La probabilidad, el albedrío o las barajas: Capítulo 17. Anda, dime, ¿quién es esa chica?
Publicado en Aug 07, 2018
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EXTRACTO DE LA NOVELA: La probabilidad, el albedrío o las barajas.
http://www.megustaescribir.com/obra/64381/la-probabilidad-el-albedrio-o-las-barajas
 
 
17.     Anda, dime, ¿quién es esa chica?  
Menos mal que aún no había llegado el personal de servicio. Le di sus pastillas y un beso a Amanda. Tomé un desayuno ligero, recogí mi mochila y corrí al colegio. ¡Claro que llegué tarde!, en la segunda hora, pero tuve suerte. El profesor de Química y el de Ciencias Naturales, también se acogieron a la huelga y no fueron a clases. Jimena, sentada en su butaca se reía burlona. Pancho, con su silbato en el pecho, nos largaba a nuestras casas con su peculiar forma. «No hay primera clase, ni segunda. Pueden irse al carajo. Rápido». El Camello no quería problemas, esa vez. Salió embalado del salón de clases sin siquiera mirarnos. Me acerqué a Jimena.
—¿Te vas a quedar aquí? Vamos, ¿no?
—¿Vamos a mi casa? Mi madre debe estar ya en la cafetería.
—¿Por qué no me despertaste?
—Lo hice, pero estabas de piedra. Serían los efectos del pitillo.  Te fumaste uno, ¿verdad? 
—Olvídalo —no quería recordarlo. Aún me dolía la cabeza. 
—¡Bueno! Vamos a mi casa o vas a seguir con los planes del Camello. ¿Estás loco? ¿Con esos amiguitos…?
—¿Qué quieres decir?
—Qué, estarás loco si crees que te ayudarán esos ineptos. 
—No hables así de mis amigos. 
Me interrumpió su cambio de postura. Cruzó las piernas, los brazos y se inclinó a su derecha. Se mordió los labios inferiores, como retirándose algún pellejito.
—Solo te van a ayudar a ganarte más problemas.
—¿Tú qué sabes? No los conoces.
—No pensaba que te importara tanto.
—Jimena, no me gusta sentirme pisoteado. Sería un cobarde si no actúo. No estoy dispuesto a aguantarlo más.
Me estaba encendiendo y era raro en mí.
—¡Cálmate! No pensé que tuvieras huevos para esto.
—¿Que me calme? El viernes si no fuera por ti, casi me revienta, como lo hizo con Ajito; pateó el plato del pobre perro; ayer se atrevió a llamarte puta zorra, aparte de lo que ya he contado ¿y me dices que me calle?
—¿Sabes? Cuando empiezas a enojarte te me haces interesante. ¿Y ahora no tienes otro deseo que solo vengarte del Camello?
Un dedo suyo fue a parar a sus labios.
—¿Qué? ¿Cómo qué?
Respondí ofuscado. Sabía por dónde iba Jimena.
—Que, si te vienes a mi casa, tonto.
—No. Mejor me voy a la mía. Me duele la cabeza. Y he dormido pésimo.
—Te lo pierdes, cojudo. Vete ya.
—¡Mírame! Ya me voy —señalé punzante y me fui.
¿Qué querría Jimena?  ¿Me estaría insinuando algo? A mis dieciséis años ya no era ingenuo. Querría que tuviera sexo con ella. ¡Sin duda!  Pero tenía miedo. Ella me excitaba, me contaba sus experiencias, empezaba a tocarme solo al pensarla, pero tenía miedo de acostarme con ella. Yo no sabía cómo se hacía. Cuando se iba el personal de servicio de mi casa, luego de dejar dormida a la enferma, me tendía en el sofá y encendía la televisión para ver un canal ecuatoriano de series calientes. Soñando despierto imaginaba ver en todas el rostro de Jimena. Pero cuando la tenía a mi alcance y me sugería algo, me amilanaba, la rehuía, para luego arrepentirme de no oler su piel y de no tenerla encima de mí. La evitaba de cobarde. Como aquél martes en que me invitaba a su casa, o como una semana anterior estando en las losas deportivas de la playa:
—Así como te digo Jimena, todo esto es vida… Y nadie lo ve.
Señalé al mar e hice una pausa.
—¡Si tú lo dices! —respondió irónica. Luego señalé a un niño.
—¿Ves sus manitas como juegan con el agua?
—¡Y eso qué tiene! Solo está jugando. 
Respondió extraviada, mientras yo dirigía mi brazo hacia una ola que reventaba en una roca.
—Mira, Jimena, eso es vida.
—Gabriel, déjate de tonterías.
Bajó mi brazo y en cuestión de segundos me los puso en sus caderas, me arrimó hasta su respiración y muy bajito prosiguió:
—¿Y esto también no es vida? ¿Sabes lo que decía Napoleón?
—¿Qué?
—En la guerra, como en el amor, para llegar al objetivo es preciso aproximarse.
Un beso es la coartada precisa para callar las palabras cuando se vuelven innecesarias. Ella se me acercó. Fue raro, pero me excitó esa pizca de cultura no habitual en Jimena. Aquél fue mi primer beso.
Me invitó en aquella ocasión a su casa, pero fui un cobarde. En todo ello iba pensando mientras caminaba a casa. Esa mañana no estuve con ganas de esperar el recreo e ir a hablar con los muchachos. Quedaban algunos días hasta el viernes y podríamos hablarlo luego. Aún sentía la fatiga de los porros y lo único que quería era descansar, al menos tres horitas, hasta llegada la una de la tarde para ir al muelle en busca de mi padre.
Al pasar por el malecón pude ver a los dos profesores que faltaron a clases, entre otros, protestando con pancartas, banderolas rojas y empuñando en alto el puño izquierdo. La escena me hizo recordar a Amanda en el salón de la casa con sus amigos y yo de niño imitando sus cantos y sus gestos.
Llegué a casa. Carmen ayudaba a Amanda con el desayuno mezclado con medicamentos. Subí y saludé a Martita que escuchaba música mientras planchaba en la habitación contigua a la mía.
—¿Usté también está de huelga? —habló burlona.
—No.
Entré en mi habitación y se me quitaron las ganas de tumbarme en la cama. Me puse ligero de ropa, cogí una pequeña radio con unos audífonos y volví al cuarto de planchar. Hacía bastante tiempo que me despreocupaban las tareas del hogar, el estudio, todo. La casa inmensa ya no la sentía igual con mi abuela encamada. Martita era la encargada de la casa y de la comida, y Carmen, como enfermera, estaba a cargo solo de la salud de la enferma. ¿Y yo que hacía? ¡Nada! Algún que otro encargo en el mercado, cuando me mandaban, pero nada más. Esperaba las noches y a dormir. Las mañanas en el colegio. Incluso hacía bastantes semanas que ya no pasaba las tardes o el fin de semana en el Bar de Manuela con Jimena, cuando había tareas escolares o exámenes, sino prefería ir al muelle y esperar a mi padre. Desde setiembre de ese último año escolar adquirí un proceder monástico cuando mi abuela ya no pudo caminar. Sentir que se extinguía mi faro me supuso un agotamiento mental y físico extraordinario. Con Jimena hablaba solo en el colegio o cuando me llamaba por teléfono para charlar, o pedirme que la acompañase a algún sitio por las tardes.  Yo prefería estar en mi casa y me relajaba mirando el mar desde la ventana de mi habitación o desde la ventana de la habitación contigua, que era el antiguo estudio de Amanda, convertido luego en cuarto de planchar: un habitáculo cuadrado, de esquina a esquina alfombrado de rojo, era como un santuario para mi abuela. «Aquí solo entro yo», solía decir cuando estaba sana.
 En tiempos que gobernaba Amanda había en aquella pieza una mesa de escritorio, sobre ella una máquina de escribir Olivetti; una estantería mediana con hartos libros de tapas rojas y unos cuadros de unos barbudos que por aquellos tiempos no sabía quiénes eran. Amanda acostumbraba, justo luego del lonche, encerrarse por unas dos o tres horas en ese su privado. Nadie sabía qué hacía dentro. Una mañana entré con su permiso y encontré algunos sobres de cartas sin cerrar encima de su escritorio. A todos sus destinatarios les llamaba Camaradas. Mi abuela nunca se perdía las recetas de postre que anunciaban los domingos por la mañana en la televisión.
—Corre a mi escritorio, Gabriel, y tráeme un lapicero, rápido —dijo sin quitarle vista al televisor.
—¿A tu oficina?
—Sí, corre, que esta receta de arroz zambito norteño no me lo pierdo.
—Sí, abuela, voy.
Entré al estudio y cogí un lapicero de encima de su escritorio.  De entre todas las cartas me llamó la curiosidad una que sobresalía de su sobre. La retiré, la extendí y solo leí una frase: «liquidar al cura español, es la consigna». A quien se refería, pensé. Si bien no entendía el significado de esa frase, intuía que algo bueno no encerraba. No quise preguntarme más, la guardé en su sobre y bajé. 
Al poco tiempo, después de enfermar Amanda aún quedaban los mismos muebles, la misma alfombra y los mismos libros que nunca leí. Pero luego se sumó al recinto, como si de una nueva corriente artística se tratase, una tabla para planchar ropa, un radiocasete encima del escritorio, con una cafetera al lado, y un colgador donde se dejaba la ropa planchada. Yo mismo terminé por acostumbrarme a esos cambios.
Esa mañana me senté en la silla giratoria mirando al mar y apoyando los pies en el alfeizar de la gran ventana, era mi posición habitual. Al fondo, un crucero se acercaba al puerto. Me puse los audífonos y le di a la cinta para escuchar a Mozart, a bajo volumen, hasta que Martita me habló.
—¿Acaso no tiene nada que hacel? ¿No puede escuchal su música por otlo lado? Estoy espelando a mi Negla y cuando cante subilé más el volumen.
—Descuide. Usted planche y escuche lo que quiera. Su música no me molesta
—Qué insolente, mi niño. Ya no hay lespeto pol esta vieja…
No le respondí. Ella era una dama robusta y elegante. De piel ébano y pelo ondulado prieto. De unos labios vigorosos que con cualquier labial disimulaban las cicatrices que tenía en el centro de ambas carnosidades. Por alguna razón biológica pronunciaba la erre como una ele. Pero no me importaba ese detalle, crecí conociéndola así. Esperaba la emisión de Toña La Negra, a las doce y treinta, que la habían anunciado dos días antes. Cómo la encantaba esa intérprete mexicana de Veracruz. A mama Marta le arrullaba esa mujer: la trasladaba a algún tiempo donde ella encontraba paz. Aunque, a veces, le otorgaba cierto aire de orfandad que le envolvía el alma.
Un día fui testigo del hechizo que la cantante le producía. Estábamos en el mismo lugar del nuevo cuarto de planchar y excitada por la música de Oración Caribe, cerró los ojos, hizo unos movimientos medios extraños del dorso y cuello, como convulsionando, plegó la frente y comenzó a cantar mientras planchaba:
 
Olación calibe...
que sabe implolal.
Canto de los neglos,
Olación del mal...
 
Y cuando las trompetas enfatizaban el próximo estribillo, mamá Marta se llevó la plancha a los labios como si fuese un micrófono, pero no cantó, sino dio un chillido de dolor: «¡hay, hay, hay!, ¡la madle que me palió!, mis labios». Así se hizo esas cicatrices que disimulaba con su color y con labiales.
En una ocasión, escuchando Vereda Tropical, acongojó su expresión. Se acordó de su padre.
—Cómo le encantaba esta canción. La bailaba con mi madle cuando todo ela felicidad.
—¿Estás llorando?
—Ela un neglo bueno y alegle. La jodida ela mi madle.
—No piense en ello.
Su padre abandonó a su madre, con cinco hijos, para irse con una mucho más joven que trabajaba en los maizales. Cuando el padre iba a visitar a sus hijos tocaba la puerta y su madre lo espantaba arrojándole de todo, incluso una maceta con su planta. Martita, con seis años, solo quería colgarse a los brazos de su padre.  Tenía muchos reproches de su madre cuando me hablada de ella. 
—Las madles no entienden a los hijos, solo lesponden a su olgullo helido y se olvidan que nosotlos también suflimos.
Martita nunca dejó de ser una hija. Nunca se casó ni tuvo hijos.
Martita continuó hablando.
—Entonces, si usté se queda, no me vaya a decil que baje el volumen, ¡eh!
—Descuide.
       El crucero ya estaba llegando al puerto. Era de bandera norteamericana. Levanté la mirada, no había ninguna nube. Vivir cien años, este cuadro y estas melodías, pensé.
—¡Bueno, pues!, entonces me va a escuchal hablal. Solo hasta que cante mi negla —no le respondí—. Gabliel…, Gabliel… ¿Otla vez sin hablal?
—Dime —. El crucero ya había llegado. Era británico, no norteamericano. 
—¿En qué está pensando, mi niño? Aplopósito. Hace algún tiempo lo noto en el limbo, como pensando en la musalaña, y usté no me engaña. Soy vieja pelo no tonta. ¡Anda!, dígame, ¿hay alguna chica?
En verdad acertó con mi silencio porque pensaba en Jimena, pero también en la conversación pendiente con mi padre.
—No te escucho —respondí para molestarla.
— Hijo, solo escucha lo que te conviene. ¡Anda!, dime.
Refirió con su voz peculiar, mientras yo mecía mis pies sobre la ventana y bajaba un poco el volumen.
—No hay ninguna chica. 
—¡Ajá! Dice que no me escucha, pelo me lesponde. O sea, sí me escucha. Entonces, hay una chica, ¿veldad? ¿Puede lespondelme? ¡No! ¡no! ¡no! El niño no quiele hablal.
Detestaba en privado sus acostumbrados enredos de palabras. Me exasperaba.
—Marta, déjalo ya, que no hay ninguna chica —contesté en tono incómodo.
—¡Bueno!, al menos sé que me escuchas.
—No te escucho —volví a decir.
—Al calajo con este muchacho. Entonces, hablo sola.
Sentenció irritada. Yo ya había bajado del todo a Mozart. Estaba dispuesto a escucharla, así ella me viera con los audífonos puestos. Cuánto me gustaba verla enojada. Me entraba un carcajeo tierno verle sus ojos redondos, como los de un toro loco de los dibujos animados, cuando se enfadaba. Ese día, con ella a mi espalda, sonreía imaginando cómo encendía sus ojos.
—No te molestes, linda —dije para suavizarla.
—Ya veo que me escucha. Y me va a escuchal.
—Hable, por favor.
—¡Bueno!, cuando tenía dieciséis años conocí a un chico, Lucas, que tlabajaba en el campo con el aloz.
—Se dice el arroz.
—Déjeme hablal. Tlabajaba con mi helmano Dalio, un año mayol que yo. Como ela amigo de él lo tlaía a casa. Yo sabía que venía por velme. A veces me legalaba un chocolate, otra tlaía escondido en su bolsillo una losa.
Le interrumpí.
—Será una rosa.
—Déjeme continual.
—Entonces plosiga Martita.
—¿Se está bulando de cómo hablo? Insolente, el niño del calajo. Me va dejal hablar o qué.
—Es broma Martita —sonreí.
Continuó diciéndome que el muchacho le trajo un día una tortuguita y le dijo que cuando la viera se acordara de él.
—Y mila que el condenao hablá quelido que no me olvide nunca de él, polque aún tengo a la jodía toltuga en el jardín de mi casa y ¡es veldad!, cuando la veo me acueldo de ese muchacho muy bueno —se produjo un silencio—-. Gabliel, ¿me está escuchando? Está soldo o mudo, ¿acaso? ¿No te puedes quital esos audífonos?
—Si te escucho Martita —respondí suave. Mi mente dibujaba lo que me contaba— sigue, anda.
—Así me gusta, ¿ves? Que me plesten atención, así como yo te la plesto, porque así uno no habla sola y a mí no me gusta hablal sola. Es un enojo tlemendo estal en una habitación dos personas y que una hable y la otla nada, ni pleste atención…
De nuevo se encerraba en sus palabras. Supongo que otra vez con los ojos exaltados.
—Marta, al grano, continúa hablando, ¡por favor!
—Entonces, si me escuchas. Continúo. Lo que te quelía decil es que lo quelía con locula, ela mi amol platónico, lo amaba de lejos, de cobalde.
—¿Media hora para que solo me diga eso?
Traté de restar la sensibilidad con que recibí sus confesiones. Sentí tonto, incluso, el suspiro que me causó. Sequé con mi mano una lágrima que empezaba a brotarme. Martita ni se dio cuenta, solo produje su enojo. 
—Usté se va al calajo mi niño. No se da cuenta que le cuento mi sentimiento y encima se líe de mí. ¡Bueno! Al final. Lesumiendo. Lo que le quielo decil es que…
Me animaba a que hablara con esa chica. Que le dijera si la quería. No vaya a ser que por razones del destino se fuera a la Florida, California o al Japón, por decir algunos lugares, y pierda para siempre la ocasión de que ella lo sepa. Como con su negro amado que terminó en Miami, casado con una rubia americana y ella pensando en él a cada instante que veía a la maldita tortuga que la iba a matal y entelal algún día. Así de literal me lo contó. 
—Matar y enterrar —corregí.
—Vete al calajo.
Aprendí a leer las emociones de Martita tan solo mirándola. En algo nos acercó el hecho de no crecer cerca de la figura paterna, aunque con disímiles efectos. Yo, me afianzaba en la autosuficiencia y en ello creaba mis propios caminos. Marta ahogó su vida en la soledad por temor al compromiso y en su capacidad para lograr cosas por su cuenta. ¿Por qué no te casaste nunca?, le pregunté alguna vez. «Polque tenía miedo al abandono», me respondió. Aun así, nos percibíamos cómplices solo al observarnos. Si planchaba sin levantar mirada y sin escuchar música, seguro pensaba en su padre o en aquél amor eterno que no pudo ser. Ella, por su parte, fue quien me preguntó, de niño, «¿quién calajo es ese niño Juanito?» Y en esa misma mañana, ya adolescente, atinó en parte indagando en mi silencio: «¡Anda!, dime, ¿quién es esa chica?»  Al final le conté un poco sobre ella.
—Se llama Jimena. Y no sé lo que siento.
—Está alunado pol ella, mi niño. E normal.
—¿Qué?
—Está hecho un tonto, eso quielo decil.
—Sí. Eso creo.
—¿Es guapa? ¿Pol qué no la invita a casa pala conocerla?
—¿Me va a dejar hablar?
Seguí hablándole de Jimena hasta que empezó a cantar Toña la negra y la dejé en paz para que la arrulle. No era necesario decirle que Jimena estuvo en casa la madrugada de ese día. En otro momento la invitaría a casa para que la conociera. Terminó de cantar su ídolo y le seguí hablando de Jimena: mientras cocinaba, mientras almorzábamos, hasta las tres de la tarde en que le indiqué que me iba al muelle a esperar a papá. Tenía que encararme con él y cerrar esa conversación incómoda, pero urgente y necesaria. Antes de salir le pedí a Martita que si me llamaba Pipi le dijera que le devolvería la llamada por la tarde.
 
 
 
 
 
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Descripción

Capítulo 17 del manuscrito, La probabilidad, el albedrío o las barajas.

Palabras Clave: samont sandro montes La probabilidad el albedrío o las barajas.

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficción


Creditos: Sandro Montes

Derechos de Autor: Sandro Montes

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