerlo bien», me aconsejó Jimena en mi conciencia. Respiré hondo y esperé curioso el espectáculo teatral, musical o algo parecido. Porque mi padre querría que viera algo, ¡sin duda!, sería un espectador. Por nada del mundo podría llegar a imaginarme que fuera yo un actor a los ojos de mi padre o sus amigos. ¡No, jamás! Eso sería lo último. Si mi padre me conocía lo suficiente nunca me pondría a prueba, ni lo intentaría siquiera, para algo soez, de algo que muy ligero llegué a imaginarlo y se me esfumó tan rápido como vino. ¡No!, mi padre no intentaría eso con un hijo…, al menos conmigo.  Eso llegué a pensar y fallé.
Pasando el recibidor se encontraba un pequeño salón principal de forma redonda, decorada con réplicas de estatuas griegas y columnas portables. Una escalera circular conduciría hacia las habitaciones en el segundo piso. El falso techo era una cúpula con pinturas de Sócrates, Platón y Aristóteles. A su alrededor, como hojas de margarita, había cuatro medianos salones, cada uno con su barra: Sala Olimpo, con luz carmesí, justo en frente del vestidor; Sala Afrodita, de púrpura; Sala Poseidón, de verde agua y Sala Apolo, de azul zafiro. Los habitantes del templo, hombres y mujeres diferenciados de los invitados, vestían solo diáfanas togas griegas, excepto Babalú. Rendirle homenaje a los Dioses con ese mamarracho de Pez, allí afuera, era un insulto al culto. ¿Por qué el nombre de Pez Espada? Seguro que también venden comida, pensé al cerciorarme del todo que no había estrado para un espectáculo y al recordar lo dicho por mi padre, que comería la mejor carne de todo Piura.
Los amigos de mi padre, en Sala Olimpo, bebían, hablaban y tenían entre sus piernas a algunas jóvenes anfitrionas. Papá saludó oscilando su mirada; casi todos lo conocían. Desconocía estos hábitos en él, pero aun así no me abochornaban. En Paita se hablaba mucho de estas costumbres de los hombres de mar. Mi padre no sería una excepción. Por raro que parezca aprecié su sinceridad. Me mostraba sin tapujos como era, no se escondía, querría que viera en él a un machote porteño. Si yo ya era un adolescente, había llegado el momento de saber cómo era el otro vivir de los hombres de mar, pescadores o marinos y qué mejor por mi padre.  Nos dirigimos a la sala más grande.
Babalú atendía en la barra de Sala Olimpo. Mi padre se le acercó para pedirle un refresco para mí, una cuba libre para él, y no sé qué cosa le habló al oído. Me presentó a sus amigos que al verme murmuraron por lo bajo. En los rostros distinguí a algunos trabajadores de mi padre. Debí de haber intuido algún mensaje en clave cuando papá mandó a sentarme en otra mesa —señaló una libre con dos sillas—, porque sus amigos fumaban mucho y allí comería mucho mejor, me dijo; era su pretexto. 
Créanme que aún ingenuo me senté solo esperando mi plato. Y ni siquiera advertí nada cuando de rato a rato mi padre, sus amigos y las falsas griegas giraban a mirarme, y cuando coincidíamos en las miradas volvían a sus temas. Ni cuando se me acercó Babalú para peguntarme si la prefería delgada o normal y yo respondí rápido entre normal y un poquito gruesa, bien cocida, porque a mí siempre me ha encantado la carne tan gruesa como las suelas de unas botas pesqueras. No me llamen tonto, inocente, quizá. Qué iba a saber que en un burdel no se vendía comida, si antes no había pisado uno, ni pregunté jamás a nadie qué otros servicios se ofrecían en esos lugares. ¡Que sí! Que intuía lo que se hacía allí, pero ¿por qué no comida, también? Si yo le creía a papá. Si mi padre me hubiera dicho que se vendía ropa, también se lo hubiera creído. 
Babalú vino con mi cena y fue obediente: gruesa, con mucha carne, pero caminaba y hablaba.
—Hola guapo. Me llamo Sibila —no pidió permiso para sentarse.
—Hola —una profetisa, dije por dentro.
Desde la mesa de mi padre todos nos miraban, menos él. Babalú volvió a la barra y me dejó solo con ella. Sibila era una despampanante morena de caderas y hombros anchos, que no rolliza, de carita redonda y pómulos normales. Sus ojos, dos cometas a punto de colisionar y su pomposa melena azabache, haciendo una cola, resbalaba por su cuello para terminar cubriendo su pecho izquierdo. En otro tiempo y espacio diría, guapísima.  
—¿Es tu primea vez? —sonreía la guapa.
—¿De qué?
—Si es tu primea experiencia.
—¿Pero…, de qué? —es raro, pero tuve la frialdad de dominar la situación.
—No temas. Sabes dónde estás, ¿verdad?
—Eso si lo sé, pero, ¿qué más quieres decir? No adivino el futuro como tú.
—¡Qué?
De mitología entendería poco, ¡seguro!
—Por tu nombre…, adivinas en futuro.
—¡Yo qué sé su significado! Me lo han puesto aquí, pero eso qué importa.
Se inclinó hacia la mesa y cogió mis manos. Los amigos de papá giraban curiosos con descaro.
—El Capi ha pagado ¿y si subimos? —levantó una fina ceja—, disfrutaremos un rato.
—No he venido para eso, sino para comer.
—¿No lo entiendes? El plato soy yo —echó su tronco al respaldar de la silla y algo tocaba mis intimidades—. ¿Te gusta? Quítate los zapatos, las medias y hazme lo mismo. No tengo nada debajo.
De pronto me sentí un actor sacrificado. ¿Qué digo?, pensé iracundo. No dejaría por nada que mi rabia oculta se trasformara en violencia. Mi indignación encontraría otro medio de expresión: solo con mi padre, que ni siquiera volteaba a mirarme.  Esa chica no tenía culpa de nada. Solo hacía su trabajo.
—Quita tu pie de allí —proferí muy fino, sintiéndome infringido.
Ella usaría un recurso más. Puso recto su cuerpo para descubrirse un pecho, un melón oscuro.
—¿Acaso no te gusta? Vamos, anímate, subamos que te la voy a chupar como jamás lo harán contigo —expresó con sensualidad.
A mí me olió a vulgar.
—Mejor me quedo —con qué cara lo habré dicho.
—¡Oye, guapo! ¿Acaso prefieres unos de los chicos de Sala Apolo?
Eso me exasperó.
—Vete a la puta de tu madre. Aquí te quedas —proferí con ira. Me incorporé y volé a la mesa de mi padre.
—Quédate, y no me sigas que quiero irme solo.
—Gabriel, pero…
—Que no me digas nada, carajo.
Papá se quedó sentado con una griega sobre sus piernas. Salí a la sala principal y el rabillo de mis ojos advirtió una figura algo familiar bajando la escalera. Por reflejo me detuve unos segundos para girar y mirarlo por entero, era Pancho, el auxiliar del colegio, de la mano con un jovencito de Sala Apolo. Tenía una gorra, pero lo reconocí sin esfuerzo.
—Qué carajo me miras, ¿acaso me conoces? 
—No —-referí y seguí caminando hacia la puerta de salida.
—Gabriel —el auxiliar detuvo mi marcha—. Ya sabes. No me has visto jamás.
—Adiós, Pancho. No te conozco. Puedes quedarte tranquilo.
Seguí mi camino y salí por mi cuenta por la puerta un poco abatido por la bofetada de desencanto. Me monté en una mototaxi, pedí que me llevara hasta mi casa y en el trayecto solo pensé en la cara que habría puesto mi padre al verme marchar. Por mi cuenta descubrí la relatividad del tiempo con el influjo de mi decepción. Me abdujo tanto que me alejó por horas de la realidad. Cómo ha podido hacerme eso mi padre, me repetía mirada abajo. Ni siquiera le hablé sobre el quedarme en Paita; ni recordaba que todavía tenía que ver a Jimena por la madrugada para ir a la playa, como habíamos quedado. Yo solo era reproches a mi padre. Me has ofendido. ¿Por qué me has hecho esto?
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
  
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Descripción

Captulo 27 del manuscrito, La probabilidad, el albedro o las barajas.

Palabras Clave: samont sandro montes la probabilidad el albedro o las barajas.

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficcin


Creditos: Sandro Montes

Derechos de Autor: Sandro Montes

Enlace: http://www.megustaescribir.com/obra/64381/la-proba


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