EXTRACTO DE NOVELA
LA SIBILA"
 
Créanme que aún ingenuo me senté solo esperando mi plato. Y ni siquiera advertí nada cuando de cuando en cuando mi padre, sus amigos y las falsas griegas giraban a mirarme, y cuando coincidíamos con las miradas volvían a sus temas. Ni cuando se me acercó Babalú para peguntarme si la prefería delgada o normal y yo respondí rápido entre normal y un poquito gruesa, bien cocida, porque a mí siempre me ha encantado la carne tan gruesa como suela de unas botas pesqueras. No me llamen tonto, sino inocente. ¡Qué iba a saber que en un burdel no se vendía comida! Si antes no había pisado uno, ni pregunté jamás a nadie qué otros servicios se ofrecían en esos lugares. ¡Que sí! Que intuía lo que se hacía allí, pero ¿por qué no comida, también? Si yo le creía a papá. Si mi padre me hubiera dicho que se vendía ropa, también se lo hubiera creído.  Babalú vino con mi cena y fue obediente, gruesa, con mucha carne, pero caminaba y hablaba.
-          Hola guapo. Me llamo Sibila -No pidió permiso para sentarse-.
-          Hola.
Desde la mesa de mi padre todos nos miraban, menos él. Babalú volvió a la barra y me dejó solo con ella. Sibila era una despampanante morena de caderas y hombros anchos, que no rolliza, de carita redonda y pómulos normales. Sus ojos, dos cometas perlas a punto de colisionar y su pomposa melena azabache, haciendo una cola, resbalaba por su cuello para terminar cubriendo su pecho izquierdo. En otro tiempo y espacio diría, ¡guapísima!   
-          ¿Es tu primea vez? -sonreía la guapa-.
-          ¿De qué?
-          Si es tu primea experiencia.
-          ¿Pero…, de qué? -es raro, pero tuve la frialdad de dominar la situación-.
-          No temas. Sabes dónde estás, ¿verdad?
-          Lo sé, pero, ¿qué me quieres decir? -se inclinó hacia la mesa y cogió mis manos. Los amigos de papá giraban curiosos por intermitentes segundos-.
-          El Capi ha pagado y si subimos -levantó una fina ceja- disfrutaremos un rato.
-          No he venido para eso, sino para comer.
-          ¿No lo entiendes? El plato soy yo -echó su tronco al respaldar de la silla y algo tocaba mis intimidades- ¿te gusta? Quítate los zapatos, las medias y hazme lo mismo. No tengo nada debajo.
De pronto me sentí un actor sacrificado. ¿Qué digo?, pensé iracundo. No dejaría por nada que mi rabia oculta se trasformara en violencia. Mi indignación encontraría otro medio de expresión: sólo con mi padre, que ni siquiera volvía a mirarme.  Esa chica no tenía culpa de nada. Sólo hacía su trabajo.
-          Quita tu pie de allí -dije finamente, sintiéndome infringido. Ella usaría un recurso más. Puso recto su cuerpo para descubrirse un pecho, un melón oscuro-.
-          ¿Acaso no te gusta? ¡Vamos!, anímate, subamos que te la voy a chupar como jamás lo harán contigo -dijo con sensualidad-.
-          Mejor me quedo -con qué cara lo habré dicho-.
-          ¡Oye, guapo! ¿Acaso prefieres unos de los chicos de Apolo? -eso me superó-.
-          Vete a la puta de tu madre. ¡Aquí te quedas! -dije esclavo de mi ira. Me incorporé volando a la mesa de mi padre-.
-          Quédate, y no me sigas que quiero irme solo.
-          Gabriel, pero…
-          ¡Que no me digas nada, carajo!
 
Papá se quedó sentado con una griega en sus piernas. Salí a la sala principal y el rabillo de mis ojos advirtió una figura algo familiar bajando la escalera. Por reflejo me detuve unos segundos para mirarlo por entero: era Pancho, el auxiliar del colegio, de la mano con un jovencito de Sala Apolo. Tenía una gorra, pero lo reconocí sin esfuerzo.
-          ¡Qué carajo me miras! ¿acaso me conoces?  
-          No -dije y seguí caminando hacia la puerta de salida-.
-          Gabriel – el auxiliar detuvo mi marcha- ¡ya sabes! No me has visto jamás.
-          Adiós, Pancho. No te he visto, ni te conozco -seguí mi camino y salí por mi cuenta por la puerta.
 
  
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