Pulpita V-El intruso
Publicado en Sep 17, 2009
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Caminé sin rumbo fijo hasta que encontré un taxi en López y Planes.
-¿A dónde, jefe?
Repasando todo aquello, ingenuamente le di al taxista la dirección de Strelassa. Cometí un nuevo error, uno de esos capaces de destruir toda coartada.
-Calor, ¿no, jefe? -preguntó el chofer a traves del retrovisor.
¿Y si hablara con Millán? Quizás él me diera un mejor panorama del asunto. Él lo sabe todo en ésta ciudad, y nadie sabe cómo logra saberlo. Pero hablar con Millán nunca le conviene a nadie más que a Millán.
La paranoia me estaba mareando, y nuevas puntadas me revolvieron el estómago.
El taxi olía a pedos y a pesadillas.
El taxista me recordó la dirección, y que aún faltaba mucho para llegar a destino, cuando lo urgí a detener el auto.
Pagué y apenas abrí la puerta, vomité.
 Oí el insulto del taxista:
 -Amarillento.
Todo me daba vueltas y no supe en dónde me encontraba hasta que vi el tanque de Obras Sanitarias. Un jeep artillado y un camión del Ejército atestado de colimbas, pasaron a toda velocidad, seguramente hacia la terminal de ómnibus.
Caminé por el boulevard; la ráfaga de aire que me dio en la cara me sentó bien.

Cruz Strelassa aún vivía en el mismo viejo caserón y una placa de bronce seguía anunciándolo doctor en leyes aunque nunca lo hubiese sido. En el garage estaban estacionados el Citroen de siempre y un flamante, gigantesco Mercedes Benz: un coche de diplomático, de cónsul al menos; como a muchos en ésta ciudad, siempre le gustó ostentar sus automóviles. Enigmas de una virilidad de zonas guaraníticas. En otras épocas, cuando el mismo Citroen que dormía en el garage era nuevo y era mío, sentí la necesidad de mostrarlo como una evidencia de éxito, de mi rápida ascensión social. No creí que la nostalgia se manifestara cuando vi aquel Citroen que alguna vez había sido mío; recordé a Lorena y sentí el mismo vacío del último trago, del último beso, del último adiós.
Me quité el saco para esconderlo en la penumbra.
Como un gato trepé, silencioso y de un salto, por la tapia que daba a la calle hasta la medianera; caminé haciendo equilibrio hasta cercanías de una ventana; brotaba una luz tenue y dorada. Sentí el aroma a jazmines, hinché los pulmones. El velador bañaba la habitación y, a pesar del tul del mosquitero,  alcancé a distinguir, sin mayor dificultad, el brillo del satén de un camisón tan cercano.
 Y sólo lamenté, en cuclillas, no poder fumar.
Ella me iluminaba, sin saberlo, mientras leía recostada en el que sería su lado de la cama y de espaldas a la ventana. Un bretel lánguido le dejaba un hombro al aire. El brazo que terminaba en la misma mano libre y blanca que llevaba la alianza, inconsciente, involuntariamente, se rozaba la cadera con la sutileza del arco sobre las cuerdas de un cello. Su pelo, una boa etérea que reptando entre cuello y hombro, terminaría custodiando sus pechos vedados a mis ojos de intruso y mirón.
Cambio mental de planes: No podemos irrumpir en una morada familiar para pegarle una paliza y amenazar de muerte al marido de aquella ricura, que leía su libro (¿Conan Doyle, Ingenieros, Poe, Quiroga?) en paz. Así me acordé de que posiblemente no contaría con el Polaco, porque aún no sabía si contaba o no con él. Entonces ¿Realmente iba a necesitar a Millán? (hubo un relámpago) no me convenía, porque primero: perdería gran parte de mi poder de decisión en el asunto; Millán se cebaba y mataba a Strelassa, un desastre; no convenía por lo segundo: iba a perder gran parte del dinero... y por no hablar de lo tercero: la tan mentada discreción, que a estas alturas ya no me importaba y lo encontraba gracioso: me hacían amante y hasta novio de quien me iba a permitir irme a Brasil y volver a empezar mi vida. Pero para eso ¿Realmente necesitaba a Millán? (Hubo otro relámpago). Volvió el malestar punzando mi estómago. No me gustaba esa idea. En realidad no me gustaba nada más allá de la ilusión de irme a Brasil, ni de la belleza de la imagen que estaba viendo a traves de aquella ventana en aquel momento.
Pero hasta eso dejó de gustarme en cuanto apareció, dentro del recorte cuadrado y ambarino, el maldito Cruz Strelassa con, al menos, cuarenta kilos de más, con más pelo en los hombros que en la cabeza y cubriéndose el culo fofo con una toalla; esa espalda peluda y rechoncha tenía tantos pliegues como agallas de un tiburón seboso y obeso. El gordo dijo algo que ella contestó con vaguedad, sin prestar la mínima atención, dando vuelta a la página de su libro como si nada. Pensé: ¿Por qué los canallas consiguen dormir, casarse y morir con las mejores mujeres? ¿Cómo lo hacen? ¿Es sólo cuestión de dinero, de poder? Me ofendí con ella, infantil, ridículo, y atacado por los celos pensé que siendo tan opuestos a la vista, ella debía ser igual de cerda para poder casarse con aquel gordo repugnante.
Ella cerró su libro para sentarse, apoyada en la cabecera, como con ganas de discutir así como antes lo hacía conmigo.
Era Lorena.
Hubo otro relámpago.
Me desplomé con estruendo en el patio del caserón.
Un perro ladró.
El parabrisas del Mercedes estalló con el mismo ruido hueco de la implosión de los celos.
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Foto del autor inocencio rex
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Descripción

lo que un botonazo pardo al policial negro

Palabras Clave: intruso

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Relatos


Creditos: Inocencio Rex

Derechos de Autor: Inocencio Rex

Enlace: hotrat70@hotmail.com


Comentarios (3)add comment
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Ricardo Fernndez

Hija de mil !!!! Hacelos bosta a los dos
Responder
March 15, 2010
 

inocencio rex

caray, gracias guillermo; estos comentarios son como cosquillas en el esternón!!!
Responder
September 17, 2009
 

Guillermo Capece

Inocencio:
he leido El intruso que, segun creo forma parte de algo mas organico que pronto leere desde el principio; pero eso solo basto para darme cuenta que aqui hay LITERATURA, simplemente.
Felicitaciones, y me gustaria que me dijeras qué autores tenes por referentes.
Un abrazo
Responder
September 17, 2009
 

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