La probabilidad, el albedrío o las barajas: Capítulo 19. Miércoles por la mañana.
Publicado en Aug 08, 2018
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EXTRACTO DE LA NOVELA: La probabilidad, el albedrío o las barajas.
http://www.megustaescribir.com/obra/64381/la-probabilidad-el-albedrio-o-las-barajas
 
19.     Miércoles por la mañana.  
Mi padre se fue en el barco a Chimbote luego de confesarme su cariño y de desayunar conmigo. Mencionó que volvería el jueves por la tarde al caer la noche para cenar y luego se iría ese mismo día en el barco. No era el momento de estropearle el desayuno sacándole el tema de quedarme en Paita a la muerte de Amanda. De solo pensar ese desenlace me entró un gélido temblor corporal. A otro tema, pensé. Mejor le hablaría de ello para el jueves, cuando volviera. Miré el reloj de la cocina. Eran casi las once. En el colegio ya casi terminaba el recreo y aún no me había llamado, al menos Pipi, para preguntarme por qué no había ido a clases. Nos había quedado pendiente aclarar cualquier detalle para lo del viernes. Chuleta, seguro no lo haría. Lo conocía desde siempre y supuse que no habría cambiado. Él preferiría gastarse una moneda apostando con las cartas en vez de introducirla en el agujerito del teléfono público del colegio para llamar al Campanita. Pero, un momento, reflexioné. Si debía de haber sido yo quien tenía que haberlos llamado, debía de haberme quedado en el recreo y haber ido al taller. Era yo el del interés principal y no ellos. Tanto me costó recuperar su amistad, conseguir sus ayudas y empezaba a actuar irresponsablemente, podría estar tirando todo a la borda. ¡Carajo! Llámalos Gabriel, eso me decía, Llámalos antes que ellos a ti.  Quedé en que cuando llegara Pipi a su casa lo llamaría y con cualquier excusa le explicaría por qué no fui dos días al colegio. No te olvides de llamarlos, Gabriel, por el respeto hacia ellos y por tu venganza. ¡No digas eso! ¡Di, justicia!, suena mucho mejor, pensé. ¿Y sobre los exámenes de Geografía, Lenguaje y Literatura?, poco me importaban, si tenía un colchón en notas de tres sobresalientes. Poseía la autosuficiencia de pensar que aprobaba, después de todo, así no me hubiera presentado a los exámenes finales.
Luego de almorzar en solitario en mi habitación y a pesar de tener adelantado lo del Camello no paraba de darle vueltas a la imaginación ensayando otras formas por si algún detalle no salía tal lo planeado. Esa mañana, en el desayuno, le pregunté a mi padre que si alguna vez había tenido que pedir ayuda para vengarse de alguien. Que él recordara, con nadie en particular, salvo aisladas discusiones que él mismo resolvía ignorándolos o a costas de una buena bronca, con sus puños. Lo que sí, él nunca se olvidaría cómo vengaron la muerte de un amigo de su hermano Fredy. Las venganzas en algunos rincones de Lima o en el puerto del Callao podrían saldarse a quema ropa, con un tiro limpio en la frente.
 
Cantó un estribillo:
—«…Pónganme oído en este barrio muchos guapos lo han matao». ¿Has escuchado Calle Luna, Calle Sol? —preguntó.
—No, papá.
Adoptó una expresión de quien recuerda algo y agregó.
—Para un guapo siempre hay un guapo y medio, como con Coco.
Un amigo de mi tío Fredy se había enamorado de una apuesta morena venezolana que vivía sola con sus dos vástagos. El padre de los niños era un porteño chalaco enredado en la comercialización menuda de droga. A Coco, un canijo desdentado y de piel oscura, lo conocían y aborrecían en el puerto. Muchos de sus ilegales paquetitos iban a parar a los hijos de esos mismos pescadores a los que luego les pedía que le regalaran unos pocos pescados para alimentar a sus críos. Llevaba preso los mismos años que tenía el hijo menor. Anita, como se llamaba la guapa venezolana, se lo dejó claro al proscripto, incluso antes de ingresar al presidio, que no quería saber nada de él y que ella sola criaría, alimentaría a sus hijos y pagaría la renta del alquiler, como sea. Luchín trabajaba en un botecito de madrugada con otros compañeros, tiraban sus redes a la mar y vendían el pescado fresco en el mismo muelle del Callao. Era un trabajador ejemplar, buen hombre y apuesto soltero.
Anita trabajaba remendando redes en el muelle. Se conocieron cuando ella fue a comprarle pescado, arrastrando a sus dos hijos antes de llevarlos al colegio. Se enamoraron de un flechazo. Eso mismo decían ellos. Luchín le regaló el pescado, les invitó a desayunar en el quiosco que había dentro del muelle e incluso la acompañó con sus niños hasta la puerta del colegio. Pasados unos escasos meses Luchín los llevó a vivir a su casa. La felicidad le duró poco. Se decía que Coco sabía de los pasos de Anita, incluso estando en la cárcel y que aborrecía la imagen de Luchín sin conocerlo. Una madrugada Luchín no llegó a la hora en la que habían quedado para embarcarse. Pensando que se había quedado dormido fueron dos compañeros a por él, pero a medio camino, bajo la penumbra lunar, ven a unos cuantos pescadores inclinados bajo un cuerpo tumbado en la acera. Por curiosidad se acercaron y se inclinaron para ver al tendido. Era Luchín. Sangraba por la frente, el pecho, las piernas... Lo habían cocido a balas. Uno de los curiosos vio dos calles antes correr como un rayo por su lado a alguien, ¡claro, huía! Creía haberlo reconocido. Era el Coco. Estaba suelto. Había salido del presidio.
—Pero, ¿cómo se vengaron de él? —pregunté impaciente ante lo detallista de mi padre.
—¿Alguien te molesta, hijo?
—Nada que no se pueda arreglar ignorándolo.
—O con los puños, ¿no?
—¿Qué…? Sí, ¡claro! —respondí.
—Se presumía donde dormía. Por el pozo de agua, cerca por donde terminan los rieles, del tren en el barrio de Puerto Nuevo en el Callao. Fui a ver a tu tío y lo encontré abatido: era su mejor amigo. Me miró y me preguntó gimoteando, arrastrando su voz, si era justo lo que estaba viviendo. No te puedes imaginar siquiera el dolor que sentía. No sé si hice bien hijo. Fue un instinto animal, quise vengar a Luchín —tragué saliva—. Y ¿sabes por qué hijo? Era un pan de Dios. Lo conocí y una vez me dijo que sea lo que sea, el acto de pescar también es matar seres vivientes y que incluso a veces sentía pena despedazarlos para la venta. Le dije que no se sintiera así porque Pedro era pescador y Jesús lo eligió como el padre de su iglesia; y que recordara que Jesús multiplicó los peces para saciar el hambre de cinco mil hombres. Desde esa simple explicación se sentía orgulloso de ser pescador, pero eso sí, decía, que otros descuarticen a los peces. Llegué a pensar, sin decírselo, que apenas se jubilara uno de mi gente lo invitaría a dejar los botecitos y se pasase a mi lancha como mi tripulante. Hijo, ese muchacho no debía de morir así. Me acordé del Perro Larry. ¿Te acuerdas de él?
—¿No era uno de tus trabajadores?
—Sí, el del diente de oro y el sombrero ladeado. Ya no puede hablar…, está muerto. Un limpio infarto.
—Un día me contó una anécdota cuando calló preso. No sabía lo de su muerte —dije recordándolo.
—Me dijo que había de actuar rápido y por sorpresa. Yo lo llevé hasta los rieles. Despertamos a unos mendigos con una linterna. Los primeros cuatro no eran, hasta que dimos con él. El Perro Larry no lo dejo hablar. Le desembuchó las ocho balas de su revólver. Yo lo vi… —mi padre hizo una pausa.
—Papá, ¿estás bien?
—¡Eh! Sí, hijo… Cómo te decía, para un guapo siempre hay un guapo y medio.
 
En el salón suena el teléfono. Ojalá no sean …, pensé. Carmen lo contesta. Era Pipi. Miré mi reloj de muñeca, el del búho, no había error, eran las dos y media de la tarde. ¿Acaso no era yo quien debía de haber llamado primero?, pensé. Ojalá no esté molesto.
—Gabriel, ¿te ha pasado algo? ¿Por qué no has venido al colegio ni ayer ni hoy?
—Me quedé dormido.
—¿Los dos días? ¿Acaso no te importa lo del viernes?
Según él no me importaba en lo más absoluto los esfuerzos que ellos me ofrecían para castigar al Camello.  Yo era un irresponsable. Acepté sus regaños con modestia.
—¡Disculpa, Pipi! Tienes razón. No se vuelve a repetir. Mañana voy sí o sí. Ya te contaré —aunque avergonzado quería ir al grano—. ¿Alguna novedad?
—No, todo igual. El viernes, como quedamos. Chule pasó por el taller el martes y hoy, preguntó por ti un poco molesto. Ya mañana en el recreo hablamos, en el taller, porque tengo que estudiar el examen final de técnico mecánico para el viernes, que para mí es el más importante. No te digo más. Búscanos mañana en el taller, no la cagues que si no el Chule no te lo perdonaría, ni yo tampoco.
—Gracias por llamar, Pipi. Mañana, nos vemos en el recreo, chao —y le corté antes que él a mí.
Al rato vuelve a sonar el teléfono. Yo lo descuelgo.
—Buenos días, diga.
—Gabriel, soy yo. ¿Estás bien? No has ido al colegio ¿Te has peleado con tu padre?
—Me he quedado dormido. Pero dime, ¿en qué momento me dormí en el barco?
—Estabas riéndote con nosotros y bebiendo. Pero tan solo pestañeaste, cerraste los ojos y caíste fulminado en la mesa de la cubierta.
Jimena me lo contó todo y rápido. Qué cortedad sentí, aún después de haber hablado con mi padre. Avergonzado solo quería cerrar la conversación.
—Hablamos mañana, Jimena. Tengo que salir —era mentira.
—¿A dónde?
—A acompañar a mi padre.
—¿Aún sigue contigo?
—No te puedo hablar. Tengo que colgar. 
—¡Ah!, me olvidaba. Geografía y Lenguaje y literatura han tomado examen.
—¡El colmo! Cuando no voy se les antoja ir a todos y encima toman exámenes. Pero, descuida, estoy sobrado de notas. Puedo no ir a ninguno de los que quedan y aun así apruebo el año —hablé con ínfulas de suficiencia.
—Qué petulante suenas. No te pega, tontito.
—Jimena, te tengo que cortar.
Su reproche fue una daga ardiendo estampando en mi razón su quemadura.
—Lo último, Gabriel. ¿Me acompañas por la tarde a la peluquería?
—Ya mañana hablamos. Chao —no le respondí.
Corté sin escuchar su adiós y sintiéndome avergonzado. Solo quería refrescarme la cara con la brisa marina y ver al mar. Subí al cuarto de planchar, me puse los audífonos a todo volumen y me tendí en la butaca para intentar olvidarme de todo. La fina brisa refrescaba mi indolencia. Podría engañar a quien sea que no era así, pero solo en ese instante era consciente de que estaba actuando mal con mis amigos.  Debí llamarlos, pensé. ¿Por qué no lo hice? Por igual me aplastaron las palabras de Jimena, petulantetontito... Imaginé viéndome frente a un espejo, denuncié a mi imagen, no me hacían falta testigos, y me sentencié un grandísimo tonto, un imbécil petulante e indolente.
 
 
 
  
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Descripción

Capítulo 19 del manuscrito: La probabilidad, el albedrío o las barajas.

Palabras Clave: samont sandro montes la probabilidad el albedrío o las barajas.

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficción


Creditos: Sandro Montes

Derechos de Autor: Sandro Montes

Enlace: http://www.megustaescribir.com/obra/64381/la-proba


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