La probabilidad, el albedro o las barajas: Captulo 16. En la arena de la playa
Publicado en Aug 07, 2018
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EXTRACTO DE LA NOVELA: La probabilidad, el albedrío o las barajas.
http://www.megustaescribir.com/obra/64381/la-probabilidad-el-albedrio-o-las-barajas
 
16.     En la arena de la playa  
De niño miraba el mar desde mi ventana y me intrigaba saber qué hacían aquellas gentes reunidas alrededor de una fogata o dentro de sus carpas. Y si se encendían unas bombillas, con las baterías de los carros, eso me gustaba más, porque luego terminaba en fiesta. Escuchaba el sonido de las guitarras o de un cajón, y a las gentes cantar y bailar. Ese día fue la primera vez que fui de madrugada a la arena de la playa. Aunque era tarde y mi abuela yacía en cama enferma sentía que no transgredía nada. Mi libre albedrío me impulsaba, el deseo y la curiosidad de niño se cumplía y qué mejor si estaba al lado de Jimena.
Pisábamos la arena y el mar se veía iluminado. A pesar de la luz lunar se veían algunas estrellas. Un aroma a harina de pescado que salía de una fábrica cargaba por ratos el ambiente. En un barco mercante anclado en el muelle se escuchaba algarabía. Cuando hablaba un hombre en inglés la gente aplaudía. Pero ni el olor ni el bullicio lejano nos importaban. Ya muy próximos a la orilla Jimena señaló el mar, «esto es paz», mencionó, y yo miraba cómo las aguas traslucidas por la luna lamían la orilla.
—Tiende la colcha y quedémonos aquí mismo.
—Sí.
Extendí la frazada. Jimena se tumbó primero boca arriba y yo repetí a lo mismo. 
—Mira el cielo, está limpio, sin nubes, algunas estrellas, la luna llena —hablada Jimena, levantando el brazo a lo que se refería—, el aire fresco, el mar en frente y nosotros contemplándolo todo tumbados en la arena. ¿Ejercerá la luna alguna influencia sobre nosotros, Gabriel?
Volteó a mirarme con una risa acechadora. Tragué saliva. 
—Yooo quééé sééé —tartamudeé. Ella explotó en risa—. Has hablado igualito como el día en que entraste a la cafetería. En el fondo no eres más que un niño muy tímido.
—¡Y qué quieres! Soy así.
—Gabriel, tú que ya tienes dieciséis años, ¿has tenido sexo alguna vez? 
¿Y ahora por qué estos temas?, me pregunté en silencio. A demás me lo soltó, así como quien lanza un esputo, sin delicadeza, con la más absoluta frialdad.
—No, mujer —respondí cual un rayo— ¿Por qué me preguntas eso?
—No te asustes; es un tema muy normal.
—¿Sí?, lo será para ti; para mí, no. Ninguna mujer me ha preguntado esto.
—¿Niño ingenuo?
Algo se movía a escasos metros detrás de nosotros. Me volví boca abajo. Era un ave perdida que escarbaba en la arena. Subí la mirada y las fachadas de la ciudad se veían como recién pintadas. Parece otro pueblo, hablé en silencio. Las luces de las farolas les imprimían una vitalidad artificial, como si tuviese en mi delante un inmenso cuadro iluminado solo en su contorno en una habitación oscura.
—Mira cómo se ve el pueblo de noche —dije, tratando de desviar la conversación.
—Ese cuadro lo he visto miles de veces —alegó Jimena.
—¿Y quién te ha hablado de cuadros? —pregunté atónito.
Jimena volvió a su tema.
—¡Bueno!, a lo que te decía. No sabes lo que te pierdes.
—¡Qué?
—Sobre el sexo, tonto; de eso te estoy hablando. Y a tu edad ya debes haberlo experimentado, al menos por curiosidad en solitario.
Volvió a sonreírme acechadora, pero esa vez estaba a la defensiva.
—¿Y tú que tanto hablas, lo has hecho o qué?
Ella respondió apresurada, como anhelando le hiciera esa pregunta.
—Sí, ¡claro! Unas cuantas veces.
—¿Cuántas veces? —pregunté intrigado.
—Unas tres.
—¿Con tres a la vez?
—No, idiota. Pero ni me preguntes quiénes son; no los conoces. Todos son marinos mercantes. Uno era inglés, el otro griego y el último era un lindo brasileño de veinte años. Pero, así como vinieron, estuvimos y se fueron.
—¿No te enamoraste de ninguno?
—¿Qué?, claro que no. Eran muy guapos, quería experimentar y eso fue todo.
—Y me lo dices así tan fácil, como si me estuvieras dando la hora.
Hablé engendrando un celo repentino.
—Lo veo con naturalidad. A mi madre cuantas veces la he sorprendido teniendo sexo, porque no se puede decir que hiciera el amor. En la cocina del bar, en la casa... ¡Qué asquerosa es esa vieja! Ella sabía que yo la veía, pero ella seguía con su baile.  Le causaría más morbo que su hija la viera.
—¡Ah! No lo sabía.
—No te hagas el tonto. Aquí en el barrio todos conocen la reputación de mi madre.
En verdad sí lo había escuchado. Su madre se llamaba Verónica Luna, pero en el bulo pesquero se le conocía como la traga sable. ¡Si no trabajaba en el circo! ¿Qué me podría imaginar? Ya no era tan ingenuo. Jimena me contó suelta de huesos sus ligerezas sexuales sin tapujos. No escatimó hasta en los más mínimos detalles. Con el que más disfrutó fue con el griego. Él le afeitó los bellos vaginales, le enseñó a oler específicos rincones corporales y a disfrutar   todas las zonas erógenas del cuerpo. Le estimuló con maestría el ano con una crema de sensación glacial. Lo experimentó todo. «Si comes bien, no fumas ni bebes el semen sabe más dulce», afirmó. Sobre el brasilero, se refirió: «debe beber y fumar hartísimo». Yo reproducía en mi mente lo que escuchaba. Quizá por mi propia experiencia jamás me hubiera percatado de esos saberes o estaban a años luz de percibirlos. Lo que experimentó Jimena me lo contaba sin reservas y fui un alumno aventajado por ponerlas en posterior práctica destacándome en la destreza de los olores. Ella no lo hacía por dinero. Ahora, si alguno le dejaba un presente o algún recuerdo de sus países de origen lo recibía con agrado. «Pero, que no sea dinero», decía. 
—¿Y qué tiene si te dejan unos dólares?
—No soy una zorra. El muy cabrón del brasilero intentó dejarme propina, pero le dije que se lo dé a su puta madre —su risa satírica—, recogió sus cosas como asustado y se fue. Ya te he dicho que me gustaban y quería solo sexo, puro sexo —enfatizó. 
—¿Y no los has vuelto a ver? Seguro vuelven.
—Ya me han dejado de interesar. ¡Bueno! Y tú, dime, ¿Nunca has experimentado nada, ni en solitario?
—¿Qué quieres decirme, Jimena?
Hablé, como si no supiera el rumbo del diálogo. 
—¿Te haces el tonto?, te lo estoy contando todo y no me dices, siquiera, si te has hecho una paja. ¿Te lo digo más claro?
Mi frente se pliega.
—Si te he dicho que no, es que no, y pasas a otro tema.  
—Lo siento, niño virtuoso. Dios no perdona a quien se haga una paja.
Su tufillo me irritó aún más. Respondí ligero.
—No creo en Dios.
—¿Cómo? Nunca me has hablado de eso. ¡A ver! Cuéntame sobre ello.
—¿Y para qué quieres saberlo? ¿Qué más da? Es un tema normal.
—¿Te burlas de mí?
—No tengo complejos en decírtelo, pero si me dices antes que… —enmudecí por un momento.  
Esa noche quería liberarme. Me sentía un poco soberano para hablar sin prejuicios y quería saber qué opinión tenía de Juanito, sin pronunciar su nombre.
—¡Dime! ¿Qué quieres preguntarme?
—¿Crees en los espíritus o almas?  
—¿Y a qué viene esto?
—Es solo una pregunta.
Pensó unos segundos y habló.
—En la Biblia hay muchos pasajes de almas buenas y malas, además en…
Le interrumpí.
—No te estoy preguntando por la Biblia. No importa, deja el tema.
—Por qué me preguntas sobre chorradas.
—Por nada. No importa —lo dejé por imposible.
—Preguntas solo cojudeces.
Por un momento nos dimos cuenta que no nos íbamos a entender en un tema sin pie ni cabeza y nos aplicamos a contemplar las estrellas, mudos unos segundos, hasta que volví a su duda anterior.
—Pienso que creamos a Dios para dulcificar nuestra muerte, destino o nuestras propias vidas. Si muere un ser querido queremos que exista un cielo, ¿verdad?
Ella negó por duplicado, muda, y adoptó una expresión de disculparme, como apenada por decepcionarle.
—Gabriel, tú estás loco, te vas a podrir en el infierno —dio un respingo para sentarse cruzando las piernas.
—¿Quieres que te responda para criticarme y mandarme al infierno, o solo para saber lo que pienso?
—Sí, ¡claro! está bien, pero no hables así, querido. Mide tus palabras con quien hables de esto.
—Creí tener confianza contigo, pero me has cortado —hablé humillado.
—Está bien. Lo siento. Sigue. ¿En qué crees Gabriel?
Jimena se me acercó apoyando sus puños en la arena, sin desenredar sus piernas. Yo seguía tumbado con mis manos cruzadas en mi nuca. Cogió mis manos y todas fueron a parar a mi pecho como si quisiera rezar. Mudos por unos segundos continué.  
—En nada. ¿Sabes? La ciencia, a pesar de sus progresos increíbles, no lo puede explicar todo. Y pienso que nunca lo podrá. Delante de nosotros hay un infinito mundo de misterios.
—¿Y qué me quieres decir con ello?
—Nada, no sé lo que te digo, solo pienso y digo. ¡Yo me entiendo! ¿Tú sabes por qué y para qué estamos aquí?
Ella me miró fija y se inclinó para susurrarme al oído.
—Para vivir haciendo el bien, dándole gracias a Dios por lo que comes, respetando a tu prójimo, queriendo a tus seres queridos, amando a tu pareja, haciendo lo que te corresponde en la sociedad —no la quise cortar—, rezando para encontrarnos siempre con el Señor e ir una vez por semana a la iglesia para limpiar nuestros pecados y cuando nos hayamos muerto, el paraíso nos espera.
Terminó dándome un beso prolongado en la frente.
—Qué bueno que pienses así, le da un sentido a esta vida. Pero igual yo puedo hacer el bien y todo ello que dices sin necesidad de creer en Dios, ni someterme a la doctrina de una iglesia.
Apretó mis manos y cerró sus ojos, como pidiendo el deseo que Dios me perdone, y dijo:
—¿Te gustaría ir a la iglesia conmigo? Don Sebastián, el valenciano, es buena gente y te….
—No, Jimena. Hoy lo vi en la Plaza de Armas y ni me saludó. Él me conoce. Desde niño. Iba a casa para preparar el curso de religión con mi abuela. No estoy en contra de las religiones ni de sus templos. Aunque fueran todas falsas, son un elemento necesario para la vida de los pueblos, casi desde el inicio de la civilización, además…
Ahora sí quería explayarme más, pero una de sus palmas fue a cubrir mis labios.
—¡Psss!, Gabriel, cállate ya. ¿Y esto quién te lo ha enseñado? Tu abuela, ¿verdad? Así no nos pondremos de acuerdo en esto.
—En todo caso, pensé que no creías en Dios —de verdad que lo pensaba.
—¡Qué dices! Que Dios te perdone —expresó.
—Ese es su oficio, ¿no? —espeté riendo por dentro. 
—Y encima burlón.
—Disculpas, no ha sido mi propósito.
—No vayas nunca a mi casa con este cuento porque mi madre te larga en seguida. Así como es ella siempre va a la iglesia y antes tenía mucha amistad con don Sebastián. Incluso, iba muy entrada la tarde para confesarse. En el fondo, Gabriel, pienso que tu abuela te ha comido muy bien el coco.
—Después de todo, Jimena, ni tú ni yo tenemos la culpa de lo que creemos.
—¿Qué dices ahora?
—¿Sabes?, somos las circunstancias del lugar donde vivimos, lo que comemos y lo que absorbe esta esponjita desde muy niños.
Señalé con mi índice mi cabeza y ella se deslizó a otro tema sin meditar mi mensaje último.
—A veces me pregunto Gabriel ¿qué es lo que soy? ¿quién soy? Quisiera saber quién es mi padre. Y esa puta me lo tiene que decir. La tarde del domingo discutí con ella. ¿Sabes? Cómo le gusta que la vea fornicar.
—No hables así. ¿Es eso lo que me ibas a contar? ¿Por eso estabas rara por la mañana?
Ella seguía hablando sin escucharme.
—Si hubiera un padre en casa estas cosas no pasarían. Cómo se revolcaba la muy perra. Y sabía que yo estaba en casa. Pero a ella le da más morbo. Mi padre, Gabriel, vive cerca.
—¿Cómo lo sabes?
—Hace poco le pedía dinero a alguien por teléfono: es para tu hija, le decía. ¿Cuántas veces le habrá pedido? ¡Y yo sin ver un puto centavo de ese dinero! No te lo digo por el dinero. ¿Te imaginas, Gabriel? Tu padre tan cerca y no saber quién es. ¿Te pones en mi pellejo? No te imaginas cómo me siento.
Ya no quise interrumpirla. Se le afligió el semblante. Al menos yo sí sabía quiénes eran mis padres. Aunque no los tenía a diarios me resultó un alivio ponerles rostro.
—No, pero no te martirices.
—Hoy, toda la mañana en el colegio pensaba en ello. 
—Ahora lo entiendo.
—Muy pronto, Gabriel —resaltó—, voy a tener una discusión muy seria con ella. Y será discusión porque no pararé hasta que me diga quién es mi padre. Y esa puta zorra me lo va a decir o sino me voy de casa.
Hurgó en su bolso y volvió a envolver sus hierbas para fumar.
—No hables así de tu madre. Y déjate de fumar esa porquería, que ya me has asustado.
—Será una cortita, solo para uno.   
Terminó de prepararlo, lo encendió y en cuatro largas caladas, sin decir nada de nada, se lo sopló. Se tendió boca abajo con la mirada extraviada. Esa vez no me asusté. La dejé que saboreara su viaje, sin interrupciones. A veces el callar ayuda más de lo que uno puede decir con palabras. Era mi forma de expresarle mi solidaridad. Me dispuse solo a contemplarla. Era como ver su soledad devorándola por dentro porque a ratos suspiraba, como cansada de llorar, hasta que se durmió. Viéndola indefensa volví a preguntarme qué sentía por ella.
Quizá mi instinto natural necesite indagar en los misterios que encierran las gentes y no solo en el cambiante y engañoso pellejo que nos cubre. Con Jimena no había tiempo para entregarme a reflexiones sutiles de belleza a como lo entendían mis amigos. Mis sentimientos hacia ella, diferentes al enamoramiento, tenían sus razones. Jimena, sabía escucharme y hablarme, aunque fuese a su manera. Sus palabras me hacían reflexionar, sus caricias apaciguaban mi sed afectiva y sus besos en mi frente erizaban todos mis bellos mientras todo yo suspendía en la nada durante largos segundos. ¡No sé! Quizá la amaba y no supe interpretar ese amor. Al menos me queda como excusa la duda que provocan los primeros instintos carnales hacia el sexo deseado: ¿la quería o la empezaba a ver como objeto sexual?, porque su olor corporal, como un elixir, despertaba mi erotismo, como la madrugada de ese martes en la arena de la playa. Ella yacía boca abajo, con sus brazos como un cactus y su pelo desordenado ladeado a su derecha. En la oscuridad el bordado de su camiseta de la araña de nazca resplandecía con el color de la luna y yo quería levantárselo para ver su anaconda tatuada en su dorsal.
Pensando en que despertaría pronto me tumbé boca arriba, no sin antes hacerle una almohada con la arena bajo la frazada y acomodarle su cabeza inerte. A esa hora el mar retrocedió unos metros sin darme cuenta. La luna había ampliado su volumen, parecía una antena parabólica como la que utilizaban algunos barcos mercantes. Algunas estrellas se perdieron con su luz. Me concentré en el Cinturón de Orión. Unas de las pocas visibles. Recordé que mi madre me detalló un día que eran Las Tres Marías y en otra ocasión, Los Tres Reyes Magos. Amanda, por su parte, me dio una tremenda y fascinante clase, para mi edad, de astronomía, constelaciones y mitología griega que nunca olvidaría. Un día, aventajado en la lección mitológica ofrecí a los muchachos que prometiéramos ser amigos y cuidemos uno del otro, para siempre, y que cuando mirásemos las tres estrellas, en el lugar y el tiempo que estuviéramos nos acordáramos de nuestra promesa. Aún estudiábamos juntos los tres y estábamos en la azotea de mi casa haciendo algunas tareas escolares.
—Sí, vamos a jurar —señaló Pipi.
—Ustedes juren, yo mejor prometo —recalqué.
—¡Es verdad! Tu abuela es comunista y ustedes no juran ni por Dios ni por el diablo.
Remató Chuleta insolente. Ni me molesté, sino que traté de gobernar la conversación. Quería ser Alnilam, la más brillante del cinturón de orión.
—Yo seré Epsilon Orionis o Alnilam, que en su origen árabe significa Collar de Perlas. Es la estrella del centro; Tú, Pipi, serás Mintaka o Delta Orionis, que está a la derecha; y tú, Chuleta, serás Alnitak o Dseta Orionis, el de la izquierda.
Sabía lo que decía y hablé rápido. Pipi y Chuleta se miraban mudos.
—Campanita, tu abuela te está volviendo loco —era Pipi, en estado catatónico.
Al cabo de tres eternos segundos continuó Chuleta para resumir de un soplo la idea.
—¡Qué matraca ni qué ocho cuartos! No nos hagamos bolas muchachos. Campanita será el del centro, por ser el de la idea. Tú Pipi, el de la derecha y yo el de la izquierda. ¡Y al carajo! ¿Estamos de acuerdo?
Todos asentimos. Ni me molestó lo de Campanita. Al final yo sería para la posteridad Alnilam. Solo que no quedé contento con algo.
—No es matraca, sino Mintaka, y esa no era tu estrella, es la de Pipi.
—Cierra el pico, carajo. Qué pesado que eres, a veces —Pipi, siempre callándome.
Sonreía recordando y aun mirando al Cinturón de Orión cuando volví a Jimena para ver cómo estaba. Habrían transcurrido media hora y ella seguía durmiendo. Quizá se refugiaba en sus hierbas para dormir sin miedo y despertar sin angustias. ¡Qué sé yo! Tenía la cara limpia, ningún grano. Su rara belleza se me atrapó entre los párpados por un largo instante. Su nombre se atravesó en mi garganta, muy bajito, como arrullando su ensueño. Cerré mis ojos y la imaginé desnuda en esa misma posición. Acaso los efectos de la luna llena. No quise abrirlos porque la veía así con una perfección asombrosa, sus pies desnudos, sus piernas y nalgas, su espalda tatuada, su pelo negro liso. Cuando había imaginado su cuerpo por entero la consistencia tomó tamaño de realidad, al punto de excitarme. Abrí por un instante los ojos. No quería ser descubierto en ese estado, con un bulto allí abajo, por la real Jimena, la que dormía. Los cerré y volví a mis fantasías. Mis manos fueron hacia mis entrepiernas. Ella por su parte, la Jimena desnuda, había adquirido, por si misma, movilidad y no demoró en bajarme la cremallera y deslizarme un poco el pantalón para tener el dominio de mi sexo entre sus manos. El marinero griego era de Myconos y entre algunas de sus exigencias le había propuesto le hiciera una masturbación a cambio de unas telas de seda auténtica para mandarse a hacer los vestidos que quisiera y de una urna muy original de madera para sus bisuterías. En su tapa llevaba estampada en alto relieve la diosa mitológica Afrodita. Ella aceptó. Sentí más celos al recordarlo que cuando me lo contó. Serían celos o envidia de que no fuera yo uno de esos amantes. Aquella noche yo no tenía nada de valor para ofrecerle, pero imaginé regalarle los siete mares, cambiaría de nombre solo al Océano Pacífico por el de Océano Jiménico. Ella aceptó el regalo a cambio de una felación. Unas noches antes, en unos de esos tantos canales nocturnos, mientras dormía la abuela y el personal doméstico ya se había marchado, vi cómo una chica devoraba un despiadado pene moreno con hartas nervaduras; solo le hacía falta hablar. Nunca había sentido qué sensación transmitía esa experiencia. La otra Jimena, mi creación de esa noche se acomodaba dispuesta a cumplir su trato cuando escucho un ruido próximo. A la vez de abrir los ojos asustado, me subí el pantalón y la cremallera como pude que por poco me piñizco el sexo. Uno de los botes pesqueros varados en la arena, a escasos treinta metros, encendía su motor y se hacía a la mar. Jimena ni se inmutó. Mantenía su posición.
Su bolso multicolor estaba tendido a sus pies. «Trágate el humo». Me acordé de sus palabras. Lo abrí rápido, como si temiera ser descubierto por Jimena. ¿Por qué no?, me dije, al menos una vez en la vida. Encontré la bolsita con hiervas, unos papelitos y preparé un ¡no sé qué!; no sé si fui moderado en cantidad, si era muy grande o pequeño, si lo había embrollado bien —parece una oruga—. Lo que sí recuerdo era que mientras pensaba eso ya lo había encendido y ya lo estaba fumando.  ¿Fumando? Hasta ahora me sorprendo. Nunca, jamás, volví a aspirar humo alguno, salvo el vapor del sauna en el Jockey Club de Lima.  Ni mis padres, ni Amanda fumaban. A demás, «eso mata. El día que te vea fumando, ese día será el primero en que te parta la cara con estos cinco dedos, ¿me entiendes?» Me amenazaba Amanda. Pero esa noche quería ser un transgresor. Si a veces parecía un loco-sano, como me decían mis amigos, ellos no son más que víctimas de su libertad transgresora que incluso otorga a sus vicios una apariencia menos indigna. Y el grado de su transgresión es lo que define la calidad de loco. ¿A quién hacía daño si me fumaba un porro de madrugada y en la arena de la playa, si nadie me veía? Ni Jimena, ni Amanda, ¡nadie!  Yo era un loco bueno. Pensar así dulcificaba mi culpabilidad. Cumplí sus recomendaciones, «trágate el humo porque te da más efecto». Eso hice. El encendido del troncho corría rápido a cada calada. Abrían sido entre seis o siete hasta que sentí quemarme las yemas de mis dedos y tiré sus restos. Los efectos fueron instantáneos porque vi a Jimena agigantada. Miré hacia los botes, el muelle, las casas frente a la playa y todo lo veía más cerca y grande. Como si tuviera un zoom en mi visión. Empezó a pesarme los brazos y los párpados, a la vez que sentía seca mi garganta. Inicié una risa sin sentido mirando el agua. El agua, decía y reía, el agua, y más risas, a carcajadas, el agua. Y no salía de esa frase. Por alguna parte consciente me preguntaba, qué carajo estaba diciendo, ¿Por qué me río sin control?  Volteé a ver a Jimena para saber si dejaba de pronunciar el agua, el agua, el agua… Resultó, pero Jimena ya no era tan grande. Recuperaba su tamaño natural, solo que pasé a verla borrosa, levanté mi pesada visión y veía borroso todo. Te voy a matar, Camello. Hijo de Puta. Te voy a cortar a pedacitos, con la navaja de Currito. Te haré comer mierda del perro bongo. Tonto Camello. Te voy a empujar desde el muelle y te comerán las pirañas. ¡Pero!, ¿qué estaba hablando? Comentó mi escondida parte consciente. En el fondo, me asusté por un instante porque ni yo mismo sabía qué decía. ¿Pirañas en el mar de Paita? Ya no pude controlar mi risa. En ese estado me desplomé de espaldas en la frazada, riendo y tosiendo, sin parar, hasta que se me cerraron los párpados y pasé de una realidad a otra. Yo era un pirata con pata de palo, con parche en el ojo y navegaba en mi velero pirata, por bandera un telescopio y dos huesos entrecruzados, en el infinito. Algunos planetas que dejaba atrás asemejaban la cara del Camello. Gritaba diciendo, a toda marcha, Andrómeda nos espera. Hasta que una voz distrajo mi viaje devolviéndome a la arena de la playa, «Gabriel, estoy aquí detrás». Con algo de esfuerzo levanto la mirada dirigiéndola a la voz. Mi sorpresa fue total, era Juanito, aunque con la imagen alterada supe que era él. Giré un poco mi visión a mi derecha y me vi de niño y de noche junto al agua serena del pozo cordobés, que contenía en su fondo la imagen de Juanito y yo tirando lagartijas para deformarla. Volví la vista a Juanito. El mismo pantalón, la misma camiseta, las mismas zapatillas y gorra. Sí. Era él y se reía, ¿qué mal augurio me traería? Tal fue mi sorpresa al escuchar, aún en mi estado, que me había llamado por mi nombre: pocas veces la había hecho. Esto es un sueño, pensé. Volví a enterrar la cabeza, sin siquiera darme cuenta de Jimena. ¡No lo he visto!, lo negaba. Al rato escuché ruidos de motores de lanchas, de helicópteros y de aviones. Sentía pasar corriendo a hombres por mi lado. ¿Pero, qué carajo está pasando? Ráfagas de balas, sonidos de granadas y bombas. Me encogía de susto a cada sonido. En cualquier momento alguna podría alcanzarnos. Esa sensación humana ante aquella situación peligrosa me anuló total. No les miento si les digo que estuve entumecido. No podía mover articulación alguna. No quería abrir los ojos. La cobardía también es una expresión del miedo ¡Y en la playa de Paita! Decidido a afrontar mis temores los abro con cierto esfuerzo. Jimena, despierta, pero Jimena no estaba. ¡Mierda!, dónde estás ahora. Juanito allí detrás se reía suelto de huesos. Dime, dónde está Jimena, quién se la ha llevado. Yo desesperado, gritándole tendido desde la frazada. Pero Juanito, a lo suyo, señalándome y burlándose de mí. Más bombas. Veía cómo volaban por los aires las casas de enfrente. Ráfagas de metralla. Como un enjambre, las luces de los aviones. Soldados armados hasta los dientes seguían corriendo por mi lado. Esto es una guerra. Ecuador nos ha invadido. Jimena, seguí llamando a Jimena, con mis latidos a galope y Juanito sin parar de reír. Varios soldados me rodearon, Pero…, ¿qué pasa aquí?  todos eran el Camello, hijos de puta, ¿me quieren matar?, pues mátenme. Háganlo ya, les gritaba a todos los Camellos. Dónde está Jimena, díganme dónde está Jimena, hijos de mil padres. Me asusté más cuando todas las caras pasaron a ser caretas de comedias y tragedias. Sudaba boquiabierto. ¿Dónde se han llevado a Jimena? Díganme, Jiiiimeeeenaaaaaaa.  Un manto oscuro me segó por completo. Aparecí en el cumpleaños de un niño ¿De quién más podría ser? De Juanito. Pipi, Chuleta y yo éramos unos pequeños encantados por devorar y esconder todos los dulces posibles. Corríamos porque nos perseguía un payaso con la cara del papá del Camello. ¿Y el Camello? Era la piñata. «Niños, a romper la piñata».   Todos como manadas de pirañas hambrientas dábamos con lo que podíamos a la piñata. Mientras reventaban al camello y caían las sorpresas y regalos por sus orificios, yo seguía dándole entusiasmadísimo con un palo en la cara y riéndome satisfecho mientras el Camello lloraba. Otra vez la nube negra. ¡oh! ¿Qué les ha pasado a mis genitales? Lloraba asustado. Era de día y estaba desnudo sentado en la arena. Se había agigantado mi sexo. No podía siquiera levantarme de la arena. Me pesaba la nueva extremidad y me avergonzaba ser el espectáculo de la playa. La nube negra.
El canto de una gaviota, rumores de faenas en la playa, luminiscencia naranja en mis párpados cerrados, la sirena de un barco que partía, abro poco a poco mis ojos y Jimena no estaba, miro mi reloj, eran las siete y treinta de la mañana. Parecía que me hubiesen pinchado la conciencia porque me incorporé como un resorte. ¡La madre que me parió!, recogí la manta y fui volando a casa. ¡Nooo!, no puede ser, declaraba. Las pastillas de mi abuela, el colegio a las nueve, pasar por el muelle antes para saber si mi padre llegaba ese día; mejor luego del colegio. Ni más, ni más fumo esa reverenda mierda. Ni más, carajo. Lo juro por el Dios de mis padres que ni más fumo esa porquería. Y Jimena, sí que está más loca que yo, ¿Cómo se atreve a dejarme solo durmiendo en la playa? Así hablaba mientras iba a casa. Y ese Juanito de alguna forma me las va a pagar. Arrastraba mis piernas con un dolor de cabeza, un gran remordimiento y con un hambre que me devoraba por dentro.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
  
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Descripción

Captulo 16 del manuscrito: La probabilidad, el albedro o las barajas.

Palabras Clave: samont sandro montes la probabilidad el albedro o las barajas.

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficcin


Creditos: Sandro Montes

Derechos de Autor: Sandro Montes

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