La probabilidad, el albedrío o las barajas: Capítulo 1. Aquél lunes de diciembre.
Publicado en Jul 27, 2018
Prev
Next
Image
EXTRACTO DE LA NOVELA: La probabilidad, el albedrío o las barajas.
http://www.megustaescribir.com/obra/64381/la-probabilidad-el-albedrio-o-las-barajas


1.     Aquél lunes de diciembre  
Crecí creyendo que tenía un sexto sentido o algún poder para presentir los acontecimientos. Así me lo hizo creer mi madre desde que vi a la mujer sobre la luna, sin embargo, nada me presagiaba el rumbo que daría mi vida en tan pocas horas. Aquella mañana de diciembre una densa nube había descendido a la ciudad y lo traslucía todo de cenizas más allá de la mitad de la calle. Las bombillas de los postes, aún encendidas, asemejaban luciérnagas atrapadas en un lúgubre tapiz. Esa noche soñé que una gigante ave monstruosa hizo añicos la ventana de la habitación del Camello, lo apresó en su pico negro y voló con él para soltarlo mar adentro. Al despertar no recordaba nada, excepto la cara de mi padre llamándome testarudo. Acomodaba mi camisa frente al espejo del ropero en mi habitación. Ya casi estaba listo para salir al colegio, salvo en que no encontraba mis…, ¿dónde están?, repetía. Instalado en la vida cierta despertaron mis fatigas diarias. El enredo mental de aquel lunes se mezclaba entre vengarme del Camello, descifrar lo de Jimena y acordarme dónde había dejado mis zapatillas blancas, para el curso de deportes en la segunda hora de clases.  Buscándolas veía la cara de mis compañeros y de mi profesora, como diciéndome, «¡otra vez llegando tarde, Gabriel!». Jimena, era mi compañera de clase y casi mi enamorada oficial, porque así lo creían todos mis compañeros, pero yo, aún no sabía lo que significaba para mí. Lo cierto era que desde algún tiempo la tenía empotrada en mi cerebro, y mi sexto sentido, el que mi madre aseguraba que yo tenía, no me daba respuesta a mi rara situación emocional. Pero, si las zapatillas las había guardado en mi mochila la noche anterior. No eran raros esos despistes en mí. Corrí las ventanas para remover el aire con el soplo del mar justo en frente de mi casa, en el malecón. El leve viento que entró helando mi cara invitó a ponerme mi chompa escolar. Cogí mi mochila, la colgué a mi espalda y bajé como un rayo las escaleras. Aún no habían llegado el personal del servicio. Entré a despedirme de mi abuela que dormía, con un beso en la frente, y salí disparado al colegio casi siempre con mi mirada enterrada al pavimento. Y vueltas a pensar en el jodido Camello; con Jimena; con que no había hecho la tarea de fin de curso de religión para entregarlo a primera hora, ojalá la profesora se haya acogido a la huelga y no vaya hoy, pensé. Papá me había cogido por sorpresa en una conversación inesperada que mantuvimos ese último fin de semana. Levanté mi mirada y la dirigí hacia el mar. Tendría que hablarle urgente y escucharía mi opinión definitiva.  ¿Habrá puesto el distintivo en la pluma de su barco?, especulaba en ello, cuando tropecé con un hombre sentado en la acera que desde muy temprano pedía limosna, ciego, barbudo, un poco viejo, aunque quién sabe si bien duchado y afeitado.
En alguna ocasión contemplé la posibilidad de ser arqueólogo. Creía que, si agregaba a mi costumbre de ir caminando, mirando al suelo, un poco de atención, persistencia y profesionalidad, algún día podía encontrar hasta el mismísimo dorado de los Incas. Pero digo en ocasiones, porque casi siempre andaba despistado y aun así me había encontrado con verdaderos tesoros. Como aquella vez, mientras miraba el mar desde El Tablazo, me llamó la curiosidad recoger un amasijo de tierra que pensaba era la tapa de una conchita de mar y al limpiarla resultó ser de metal, algo circular, brillaba: era de oro. Entusiasmado con su valor histórico la guardé y a los dos días ya no me acordaba de ella.
—Perdone, Señor.
—¡La madre que te parió! Déjame que te coja muchacho del demonio…
El vapor exhalando furia de sus pulmones me asustó más que sus palabras. Aparte de ciego, el hombre era cojo. Tentaba en el vacío buscándome, retiré mi mano presta a socorrerlo, salí disparado y me perdí dos calles en dirección opuesta a mi colegio, por lo que llegaría más tarde que de costumbre. Me lo tomé con calma. Cogí otro camino y distraje mi marcha pensando en las manos de Jimena acariciándome la cabeza, después de decirme cosas que me ponían la frente como un acordeón. Jimena no destilaba candor cuando hablaba, ni cuando me hablaba, pero yo huérfano de consejos y de algún cariño, algo no parecido al de una madre, me dejaba zarandear con sus palabras para luego caer en sus manos que me amasaban con la misma ternura en que la tal Mariana abrazaba a su hijo Héctor, sin saber éste que esa señora tan buena era su madre, en la telenovela Los Ricos También Lloran. Las mismas manos que se estamparon en la cara del Camello y que ya eran hábiles para envolver unos porros, a esas manos me entregaba rendido.
A dos calles del colegio divisé a lo lejos, en el sereno mar, la silueta de una embarcación acercándose al muelle. ¿Y si es la de mi padre?, pensé. Al finalizar las clases acostumbraba ir a buscarlo al muelle e íbamos luego a casa a ver a la abuela. Hablábamos de cómo estaban los hermanos en el Callao, cómo estaba mamá y luego se marchaba al caer la tarde, para volver en dos o tres días: era su rutina. ¿Y si me dicen que no? No lo creo, hablaba en silencio. Me agobiaba el deseo de tener que hablar con mis amigos para ver cómo, dónde y cuándo podrían ayudarme para darle una paliza al Camello, porque ya se había pasado de la raya. ¿Y si le digo a papá que me lleve en el barco al Callao para ver a mis hermanos y a mamá?, repasé tontamente: si no podía dejar sola a la abuela, ni descuidar mis exámenes finales de secundaria.
A penas que entraba por la puerta principal del colegio y salía un gato gris. Yo no era prejuicioso así que no tenía que apartarme como un maníaco del animal, pero me llamó la curiosidad por parecerse a mi misma abuela. No digamos un parecido que me confundiera, ¡no!, ¡nada de eso! Tan solo un parecido animal, ¡yo me entiendo! Como Chuleta que se parecía al loro enclenque que tenía el japonés, el del quiosco del colegio. En algún momento había leído que los animales llegan a calcar los gestos de sus dueños; que caminan imitando su zigzag; que se enferman cuando lo hacen ellos, pero de ahí a parecerse a los amos, eso ya era mucho. Lo curioso era que en casa no teníamos ni gato, ni perro, ni pececitos de colores. Me reí un poco, un gato parecido a mi abuela, y seguí riéndome hasta que se evaporó mi curiosidad justo en el instante en que tuve en mí delante la puerta del salón de mi clase.
No tuve que tocar. Nilda, la profesora de religión me vio por la ventanita de la puerta. Siempre fui uno de esos tipos de personas que se encogen hasta anularse por segundos cuando se encuentran en situaciones vergonzosas. Ella gesticulaba, seguro hablándome, pero mi vergüenza casi siempre taponeaba mis oídos. 
—Esto no puede ser Gabriel, ¿acaso no me escuchas?
La profesora sujetaba la puerta.
A la enésima vez le encontré sentido a sus palabras. Pasé confuso, sin dar los buenos días. Vi mi silla habitual, centro de la fila a la izquierda ocupada y me senté en la única butaca libre, a primera fila, frente al escritorio de la profesora.
Al tiempo que Amanda, como se llamaba y me gustaba nombrar a mi abuela, cayera en cama mis tiempos de insomnio empezaron. Cuando se iba el servicio de casa recaía en mí la responsabilidad de su cuidado. Muchas noches me despertaban sus carraspeos. Tenía el temor de que se vaya a ahogar con su baba. Cuando volvía a recuperar el sueño no me avivaba ni el búho que tenía como despertador.  Así casi siempre llegaba tarde al colegio.
Entre el barullo en el salón   y el desagrado de la profesora miré el reloj de la pared. Marcaba las nueve y media. ¡Siempre tarde!, repasé, y en eso un golpecito en mi nuca rompe mi desorden mientras la clase entera colma en risa: un borrador cayó a mis pies y me volví para ver quién había sido. Jimena, casi siempre sentada en la última fila, mecía con fastidio su cuello cisne; la única que no reía. Había sido el Camello. Era el malo del salón o el tonto, depende como lo quieran ver.  Este sí no habría tenido un camello en su casa, pero si hubieran visto el gran parecido. Así lo llamaban todos, incluso los de su pandilla. Tenía dieciocho años y era toda su tremenda cabeza más grande que yo. Moreno, grueso como un armario antiguo y con unas manos que parecían tener unos guantes de béisbol a medida, de las que por poco me hacen trizas si no fuera por la oportuna presencia de otras manos, las de Jimena. No le tenía miedo, pero no era tan demente como para fajarme con él. Lo miré fijo, como un maniquí, sin expresión de odio ni falsa risa. Él se reía haciéndome muecas y partiéndose el cuello con su dedo índice. En el fondo no lo odiaba, más bien lo consideraba un tonto, un pobre adolescente tonto que merecía mi más entera indiferencia y un gran escarmiento, ¡claro! A veces creo que lo que más le irritaba de mí era que lo ignoraba.
—Atención, atención, ya está bien, las risas para otro momento.
Apuntó Nilda, sin percatarse que yo era el objeto de las bromas, o quizá sí. Al instante el salón entró en calma y el coloquio que siguió la profesora captó con instinto mi atención. 
—Como les seguía diciendo —prosiguió la maestra—, Dios, el padre, Jesús, el hijo y el Espíritu Santo son la Santísima Trinidad. Entonces, Jesús, no solo es hombre, sino Dios, la segunda persona de la trinidad, consumación de la revelación de Dios a lo largo de los siglos, único camino al padre y único salvador.
¡Qué bien habla de Jesús!, exclamé en silencio. Yo tenía dos exégesis, una la de mi madre que coincidía con la profesora y otra la de mi abuela. 
—Y lo que les digo lo podemos encontrar en las Sagradas Escrituras que como ya lo saben, es la palabra de Dios, inspirada por él y que contiene lo suficiente para garantizar la salvación.
Nilda leyó seguido unos pasajes de la Biblia, mientras el canto de una gaviota me distrajo haciéndome recordar por un instante mi sueño de esa noche, y en seguida abrió una puerta que me llevó dócil muchos años atrás. Amanda, en su época de buena salud era profesora de primaria y la encargada de preparar y enseñar todas las materias de su grado, con excepción del de religión cuyo preparativo corría a cargo del cura del pueblo, aunque ella lo dictara. Yo era pequeño, debía de estar por entrar a la primaria y mi indiscutible candor me daba licencia para entremeterme sin ser consciente, hasta años después, de lo que se hablaba en muchas de las importantes reuniones de Amanda. Incluso en las secretas donde se departía en voz baja y al final todos los congregados levantaban en alto el puño izquierdo que yo imitaba, y todos riéndose de mi acto. Llegó un día a casa don Sebastián, el párroco valenciano del pueblo, para preparar el curso de religión, con sotana, bajito y delgado; medio calvo, despeinado y de prominente nariz; con sandalias y gafas oscuras. Parecía un pollito dentro de su vestidura. Desde muy niño aprendí a percibir cuando las personas se llevaban mal, como el perro y el gato. Se sentaron en la salita de espera. Que yo recuerde nunca lo hizo pasar al salón principal. Algo le ocultaba Amanda de su biblioteca porque cuando venía el valenciano cubría con un mantel una columna de libros de robustos lomos rojos. Mientras dialogaban, yo quería quitarle las gafas al párroco y él no se dejaba. Yo jugando a darle vueltas al globo terráqueo, y mi abuela diciéndole «que no»; yo mirando un cuadro de un barco con sus gaviotas y sus olas, y ella persistiendo en «que no, don Sebastián; que no»; yo haciendo caritas ante la cristalera de los vasos y vueltas con su «no, eso no voy a enseñarles a mis alumnos, les enseñaré lo básico. ¡Sí, claro!, Jesús…, que se le conoce como el hijo de Dios y esas cosas». Dejé todo juego cuando escuché un furibundo y arrogante «no», del cura, como saliéndose de su guion. Levantó su índice derecho: «no, señora, escúcheme usted, a Jesús no se le conoce como tal, sino es el mismísimo hijo de Dios». Amanda cruzo sus piernas, juntó sus manos y con una vocecita mordaz, más fresca que una lechuga, detalló, «está bien don Sebastián, usted puede decirme y pensar lo que quiera…, Jesús también es nuestro amigo, pero a mí se me pinta un socialista y lo que él haya dicho demás, allá él». El curita pasó de la soberbia a la aflicción tan rápido como la pepita de su garganta subió y bajó.
—Ya sabe, don Sebastián, está dicho —prosiguió Amanda, más que de principios, con sátira—, a Roma, lo que es de Roma y …. adiós, que le vaya bien.
El curita brincó como un resorte del sofá, recogió su carpeta y sus papeles de la mesita de vidrio, se enterró en su hábito y sin decir al menos, adiós, abrió la puerta él solo y se fue como filosofando por la calle hasta la iglesia.
A lo lejos alguien llamaba.
—Gabriel, ¿me quieres escuchar?, es la tercera vez que te estoy llamando; ¿en qué paras pensando, muchacho? Contigo siempre es lo mismo.
—Sí, profesora, discúlpeme, es que….
—Estoy pensando en Jimena.
No terminé mi escusa cuando el Camello habló mordaz, parodiando a una niña, y todo el salón colmó en risas. Ese mismo día tenía que buscar a los muchachos en el recreo para planificar algo, ya no podía esperar más.
—¿Y quién te ha invitado a que abras la boca, Cortez? —preguntó la profesora tratando de imponer un orden inmediato.
—¿La boca? Será el hocico —remató Jimena y otra vez el salón a carcajadas.
—A callar; ¡ya está bien! —dijo Nilda.
Justo en ese instante sonó el timbre salvador, empezaba el recreo y media hora después el curso de educación física.
—La tarea la recojo la próxima clase —Culminó la profesora, recogió sus cosas y salió disparada antes que la turba le cierre el paso.
Respiré aliviado por la tregua en la tarea. Quedaban algunos en el salón cuando me abordó el Camello.
—Gabriel —cantó mi nombre, dos palmaditas en mi cara y susurró a mi oído—, escúchame niño de tu abuela, el viernes te salvó la loca de tu enamoradita, pero ya sabes, en cuanto pueda te parto todos los dientes, ¿me entiendes, nenita?
—¿Es una amenaza? Te gusta joder, ¿verdad?
Hablé con un dominio de serenidad que me permitía ver la situación con un aspecto humorístico. En otro momento no me hubiera atrevido, pero suelto de prevención rematé sonriendo.
—Y aléjate un poquito, cualquiera diría que me quieres dar un beso.
El Camello nunca me imprimió temor. Pensaba que habría tenido una juventud de perro. No hacía falta más que conocer al desastre de su padre; siempre borracho y sin un oficio conocido. En una ocasión le vi pegándole a su hijo en plena puerta del colegio, para quitarle los sobornos que obtenía y luego gastarlo en aguardientes baratos a escasos metros de la Plaza de Armas. El Camello permitía esa ofensa paterna sin mostrar alguna expresión de asco. Yo sentía lástima de aquellos maltratados convertidos en maltratadores que viven sus fechorías como vengándose de su propio dolor, a veces, sin ser conscientes de ello. Más morbo les produciría si sus víctimas eran débiles. Yo nunca permitiría ser uno de ellos.
—No me llames Camello. Para ti Cortez, ¡está claro? Y déjate de mariconadas. ¿Sabes?, a partir de ahora te la arreglas para darme dos soles los viernes. Ya se acaba el año. No te será difícil. Sería este viernes, el próximo, y estás libre: fin del año escolar, ¿estamos?; o, de lo contrario…
       Otra vez su pulgar derecho rajaba su cuello.
—¿Para qué quieres que te pague, si te lo va a quitar tu padre?
Sus ojos se inyectaron de furia.
—Te voy a…
No terminó de hablar cuando desde el fondo del salón intervino Jimena.
—Gabriel, salgamos al recreo.
—Otra vez la pesada de tu enamorada —susurró el Camello para mí—. Ya sabes, cariño, dos soles este viernes. Serán solo cuatro en total.
Salió del salón sin antes deslizarle un beso volado, con guiño incluido. Su cara se alejó entre risas e impotencia.
—¿Qué te ha dicho el cobarde esta vez? —masculló Jimena al acercarse—, no le hagas caso, evítalo. ¿Por qué anda metiéndose contigo ese imbécil? Primero el viernes, ahora el borrador… ¿Y por qué le has lanzado ese beso?; ¿te has vuelto loco?, ¿lo estás provocando?
Tanto interrogatorio repentino me produjo escozor en el cuello, faltaba el aire.
—Ese es mi problema. Como te dije, no te metas. Me voy a buscar a los muchachos —culminé ofuscado y de pie.
—¿A quiénes?
—A mis amigos…, Pipi y Chuleta.
—Pero, ¿Qué no te hablabas con ellos? ¿Me ocultas algo? Estás como nervioso.
Noté algo en ella, su voz, frágil y delgada, como si en vez de reprimirme diera una oración. Un poco despectivo, intentando encender su rostro, dije:
—A ti qué te importa.
Ella, negó con la cabeza, con desgano y capitulando a sus arrebatos dijo, con el mismo tono:
—¿Sabes? Vete y que te partan el culo.
Así contestaba, era su lenguaje, aunque no explotara como de costumbre en aquella ocasión. Algo la tenía cabizbaja. A veces me gustaba verla encrespada, ¡no sé!, la veía más guapa y enigmática. Aunque su hablar mostrara su coraza, había algo en ella como una aureola que podía sentir ternura con su mirada. Quizá era eso y nada más: buscaba sentirla irritada para que luego me acariciase, me aconsejase y esté pendiente de mí. Era una explicación muy simple que ni yo mismo ahora me lo creo. Habría algo más porque por ella andaba suspendido en la nada, a cada momento. Nuestra cabeza debe ser redonda para permitir al pensamiento rotar y rotar porque por ratos Jimena me acompañaba en mi cama, al acostarme y al despertar; de camino al colegio; mientras cuidaba de mi abuela; en la ducha, … A veces pensándola me crecía algo allí abajo, qué sofocón. En otras, reíamos los dos, yo solo. «¿Ahola, de qué se líe?», preguntaba Mamá Marta, la señora que trabajaba en la casa, cuando me escuchaba soltar una risa espontánea. «Quien solo se líe de sus maldades se acuelda», concluía Martita, con su hablar peculiar. Claro que estaba lejos de saber el porqué de mis espejismos. Pero en ese preciso día lo que más me martirizaba la cabeza era el jodido Camello. Por eso tenía que ir ese primer lunes de diciembre en ayuda de mis amigos para pedirles su ayuda inmediata. Ya no podía esperar más.
—No me hables así —contesté indiferente, pero sin obviar su voz—. Tengo que ver a Chule y a Pipi, ya te contaré. Discúlpame, pero estoy como bloqueado.
—Estás muy raro Gabriel, tu comportamiento no me gusta. Tú me ocultas algo.
Conmigo dio en la diana. ¡Claro que le ocultaba! Eran muchos mis agobios: mi abuela enferma y los exámenes de ese fin de año serían pretextos insuficientes. Hasta ese día no le había contado que al pobre diablo del Camello lo tenía atravesado en mi garganta y en mis pensamientos, desde lo de Ajito Camuso. Al principio, no quería darle la mayor importancia a esa anécdota: el Camello no merecía tanto protagonismo. Igual, no le conté cuando algunas semanas atrás me lo crucé en la escalera. Pensaba que debía de ser yo quien tenía que solucionar sus problemas. Jimena, me conocía lo suficiente y se había percatado de mi incomodidad, de mis comportamientos raros, como ella decía. Podría haberle seguido ocultando mis asuntos o persistir en que lo viera como algo aislado, pero desde que me defendió del Camello, ese viernes anterior, se me hizo una tarea difícil. ¡Claro que estaba nervioso! o, mejor dicho, impotente. Las ansias por sacarme esa espina ya trastocaban mis actos. No era para menos. Igual, aún no me atrevía a decirle que pensaba en ella a cada instante. ¿Qué sentía por ella? Tampoco le hablé de la conversación que tuve con mi padre ese último fin de semana. Jimena era mi amiga, más que eso, y no estaba al corriente de nada, no era justo.  Viéndola cómo me miraba empecé a madurar la idea de contarle lo del Camello y lo de mi padre, como mínimo; todo menos que ella empezaba a gustarme, o que ya me gustaba, o quizá, más que eso, que ya la quería, ¡qué sabía yo!
—Ya vuelvo —dije impasible.
Ella me acompañó sin más palabra hasta el pasillo y se quedó de pie en estado interrogante, justo en la puerta del salón de clases, como la dejara aquel pasado viernes en la puerta de los baños después de socorrerme del Camello. Sujetaba unos cuadernos a sus pechos medianos que, por un juicio fugaz, empezaban a darme alguna razón del por qué deliraba por ella. Di media vuelta y seguí caminando hacia el pabellón de Pipi y Chuleta. A esa hora la neblina se había evaporado y el elegante cielo azulino apenas era alterado por finas pinceladas blancas, transparentes. Un suave flujo de viento agitaba leve la bandera peruana ubicada en lo alto de la torre principal.
  
Página 1 / 1
Foto del autor Samont H.
Textos Publicados: 74
Miembro desde: Mar 23, 2013
0 Comentarios 81 Lecturas Favorito 0 veces
Descripción

Primer capítulo del manuscrito: La probabilidad, el albedrío o las barajas. EXTRACTO DE LA NOVELA: La probabilidad, el albedrío o las barajas. http://www.megustaescribir.com/obra/64381/la-probabilidad-el-albedrio-o-las-barajas

Palabras Clave: samont la probabilidad el albedrío y las barajas manuscrito novela

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficción


Creditos: Sandro Montes

Derechos de Autor: Sandro Montes

Enlace: http://www.megustaescribir.com/obra/64381/la-proba


Comentarios (0)add comment
menos espacio | mas espacio

Para comentar debes estar registrado. Hazte miembro de Textale si no tienes una cuenta creada aun.

busy