Un paso, luego otro y otro. A mi lado, mi fiel compañera, una vieja bicicleta oxidada de color azul. Los días parecen ser más largos de lo que recordaba, o quizás sea mi imaginación. Caminar es lo único que puedo hacer, porque siento que no puedo estar quieto ni por un instante, caminar y caminar, aunque el calor me sofoque y el sudor me escurra por debajo del sombrero.
Cuando mi mente viaja al pasado, recuerdo al hombre que solía ser, fornido, determinado y algo amenazador. Ahora solo queda la sombra de lo que fui, veo mis piernas, cansadas de dar tantos pasos, mi cuerpo está cansado de andar por un camino que parece que no tuviera final, desde que sale el sol hasta que se esconde, veo como mi vida pasa lentamente frente a mis ojos y no hago nada para cambiarlo, no hago nada, porque este maldito vicio me consume hasta los huesos. Mi cara esta demacrada, mi cabello esta canoso, mis brazos están cansados y mi espíritu se apaga, hay días en los que quiero morir, de verdad lo deseo, porque siento que no hay nada más que yo pueda hacer en esta vida, salvo caminar, lamentarme y beber. Sin embargo, hay un rayo de luz dentro de toda esta oscuridad, cuando levanto la cabeza y veo la sonrisa de ellas, es como si aún existiera una esperanza para mí, una oportunidad para cambiarlo todo, pero sé que ese sentimiento es efímero.
Es entonces que decido pararme y echar a andar, pero antes de mover un pie, me apoyo en los viejos fierros de mi bicicleta, miro hacia el cielo nocturno, hacia la luna, y me pregunto cuántas personas habrán hecho lo mismo, mirar hacia arriba en una noche brillante como esta, con los ojos esperanzados, como si mágicamente apareciera un milagro ante sus ojos, algo que pueda dar algunas respuestas, cierro los ojos y dejo que mi angustia se desvanezca por un segundo, seco mis lágrimas que caen como símbolo de mi perpetuo sufrimiento, recojo mi amarga soledad, recojo mi mochila de sueños rotos y comienzo, una vez más, a caminar.