Inocente
Publicado en Jun 21, 2018
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Olas de fuego, desde las montañas, vienen a buscarme. Lentamente consumen la ciudad, que valientemente les hizo frente en mi defensa. A través de las ventanas, se introducen con el aire a los pulmones de los inocentes. De los inocentes… Abordan a los ebrios en las calles, los insultan y apalean, les queman sus ropas y estos, desnudos, corren ingenuos hacia un mar que les contaron. Los feriantes, despertando junto al alba de este fuego intenso, rezan a sus dioses mejores vidas, conscientes del terrible fin que les espera. Las vírgenes que aquello escuchan dan las gracias por su buena vida, y los castos las maldicen por la vida de la que se salvaron. Suponiendo que todo es un invento, las monedas pasan indiferentes de mano en mano, de los inocentes. El asfalto sale despavorido, gritando por su vida y la salvación y vida eterna, y sólo el fuego le escucha instantes antes de devorarlo con placer, con vigor.
 
Las casas saltan por los aires de la sola impresión que le provoca, a cualquier inocente, esas olas de fuego otoñales, carmesí. Las paredes se preguntan unas a otras qué ocurre, qué es toda esa locura. Mas ellas no tienen oído para respuestas, y se pierden en la ignorancia y calor intensos, sin entender nada, como siempre. Echando abajo las puertas con el poder del poder, el fuego entra en las habitaciones de amantes tan fríos que hacen dudar a éste si realmente lo merecen. Y las sábanas, infinitamente más inteligentes (por inertes) que ellos, se entregan a la vida que, entre seres, jamás conocieron.
 
Los gatos, tan sabios como el fuego, partieron muy anteriormente. Les sugirieron a los perros hacer lo mismo, pero al escuchar su respuesta no los consideraron dignos de entrar en su reino. Y así, muchos perros partieron ese día. Esa noche. Ese último bastión del tiempo.
 
En los ojos de los inocentes todo tenía mucho sentido. El pecho frío, golpeado por años, fue claro y frio al enfrentarse al fulgor de la vida que les gritaba en la cara. Y en su inocencia se creyeron incombustibles, y ardieron mil años en el peor de los infiernos.
 
Las escaleras se me acercaron suplicando ayuda, como intuyendo algo. Disculpas les pedí. Les pedí razón, misericordia, y les hice caer el peso de la lógica del caos. Que, para mi sorpresa, no fue sobre ellas que cayó. Sino en los inocentes.
 
Los pájaros me miraban con desprecio y, a punta de insultos, me sacaron y me enfrentaron. Nada podía hacer, o eso creía, y por ello me insultaron y condenaron a seguir de la misma forma. Y, no bastándoles con eso, me condenaron también a verlos volar hasta perderse en las entrañas de ese fuego que venía por mí.
 
De la ciudad ya no quedaba nada, en la práctica. Uno que otro animal exótico se perdía entre las fisuras de lo que alguna vez jamás fue su hogar. Ya las ferias se habían acabado, las monedas, (a)pagado. Todos los destinos habían sido alcanzados. Ya los ebrios estaban sobrios y resacados, recién ahora podían ver arder sus vidas. Pero nunca es demasiado tarde, dijo Pedro al dejar de existir. Pude escuchar su voz claramente, inocente...
 
¡Oh, Dios! ¿Eres tú? ¿Qué deseas de todo esto? ¿Qué te impulsa a destruir y quemar y martirizar? ¿Qué esperas crear, de todo esto? ¿No comprendes tú que esto no es el final? Esto no es más que el principio…
 
Al enfrentarlo, revela nuestro rostro y me demuestra, que de todo esto, soy el único culpable.
 
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Foto del autor Carlo Biondi
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Descripción

Palabras Clave: inocente cuento poesa prosa fuego vida muerte dios

Categoría: Poesa

Subcategoría: Poesa General


Creditos: Carlo Biondi

Derechos de Autor: Carlo Biondi


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