La probabilidad, el albedro o las barajas: Captulo 14. Jimena.
Publicado en Aug 05, 2018
Prev
Next
Image
EXTRACTO DE LA NOVELA: La probabilidad, el albedrío o las barajas.
http://www.megustaescribir.com/obra/64381/la-probabilidad-el-albedrio-o-las-barajas
 
 
14.     Jimena  
Jimena se perdió de mi vista y me fui por el camino largo y angosto hasta la fábrica donde mi padre acostumbraba a descargar su pesca cuando entraba en Paita y especulando en lo que podría abrumar a Jimena y en ese «te querré un poco». ¡Sí, claro! me querrá como un amigo; Eso me habrá querido decir, hablé para mí. A demás, nos habíamos dado un solo beso. No pienses en otra cosa, Gabriel. Y caminando se me esfumó cualquier otra interpretación.
A medio día las industrias operaban a buen ritmo. Una mezcla de olores hacía pesado mi trayecto. Estaba muy cerca de la fábrica y ni rastros del Faro I, así se llamaba la embarcación. Y, ¿por qué ese nombre?, le pregunté un día a mi padre, y él como quien medita sus palabras apuntó, porque le guiaba. Me sentí descontento. Esperaba más como respuesta. ¡Ah!, exclamé, es verdad. Y pasamos a otro tema.
En plena puerta de la industria pregunté a unos operarios por mi padre o la embarcación: nadie vio nada. Confirmé mi error. Desde lejos, la Máncora IV era similar al Faro I. Cuantas veces comenté a papá que pusiese una banderola como distintivo en lo alto de la pluma para diferenciarla y nunca me hizo caso.
—Hola Gabriel, ¿eres tú, pequeñín? ¡Joder!, en pocos meses has crecido.
Era Currito, el santanderino Francisco Macaya, un viejo canijo, rubio, de melena larga, lacia y muy bonachón. Un quepí marinero, de piel azul, prolongaba por siempre su cabeza. En el bulo pesquero se decía que no se lo quitaba ni para ir al puterío. Se dedicaba a zurcir las redes dañadas de los barcos después de sus faenas.
—Hola Currito, a los tiempos. Me alegra verte. ¿Dónde has estado? No te he visto por el puerto en meses.
—Trabajando en Chimbote. Una pesquera española me contrató para remendar sus redes, pero ya terminé. Echaba de menos al pueblo, aquí hay vida.
—Y te queremos.
—¡Gracias!, lo sé. Y dime, ¿has venido a ver a tu padre? No lo he visto ni lo he escuchado por radio. Mañana seguro que viene. Y dime, ¿cómo está Amanda? ¿Está mejor?
—No, Curro. Ya no se levanta. Marta y Carmen se ocupan de ella todo el día, y yo en lo que puedo con las compras y un poco más. 
—Los años, hijo, la edad no perdona. Mírame a mí, guerreo conservarme en pie. El vino y las mujeres me mantienen vivo —soltó una risa pendenciera. 
—¡Caramba, Currito!, tú sí que no cambias.
—Pero la mujer que más me gustaba era tu abuela. ¡Aquellos años hermosos!, ¡los de antes! Con tu abuelo vinimos en la misma embarcación. Y desembarcamos en este puerto. Estas industrias no estaban y el pueblo no era lo que es ahora.
—Ya me lo has contado, Curro.
Intervine un poco celoso.
—Amanda era una morenaza guapa, qué garbo al caminar; no le fue difícil buscarnos un cobijo porque estaba en las juventudes comunistas. Pero tu abuelo se me adelantó. Cómo sufría cuando la detenían. 
—Estás perdiendo la cabeza. Me lo habrás contado unas diez veces. Y no me recuerdes esa parte, por favor.
Mi abuela nunca me habló de su juventud política. Me enteré por mi cuenta: en pueblo pequeño, infierno grande, reza el dicho.  
—Bueno, muchacho, no te molesto más. Dale un beso a Amanda de mi parte, ¿vale? Por mis lindos recuerdos y por lo agradecido que siempre estaré con ella. ¿Me lo prometes?
Sentí que lo dijo con nostalgia. Y respetando su pasado y su deseo fui grato con él.
—Te lo prometo Curro, palabra de un amigo, échame esas cinco.
Nos dimos la mano y él regresó a sus redes y yo de camino a casa.
De camino a casa, al cruzar la Plaza de Armas iba a toparme de frente con don Sebastián, el párroco valenciano. Me evitó con descaro: ni un hola, ni buenos días, ni un ¿cómo está tu abuela? Me reconocía muy bien. Aunque él estaba un poco viejo y yo era ya un joven, don Sebastián sabía que yo era el nieto de Amanda, su enemiga de antaño. Yo, tampoco lo saludé considerando que al estar muy cerca de mí él miró a la cima del primer árbol, pero no para impedir que le cayera una mierda de gaviota, sino para pasar de mí. ¡Qué tontas algunas gentes!, comenté a media voz, y se me ocurrió, de pronto, sorprender a Jimena. Hacía algunas semanas que ya no pasaba por su bar por las tardes, pero me seguía inquietando su aflicción a la salida del colegio. Quería cerciorarme si estaba mejor.
La cafetería de su madre estaba en una callecita muy próxima a la plaza. Llegué hasta su puerta y entré por el angosto pasillo lúgubre hasta la luz, la traspasé para llegar al mediano salón donde bien podrían caber cinco mesas bien dispuestas para cinco comensales, cada una, pero había nueve. Aun así, cuando se detenían las fábricas, a la hora del almuerzo, el negocio se abarrotaba y algunos hacían cola para ocupar una de ellas. Se decía, por la buena cocina de Manuela; yo pensaba que eran por los escotes de la dueña. A esa hora no había nadie. En la televisión con el volumen a tope se anunciaba la víctima número mil que se llevaba la epidemia de cólera que azotó el país durante ese año. «Avance de último minuto: el Perú a puertas de ser declarado elegible como sujeto de crédito por los organismos financieros internacionales». Algo bueno, rumié en mis adentros. El chinito, como le decían al nuevo mandatario, sí pagaba la deuda externa y se avizoraba prontas reconciliaciones con los señores del dinero. «Ecuador amenaza con invadir territorio peruano». Tragué saliva. ¡Malditas guerras!, pensé. En uno de los laterales del local estaba la barra y detrás de ella reinaba Jimena, que limpiaba la cafetera, tan igual como el día en que la conocí.
 
La verdad que nuestros contactos, un año antes, no fueron del todo agradables. Se jugaba la final del mundial de fútbol de Italia noventa y todos queríamos saber si Maradona repetiría su hazaña como en México, cuatro años antes. Como no había luz en casa, por los continuos cortes eléctricos en la zona, decidí salir a verlo fuera de casa. Los más próximos estaban abarrotados. Nunca me han gustado los locales llenos de gentes. Me vi cerca de la Plaza de Armas y entré por una de sus callecitas aledañas. Curioso detuve el paso frente una estrecha entrada que, si no fuera por el cartel ramplón arriba del marco de la puerta, habría pensado que estaba frente al túnel de la muerte. Entré a descubrir el misterio, recorrí su trayecto en penumbra y al llegar y traspasar la boca de luz vi a algunos hombres alrededor de dos mesas juntas bebiendo y fumando esperando la emisión del encuentro. Marinos mercantes, pensé: dos de ellos eran argentinos, por su acento y sus camisetas nacionales. Miré a la barra y una muchacha limpiaba una cafetera. Me acerqué y la observé como quien espera su atención. Nunca la había visto. A primera impresión no me parecía del pueblo, más por su tez le atribuí una ascendencia lejos del mar. Ella me vio con el rabillo del ojo y me invitó a esperar por un momento sin mirarme del todo, ni dejar de pulir la cafetera. Sí, esta es paiteña, concluí en silencio al canto de su voz. Esperé en la barra sin dejar de repasarla, muy discreto Mis yemas sobre la barra parecían tocar un piano. De su perfil subrayaba su nariz. Sujetaba su lisa cabellera azabache con unos hilos de colores a su espalda. Cubría su escuálida figura con un suelto y mediano vestido nieve, de cuello uve y sin mangas. Sus manos, brazos, piernas y cuello pintaban un pálido nativo.  Estaba intentando averiguar el color de su calzón tras el fino lienzo de su prenda, instante en el que ella quebró su mirada y se encontró con unos ojos que la auscultaban. Supongo que supo diferenciar, por instinto, la mirada de uno que pide un café o una cerveza, de aquella otra que exploraba en ella, porque su rostro dibujó un enorme enojo y me puse como un tomate.
—Peeer…do…na, meee sirves un ca…ca…fé —pronuncié tartamudeando.
—Un cacafé no tengo, lo que te puedo preparar es un café y si me dejas de mirar el culo —respondió sin desaparecerle el enojo. Bajó su mirada y vio mis manos que bailaban solas y se echó a reír— ¿Un niño tímido? Siéntate en una mesa, te lo llevo luego.
En pocos minutos trajo el café y yo aún enrojecido, tanto que podía encender tres puros a distancia de una mano, Le pagué al instante, esperé a que se enfriase un poco y me lo bebí de un sorbo para luego esfumarme avergonzado sin siquiera ver el partido. Luego, una tarde de sábado, coincidimos en el mercado comprando en el puesto del pescadero chino. Aquella tarde un inclemente sol disolvía las pieles de comerciantes y compradores. 
—¿Me estás mirando? —dijo al notar mi insistente cimbreo de pescuezo hacia ella, como si de un tic nervioso se tratara—. Tienes cara de depravado. Mira a tu madre, degenerado.
—Pero…, ¿por qué me hablas así?
Musité, sintiéndome vejado. Me alejé de espaldas sin hacer la compra, mientras los compradores me observaban repelidos. Incluso una se llevó su bolso al pecho, como si yo fuese un ladrón. ¡Qué mala sensación! Pero el ladrón era otro: el Negro Choncholí, un conocido drogata del pueblo, aprovechaba en cuclillas para estirar su torpe brazo y coger algunos pescados. Su gesta consistía en que no lo viera el pescadero sin importarle el resto. «Al ladrón; un ladrón», se escuchó en el desorden. El comerciante chino saltó como un felino el mostrador y abolló al manilargo con unos golpes certeros de arte marciales.
Regresaba indignado a casa, qué me diría Martita sin el pescado, pensé, cuando a la altura del malecón, ya cerca de casa, alguien gritaba detrás.
—¡Ey! Muchacho, espera —di la vuelta y era ella.
Llevaba una bolsa en una mano. El aire asfixiándose distorsionaba su imagen. Volví la vista delante y seguí caminando.
—Detente, ¿acaso eres sordo, también? —volvió a vociferar.
—Déjame en paz, vete, no quiero hablar contigo —grité enojado.
—¡Está bien!, perdóname.
Corrió y me alcanzó.
—¡Perdóname! ¿Ahora quieres que te perdone? ¿Cómo te atreves a insinuar que soy un ladrón? Debes estar loca. Vete, no quiero más complicaciones.
Sentencié casi lagrimeando. No pude más y me senté en una banca del malecón para respirar algo de aire.
—De verdad. Perdóname. No me eches cuenta. A veces soy muy bruta…
A la tercera respiración profunda sentí un aliviado. Nunca he sido rencoroso, mis enojos son muy volátiles.
—… y un poco loca, ¡es verdad!, eso dicen de mí —culminó la chica.
—Déjalo ya.
—¿Qué pescado ibas a comprar?
—Y qué importa.
Hurgó en la bolsa.
—He comprado cinco bonitos para el restaurante…, te puedo dejar dos, ¿te parece?
—Solo quería uno.
—¡Bueno!, te lo vendo en cuatro mil intis.
—Serán nuevos soles.
—¿Qué? ¡Ah!, es verdad, esto del Sol, del Inti, del Nuevo Sol, diferentes monedas en tan pocos años. Entonces dame cuatro soles.
—Serán cuatro Nuevos Soles —referí sonriendo.
—Dame lo que quieras, pero dámelo ya, y coge este ojón maloliente, rápido.
Su poco sentido del humor me resultó gracioso y sonreí; reímos los dos.
—¿Cómo te llamas?
—Campanita, ¡no!, ¡perdón!, Gabriel. Me acordé de mis ….
—¿De quiénes…?
—De unos… ¡déjalo! Y tú, ¿cómo te llamas?
—Jimena. ¡Ajá! ¿Te puedo llamar Campanita?
Se llevó el índice derecho a los labios para morderse la yema, como buscando mi aprobación.
—¡No!, tú, no. 
Y los dos a reír, otra vez. Desde ese día nació nuestra amistad y la necesidad de encontrarnos con frecuencia.
Jimena, a sus quince años, no era guapa, según la opinión de mis amigos, pero para mí era enigmática. Mediana de tamaño, ojos té, de tez pálida y delgada. Cabellos lacios que peinaba según los caprichos el viento. De una hermosura que estimaba encontrarla en su fuerte carácter, en su forma brusca de hablar, su caminar oscilante y su vestir peculiar: siempre con vestidos de hilo anchos, el color negro predominante, sandalias o alpargatas indias de piel y sus muñecas llenas de pulseras de tejidos a colores. Aquél primer día, decoraba su frente limpia una diadema sujeta con una cuerda negra. 
Atendiendo a la clientela era arisca al punto que algunos comensales no entraban cuando la veían en la barra. Al poco tiempo me enteré que vivía cerca del mercado, que no estudiaba en el colegio del barrio, sino en uno del Tablazo. Que no tenía amigos porque no la entendían. «Las mujeres, a mi edad —opinaba Jimena— solo piensan en tener enamorados, someterse y depender de ellos. Y tener hijos pronto, ¡qué tontas! Y los hombres apuestan por bajarnos los calzones, esos son más tontos, aún». Yo pensaba, en secreto, que la elemental era ella por meter a todos los adolescentes en un solo saco. Habría que conocerla más. Nuestra amistad recién iniciaba.
Otro día cualquiera, me contó que su madre descuidaba con frecuencia el bar por sus constantes encerronas con sus amantes y que no le perdonaba que no le haya confesado quién era su progenitor, porque a ése no podía llamarle padre.
—¿Has visto cómo se viste? Con esos escotes y esas minifaldas, ¡qué ridícula! —se refería a su madre en tono despectivo—. En cuanto pueda me independizo y la mando al carajo.
—Padre o progenitor, es lo mismo y no hables así de tu madre.
—Tú, te callas, me escuchas y cierras el pico que te estoy hablando. Estas cosas no se la cuento a nadie.
—Está bien, Jimena.
— Mira que solo de coraje y por darle la contra me tatué la anaconda en la espalda. ¡Total!, si ella se hizo estampar dos estrellas negras en los pezones —enmudeció unos segundos— Y tú, ¿no quieres hablar?
—Te escucho, prosigue.
—En este puto mundo, Gabriel, como en el África salvaje, tienes que ser fuerte, astuto, devorar a tu adversario cuando te ataca. Y si no puedes con él, entonces aparenta fortaleza que eso también asusta.
Creí encontrar en esa explicación una parte del porqué de su carácter.
—¿Y si hay otro más astuto que tú?
—¿No te he dicho que te calles? Déjame hablar.
Yo le conté de mi familia en el Callao; de cómo vine a parar aquí en Paita; de que mi abuela moría de cáncer al estómago y que por eso había dejado de frecuentar a unos amigos. Pero no le hable de mis visiones, de ese pequeño que se me presentaba solo para anunciarme calamidades. Lo de Juanito no me lo entendería.
—Martita se ocupa de la casa mucho antes de yo nacer. Y Carmen, es la enfermera que paga papá desde que enfermó la abuela. Trabajan desde las ocho de la mañana, antes de ir al colegio, hasta las once de la noche en que se van. Y yo, después del colegio, ayudo en lo que puedo.
—¿Por qué no se la llevan a la capital? Allí hay mejores médicos. La cuidarían mejor.
—Ella quiere morir aquí. Es muy testaruda. Toda su vida ha hecho lo que ha querido.
—¿Han probado con la uña de gato?, dicen que hace milagros. A un actor mexicano le curó el cáncer de no sé qué.
—¡Nada de experiencias con ella! Ella no cree en milagros. Su cáncer está avanzado y es consciente de ello. Dice irónica que morirá aquí así le cueste la vida. Mejor hablemos de otra cosa.
—Como quieras, Gabriel.
Cogió mi rostro para acercarlo a su altura y me beso en la frente. Adquirí con ella ese dulce gesto.
—Jimena, estaba pensando…
—Sí, dime.
—Si cursamos el mismo grado, ¿por qué no te cambias a mi colegio y terminamos juntos el último año? 
Me costó mucho convencerla, pero al final empezamos el año 1991 estudiando en la misma sección, el último año de secundaria. Hasta ahora pienso que hubiera sido un magnífico año de no ser por el Camello, en los últimos meses, y por la muerte de mi abuela.
 
—Hola Jimena.
—¡Vaya, vaya!, ¿qué haces aquí?  Te hacía en tu casa o con tu padre.
—Mi padre no llega hoy y quise darte una sorpresa, saber cómo estabas. No te molesto, ¿verdad?
—No, lindo, para nada. Solo espérame un ratito y hablamos.
Terminó de pulir la cafetera y se contentó mirándose en ella. Me alegraba verla sonreír y con un hablar dócil, infrecuente en Jimena. Cortó unos panes, vistió las mesas con manteles, servilletas, platos y cubiertos, era una gacela en su oficio.
—Ya estoy aquí. ¿Te tomas algo?
—¡No!, gracias.
—¡Qué milagro! Ya no vienes, ni me ayudas a estudiar.
—Solo es por mi abuela. Y hoy es casualidad. Mi padre no vino y me pasé porque quería saber cómo seguías. Por la mañana estabas un poco …
Cortó mi intervención.
—Estaba triste, pero descuida. Ya estoy mejor.
—Eso veo.
—Pero los planes no cambian, ¿verdad? Porque iré a tu casa, así sea de noche.
—¡Claro! Te espero.
Intuí que no quería hablar del tema. No le pregunté más nada. Ni siquiera recuerdo qué más departimos, salvo la imagen de su cara sonriendo. Me despedí y fui a casa para almorzar hasta esperarla luego por la noche.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Página 1 / 1
Foto del autor Samont H.
Textos Publicados: 74
Miembro desde: Mar 23, 2013
0 Comentarios 79 Lecturas Favorito 0 veces
Descripción

Captulo 14 del manuscrito, la probabilidad, el albedro o las barajas.

Palabras Clave: samont misamont la probabilidad el albedro o las barajas.

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficcin


Creditos: Sandro Montes

Derechos de Autor: Sandro Montes

Enlace: http://www.megustaescribir.com/obra/64381/la-proba


Comentarios (0)add comment
menos espacio | mas espacio

Para comentar debes estar registrado. Hazte miembro de Textale si no tienes una cuenta creada aun.

busy