La probabilidad, el albedrío o las barajas: Capítulo 10. Juanito no venía a protegerme.
Publicado en Aug 04, 2018
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EXTRACTO DE LA NOVELA: La probabilidad, el albedrío o las barajas.
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10.     Juanito no venía a protegerme  

Un incidente me llevó a advertir que las ocasionales apariciones de Juanito no eran solo eso. Su presencia, aparte de sorpresivas, se acompañaba de alguna desgracia. A esa conclusión llegué desde el día que me lesioné jugando al fútbol. Sus apariciones posteriores me mantenían al asecho y preparado para cualquier mala noticia o mala suerte. No niego que cuando lo veía me embargaba una ansiedad de no saber cómo terminaría ese día; de no comprender por qué tenía que ser conmigo. Ahora qué pasará, decía.
Jugábamos fútbol a la salida del colegio, en la loza de concreto de la playa. Yo hacía de portero. Detestaba no ser hábil con el balón.
—¡Ey, Campanita! Hoy te cuelo diez chicharitos —afirmó Chuleta. 
Estábamos en primero de secundaria; fue el último año en que estudiamos los tres juntos.
—Que no me llames Campanita, Chule, por favor.
Mi incomodo provocaba risas por todos lados, como siempre. Ellos nunca entendieron el valor de un por favor. Chuleta, con su escuálida figura, era un mago hasta con la pelota. Podría haber llegado a ser un gran delantero de futbol. Había que verlo cómo le daba a la pelota con el interior de pie, de puntera, con el empeine, con el exterior, a bote pronto, de volea, de cabeza parada y hasta en movimiento. Cuando jugaba en mi equipo seguro que ganábamos, pero ese día él jugaba en mi contra y no había que poner en duda que ese día terminaría con las diez dianas dentro de la portería, como él mismo me lo anunció con descaro. ¡Bueno!, a la postre con algunos más.
La portería no tenía redes así que tenía que correr algunos metros a mi espalda, con mi irritación a cuestas, para recoger la maldita pelota luego de un gol.  El quinto gol. Lo recuerdo, clarito. La volea de Pipi disparó el balón unos treinta metros. Fui por ella. Se detuvo a los pies de un árbol y junto a él estaba un muchacho muy familiar.
—Van cinco goles, qué vergüenza, cinco goles, qué castigo.
Tarareaba Juanito, que pisaba el balón con su izquierda. ¿Qué me traerá ahora?, pensé.
—Dame la pelota. ¿Qué haces aquí?
—Cinco goles, qué vergüenza, cinco goles, qué castigo.
Una y otra vez, su estribillo me resultaba fastidioso.
—Dame la pelota. Y vete ya.
—Campanita, rápido, trae la pelota, ¿qué haces como una estatua?
No recuerdo quien me llamaba.  Juanito sonrió. Soltó la pelota y fue la primera vez que habló para mí:
—Serán trece chicharitos.
Hasta este con los chicharitos, pensé.
—¡Carajo, Campanita!, ¿por qué te demoras tanto? ¿Otra vez estás ahuevado?
Era Pipi. Que me llamasen Campanita me molestaba, ¡pero ahuevado?: reventaba mi calma.
—¡Que ya voy, carajo!
Raras veces me escuchaban un improperio, pero en vez de respetar mi disgusto hicieron una pausa antes de quebrarse a carcajadas. Regresé pensando en que mi adversidad, ese día, serían los trece goles. No era tan grave la cosa. De diez a trece solo serían tres goles más. Si me decía quince, también lo hubiera supuesto estando Pipi en el otro bando.
—Qué hacías parado como un pincho y no recogías la pelota —señaló Pipi.
—¿Cuántos goles vamos? —pregunté para despistar.
—Vamos perdiendo, cinco a uno, huevón.
—¡Ah! Todavía podemos.
—¿Podemos? Dame la pelota ya, ahuevado.
Tan solo recuerdo querer que llegaran los trece goles para largarme volando a casa. Aborrecía que Pipi refregara su hazaña en mi cara. Y así esperando y esperando caían los inevitables goles. Tan solo faltaba el último como vaticinara Juanito. Para otros, incluso para mí, era una parada sencilla. Pipi disparó el balón, pegó en un defensa y despegó rompiendo la gravedad unos diez metros para venir cayendo en curva directo a la portería. Di un brinco. Era mi oportunidad. Tenía que lucirme, si no era bueno con el balón pegado al pie, al menos debía de serlo con las manos, aún a cuesta de los doce chicharitos dentro. La escena era perfecta para demostrarlo, si no fuera por el centelleo del sol en mis pupilas a unos centímetros del suelo. Me segaron por completo, perdí el equilibrio y al caer me partí el tobillo. La pelota dio un corto bote dentro del arco y otro seco, para quedar estampado en la arena a tan escasos metros. Aún con mi dolor brotando pude ver a Juanito riéndose al lado del árbol.
—Hijo de puta, ¡ayyy, ayyy! Me la vas a pagar, me la vas a pagar.
Solo Pipi bastó para levantarme en brazos. No recuerdo más. En el hospital, pasada la anestesia, desperté cubierto hasta mi pecho con una sábana blanca y con un peso inmenso en la pierna derecha. Al primero que vi fui a Chuleta.
—¿Estás bien Gabriel? ¿Ya has despertado?
—Si Chule. Estoy bien.
—Tu abuela está tomando café. Te quedarás unos días. Me dijo que si despertabas le avisara.
—¿Qué pasó Chuleta?
—Te partiste el tobillo y te han enyesado hasta la rodilla. Te quedaste dormido apenas salimos de la arena de la playa. Sería el dolor.
—¿Qué hora es?
—Casi las ocho de la noche. Has dormido más de cinco horas.
—Pipi me cogió en brazos, ¿verdad?
—Sí, y en el trayecto decías, Juanito, me las vas a pagar, hijo de puta, pero nadie te empujó, Gabriel. Fuiste solo al salto, tu caída fue limpia. A demás nadie de los que jugaban se llamaba Juanito. ¿A quién te referías?
—¡Qué sé yo!
Miré sin expresión a la ventana.
—Aviso a tu abuela y me voy. Se hace tarde y en casa me van a matar.
—Gracias Chule.
—¡Ah!, ¿te puedo firmar el yeso? En esa mesita hay un plumón rojo. Ya lo he visto.
—No, Chule, mi abuela se enojará.
—Entonces se va a enojar con Juanito, que no será ese Juanito del que hablabas delirando de dolor.
Levanté la sábana. ¡Sí! Estaba el sello de Juanito en rojo. Era su misma letra, trémula, la reconocía.  La incredulidad se disuelve con la observación, pero el misterio es un problema insoluble, a veces demasiado abrumador.  Yo veía a Juanito; Chule, no. A veces me llegaba a angustiar su presencia, ¿por qué era yo su elegido? Chule no sabía, ni sabría nada. Para qué decírselo. Nunca lo comprendería.
—Habrá sido un jodido enfermero. Anda, firma.
Proferí sin más, cansado y desconsolado. Chule firmó el yeso orgulloso y salió por la puerta barnizada en blanco. Yo seguía estampando mi mirada al cielo gris de Paita, tras el cristal de la ventana, con mi fastidio a cuestas. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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Descripción

Capítulo 10 del manuscrito: La probabilidad, el albedrío o las barajas.

Palabras Clave: samont la probabilidad el albedrío o las barajas

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficción


Creditos: Sandro Montes

Derechos de Autor: Sandro Montes

Enlace: http://www.megustaescribir.com/obra/64381/la-proba


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