La probabilidad, el albedrío o las barajas: Capítulo 25. Darío y Matu
Publicado en Aug 13, 2018
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EXTRACTO DE LA NOVELA: La probabilidad, el albedrío o las barajas.
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25.     Darío y Matu  
El día que conocí a Darío fue de casualidad.  En casa, ese jueves por la tarde, era como uno cualquiera. Martita planchaba luego de la merienda. Mi tía Maribel nos vino a visitar y estaba abajo, en el salón, viendo emocionada los capítulos finales de una de sus telenovelas preferidas, por enésima vez repetida, Los ricos también lloran.
—Dile, dile, Mariana que eres su madre. ¿Por qué no lo dices? ¡Ese loco los va a matar!
Chillaba aterrada Maribel cuando en la tele, en alto volumen, se escuchó un disparo.
—Beto es nuestro hijo. ¿Estás herido? —sería Mariana, la madre de Beto.
—No, mamá —sería Beto, el hijo de Mariana.
—¿Mamá? ¿Hijo? ¿Nuestro hijo?, ¡pero! ¿Qué significa esto Mariana? —sería el padre de Beto y marido de Mariana.
—Allí está otla vez la loca de tu tía. No se cansa de vel la misma escena una y otla vez, cada año —esa era Martita.
Yo acompañaba a Martita en mi posición tradicional frente al mar, deliberando y repasando qué le diría a mi padre, cuando suena el teléfono. Quizá sea Jimena, pensé. Los muchachos ya no me llamarían, lo habíamos dejado claro esa mañana. Mi tía Maribel volvía a gritar, pero para decirle a Martita que la llamaba su hermano y que era urgente.
—¿Mi helmano? ¿Qué quelá ese neglo ahola? —se dirigió a mí antes de bajar—. Gabriel, baje conmigo para melendal.
—No me apetece.
—Hay que vel estos jóvenes!
—Hoy no quiero, eso es todo.
Me quité del todo los audífonos. Al poco rato subió y desenchufó la plancha. Noté que algo la perturbaba porque no hablaba. No puede resistirme y volteé a verla: 
—¿Martita, pasa algo?
—Mi helmano dice que se ha quemao la mano. Tengo que il ulgente.
—¿Quieres que te acompañe? ¡Total!, papá viene aún por la noche.
—Si quiele. El tlayecto es un poco largo, así me distlaigo un poco convelsando con uste. ¿Qué le habla pasao al neglo este?
—Ya verá como no es nada.
Subimos a un mototaxi y fuimos directo hasta su casa, arriba de Paita, en el Tablazo. En el remedo de radio del vehículo se mal escuchaba al grupo musical Agua Marina: Tu amor fue solo una mentira. Volteaba de cuando en cuando hacia atrás para ver cómo dejábamos al pueblo.  La sensación del aire caliente pegándome en la cara era un bálsamo de libertad. Martita iba pensativa, comiéndose las uñas, mejor dicho, los dedos porque apenas tenía uñas. Tuve que retirarle la mano de su boca unas cuantas veces. Ella me miraba interrogante. Sus ojos no eran los dos globos enojados, ni las dos lunas llenas de contenta, ¡no! Retrataban su inquietud.
—Tranquila Martita, ya verá que no es gran cosa.
—Ya lo velemos, mi niño, ya lo velemos —apuntó mirando para otro lado.
Menos mal que llegamos, sino el gruñido de la radio iba a desquiciar mis oídos. Martita vivía en una casa de ladrillos sin acabados. Dos palos clavados en la tierra sujetaban un toldo que se extendía hasta el gran ventanal. La puerta principal estaba entreabierta. Un hombre estaba tumbado con el dorso desnudo en un inmenso sofá de cuatro cuerpos, parecía una cama, si no fuera por su espaldar y sus brazos. Di un repaso fugaz al entorno. La casa era modesta, pero ordenada. Desde mi posición se veía todo lo que comprendía el recinto. En el fondo, a su izquierda, dos camas separadas por una tela transparente que colgaba del techo; al centro, un cuarto de baño sin puerta; y a la izquierda, la cocina, con una puerta en el centro que la partía en dos. Una cazuela yacía en el suelo alrededor de un líquido rojo y una tela azul chamuscada. A mi derecha, dispuesta como otro ambiente del único salón, había un decorado místico: una manta azul de unos dos metros cuadrados estaba desplegada en el suelo de concreto sin pulir. Encima de ella, una lata haciendo de alcancía, velas de diferentes tamaños, diversas estacas de madera negra, cuchillos, tres sables, caracolas y tapas de conchas marinas; pócimas azules, rojas y amarillas en frascos de vidrio; un ramo de ruda, papas enteras sin pelar; un fogón de una sola hornilla, encima de ella una ennegrecida olla; dos maracas, ¿qué es esto?, me pregunté. Alrededor de la manta estaban dispuestos varios cojines azules, que luego me enteraría servían como posaderas de los clientes de Darío Caravelí, más conocido como Chamán Negro Alma, como se hacía llamar según un cuadro con su foto que decoraba la pared lateral izquierda. Dos bombillas rojas, cual cirios, le daban un halo de santidad.
—¿Qué te ha pasao, neglo bluto?
Preguntó Martita a su hermano, mientras le sujetaba la mano herida encendida en rojo e hinchada.
—Preparaba mis recetas y cayó un poco de cañazo al fuego, otro poco en mi mano y se encendió todo. Me cubrí mi mano con mi polo —señaló la tela en el suelo— y vea cómo me la ha dejado.
—¡A vel!, ¡a vel!, esto puede que le duela un poquito.
Martita presionó su índice derecho en el dorso de la mano de su hermano. Al retirarlo dejó una huella blanca en la piel.
—Claro que me duele, negra.
—No es casi nada, mi neglo, me ha dado un buen susto, calajo, los médicos dilían que es de primel glado. Va tenel más cuidado plepalando su blebajes —Martita miró hacia el suelo de la cocina—. Mile cómo ha dejado la cocina. Qué impolta ahola.
       Martita caminó hasta donde estaban las camas y de una mesita de noche sacó unos frascos de curación.
—¡Ya ves? Por eso llamé a esta negra. Es una todóloga —se dirigió a mí. Yo encogí los hombros, no sabía qué era ese oficio—, ¡lo sabe todo! ¿Pero quién es este joven tan apuesto? ¿Cómo te llamas?, ¡perdón!, soy Darío —enfatizó— Darío Caravelí, pero todos me conocen como Negro alma, tú solo llámame Darío, ¿estamos?
Me estiró la izquierda.
—Gabriel Montesco.
Casi me parte el escafoides. 
—¿Este es el niño de la casa donde trabajas, hermana? Tantos años y recién te conozco, mucho gusto.
—El gusto es mío.
Aún no adquiría confianza. Darío Caravelí, era un negro alto y fornido, aun siendo un año mayor que Martita tenía una apariencia indestructible y dócil. Su sonrisa mostraba una espléndida mazorca tierna. Su cabellera no pintaba ni una cana. Le encantaba molestar a su hermana por cómo hablaba. Llevaban esa extraña relación: amor y odio, con risas sarcásticas de por medio. Raro me resultó descubrir que no hablaba como Martita. Empleaba un pulcro lenguaje, libre de exabruptos. Luego de ver el jardín y a Matu, nos sentamos en el salón, en uno de los cojines azules en el suelo y con sus poderosas razones no solo descifré el enigma de Juanito, sino que me emergieron otras dudas existenciales.
Me entró una curiosidad y pregunté por la última puerta. Martita, terminando de vendar a su hermano, señaló que era el jardín y me invitó a conocerlo.
—Vaya, mi niño. Allí al fondo, colgando está la llave.
—Gracias. No hay perros, ¿verdad?
—No, pero tenga cuidado con el cocodrilo —Darío habló muy serio.
—No asuste al muchacho, neglo jodido —indicó Martita.
Me miraron y se echaron a reír. Reí también.
—Vaya sin cuidado, mi niño —agregó Martita.
       Grande fue mi fascinación tan apenas la abrí. La hermosura del jardín no ritmaba con el resto de la casa.  La belleza está en los ojos de quien la mira, es un acuerdo de la alegría, el asombro y la pasión interna. El jardín, de unos veinte metros de fondo, estaba cercado con arbolitos pomposos podados con estética y un arriate milimétrico que contenía un sinfín de plantas. Estando en su centro daba la impresión de poder haber sido devorado por el Jardín. Su hierba lisa era mejor de cualquier cancha de futbol, parecía artificial, sin ningún desnivel. Sobre el césped había medianas caracolas y una sirena en cerámica encima del disco de un árbol talado. Algo no cuadraba. Era una casa al fondo, justo al lado de una mediana fuente artificial. ¿Si no es un perro?, pensé. Me acerqué un poco, justo cuando entraban Martita y Darío con la mano vendada.
—Cuidado con el león —dijo Darío.
—Ya no te creo —sonreí.
—¿Te gusta mi patio, mi niño? 
—¿Mi patio? Será tu casa, pero este jardín es mío. Hay que ver esta negra, ¡mi patio!
—De quien sea está precioso —traté de mediar.
—Qué bien habla este muchacho. Mucho mejor que otros.
—No se meta conmigo, neglo bluto, sino usté solo se cocina y se tiñe el pelo. Y enséñele su jaldín a mi niño, mientlas lecojo la cocina —refirió enojada Martita y se fue para adentro de la casa.
—Usted se enoja rápido. ¿Así es mi hermana en su casa, Gabriel?
Se dirigió a mí. Martita ya estaba en la cocina.
—Y un poco más —señalé con gracia—. ¿Qué bonitas las plantas en el arriate?
—Acérquese. Mira, esto es poleo, ruda, toronjil, sábila, aquí vive Matu —señaló la casa al lado de la fuente—, menta, ajenjo, romero, orégano, manzanilla, malva, angélica, diente de león, milenrama, albahaca, ginseng…
Recorrimos todo el arriate.
—Reconozco los nombres, pero no sabía sus apariencias.
—Son plantas comunes. Las uso en mis recetas.
—¿Qué clases de recetas? 
—Remedios para el alma, para los males de ojo, del corazón, los miedos, las angustias, alejar los malos espíritus. Sé quién eres, mi hermana me comentó en una ocasión que se te aparece un niño, ¿verdad?
Qué rápido produjo el cambio de conversación. Recordé la vez en que Martita refirió que me invitaría a conocer a su hermano, «él sabe mucho de estas cosas». ¡Claro!, se refería a Darío. Yo no había ido para hablar sobre Juanito, pero me intrigó pensar cuál era su posición, pero tendríamos que esperar un rato más para soltarme del todo.
—Sí, pero, no es nada. ¿Qué hay dentro de esa casa? ¡Es verdad!, bien podría vivir un León —cambié el tema.  
—Vive Matusalén. ¡Ya sabes…! por lo del personaje bíblico… Un amigo de infancia se la regaló a Marta. Ahora vive en Miami. ¿Quieres conocerla?
—Claro.
Martita hizo su aparición en ese instante.
—Te voy a plepalal de melendal, sino jamás eles bien venido a mi casa.
Por respeto a sus dominios no se lo negué. Asentí con la cabeza y ella volvió a la cocina.
—Más vale aceptarle. Se ve que te quiere mucho. No has merendado, ¿verdad?
—No —respondí intrigado en la casita.
—¡Ya ves? Se preocupa por usted. Yo me entiendo y usted también. Es un niño inteligente.
No respondí. Me enseñaron a no escuchar las adulaciones. Embrutece el ego, decía Amanda. Darío hizo un ruido extraño llamando a la tortuga. La estupefacción nos puede dejar de piedra. Matu asomó su pesada cabeza. ¿Cómo un objeto o un animal, puede atrapar tantos recuerdos?, tantas palabras no dichas, tantas frustraciones, tantos porqués, tantos quizá. Habían pasado más de setenta años desde que Martita recibiera ese animal como regalo. ¿Cómo puede perdurar esa magia? Martita solo pasó escasos minutos con el amor de su vida y miles de días pensando en él. Y seguía aún viva su mayor declaración de amor, la que nunca concretó. Qué máxima aflicción. Seguir amando a quien no podemos amar, jamás.
La tortuga medía sin erguirse un poco más de un metro y medio de largo por unos sesenta centímetros de alto.  
—Parece una galápagos —comenté.
—¡Qué ocho cualtos!, eso es una toltuga, de toda la vida.
Habló Martita, al entrar con la merienda para los tres. Miré a Darío y ambos enseñamos los dientes.
—¿De qué se líen?, calajo
—De nada, hermana, de nada.
—Pero no ha crecido más porque no se ha desarrollado en su medio —me dirigí a Martita—. Son unas tortugas de unas islas llamadas Galápagos, al Oeste de Ecuador. Creo que lo es, porque en mi vida he visto otras de este tamaño ni aquí, ni en el Parque de las Leyendas, en Lima. Pero, no me crean. Esa es mi impresión.
—¡Bueno!, yo qué sé de donde viene, solo sé que es una toltuga polque palece toltuga, y ¡ya está!
—¿Es esta de la que me hablaste un día?
—Es nuestlo secleto —me guiñó el ojo.
—¿Cuál secreto? Estabas enamoradísima de mi amigo. Lo traía a casa porque me preguntaba por usted, pero no le hiciste caso, ¿ahora arrepentirse? Para qué.
Martita se apenó. Su silencio la delataba.
—¿Qué le gusta comer?
Nadie tenía que entristecer a mi negra.
—Esta es una tragona, come de todo, lechuga, verduras y frutas; se vuelve loca con la sandía.  No le he dado una lata porque creo que también se la comería.
Culminó Darío y los tres nos echamos a reír. Ese era mi propósito.
Algunas veces queremos regresar al pasado. A pesar de que pasado, presente y futuro fluyan sobre el mismo camino, solo regresamos al ayer a través de los recuerdos, nunca caminando. Martita reía, los tres lo hacíamos, la pasábamos bien merendando en el jardín, pero no era difícil imaginar lo que le pasaba por la mente a mi negra cuando volvía a mirar a esa galápagos. Su mirada se perdía y puede que en su mente encontrara el camino para volver a ser una niña y estar frente a su Lucas para decirle, «te quiero»; o siendo ya mayor, tener la ocasión de mirarle a los ojos y decirle: «aún te quielo», «¿me entiende neglo bluto?» Reí en mis adentros, pero quise culminar esa idea como me imaginaba lo hubiera dicho mi Martita.
Martita quería dejar provisiones de comida a su hermano antes de llevarme de vuelta a casa. Esa noche debía quedarse a dormir en mi casa. Al día siguiente vendría una ambulancia y se llevaría desde temprano a Amanda al hospital para sus exámenes de rutina. Lo quería tener todo preparado.
—Vengo en seguida y no vamos antes de cael la noche, que si tu padle no me encuentla en casa se enoja conmigo como él solo.
—Sí, lo sé —respondí.
—Y uste, neglo bluto, cuide a mi niño.
—Váyase tranquila, hermana, así hablo un poco con este joven.
Me quedé solo con Darío.  La confianza adquirida mi incitó a hablarle sobre el tema de Juanito. Se puso uno de esos trajes estrafalarios porque decía que cada oficio amerita una indumentaria adecuada y para él ese traje armonizaba con lo místico o sobrenatural. Me entusiasmó su profesionalidad. Hasta mi caso merecía el mismo respeto de los que pagan. No niego que viéndolo vestido me desilusionó pensar que me daría una interpretación simple y charlatana, como la que ofrecen los chamanes o curanderos que aparecían en las teles por las tardes a la hora de merienda o bien instalada la noche. No fue así. Hasta ahora no hay otra interpretación que me haga pensar diferente a lo que me contó Darío, ese día.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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Descripción

Capítulo 25 del manuscrito, La probabilidad, el albedrío o las barajas.

Palabras Clave: samont sandro montes la probabilidad el albedrío o las barajas.

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficción


Creditos: Sandro Montes

Derechos de Autor: Sandro Montes

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