La probabilidad, el albedro o las barajas: Captulo 11. Qu le pasaba a Jimena?
Publicado en Aug 04, 2018
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EXTRACTO DE LA NOVELA: La probabilidad, el albedrío o las barajas.
http://www.megustaescribir.com/obra/64381/la-probabilidad-el-albedrio-o-las-barajas
 
11.     ¿Qué le pasaba a Jimena?  

Luego de hablar con los muchachos gané confianza. Dibujé algunas sonrisas mientras caminaba a la segunda hora de clases. Había limpiado dos pesadas cargas mentales: volvía a sentirme parte de ellos y me darían la mano con el Camello. Al menos en aquél momento el aire volvía a oler a mar y en mi respiración sentí mi alma dentro. Afirmé mi nombre y mi autoestima:  volvía a ser yo. Incluso el deporte en la educación física «me vendrá bien», pensé. Ahora sí estaba seguro de que lo del Camello no pasaba de ese viernes. Era raro, pero recién me percataba que había poco alumnado en el colegio, a causa de las huelgas de profesores. «¿Por qué a finales del año escolar?». A ese paso tendrían que aprobar a todo el mundo, incluso al Camello. Miré al salón de clases, estaba abierto y se me deslizó el pensar que para resolver problemas del amor tienes que estar limpio de otros. Tan solo me quedaba una urgente conversación con mi padre y la incógnita de mis dudas de hacía pocos días: ¿qué significa Jimena? ¿Sería amor? o la confusión que producen las mutaciones hormonales adolescentes. ¿Qué sentía por esa chica que estaba dentro de ese salón? De algo sí estaba seguro: Jimena era única para mí. Única, única, única…, me hipnotizó ese estribillo al compás de los ruidos de los que aún disfrutaban sus últimos minutos de recreo.
 
Pocas semanas atrás hizo que la acompañara, a regañadientes, a una feria del pueblo. Con Amanda en cama ya no tenía ganas de hacer vida social, ni con Jimena, siquiera. La encontré peinándose frente al espejo del cuarto de baño de su bar, con la puerta abierta. Acercaba su mirada al espejo para captar el total de su silueta y su mirada era neutra, pero cuando llegaba a su rostro, a su nariz, hacía una mueca quejica, Como si no estuviera satisfecha con su apariencia.   
—Estás guapa.
—Esta puta nariz sería por mi padre, porque de mamá…
—Te hace interesante.
—Puto mentiroso —refirió compungida, dulce.
—¿Sabes? Me gusta tu mirada. Es única.
Se le encendieron sus ojos frente al espejo. Era el efecto que buscaba.
—Haces que me ría, tonto —dijo sonrojada.
—Ser única es ser mucho más que bella. ¿De acuerdo?
Me estaba enredando.
—¿Qué me querrás decir? Pero me ha gustado. Te voy a comer.
Abandonó el espejo para volar sus brazos a mi cuello.
—Tu belleza es tu propia existencia: no hay otra Jimena. Recuérdalo. Eso es lo que cuenta.
—Te quiero, Gabriel.
Quería decirle igual, te quiero, pero no sentí el contenido de esa frase. Me quedé mirándole a sus ojos encantados. Se sentía única. Como solía hacerme sentir mi abuela cuando me animaba la moral, cuando me veía insuficiente, cuando me sentía deprimido. Yo estaba pletórico de hacerla sentir así. Lo veía en sus ojos, justo allí arriba de su larga nariz.
Recuperé el sentido cuando llegué al salón de clases. Entré y me senté en mi sitio habitual. Jimena, me observó, pero me retiró la mirada. La seguía notando displicente.  No demoró en asomarse el auxiliar Pancho y poner en vigilia a todos con su perverso silbato.
—Atención, el profesor de Educación Física no viene. Se ha acogido a la huelga. Tienen mucha suerte a fin de año, holgazanes. Se pueden largar a sus casas.
Al final del salón se oían voces discretas, «hola tía Pancha», «Panchita, aquí está tu negro». Reconocí entre muchas la del Camello. Pancho amenazó con no dejarnos salir hasta dar con el de las bromas. Jimena delato solo a uno, en tono impasible.
—Que se quede el Camello, porque yo me voy a mi casa.
Jimena empezó a guardar sus cosas en su mochila dispuesta a marcharse, mientras el salón entró en agitación: «que se quede él», «que se quede por gracioso…», se escuchó que decían.
—Silencio, ¡ya está bien!, a callar todos, carajo. No parece mala idea —su ofensa lo pagaría solo uno—. Cortez, te quedas en tu sitio hasta que salga el último del colegio. Si luego paso y no te veo sentadito te expulso el resto que queda de clases. Y ustedes váyanse al carajo, fuera.
Como una manada de carneros extraviados la turba se hizo humo. Jimena hizo el gesto de incorporarse cuando el Camello se le acercó con cautela. ¿Lo estará provocando?, pensé. Seguía notándola rara. Con certeza le pasaba algo. Y no era mi sexto sentido. Pancho observó con sigilo la situación e indicó, «tranquilito Cortez, tranquilito, no te pases». Y yo, aguardando cualquier desenlace, esperé sentadito en mi butaca. El Camello inclinó su dorso para poner su tremenda cabeza a la altura de la de Jimena que seguía sentada. Quizá habría notado en ella sus ánimos caídos, una bajada de guardia. Se atrevió a decirle susurrando.
—Está bien, puta zorra, ¿quieres que te meta mano a ti también?, eso es lo que quieres, ¿verdad?
Aun hablando bajito pude escuchar al Camello. Ella levantó su mirada y dibujó una limpia sonrisa, pero le cambió la cara en milésimas de segundo para soltarle un colérico escupitajo que le cubrió todo un ojo.  Jimena se levantó y de un codazo apartó de su camino al Camello, y puesta a distancia de prevención le concretó:
—Ni con tres vidas terrenales te atreverías a levantarme la mano, pedazo de mierda.
El Camello, resurgiendo de su aturdimiento intentó seguirle el paso, pero un largo pitido de Pancho lo evitó.
—Tranquilito, Camellito, te lo has buscado. Y tú, Gabriel, ¿te quieres ir al carajo? Vete, desaparece —Insistió el auxiliar.
—¡Ah! Sí, ya me voy. Vamos Jimena.
Respondí atolondrado. Jimena me obedeció, salimos juntos y bajamos las escaleras para salir del colegio sin decir ni una sola palabra.
Ya afuera:
—Jimena, ¿te has vuelto loca?
—Que te partan el culo, Gabriel, tú no sabes defenderte. Me tienes harta. Ni siquiera has salido en mi defensa.
—¿Yo qué?
—No has visto qué fácil se le pone pie a ese mequetrefe. Si no puedes con él, un día sentado y descuidado le partes la mota de madera en la cara o le tiras arena a los ojos y lo coses a golpes, ¡qué sé yo!, cualquier cosa, pero defiéndete, Gabriel.
—No son formas —señalé inexpresivo.
—¿Qué carajo hago defendiéndote? No sé ni por qué me meto en tus líos. Te veré débil y tonto —bajó el tono de su voz.
—Todo menos insultos, por favor.
—Te querré un poco. ¡Será eso! —¿Que me quiere un poco?, repasé sus palabras.
—¿Qué dices? 
—Ya no sé ni lo que digo.
—¡Ah! —exclamé estúpido.
—¿Y no me dices nada? ¿Solo sabes mirarme con esa cara de idiota? Si yo no aparezco el viernes este te mata…. ¡Vamos!, encima ni me hablas, ¿el niño se ha vuelto mudo? ¡esto es el colmo! No me entiende este pedazo de tonto.
No estaba dispuesto a responderle. Los insultos tienen un límite y Jimena se había pasado de la raya. Continuó con una risa irónica y a los pocos segundos volvió en llanto.
—Jimena, ¿y ahora qué?
—¿Eso es lo único que dices? —suspiró profundo y se le esfumó el llanto—. ¡Está bien! Voy a calmarme.
Buscaba palabras que no encontraba, para actitudes que no comprendía. Quizá el viernes pasado debí de haberle dado las gracias. No hacía más que tratarla con indiferencia cuando, en realidad, me defendía o intentaba prevenirme del Camello.  Seguro que sería por eso, pensé.
—Discúlpame…, te agradezco lo del viernes. ¡Es verdad! A veces soy un poco tonto y…. —cubrió mis labios con una palma.
Me miró y negó meciendo su fino cuello.
—No, Gabriel, no eres tú, no me comprendes. Me voy. Quiero estar sola.
Inclinó mi cabeza con sus manos y me dio un beso seco en la frente y se fue arrastrando su alma sin decirme a dónde. Yo ya no sabía qué decir, ni cómo actuar. Estando a media distancia le grité, por decir algo.
—¿Quieres pasarte de noche por mi casa y hablamos?
Ella volteó imitando una sonrisa.
—¡Buena idea! ¿Por qué me invitas ahora? Hace días que no quieres saber nada de mí.
—¡Yo qué sé! Es por mi abuela.
—Ya ni estudias conmigo, ni vienes a visitarme.
—No puedo salir, ni tengo ganas. ¡Bueno! Te he dicho si te pasas esta noche.
—¡De acuerdo!
—¿Sabes cuál es? La celeste, frente al teléfono público. Y no toques el timbre. Mi abuela duerme.
—Lo sé, pero… ¿Y cómo te hago saber que estoy en tu puerta?
—Coge una piedrita y tírala a la ventana izquierda del segundo piso. Es mi habitación. Salgo y te abro.
—Allí estaré. Chao
Volvió su vista y siguió delante su camino.
Esa noche sería la primera vez en que Jimena pisaría mi casa. La vi marcharse pensativa, como si le pesaran los pasos, la brisa marina jugaba con su pelo liso. Hay ciertos temas que pueden ser existenciales, que condicionan caracteres, pensamientos y actitudes en las relaciones sociales: nos marcan la vida. En la arena de la playa después de una larga conversación, Jimena me contó lo qué le sucedía ese día.
 
 
 
 
 
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Descripción

Captulo 11 del manuscrito: La probabilidad, el albedro o las barajas.

Palabras Clave: misamont sandro montes

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficcin


Creditos: Sandro Montes

Derechos de Autor: Sandro Montes

Enlace: http://www.megustaescribir.com/obra/64381/la-proba


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