EXTRACTO DE LA NOVELA: La probabilidad, el albedrío o las barajas.
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3.     Gabriel, nunca tengas miedo  

Desde que mi abuela me animara confianza esas cojudeces no existían para mí. Estaban en la cabeza y los ojos de los idiotas. Desde que me ametrallara con sus sermones ya no tenía miedo, incluso siendo un niño. 
—Y si tienes miedo, porque los tendrás, muchos de ellos serán tus propios miedos, tú los generarás, entonces afróntalos. Si tienes miedo, eso delata y te llamarán cobarde, serás otro. A veces te sentirás débil y atacarás, incluso, a quienes te quieren. Tú vas a ser un hombre. Ahora eres un hombrecito, así que ya debes aprender a prepararte.
Amanda gesticulaba cuando me hablaba de niño, como dando más énfasis o impresión a su monólogo. Su dicción de mentora y sus ojos de penetrante sensatez accedían fácil, como el agua a la esponja, muy profundo a las cavernas de mi conciencia. Me aleccionaba para lidiar con la vida cara a cara y salir airoso, como ella que pudo con todo y con todos, salvo con el cáncer que la cogió de revés.
—Está bien, abuela –dije.
—¡A ver! ¿Qué cosa no harías por tener miedo?
—Bajar solo al sótano —agrandé los ojos al decirlo.
No era tanto por la oscuridad. Aún tenía algo de miedo encontrarme con ese niño.
—Pues, a penas termine con el botón de esta camisa de tu padre, bajarás solo. Yo te espero arriba de la escalera. Ya verás que no hay nada de qué temer.
Amanda sabía imprimirme confianza.
—Incluso, hijito, Dios es un concepto que mide el miedo... —soltó esa frase como quién suelta un trapo de cocina.
—¿Qué? —pregunté, porque la explicación perdía sentido.
—Eso es otra cosa…, no me hagas caso —corrigió sin mirarme y siguió remendando.
—Está bien, abuelita.
Claro que lo había entendido todo; ¡bueno!, casi todo. Yo la miraba atónito por cada vez que me adiestraba para la dura vida. Ella se había convertido en mi todo, mi ícono, mi llave para escudriñar ciertas primeras sensaciones, emociones, preguntas e interrogantes que podían aflorar en un niño. Ella daba en el clavo con sus respuestas. Y cuando me veía reír me devolvía otra sonrisa cómplice. Y cuando veía que rosaba la duda por alguna pregunta que le hacía, me llamaba, ya cerca de ella me cogía del hombro y me hablaba más clarito, una explicación más elemental, directa a los oídos de su niño. Siempre diré que nunca tuve un retrato idealizado de Amanda. Por algo en el barrio, en el colegio o en la calle no la podían ver. A mí me encantaban más sus defectos. Los veía más atractivos que sus cualidades. Por ejemplo, me sentía más que protegido cuando salía con ella a la calle, de paseo o de compras. Ella siempre vestía elegante. «Tenía garbo al caminar», decía Currito. Amanda, siempre con el ceño fruncido, imprimía cierto halo de prevención. ¡Y yo no sé!, pero sentía cierto morbo escénico el ver que nadie nos saludaba cuando paseábamos por la calle, ni Pipi o Chuleta, ni don Sebastián, ni los perros: ¡nadie! Solo nos escrutaban y murmuraban por lo bajo. Ella me enseñó a pedir las cosas «por favor» y a no tener miedo o a dominarlos: los sometí cuando se me presentaba Juanito; no los tuve cuando yacía en el agua, sin saber nadar, o cuando estuve a merced del Camello, «estás frito, pescadito». Pero, no me enseñó a no tenerlos cuando supe que había muerto.