La probabilidad, el albedro o las barajas: Captulo 18. Con Currito la vida es como el mar.
Publicado en Aug 07, 2018
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EXTRACTO DE LA NOVELA: La probabilidad, el albedrío o las barajas.
http://www.megustaescribir.com/obra/64381/la-probabilidad-el-albedrio-o-las-barajas
 
1.     Con Currito la vida es como el mar  
Una sensación inexplicable proporciona la música de las olas, es que cuando la escuchas te olvidas del dilema de tu destino. La tarde del domingo, de ese último fin de semana, acompañé a papá hasta el muelle de regreso a su embarcación. Aquél día almorzamos en casa como hacía bastante tiempo no lo hacíamos, con tía Maribel, su marido y el tío abuelo Lucho, que había invitado a su inesperada pareja. Tio Lucho, un cocinero cinco estrellas incógnito, preparó una deliciosa ensalada mediterránea y un pollo al horno, que sabía le encantaba a mi padre, sobre todo los pechos empapados con salsa al ajo. Bimba, como llamaba mi tío a su compañero de alcoba, era una mole hecho carne, un míster ébano de cabeza calva minúscula, desproporcionada a su tórax. Parecía a nada, salvo mi antojo de hacerme creer que trabajaba en un circo ruso, la máxima atracción, el domador de calenturas, al menos la de tío Lucho. No recuerdo mucho en el almuerzo, salvo la cara de mi padre mientras comía la ensalada. Fruncía los labios y jadeaba matando con la mirada a Bimba que engullía los pechos del pollo, una en cada mano. En el camino al muelle le pregunté a papá indagando si le había gustado el almuerzo: «Excepto ver el pollo dentro del horno, nada más», respondió. Ya Iba a despedirse, pero hizo una pausa reflexiva antes de clavarme su mirada enigmática conectada a algo profundo. Quise leer en su mirada, ojos de anhelo y mar silente, pestañó a ritmo leve, me cogió del hombro y dijo: 
—Gabriel, ya es tiempo de que pienses en tu futuro. Puedes estudiar una carrera en Lima. Tus hermanos te extrañan y tu madre quiere tenerte a su lado.
—Sí papá, pero ¿a qué viene esto ahora? 
—Aquí solo hay mar, tres fábricas y mototaxis como moscas, no hay nada.
—Sí, padre, pero mi destino está aquí —dije instalado en la conversación, sin meditar en la repentina inquietud de mi padre.
—Déjate de tonterías Gabriel, tu abuela se muere y después de ello aquí no te puedes quedar, ¿me entiendes? —pasó a su mirada agreste, esa que vestía en su trabajo de patrón de pesca.
Con los años que tenía me resistía a pensar, pase lo que pase, que mi destino estuviera fuera de esa bahía. ¿Y mis amigos? ¿Y Jimena? ¿Y todo en Paita? Solo por pensar en lo más inmediato. Adoraba mucho a mis padres, pero me bastaban sus visitas, así fue siempre. Paita era mi mundo y aún en el caso de que ya no estuviese mi abuela defendería mi voluntad de quedarme allí como si fuera la última.
—La abuela no va a morir ahora. Se recuperará.
—No digas cojudeces, hijo. En la casa se queda Maribel y ¿no querrás vivir con el tonto de su marido?
—Ella dijo que me dejaría la casa.
—No hay testamento. No hay nada. Y si lo hubiera no podrías vivir solo allí. 
—Sí puedo —discrepé sin conciencia.
—Eres más testarudo que tu abuela. Razona, piensa antes de hablar. Mejor me voy.
No lo dudó y se fue sin decirme adiós, ni cuándo volvería. Si alguna vez nos enfadábamos no hablábamos, nos atacábamos con miradas, pero nunca nos heríamos con palabras. Para nada me gusto que me llamara testarudo. Yo quedé apuntalado al pavimento del muelle como un nuevo poste, llorando sin lágrimas, viéndolo como bajaba las escaleras hacia el barco.
 
En esa conversación inacabada iba pensando mientras esperaba a mi padre en el mismo sitio del domingo, como si hubiera querido retomar la plática en el mismo punto que lo dejamos, literal por doble, hasta que la monotonía del oleaje se transformó en melodía. Miraba entre el horizonte y el universo. Las nubes en el cielo parecían las que yo dibujaba en la primaria, dos o tres motas dentro de una pulcra cúpula. Las pequeñas olas parecían viajar sobre la luz. Embelesado en la creación apenas advertí el silbido de las chimeneas de las fábricas quemando el pescado para harina. Si hubiera sido noche podría haber visto los seres mitológicos caminando por la vía láctea. La inmensidad de la naturaleza aplastándome me hacían sentir un ser microscópico, pero único. Recordé cuando de niño miraba con mi telescopio en la azotea, al lado de Amanda y ella me instruía diciéndome que «entre el universo, las galaxias, los infinitos soles con sus planetas y entre las vidas que pudiera haber en algunos de ellos: tú eres único». Incluso, «entre todas las vidas que hay en este puntito azul perdido en el espacio llamado Tierra: tú eres único, Gabriel». Cual sea mi estado social en nacionalidad, raza, religión, sexo, etc., yo soy un ser único. «Y ese dato por sí solo, hijo, es una virtud». 
Llegaron las cinco de la tarde y el barco de mi padre sin aparecer en el horizonte. Un hombre a mi lado pescaba con una cerda y picó un pez. En su cesta habría unos siete pescados. Algunos aún coleteaban. Hasta hace poco rebosando de vida y ahora a punto de palmar y ser devorados, pensé. Otro pez saltaba por allí, muy cerca por donde la cerda recogiéndose partía el agua. ¿Y por qué ése no picó? ¿De qué depende el destino? ¡Al carajo! Estaba a gusto con la contemplación de la naturaleza hasta que volví a pensar en lo vacilante de mi destino. Una voz familiar me alejó de esa fatigosa sensación.
—Gabriel.
Vuelvo la mirada y era Jimena. Su melena desordenada. Con un short blanco, polo negro y descalza.
—¿Así has venido desde tu casa?
—No, tonto. He cogido un mototaxi.
Detestaba que me llamase tonto a secas. No hice ningún aspaviento de irritación, era en vano.
—No te esperaba en el muelle.
—Llamé a tu casa y la empleada… ¿cómo se llama?
—Marta.
—Me dijo que esperabas a tu padre aquí. ¿Pudiste dormir un poquito?
—No. Hablé con Marta y se me fue la mañana —me invadió la curiosidad—. ¿Por qué has venido sin chanclas?
—Porque nos vamos directo a la arena de la playa a tomar el sol, ¿qué te parece?
—No puedo. Espero a mi padre y me urge hablar con él.
—¡A la mierda, Gabriel! —plegó la frente. Mala señal. Su pelo liso brillaba—. No quisiste ir a mi casa por la mañana y no he venido hasta aquí y descalza para que me digas que no vas a la playa. ¿Me estás evitando?
—No te he dicho que vengas y menos así, sin…, sin… —miraba sus pies descalzos—, ¡qué más da!
A veces detestaba su engreimiento repentino. En ese instante no estaba paciente para aguantarle sus formas.
—¡Sin…, sin… qué!, pedazo de….
No terminó de explotar. Una voz la cortó. Ella interpretaba mi negativa como un desaire. Pero, ¿acaso sabía de la importancia del diálogo con mi padre? Pues, no. También quería quedarme en Paita por ella, pero la muy bruta no lo sabía.
—Gabriel. Aquí abajo —giro al llamado de la voz—. Si esperas a tu padre deja de hacerlo. Por mi radio escucho que está a cuatro horas de aquí. Seguro descargará en otro puerto.
—Hola Currito. No me digas eso.
—¿Ya ves que tu padre no viene? —dijo Jimena, sin la queja anterior que vestía su rostro. No le hice caso.
—Aún la tarde está buenísima. Iba a dejar varado este cacharro, pero cambio de planes. Daremos una vuelta. ¿Qué te parece? —habló en voz alta el viejo.
—¡Claro que nos vamos! Me vendrá bien.
Afirmé sintiendo un morbo escénico contrariar a Jimena. Caminaba hacia las escaleras laterales del muelle dejando a Jimena como un poste clavado en el muelle. Ya no estaba molesto: son volátiles mis enojos. A demás, quería que viniera. Volteé a llamarla.
—¿Me ibas a dejar parada como un tronco, pedazo de cojudo?
—Cierra el pico. Vamos a disfrutar la tarde, ¿estamos? No la estropees con tu lengüita. 
Dio tres brincos sobre su sitio, caminó hacia mí y juntos bajamos la escalera hacia la lancha de Currito.
Desde arriba la lancha no parecía lo espaciosa que era estando en ella. De madera y pintada a tres franjas horizontales: dos rojas y amarilla, la del centro. A mí no me gustaba ese color, pero para Currito el sentimiento imponía más que el atractivo. Se llamaba Cantabria. En la cubierta había redes dispuestas como minúsculas cordilleras que el viejo remendaba en su oficio, unas cuantas bancas de madera, algunas empotradas alrededor de una mesa. Había cierto orden en el recinto, a pesar de algunas herramientas y madejas de hilos desperdigados. Currito vio descalza a Jimena y la invitó a que se pusiera una de sus chanclas para evitar que cualquier cosa se le incrustara en sus pies. De un macizo baúl con un agujero lateral se asomaron dos grandes patas marrones y luego una gran cabeza negra: era Chispa, el mastín guardián. Currito lo llama. «No teman, es más manso que el mar muerto», expuso. Salió parsimonioso dando bostezos, le acariciamos la cabeza con cierto sigilo y volvió a su escondrijo. Seguro que un amargado perro salchicha se lo devoraba sin más, pensé. De camino a proa una puerta conducía hacia los camarotes de dos niveles separados por un pasillo de escasos cuarenta centímetros, más o menos. Junto al lado de la puerta había una escalera que llevaba a la cabina de mando. Jimena y yo subimos curiosos. Mirábamos entusiasmados a cada lugar en aquella pieza. El viejo nos siguió y nos ilustró.
—El timón, mi silla giratoria, el radar para las distancias, la ecosonda para medir profundidades y manchas de cardúmenes, la radio de comunicación; mi cocina eléctrica, para prepararme algo cuando esté aquí, mi mesita redonda y la radio tocacintas, las sillas, mi bandera Cántabra, soy de Santander; tras esa puerta tienen una baza para churrear, ¡ea!, esta fue mi primera mujer —señaló un cuadro, una mujer muy guapa, e hizo una pausa—, nunca tuve hijos con ella, ni con nadie, ¡claro!, la quería tela —volvió a mirarnos agonizándosele un suspiro—. ¡Y bien!, miren que vista impresionante. Hasta hace poco estos ventanales no tenían cristales y no se imaginan el frío que entraba, incluso en verano, imagínense en invierno. Podrían petrificarse aquí mismo de hielo. Pero ahora estamos mucho mejor, ¿no?
—Currito, ¿Qué es una baza?, ¿y qué significa churrear?  —inquirí curioso.
—Un váter… y mear —bailó su mirada hacia a Jimena y hacia mí—. ¡Vale! Hablaré en peruano. ¡Claro! Trabajando con compatriotas a uno se le pega el habla.
Currito hablaba y nosotros asentíamos mudos. Había subido al barco de mi padre, pero esa pequeña lancha transmitía un ambiente familiar, más íntimo, como si además fuera una casa. Había otro cuadro de una mujer de cuerpo entero, con un traje flamenco, podría ser, y un arco iris encima de su pelo recogido, con las manos en la cintura.
—¿Y ésta quién es? —señalé el cuadro.
—Es una diosa gitana. Es la mismísima Lola Flores.
—¿Quién? Si no tiene cara de diosa —rebatió Jimena.
—Esta no tiene cara de diosa, no canta como la Callas, ni baila como Celia Cruz, pero hay que verla en sus espectáculos. Un torbellino que engancha, inexplicable. En verdad inexplicable —expuso Currito ensayando un paso flamenco—, ¡y olé!
Por un instante, tuve la seguridad que había leído sus palabras en alguna parte. Nos echamos a reír. Aún con sus cerca de ochenta años currito despertaba vitalidad. Si le cortábamos el pelo y la pomposa barba, seguro aparentaba muchos menos. El canijo, con facciones quijotescas, seguía hablando. Sacó unas antiquísimas revistas y recortes de periódicos que se lo enseñaba a Jimena que daban cuenta del buque que lo trasladó desde Vigo hacia Paita, vía canal de Panamá, huyendo del franquismo. Yo solo quería llevar el timón. 
—Currito, nunca te lo he preguntado, ¿vives aquí?
—Sí, querido, el mar es mi barrio, esos barcos varados mis vecinos y este cacharro mi casa. Pero, ¿acaso aquí no hueles vida? Si vivir así es una pasada. Aquí en el mar lo tienes todo —el viejo levantó la barbilla y su mirada, parpadeó y continuó—. La vida, hijo, es como el mar, a veces turbia, otras serenas, pero...
—Siempre tienes que saber a dónde vas, cuál es tu rumbo, y el timón eres o lo llevas tú —le interrumpí para terminarla—. Esa frase me la enseñó mi padre.
—Y yo se la enseñé a él —respondió sonriendo.
—¡Qué más da, viejo!, la vida es como el mar, es verdad —intervine sin dejar el timón y sonreímos todos—. Cuando vea a mi padre le preguntaré si es verdad lo que me dices.
—¡Y bueno!, debajo del timón Gabriel hay una sorpresa. Abre esas dos puertas.
El mobiliario era de madera, en las puertas dos tiradores en forma de anclas, parecía una estantería cualquiera. Al abrirlas, era una nevera con su congelador. El viejo tenía de todo, un mini mercado: verduras, leche, frutas, carne congelada, una retahíla de botellas.
—¡Hay que ver, viejo! Lo que tienes aquí.
El viejo sonreía.
—¡Anda ya! y saca un buen vino o un buen ron, lo que quieran. Tengo harto trago para incendiar tres trasatlánticos. 
—Pero, si nunca he bebido —respondí.
—Jimena, ¿tú que dices, guapa? Di algo —le preguntó Currito.
—Que sean unas —respondió ella, un poco tímida.
—Siempre hay una primera vez. Serán unas copas y basta. ¡Joder!, Gabriel, por el gusto, ¿vale? —yo cedí.
—Que sea un buen vino, como le gustaba a mi abuela —señalé.
—¡Ea! Tú, Jimena, abre esa puerta y saca ya tres copas.
Jimena abrió la puerta de otra estantería y sacó las copas como una centella. Sin planificarlo se instaló nuestra propia fiesta. La lancha se alejó tanto de la orilla donde solo éramos nosotros y el mar. El viejo apagó el motor, escudriñó en otro mueble empotrado, ese sí a siete llaves y sacó dentro de una urna de madera unas cuantas cintas de música: a escuchar buena música, joder, dijo. Dependerá de varias razones la libertad para desahogarnos y en ello sentirnos felices. Sería el lugar, la compañía grata y casual. No imaginaría que ese día nos iba a salir redondo: fortuito e irrepetible. ¿La felicidad? Sería como un clímax fugaz, tan relámpago como esas cuatro horas que disfrutamos en la lancha. El viejo le contó a Jimena de su exilio, de su pueblo y su familia en España, que yo ya lo sabía; de su primera mujer, que ya me lo había contado; de su juventud en el pueblo y de «lo guapa que era Amanda de joven…»
—…, pero se me adelantó su abuelo.
—Currito, cambia ya de tema. Otra vez a lo mismo —hable.
—¡Que te calles, celoso!, y saca ya otra botella —increpó Curro.
—¿Otra? —respondí, disimulando mis celos.
—Sácala ya —agregó Jimena, encantada con la conversación del viejo o con los efectos del vino.
Se terminó la cinta de música y eligió otra.
—Este es Paco de Lucía. Soy del Norte, pero me gusta el cante del sur. ¡Qué cosas!, me gusta la buena música, eso es todo.
Jimena empezó a dar palmas al compás de la melodía, como acompañando a un bailaor de flamenco. Estaba irreconocible, locuaz y refulgente de alegría. Lo que tu mente siente tu rostro lo refleja. Jimena le contó la historia de su padre a Currito y le pidió que la ayudase a buscarlo.
—¿Tu madre es…, es…? —agarrotó sus manos a la altura de sus pechos. Adopté una posición de incógnita mirando a Jimena, ¿le molestaría la soltura de Currito?
—Sí, la tetona, esa misma —respondió Jimena.
Me eché a reír.
—¿De qué te ríes ahora, carajo?, ¿no vez que vistiendo parece una puta?
—¡Joder! La conozco, ¡claro! Entonces ¿tú eres la niña malhumorada que la acompañaba? Perdón por lo de malhumorada. No te chines conmigo.
Algo no entendí.
—En peruano, Currito —expresé.
—¡Eh! ¿Chines? Como decir, no te molestes. ¿Lo pillas?
—Esa misma soy yo. A ti te recuerdo, te decíamos gato seco. Cuando entrabas me asustabas por tu facha. 
—¡Ostias! ¿Mi facha?
—¡Eso!, tu pelo largo, tu barba, tu ropa rajada por todos lados. Pensé que me reconocerías.
—¡Joder!, has cambiado mucho. ¿Gato seco, yo? —le cambió la cara por unos segundos—.  Jodida la gente del pueblo. Ahora eres una preciosa mujer. Hace años que no entro a tu bar, los mismos que no veo a tu madre.
Le prometió que la ayudaría a encontrar a su padre, así le cueste la enemistad con su madre. Jimena le habló maravillada que le cautivaba la cultura nazca, que le atraían los libros místicos —eso a mí no me lo había contado—  y hasta de sus antiguos enamorados. Yo disfrutaba ese momento. Era diferente. Al lado de un sabueso de la vida y de Jimena, en medio del mar y bebiendo por primera vez. Gozaba de ese mágico momento. ¿Antiguos enamorados? Recordé una ocasión en casa de mis padres en el Callao. Tenía seis años. Fueron mis primeras vacaciones fuera de Paita. Una buena tarde mi padre organizó una parrillada e invitó a unos amigos y familiares para que conocieran a su hijo mayor. La parrilla se instaló en la puerta de la casa, frente al inmenso parque del barrio. La cochera hacía de lugar de recepción. Yo jugaba con uno de mis hermanos, no recuerdo quien, mi primo Hugo y mi prima Gina. Se nos acerca una niña rubia, con sus pelos en risos, su misma carita parecía el sol. Con pantalones vaqueros de tirantas, muy coqueta, ella. Chupaba una paleta de caramelos, cuando extendió su brazo para invitarme a darle un lengüetazo al dulce. Mis primos profirieron, en estribillo, «Gabriel, es tu enamorada, tu enamorada, tu enamorada…». Ella no fue mi primera enamorada, pero, por qué no le acepté la invitación. 
—¡Oye, Gabriel! no te quedes quieto —indicó Jimena.
—¡Qué?
—Que saques otra botella. Y habla. Pareces no divertirte. Siempre mudo, como un niño autista. ¡Anda!, cuenta algo. ¿Por qué no le cuentas a Currito lo del Camello? 
—Digas lo que digas la estoy pasando genial —dije muy convencido.
Volviendo de mis recuerdos infantiles noté a Jimena algo perezosa. Sus ojos empezaban a enrojecerse. Yo habría bebido casi igual a ellos, pero me sentía bien, sin ese mareo que decían provocaba el alcohol. Curro buscaba otras cintas, ya habíamos escuchado todas las primeras. Por mi cuenta saqué la tercera botella.
—¡Pardiez! ¿Quién demonios da el coñazo a mi chico? —esperaba mi respuesta. Lo miré interrogante— ¿Qué me miras? Significa por dios, dar la lata, dar por culo.
—Sí. Ya te entendí —descorché la botella y continué—. No es nada de qué preocuparse. Lo que ahora más me inquieta es otro tema.
—¡Ea! Les parece si nos vamos abajo para disfrutar de sol. Sentémonos en la mesa de la cubierta que la tarde está buena y esto no se desaprovecha.
A Currito también ya se le notaba algo enredado. Instalados en la cubierta y cuando ya se acababa la tercera botella, le conté un resumen del Camello.
—Pero no necesito ayuda. Ya tengo solucionado el tema. Me van a ayudar mis amigos. ¡Por cierto! Me habrá llamado Pipi a casa para lo mismo. Ya lo veré mañana.
—¡Hijo, hijo! Los ataques sorpresas. ¡Recuérdalo! Los ataques sorpresas. ¡Sí! Sorpresas —Currito hablaba rumiando hasta que se abandonó en un corto silencio.
—¿Curro? No te vayas a quedar dormido, si no quién nos regresa a puerto.
—¿Qué? ¡Anda, anda!, en una tarde noche he podido beberme hasta ocho botellas de vino yo solo, así que no se preocupen. Los ataques sorpresas, Gabriel, son como su nombre lo dice, sorpresa. ¿Te enteras?
Currito ya estaría medio borracho.
—¡Sí, claro! —parodié—, son sorpresa, su mismo nombre lo dice.
—No te burles pendejo —habló Jimena levantando su copa, con su lenguaje habitual.
—El engaño de los griegos en Troya, con el caballo… ¿lo recuerdas? A ti que te gusta la historia. Amanda fue una buena profesora.
—Sí, Currito, sé lo que me quieres decir.
—O la muerte de Julio César en el Senado Romano. Acaso, ¿él sabía que lo iban a matar?, a eso me refiero al actuar con sorpresa.
—Ya tengo un plan. Ése no me volverá a molestar, jamás.
—A veces solo hace falta actuar por nosotros mismos, con un movimiento, en un lugar y en el momento menos impensado —habló Currito, a la vez que secaba su copa de vino y se servía otra—. Sé que lo harás bien.
—Seguro que sí —afirmé.
—¡Bueno!, a otro tema. Les cuento que quiero marcharme a España, a mi tierra, a Santander. Estoy fuerte como un roble, pero sé que en cualquier momento a este ritmo me desplomo, por no decir estiro la pata, así que quiero ver mi tierra los últimos años de mi puta vida —nos quedamos mudos. Secó la última copa en dos segundos. Veía la pepita de su garganta subir y bajar mientras lo hacía—, un par de meses y me voy chicos. ¡Ya está! Ya lo he dicho.
—¡Pero…!, ¿a qué viene esto ahora? —se me ocurrió decir para romper el silencio.
—Que me voy, ¡joder!, que me voy a España, ¿eso es poco? —gruñó dando un golpe en la madera. Levantó la mirada para vernos, como pidiéndonos perdón, y rindió su frágil cabeza sobre la meza sollozando—. Lo siento, les juro que lo siento. No es justo.
Ahora sí no se me ocurría decir nada. En su actitud había cierta dolencia. Yo sabía que no volvería a Perú una vez pise España. Había vivido en los mares peruanos por más de cincuenta años. Jimena intentó calmarlo. Le cogió las manos tendidas en la meza y las acarició. «Ya está bien, Curro», le repetía, hasta que Currito se calmó. Tan apenas incorporó su mirada le preguntó si tenía familia en España. Él tenía una hermana menor que dejó con veinte años. Se comunicaba con ella por teléfono, se casó al año de partir Currito y tuvo seis hijos que los conocía solo por fotos. Uno de sus sobrinos se llamaba Francisco, como él. Todos vivían en el mismo Santander y él quería conocerlos antes de su partida final. Al cabo de un rato nos hizo una confesión desgarradora que cambió por completo la imagen que yo tenía del viejo. Siempre lo veía alegre, pendenciero y jaranero. Pero, no. El viejo sufría por dentro y reía por fuera.
—Perú fue el laboratorio en el que me metió la vida, el del exilio voluntario por la guerra civil; una cultura que no es la tuya pero que aprendes a amarla. ¿No se dan cuenta que me gusta el ceviche, la papa a la huancaína o el pisco sour? Soy tan peruano como tú o tú. Y a ver quién me dice lo contrario. Pero al principio el exilio fue un lugar de sufrimiento atroz. Los primeros años fueron un martirio día a día. Echaba de menos a mi gente, mis montañas, mi mar, mi cielo, ustedes me entienden. Ya luego no vi morir a mi madre, a mi padre, ni a mis hermanos mayores —relataba con temblor en la mirada—. No vi nacer a mis sobrinos, no los vi crecer. Fui un niño muy amado y crecí feliz en Santander, ¡pero, esa puta guerra! Con el tiempo te acostumbras a sopesar esta tragedia y así poco a poco cambié como un camaleón marino. Era calladito, serio y tímido, al principio, luego aceptas tu vida, tu pasado prefieres guardarlo en un baúl. Y un día me miré al espejo y me dije Francisco Macaya, esta es tu puta vida y si no la asumes estás muerto, así que empieza a vivirla, admite que este es tu destino y levántate cada día intentando ser feliz. Esa actitud partió mi vida en dos: una oculta, dentro de mí que no quería verla; y otra frente a mí, la vida diaria, lo real, en el que solo intentaba ser alegre y feliz. Esa manera de ver las cosas me salvó la vida.
El viejo seguía hablando. Pero me cautivó de sus labios la palabra exilio. Como si exilio y dolor fueran sinónimos. Por un instante sopesé el hecho de haber sido un exiliado de mi familia en el Callao. Pero no estaba dispuesto a mirarlo con dolor porque estaba a gusto dentro de Paita. Más al contrario, me habría sentido un exiliado de Paita si es que mi padre me arrancaba de ese pueblo. Volví a mirar al viejo que ya había terminado su oración. Lo noté más alegre hablando ahora de los platos de anchoas que se preparan en Santander. No era el momento, pero me solté en decirles lo de mi padre.
—Currito, Jimena, escúchenme, mi padre me quiere llevar a vivir al Callao y no quiero ir. Hoy tenía que cerrar ese tema con él.
Jimena, abrió sus ojos como dos faroles y pasó a mirarme mientras soltaba la copa en la mesa de madera.
—¿Ahora entiendes por qué no quería ir ni a tu casa ni a la playa? —rematé mirándola. Ella no dijo nada.
—Hijo, tú no te irás de aquí —afirmó el viejo.
—Y yo no quiero que te vayas a España, viejo —solté emotivo.
—Nadie se irá a ninguna parte —balbuceó Jimena.
—Déjame que hable con tu padre. Escucha, Gabriel, ¿quieres que te deje esta lancha? No la vendo por nada del mundo, pero con cariño te la puedo dejar. 
—Eres generoso, pero no sabré trabajarla.
Currito soltó unas risas.
—Ahora que lo recuerdo. ¿Te acuerdas cuando te golpeaste el dedo apuntalando las redes? Creías que tu meñique era el clavo y Amanda casi me mata. 
—Claro que me acuerdo —me sumé a las risas.
Currito se levantó justo cuando sonaba una canción que le traía gratos recuerdos.
—Vamos a bailar y olvidémonos por un puto momento de todo. ¿Han bailado alguna vez en pleno mar a dentro? Que no, ¿verdad? —el mismo se respondió—, entonces vívanlo porque no se olvidarán de este puto día; y recuerden que cuando lo hicieron estuvieron con el viejo Currito, ¿vale? Y esta canción tiene sabor a mi tierra. Vamos Jimena, a bailar El lerele. Gabriel, levántate ya.
—¿Y cómo se baila esto? —preguntó Jimena.
—¡Vamos!, ¡vamos!, esto es fácil —respondió, Currito—, coges la manzana, vuelta la mano y al culete; la otra, a la altura del pecho, como si tuvieras unas castañuelas y a mover las piernas.
Bailamos al son de su diosa Lola Flores y luego vinieron unos bailes de sevillanas.  Me daba risa los efectos de los años y del vino en los movimientos de Currito. Recordaría algo más. Jimena me advirtió que no me durmiera porque teníamos que estudiar Geografía y Lenguaje y Literatura, ya que teníamos exámenes finales al día siguiente. No sé en qué momento quedé inerme. Sería en la enésima copa. Jimena me contó por teléfono, al día siguiente, que intentaron despertarme sin éxito. Me llevaron al camarote por si luego recuperaba cordura; que aún tuvieron tiempo para beberse algunas botellas más de vino mientras dormía placentero. ¿Quién habría subido a la cabina por las otras botellas? Que pidieron cinco deseos, cinco botellas al mar; si empezó Jimena, sería ella quien pidiese el último y pidió que no me llevaran al Callao. «Ni te cuento cómo te subimos al bote inflable para llegar a la playa. Porque el viejo no podía subir las escaleras del muelle contigo al hombro» Mejor que no me lo haya contado. ¿Y si me hubiera caído al agua? ¡Qué irresponsable fui! Ya en el malecón y de noche me sentaron en una banca y mi padre hizo su inesperada aparición. Papá reprimió a Currito. No fue grotesco. Le indicó que mañana hablarían. Currito se fue. Mi padre cogió un taxi, dejó en su casa a Jimena y se fue conmigo a casa de la abuela. Así me lo contó Jimena, al día siguiente por el teléfono.
—Y luego se fue contigo. Te lo cuento así Gabriel, porque también solo me acuerdo de momentos.
 
Esa noche mi padre durmió en Paita, en casa de su madre. Abro los ojos con alguna molestia por la luz solar inundándolo todo. Algo no cuadraba. Estaba en mi cama y no en la lancha. El reloj incrustado en la barriga del búho de yeso marcaba las once y media de la mañana. ¡No! ¡Mierda!, el colegio, los exámenes finales, balbuceé impotente. Había ruidos abajo, en el salón de la casa. Reconocí la voz de mi padre. Se me vino el alma a tierra. ¿Qué había hecho? Lo peor de todo era no recordar nada a partir del tercer baile. ¡Mierda! El porro en la playa, la borrachera en la lancha. No estaba actuando bien. Sentí culpabilidad. Había defraudado a mi padre, a mi abuela que estaba enferma. Los remordimientos adolescentes pueden ser existenciales. Luego de entrar al baño y lavarme la cara bajé las escaleras. Un mutismo chocante. Mamá Marta se esfumó por algún lado; Carmen, la enfermera, se fue por otro. 
—Papá.
—¿Qué? —su mirada brillaba y vibraba. Una lágrima surcó su rostro.
—Lo siento —no lo pude evitar, pocas veces he llorado. No podía defraudar a mi padre. Menos verle soltar una lágrima por mi irresponsabilidad. Él no sabía que era mi héroe, mi ícono. Lo adoraba—. Lo siento papá.
Entre otros temas hablados mientras desayunábamos llegue a saber que era su hijo especial. Todas las debilidades las tenía conmigo. Pero si nunca me lo dijo. Que no temía de la madurez de Currito, que sabía que estaba en buenas manos, pero que no debía de haber bebido a bordo porque muchos tripulantes se han perdido en la mar en ese estado y no se ha sabido jamás de ellos. Que ya hablaría con Currito, pero en tono suave. A demás, la culpa había sido mía, por aceptar la bebida, detallé. Me confesó que si algo me pasaba él ya no sería el mismo, como antes me lo dijera mi abuela. Hasta ese día no sabía que me quería tanto. No era el momento para decirle que me quedaría en Paita a cualquier precio, ni me acordé siquiera. Descubrir el inmenso amor que me tenía mi padre me afirmó más en mi autoestima. 
—Papá, el viejo me contó que te enseñó el dicho ese de La vida, hijo, es como el mar, a veces turbia, otras serenas, pero… —mi padre me cortó.
—…siempre tienes que saber a dónde vas, cuál es tu rumbo, y el timón eres o lo llevas tú.
Reímos los dos.
—¡Es verdad!
—Viejo falso, pendenciero. Me la enseñó mi padre. Y mi padre, al viejo. Y el viejo va con esa frase por la vida. Pero la autoría es de mi padre.
—Lo intuía —indiqué, sin dejar de sonreír.
Sí, la vida es como las aguas del mar: turbias o serenas. Deja de tener sentido cuando transitamos aguas muertas. Las turbulencias le ponen la sal.
 
 
 
  
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Descripción

Captulo 18 del manuscrito, La probabilidad, el albedro o las barajas.

Palabras Clave: samont sandro montes la probabilidad el albedro o las barajas.

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficcin


Creditos: Sandro Montes

Derechos de Autor: Sandro Montes

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