La probabilidad, el albedrío o las barajas: Capítulo 13. Hacía sonar una campanita.
Publicado en Aug 05, 2018
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EXTRACTO DE LA NOVELA: La probabilidad, el albedrío o las barajas.
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13.     Hacía sonar la campanita  
Amanda era arisca, ensimismada en su trabajo y en el barrio, mediana de estatura, morena, entradita en carne, de pelo endemoniado, cara redonda y ojos achinados. No era fea, pero, si no fuera por ese lunar carnoso, negro, en plena punta de la nariz. Mostraba su irritación cuando un niño la miraba un segundo de más, como anticipándose a cualquier insulto. No hablaba con la vecindad, quienes veían en ella al mismo «Diablo en persona». «Cuando muera seguro que esta vieja le hace un golpe de estado al mismo demonio», decían las cotorras. Solo salía de casa para ir al colegio donde daba clases, regresaba pasada las dos de la tarde y se encerraba hasta el día siguiente para la misma rutina. Papá me comentó que cuando murió mi abuelo se sumó a su mal humor un halo de tristeza. «Lo amaba tanto, era tan bueno», me decía después de estar perdida en el tiempo cavilando, sentada en algún sofá, fregando en la cocina, leyendo sin leer o acostada en la cama. Suspiraba hondo y cuando volvía de sus recuerdos soltaba alguna frase nostálgica. «Hubieras conocido a tu abuelo.  Era un español muy guapo, de Santander». A veces me volvía a sacar las fotos, en sepia, de cuando se casaron, cuando el bautizo de mis tíos y mi padre; de una tarde en un parque, todos en familia. Eran esos instantes en que recuperaba su sonrisa; le cambiaba la cara. Tendía su brazo sobre mi pequeño hombro y me comentaba todas las fotos que me iba mostrando. Yo, en vez de verlas, la veía a ella, radiante y feliz.
De cómo llegué a vivir con ella, es una historia desagradable que prefiero resumir. Mi madre perdió al primero de sus hijos a los tres meses y tres días de nacido, por una de esas tantas pestes que nos quedan después de días interminables de lluvias. «Es el niño más guapo que nunca he visto, era un angelito, no era de esta tierra», decía mi madre hasta siempre. Marcelo nació con la piel clara y su pelo dorado como el de mi abuelo de Santander. Mamá nunca se recuperó, y cuando digo nunca, fue nunca. Se medicaba contra la depresión y hubiera sido preferible, según opinión médica que no hubiera salido embarazada, pero a los seis meses de morir mi hermano yo ya germinaba en su vientre. Nací y mi madre decía que yo no era su hijo y me negaba en su regazo. «Está pasando por síntomas del estado puerperal», le decían los médicos a mi padre.  «Sugerimos que no toque al niño hasta que creamos conveniente». Pero mamá no se recuperaba. Y ya dada de alta y en la casa no paraba de llamar a su hijo, pero no a mí, sino a «Marcelo. Marcelo, Marcelo, tráiganme a mi hijo que lo quiero ver». Esto me lo contó una tarde cualquiera mi padre cuando ya tenía trece años, «algún día quería que lo supieras, hijo». ¿Y recién me lo cuentas? Gracias, papá. Ahora entiendo a mi madre y por qué vivo aquí. En el fondo siempre guardé un rencor irracional, era superior a mí. Fue así como fui a parar a Paita, un puerto norteño, del Departamento de Piura en el Perú. Me crie con mi abuela, su hermano el tío abuelo Luis y mi tía Maribel. Sin olvidar a mi negra linda, Martita, que para mí era más una simple empleada de casa. A Amanda le irritaba la presencia de mi madre. Cuando sabía que venía a visitarme le entraba el mal genio, su semblante le cambiaba, caminaba de un lado a otro del inmenso salón y juzgaba seudónimos como la mojigata, la puritana, la loca, la gazmoña, la beata, todo menos por su nombre. 
El día en que se enteró por mi tía Maribel que mis padres venían a por mí para llevarme del todo al Callao se descompuso.  Robarle un «te quiero» espontáneo, una sonrisa o verla comprar algún detalle entusiasmada no se lo veía con nadie, solo cuando se dirigía a mí: «para mi niño lindo, mi pedacito de cielo, mi morenito bello». Justo, por aquellos días, una tarde y antes que vinieran mis padres, estaba sentado en una butaca del salón viendo el Chavo del Ocho. Me pareció raro la tanta atención que me prestaba:
—Tómate la leche y termina el pan, precioso.
—Abuela, sí.
—Lávate los dientes antes de dormir.
—Pero aún es temprano, abuela.
Si nunca me decía esas cosas porque a esa edad yo lo hacía por mi cuenta, sin que nadie me diga nada.
—¡Bueno!, ven aquí y dame un beso.
Y cuando me abrazó y me besó la vi que lagrimeaba: Explicó que le había entrado polvo a los ojos. Se sentó en otra butaca y me miraba por el rabillo. De cuando en cuando se levantaba como un resorte llorando.
—Abuelita, ¿por qué lloras? 
—No, hijo, no lloro, me ha entrado polvo al ojo.
Se iba al baño y regresaba con la cara más fresca. Y así unas dos o tres veces más tuvo que retirarse el polvo de los ojos con agua. Pero ya no pudo más y al cuarto resorte fue disparada hacia mí, me cogió del dorso y me dio un abrazo que por poco no hace polvo mis huesillos, «te quiero mi niño, tu eres mi todo y esa puritana loca no te va a llevar de mí». Así sentenció Amanda. Yo era su todo: conmigo hablaba, se enojaba, reía y cuando se trataba de verme contento me prestaba todo su tiempo, como el día en que se me reventó el globo de Spiderman, en plena puerta de la casa, a cinco calles del lugar que lo compramos, una feria instalada en plena Plaza de Armas del pueblo.  ¡A llorar se ha dicho! ¿Qué querían?, si tenía cinco años y ese globo era mi tesoro.
—¡La madre que me parió!, ¿vas a llorar por un globo, hijo? Mañana volvemos y compramos otro.
—¡No!, yo quiero mi globo.
Mi espectáculo lo acompañé de gimoteos que me dejaban la respiración en suspenso.
—Maribel, quédate con Gabriel que voy a por el bendito globo.
Y como no concreté que quería el mismo Spiderman y me trajo uno de Ultra Siete, otro llanto. No podía verme llorar. Quizá por aquella vocación de mi abuela, de evitar mis llantos, también me parte ver llorar a quien sea. Otro viaje hasta que calmó mis sollozos y mi capricho infantil. Nunca lo olvido.
Quizá los hechos hubieran sido otros si Maribel no se hubiera ido a vivir a otra casa al casarse, y que mi tío abuelo, Luis, no se hubiera fugado con un moreno fornido, recién salido de la cárcel. «Los locos amores de mi tío», decía tía Maribel, meciendo la cabeza; «Tremendas mariconadas de tu hermano», le refregaba mi padre a su madre, sin poder disimular su vergüenza. Mi padre era un hombre de mar, con tatuajes en los brazos, con un timbre de voz muy imponente, apropiada para ser el Capitán de un barco y esas mariconadas, como él decía, no comulgaban en su rutina.  Así que a mis seis años mi mundo solo era mi abuela y yo.
El día que llegaron mis padres jugaba en el patio de la casa. Mi abuelo, de joven, viajó a Córdoba para ver La Mezquita —Amanda conservaba los recuerdos de mi abuelo en fotos sepia— y entre otras se quedó maravillado de los patios cordobeses en la ciudad. Y así lo dispuso el abuelo para su casa: una variedad de macetas florales en cada pared de la pieza rectangular del patio, el suelo forrado de piedrecitas lisas planas, color ladrillo, y en el centro de todo un pozo decorando aún más el recinto. Rodeando el pozo cuatro bancas de hierro hacían de la estancia un lugar preciso de deleite y relajo.
Mientras casaba lagartijas y disfrutaba tirándolas al pozo llegaron mis padres. Mamá entró al patio y yo volé hacia sus brazos.
—Hola mamita. ¿Qué me has traído? 
—Primero dame un abrazo y un besote, hijo. ¡Hay que ver!, ¿quién te estará enseñando a ser interesado?
—Papito —bajé de los brazos de mamá—, papito, ¿me has traído algo?
Con más uso de razón llegué a admirar a mi padre. Su tenacidad en la vida le llevó de la nada a crear una empresa en la que trabajaban más de treinta personas. Me extasiaba verlo subir a la lancha y alejarse hasta perderlo en el mar. «La vida, hijo, es como el mar, entre turbia y serena, pero siempre tienes que saber a dónde vas, cuál es tu rumbo, y el timón eres o lo llevas tú». Esa era la filosofía de mi padre.
—¡Cuándo no pequeñín!, siempre es lo primero que dices. 
Cuando entró Amanda se produjo un silencio turbio por interminables cinco segundos. Rompió el hielo mi padre.
—Mamá tenemos que… —ni siquiera terminó su frase.
—Ya lo sé, pero solo tú y yo —su intervención fue muy insípida.
—Sí Amanda, pero yo soy su madre y quiero estar en la conversación.
Mi madre desafió a Amanda, muy fina, a su manera.
—Margot, no voy a hablar ni un minuto contigo —Amanda, acuchillándola con su mirada—. Quedémonos en el patio, Enrique.
Mi madre miró a papá. Él, con impotentes miradas le indicó que llevase al niño dentro del salón; que él iba a hablar con ella. Amanda tenía un poder de oratoria capaz de doblegar hasta el mismo demonio. Medía sus palabras, les dejaba hablar, aguzaba sus sentidos y al observar algún resquicio de oportunidad o debilidad en su adversario le interrumpía hasta sepultarlo.
Estando ya solos en el patio:
—¿Tú estás loco Enrique? ¿Sabes lo que me vas a decir?
—Mamá… 
—¿Ahora después de seis años te quieres llevar a la criatura? ¿Y yo qué?, ¿soy una mierda?, ¿ahora no sirvo para nada? Estás equivocado pescador. Este es mi hijo, mi hijo —enfatizó.
—Mamá, no lo pongas difícil, necesitamos a Gabriel en casa.
Mi padre, como norma a la vieja usanza, casi nunca contradecía a su madre; y cuando impotente, por no poder con ella, se la desquitaba con cualquier trabajador.
—¿Tú estás desquiciado? Si crees que te lo vas a llevar con esa loca, ni lo pienses.
—Está curada, Mamá. Ya hemos tenido dos niños más y con ellos no ha pasado nada.
Mi padre con un tono conciliador. En el Callao vivían mis dos hermanos, Enrique hijo y Carlos.
—¡Que no, carajo!, la locura no se cura nunca. Pobres niños, estarán desquiciados como la madre y me extraña que no te haya vuelto loco a ti también, pero con lo que me vienes a decir ahora lo pongo en duda.
—No está loca. A demás, Gabriel necesita jugar con niños de su edad. Está viendo visiones; primero fue esa mujer en este patio y ahora le ha dicho a su madre, por teléfono, que lo visita un niño. ¿Crees eso normal en un niño de su edad?
—¿Y la muy tonta de tu mujer qué le habrá dicho? ¿Qué es un elegido de Dios, o algo así?; ¿Qué rece un Ave María y los fantasmitas se esfumarán? ¡Anda, anda!, ¡sandeces!
—La estás ofendiendo. Te puede escuchar.
Hasta yo lo escuchaba.
—Me importa un carajo. Hasta aquí ya estoy harta. Atrévete a llevarte al niño y te olvidas quién es tu madre. Y mírame a los ojos…
Mi padre, atento a la escena. En el fondo puede que supiera que si me apartaba de ella sería su muerte lenta
—…te olvidas que soy tu madre —repitió, por si las dudas.
—Nos veremos pronto, que así no se puede hablar.
Amanda no dijo más. Así me lo contaba ella una y otra vez riéndose de su hazaña a las pocas semanas, creyendo que yo no lo había escuchado.
Papá entró flechado al salón, me dio un beso en la frente, hizo que mamá hiciera lo mismo y se fueron al Callao. Casi al año siguiente volvieron, con otros ánimos, a celebrar otro cumpleaños de papá, pero nunca más se habló del tema y no me fui a vivir con ellos sino hasta la muerte de mi abuela. 
Recuero mis primeras inquietudes por querer salir a jugar a la calle, pero solo, sin mi abuela. Ella era muy protectora: «Juega en el patio, con tus juguetes o ve a la azotea y distráete con el mar». Ella cedió de a pocos cuando yo ya no aguantaba y lloraba porque ya quería una ampliación en mi mundo infantil. Al principio salía conmigo, pero al ver que ningún niño se me acercaba para jugar me dejó solo una vez con una pelota y me dijo que antes que anochezca ella pasaba por mí. Así conocí a Pipi y Chuleta, mis mejores amigos de infancia.
—¿Tú eres nieto de la profesora? ¿La del lunar? ¿La profesora te deja jugar con una pelota?  ¿Qué raro? —fueron las primeras frases de Pipi—. A nosotros siempre nos la pincha cuando caen en tu puerta. Media rara tu abuela.
—No la conocen. Ya no se las romperá, ya lo verán.
Luego, ya ni venía a recogerme, sino hacía tocar una campanita y yo tenía que ir como un rayo a casa antes que se enoje. Hasta antes que muriera no le perdonaba que por su culpa me apodasen campanita.  Incluso, por un tiempo decidí vengarme de ella bajando algunas masetas del patio cordobés a mi alcance para mearme en ellas por cada vez que hacía sonar la maldita campanita. Las plantas más bajas se iban secando y por el olor maldecía al jardinero diciendo que el abono era muy fuerte; en otro momento hacía muecas para decir, «esto es raro, solo las macetas de abajo».
 
 
 
 
 
 
 
 
  
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Descripción

Capítulo 13 del manuscrito: La probabilidad, el albedrío o las barajas.

Palabras Clave: samont sandro montes la probabilidad el albedrío o las barajas.

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficción


Creditos: Sandro Montes

Derechos de Autor: Sandro Montes

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