La probabilidad, el albedrío o las barajas: Capítulo 5. ¿Qué es lo que determina nuestro destino?
Publicado en Jul 31, 2018
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EXTRACTO DE LA NOVELA: La probabilidad, el albedrío o las barajas.
http://www.megustaescribir.com/obra/64381/la-probabilidad-el-albedrio-o-las-barajas
 


5.     ¿Qué es lo que determina nuestro destino?  

Creo que hay preguntas cuyas respuestas encierran todo un enigma como, por ejemplo: ¿Qué es el amor?, ¿qué finalidad tiene la vida?, ¿quiénes somos? o ¿qué es lo que determina nuestro destino? ¡El destino? ¿Lo establecerá el azar?, ¿lo encontramos leyendo las estrellas o está en nosotros mismos? ¿Todo es producto de la casualidad o de nuestra voluntad, inteligencia o poder? ¡Qué sé yo! Leí por allí, que a menudo encontramos nuestro destino por los caminos que tomamos para evitarlo. Y una de Shakespeare, el destino es el que baraja las cartas, pero nosotros somos los que jugamos. El As de corazones que me puso el destino, una mezcla de circunstancias familiares y mi nula voluntad de crío jugaron y determinaron que viviese desde niño en Paita, el segundo puerto en importancia en el Perú. Para ser más exactos en el distrito del mismo nombre.
Hasta antes de mis siete años quería irme a vivir al Callao, con mis padres y mis hermanos menores. Ya con un incipiente uso de razón me resultaba penoso que mi abuela representara a mis padres en el día de la madre e incluso en el del padre, por decir algo. Entre otros sentimientos que prefiero no recordar. Pero, poco a poco, sin darme cuenta, mi decisión cambió. Al final Amanda venció. ¡No sé!, pero hubo un momento en que todo mi perfecto mundo, incluido mi futuro, se encontraba en esa bahía y ya no tenía el menor interés en irme a vivir con mis padres. Con mi abuela me bastaba y creía que si seguía sus consejos a puntilla todo me saldría bien. La verdad que no tenía planes fijos para mi futuro: quizá profesor de primaria y si era en un colegio del pueblo, mejor; quizá ingeniero pesquero, «además te puedo colocar en alguna de las empresas de mis amigos», me decía mi padre, ¡claro!, ¡está bien!, respondía yo, pero si es así prefiero las industrias del pueblo como Del Mar o Pesca-Perú. Mejor dicho, no quería salir del puerto. Pensaba casarme allí, tener algún día dos o tres hijos, máximo; vivir en la misma casa de siempre, frente al mar, que imaginaba la heredaría de Amanda, ella misma me lo decía. Aunque lo de casarme solo era una idea futura porque hasta antes que muriera mi abuela no me había enamorado, o quizá sí.
 
El tablazo o “la ventana de Paita”, es un lado costero de montaña y desde su cima el distrito de Paita es un inmenso hoyo que asemeja una sartén. Y puede que esta comparación resulte ilustrativa ya que al ser la provincia entera una zona árida, envuelta entre el continente y el mar origina un buen ambiente térmico cuyo flujo en viento circula a sus anchas y que al adentrarse hacia el mar hace mucho a la serenidad de sus aguas. El clima es cálido, de veinte grados centígrados como media anual. Los cielos casi siempre despejados y ardientes. Llueve a poca intensidad en los veranos y cuando llega ese mocoso de la naturaleza del fenómeno adjetivado, El Niño, la sequía azota el norte. Cuánto me gustaba subir hasta el Tablazo para ver la inmensidad de la bahía: los barcos atracados, yéndose o llegando; los botes en la playa o faenando con sus atarrayas; el muelle, las fábricas, las casitas sencillas que crecían desordenadas, con sus callejuelas. Qué humilde era la dicha desde ese abismo. A una hora determinada el sol untaba el mar, parecía una inmensa alfombra de plata. ¿Y las puestas de sol?, toda una invitación a la contemplación. Fue allí donde encontré la moneda antigua que guardaba muy en el fondo de un cajón de mi mesita de estudio. En su anverso, aún visible, se leía Ferdinand VI D G Hispan Et Ind Rex 1753, con un busto de un pelucón de perfil a la derecha; y en el reverso, Initium Sapientiae Timor Domini, con un escudo coronado, de castillos y leones. Me sentí un afortunado en encontrarla. Cuántos antes que yo la habrían pisado o pateado pensando que solo era un amasijo de tierra y cal.
Desde la cúspide del Tablazo imaginaba ver, a veces, a galeones o barcos, y en algunos de ellos se me antojaba creer que viajaba el mismo Francisco Pizarro; en otras, que viajaba el corsario inglés Thomas Cavendish, ese que desembarcó y saqueó el puerto con setenta hombres a mediados del siglo dieciséis. ¿Cómo habrá sido esta zona por esos tiempos?, imaginaba. Cuando en la primaria, el profesor Marcos Sánchez de Historia del Perú nos contaba parte de la historia del pueblo yo quedaba maravillado. Los que sí me tenían hasta la coronilla eran Pipi y Chuleta quienes se jactaban de tener apellidos históricos en el pueblo y yo, que me apellido Montesco, me decían en relación a Romeo y Julieta: vete a buscar a una Capuleto Y se reían luego.
Como señalé, ya nada me atraía del Callao o de la capital; sus tardes grises me deprimían, sin contar el grado de violencia, corrupción y dificultades económicas que se respiraba en el ambiente, con más fuerza a inicios de los noventa. Entre las noticias y los cortes televisivos que escuchaba o veía con Amanda me enteraba sin querer del contexto nacional: «esto es un avance de último minuto: hoy entra en circulación la nueva moneda nacional, el Inti.» «Otro avance de último minuto, Ecuador invade la cuenca del Cenepa.»; Que se dejaba de pagar la deuda externa; que se declaraba al país inelegible por los organismos internacionales de crédito; que empezaba una terrible inflación; que se estatizaba la banca, los seguros y las financieras. Que la huelga general o sectorial; que la selección de fútbol necesita urgentes cambios desde sus bases, ¡hasta ahora! La corrupción en todos los sectores, los apagones, coches bombas, secuestros, extorsiones, desapariciones, voladuras de torres… Estos eran el pan de cada día de los desayunos informativos. Pero, en lo económico, había una sutil esperanza porque los noventa empezaban con elecciones presidenciales y en el panorama electoral todo hacía suponer que Caballo Loco, como llamaban al entonces mandatario, y su grupo de ineptos se borrarían del mapa por un largo período.
En Paita esos sucesos los percibíamos con sordina. La única noticia que nos alertaba —a mí me atemorizaba; nunca me gustaron las guerras—, eran las invasiones militares de Ecuador en suelo peruano por estar muy cerca de la frontera. Aquí nuestra vida diaria dependía en demasía de los caprichos del mar, nos daba mucho o nada. En temporadas de pesca la Plaza de Armas se llenaba de pescadores de todos los rincones del país, se bailaba al compás del ritmo pegadizo de la Chicha o cumbia con Agua Marina, un grupo musical de la región y se iba a misa para agradecer; pero, cuando se decretaban las vedas, el pueblo entero entraba en calma, la plaza principal casi sin un alma, el terminal de atraque con pocos operarios, escasos movimientos en los entes financieros y en las agencias de aduanas, las fábricas pesqueras cerraban. Solo desembarcaban algunos extranjeros de sus barcos mercantes. Se iba a misa para pedir una buena próxima temporada de pesca y se bailaba y bebía si coincidía alguna festividad ocasional, porque allí con dinero o sin dinero, con un endemoniado verano casi eterno, había que tirarse al hombro la vida como se pudiera.
Documentado estaba, según el odiado profesor Pum, de Historia Peruana en la secundaria, que cuando se establecieron los antiguos pobladores paiteños o tallanes —conglomerado de etnias prehispánicas— estos ya tenían un desarrollo cultural muy avanzado, herederos de sus ancestros asentados en la bahía. Por ese proceso de varios miles de años adquirieron dominio en la navegación y la pesca. Tanto así que secaban y ahumaban el pescado para su comercio. En la agricultura destacaban en el cultivo del zapallo y el pallar. Utilizaban el algodón para tejer sus atuendos, fabricaban cerámicas utilitarias y ornamentales. Y ya había un fluido comercio tanto con los pueblos costeros, como Colán, y del interior, Amotape o Vichayal. Como dependían del mar lo adoraban y lo llamaban Ni; y a la luna, Shi.
Con la influencia de los Mochicas en territorio Tallán se mejoraron los sistemas de riego. Luego vinieron los Chimús y sometieron a ambas culturas. Así, hasta que llegaron los Incas. Cuenta Garcilaso De La Vega que el inca Huayna Cápac, después de su periplo conquistador en el reino de Quito, bajó a la costa y se posó en el valle de Sullana, desde donde mandó los acostumbrados requerimientos de paz o guerra. En esa antesala, y aquí cuenta más la tradición, se dice que el Inca llegó a Colán y deslumbrado por la belleza de la primogénita del Cacique, la hizo suya. De esa unión nació un crío de quien, según los entendidos, descienden los apellidados Macharé que se ufanan de su casta real en aquella zona del país.
 
—¿Tú sabes quién soy yo? ¿Tú sabes cuál es mi linaje? —Alardeaba muchas veces mi Pipi del alma— yo soy Eduardo Macharé, descendiente del inca Huayna Cápac. Es decir, también, que soy pariente de los Incas Huáscar y Atahualpa.
—Vete al carajo con tu pedigrí —le devolvía Chuleta.
—Se dice casta, ignorante —otra vez, Pipi.
—Lo mismo da. Y yo que soy familia del que fuera amigo de infancia de Miguel Grau y no digo nada —decía Chuleta, que se llamaba Juan Chunga.
—Aquí escarbas en la arena y encuentras un Chunga —objetaba Pipi.
—¿Qué tanto hablas? Si en la provincia casi todos son Macharés. ¿Tu pariente era Inca o “hincaba” mucho a las mujeres?, ¡qué pendejo! —se burlaba el Chuleta.
—Ya está bien, a otro tema o me largo —ese era yo.
—Tú te callas Campanita y vete a buscar a tu Capuleto.
—¡Que no me digan Campanita!, por favor.
 
Cuando llegaron los españoles encontraron en Paita una bahía con buen paraje para establecer un puerto y así fundan Paita. Y luego, todo lo que envuelve a nuestro mestizaje: las iglesias y templos cristianos como el de San Francisco, los toros, el ceviche y escabeche; las danzas como la de los negritos de a bordo, o la del caballito de Santiago Apóstol; creencias como el mal de ojo, el chucaque, la niña pata, el curita pasealón, o el de la procesión de las ánimas; festividades como la de San Pedro y San Pablo, de San Francisco de Asís; el carnaval, la navidad y el año nuevo; mitos y leyendas como la del sol y la luna o la sirena de semana santa; costumbres como el del corte de uñas, el bautizo, la bajada de reyes, etc. Allí dentro de ese pueblo de gentes nobles, tradicionalistas y sencillas, yo, Gabriel Montesco, era uno más de ellos. Será que me hechizó la inmensa luna de Paita, como a los Tallanes que la representaban en variedades de cerámicos; o a los artesanos contemporáneos en aretes, medallones y polos que le encantaban a Jimena.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
  
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Descripción

Capítulo 5 de la novela: La probabilidad, el albedrío o las barajas.

Palabras Clave: La probabilidad el albedrío o las barajas. samont escritor

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficción


Creditos: Sandro Montes

Derechos de Autor: Sandro Montes

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Comentarios (1)add comment
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Samont H.

Queridos lectores, les dejo un nuevo capítulo de mi manuscrito: LA PROBABILIDAD, EL ALBEDRÍO O LAS BARAJAS. Mucho agradeceré sus comentarios. Seguro me ayudarán mucho. Muchas gracias.
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July 31, 2018
 

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busy