La probabilidad, el albedrío o las barajas: Capítulo 6. Vuelta del compañero pródigo.
Publicado en Aug 01, 2018
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EXTRACTO DE LA NOVELA: La probabilidad, el albedrío o las barajas.
http://www.megustaescribir.com/obra/64381/la-probabilidad-el-albedrio-o-las-barajas
 
 
 
6.     Vuelta del compañero pródigo
 
La amistad es algo enigmático, algo más que no encontraba ni Jimena ni en mi familia. No sé si era demasiado tarde, pero aprendí el valor de preservarla a cualquier precio. El salón de Pipi, el tercero C, era grande como una sala de juntas. Le pregunté al primero que vi sentado al lado de la puerta. El albor deslizado por un fino tragaluz, en lo alto de una pared que daba al patio, confería al recinto un halo espiritual.
—Perdón. ¿Has visto a Macharé?
El muchacho veía un cuadernillo a carboncillo con dibujos explícitos, de los que vendía en secreto Tiburón, el vendedor ambulante de bocadillos y otras cosas prohibidas en la puerta del colegio. Eso creía. Su silencio atónito distrajo mi vista y por un instante me abduje a los finos trazos de dos cuerpos tendidos inversos, uno encima del otro. El título de la imagen, en letras góticas, decía: El sesenta y nueve. Volví a mi interés justo al lento ritmo de sus palabras.
—¿Cuál de todos? —refirió sin separar su vista del cuadernillo.
—Gordito, alto, de flequillo...
Otra vez ennudeció. El asombro en su mirada era el mismo que hubiera  tenido un conquistador frente al Dorado de los incas. Seguía sin responder. Pasó a otra página, pero en esa ocasión mis ojos decidieron esperar su respuesta.
—Búscalo en el taller.
Respondió de un soplo enseñando una mirada agreste, como sacándome de encima. No le di las gracias. Ni las necesitaba. Desde la segunda planta se veía en el patio del pabellón a decenas de escolares jugando o hablando. El quiosquito de madera medio abarrotado de jóvenes. Un loro enclenque encerrado en su jaula, sobre el techo del negocio, repetía sin reparos lo que escuchaba de la clientela. ¿Qué raro?, pensé. Ahora parece más gordo.  Y justo enfrente de mí, allí abajo, el taller de mecánica estaba abierto y hacia allí me dirigí.
Pipi desde niño repetía que quería ser mecánico y decía sentirse como un pez en el agua en el taller de su tío materno. Pensaba por qué no se me había ocurrido irlo a buscar directo al taller del colegio. Justo con ese detalle había caído en la cuenta de que no hablaba con él, ni con Chule, hacía cerca de cuatro años. Desconocía lo que hacían en el recreo, mucho menos más allá de las puertas del colegio. ¿Acaso hacía bien yéndolos a buscar? ¿qué me dirían? ¿cómo me recibirían? ¿por qué no fui al velorio de la abuela de Chule? Aun si hubiera caído ciego recurriría solo a ellos, a nadie más, para pedirles ayuda. Estaba seguro de que si alguien me hubiera preguntado quiénes eran mis mejores amigos seguiría cantando sus nombres sin pensar. ¿Y ellos qué pensarían de mí? seguro me tenían por olvidado. Un inmaduro, dije en silencio atribuyéndome una culpa mientras bajaba la escalera. Pestañé en el último peldaño —y un rencoroso de mierda—, dije a media voz reprochándome aún más.
Podía dar media vuelta y volver a mi salón de clases. Detuve mi marcha cuando vi salir a alguien del taller. Esperé por si salía Pipi. No lo hizo. Sentí ese presentimiento de alguien que te mira desde algún lado. Volví a mi derecha y vi a Ajito ayudando a su padre dentro del quiosquito. Él levantaba el brazo saludándome. No recuerdo haberle correspondido la cortesía porque mi conciencia se perdió en dos niñas jugando al papel, tijera, piedra, mi mente repetía en estribillo solo, piedra, piedra. De súbito me entró un fastidio por no resolver por mi cuenta mis asuntos y divagué por la historia o la mitología las hazañas de flacuchos ante verdaderas moles: David y Goliat, pero yo no sabía usar la honda ni tenía el arrojo de David; Aquiles, héroe de la Ilíada, quien, a la vieja usanza del cuerpo a cuerpo y con el mejor guerrero enemigo, evitaba colosales guerras. Pero él era semidiós, hijo de la diosa marina Tetis y de Peleo rey de los mirmidones, y yo, de mi madre y de mi padre, nada más; el diminuto Chinito pescadero que abolló al negro Choncholí, de tanto robarle los pescados. Pero, ¿acaso este es un personaje?, dije para mí. Qué importaba, pero sabía kung fu y yo, ni un carajo. A la mierda, dije en silencio, aquí soy Gabriel, nieto de Amanda, y Chuleta y Pipi mis amigos y los tres le vamos a partir la cara al Camello. Al menos confiaba en que ellos me asistirían. Me armé de valor. Caminé partiendo el patio del colegio, completamente sordo, abducido a la tenue luz que entraba por la puerta al taller. 
El mediano salón pintaba manchas de grasa desde el suelo hasta donde Atahualpa podría haber marcado su rescate. La intensa luz diurna que entraba por la puerta no alimentaba todo el recinto. Había otra artificial justo en una rampa bajo de un vetusto carro verde, parecido a los que aún transitaban por las calles de Santiago de Cuba que alguna vez había visto por televisión. El brazo de alguien, debajo del carro, sujetaba el flexo dirigiéndolo hacia el motor del vehículo. La luz bailaba en las paredes. Me adentré un poco más, lo suficiente como para que se percate que alguien no habitual había entrado, hasta que la luz amarilla se quietó y detuve mi marcha, luego se apagó, delineándose mi sombra tendida frente a mis pies.
—¡Vaya, vaya! Miren a quién ven mis ojos —aún en tono leve y desganado reconocí la voz de Pipi. Hablaba desde la rampa—. Quédate allí mismo, ya estoy subiendo.
Entre el carro y la rampa vi su cara inconfundible atrapando la escasa luz natural. Era alto, como el Camello, mofletudo, de cabellos lacios peinados al flequillo, con una vocecita muy mansa desproporcionada a su masa. Se llamaba Eduardo, pero le decíamos Pipi, a secas, y ya en la adolescencia, en el colegio, algunos lo llamaban Pipí, por su micro pene regordete que lo tenía acomplejado. Cuando aún estudiábamos juntos, en el primero de secundaria, nos reíamos a carcajadas cuando después del curso de deportes o de jugar al fútbol nos duchábamos en los repugnantes baños del colegio. Su pene era el centro de toda burla. Sin ninguna duda fue mi mejor amigo de infancia, sin dejar de lado a mi Chuleta. Pero ese gordito era especial. Cuando yo tenía algún problema me daba unas palmaditas en el hombro y me invitaba con su voz silbante a que le contase lo que me ocurría. ¡Claro! Luego comprendí que le encantaba más un chisme, que otra cosa. A nadie más, solo a él terminaba por contárselo todo, hasta que se le dio por querer enseñarme a nadar —eso decía él tratando de justificar su error— y perdió mi confianza. Al final no me aconsejaba nada. Me decía que ya pasaría, que las cosas vienen así, pero que él estaba para todo lo que yo necesitaba. ¡Claro!, que en aquél momento necesitaba más de él, no solo que me escuchase.  Pipi ya estaba fuera de la rampa. Aún sujetaba la lámpara en la mano. Frente a mí me miraba haciendo muecas, como si lo segara la luminiscencia a mi espalda. Levantó el flexo y lo encendió en mi rostro, irradiando hasta mi razón, quizá todos mis recuerdos oscuros.
—Apaga eso, Pipi, por favor.
—¡Ah! Sí eres tú.
—¡Claro que soy yo!
Pipi apagó la luz y yo quedé cegado por unos segundos hasta que volví a verle sus ojos achinados debajo de una frente plegada.
—No sabía que te gustaba la mecánica —dijo.
Arrastraba la voz como afilando una ira que estimaba me la clavaría en cualquier momento.  Si había llegado hasta allí no era solo para jugarlo todo al cara o cruz con sus ayudas, era algo más. Hacía algunos días atrás escarbaba en mi rencor. Vergüenza me dio reconocer ese defecto, pero esa era la verdad. Estaba envenenado de encono desde el empujón en el muelle, pero ya estaba bien. Ahora quería acercarme a ellos y lo peor es que no sabía cómo; o sí lo sabía, pero no me atrevía, hasta que me cargué de valor. Así volviera a mi salón cargando una cruz o con una patada en el culo, les diría que lo sentía y que quería que volviéramos a ser lo de antes, como cuando éramos las tres estrellas. Tragué saliva de nostalgia. 
—No es eso Pipi.
—Entonces, ¿se te ha perdido algo por aquí?
—No. Tampoco es eso.
—¡A ver, a ver!, si adivino. ¿Necesitas una herramienta? ¡No sé! ¿Un destornillador, un alicate, una llave inglesa? Lo siento, aquí no hay nada. Se lo roban todo. ¿Vez ese maletín metálico, al lado de la rampa? —señaló a su espalda. No esperó a que le responda— Es de mi tío, el mecánico. Me lo presta, pero se lo tengo que devolver luego de clases.
—Pipi, he venido a decirte que somos amigos y…
—¿Amigos? ¿Sabes qué carajo dices?  ¿Amigos son cuatro años tirados a la mierda? Hay algunos códigos de amigos, Gabriel. Así no hayas ido a verme al hospital cuando enfermé, la abuela de Chule murió y no fuiste ni a verlo, solo por decirte lo más reciente. Y tú lo sabías. Allí están los amigos. Tu rencor te lo metes al culo y vas a ver a tu amigo.
Pipi no levantaba la voz ni cuando reprimía, empleaba ese tono agudo y pausado de cura de confesionario que te hacían ver tus fealdades y te herían tanto o más como a su forma me lo hubiera dicho Jimena. Su calma me desarmaba y desnudaba como un corderito listo al flagelo de sus verdades.
—Lo sé Pipi. Iba a ir al velorio, pero…
—¿Pero qué, Gabriel? No fuiste y al carajo. No hay pretexto. Ahora dime, ¿por qué has venido?
Me había tragado cualquier otra excusa. Pipi no borraba su mirada hiriente.
—Discúlpenme. He sido yo.
—Gabriel, te he preguntado que a qué has venido —la voz se me entrecortó.
—A nada. Solo a eso. He venido a disculparme y a decirte que intentáramos reunirnos con más frecuencia, como antes.
—Que recuerde, ni Chule, ni yo te hemos cerrado las puertas. Has sido tú. Sé sincero. No te gustó la broma en el muelle, ¿verdad? Era broma de jovencitos, Gabriel. No te íbamos a dejar allí, solo tenías que pedir que te sacáramos, pero tú, nunca pides ayuda.
—Sí la pedí.
—Preguntaste hasta qué hora te ibas a quedar en el agua; y no, sáquenme de aquí. ¡Qué más da! Ha pasado tanto tiempo. Y luego, qué. Si repetimos y nos cambiaron de salones, no creo que sea un pretexto para despreciar a unos amigos. ¡Ah! Y cuando vas con ésa…, la que viste media rara…, la de la nariz…, la hija de la tetas del bar…
—Jimena —resumí.
—Ésa. No nos miras, ni nos saludas. Pero, ya vez, lo vemos con tanta naturalidad. Del Gabriel de niño ya ni hablamos. En verdad, ¡anda, dime!, ¿a qué has venido? Si me dices la verdad te escucho y hablamos, pero si sigues con el cuento del perdón te parto la cara ahora mismo, o mejor, en la escalera del pabellón de la biblioteca o en los baños de tu pabellón.
—De qué hablas, Pipi. ¿Por qué tiene que ser en esa escalera o en ese baño?
Intenté escanear en su mirada por si esos lugares los había mencionado por azar. Intuía que Pipi sabía más. 
—Deja de hacerte el imbécil, Gabriel, que ya no somos unos niños. ¿A qué has venido?
     Pipi invitó a adentrarnos unos metros al centro del local, volvió a encender la lámpara y la dejó en el suelo con dirección a la pared del fondo, dando esa impresión de estar pegado al lente de un gigante microscopio y que estuviera viendo monstruosas bacterias por todos lados. Pipi esperaba mi respuesta; al cara o cruz hablé con seguridad.
—Necesito tu ayuda y la de…
—Por lo del Camello…, el viernes pasado, ¿verdad?
Me interrumpió displicente mientras cogía un trapo tan sucio como la pared para limpiarse las manos de grasa.
—¿Y cómo lo sabes? Porque, seguro…
—El colegio es un mini mundo, aquí se sabe de todo. Sé que hasta esa tal Jimena, tu amiguita, te defendió. ¡Vamos!, cuéntame.
La sátira con que lo dijo me punzó como una daga. Había ido al todo o nada, pero el todo no incluía recordar la faceta de Jimena, ni menos contársela. Yo, Gabriel Montesco fui defendido por una mujer, y qué mujer. ¡Qué vergüenza!
 
El viernes último de noviembre, a la hora del recreo, se me antojó ir al baño. Todo el habitáculo forrado de lozas amarillentas. En una larga pared, diez mugrosos urinarios y, en frente, ocho mohosas duchas. En el centro de la pieza los lavaderos guerreaban por mantenerse en pie. El Camello, dos de sus compinches y… ¡Qué! ¿Otra vez? ¿Qué carajo hace aquí Juanito? Aún de espalda lo reconocí. ¿Qué casualidad?, preguntaba en mis adentros. Lo habría evitado si sabía que estaba dentro. Ante el peligro tenía que esfumarme, pero aturdido y torpe me adentré más y disimulé abriendo un caño para lavarme las manos. Me disponía a salir, pero el Camello dio un brinco felino justo hasta el marco de la puerta abierta del servicio evitando mi intensión. Nunca me perdonaría mi auxilio a Ajito. A demás me lo había dejado claro, pocos días antes, en las escaleras, «nadie te libra de la paliza que te espera». Sabía que en cualquier momento sucedería; lo que no imaginaba es que sería tan pronto. Quizá se olvidaba de todo y me dejaba en paz. Total, ya casi terminábamos el año escolar y la secundaria. Rara vez nos volveríamos a ver con la frecuencia diaria de las clases. Pero el Camello no se olvidaba de mí. Él, sin duda, repetiría el año escolar y por querer mantener su reputación intacta para el próximo no perdería la primera oportunidad para aplastar al gusano que osó arruinarle su show. ¡Qué suerte ser su última víctima del año!, me repetía irónico. Como todo podía pasar no tenía que bajar la guardia, pero por más que me cuidaba o lo evitara, o que Jimena me acompañara a la salida, era imposible que no volviéramos a cruzarnos en cualquier rincón del colegio, incluso en los cuartos de baños, como sucedió aquella vez.
—Espera, niño de abuelita —estaba a su alcance—sereno, morenito, ¿a dónde vas tan rápido?
No recuerdo cómo, pero me tenía en el aire. Una mano en mi pecho y la otra estrujando mi cuello. Sus compinches aguardando por si alguien decía algo. Entraron dos o tres a los baños: como si no vieran nada. Ya estaba servido.
— Suéltame, carajo, me tienes harto.
Terminé la frase aturdido. Nuestras miradas a un palmo mandaban al diablo.
—¿Sabes? Te voy a contar un secreto
Curioso, aún en mi estado en suspensión, fui solo oídos.
—Tu abuelita me desaprobó en la primaria; y en la secundaria, el primero y el segundo año, y si seguía viniendo lo habría hecho el tercero, cuarto y el quinto. Y, ¡no sé! No te habría tocado ni un pelo, pero te me has puesto a tiro y esto no se desperdicia —culminó con la mirada endiablada.
Recogió su derecha como un búmeran, Casi sin aire pensaba que de esa no escaparía cuando detrás de la nuca del Camello una dama de negro voló hacia nosotros.
—Déjalo en paz.
La voz familiar me sonó a ecos salvavidas. El Camello volvió su cara y se encontró con cinco dedos de ida y vuelta. Tardó unos tres interminables segundos en descolgarme, en cámara lenta, para quedar sentado con la espalda apoyada en la puerta. Su pandilla ni se inmutó.
—Eres una zorra loca como tu madre. Te voy…
Aún atolondrado se disponía a cogerla, pero Jimena ya empuñaba un lapicero rojo en posición amenazante.
—¿Te voy a qué…? Anda, atrévete. Ponme un dedo encima y te juro que te clavo esto donde te caiga o te pego un tiro tan pronto pueda. ¡Ah!, y de mi madre ni una palabra.
El Camello sonrió entre endiablado e impotente. Vuelta mi alma al cuerpo sentí el aire inundando mi vacío, recuperé empuje y me incorporé.
—¡Está bien! —exclamó Cortez— por hoy vamos a dejarlo aquí. Pero tú —me advirtió matándome con la mirada—, tú, me la pagarás. Y ustedes, qué esperan, a mover el culo, marchando.
Concluyó el Camello dirigiéndose a su gente y salió él antes que todos arrastrando su orgullo. Juanito los siguió detrás.
—¿Has visto al niño del polo naranja…?, ¿el de la gorra…? —pregunté aún turbado.
Jimena no demoró en responderme, a su manera.
—¿Qué carajo ha pasado? ¿En qué mierda te has metido? ¿Tú sabes quién es ése? Es el Camello.
—Háblame bien. Y a ti qué te importa.
—¿Cómo?
—Que yo sepa, nadie te ha pedido ayuda.
Estaba ofuscado e impotente. No por su forma de hablarme. Eso era un pretexto. Yo, Gabriel Montesco, ayudado por Jimena. ¡El colmo! Me avergonzaba el hecho que se hablara que fui defendido por una mujer, más aún el implicarla en mis conflictos. Sea de impotencia o vergüenza salí volando hacia el patio principal sintiéndome cobarde. Jimena se quedó de piedra, extrañada, frente a la puerta de los baños.
 
De eso no le hablaría a Pipi ni a Chule, jamás. Pero, ¡ya ven!, cómo corrían las lenguas en el mundo colegial. Pipi tiró el trapo grasiento por cualquier lado. Esperaba que le dijese algo al respecto, pero al verme mudo me tomó del hombro, me dio dos palmadas seguidas, gesto que terminó por irritarme. Le retiré el brazo. Dilucidé que más morbo sentía en enterarse bien del chisme en vez de ofrecerme su ayuda sincera; por último, en vez de recuperar nuestra amistad. 
—¿Qué te pasa ahora? —habló sorprendido.
—Nada, no pasa nada, solo que quiero que me ayudes a sacarle la mierda al Camello y nada más. Eso es todo, ¿me ayudas o no? —hablé furibundo, estampándole mi mirada. Pipi enmudeció por unos segundos.
—Lo sabía. Has venido solo a eso.
—Vete al carajo Pipi. No te he dicho nada. Disculpa la molestia. Me voy.
Recogía mis pasos cuando a la altura de la puerta Pipi me llama.
—Gabriel, Chuleta y yo lo sabíamos. Te conozco y sé que tú no ibas a pedir ayuda, pero veo que te has cargado de huevos. Será que estás madurando. ¡Anda! Acércate.
—Sí, dime.
—Y cambia esa cara.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Lo del baño y en la escalera? Mi compañero del taller; hace un rato ha salido.
—Sí, lo vi. ¿Qué pasa con él?
—Coincidencias de la vida. Él subía las escaleras y él entró también al baño. Y me lo dijo. Tu amigo, el nieto de la Diabla, está en problemas.
—¿Quién es la Diabla? —pregunté por inercia, aun sabiendo la respuesta que me iba a dar.
—Si no lo sabes, así se le conoce a tu abuela, pero eso no importa ahora. Le conté al Chuleta apenas me enteré ¿Y sabes lo que me dijo? Que te sacaran la mierda, que te lo tenías merecido, pero luego agachó su mirada, repensó y dijo que teníamos que planear algo, para ayudarte, ese tonto necesita de nosotros, esas fueron sus palabras. Por lo de matraca y ocho cuartos, el juramento aquél, tú prometiste, ¿te acuerdas?, esa mierda de las estrellas.
—No es matraca, sino Mintaka. Y ése eras tú —dije entre cortado, tragándome un suspiro.
—Lo que sea Campanita —lloré para adentro, hacía bastante tiempo que no me llamaban así. Y ni siquiera me molesté—. Parece que el Chule tiene por bandera respetar los juramentos eternos. Yo por mi parte, no. Solo sé que te debo una disculpa. Y una ayuda, esa la que no me pediste en el agua. Discúlpame tú Gabriel, era una broma de niño, pero somos amigos, eso creo, ¿no? Y tú nunca me diste la ocasión para decírtelo.
—Sí. Está bien, y tú a mí, pero qué me dirá ahora Chule si lo vamos a ver. Se acaba el recreo y necesito saber si está a mi lado en esto.
—Vamos rápido y lo sabremos, aún quedan veinte minutos. No le hagas caso si te mira irritado. Yo lo conozco, ¡bueno! Tú también, luego se le pasará. Vamos Campanita.
—Pipi, pero por favor, no me digas Campanita aquí en el colegio.
Pipi se echó a reír. 
—Perdón, Gabriel, está bien. Empiezo a verte igual que antes.
Quería colgarse de mi hombro.
—Tengo calor —dije medio incómodo, retirándole el brazo —Pipi volvió a reír.
Salí preguntándome qué era lo que ata a las personas por siempre aún después de un lapsus temporal. Era una distancia como la que produce un proceso repulsivo y luego te vuelve la gravedad, tan juntos y revueltos como si nada hubiera pasado. Pipi sequía sonriendo y yo iba serio, sabiendo que mi muda circunspección era lo que lo hacía carcajearse; como siempre. Al menos me ahorré el contarle cómo me defendió Jimena aquél viernes. Quizá lo sabía al dedillo por su amigo.
A esas horas el calor abrazaba hasta el alma. El sol en su cenit despedía dagas cristalinas. Ya me molestaba la chompa. Me la quité y la amarré a mi cintura y así nos fuimos mudos. Lo encontramos rápido. Pipi había preguntado a algunos chicos dónde se jugaba a las cartas. Chuleta se había convertido en un malabarista moviendo tres cartas e invitaba a los fisgones a adivinar dónde estaba el As de corazones, previo pago de medio sol ¡claro! De perfil afilado, escuálido, una extrema nariz, con el tabique ladeado que le daba a su mirada un fulgor de profundidad. Su nombre Juan, alias Chuleta, porque alguien comentó un día que en vez de comérsela debería pegársela al pecho, de tanto escuálido.
—A ver, ¿quién ha visto el As de corazones?
Decía Chule, mientras ejecutaba su espectáculo y nos veía entrar por el rabillo del ojo. Llamó mi curiosidad un detalle en su pelo. Volvió mejor su mirada como confirmando si el que entraba con Pipi era yo y le cambió su semblante.
Alrededor de él habría una docena de curiosos, potentes apostadores.
—Este hijo de la gran puta no cambia —musitó Pipi.
Y claro que no cambiaba. Chuleta era una caja de sorpresas. Era rápido e inteligente y tenía una facilidad de palabra, útil hasta para conquistar a cuantas chicas él quisiera. Un día, en el primer año, el único de la secundaria que estudiamos los tres, trajo un brazo izquierdo ortopédico que según él era de su abuelo que murió de diabetes. Teníamos examen final de Historia del Perú y Chuleta preparó su terreno, antes que llegara el odiado profesor Pum. Se sentó a la mitad del salón, sacó el brazo artificial, le puso guantes negros, se acomodó la chompa y lo dispuso como si fuese el suyo sobre el pupitre. Debajo, el tercer brazo escondía todos los apuntes. El profesor pasó y repasó por su lado sin darse cuenta del fraude. Se habría rascado varias veces la cabeza al corregir el examen de Chule, pero tenía que ponerle la nota máxima, un veinte. ¡Claro que no cambia!, repetí en silencio. En seis tandas rápidas ya llevaba ganando tres soles sin contar los jugados antes de llegar nosotros.  
—Ey Chule, tenemos que hablar antes que termine el recreo —dijo Pipi, pero Chuleta seguía en su trance.
—¡A ver!, ¿quién adivina dónde está?, ¿quién quiere ganar?, díganme, ¿dónde está el As de corazones?
—Disculpen señores, por hoy esto se termina ya mismo —barboteó furioso Pipi con su vocecita aflautada, pero su talla y sus manos imponían respeto.
A los tres segundos, perdedores y curiosos abandonaban la sala. Chuleta nos miró sorprendido, dirigió su vista a los que se retiraban y les dijo:
—Disculpen muchachos. Mañana será otro día. En otro salón. Ya les diré dónde
Pipi se pegó a mi oído.
—Es por tía pancha, lo tiene amenazado.
Le devolví una mueca interrogante. Pipi volvió a susurrarme para resolver mi duda.
— Pancho, el auxiliar.
— ¡Qué carajo! Solo quería ganar unos cuatro soles más y me has jodido el juego. ¿Y ahora qué pasa?
Chuleta culminó en singular ignorando mi presencia y tirando los tres naipes boca abajo. Hacía tiempo que no lo veía a la cara, precisamente desde que me pidió que le acompañara al hospital a ver a Pipi. De ello no había pasado ni un año. ¿En qué momento le habría nacido ese mechón de canas que peinaba a su derecha? Preferí callar. Mejor que le respondiera Pipi; si solo se dirigió a él. 
—Aquí el Campanita, que tiene unos problemas.
—¿Y quién es ése?
—Ése soy yo.
—¡Ah!, tú. ¿Y qué carajo necesitas?
—Chule —intervino Pipi—, tranquilo flaco. Ha pedido disculpas. Es por lo del Camello. Tú ya lo sabes. Déjate de hacerte el duro. ¿No extrañabas al Campanita? Aquí está. Ya habrá tiempo de hablar de nosotros, pero ahora necesita que lo escuchemos.
—Gordo, gordo, se lo pones fácil.
—Chule, sinceramente pido disculpas…
—Calla, calla, Campanita y dile lo que me has dicho, que el recreo se acaba.
Se hizo el silencio por unos segundos, sus facciones habían cambiado pero sus ojos de traviesos y sinceros eran los mismos de cuando niños hacíamos casitas en los brazos de los árboles. «A ver, ¿quién mea más lejos?». Amigos incondicionales, de los que jurábamos pinchándonos las yemas de los dedos, porque sin sangre no hay promesa. Éramos uno solo. Seguro con la rapidez e inteligencia de Chule, la fuerza de Pipi y mi ¡qué sé yo!, derrotábamos hasta al mismo Aquiles. Los que veía frente a mí eran mis amigos. Mi puto orgullo me alejó de ellos, pero había llegado hasta allí dispuesto a recuperarlos, y también a que me ayudasen.
—Es el Camello. Ha jurado darme una paliza de muerte. Y en los primeros que pensé fue en ustedes. No tengo a nadie más.
—¿O sea que solo vienes por nuestra utilidad? —increpó Chuleta.
—Vamos, Chule. Acordamos ayudarlo, ya habrá tiempo de refregarle el significado de la amistad. Yo también quiero agarrar a ese personaje y darle una buena. No me gusta que maltrate a los chibolos de primero ni que les cobre peaje los viernes.
—Chule, cualquier amigo de mi padre seguro me ayudaría; si he venido a ustedes será por algo más. No solo necesito una ayuda, sino una ayuda de mis amigos. Pero no lo vuelvo a repetir, si no pueden o no quieren me voy y no pasa nada. Al menos quédense con que quiero volver a salir con ustedes, como antes si es posible.
 A escasos tres segundos pude ver cómo la frente de Chule borraba sus surcos, como si mis últimas palabras se afianzaran contra su aspereza. El inconfundible pito de Pancho y el ladrido de su podenco se escuchaba a media distancia.
—¿Qué esperan? Siéntense a mi lado. Si me ve Pancho sentado y con ustedes en el recreo pensará que estoy jugando y ya me tiene amenazado con expulsarme. Así que hablemos rápido. Campanita, por si no lo sabes, lo que se vaya a hacer con este personaje lo tenemos medio adelantado con Pipi. Así que, si nos escuchas, mucho mejor. Habla gordo.
—Un momento, un momento, mientras pienso algo más —dijo Pipi levantando una ceja.
Qué rápido volvíamos a recuperar confianza. Yo, silenciado en mi propio plan de venganza de sopetón, como antes; como siempre.
—Entonces, hablo yo. Como te lo dije, Gordo, estoy convencido de que aquí en el colegio no puede ser —indicó Chuleta secándose la frente de sudor—. Los amigos del Camello son avezados y al instante nos pueden caer más de diez encima. ¿Y si alguno tiene navaja? Nadie quiere ser cosido a lo tonto.
—Es verdad, aquí no puede ser. Entonces, primera conclusión, tiene que ser fuera, ¿y dónde?  —intervino Pipi, con su mirada impenetrable, perdida en la bombilla apagada del techo que pendía de un cable.
—El recreo se acaba. Debemos de tener las ideas claras —expuse, por decir algo.
—Cállate, Campanita, déjame pensar —apuntó Pipi sin retirar la mirada de la bombilla.
—Te dije que el Camello regresa a su casa todos los días como a las tres de la tarde, después de drogarse con su mancha. Pero los viernes se emborracha en el malecón y regresa más tarde —expuso Chuleta, secándose otra vez la frente con el dorso de la mano.
—El que le vende los porros es Tiburón —hablé por decir algo.
—Él no es, huevón —replicó Chuleta, en seco.
—Al grano. Aportes. No nos desviemos —Pipi, sin bajar su mirada—. Tienes razón Chule. Entonces si este tipo regresa hecho mierda los viernes, porque también lo he visto que parece una balanza caminando, tendrá que ser un viernes. Sale del malecón, cruza la Plaza de Armas y se mete por la callecita angosta hasta su casa. Lo podemos coger allí mismo. A la hora que acostumbra regresar no pasa ni un alma por allí. Pero lo atacamos de sorpresa. Si lo empujamos fuerte, por la espalda, se caerá, sin duda, y si no se da cuenta que somos nosotros, mejor aún. Tiene que ser así —bajó la cabeza, buscó nuestras miradas y prosiguió ahondando la idea— por las represalias, ¡ya saben! Que crea que han sido otros. Ese jodido tiene muchas deudas pendientes. Drogado y borracho ni se dará cuenta, pero ¡claro! El factor sorpresa tiene que ser determinante. ¡Ya está! Que sea este mismo viernes, ¿qué les parece?
—¿Quién es el que le vende la droga? —pregunté por curiosidad, por decir algo.
—¿A quién carajo le importa, huevón? ¿Puedes aportar algo útil a tu causa? —Pipi, mirándome molesto.
—Si no me dejan ni hablar, ni opinar, ni nada.
Encogí los hombros y ya empezaba a incomodarme mi papel tradicional en el trío.
—Campanita, ¿estás con nosotros para que sea este viernes? —preguntó Chule.
—Ni modo. Ya lo tienen todo preparado.
—Empújalo bien, Pipi; tú tienes experiencia en eso, ¿verdad, Gabriel? —dijo Chuleta, volviéndose a secar la frente con su mano.
—¿Ya empezaron las bromas? —increpé a secas.
—¡Está bien! Yo lo empujo —dijo Pipi.
—Va a caer como una papa rellena —dijo Chule brillándole los ojos—. Y en el suelo, tú Gabriel, le caes encima y le das la paliza. A mí me será fácil ponerle una bolsa de tela en la cara o algo así.  
—¿Yo?
—¡Claro, tú! ¿Quién más? —concretó Chuleta—. Traeré el palo de policía de mi padre. Te ayudará para dar buenos golpes. Solo tres o cuatro en la nuca y lo noqueará. Unos cuantos, en las piernas, por si se quiere levantar, aunque no lo creo. Si quieres aportar algo más, ¡no sé, Gabriel!
Chuleta se secaba por enésima vez la frente derritiéndosele a goterones. ¿Por qué tenía que fijarme en otros detalles y no en mi propia causa? No me resistí.
—Si tienes tanto calor, ¿por qué no te quitas esa jodida chompa?
—Y eso qué carajo importa, ¡por dios! 
—¡Ey, Gordo! Ya está bien. Deja de mandarme a callar. Ya no soy un niño.
—¡Calma, calma!, perdón, Gabriel, pero estoy concentrado. No quiero dejar escapar algún detalle. 
—¡Bueno!, no se me ocurre nada más. ¡No sé! Podría dejarle una nota a su vera, por ejemplo “así pagan los abusivos” —propuse.
Cruzaron miradas y volvieron a mí, sin manifestar algún asentimiento.
—Resumiendo, muchachos —continuó Chuleta ignorando mi aporte—. Fuera del colegio; este viernes; en la callecita angosta; empujón de Pipi; el trapo en la cara es mío; ¡ah!, y el palo de policía; tú, Gabriel, la paliza, la nota…, si lo quieres; en fin, mejoraremos esta idea de aquí hasta el viernes. Está todo dicho.
—¿Y por qué tiene que ser el viernes? —pregunté retraído. No quería incomodar.
—¡Carajo!, ya lo hemos dicho, Campanita. Distraído como siempre, no cambias —Pipi, con su acento monástico. Me mordí el orgullo y lo dejé proseguir—. Él siempre pide su pago los viernes; o sea, tiene más dinero y compra más droga y trago. Es más fácil tenerlo servido…
—¡Sí, sí!, lo he entendido.
—Por cierto, Gabriel —agregó Chule—, no se te ocurra venir el viernes con esa niña…, la hija de la tetas...
—Jimena —intervino Pipi.
—¿Así se llama? — preguntó Chule.
Confirmé con la cabeza.
—¡Pero, Gabriel!, ¿es tu enamorada? No te la estarás tirando, ¿verdad?
A esas preguntas de Pipi no respondí.
— ¡Por dios! ¿Quién se va a tirar a esa narizona?, si parece una loca vistiendo…, y fea —el insolente de Chule— y es grosera hablando y…
 —¿Qué te gusta de esa niña? —interrumpió Pipi, más sutil.
—¡Eso!, que parece loca —dije mirándolos fijamente—. ¡Ya está bien! ¿La pueden dejar tranquila, por favor? Ahora sí, vámonos, antes de que suene el timbre —culminé.
—O que me vea Pancho —replicó Chuleta.
—El amor. Es el amor —dijo Pipi resoplando—. ¡Ah! Gabriel, de aquí al viernes, así haya huelga, nos vemos en el taller en horas del recreo solo unos minutos antes de la segunda hora para hablar de cualquier detalle. Te esperamos.
—De acuerdo.
Aún me brotó la sensación de que para un plan así las improvisaciones, en quince minutos, no eran buenas. Al instante sopesé que esos quince minutos eran la síntesis del esfuerzo que dos engarzados amigos tejían días antes para un compañero pródigo. Claro que los últimos pormenores los puliríamos de allí hasta antes del viernes aquél. Volvían a callarme, a tratarme de cojudo, a llamarme Campanita y a insultar gratuitamente a Jimena sin ponerlos en su sitio. En ese trato, con una rara alegría, volvía a sentirme en camarilla. 
Cuando nos dispusimos a levantarnos me entró otra curiosidad, casi mecánica, ajeno a todo lo hablado, como siempre. Vi las barajas sobre el pupitre y volví la de mi izquierda: no era el As de corazones. En un verano de vacaciones en el Callao esperábamos a mi padre que por aquellos días había puesto a disposición su lancha y su trabajo a una pesquera en Colombia. Papá vino irreconocible con una inmensa barba, tipo Fidel Castro. Nos trajo muchos regalos, pero uno de ellos, unas barajas especiales no eran para nosotros. «Estas se las voy a regalar a los muchachos del barrio», dijo y las guardó. Se refería a aquellos que ya tenían edad para comprar esos pitillos que te hacían reír, beber cerveza, y entrar en las casas de luces rojas y amarillas que abundaban a lo largo de la avenida Argentina. Me inquietaba el porqué de lo prohibido y en cuanto pude, al día siguiente, cuando mis padres salieron de casa, en uno de los cajones de la mesita de noche de su habitación las encontré. Abrí la cajita. La primera carta era el As de corazones, el corazoncito rojo estaba escondido entre unas entrepiernas bien dispuestas en posición de parto: era una famosa vedete italiana Llona Staller, más conocida como Cicciolina, completamente desnuda y apoyándose de codos sobre una cama. Una inmensa trenza de su cabellera caía como una carretera salvaje entre sus dos inmensas montañas hasta terminar justo en su ombligo. Escuché un ruido y las guardé apresurado. Quizá, ahora, me encontraría de nuevo con el As de corazones.
Cogí la del centro y el As sin aparecer. Me inquieté. Aún quedaba una. Di vueltas a esa última baraja y mi sorpresa fue total. Pipi y yo miramos a Chuleta. Él, nos hizo un guiño, se llevó la mano a la manga izquierda de la chompa y sacó una cuarta carta. Nos la enseño, era el As de corazones.
—Y qué quieren —señaló el sinvergüenza—, un poco de suerte no está mal para nadie, ¿no?
¡Claro! La chompa…, el sudor… No hubo tiempo de espetarle. Sonó en ese mismo instante el timbre anunciando el final del recreo. Chuleta recogió sus cartas mágicas, se quitó la chompa, se abanicó la cara lustrada de sudor con sus dos manos, a lo que se sintió como aliviado y nos fuimos cada quién a nuestra siguiente hora de clases.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
  
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Descripción

Capítulo 6 del manuscrito: La probabilidad, el albedrío o las barajas.

Palabras Clave: La probabilidad el albedrío o las barajas samont manuscrito

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficción


Creditos: Sandro Montes

Derechos de Autor: Sandro Montes

Enlace: http://www.megustaescribir.com/obra/64381/la-proba


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